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Andersen en Sevilla


Antonio Rodríguez Almodóvar





Uno de los cuentos más enigmáticos de Andersen, Pulgarcita, cuenta la historia de una niña minúscula que, tras muchas peripecias, se ve obligada a casarse con un topo. Pero no un topo alegre y hacendoso, como el de El viento en los sauces, sino un individuo muy serio y antipático. Una especie de funcionario de las madrigueras. En una de éstas es obligada a vivir la pobre niña. Menos mal que deambulando por uno de los laberintos subterráneos se encuentra de improviso con una golondrina que acaba de regresar, exhausta, de un largo viaje por el Sur. Siempre he sospechado que fue de Sevilla de donde el animal volvió. Más concretamente, del Patio de los Naranjos, uno de los lugares más bellos de la Tierra hoy secuestrado por los canónigos de la catedral, otra suerte de funcionarios. Tal vez no era sólo cansancio lo que tenía al animal postrado, sino que también traía el corazón roto, por algo que podremos adivinar más adelante. El caso es que Pulgarcita se dedicó a cuidar de la golondrina amorosamente, hasta lograr que reviviera. En señal de agradecimiento, la tierna ave permitió que la niña montara sobre ella, con lo que pudo huir de aquella repugnante guarida y de toda clase de topos. Yendo hacia los bosques, Pulgarcita sintió el aura fresca de abril en su rostro, al tiempo que oía a su portadora cantar incesantemente: «¡Quivit, quivit!», que en el lenguaje de las golondrinas quiere decir: «¡No volveré, no volveré!».

Andersen pasó por Sevilla en 1862. Se alojó en la antigua Fonda de Londres, a cuyos balcones seguramente se asomó, atraído por el piar atolondrado de las golondrinas. También el ya maduro escritor danés, algo encorvado por el peso de sus 57 años, emprendió un paseo por el centro de la ciudad. Sin duda dirigió sus pasos a la catedral, como han hecho todos nuestros visitantes ilustres, fascinado por su insólita grandeza. Cruzaría libremente el Patio de los Naranjos, sin pagar peaje alguno a los funcionarios del templo, y debió quedar absorto por la mágica conjunción del azahar, el gótico y... las golondrinas. Intuyendo el rumbo de alguna de ellas, siguió caminando y, casi sin darse cuenta, se metió por el laberinto de la antigua judería. Allí percibió el murmullo de las fuentes y la penumbra de los patios en flor. Ya en el Callejón del Agua, vio venir en dirección contraria a un joven de unos 26 años, el pelo negro, ensortijado, la expresión dulce y sombría. Al momento de cruzarse, se detuvieron, como obligados por algo. Se miraron a los ojos, como si se conocieran. Pero no se conocían de nada. Y a punto estuvieron de decirse quién sabe qué. Pero no, cada cual siguió su camino. Una golondrina trazó sobre sus cabezas una pirueta extraña. El joven, ya lo habréis comprendido, era Gustavo Adolfo Bécquer, y en su mente empezó a cobrar forma un balanceo de palabras formidables: «Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar, pero aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas, no volverán»...








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