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Balance del Surrealismo

Ricardo Gullón






Precedentes y orígenes

En el año 1944 publicó Carlo Bo, en Italia, el «Bilancio del Surrealismo», en 1945. Maurice Nadeau, en Francia, la «Histoire du Surrealisme». Con estas obras, el surrealismo pasaba a la Historia, entraba en ella con sus invenciones, sus polémicas, sus desfallecimientos. Desde 1939, y quizá algo antes, había dejado de ser un movimiento, aunque conservase la capacidad de fertilizar y remover conciencias.

No voy a trazar una crónica pormenorizada de esta curiosísima aventura; mencionaré simplemente algunos hechos y destacaré sus notas esenciales. Ya va siendo posible estudiar sin pasión al que fue agresivo despliegue de fuerzas y discernir los valores supervivientes a la furibunda batahola. Si el movimiento caducó, nos ha legado obras y valores nada desdeñables.

Precedentes del surrealismo pueden encontrarse en poetas, escritores y artistas de lejanas épocas. El Bosco y Brueghel el viejo, William Blake, los románticos alemanes, Nerval y más cerca de nosotros Antonio Gaulí, el genial arquitecto español, suelen figurar en la nómina de precursores. Según Bretón, la lista de escritores practicantes en alguna manera de lo ahora llamado surrealismo, empezaría con Heráclito e incluiría nombres tan dispares como Switt, Chauteaubriand, Poe, Jarry, Lulio, Arnim, Picasso... Ciertamente: Bosco, Brueghel, Blake, Paolo Uccello y Gaudí, entre los plásticos, y un cierto número de escritores románticos, pero sobre todo Nerval, merecen ser puestos en la línea de avance del surrealismo.

Al finalizar la guerra «europea», el rumano Tristán Tzara inicia en Zurich el dadaísmo. Dadá pasó a París y conquistó a un grupo de jóvenes: Bretón, Aragón, Eluard, Duchamp, Picabia... La provocación, la hostilidad hacia el acto creador, las actividades puramente destructivas: eso era Dadá. Sus espectáculos son caóticos, estruendosos, infantiles y delirantes; se dirigen precisamente contra los snobs, contra los simpatizantes de las vanguardias poéticas y literarias. El nihilismo y la tomadura de pelo entraban en dosis desiguales (variaban según los casos) en la mixtura propinada a los amateurs parisinos.

Dadá duró poco. Simples negaciones no bastaban a espíritus dogmáticos como el de André Bretón, en quien es preciso reconocer al verdadero fundador, impulsor y creador del surrealismo, estructurado severamente, convertido en secta obediente a reglas cuya transgresión acarreaba inmediatas sanciones: desde la simple advertencia a la excomunión total. Tzara quedó desplazado por Bretón, que, al montarse el proceso contra Maurice Barrés, aparece, significativamente, como Presidente del Tribunal, mientras al primero se le asigna el subalterno papel de testigo. Finalmente, dadaístas y surrealistas llegaron a las manos y rompieron.

Con Bretón quedaron poetas y escritores de mayor talento. Y fanáticamente, con espíritu de partido, se lanzaron al combate con acritud y violencia -y no sólo verbal- superiores a la desarrollada hasta entonces, por cualquier grupo renovador. El panfleto «Un cadáver»», publicado colectivamente con ocasión de la muerte de Anatole France, desplegó una fantasía para la injuria, realmente insólita, una gama de improperios que hasta entonces sólo excepcionalmente y respondiendo a graves provocaciones habían llegado a la polémica literaria.

André Bretón

El surrealismo intentaba ser un movimiento moral más que artístico. Y eso explica las actitudes pontificales de Bretón, el tono dogmático, las censuras y condenaciones... Victor Castre, evocando los tiempos heroicos, escribe: «De hecho los miembros del grupo, casi sin excepción, viven una vida en comunidad y, en ese momento, se entra en surrealismo como otros entran en religión... Los que por razones a menudo muy lícitas no se mostraban asiduos a las reuniones -y éstas eran cotidianas-, acababan por parecer sospechosos de tibieza o de moderantismo. Un buen surrealista no podía rechazar la comunión -imagen debilitada de la comunión religiosa- que les era suministrada cada día alrededor de los veladores del café. No se podía ser surrealista desde cualquier parte: la presencia era condición indispensable para la persistencia de una especie de estado de gracia.»

En el estudio «Literatura de vanguardia. 1900-1950», el norteamericano Paul Goodman señala por su parte que: «la vanguardia francesa ha tendido siempre a ser muy cartesiana, con ordenadas pruebas y manifiestos y un ansia de hacer prosélitos y uniformados». Quizá a ese cartestanismo, espontáneo y connatural, siquiera contrario a tendencias explícitamente manifiestas, deben los surrealistas la superación del impulso puramente destructivo de la época Dadá y la integración en una estructura coherente de las doctrinas que iban a constituir las Tablas de su Ley.




Primer Manifiesto del Surrealismo

En 1924 publicó André Bretón el «Premier Manifieste du Surréalisme». Con él tuvo la escuela un programa definido, claro y tajante, tal como de su redactor debía esperarse; en el famoso documento expuso con precisión el cuerpo de doctrina base de ulteriores actuaciones . Era una proclama en defensa de la libertad del espíritu y los derechos de la imaginación, invitada, gracias a los descubrimientos de Freud, a ejercitarse audazmente: «Si en las profundidades de nuestro espíritu fermentan fuerzas extrañas, capaces de aumentar las de la superficie o de luchar victoriosamente contra ellas, hay el mayor interés en captarlas; en captarlas primero para en seguida someterlas, si ello es procedente, al control de nuestra razón».

El sueño, de acuerdo con las doctrinas del psiquíatra vienés, era equiparado, o, mejor dicho, exaltado sobre la vigilia. La actividad psíquica, lejos de interrumpirse durante el sueño, se manifestaba en él más libre, y, según los realistas, más auténtica, por excluir los frenos de la memoria y la reflexión. Bretón afirmaba la continuidad del sueño, la aparente discontinuidad del cual se debía a las arbitrariedades de la memoria que únicamente nos entrega fragmentos de lo soñado; si los sueños se encadenan y constituyen un conjunto paralelo al de la vigilia, la vida real constituye, respecto a ellos, un enojoso fenómeno de interferencia.

Exploremos el sueño, dijo Bretón, y encontraremos medios de resolver la antinomia existente entre él y la vigilia «en una especie de realidad absoluta, de sobrerrealidad, si así puede decirse». Los territorios abiertos al espíritu doblaban su extensión al incorporarse esos oscuros dominios cuya exploración constituyó una de las bien aprovechadas oportunidades del surrealismo.

Para ingresar en el ámbito misterioso, recurrió Bretón -también por influencia de Freud- al monólogo rápido e incontrolado, a la expresión del pensamiento sin cortapisas racionales. Escribir a toda velocidad lo que dictara el pensamiento, sin reflexión, sin corrección, en estado de máxima espontaneidad. Tal era lo después llamado «escritura automática», origen de imágenes admirables, pero que no logró revelar grandes secretos, ni nada en verdad sensacional.

El surrealismo lo definió Bretón en los términos siguientes: «Automatismo psíquico puro por medio del cual se intenta expresar, sea verbalmente, sea por escrito, sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento con ausencia de todo control ejercido por la razón y fuera de toda preocupación estética o moral». Se pusieron muchas esperanzas en esa facultad de verter caudalosamente las aguas secretas del alma sobre el papel, creando un lenguaje sin reservas, provocando entre las cosas acercamientos mágicos que la inteligencia no hubiera conseguido. Se descubrirían, se reaprenderían secretos olvidados, llegándose a tener conciencia de hechos y cosas habitualmente hundidos en lo inconsciente. La imagen poética que, según Reverdy, «es una creación pura del espíritu y no puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas», resplandecía en los descubrimientos surrealistas; los dos términos de la imagen eran simplemente «productos simultáneos de la actividad surrealista, limitándose la razón a constatar y apreciar el fenómeno luminoso».

La hipótesis de que la imagen más arbitraria es también la más fuerte, parece algo aventurada, pues además del valor de sorpresa y novedad sería preciso sopesar su adecuación, la existencia de un ritmo significante entre los dos órdenes de realidades convocados.

El descubrimiento de la escritura automática fue la constatación, en un grado extremo, de la fuerza creadora de las palabras. Precediendo a los surrealistas, muchos escritores habían observado, a propósito de la inspiración, la inutilidad de esperar descendimientos iluminadores sin esforzarse en procurarlos, manejando la pasta misma: el lenguaje. Escribiendo, y gracias a la corriente verbal, la inspiración sobreviene: las palabras inspiran, y como tantas veces dijo Unamuno, engendran ideas. Las invenciones surrealistas pueden explicarse por una exaltación de este principio, y así la facultad de creación automática quedará en sus justos límites, de acuerdo con el talento de cada cual. Lo precisaba Aragón en el Tratado del estilo: «El surrealismo es la inspiración reconocida, aceptada y practicada. No ya como una visitación inexplicable, sino como una facultad que se ejerce. Normalmente limitada por la fatiga. De una amplitud variable según las fuerzas individuales».




El Segundo Manifiesto

Entre 1925 y 1930 se extiende el llamado por Nadeau «Período razonante del surrealismo». En 1930, cerrando el período, aparece el «Segundo Manifiesto», predominantemente polémico. Por esos años ocurre la tentativa de incorporación a la ortodoxia comunista y el subsiguiente desacuerdo: Bretón quería convivir con los comunistas, pero sin poner el surrealismo a sus órdenes. Los comunistas no aceptaron esta adhesión matizada, y el desacuerdo no tardó en convertirse en ruptura. En el «Segundo Manifiesto», los ataques de Bretón van dirigidos contra los compañeros de ayer, contra los surrealistas de la primera hora, incursos en pecado de heterodoxia.

La crónica de esas discusiones ofrece el espectáculo curioso de ver a Bretón maltratado con las mismas armas y métodos antes esgrimidos contra France. También se tituló «Un cadáver» el folleto lanzado por los ex-surrealistas sobre su antiguo adalid, y, como en el dedicado a France, denuestos e injurias chisporreteaban con refulgente esplendor verbal. Este panfleto, colérica respuesta a los ataques de Bretón en el «Segundo Manifiesto», precisaba la marcha del surrealismo hacia la rebeldía absoluta y «la insumisión total», subrayaba su carácter subversivo e intransigente y declaraba la adhesión de los surrealistas disidentes al materialismo histórico. Tal adhesión limitó en la realidad una rebeldía teóricamente «absoluta».

El tono blasfematorio del «Segundo Manifiesto» le parece a Claude Mauriac inspirado en una actitud sincera, pero contradictoria de las tendencias profundas de Bretón: su anticlericalismo, por ejemplo, «hace sonreír en boca de quien es él mismo muy eclesiástico en su manera de conducirse». Y el léxico marxista, como ha sido notado, no bastaba a conferirle autenticidad. Bretón era sincero cuando afirmaba el deseo de conciliar surrealismo y marxismo, mas la sinceridad no bastó para resolver las contradicciones esenciales que los oponían: la libertad y la exaltación de lo imaginativo, defendidas por los surrealistas, se enfrentaban con la exigencia comunista de una disciplina y una obediencia total. Conforme dice el mismo Mauriac, el choque se produjo «entre dos rigores irreductibles», pues las tesis surrealistas se estructuraban con menos rigor que las comunistas.

Bretón concluía aseverando la imposibilidad de renunciar a sus métodos y a sus fines. Y la prueba del tiempo sirvió para reforzar esta posición, hasta llegar a las declaraciones colectivas de 1947, cuando los surrealistas se negaron a participar en «una acción política, necesariamente inmoral para ser eficaz», declarando que sus esfuerzos tenderían «a precipitar la liberación del hombre, pero por otros medios». En lo referente a los medios estriba la radical discrepancia: para el surrealismo «es preciso acabar con el infame precepto: el fin justifica los medios» y mantenerse dentro de una moral que rechaza la mentira y el disimulo, cualquiera sea el ideal a cuyo servicio se los intente poner. No están muy lejos del pensamiento unamunesco, según el cual son los medios los que justifican el fin. Y recuérdese esto: los surrealistas aspiran a la liberación total del hombre; quieren rehacer al hombre. Esa fue su pretensión, evidentemente malograda, y así lo constata Victor Castre en un artículo publicado en el «Almanaque surrealista del medio siglo».




Las conquistas del Surrealismo

«Las conquistas del surrealismo -advierte Castre- han producido sus efectos en el dominio literario: el surrealismo ha dado nuevos y trastornadores medios de expresión a los poetas, a los escritores, a algunos pintores». Estas conquistas no pueden ser desdeñadas ni infraestimadas : merced a ellas entrevemos secretos del corazón antes juzgados inexpresables. El surrealismo encontró técnicas para comunicarlas y les confirió realidad y vida. Penetrar en zonas oscuras, bajo o sobre la realidad, es uno de los grandes afanes del hombre, seguramente por creer que allí puede encontrar la clave de enigmas obsesionantes y descifrar el misterio del ser. La alucinación voluntaria, la escritura automática, las calicatas del sueño son medios de lograr una personalidad integrada, de obtener una vista completa sobre los diversos planes del ser que conjuntamente le constituyen: sueño y vigilia participan con igual derecho en su formación y la reivindicación de «la irracionalidad concreta» se armoniza con la actitud vigilante hacia cualquier manifestación del pensamiento.

El surrealismo ha evolucionado intentando robustecerse en cada nuevo avatar. Inscrito en el cercano ayer, vive por sus obras por la creación poética, que, no sólo dio fruto en Francia, sino que extendiéndose por el Occidente, suscitó en diversos países invenciones que llevan su sello. El estado de espíritu surrealista, en cuanto supone una dirección permanente de la inquietud, conserva su eficacia. Refiriéndonos al movimiento surrealista según funcionó en la entreguerra, sólo podemos levantar acta de su extinción, mas como actitud vital, como prolongación del romanticismo, como expresión actual de la tendencia a perseguir los fantasmas del misterio y del sueño, el surrealismo continúa vivo y operante, porque responde a una inclinación constante del hombre: la inclinación a buscar los signos capaces de revelarle los arcanos de su condición y la manera de superar las contingencias y las fatalidades de su destino.

Al surrealismo debemos el conocimiento de fenómenos y aspectos de la realidad antes nunca explorados sistemáticamente, aunque no fueran ignorados de todos. Profundizando en lo real acertó a mostrarnos que lo maravilloso y fantástico puede encontrarse precisamente en lo cotidiano y que, por lo tanto, no era preciso correr en su busca por sendas a trasmano. Lo real está lleno de misterio, como el agua de gérmenes, pero solamente ciertas miradas atinan a verlo y a descifrar su sentido.

Bretón habló del «revés de lo real», zona en donde la imaginación hace los descubrimientos más sustanciosos, porque en ella residen los fenómenos insólitos, las sorpresas útiles, las maravillas iluminadoras. En ese ámbito los objetos recobran «la extraña vida simbólica», disminuida por su roce con las trivialidades de cada día (colmadas, por otra parte, de posibilidades).

Los surrealistas hicieron moneda corriente de la intrusión de poesía y fantasía en la realidad, y revelaron mil caminos para llegar a lo maravilloso. Versión actualizada del romanticismo, rostro presente de una tendencia siempre operante, el movimiento gobernado por Bretón se lanzó desesperadamente a la busca de verdades últimas, y como resultado de la pesquisa, ofrece una identidad entre lo real y lo fantástico, susceptible de cambiar la visión del mundo, en cuanto revela su auténtica y maravillosa textura.





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