Connaturalización y creación en el «Agamenón Vengado» de García de la Huerta
Rusell P. Sebold
Existen en la literatura francesa conocidas tragedias, basadas ya en célebres textos de dramaturgos de la antigüedad, ya en otros de autores clásicos españoles, verbigracia, Phèdre, Iphigénie en Aulide, Le Cid; y no obstante, tales producciones francesas son reputadas como partos originales del ingenio galo. ¿Por qué -pregunto- no podrán alcanzar la misma clase de originalidad tragedias españolas inspiradas en modelos dramáticos de otras naciones, antiguas o modernas, por ejemplo, la obra objeto de este trabajo, el Agamenón vengado (1779), de Vicente García de la Huerta?
La reacción de una colega española ante la tesis implícita en esta pregunta, lamentable es decirlo, resulta demasiado representativa: «Esa posibilidad la tengo por muy dudosa -me decía ella- debido a la notoria inferioridad de las traducciones españolas en siglos pasados». Además de cierta xenofobia ataviada de complejo de inferioridad, se acusan en las palabras de esta profesora dos impresiones falsas: primera, la traducción no es el único tipo de actividad literaria que es factible basar en un modelo extranjero; y segunda, no hay que tomar como criterio para nuestros juicios, como hacía mi colega, esas serviles versiones que los traductores adocenados fabricaban a centenares para abastecer a los teatros del setecientos y la primera mitad del ochocientos.
Hay otra
categoría de versión, realizada con amor al texto
vertido, con íntimo conocimiento del medio cultural al que
se traslada, y sobre todo con profunda sensibilidad literaria;
forma de traducción que define acaso mejor que nadie
Tomás de Iriarte con el término
connaturalización. Según Iriarte, para
traducir bien, es menester que el escritor se habitúe
«a buscar los equivalentes con propiedad,
a corregir o disimular a veces los yerros del original mismo, a
limar la traducción de suerte que no pueda conocerse si lo
es, y a connaturalizarse (digámoslo así) con
el autor cuyo escrito traslada, bebiéndole las ideas, los
efectos, las opiniones, y expresándolo todo en otra lengua
con igual concisión, energía y
fluidez»
1.
Ahora bien: si tan fina técnica de aculturación se
prosigue más allá del límite de la
traducción esmerada, se llega a esa especial originalidad
que lograron Corneille y Racine en sus dramas trágicos y
cómicos, fecundados en un principio por el contacto con
obras maestras de otras literaturas. Pues el grado de
connaturalización conseguido en obras individuales
es la clave para la distinción entre versiones excelentes y
nuevas obras originales, inspiradas en, mas no determinadas por,
sus modelos.
Es significativo
que el afán de originalidad de García de la Huerta se
refleje en la «Loa que precedió a la
representación de la tragedia intitulada Agamenón
vengado», en donde aparece a la vez rotundamente
afirmado el yo del autor. No es menos significativo que se
encuentren las palabras, de tono modesto pero sentido
inconfundible, que voy a citar ahora, en unos versos que, como
solía suceder con las loas, debieron de componerse
después de terminada la obra principal, cuando el poeta
había repasado ya varias veces su original y se percataba
del alcance artístico de lo logrado. Los referidos versos de
la loa huertiana aluden al tema del Agamenón
vengado. En fin, cultivar un tema tan conocido ya de todo el
mundo -dice nuestro autor- «elección meditada y preferencia / ha sido,
no penuria del ingenio»
2.
No penuria del ingenio, repito.
Estudiaremos la connaturalización, no solamente en el Agamenón vengado (1779) del gran trágico extremeño, sino también en La venganza de Agamenón (1528) del maestro Hernán Pérez de Oliva, la cual fue el modelo más inmediato de García de la Huerta. Pues respecto del texto de la Electra de Sófocles, fuente original de ambas obras modernas, se da una connaturalización progresiva en las tragedias de los autores españoles del Renacimiento y la Ilustración. La connaturalización es desde luego más fácil de detectar en una comedia de costumbres de autor extranjero adaptada para su representación en un nuevo país, porque tales obras en todas sus versiones se ajustan más a esa prosa documentable del vivir cotidiano, y en comedias connaturalizadas por un Iriarte o un Moratín se reviste este realismo de nuevas galas españolas, cambiándoseles los nombres a los personajes, introduciéndose costumbres españolas para suplantar a las foráneas, e incluso alterándose la motivación de la acción en armonía con el nuevo medio socio-cultural. La tragedia, por lo contrario, es más bien atemporal: de acuerdo a la preceptiva aristotélica perennemente aceptada para este género, el drama trágico sólo puede basarse en las grandes y consabidas historias del pasado, cuyos agonistas son igualmente célebres, y no dispone el dramaturgo moderno de ninguna nación de libertad para transformar lo esencial del contenido de esas historias, ni en la práctica lo hacen, por ejemplo, los ya mencionados trágicos franceses. En el caso de la tragedia, por ende, la connaturalización se buscará por medios más sutiles.
Sin embargo, por lo mismo que las letras grecolatinas representan la común herencia cultural de todos los modernos países de Occidente, existe ya en la tragedia antigua cierto nivel de connaturalización potencial con respecto a todas las naciones que comparten ese patrimonio, así como cierta disposición para connaturalizaciones ulteriores. Estas últimas alteraciones, realizadas casi siempre en conformidad con la poética, las veremos ilustradas en las presentes páginas por el notable ejemplo del concepto cambiante de los personajes Clitemnestra y Egisto al pasar de Sófocles a Oliva, de Oliva a Huerta, y de Huerta a Galdós (aunque en la Electra de este último escritor ningún personaje ostenta ninguno de esos dos nombres).
Mas, por de pronto, para prepararles el nuevo ámbito aculturado a tales figuras renovadas y para aclarar la noción de la connaturalización en la práctica, examinemos primero una serie de ejemplos menores y concretos que afectan a la disposición de las escenas, la expresión verbal, las costumbres, la identidad de los personajes secundarios y la función de éstos en la acción, así como su relación con las demás personas dramáticas.
Casi el único aspecto de la tragedia de Sófocles que queda fuera de la regla de la connaturalización al pasar a las obras de Oliva y Huerta es el espacio-temporal, y así descartemos esta excepción antes de proceder al examen de las facetas que acabo de enumerar. Las unidades de tiempo y lugar se establecen en las obras modernas del mismo modo que en la antigua. Toda la acción (que, fuera de las ejecuciones de Clitemnestra y Egisto, no es en realidad sino análisis del pasado por los diversos personajes) transcurre poco después de la llegada de Orestes, su ayo y Pílades al antiguo palacio de Agamenón, y toda esa limitada acción se escenifica, ya «ante la puerta del palacio» (Sófocles), ya en «el palacio de Egisto» (Oliva), ya «en los patios comunes del palacio» (Huerta)3.
Sin embargo, lo que quedará muy claro por los otros aspectos de las tragedias españolas, los connaturalizados, que se encuadran en el indicado marco físico-temporal, es que tanto Oliva como Huerta empezaron por realizar un estudio muy profundo de sus respectivos modelos, y luego pusieron esos libros a un lado, y principalmente con lo que les quedaba en la memoria, aunque alguna vez consultando de nuevo la fuente, compusieron sus propias tragedias, método que dejó de par en par la puerta a la participación de la inspiración. Ello resulta especialmente evidente para quien se sienta delante de las tres tragedias de Sófocles, Oliva y Huerta para leerlas comparativamente, porque prácticamente en ningún caso es posible guiarse en tal cotejo por los números de las escenas; las escenas rotuladas con números idénticos, cuando se pasa de una obra a otra, no tienen la mayoría de las veces mucha correspondencia entre sí en lo que atañe al contenido dramático, y son numerosas las ocasiones en que no tienen correspondencia ninguna. Los trágicos modernos no solamente combinan escenas de la obra sofoclea, sino que colocan trozos de la acción y el diálogo originales en escenas ya anteriores, ya posteriores, a aquella en que se hallaban en la tragedia griega; transfieren parlamentos de la boca de un personaje a la de otro para efectos caracterológicos que comentaremos después; y por fin, introducen diálogos que son enteramente de su propia cosecha. Huerta es el más innovador en la redistribución de las escenas. Es más: a diferencia de Oliva, ni numera las escenas, aunque las marcas con acotaciones, casi siempre nuevas; también por primera vez, a fin de habilitar la vieja historia de Electra para la representación moderna, Huerta introduce la división en actos: tres jornadas, que en este caso sí van numeradas.
Sería sobremanera aburrido hacer el catálogo de las reordenaciones de elementos dialogísticos y escénicos realizadas por Oliva y Huerta; y además, no es en absoluto necesario hacerlo, porque las diferencias saltan a la vista para el que quiera tomarse el poco trabajo de hacer el más superficial y rápido cotejo de los textos. En relación con esto resulta iluminativa la opinión de Agustín de Montiano y Luyando sobre la disposición del material dramático en las adaptaciones teatrales de Oliva; pues, «aunque sus argumentos son tomados de Sófocles y Eurípides -dice el secretario de la Academia del Buen Gusto-, los mudó, dispuso y vistió de suerte que se consideran por originales y en todo distintos»4.
Me limitaré a citar un solo ejemplo de innovación escénica en Huerta; se trata de la primera escena de la Jornada III del Agamenón vengado, escena breve mas decisiva, pues contiene el último estímulo para la consecución de la sangrienta venganza contra Clitemnestra y Egisto. Este trozo no existe en ninguna forma ni en Sófocles ni en Oliva.
(H, 174) |
Estos versos, en los que Orestes alude a la conocida treta de su muerte fingida, constituyen a la vez uno de muchos ejemplos de la mayor representabilidad de la pieza de Huerta respecto de las otras consideradas aquí; pues, al igual que en la presente innovación escénica, también en las demás se toma siempre en cuenta la necesidad de orientar al espectador para la más fácil comprensión de la acción inmediata.
En conexión
con la connaturalización al nivel de la expresión
verbal, tanto Oliva como Huerta formulan interesantes reflexiones
autocríticas, que al mismo tiempo por sus insinuaciones
rebasan la cuestión puramente lingüística o
estilística. En las palabras preliminares antepuestas a su
Nacimiento de Hércules, pero aludiendo a la
técnica manejada en todas sus adaptaciones
dramáticas, el escritor renacentista dice,
dirigiéndose a su sobrino: «... he
lo hecho no solamente a imitación de aquellos autores, pero
a conferencia de su invención y sus lenguas, porque tengo yo
en nuestra castellana confianza que no se dejará
vencer»
(O, 526). No solamente a imitación
-subrayo-, sino a conferencia. Nótese a la vez que esta
declaración se refiere tanto a la
«invención» como a las lenguas conferidas, y el
afán inventivo de los connaturalizados se ilustrará
repetidamente a lo largo de este trabajo.
Huerta, por su
parte, reconocía que Oliva había incorporado a la
Electra de Sófocles «alguna variación»
(H, 97), y
sobre la base de la tragedia oliviana él a su vez iba a
realizar una labor de índole similar; porque la puso en
verso -dice- «con aquellas
adiciones y moderaciones que bastaban a que
quedase con menos impropiedades»
; (H, 97),
manejando un «... lenguaje menos
raro [que el de Sófocles], aunque no menos
noble...»
(H, Loa, 101). Los términos que he
escrito en letra cursiva son esenciales. La frase menos
impropiedades cumple la misma función en la
autocrítica huertiana que el substantivo
invención en la oliviana, y en tal sentido apunta
asimismo a importantes alteraciones en la acción y el
concepto de ciertos personajes. Pero ya es hora de que hablemos de
las anunciadas connaturalizaciones menores en orden a
expresión verbal, costumbres y personajes secundarios.
En el texto de
Oliva se encuentra algún asomo del realismo de esa
Filosofía vulgar o refranesca sobre la que
había de disertar su contemporáneo más joven
Juan de Mal Lara; elementos que quizás nos hubiera parecido
más normal en un comedia connaturalizada que en una
tragedia, pero no por eso resulta menos indicativo. Por ejemplo,
dice Clitemnestra: «Tales son los hechos
de fortuna, que lo que con una mano riega, siega con la
otra»
(O, 599). Aquí no se trata solamente de una
connaturalización del texto antiguo por la inserción
de un refrán moderno español, sino a la vez de una
connaturalización secundaria de ese refrán con el
grave estilo trágico, quitándole algo de su
vulgaridad con la disolución de la rima consonante, pues el
proverbio aprovechado, en su versión original, debió
de ser: «Fortuna con una mano riega, lo que con la otra
siega».
En un parlamento
de la Electra de Oliva, a quien él llama Elecha, se oye un
inconfundible eco de la quinta de las Coplas por la muerte de
su padre, de Jorge Manrique, a saber: «... la sepultura es el puerto do resposan los
que han navegado»
(O, 613). En la Electra de
Sófocles, Orestes elogia a su pedagogo o ayo
comparándole con un «noble caballo»: «¡Oh, el más querido de mis
compañeros, [...] Como noble caballo...»
;
símil intolerable para la mentalidad moderna, y así
Oliva y Huerta lo substituyen por otro más natural para la
expresión del cariño en el contexto moderno. Los dos
Orestes españoles, dialogando con su ayo, dicen
respectivamente: «te amo como a
padre»
; y «como a padre te
venero»
(O, 586; H, 106).
En las restantes
muestras que voy a citar en este primer apartado, se verán
fundidas las tres fases de expresión verbal, costumbres y
renovación de personajes secundarios. Las palabras y las
costumbres religiosas se hallan muy alteradas en Oliva, ya que en
numerosos pasajes sus griegos antiguos rezan y apostrofan,
ora a «Dios»
, ora al «Señor»
, escribiéndose
ambas voces con mayúsculas (O, 590, 603, 604, 607, 609, 612,
615, 617); en Huerta Electra parece apostrofar a la divinidad
cristiana en cierto momento: «¡Plugieses a Dios!»
(H, 133)
-dice-; mas en el texto dieciochesco se acusa alguna vez un intento
de mayor fidelidad a las costumbres griegas, pues en otro momento
el personaje Fedra dice, aunque todavía con cierto
eclecticismo: «Plegué a los
cielos, plegué a la fortuna»
(H, 110). En
relación con la fingida muerte de Orestes, Oliva no habla
como Sófocles de su «urna»
, sino de su «caja»
(O, 587, 602, 612); una vez
más Huerta descubre cierta voluntad de respetar las
costumbres funerarias antiguas, porque empieza por hablar de la
«urna»
del heredero de
Agamenón y de sus «cenizas»
(H, 107); pero después
por un curioso lapsus del tipo que por otra parte se topa en los
mejores escritores, alude con conceptos más modernos al
«ataúd»
, a la «caja»
y al «cuerpo»
de Orestes (H, 130, 157,
161).
Ahora bien: la
supuesta causa de esa fingida muerte de Orestes también se
connaturaliza con las costumbres españolas. Al Orestes de
Sófocles para el referido ardid se le imagina muerto
«en hípico certamen»
por
un accidente con su «carroza de ruedas
volteantes»
(S, 82). Según Oliva, en cambio,
Oreste «murió en unas
fiestas»
, en las que «los
mancebos [...], partidos en dos partes, representaban
batalla»
(O, 598), o sea que su supuesto accidente fatal
ocurrió en un torneo caballeresco; en esto Huerta le sigue
la pauta a Oliva, pero hermoseando la explicación con su
habitual dicción elegante y versificación noble.
«Los jóvenes de Crisa valerosos
-dice el ayo huertiano, llamado Cilenio- [...], para ejercer sus
brios generosos / y noble alarde hacer de sus alientos, / disponen
una fiesta en que se encierra / retrato vivo de mentida
guerra»
; y en tal fiesta, «Del
hado fue funesto desperdicio / de Orestes la hermosura y gentileza,
/ tropezando el caballo noble y fuerte / del dueño
sólo en la enemiga suerte»
(H, 122-123).
Mencioné
ahora al ayo huertiano por su nombre, Cilenio; y la obra
setecentista es, en efecto, la primera en la que este personaje
posee un nombre concreto, habiendo sido designado respectivamente
en las piezas de Sófocles y Oliva como pedagogo y
ayo. Tener nombre le habrá parecido mucho
más natural al espectador o lector dieciochesco, que no
tenerlo, pues hay que recordar que el público de esa
centuria se caracteriza por un creciente gusto por lo realista.
Veamos otro cambio semejante, pero mucho más interesante,
que afecta a varias figuras que aparecían en la obra antigua
lo mismo que en la renacentista: todas las
«señoras» del coro sofocleo, o
«dueñas» del coro oliviano, son reducidas a un
solo personaje femenino en la tragedia de Huerta. Ya la palabra
dueña, en su acepción antigua, dama de
compañía de las reinas de España, representaba
una leve connaturalización. En el Agamenón
vengado, empero, reemplaza a las dueñas en su totalidad
la confidenta de Electra, a quien Huerta pone el nombre Fedra; y en
la misma obra se define el papel de este personaje nuevo al aliviar
Electra el temor que siente Orestes de revelar su identidad delante
de la dama Fedra: «En vano temes -le dice
su hermana-; / pues a su fe, de mí experimentada, / tengo yo
confiados mis secretos»
(H, 154). Evidentemente, el
diálogo entre la heroína y una sola confidenta
resulta mucho más verosímil para el público
moderno que entre aquélla y un acompañamiento de
varias señoras que emitieran todas sincrónicamente
las mismas palabras y conceptos; y la prueba de ello es que Racine
y sus colegas habían ya sometido los coros griegos a sendas
reducciones en sus tragedias modernas.
A otro personaje
de Sófocles lo modifican Oliva y Huerta en sentido inverso,
quiero decir, aumentativo. Por la habitual labia de los
españoles y por lo dado que son a la conversación,
tendría que haberle parecido inconcebible al público
de las Electras nuevas el que saliera a la escena un
personaje que quedara siempre callado. Después de todo,
ahí está, en el Poema del Cid, un personaje
que, por mucho que se llame Pero Mudo, no obstante habla. Pues
bien, en la tragedia de Sófocles el amigo de Orestes,
Pílades, guarda un silencio de tumba a lo largo de toda la
obra. Es más: ya en la lista de personas dramáticas,
a la cabeza de esa tragedia, se le anuncia como «personaje mudo»
(S, 62). En la
adaptación de Oliva, en cambio, Pílades goza de
cuatro parlamentos (O, 599, 600, 601, 618); y en la tragedia de
Huerta, se le ponen en boca de este acompañante antes mudo
trece parlamentos (H, 106, 107, 108, 127, 128, 130, 147, 156, 157,
161, 164). Al mismo tiempo, ya en Oliva (621, 623), se sugiere una
participación más directa de Pílades en la
venganza final de Orestes contra Egisto, el asesino de
Agamenón y usurpador de su trono y reina; y tal
participación queda clarísimamente subrayada en
Huerta por dos acotaciones completamente nuevas en el texto
dieciochesco: «Salen Oreste y
Pílades con los puñales en las manos»
; y:
«Témanle en medio Orestes y
Pílades»
(H, 162,163).
No menos curiosa
es otra dimensión del Pílades modernizado, por la que
resulta a la vez más connaturalizado con el concepto antiguo
del oficio del amigo leal. Pues observaremos por varios aspectos de
las tragedias de Oliva y Huerta que la connaturalización es
en ellas hasta cierto punto dialéctica, moviéndose ya
en la dirección de lo actual, ya en la de ciertas ideas
heredadas de la antigüedad que estaban muy en boga en el
Renacimiento y el XVIII y que al no encontrarse en cierta obra de
los tiempos clásicos se echarían de menos. De
momento, me refiero a la visión ciceroniana de la amistad,
tal como queda expuesta en el libro De amicitia, que era muy leído
durante al segunda mitad del setecientos (época de amistades
apasionadas que he estudiado en el capítulo II de mi libro
sobre Cadalso). Mas ya en el Renacimiento era muy conocido el ya
dicho libro de Cicerón, y el Pílades de Oliva
reflexiona en la forma siguiente sobre la verdadera amistad y su
aportación a empresas arduas como la venganza que él
y Orestes meditan: «... en nosotros
-dice- no hay sino un alma que mora en dos cuerpos»
; y en
fin: «No es difícil cosa seguir la
amistad por cualesquier peligros cuando para guardarla hay mayores
causas que para guardar la vida»
(O, 600, 618). Ahora
bien: estas palabras son puro Cicerón, según se
revela cotejándolas con las siguientes del De
amicitia: «[Amicus est] qui
et se diligit et alterum anquirit, cuius animum ita cum suo
misceat, ut efficat paene unum ex duobus (XXI, 81). Non enim tam
utilitas parta per amicum quam amici amor ipse delectat. [...] Non
igitur utilitatem amicitia, sed utilitas amicitiam secuta
est
(XIV, 51). (El amigo es
el que se estima a sí mismo y busca otro cuya alma pueda
unir con la suya de tal modo que casi haga una de dos. Así
no gusta tanto la utilidad derivada del amigo como el amor mismo
por ese amigo. Por tanto la amistad no ha seguido a la utilidad,
sino la utilidad a la amistad)».
Y a esta acendrada pasión fraternal le dará todavía mayor vuelo García de la Huerta con su facundia y su arrolladora versificación. Habla Pílades:
|
(H, 128-129)5 |
Por su parte, el
brioso Orestes huertiano comenta tan tierna amistad en estos
términos: «Sóbrame
confianza / en mi valor, y añádeme esperanza /
considerar que llevo / para esta empresa, con estilo
nuevo, / en tu amistad y lado / el impulso y aliento
duplicado»
(H, 128). Subrayo la aserción
autocrítica contenida en la frase con estilo nuevo,
porque no se trata solamente de un nuevo estilo de amistad para la
vieja historia sofoclea, sino que esa emoción que Oliva
introduce y Huerta refina se complementa a la par por un nuevo
estilo para la expresión del sentimiento, cuyo ímpetu
corre parejas con el del nuevamente enardecido amor fraternal.
La relación
entre Orestes y su ayo también se pone al día,
primero en el Renacimiento, y luego en la Ilustración. El
maestro Pérez de Oliva compone sus obras dramáticas
para la instrucción de su sobrino, esquema didáctico
literario que contará con centenares de exponentes desde el
Renacimiento hasta Mesonero y Larra, quienes buscan todavía
tanto discípulos como ejemplos morales en sus
«sobrinos» y en sus «primos». «Todo este cuidado he yo puesto en adornarte a ti
de letras y virtudes»
(O, 525) -escribe Oliva,
dirigiéndose a su sobrino-. (Dentro de un momento hablaremos
de la fortuna literaria de la frase final de este trozo: letras
y virtudes.) Ahora bien: en armonía con tal enfoque
didáctico, el papel de Orestes cambia en las tragedias
modernas: el Orestes ya maduro e independiente de Sófocles
se convierte en dócil «sobrino» de su ayo, por
decirlo así, y éste a su vez deviene en cierto
sentido el alter
ego del dramaturgo. El tono que empleará ahora el ayo
con Orestes es el mismo que caracteriza a Oliva cuando habla con su
sobrino. «Agora pues ensalza tu
ánimo pensando a cuánto te obliga la virtud de tu
padre -amonesta el ayo oliviano a Orestes en su primer parlamento-;
acuérdate de sus heridas y contempla la gloria de los
tiranos tus enemigos que por ellas ganaron, y ternas bastante
atrevimiento para cumplir la empresa que tomaste»
(O,
586).
En el
Agamenón vengado, el Orestes de Huerta confiesa su
gran deuda con Cilenio, su ayo, «a cuya
gran doctrina -dice- / las generosas esperanzas debo / de igualar
el valor de mis mayores, / si no exceder sus decantados
hechos»
(H, 106). En tal contexto didáctico, sin
embargo, se presenta una curiosa variación dieciochesca
huertiana sobre el texto de Oliva. La citada frase letras y
virtudes, del prólogo de Oliva, se incorpora al mismo
texto dramático de Huerta con un ligero pero significativo
cambio de léxico. En el Agamenón vengado, en
fin, Electra encomendó a su hermano Orestes, cuando
niño, al cuidado de Cilenio, «...
para que así su celo / en costumbres y letras le
instruyese»
(H, 112). Letras y virtudes (Oliva)
se transforma en costumbres y letras (Huerta), con lo cual
-nueva connaturalización- se refleja la visión
educativa más laica y más cosmopolita del
setecientos, cuando tanto o aun más que las
virtudes, importa para el comercio con los pueblos el
estudio de las costumbres, no sólo patrias sino
extranjeras, aquí griegas antiguas, pero también
vienen inmediatamente a la memoria obras dieciochescas como las
Letres persanes,
L'Esprit des lois, ambas de Montesquieu, las Considérations sur les
moeurs de ce siècle, de Duclos, las Chinese Letters, de
Goldsmith, las Cartas marruecas, de Cadalso, y tantos
otros libros del mismo tiempo en los que se pretende hacer el
estudio comparativo de las costumbres modernas.
Por fin, y esto es sin duda lo más importante para el drama en sí, la relación alterada entre Orestes y su pedagogo afecta a la motivación de la acción de las dos tragedias españolas de que nos ocupamos. En la Electra de Sófocles, Orestes mismo traza toda la táctica que se utilizará para llevar a cabo las venganzas contra los usurpadores, por ejemplo, su ya mencionada muerte fingida, y el ayo escucha casi mudo el inteligente plan de su antiguo discípulo ya hecho hombre. En cambio, en Oliva y Huerta, se invierten estos papeles, y es el sabio maestro quien propone esa muerte fingida y todas las demás estratagemas, mientras Orestes, discípulo todavía- «sobrino»- le escucha dócilmente.
La Electra de Sófocles es una tragedia del tipo que Aristóteles considera de segundo orden por presentar un desenlace doble: castigos para los malvados, y premios para los buenos; y esto nos trae a la innovación más interesante que Oliva y Huerta introducen en la concepción de los personajes de la vieja historia -el reexamen de la antes cien por cien malvada Clitemnestra-, innovación que proseguirá Galdós en la acción secundaria simbólica de su Electra. De acuerdo con la idea aristotélica de la tragedia perfecta, el héroe, que ha de ser de antigua y esclarecida prosapia y de moralidad antes mejor que peor, deberá caer, no por malicia suya, sino como resultado de un defecto de su carácter o cálculo equivocado, una hamartía o «yerro disculpable», según el término del Estagirita. (De ahí la posibilidad de la catarsis, porque todos tenemos en común con el héroe trágico el poseer algún defecto moral.)
A lo largo de las obras de Oliva, Huerta y Galdós se irá metamorfoseando el carácter de Clitemnestra hasta coincidir en buena parte con el esquema de héroe trágico que acabo de recapitular; y a la vez se vendrá a sugerir la distinción entre héroe artístico y héroe moral tan característica de tragedias modernas como la Raquel, de Huerta, y la Numancia destruida, de Ignacio López de Ayala, en las que, respectivamente, los héroes artísticos o trágicos son Raquel, y el pueblo numantino; y los héroes morales, prototipos de virtudes varoniles, son Hernán García de Castro, y Megara. Tragedia pura puede haber sin que intervenga en ella un héroe moral; mas, sin que se presente en ella un héroe trágico, no. La presencia del modelo moral es un atractivo adicional; y con la reevaluación del carácter de Clitemnestra como heroína trágica, en las tragedias modernas de Oliva y Huerta, los personajes Orestes y Electra destacan más claramente como lo que por otra parte siempre han sido: héroes morales. Ahora bien: ¿cómo se produce la nueva visión oliviana y huertiana de Clitemnestra que la acerca al patrón aristotélico de héroe trágico?
En el Renacimiento
y la Ilustración, merced a numerosos comentarios sobre
Aristóteles, así como a nuevas versiones de la
Poética del Estagirita y nuevas poéticas de
autores modernos, la preceptiva dramática antigua
está al alcance de todo lector medianamente culto. Por
ejemplo, en la época de Huerta, existían ya unas diez
versiones del Arte poética de Aristóteles en
lengua latina y en idiomas vivos que él
leía6.
Para el siglo XVIII yo he documentado esta amplia familiaridad con
las normas aristotélicas estudiando compendios de la
poética, artículos sobre poética aparecidos en
revistas populares de esa centuria, nuevas versiones y estudios
comparativos de poéticas extranjeras, y en fin, la
transmisión de las ideas de Luzán por estos y
todavía otros medios durante los dos últimos tercios
del setecientos7.
Este mismo año, la profesora Mercedes de los Reyes
Peña, de la Universidad de Sevilla, en una
conversación muy iluminativa sobre el mismo tema, me ha
comunicado un dato que me parece contundente: se trata del
descubrimiento por ella de unos enormes carteles que se fijaban en
lugares públicos en el XVIII con el fin de explicar la
poética clásica al pueblo (véase
Segismundo, número 37-38, Madrid, 1983,
págs. 89-97). Por todo
lo cual yo no entiendo por qué se ha querido alguna vez
poner en duda que García de la Huerta pudiera estar bien
informado sobre la antigua filosofía poética.
Expresando dudas semejantes sobre mi interpretación
clasicista de la técnica de Huerta en su Raquel, en
mi libro El rapto de la mente, (1970), cierto
crítico me concede, sin embargo, lo siguiente: «podemos estar de acuerdo con la opinión
de Sebold en la medida [en] que nos es imposible demostrar lo
contrario»
8;
con lo cual ese colega viene a darme toda la razón, porque
en cuestiones humanísticas difícilmente cabe mayor
exactitud que el estar a prueba de cualquier documentación
contraria. Es más: Huerta cita a Aristóteles en sus
escritos críticos.
Pero volvamos ya a
la cuestión de la hamartía o «yerro
disculpable» y su papel en el cambio de fortuna y la
caída del héroe trágico. Con una
táctica no infrecuente en la tragedia clásica,
Sófocles, queriendo introducir cierta expectación en
una historia cuyo final era archiconocido, nos da una pista falsa
sugiriendo un posible «yerro disculpable» en Electra.
Habla el coro sofocleo: «...Electra, la
infeliz, teme traición fraterna, / [...] / que no fue
cautelosa para esquivar la muerte, / pues a la hermana quiso sus
planes descubrir, / que fue como al verdugo paterno
revelarlos»
(S, 94). Mas Electra al fin y al cabo no cae,
sino que vence; y es, por lo demás, heroína moral, no
trágica.
En las páginas de Oliva y Huerta, en cambio, como hemos indicado, se esboza una hamartía en Clitemnestra, quien sí cae. Mas primero hará falta convertir a Clitemnestra en una persona moralmente mejor antes que peor. En esto, además de la poética clásica, no cabe duda que han influido el acendrado cristianismo español y el fuerte didacticismo del Renacimiento y la Ilustración; en obras españolas no se podía tolerar que una madre fuese tan inapelablemente calculadora, fría, insensible, y en una palabra, desnaturalizada, ante la muerte de un hijo. Informada de la muerte de Orestes, de la que no tiene motivo para dudar, la Clitemnestra de Sófocles se expresa así:
|
(S, 83) |
A lo más tierna que llega la Clitemnestra antigua, es a la autopiedad egoísta:
|
(S, 84) |
y concluye:
|
(S, 84) |
Por lo contrario,
en el corazón de las Clitemnestras modernas luchan las
encontradas emociones de la maternidad y la venganza; y sea cual
sea el peso de cada una de las posibles causas de la
transformación, el feliz resultado es que la figura viene
por ella a coincidir con el más ortodoxo esquema
aristotélico para el heroísmo trágico.
Escuchemos primero a la Clitemnestra del maestro Oliva, al ser
informada de la muerte de Orestes: «...no
es ligera cosa alegarse la madre en la muerte de su hijo. Agora se
despierta en mí un amor que primero estaba escondido [...].
En este punto combaten en mi corazón la seguridad de mi vida
y la muerte de mi hijo; mi seguridad demanda alegría, y su
muerte no me la consiente»
(O, 597-598). Dos siglos
más tarde, la Clitemnestra dieciochesca vierte las emociones
de su alma desgarrada en estos reveladores versos:
|
(H, 121) |
Sobre todo, de esta última Clitemnestra -más grande por ser mayor la gama de sus emociones- es posible compadecerse; y admitida la compasión, no es ya tan difícil reconocer que en tal mujer el crimen podrá ser en alguna medida la consecuencia de un «yerro disculpable». En efecto: debido al nuevo acento escrito sobre la hamartía de la Clitemnestra madre, en las tragedias modernas se da también una nueva importancia al famoso sacrificio de Ifigenia, hija muy querida de Clitemnestra, muerta a manos de Agamenón; acción previa a la de la Electra, pero motivación del asesinato del rey de Micenas. Horrorizada Clitemnestra ante la muerte de ese otro amado pedazo de sus entrañas y habiendo tenido al mismo tiempo la flaqueza de enamorarse del alevoso Egisto, cede a la nueva debilidad de escuchar los consejos del usurpador y hacerse cómplice en la muerte de su marido y señor, con la intención de vengar el sacrificio de su amada hija. La culpa atenuada de las Clitemnestras modernas se hace, por fin, aun más convincente haciendo depender de Egisto la principal responsabilidad del asesinato.
El papel de Egisto
en el Agamenón vengado es así en todo
semejante al de Rubén en la Raquel: en cada caso se
trata de una cabeza de turco, quien asume gran parte de la culpa,
dejando libre de lo peor del crimen a la respectiva heroína
trágica. Rubén reconoce su culpa en los versos
siguientes: «...¡Qué sustos,
qué congojas / me oprimen! ¡Oh, ambición,
cuánto acarreas / de males al que necio te da
entrada».
(H, 84). En La venganza de
Agamenón, de Oliva, no se ha llegado todavía a
la perfección técnica del autorreconocimiento;
allí, en todo caso, se señala la mayor culpa de
Egisto, no dándole la muerte inmediata que pide, sino
haciendo más severo el castigo con el tormento de la espera.
«Esa es otra causa porque no mueres tan
presto -le dice Orestes-.Queremos primero atormentarte con dejarte
pensar el estado en que te hallas»
(O, 623).
Mas, en el Agamenón vengado de Huerta, Egisto, al estilo de Rubén, reconocerá con palabras propias su autoría directa del delito contra la raza de Atreo:
|
(H, 163) |
Por todo lo cual, al ser ejecutada Clitemnestra momentos antes, no era sencillamente un castigo, sino a la vez una caída de la buena a la mala fortuna de una persona en quien había existido por lo menos alguna cualidad redentora: su instinto materno nuevamente despertado -esquema claramente aristotélico.
Dentro de un
momento, volveré sobre la escena final de la tragedia de
Huerta, la cual es mucho más sangrienta que las
correspondientes de sus antecesores, pero por de pronto quisiera
utilizar la dimensión clásica -acción
secundaria simbólica- de la Electra (1901) de
Galdós, como ilustración adicional del procedimiento
por el cual en las tragedias modernas se exime a Clitemnestra de la
culpa principal. En Galdós tenemos Electra madre y Electra
hija, en lugar de Clitemnestra y Electra, El paralelo con
Sófocles se esboza, en las primeras páginas, en estos
términos: «... a su desdichada
madre, Eleuteria Díaz, los íntimos la
llamábamos también Electra, no sólo
por abreviar, sino porque a su padre, militar muy valiente,
desgraciadísimo en su vida conyugal, le pusieron
Agamenón»
(acto I, escena II).
Máximo, novio de Electra hija, es en un momento tomado por
hermano de su amante debido a los deslices de la madre, y en esta
medida él es el Orestes de la pieza galdosiana; varios
caballeros de edad media que aparecen en la obra gozaron en otra
época de los favores de la madre pecadora, y son por tanto
los Egistos de Galdós, por decirlo así. Sin embargo,
lo iluminativo para nuestro propósito es precisamente el
hecho de que estos Egistos desempeñan la misma
función respecto a Electra madre, la Clitemnestra
galdosiana, que habían cumplido los Egistos de Oliva y
Huerta respecto a sus cómplices femeninas: son de nuevo los
asumidores de la mayor responsabilidad de las transgresiones.
Electra hija
explica así las torpezas de su madre: «vivió entre personas malas que no le
permitían ser tan buena como ella quería»
(acto I, escena IX). Se acusa en estas palabras alguna nota
sentimental postromántica, pero fuera de esto el
patrón es igual que en Huerta; la reinterpretación
dieciochesca ha cuajado, e incluso cabría ver cierta
influencia del Agamenón vengado sobre
Galdós, quien en tantas novelas suyas demuestra haber
conocido profundamente las letras del setecientos español.
Ello es que la última palabra de la Electra de
Galdós, el verbo terciopersonal «resucita», del
que es asunto gramatical Electra hija, no sólo se refiere a
la renovación de la conciencia pública o sentido
social con que sueña el literato canario, sino que alude
también a la redención parcial de la madre a
través de la hija.
Retornemos ya a
las escenas finales de las tres obras que nos ocupan
principalmente. En ninguna de las tres mueren en las tablas los
usurpadores, por lo cual no deja de respetarse en forma literal ese
precepto supuestamente clásico que previene contra la
representación del óbito ante los ojos de los
espectadores. Digo «supuestamente clásico»,
porque ese precepto no se remonta, en todo caso, a
Aristóteles, y ya Corneille observaba lo siguiente: «Si c'est une
règle [du théâtre] de ne le point ensanglanter,
elle n'est pas du temps d'Aristote, qui nous apprend que pour
émouvoir puissamment, il faut de grands déplaisirs,
des blessures et des morts en spectacle
(Si es una regla del teatro el no ensangrentarlo en
absoluto, ella no es del tiempo de Aristóteles, quien nos
enseña que para conmover poderosamente hacen falta grandes
disgustos, heridas y muertes en escena)»
9.
Y en efecto: aunque ni Clitemnestra ni Egisto lleguen a exhalar el
último aliento en las tablas, se da no obstante en las obras
de Oliva y Huerta una progresiva aristotelización, en el
sentido de ensangrentamiento, del final de la historia de Electra;
todo ello en armonía con las palabras siguientes del
Estagirita, que cito según una de las versiones que Huerta
pudo manejar: «Passio vero
est actio habens vim interimendi aut graves dolores afferendi, ut
quae in aperto sunt mortes et eiulationes et vulnerationes, et
quaecunque talia
(El lance
patético es una acción destructora o dolorosa, por
ejemplo, las muertes en escena, los tormentos, las heridas y
demás cosas semejantes)»
10.
En este caso, según seguiremos viendo, los
connaturalizadores Oliva y Huerta, no tanto le han bebido las ideas
al autor original, por decirlo con la expresión de Iriarte,
como al mismo espíritu de la antigüedad.
En Sófocles, en fin, sólo se oye gritar entre bastidores a la ya moribunda Clitemnestra. Mas en Oliva y Huerta, en el mismo escenario, a la vista del público, se puntúa por lo menos con símbolos inconfundiblemente sangrientos el severo castigo y lastimosa caída de Clitemnestra. Considérese este trozo de diálogo, en La venganza de Agamenón:
ELECHA.- Orestes viene, la mano sangrienta y el puñal. |
ORESTES.- Ya no temerás, Elecha, más a tu madre; ya no oirás las injurias que te decía. Ves aquí en este puñal la sangre de su corazón. |
(O, 620) |
Es más: un
momento antes la retórica de la sangre se ha unido al ya
comentado tema de la caída de un personaje no enteramente
malo, porque entre bastidores la Clitemnestra oliviana
dirigía esta deprecación a su hijo: «Oh traidor, ¿cómo pudiste sacar
sangre del pecho de donde tú mesmo sacaste leche con que te
criaste?»
(O, 620).
Huerta sigue a Oliva en algún detalle de la escena final que comentamos; mas a la vez introduce una novedad de gran efecto teatral: Clitemnestra, ya herida y ensangrentada, sale a escena para pronunciar un parlamento enteramente nuevo. Clitemnestra apostrofa a las rabiosas Furias:
|
(H, 159) |
Luego «éntrase cayendo»
, según
reza una acotación igualmente nueva (H, 160). Queda, empero,
otra novedad mayor, de la que no hay ni una vislumbre en las obras
anteriores; novedad singular con la que Huerta reafirma por vez
última la culpa primaria de Egisto, y por ende, el ya
estudiado carácter de auténtica heroína
trágica de Clitemnestra. Tampoco Egisto muere en escena en
la tragedia setecentista, como queda dicho; la novedad de su muerte
radica en el hecho de que a él sí se le hiere a la
vista del público; después de lo cual, como
había hecho antes su cómplice, «éntrase cayendo»
(H, 164).
Pero no para aquí la novedad: no sólo recibe Egisto la puñalada mortal de Orestes; sino que un momento antes, Electra, quien ha sufrido toda suerte de insultos y bárbaros abusos del usurpador, le toma a éste su mismo puñal y le inflige la primera herida, apostrofando a la par a su padre asesinado:
|
(H, 163); |
versos enteramente nuevos, como tantos otros elocuentes en el Agamenón vengado, cuyo estilo voy a comentar ahora. Mas habría que subrayar antes la importancia del hecho de que la hija de Clitemnestra es la primera en herir al depravador de su madre: en la hija se completa la redención moral de esa Clitemnestra revalorizada -«resucita»-; y en esto no deja de distinguirse un anticipo del ya explicado nexo moral entre Electra madre y Electra hija en la obra de Galdós.
En la elocución dramática de Huerta quisiera destacar dos ornamentos retóricos ya aprovechados por los antiguos pero muy hábilmente manejados otra vez por el autor moderno del Agamenón vengado: quiero decir, el llamado estilo suelto y la amplificación unida a lo sublime. Debe subrayarse asimismo que los ejemplos huertianos que voy a citar representan para la vieja historia de Electra trozos enteramente nuevos por lo que se refiere a la forma, y varios lo son también por lo que toca al contenido. Se trata así, en estos casos, de esa otra variante de la connaturalización, según la cual el escritor armoniza en forma nueva la escritura moderna con las convenciones literarias antiguas. Después, en relación con la versificación de la tragedia huertiana, observaremos un último ejemplo de la connaturalización, quizás más típica, que acerca lo antiguo a lo moderno.
Ya el estilo del
maestro Oliva resulta considerablemente más elocuente que el
de Sófocles en esa parte de la oratoria que Cicerón
llamaba conquestio, o sea el recurso de la queja lastimosa
con el que el orador o defensor buscaba disponer a los magistrados
y al público a favor del acusado11.
Mas para el estudio de la conmovedora facundia de los personajes de
Huerta, es aun más iluminativo otro precepto
estilístico en el que los mismos antiguos reconocían
una coincidencia entre oratoria y teatro. Demetrio llama
«estilo suelto» a la misma modalidad expresiva que
críticos modernos como Boileau, Batteux, Burriel, Capmany,
etc. calificarían con
la frase «hermoso desorden». «Un estilo suelto es más apropiado, sin
duda, a la oratoria forense -explica Demetrio-; ésta se
llama también teatral, pues la estructura suelta mueve a la
representación»
12.
Tanto Demetrio como Longino ven como una condición del logro
de tal estilo el empleo del asíndeton13.
Pero la siguiente descripción de esta convención
expresiva debida a Longino es aún más sugerente que
la ya citada de Demetrio: «... en el
desorden -dice- [...] hay pasión, puesto que es un impulso y
una agitación del alma [...] el lenguaje patético se
irrita al verse encadenado por las conjunciones [...]. Pierde
así su libertad de movimiento y la sensación de ser
lanzado como desde una catapulta»
14.
Ahora bien: no voy a pretender que Huerta se ajuste en un todo a
este concepto del estilo suelto, porque él tiende a
connaturalizarlo todo dentro de su marco dramático, ya
español, ya personal.
El estilo suelto, o desordenado, esto es, arrebatadamente conmovedor, lo consigue Huerta en muchos casos sin el asíndeton, porque sus períodos son tan amplios, contienen tan numerosos miembros breves, disparados uno tras otro, y de tanto brío cada uno de ellos, que se logra la referida sensación de que las palabras son lanzadas por una catapulta, aun cuando intervenga la conjunción y entre los miembros finales de una serie ya muy larga. Veamos tres ejemplos de esta técnica con la que Huerta logra representar muy hábilmente la explosión de la pasión. En el primero el estilo suelto se combina con la figura de la interrogación. Electra apostrofa a su madre, no presente en la escena.
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(H, 109) |
Con estilo suelto caracteriza también Electra a su fortuna:
|
(H, 110) |
Pene, padezca, desconfíe, sienta, / llore y suspire: pese a la conjunción, esta serie nos produce la sensación de que nos llevamos por el vendaval de las pasiones de la dolorida hija de Agamenón. Por fin, la Crisótemis de Huerta pinta el irreprimible terror de Clitemnestra antes sus pesadillas,
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(H, 118) |
Muestras de este
estilo suelto se encuentran en la Raquel, donde
también es un recurso clásico15;
y otra táctica para la captación de la pasión
trágica que el Agamenón vengado tiene en
común con la tragedia de la bella hebrea es el uso de la
amplificación exornada con lo sublime, ese sublime que se
logra a través de violentos contrastes verbales. Sobre la
amplificación Longino escribe: «Esto se conseguirá [...] por la
vehemencia o por insistencia en circunstancias o argumentos o por
una cuidadosa construcción de acciones o emociones [...]. Si
[empero] privas de lo sublime a la amplificación, es como si
le quitaras el alma al cuerpo, al punto se debilita y se deshace su
poder, al no estar reforzado por lo sublime»
16.
Como ilustraciones bastarán dos hermosos pasajes del Agamenón vengado. Electra llora sus infinitos pesares:
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(H, 111) |
La misma figura doble -amplificación unida a lo sublime- se aprovecha cuando Electra verbaliza el regocijo de su alma al descubrir que vive aún Orestes
|
(H, 155)17 |
Mientras que el discurso se ajusta en estos versos a una normativa antigua, la versificación del Agamenón vengado sirve una vez más para connaturalizar la temática antigua con el marco literario moderno. En la Raquel, tema español, Huerta logra una sobriedad clásica valiéndose de un solo metro a lo largo de toda la obra: el romance heroico o endecasílabo, variando únicamente las asonancias. En cambio, en la versificación de su tragedia de tema griego antiguo, se nos revela una acomodación muy original de ese sistema moderno de Lope de Vega, expuesto en el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, según el cual el contenido psicológico de la situación humana representada en una escena determinada se ha de sugerir por el metro escogido para ella.
Lope especifica el
romance octosílabo para las relaciones de sucesos ya
acaecidos, y en el Agamenón vengado se dan seis
tiradas de romance heroico que introducen, ora antecedentes
históricos, ora añoranzas de los buenos tiempos
heroicos ya perdidos. Una de esas relaciones huertianas incluso
empieza: «Estos los hechos
son...»
(H, 124). Por contraste, se señala lo
actual -diálogos sobre la usurpación y la venganza
que buscan Electra y Orestes- por metros idóneos para tal
fin, utilizados en algún caso por dramaturgos
españoles anteriores, pero no recomendados concretamente por
Lope.
Dichos metros son la sexta rima, las silvas y el romancillo heptasílabo. Esta última forma métrica, característica también de las delicadas odas anacreónticas, Huerta la introduce de modo especialmente feliz aprovechando su delicadeza para una conversación intima entre tres personajes femeninos: Electra, Fedra y Crisótemis (H, 131-136). Con el romancillo heptasílabo se descubre a la vez de otro modo el fino talento de Huerta para el manejo de la versificación castellana, porque la indicada tirada de heptasílabos sirve también de transición entre dos pasajes metrificados en silvas, forma compuesta también, por su mitad, de heptasílabos. Dentro de esta ingeniosa variedad estrófica resalta, empero, una unidad igualmente notable: desde el comienzo hasta el final de la tragedia Huerta no ha utilizado más que el endecasílabo y el heptasílabo: variedad española, unidad clásica.
Ya no resta sino
concluir. Merced a los primores de su brillante
connaturalización, el Agamenón vengado logra
una singular originalidad, esa originalidad que distingue las obras
nuevas de las traducciones y las adaptaciones. Con la
Electra, en fin, hizo Huerta en la tragedia lo mismo que a
los pocos años haría Moratín en la comedia al
convertir Le
médecin malgré lui, de Molière, en
El médico a palos; pues, según Mariano
José de Larra, Leandro realizó en esa ocasión
«el mismo trabajo que Molière
había hecho con Terencio y Plauto, y que Plauto y Terencio
habían hecho sobre Menandro»
18,
¿y quién le quita a Molière, a Terencio, a
Plauto el calificativo original?