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España: sus monumentos y artes - Su naturaleza e historia

José María Quadrado



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Salamanca

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Capítulo I

Memorias de Salamanca

     Centro intelectual de la monarquía española, emporio de las ciencias no inferior en concurso y fama a los de París y de Oxford, de Bolonia y de Lovaina, foco perenne de aquella animación estudiantina, alegre, libre y aun a veces tumultuosa, en que visiblemente se reflejaban no sólo el carácter de la nación, sino hasta los matices de sus varias provincias; tales son las ideas que despierta el nombre de Salamanca, y que con más viveza excita su presencia. No puede menos de descubrirse la cabeza y de inclinarse la frente ante su augusta Universidad, ante las suntuosas y vacías fábricas o lamentables ruinas de tantos colegios, verdaderas órdenes del saber, señaladas cada una por una larga serie de glorias; y la planta recela en cierto modo borrar las huellas de los varones eminentes que paseaban por sus claustros, y teme la voz interrumpir todavía el hilo de sus doctos discursos o el silencio de sus meditaciones. La soledad de las escuelas se ha comunicado a la ciudad entera: hoy roto el cetro de la enseñanza que había sabido conquistar y que confirmaron en ella los siglos, ya no extiende la esfera de su atracción, difundida un tiempo por el orbe, fuera del recinto de dos o tres provincias apartadas, debiendo sólo a sus recuerdos la conservación de su prerogativa universitaria, aunque con marcada inferioridad a casi todas sus nueve compañeras.

     Mas prescindiendo de su celebridad, el aspecto de Salamanca bastaría de por sí para demostrar su pasada grandeza. Imaginaos veinticuatro parroquias existentes, no vastas ni espléndidas, pero marcadas generalmente con el sello de remota antigüedad; imaginad otros tantos conventos espaciosos y abandonados en sus diversas gradaciones de ruina, y diez o doce más enteros habitados por religiosas; imaginad una catedral magnífica nacida de improviso en la postrera edad del arte gótico al lado de otra venerable catedral bizantina, y que en vez de ofenderla la ampara filialmente con su apoyo y con su sombra; imaginad por calles y plazas, largas las unas y despejadas las otras más de lo usual en los tiempos en que se trazaron, multitud de casas solariegas y aun palacios, ojivales y del renacimiento, cual no la presenta mayor ninguna ciudad de Castilla, gallardos ajimeces, platerescos balcones, torres dispuestas para intestinas luchas; y decid si la población que tal contiene, cualquiera que sea su nombre, puede haber vivido oscura e insignificante. Añadid a esto una dilatada cerca de muros, ceñidos en mucha parte de almenas y reforzados de torreones, que suscitan imágenes de combates y de asaltos y de caballerescas hazañas, y dentro del recinto a la parte del oeste extensos barrios de escombros, no producidos por lenta despoblación, sino ganados a manera de honrosa herida, en la ocasión más alta que vieron los siglos, como diría Cervantes, en la guerra heroica de la Independencia.

     Contemplando su más vistosa perspectiva desde la opuesta orilla del Tormes que la baña por el lado de mediodía, en el grandioso puente de veintisiete arcos y quinientos pasos de longitud hallaremos un testimonio de su existencia bajo los dominadores del mundo. La mitad de él contigua a la ciudad es de construcción romana y de almohadilladas dobelas como las del acueducto de Segovia; y probablemente nació como éste en el imperio del gran Trajano, cuyas obras y las de Adriano su sucesor en el camino de Mérida a Salamanca consignan dos notables inscripciones (1). Cuándo y cómo fue cortado y se rehízo su parte más reciente, está todavía por averiguar (2); posteriormente se almenaron los antepechos, y en el centro se levantó una torre no destituida de gentileza aunque hecha o modificada en el siglo XVI, la cual al par que las almenas desapareció no hace muchos años a la voz de un ingeniero con indignación de los artistas y disgusto de los mismos indiferentes. Aún se recuerda también a la entrada del puente el nombrado toro de piedra que dio blasón a la ciudad, objeto de vulgares consejas y de eruditas disertaciones (3), ni más ni menos que tantos otros como sembró por aquella región el paganismo.

     Ciudad grande intitula a Salamanca Plutarco, y lo que es más glorioso para ella coloca a sus mujeres entre las heroínas aventajadas en valor. Sitióla, según cuenta aquél, el invicto Aníbal, y los cercados incapaces de prolongar más su defensa ofrecieron para recobrar la libertad trescientos talentos de plata y, otras tantas personas en rehenes, Sea que no pudiesen, sea que no quisiesen alejado el peligro cumplir las condiciones, hubo de recordárselas el caudillo Cartaginés que no gustaba de hallar en sus enemigos la fe púnica de sus paisanos: reducidos por segunda vez a la extremidad, no consiguieron sino salvar sus vidas y la ropa que traían puesta, saliendo de la ciudad desarmados y abandonando sus esclavos y riquezas a la rapacidad del vencedor. Pero las salmantinas, seguras de no ser registradas, sacaron ocultas debajo del vestido cuantas espadas pudieron, y cuando la algazara de los saqueadores y la vista del botín tentó a los escuadrones Masilienses, que se habían quedado a las puertas de la ciudad guardando a los cautivos, y les indujo a meterse dentro y disputar la presa a sus aliados, ellas repartiendo las armas entre sus hermanos y maridos y mezclándose con ellos, cayeron de improviso sobre la desbandada soldadesca, vengaron con copiosa sangre sus agravios (4), y huyeron todos a las montañas, pobres pero independientes. Aníbal, después de ejecutar algunos castigos en los que pudo prender, rindió al fin homenaje a tan gallardo denuedo, devolviendo los bienes y los hogares a las valientes matronas y a sus dignos hijos y esposos. Esto se refiere de Salmántica: de Elmántica o Ermándica escriben otros que la tomó por sorpresa el expresado jefe y que buscaron asilo entre los Ólcades sus habitantes; pero además del silencio de tan inolvidable proeza, persuade que son distintas las dos poblaciones no sólo la diferencia harto reparable del nombre, sino la del país, estando Elmántica en el de los Vacceos no lejos de Arbucala, y Salmántica en el de los Vetones (5).

     No vuelven a nombrarla los antiguos historiadores, y si no la hallásemos mencionada en las tablas de Tolomeo y en el itinerario de Antonino que fijan su situación, la creyéramos destruida tal vez en la prolongada lucha que sostuvo Lusitania con los romanos. A esta provincia perteneció Salmántica como los demás pueblos Vetónicos, y Mérida fue su metrópoli. A excepción de la mitad del puente no le han quedado de aquella época otros vestigios que algunas lápidas sepulcrales, incrustadas en los edificios posteriores que dieron ocasión a su descubrimiento (6).

     Los godos la hallaron floreciente y respetaron su silla episcopal de origen desconocido, cuyas memorias se reducen a la presencia de sus obispos en los concilios toledanos. Al III asistió Eleuterio, a la coronación del rey Gundemaro Teveristo, al IV y VI Hiccila, al VII, VIII y X Egeredo, al provincial de Mérida Justo, al XII Providencio, al XIII, XV y XVI Holemundo que probablemente no alcanzó los aciagos días de la invasión sarracena. Salamanca se entregó sin resistencia al terrible Muza, que doblando las sierras del mediodía todo lo allanó en un momento hasta más allá de Astorga; modificado apenas su nombre, siguió figurando entre las ciudades principales de Mérida, una de las cinco en que se dividió el imperio musulmán. Antes de medio siglo Alfonso el católico llevó hasta ella sus estragos desde las montañas de Asturias: a mediados del siguiente la tomó por combate Ordoño I, y entonces suena el nombre de su rey Mozeror y de la reina Balkaiza, a quienes el vencedor soltó las prisiones en el lugar de Piedra Sagrada, después de pasados a cuchillo sus guerreros y de vendida la plebe con sus mujeres e hijos. Las historias arábigas, bien que más escasas en detalles, confirman la expresada derrota de los suyos y la toma de la ciudad por los cristianos (7).

     Sin embargo, los prelados de Salamanca continuaron en la corte de los reyes de Asturias, en vez de acudir a tomar posesorio de su silla, prueba de que su reconquista había sido pasajera y de que no obtenían allí la libertad que en otras regiones les era concedida, de apacentar su grey, mozárabe bajo el dominio de los infieles. Para su mantenimiento y residencia en Oviedo señalóseles a ellos y a los de Coria la iglesia de san Julián fuera de los muros: el primero que aparece es Quindulfo confirmando en 802 una espléndida donación de Alfonso el casto a la basílica de san Salvador. Más adelante brilla Sebastián, cronista de Alfonso el magno, historiador el más antiguo de la restauración cristiana y luz casi única de aquella era tenebrosa; síguele Dulcidio, el mismo probablemente que siendo mero sacerdote fue en 883 a Córdoba, enviado por el rey para hacer paces con el califa, y trajo los cuerpos de san Eulogio y santa Leocricia, y que después de nombrado obispo volvió allí en 921, hecho prisionero con el de Túy en la batalla de Junquera hasta que obtuvo su rescate (8). Otras indicaciones existen de obispos titulares de Salamanca, pero tan confusas e inciertas por estar reducidas a firmas de escrituras cuya fecha sólo conocemos por la cita de autores no muy seguros, que es imposible formar con ellas catálogo ni disponerlas por orden siquiera (9).

     No menor oscuridad pesa por aquellos tiempos sobre la situación de la ciudad del Tormes. Dejando aparte las fabulosas cortes tenidas allí por Alfonso II o por el III, contra Bernardo su sobrino y las devastadoras correrías del irritado paladín desde su inmediato castillo del Carpio, y el tardío recobro de su padre ya difunto, poco o ningún crédito merecen la repoblación de Salamanca en 871 atribuida. con patente anacronismo a Ramiro I, la invasión de Almandario o Almondhir ocurrida al año siguiente en que más de dos mil cristianos ofrecieron al martirio sus vidas en la vecina aldea de Valmuza, el nuevo asolamiento de la ciudad por el califa Abdala, sea en 885 sea en 906, y por último su reconquista por el famoso Fernán González conde de Castilla, que la ganó al rey moro Celeuma y que pidió pobladores no sabemos a qué rey Alfonso de León, pues en su tiempo no hubo ninguno de este nombre (10). Mientras el Duero sirvió de límite a la restaurada monarquía, es probable que Salamanca colocada al sur doce leguas más adentro permaneciera en poder de los sarracenos; pero no consta que compitiese en fortaleza con la cristiana Zamora, y precisamente debía sufrir el primer ímpetu de las huestes fronterizas y lamentar a menudo sus estragos. Allí se reunió según los escritores árabes el grande ejército musulmán que había de ser exterminado en Simancas, cuya inmortal victoria, entregando a Ramiro II las llanuras del Tormes, le dio ocasión de repoblar los desiertos lugares de sus orillas y principalmente su ilustre capital, a la que llama Sampiro con esta sazón sedes antiqua castrorum (11). Los calamitosos reinados de los sucesores de Ramiro no favorecieron el desarrollo de la nueva colonia, ni siquiera mereció esta el triste honor de ser nombrada entre las presas de Almanzor: sólo consta que su hijo Abdelmelic Almudafar la destruyó otra vez en 1007. Sin duda durante el siglo XI, a pesar de haber desaparecido del país los quebrantados muslimes, permaneció Salamanca como tantas otras ciudades abrumada bajo el peso de sus ruinas, y si alguna vez en este período suena su nombre, lo que dudamos, es únicamente por vía de recuerdo.

     Después de extender sus conquistas al otro lado de los montes de Guadarrama y de fijar su trono en la augusta Toledo, trató Alfonso VI de poblar definitivamente la ancha región intermedia desde el Duero hasta la sierra, disputada con encarnizamiento por espacio de dos siglos, y de consiguiente yerma de cultivo y vacía casi de moradores. Segovia, Ávila, Salamanca, con otras de menor nombradía, renacieron del devastado suelo, seguras ya para siempre de la infiel cimitarra; y se mezclaron con las poblaciones recién ganadas para competir en los elogios del soberano, libertador de las unas y restaurador de las otras (12). Confió éste tan civilizadora empresa a su yerno el conde Raimundo de Borgoña casado con su primogénita Urraca, quien la llevó a cabo sucesivamente con actividad y prudencia, como si aquella provincia estuviese destinada a formar el patrimonio de su esposa. La repoblación de Salamanca fue en 1102: de 22 de junio del mismo año data la donación que el conde y la infanta su mujer hicieron al prelado don Jerónimo su maestro de todas las iglesias y clérigos así de aquella diócesis como de la de Zamora, que eventualmente se reunieron en un principio bajo su autoridad (13). Había seguido el venerable sacerdote francés, compañero del primer arzobispo de Toledo, al Cid Campeador en la expedición de Valencia, donde estableció su silla a la sombra de los laureles del vencedor que con su muerte se secaron, por más que Jimena la animosa viuda del héroe dotara aún en 1101 el nuevo obispado, haciéndose ilusión de poderlo conservar en las playas del Mediterráneo en medio de la mal subyugada morisma. Perdida al año siguiente la conquista de Rúy Díaz, halló desde luego vasto ejercicio en las regiones occidentales la pastoral solicitud de Jerónimo.

     Grandiosos planes presidieron a la restauración de la ciudad y altos destinos se le auguraron, según la muchedumbre y variedad de pobladores que acudieron de todas partes. Bajo el nombre genérico de Castellanos vinieron los de las provincias del antiguo condado, estableciéndose en los barrios del norte; y una tradición, poco segura como de carácter heráldico, les atribuye por jefe a un conde don Vela Sánchez, infante apócrifo de Aragón. Más al oriente se fijaron los naturales del país de Toro, bastante numerosos para formar cuartel aparte. Los serranos o montañeses ocuparon hacia el oeste un dilatado territorio; y a su lado se asentaron los gallegos, que sometidos al gobierno especial del conde Raimundo, no podían menos de secundar con eficacia su llamamiento. Los portugaleses y los bragancianos, todavía no desmembrados de la monarquía castellana, fundaron otros dos distritos: en los alrededores de la catedral se domiciliaron los franceses atraídos por la protección del ilustre magnate su compatricio. Pero en la vega del Tormes habitaba una población indígena, que por su calificación de mozárabe parecía derivar de los tiempos de la dominación agarena, y que si bien harto mermada, no se había extinguido totalmente durante el largo abandono que siguió a la reconquista; y esta fue la que se reunió en la parte meridional de la ciudad contigua al río. Todas estas razas, tan distintas en índole, lenguaje y procedencia, construyeron sus respectivas parroquias, no una sola, sino cinco, siete o nueve cada cual, de suerte que al cabo de un siglo no se contaron menos de cuarenta y siete. Dio fueros el conde al promiscuo vecindario, curiosos e interesantes, bien que andan mezclados con otros posteriores (14); y de ciertas prerogativas consignadas en ellos se desprende que en la puebla tomó parte el prior del monasterio benedictino de San Vicente, que blasonaba de llevar ya dos o tres siglos de existencia, erigido acaso durante alguna pasajera invasión de los reyes de Asturias o a favor de alguna tregua de tolerancia otorgada por los califas.

     Desde el principio se desarrolló en la ciudad la importancia religiosa que presagiaba sus ulteriores destinos. La erección de la catedral de Santa María fue el primer cuidado de los regios consortes Raimundo y Urraca, otorgando en 1102 al obispo Jerónimo la amplia donación que puede considerarse la piedra angular de su grandeza (15); donación que Alfonso VI, fallecido ya su yerno, confirmó en 1107 teniendo concilio o cortes en León (16). El venerable prelado compañero del Cid alcanzó a ver las desventuras de la reina Urraca, que compartió lealmente, y las desastrosas guerras y vicisitudes de aquel reinado; y al terminar en 1120 su larga carrera, no pasaron sus restos a descansar en San Pedro de Cardeña al lado de los del héroe castellano, como había dispuesto en su testamento, sino que pudieron ser ya enterrados al abrigo de la naciente basílica, legándole con ellas y con el tradicional Cristo de las Batallas la memoria más antigua que atesora (17).

     Graves perturbaciones introdujo en la iglesia de Salamanca la dominación de los aragoneses apoderados de la ciudad. El nuevo obispo Gerardo echado de su silla tuvo que buscar asilo en Compostela, cuyo prelado Gelmírez le acogió y señaló capilla hasta que le proporcionó reunirse con la reina: al paso que Munio su sucesor, olvidado de la obediencia prestada a aquel arzobispo como a su metropolitano, y de la gratitud debida al joven Alfonso VII por las mercedes de que colmó a su catedral (18), se mostró tan parcial del poder usurpador del cual tenía sin duda su nombramiento y cuyas violencias consentía (19), que en 1130 fue depuesto en el concilio de Carrión por el omnipotente influjo de Gelmírez y elegido en su lugar Alonso Pérez, canónigo de Compostela. Murió al año siguiente el obispo Alonso de vuelta del concilio de Rheims en el célebre monasterio de Cluni donde yace sepultado (20): Munio saliendo de su retiro de Portugal renovó sus pretensiones a la mitra, y con destierros y confiscaciones intentó hacerse reconocer negando sumisión al poderoso metropolitano, pero llamado a Roma y mal despachado por el pontífice, no tuvo más recurso que acudir a Claraval a la piedad de san Bernardo que en vano intercedió por él esforzando su humilde arrepentimiento (21). Entretanto la prepotencia del conde Pedro Lope sostenía en la dignidad episcopal a otro intruso llamado Pedro, intimidando de tal suerte a los vecinos, que no se atrevían a admitir a Berengario, canciller del rey, que ellos mismos habían pedido por pastor, hasta que el soberano hizo consagrar a éste y darle posesorio en 1135 poniendo fin al cisma con vigorosas providencias.

     Las armas absorbieron la juvenil actividad de la que más adelante había de ser madre de las ciencias: soldados eran exclusivamente sus primeros habitantes, sus tareas fatigar el país enemigo con incesantes correrías, su principal riqueza el botín que reportaban. Emulando la prez que en los campos de Sevilla adquirían los de Segovia y Ávila contra los almorávides, pero no queriendo someterse ni hacer partícipe de su gloria a ninguno de los condes y experimentados caudillos establecidos por Alfonso VII para organizar y llevar adelante la guerra (22), penetraron por su propia cuenta hasta muy cerca de Badajoz con el hierro y la tea, y juntaron copiosos ganados e innumerables cautivos y grandes tesoros de oro y plata; mas al hallarse en frente del poderoso ejército del príncipe Taxfín, pasaron a cuchillo para que no se les sublevaran a todos sus prisioneros así varones como mujeres. Hízoles el emir preguntar por los intérpretes. quién era su jefe, a lo cual respondieron con jactancia que cada uno lo era de si mismo: el sarraceno los reputó por insensatos y dio gracias a Alá que así se los entregaba. Muchos de los más distinguidos, previendo lo que iba a suceder, abandonaron el campamento; y en efecto a la mañana siguiente no hubo combate sino matanza en la desordenada muchedumbre que dejó la vida con la presa, y de la cual pocos fugitivos volvieron a Salamanca (23).

     Tres veces en años posteriores se repitió la deplorable derrota, sin escarmentar el orgullo y la indisciplina de aquellas cohortes aventureras, fomentada tal vez por las diferencias y rivalidades de su origen. Al cabo vueltos en si los salmantinos clamaron al Señor, dice la crónica, ofreciéndole los diezmos y las primicias, y obtuvieron el perdón de sus pecados y la ciencia y el aliento de guerrear. Pusiéronse a las órdenes del ilustre jefe militar del reino de León, el conde Ponce de Cabrera, y desde entonces la victoria no abandonó sus estandartes. La ciudad se hizo grande y opulenta, insigne por el valor de sus jinetes y peones. Ellos formaron la hueste principal del Emperador cuando en julio de 1138 puso inútil cerco a los fuertes muros de Coria, y cuando en junio de 1142 logró tomar por hambre la ciudad sarracena; destruyeron hasta los cimientos el formidable castillo de Albalat, ganaron la comarca de Ciudad Rodrigo en unión con los clérigos y vasallos del obispo, poblaron en la ribera del Duero a Castronuño (24). Alfonso VII, que en sus campañas de Extremadura escogió a menudo por cuartel general a Salamanca, quiso ponerla en estado de defensa; y en 1147, año del famoso cerco de Almería, acordaron los alcaldes y jurados fabricar primero o rehacer el muro de la ciudad propiamente dicha y luego cercar con otro los arrabales (25).

     Con el nombre de muralla vieja aquel subsistió largo tiempo, encerrando el núcleo de la población primitiva desde la orilla del río hasta las parroquias de San Sebastián y San Isidoro, alrededor del cerro que ocupa la catedral éste todavía abarca los otros dos cerros de San Vicente y San Cristóbal por donde se extendió posteriormente, ostentando a trozos su poco menor antigüedad.

     Tal pujanza y aun engreimiento tomaron los salmantinos, que devorados de celos por la fundación de Ciudad Rodrigo y considerándola como usurpación hecha a su territorio, apelaron a las armas hacia 1170 contra Fernando II de León, hijo y sucesor del soberano que tanto los había favorecido. Eligieron por caudillo, por rey dice el Tudense, a cierto Nuño Serrano, es decir oriundo de la sierra (26), y confederados con los de Ávila, desplegada la bandera de la rebelión, trabaron combate con el ejército real en los campos de Valmuza. Consultando la dirección del viento, pegaron fuego a un monte para que el humo diera en los ojos a los leoneses, pero el viento súbitamente cambió envolviendo en densos y sofocantes torbellinos a los autores de la estratagema. El irritado monarca, a favor de la confusión embistió y desbarató fácilmente las huestes sublevadas, Nuño cogido vivo expió en el suplicio su temeridad, y Salamanca cayó rendida a los pies del vencedor.

     Sin embargo, Fernando II ni antes con desvíos había provocado su alzamiento, ni después la castigó con aspereza, frecuentóla como lo había hecho su padre, y en setiembre de 1178 reunió allí en cortes a los obispos y barones de su reino: las concesiones que dispensó a la iglesia salmantina compitieron con las del emperador (27). Habíanse sucedido en el gobierno de ella, después de promovido Berengario a la de Compostela en 1151, Navarro que antes fue primer obispo de Coria apenas restaurada, Ordoño Gonzalo, Pedro Suárez elogiado por el papa Alejandro III de sabio y de prudente y también ascendido a la sede Compostelana, y por último Vital, singularmente querido del reinante y de su sucesor Alfonso IX. Tal vez la condescendencia cortesana, tal vez el deseo de la paz pública hizo sostener al prelado la validez del matrimonio de éste con su prima Teresa, infanta de Portugal, contra las censuras del papa Celestino III; y aun después de resonar en Salamanca la sentencia de disolución promulgada en concilio de obispos bajo la presidencia del cardenal Guillermo hacia 1197, perseveró Vital tan tenaz en su resistencia, que incurriendo en el enojo del pontífice fue desposeído de su dignidad (28).

     A Alfonso IX debe Salamanca el titulo especial de su gloria y nombradía, la creación de su universidad, que fundó se dice para el reino de León a semejanza y por emulación de la que acababa de establecer en Palencia su primo y competidor Alfonso VIII de Castilla. Por ambiciosas que fueran sus esperanzas, no es fácil que previera desde luego el desarrollo que había de tomar aquella obra suya, no ya en siglos posteriores, sino aun en los tiempos inmediatos de su hijo Fernando el Santo y de Alfonso el Sabio su nieto, que la protegieron amparando a los estudiantes y dotando a los maestros, tanto que en 1255 la proclamaba ya el pontífice una de las cuatro lumbreras del mundo. De los mismos reinados datan allí los más antiguos y célebres conventos de Dominicos, de Franciscanos y de Clarisas; y el vacío que por entonces se nota en los anales de la ciudad, indica que exenta de trastornos y desventuras, a no ser la grande avenida del Tormes en 1256, obtuvo del cielo un largo período de sosiego y de bonanza para que mejor germinaran y echaran raíces aquellas pacíficas instituciones. Pero con el advenimiento de Sancho el Bravo, a quien vio gravemente enfermo y desahuciado casi, poco antes de lograr el mal codiciado trono, desapareció por mucho tiempo la quietud en un continuo hervidero de ambiciones y querellas, de sordas intrigas y guerras declaradas. Participó de estos infortunios Salamanca, cuando en 1288 asoló su territorio el infante don Juan y el suegro de éste, don Lope de Haro, se apoderó de su alcázar sin conseguir por esto reducirla, y cuando en 1296 llegó hasta sus muros el rey Dionis de Portugal marchando sobre Valladolid de concierto con los poderosos enemigos del rey menor Fernando IV.

     Quince prelados de la antigua provincia Lusitana, procedentes de Portugal, de Galicia y del reino de León, y presididos por el arzobispo de Santiago (29), se reunieron en la catedral salmantina, cuya sede vacaba entonces, a 22 de octubre de 1310, para instruir el proceso de aquella orden poderosa que poco antes hacía sombra a los tronos y llenaba las naciones todas de su grandeza. A pesar de la credulidad y pasiones de la época, a pesar del crédito del pontífice y del rey de Francia, halló el concilio inculpables a los templarios del reino y los proclamó solemnemente libres de los horrendos cargos que se les hacían: pero su absolución no tuvo eco en la asamblea general de Viena, y también a los inocentes alcanzó la proscripción y el despojo de sus bienes, que en Salamanca y su término poseían en abundancia. De pompa más alegre se vistió al año siguiente la ciudad por el nacimiento de Alfonso XI que en ella vio la luz a 13 de Agosto de 1311, y cuyo bautismo en la catedral valió a esta más adelante nuevas mercedes (30). No sabemos si a su población nativa dispensó igual solicitud el vencedor del Salado, ni si a menudo la favoreció con su presencia: sólo consta que en la toma de Algeciras le acompañaba al frente de sus armados diocesanos el obispo Juan Lucero.

     Condescendiendo este prelado con la brutal incontinencia del rey don Pedro o temeroso quizá de sus rigores, se prestó en 1354 con el de Ávila a disolver su legítimo enlace con la infeliz Blanca de Borbón para bendecir otro con doña Juana de Castro, a quien luego abandonó el veleidoso príncipe. Opuesto a las aficiones cortesanas de Lucero fue su sucesor Alonso Barrasa, tan inclinado a favor de Enrique de Trastamara que redujo a su obediencia la ciudad y le sirvió con quinientos hombres de armas constantemente. Mientras que un caballero salmantino sosteníala bandera del denodado rey en los muros y fortaleza de Zamora inmolando a sus pequeños hijos en aras de la lealtad (31), Salamanca siguiendo la voz del obispo alzaba pendones por el nuevo soberano, y obtenía de él luego de ceñida la corona amplia recompensa de su adhesión y de los daños recibidos (32). Dos años después de fallecido Enrique II, recogió respetuosa en 27 de Marzo de 1381 el último suspiro de su consorte doña Juana Manuel y despidió con sinceras lagrimas su cadáver para Toledo.

     No logró la virtuosa reina ver resueltas sus ansiosas dudas acerca de la legitimidad tan disputada entre los dos pontífices de Roma y de Aviñón; pero no tardó en pronunciarse dentro de la misma ciudad, en 20 de Mayo siguiente, la decisión solemne del reino de Castilla, que no podía menos de preverse a favor del último viendo al frente del concilio al cardenal Pedro de Luna, futuro sucesor de Clemente VII. Los adictos al romano interpretaron por enojo del cielo los espantosos truenos y diluvio de agua que impidieron al rey asistir a la ceremonia, y los franciscanos dieron gracias a Dios de que su iglesia no hubiese tenido que servir a ella de teatro (33). Durante la desastrosa guerra con Portugal, Juan I estacionado a menudo en Salamanca, le trajo consigo belicosos aprestos, gravámenes so color de ofrendas voluntarias, y serias inquietudes por la proximidad de los enemigos: en el reinado posterior participó del entredicho impuesto a varias ciudades por la prisión de los prelados malquistos con la corte. Siempre adherida a la sede de Aviñón, en otro concilio del año 1410 reconoció por papa a Benedicto XIII, conviniendo en este fallo la autorizada ciencia de sus doctores con la acatadísima virtud de san Vicente Ferrer, que la visitó por aquel tiempo para reducir a los judíos allí domiciliados y plantar en ella la unidad de la fe sobre las ruinas de su sinagoga.

     A la misma época se refiere por lo común una lúgubre tradición, harto característica y profundamente grabada en la memoria del pueblo para no creerla verídica en el fondo, aunque adornada después con incidentes más o menos felizmente inventados. Sobre un lance del juego de pelota trabaron contienda dos hermanos de la familia de Enríquez de Sevilla con otros dos de la de Manzano (34); aquellos sucumbieron en la atroz refriega y fueron llevados exánimes a la casa de su madre. Doña María Rodríguez de Monroy no lloró sobre los ensangrentados cadáveres de sus hijos, nada dispuso acerca de su sepultura; silenciosa, sombría, fingiendo temer por sí, salió acompañada de criados y escuderos para su lugar de Villalba, pero a la mitad del camino les anunció resueltamente que no era fuga sino venganza lo que meditaba, y asociándolos con terrible juramento a su plan, los condujo a Portugal donde se habían amparado los homicidas. Dónde y cómo les sorprendió, si fue en Viseo, de noche, derribando las puertas de su posada, no queda bien averiguado: lo cierto es que a los pocos días volvió a entrar en Salamanca, animosa y terrible al frente de su comitiva, enarbolando en la punta de las picas las cabezas de los dos Manzanos, y a guisa de ofrenda expiatoria, más digna del altar de las Euménides que de una tumba cristiana, las hizo rodar sobre las recientes losas que en la iglesia de San Francisco o en la de Santo Tomé cubrían los restos de sus hijos. Poco sobrevivió a esta feroz proeza que le valió el epíteto de doña María la brava, pero sí por más de un siglo los bandos que de ella nacieron entre los caballeros salmantinos ligados con una o con otra familia, a los cuales se dice servía de línea divisoria rara vez hollada el Corrillo de la Yerba, explicando este título allá como en Zamora por lo solitario y medroso del sitio (35). Sucedía esto de 1460 a 1478 en los días de san Juan de Sahagún, cuyas fervorosas predicaciones, calmando y no extinguiendo la furia de los ánimos, le acarrearon más de una vez odios y violencias y por último la muerte propinada con veneno. Bajo los nombres de Santo Tomé y San Benito, parroquias que encabezaban los dos grandes distritos de la ciudad, perpetuáronse largo tiempo dichos bandos, recordando, aun sus distintos colores y opuestas cuadrillas en las justas reales de la dinastía austríaca, los antiguos enconos y reyertas.

     Pero en el siglo XV las disensiones políticas del reinado de Juan II los habían llevado a su mayor encarnizamiento: quienes por los infantes de Aragón, quienes por don Álvaro de Luna, dominaban alternativamente y llenaban de alboroto la ciudad. Las cortes de 1430 congregadas en su recinto se esforzaron en dirigir contra los moros de Granada el belicoso humor de los partidos, otorgando un copioso donativo para la guerra; corta fue la tregua, porque en 1440 llegó a tal grado su recrudecimiento, que ni el mismo rey al visitarla encontró respeto ni hospedaje. Resistía a su autoridad declarado contra la privanza del Condestable el alcázar contiguo a San Juan, y ocupaba la fuerte torre de la catedral el arcediano Juan Gómez, hijo del difunto obispo don Diego de Anaya, quien con los disparos de su gente impidió al soberano aposentarse en el inmediato palacio episcopal y le obligó a buscar albergue en las casas del doctor Acevedo junto a San Benito, de donde y de la ciudad le hicieron desalojar también las amenazas de los revoltosos para dar entrada luego al rey de Navarra y al almirante. Sin hacer caso de las penas contra él pregonadas en Cantalapiedra, siguió el insolente arcediano señoreando la población al frente de sus desmandados bandoleros, quedando consignada en el refrán andar con él, que de Juan Gómez es, la mezcla de execración y miedo con que les abrían paso los pacíficos moradores.

     Bajo más fiel custodia se hallaba en 1446 la torre de la iglesia mayor confiada a don Gonzalo de Vivero, que sucedió a don Sancho de Castilla en la silla episcopal y prestó en el real consejo largos e importantes servicios a Juan II y a Enrique IV. Cuando Pedro de Ontiveros enarboló en el alcázar la bandera de la rebelión contra este monarca pusilánime, derramando incendios y muertes por Salamanca, el buen prelado ayudó a Suero de Solis y al partido de los leales a recobrar por fuerza de armas la fortaleza y no paró hasta entregársela al mismo Enrique, que acudió presuroso y fijó allí en 1465 su residencia, reuniendo cortes y entretenido con vanas esperanzas de lograr una avenencia con los grandes descontentos, mientras que en Ávila procedían éstos a destronarle en efigie. Recompensó el rey a la ciudad el seguro asilo que le había dado en sus días de mayor abandono con la concesión de una feria franca todos los años desde el 8 al 21 de setiembre; y tuvo a grande obsequio el derribo del ominoso alcázar, que el pueblo acometió como guarida de traidores y tiranos más a propósito para oprimirle que para defenderle.

     Sin embargo, los derechos de doña Isabel y de doña Juana al vacante trono se discutieron allá, como en las vecinas ciudades, con choques, sorpresas y escaramuzas entre los partidos que alternativamente se alzaban con el mando, sosteniendo al de Santo Tomé decidido a favor de la Beltraneja el duque de Arévalo y el licenciado Antonio Núñez de Ciudad Rodrigo, y capitaneando al de la reina Católica el duque de Alba. Con la entrada del rey Fernando en 28 de mayo de 1475 triunfaron los que llevaban su voz, y atizadas las añejas rencillas del pueblo contra la nación portuguesa, fueron puestas a saco en medio de la embriaguez del contento las casas de los vencidos. Distinguiéronse en estas luchas, no podemos asegurar si como servidores o como enemigos de los nuevos reyes, Suero de Solis y los Maldonados, de los cuales Alfonso sucumbió en una refriega, y Rodrigo incurrió más adelante por sus desmanes y usurpaciones en el enojo del monarca enfrenador del feudalismo, no salvando del tajo su cabeza sino mediante la entrega del castillo de Monleón que su esposa defendía (36). Tres veces recibió Salamanca a la grande Isabel acompañada de Fernando: la primera en 1480 con brillantes espectáculos y justas de sus caballeros y sabias arengas de sus doctores; la segunda en el invierno de 1486, de vuelta de Galicia, preparándose para la gloriosa campaña de Andalucía; a la tercera, empero, en 1497, no lucieron pompas ni sonaron aclamaciones; muda y consternada no sabía cómo anunciar al rey, que venía desalado de la frontera de Portugal, que adentro yacía agonizante su único heredero varón el príncipe don Juan, recién llegado a la población con su joven esposa Margarita de Austria. Reconociendo aún a su padre en el ardor de la calentura, espiró el 4 de octubre a los trece días de su dolencia y a los 19 años de su edad el último vástago de una dinastía de cuatro siglos; y la confusión redobló al presentarse a las puertas, demasiado tarde ya, la desconsolada madre. Cuéntase que Fernando le hizo comunicar su propia muerte, para que luego la alegría de verle sano la preparase a recibir en conmutación el golpe de la de su hijo; rara preferencia en ella del amor conyugal sobre el maternal, y rara seguridad en él de poseerlo (37)!. El cadáver del malogrado príncipe salió para Ávila donde debía ser enterrado en el convento de Santo Tomás: cuarenta días duraron los lutos en toda España y aun fuera de ella, vistiendo jerga blanca, según la antigua costumbre, grandes y pequeños; jamás, dice Zurita, se habían hecho por rey alguno exequias más llenas de duelo y tristeza.

     La reina no quiso volver al sitio de su mayor desventura: el rey después de viudo residió en Salamanca desde octubre de 1505 hasta marzo de 1506, durante un riguroso invierno de nieves, celebrando cortes acerca de la administración del reino en ausencia de su hija, y ordenando públicos regocijos por la concordia asentada con su yerno, mientras trataba segundas nupcias con Germana de Foix. A fines de 1508 la visitó nuevamente, al pasar de Andalucía a Castilla para sosegar con su acostumbrada prudencia a los grandes malcontentos. No lo anduvieron poco los salmantinos durante la regencia de Cisneros, tomando por ataque a sus franquicias el armamento de la gente común que decretó aquél para defenderlas: ni menos celosos de ellas se mostraron en las cortes de Santiago sus procuradores don Pedro Maldonado Pimentel y Antonio Fernández, negándose en unión con los de Toledo a otorgar al rey el fatal donativo que sublevó las comunidades de Castilla, y aun a prestar el juramento exigido para entrar en la asamblea. El clamor de Segovia implorando a sus vecinas por no caer en las desapiadadas manos del alcalde Ronquillo, arrastró en pos a Salamanca; el pueblo se levantó para volar al auxilio de los cercados atropellando toda resistencia, arrancó las varas a las autoridades, echó fuera de los muros a la mayor parte de los caballeros como enemigos de la libertad. La casa del mayordomo de Fonseca, arzobispo de Santiago, ardió en devoradoras llamas; otras fueron derribadas por el suelo. Al frente del movimiento se puso el joven Maldonado Pimentel, sobrino del conde de Benavente, que desembarazado del numeroso bando contrario se hiciera dueño absoluto de la ciudad, a no rivalizar con él y tal vez eclipsarle en el favor de la plebe el pellejero Villoria, papa y rey como le llamó un burlón en la plaza, al verle así disponer de vidas y haciendas como alzar entredichos y echar a vuelo las campanas para celebrar las victorias de los suyos (38).

     Primero en Ávila. y después en Tordesillas representaron con brío a Salamanca el comendador de la orden de San Juan frey Diego de Almaraz, Diego de Guzmán, Francisco Maldonado y Pedro Sánchez cintero: el doctor Zúñiga, catedrático de su universidad y orador principal de la Santa Junta, fue quien logró con la exposición de los males públicos sacar a la reina Juana de su letargo. Acaudillaba su milicia, que ascendía a doscientas lanzas y seis mil infantes, el bizarro don Pedro Maldonado, conduciéndola a libertará Segovia y luego con menos fortuna contra el ejército imperial de Rioseco; mas la pérdida de Tordesillas, donde quedó Zúñiga prisionero, esparció en las huestes comuneras el desaliento y la recíproca desconfianza; y la tregua, que el procurador Diego de Guzmán combatió enérgicamente en Valladolid, dio tiempo de engrosar sus fuerzas al enemigo. Quinientos soldados salmantinos fueron sorprendidos con muerte de muchos en Rodilana junto a Medina; tardaron los refuerzos que de aquella y de otras ciudades aguardaba Padilla para seguir su campaña, y ansioso de reunirse con ellos tomó el camino de Villalar. Sin embargo, entre los pendones desplegados en aquel infausto día no se echaba menos el de Salamanca; y bien que al frente de reducida división, combatieron los dos Maldonados (39), cayendo vivos y desamparados de los suyos en poder del vencedor. Don Pedro a ruegos del conde de Benavente se libró por entonces del suplicio, aunque sólo fue aplazarlo un año después para Simancas: a fin de sustituirle en el patíbulo se escogió a Francisco Maldonado, tan maltratado y desnudo que inspiraba lástima y hubo que vestirle de ropa ajena, hasta llevarle a la fatal picota donde acababan de exhalar el postrer suspiro sus compañeros Bravo y Padilla. No les salvó de la segur su nobleza, más que a otros de la proscripción su ciencia y su sagrado ministerio (40), ni de la horca al tribuno Villoria su efímera popularidad.

     Cuando el emperador Carlos V en una hermosa tarde de mayo de 1534 hizo su solemne entrada en la ciudad por la puerta de Zamora, habían olvidado él y ella sus recíprocos agravios. Corridas de toros, juegos de cañas y de sortija, danzas, mascaradas y carros triunfales, colgaduras, iluminaciones y concierto de campanas, un recibimiento, en fin, con cuyo gasto, en expresión de un contemporáneo, pudiera fundarse una ciudad, no impresionaron tanto al monarca como un acto público de la universidad, tesoro, según dijo, de donde proveía a sus reinos de justicia y de gobierno. Indelebles recuerdos de su permanencia de cuatro días se llevó el 30 de mayo, y no menos gratos los dejó con la fundación de dos colegios. A Felipe II conoció Salamanca en 1543, príncipe galán pero severo y grave ya a sus diez y seis años, al desposarse con su primera consorte María de Portugal: el 12 de noviembre llegó con su comitiva la novia, al día siguiente con otra igualmente lucida el real mancebo; las bodas se celebraron aquella noche en las casas del licenciado Lugo frente a Santo Tomé, las velaciones al amanecer el 14, y hasta el 19 que salieron para Valladolid sucediéronse cual mágicas visiones los saraos y los festejos. Lo mismo que su padre visitó don Felipe el plantel de los ingenios que tanto habían de ilustrar su reinado, mientras revivían para obsequiarle en inofensivo palenque los añejos bandos caballerescos justando y corriendo toros ciento cincuenta de cada parte, los de San Benito vestidos de carmesí, los de Santo Tomé de blanco y amarillo.

     Las glorias y también por desgracia las rencillas de la universidad y la erección continuada año por año de nuevos colegios, conventos y asilos, llenaron en Salamanca todo el siglo XVI y gran parte del siguiente, mas no contuvieron, si es que no empujaron, la decadencia de la población. Las esperanzas que cifró en la protección de Felipe III al recibir su visita y la de su esposa Margarita de Austria en los últimos días de junio de 1600, se desvanecieron con la traslación de la corte a Valladolid, cuya proximidad no podía menos de perjudicarle robándole su savia: la expulsión de los moriscos dejó desiertos algunos de sus barrios y extinguidas varias industrias con la salida de quinientas familias. Por su parte el Tormes en la memorable noche del 26 de enero de 1626 ayudó a la obra de destrucción, inundando los arrabales, derribando ocho conventos y quinientas casas, y arrastrando más de cincuenta cadáveres en sus corrientes. La madre de las ciencias, al par que las demás ciudades de Castilla y más que otras tal vez, participó de la mengua general de la monarquía, de la degeneración intelectual y moral, de la corrupción literaria y artística que caracterizaron los postreros reinados de la casa de Austria.

     Sólo faltaba que invadiese su pacífico recinto la guerra, cuyas molestias no la habían alcanzado sino de lejos durante la emancipación de Portugal. A los pocos años de proclamado el jefe de la dinastía Borbónica, en junio de 1706, se acercaron los portugueses mandados por el marqués de las Minas a imponerle por rey al archiduque Carlos; mas apenas retirados, victoreó de nuevo a Felipe V y se preparó a resistir al nuevo ejército que acudía a castigarla. Abandonada del general Vega, sin más tropas que su milicia ciudadana, reparó sus muros, levantó baluartes, demolió bajo el mismo fuego enemigo los arrabales que estorbaban su defensa, convirtió en fortalezas los inermes conventos cuya posesión vendió cara a los sitiadores. Huían las monjas de uno en otro asilo despavoridas, clérigos y frailes armados acompañaban con certeros tiros sus exhortaciones, distribuían municiones y víveres las mujeres, peleaban en orden los estudiantes, mientras que sobre la ciudad estallaban mortíferas bombas y granadas. Cuéntase que reducido a escombros el muro situado entre la puerta de Sancti Spiritus y la de Santo Tomás, amaneció al otro día pintado en lienzo con apariencia tal, que haciendo dudar al enemigo de la eficacia de sus disparos le indujo a conceder honrosa capitulación. Verificóse ésta al 17 de setiembre a los tres días de sitio, no sin costar a la ciudad cincuenta y dos mil doblones y la odiosa bien que fugaz presencia de las huestes de Portugal, Inglaterra y Holanda: tarde llegaron para libertarla una semana después las españolas, pero cobró aliento para rechazar en adelante otras embestidas, subiendo al colmo su entusiasmo cuando en 1710, desde el 6 al 10 de octubre, tuvo en su seno al monarca por quien tanto había sufrido. Universidad y ayuntamiento en aquellos días de mayor peligro compitieron en ofrecerle dinero y gente para revindicar su corona.

     Lo que perdonó la guerra de Sucesión vino a arruinarlo un siglo después la de la Independencia. Salamanca, cuyos viejos muros no correspondían en solidez al brío de su juventud que salió a alistarse en las banderas de la patria, estuvo abierta de 1805 a 1811 tan pronto a los franceses invasores, como a los aliados ingleses y portugueses, sin poder a veces decir quiénes mejor la saqueaban. Los primeros acabaron por fijarse y fortalecerse en ella, erigiendo en formidables castillos los conventos de San Vicente y San Cayetano en medio de una vasta zona de ruinas; y abandonada la población al poderoso ejército aliado, turbaron desde allí a los vecinos con cruel bombardeo la satisfacción de verse libres. Al rendirse por fin los fuertes en 28 de junio de 1812, no se veían por ambas partes más que sangre y desolación, acrecentada el 7 de julio con la casual explosión del polvorín que costó más de seiscientas vidas a los descuidados moradores. Trocáronse los lamentos en aclamaciones a 22 del mismo mes con la gran batalla de Arapiles, en que la victoria coronó a Wellington a vista de la ciudad en los cerros inmediatos, hiriendo de muerte a las águilas francesas; no obstante, aun tuvieron esta ocasión en noviembre de aquel año de vengar con el último pillaje sus agravios, clavando en su presa las uñas antes de soltarla para siempre.

     Memorias tal vez más interesantes que las públicas que acabamos de reseñar serían las particulares de tantos varones eminentes que allá residieron, pues apenas los hubo en todas las carreras, durante algunos siglos, que no tuvieran en Salamanca su principio o su apogeo. Curioso fuera sorprender en tierno germen sus proyectos y esperanzas, las travesuras y privaciones del estudiante oscuro, los vacilantes pasos de su elevación, el desarrollo de su nombradía, el secreto en fin de sus glorias y persecuciones; discernir entre la confusa muchedumbre los grandes genios y en medio del caos de huecas disputas las fecundas y vivificadoras ideas; seguir las evoluciones del movimiento intelectual, comunicado desde aquel breve círculo por toda España, a la luz de sus más esclarecidas lumbreras. Escribimos, empero, no unos estudios literarios, sino una obra artística, donde no se consideran las instituciones y las personas, sino con relación a los monumentos que dejaron, y los hechos se evocan nada mas para animar los sitios que les sirvieron de teatro. Nos esperan una doble catedral presidiendo a una diezmada multitud de parroquias y conventos, una soberana universidad de pie entre innumerables colegios destruidos, hospitales, asilos, palacios, por todas partes grandezas y ruinas que sin la anterior ojeada histórica sería difícil explicar ni comprender; pero las recorreremos sin soltar de la mano todavía la antorcha de lo pasado, para formar más detalladamente con la serie de tales y tantas fundaciones los anales religiosos y científicos de la celebérrima ciudad. Nombres que han llenado el mundo, unos en vida ya ilustres, otros a la sazón humillados o desconocidos, se nos presentarán en la testera de una cátedra, en el rincón de una celda, en estrecho albergue, en sencilla losa funeraria, no siempre dentro de iglesias o edificios, hartas veces �ay! en el profanado solar que ocuparon, y su esplendor dará a las desnudas paredes y triturados escombros mayor adorno que los más exquisitos relieves y más alta estima que los primores del arte.

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