Russell P. Sebold
En una noche
oscura y neblinosa, hacia 1740, en su celda del monasterio de San
Vicente, de Oviedo, el padre Benito Jerónimo Feijoo vio un
horrible y vaporoso aparecido; y en su forma de enfrentarse con esa
amenaza se registró por vez primera la postura
científico-literaria que había de llevar al
nacimiento del moderno género fantástico en
España y a su máxima manifestación, las
Leyendas (1858-1864) de Gustavo Adolfo Bécquer.
«Vi enfrente de mí», cuenta
Feijoo , «un formidable espectro de figura humana, que
representaba la altura de cuatro o cinco varas, y anchura
correspondiente. A ser yo de genio tímido, hubiera huido al
punto de la celda, para no entrar en ella hasta que viniese el
día; y referiría a todos la visión del
fantasmón, asegurándola con juramento, si fuese
necesario, con que a nadie dejaría dudoso de la
realidad.»
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Feijoo quiere
ofrecernos pruebas de la inexistencia o carácter fabuloso de
los fantasmas, mas el simpático fundador de la
Ilustración española tiene tanto de artista literario
como de naturalista; y así, paralelamente con la
descripción de sus datos experimentales, va desarrollando un
embriónico cuento de fantasmas. El talento potencial del
fraile para el género fantástico se aprecia en el
fragmento citado: enfoca el suceso de posible índole
sobrenatural ya desde el punto de vista del tímido y
crédulo, ya desde el del escéptico que no cede, y en
ello parece preludiarse tan importante aspecto de la poética
de la narrativa fantástica como su constante
dialéctica entre la realidad sobrenatural y la natural (que
es uno de los temas estudiados en Sebold 1989). Parece de
aventajado cuentista fantástico la selección
feijoniana del aumentativo fantasmón para plasmar el efecto
escalofriante de la experiencia habida en esa solitaria y mal
iluminada estancia monástica. Y en las circunstancias de
Feijoo al ser sorprendido por tan espeluznante aparición
-prosaica existencia, cotidianas rutinas de fraile benedictino-
parece presagiarse la misma definición del cuento
fantástico moderno, el cual es una forma realista en la que
lo maravilloso estriba en la irrupción de un único
hecho foráneo en el mundo de todos los días.
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Pero
¿cedería Feijoo por fin a la superstición
popular? «No llegó ese caso»,
contesta, «por haberme mantenido en el puesto, aunque no sin
algún susto, resuelto a examinar en qué
consistía la aparición.» Aquí se
anticipa de nuevo la ya aludida oposición entre escrutadora
actitud ilustrada y temerosa actitud vulgar, tan esencial para el
cuento fantástico moderno, pero también se esboza en
estas palabras otro elemento aún más importante para
el género que apuntaba: me refiero a la frase que he escrito
en redondo y que es un curioso antecedente del «casi
creer» becqueriano, o sea, esa postura de titubeante creencia
de autores, personajes y lectores por otra parte descreídos
ante el fenómeno fantástico, efecto del ingenioso
manejo de la dialéctica entre lo sobrenatural y lo natural.
Comentaré el sentido histórico de todo lo dicho hasta
aquí, pero antes ¿cómo termina la aventura de
Feijoo? Estaba abierta la ventana de su celda; nuestro benedictino
se hallaba entre su lámpara y la ventana, desde cuyo marco
se extendía por el campo una espesa y densa niebla, y en
ésta, «a la profundidad de dos o tres varas», se
reflejaba, magnificada por esa profundidad, la figura del fraile:
«la sombra crece a proporción de su distancia del
cuerpo que la causa». El inteligente observador descubre que
el «fantasmón» repite todos los movimientos de
su propio cuerpo; lo más interesante, empero, es que no
obstante su admirable confianza científica ante lo
desconocido, no quiere Feijoo renunciar del todo al estímulo
emocional del suceso, su vivencia antes Leal, ahora imaginaria, del
terror: «Pero ¡cuántos, aun
cuando tuviesen valor para perseverar en el puesto, por no hacer
estas reflexiones, quedarían en la firme persuasión
de haber visto una cosa del otro mundo!». El episodio tiene
desenlace de experimento de naturalista dieciochesco, mas
también tiene desenlace de historia de aparecidos.
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La
terrorífica experiencia feijoniana, incluida entre las
adiciones hechas al tomo V del Teatro crítico
universal en el mencionado año de 1740, tiene
infinitamente más importancia que la de una mera curiosidad.
Pues sin el minucioso y documentado examen científico al que
la Ilustración sometió las supersticiones populares
en todos los países europeos, nunca se habría llegado
a distinguir entre el terror auténtico y ese otro terror
puramente literario que buscamos con el fin de anegarnos en el goce
estético de los temblores. Según Lovecraft, persiste
hasta nuestra época, como rasgo congénito de la
naturaleza humana, un primitivo temor cósmico, nacido en
aquellos primeros tiempos del hombre en que se creía que
todos los peligros tenían misteriosas causas sobrenaturales.
El novelista y cuentista español Pedro Antonio de
Alarcón se anticipa a Lovecraft llevando aún
más lejos los orígenes de ese primitivo temor
cósmico, pues lo explica por «alguna relación
sobrenatural anterior a la vida terrena» (en el cuento
fantástico La mujer alta). De este instintivo pavor
inherente a la raza se nutrían las supersticiones en el
mundo occidental preilustrado; pero lejos de sentirse aliviados por
la refutación científica de las seculares
brujerías, los antiguos crédulos eran conscientes de
un vacío en su viejo esquema existencial y, curiosamente,
sentían en el alma un fuerte apetito de terrores. Quiere
decirse que a partir del siglo XVIII se daba la posibilidad de ese
sensual y moroso gusto en asustarse que es tan
característico del actual frecuentador de los géneros
de terror; y gracias a la ciencia de la Ilustración, ya el
lector setecentista podía darse un pellizco y recordar que
en realidad no corría ningún peligro. En su
Diccionario feijoniano de 1802, Antonio Marqués y
Espejo quiere convencerse a sí mismo y al lector de que los
españoles sienten un enorme alivio por haberse librado de
sus rancias supersticiones, pero por las voces que escoge, por
cierto giro nostálgico de la frase, parece insinuarse a la
par la posible rehabilitación literaria de las viejas
inquietudes: «Ya, gracias al inmortal Feijoo,
los duendes no perturban nuestras casas; las brujas han huido de
los pueblos; no inficiona el mal de ojo al tierno niño, ni
nos consterna un eclipse».
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La voluptuosa
complejidad del horror que nos brinda el arte fantástico se
aprecia tanto más cuanto que, según añade
Alarcón, «cada persona de viva y ardiente
imaginación tiene su terror pánico», a la par
que el común miedo ancestral, y con ello se explican las
variantes genéricas y los variados gustos de los lectores
dentro de la escuela sobrenatural, entre los cuales no deja de
aparecer en primer término el atractivo intelectual de los
relatos. Pues queda claro que la dialéctica con que se crea
la ilusión de lo maravilloso en el típico relato
fantástico es una recapitulación a la inversa de los
procedimientos investigativos con que los científicos
ilustrados rebatieron aquella inveterada fe en las influencias
satánicas. Y esta elaboración intelectual del tema
fantástico lleva a una elaboración paralela de las
técnicas narrativas en el moderno cuento de terror:
descripción detallista -más aún, realista-
incluso del personaje o suceso foráneo, diálogo de
estilo directo e indirecto, diálogo interior, principio
in medias res
y saltos atrás para incrementar la expectación, uso
de los procedimientos del poeta, del historiador y de los
practicantes de diversas ciencias y seudociencias como medios de
hacerse con diferentes clases de «testimonios» para
sustanciar el fenómeno insólito (en muchos de sus
cuentos se presenta Bécquer como folclorista ocupado en ese
momento de sus investigaciones), etc. Destácase la
sofisticación intelectual del cuento fantástico
moderno (la herencia de la Ilustración) si lo comparamos con
los encantadores pero breves y escuetos relatos de carácter
maravilloso que se encuentran entre los ejemplos del infante don
Juan Manuel o en las misceláneas renacentistas.
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Hace unos
años, se incluyeron las Noches lúgubres de
Cadalso en una edición popular de Narraciones
terroríficas; y no es en el fondo nada sorprendente tal
clasificación, porque la ambientación de la obra es
la más idónea para el género de horror
(sombras nocturnas, relámpagos, truenos, sepulcros,
cárcel, calles solitarias) y entona con el mismo plan de
acción del protagonista Tediato (desenterrar a su amada,
llevar el cadáver a su casa, incendiar ésta, herirse
de muerte y convertirse en ceniza junto con ella). Hay
también en el texto de Cadalso episodios menores de
índole potencialmente fantástica, y en el tratamiento
de éstos se manifiesta de nuevo el nexo
Ilustración-literatura fantástica- poética
de lo maravilloso. Entre el dolorido amante Tediato y el
sepulturero Lorenzo se produce, en la penumbra del templo, un
diálogo que hace eco a las palabras analíticas de
Feijoo ante su fantasma. Lorenzo se asusta al sentir en su
ámbito una influencia foránea. «Presencia humana tiene...», dice.
«Crece conforme nos acercamos... Otro fantasma le
sigue...» «¡Necio!», le contesta Tediato.
«Lo que te espanta es tu misma sombra con la mía.
Nacen de la postura de nuestros cuerpos respecto de aquella
lámpara.» Los agenéricos diálogos
lúgubres cadalsianos están en parte influidos por los
diálogos didácticos del Renacimiento; y
uniéndose tal influencia al ambiente ilustrado en que se
formó Cadalso, se explica el afán docente de ciertos
pasajes de la obra, la reiteración en ellos de las ideas de
Feijoo, y la presencia de esos procedimientos de análisis
inductivo ilustrado que se iban a convertir en los esquemas
habituales para la dialéctica sobrenatural-natural de la
narración fantástica moderna. Desde luego, quien
quisiera aprovechar el citado pasaje de la noche I de Cadalso para
un cuento fantástico, tendría que buscar un mayor
equilibrio entre la s intervenciones del escéptico Tediato y
el crédulo Lorenzo, de modo que la insistente voluntad de
refutación cediera a un más reposado ritmo
dialéctico que habría de incrementar el susto
precisamente cuando más dudamos del elemento
extraño.
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El encuentro
solitario del escéptico Tediato con cierto ente blanco o
aparente fantasma, en otra ocasión, supone un enorme avance
sobre los ya comentados antecedentes dieciochescos, por cuanto
brinda una temprana muestra del aprovechamiento d e la
descripción realista para la creación de un terror
convincente. Con ésta se acopla un trozo de
dialéctica estilo cuento fantástico que aumenta el
miedo del personaje y por poco nos persuade de la realidad del
encuentro con un ser de ultratumba. Una de las muchas tardes que
Tediato ronda el templo en que está sepultada su
añorada beldad, se les olvida a los guardas avisarle que es
la hora de cerrar y permanece encerrado toda la noche entre las
fosas que se habían abierto para los entierros del
día siguiente:
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Quedé en
aquellas sombras rodeado de sepulcros, tocando imágenes de
muerte, envuelto en tinieblas, y sin respirar apenas, sino los
cortos ratos que la congoja me permitía, cubierta mi
fantasía, cual si fuera con un negro manto de
densísima tristeza. En uno de estos amargos intervalos yo
vi, no lo dudes, yo vi salir de un hoyo inmediato a éste, un
ente que se movía. Resplandecían sus ojos con el
reflejo de esa lámpara, que ya iba a extinguirse. Su color
era blanco, aunque algo ceniciento. Sus pasos eran pocos, pausados
y dirigidos a mí ... Dudé... me llamé
cobarde... me levanté... y fui a encontrarle... el bulto
proseguía... y al tocarle yo, y él a mí...
óyeme... Oí una especie de resuello no muy libre.
Procurando tentar, conocí que el cuerpo del bulto
huía de mi tacto. Mis dedos parecían mojados en sudor
frío y asqueroso; y no hay especie de monstruo, por
horrendo, extravagante e inexplicable que sea, que no se me
presentase.
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Luego volvemos a
una postura feijoniana exclusivamente escéptica: «Pero ¿qué es la razón
humana», pregunta Tediato, «si no sirve para vencer a
todos los objetos, y aun a sus mismas flaquezas?». Resulta
que por casualidad esa misma noche el mastín de Lorenzo
también quedó encerrado entre las tinieblas del
templo, y he aquí la explicación
«feijoniana» del espectro cadalsiano. No es, empero,
despreciable el estímulo que los narradores posteriores del
género de terror pueden haber hallado en las Noches
lúgubres. Cadalso y Feijoo eran todavía muy
leídos en el siglo del gran florecimiento del relato
fantástico, es decir, el XIX. Las Noches
lúgubres conocieron cuarenta y siete ediciones durante
la centuria pasada, y recordemos el curioso apunte de Juan Valera
(en Las ilusiones del doctor Faustino) sobre esa hidalga
rondeña decimonónica, doña Ana Escalante, que
leía el Teatro crítico universal y las
Cartas eruditas por el misterioso hechizo del estilo de
Feijoo.
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En la primera
novela romántica española, El Rodrigo. Romance
épico (1793), de Pedro Montengón, no dejan de
hallarse curiosos episodios sobrenaturales: desde su tumba se oye
la voz de un difunto monarca godo; se aparece el asqueroso espectro
engusanado de una reina de la misma dinastía; y los
gigantescos fantasmas de Mahoma y Santiago entablan en el cielo de
la malhadada Península un feroz duelo. Ya en el XIX, no
sería difícil señalar en otras novelas
románticas episodios secundarios de carácter
maravilloso, mas la mejor óptica histórica para la
comprensión del arte becqueriano en las Leyendas se
logrará concentrándonos en esos literatos anteriores
que conceden su primera atención a lo fantástico, y
ante todo en los que a la vez dicen algo sobre la poética de
la narración fantástica, ya sea expresando sus ideas
sobre la técnica de la misma en trabajos críticos, ya
encarnándolas en su práctica cuentística.
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La controvertida
personalidad hispano-inglesa de José María Blanco
Crespo, «Blanco White» (I775-1847), vierte sus ideas en
ambas formas. Pienso en su ensayo narrativo El alcázar
de Sevilla y en su artículo de crítica literaria
«Sobre el placer de las imaginaciones
inverosímiles», que es el primer escrito
español que conozco sobre la cuestión de lo
fantástico. En El alcázar de Sevilla se
resumen tres tradiciones populares, sobre la primera de las cuales
basaría el Duque de Rivas su bello romance histórico
Una antigualla de Sevilla; a continuación Blanco narra con
alguna mayor extensión la historia del tesoro de la Casa del
Duende. Es de naturaleza fantástica esta última
tradición, y lo es también la tercera de las
resumidas, que se refiere a un hermoso tahalí que Blanca de
Borbón regaló a Pedro el Cruel y que, por venganza,
María de Padilla mandó hechizar para que se
convirtiera en espantosa serpiente duran te los momentos más
inoportunos.
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Al dar cierto
desarrollo narrativo, descriptivo y dialogístico al caso del
tesoro escondido bajo el pavimento del zaguán de la Casa del
Duende, antiguo domicilio de uno de los moriscos expulsados de
España en el siglo XVII, Blanco revela su disposición
para el género: la hija y la nieta del morisco vuelven a
España a reclamar el oro y las perlas del desterrado; se
abre el pavimento del zaguán por ensalmo, pero, por la
excesiva codicia de la madre, el cabo de vela verde del hechizo se
apaga mientras la pequeña está aún en el
subterráneo de tal modo que sobre ella se cierra la entrada
para siempre. Este relato es por cierto de tipo ya muy becqueriano,
pues en él influye en medida importante una de las
religiones semíticas (lo mismo que en La cueva de la
mora o La rosa de pasión de Bécquer),
una niña cae víctima de un duende guardador de un
tesoro (en El gnomo de Bécquer esos siniestros
seres guardan un enorme tesoro en un subterráneo y van a la
caza de niñas sobre las que nunca se vuelve a saber nada) y,
finalmente, un edificio determina el desenlace (igual que en La
ajorca de oro, El miserere y El beso). Al
mismo tiempo, todo el material contenido en El alcázar
de Sevilla es de índole popular, lo cual, lo mismo que
el método de Blanco para informarse sobre las tradiciones
locales -entrevista a un anciano sevillano-, lo convierten en un
antecedente de importantes folcloristas decimonónicos,
empezando por Fernán Caballero. En mi ya citado libro sobre
las narraciones fantásticas de Bécquer hay un
capítulo sobre la ya aludida pose de folclorista con la que
este autor se presenta en el texto de sus Leyendas, en
donde a menudo nuestro escepticismo es socavado a través de
la crédula ingenuidad de los ancianos, campesinos y
niñas muy buenas a quienes el narrador entrevista en calidad
de fuentes de sus materiales folclóricos.
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Pero la
aportación principal de Blanco es de orden teórico,
pues son muy agudas sus observaciones sobre los orígenes
filosóficos del cuento fantástico y la eficacia de
las supersticiones cristianas como ingrediente del género.
Blanco White, lo mismo que Cadalso, está en deuda con
Feijoo; en «Sobre el placer de las imaginaciones
inverosímiles» recorre la misma trayectoria que
aquél desde la superstición como motivo del miedo
auténtico hasta la superstición como objeto del miedo
estético. Para Blanco, empero, el consuelo de las antiguas
víctimas de la superstición no se ha de buscar en la
razón, sino en una nueva manera de encarrilar la potencia
del alma -la imaginación- de la que derivaba en un principio
la credulidad supersticiosa.
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Es verdad que la
superstición tiene su origen en esta facultad mental, y que
cuantos horrores y males ha causado en la tierra procedieron de la
imaginación exaltada con los sueños
terroríficos a que naturalmente está expuesta. Pero
ningún peligro hay, a mi entender, en divertir a la
imaginación con sus propios sueños; por el contrario,
al punto que sus más terribles aprehensiones caen por
fortuna en manos del poeta o del trovador (reúno estos
hombres por falta de uno que abrace a todo escritor que inventa
para divertir) pierden su odioso aspecto y poco a poco hacen que
las gentes se familiaricen con lo que antes les hacía
temblar.
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A
continuación hace Blanco la singular observación de
que si los que perecieron en las llamas inquisitoriales «hubiesen poseído espíritu romancesco
bastante» para representar sus horribles castigos de
presuntos hechiceros, nos h abría encantado el
espectáculo poético de su dolor. Pero lo más
significativo del artículo «Sobre el placer de las
imaginaciones inverosímiles», por lo que toca a la
interpretación de relatos de temática religiosa (por
ejemplo, las leyendas becquerianas La cruz del diablo,
La ajorca de oro, Creed en Dios, El
miserere, El Cristo de la calavera, etc.), es que Blanco
afirma la superioridad de las supersticiones modernas sobre la
mitología antigua para la estimulación del terror
«a causa de la conexión que
aún conservan con las opiniones religiosas y las costumbres
europeas, [las supersticiones] tienen mucho más poder sobre
los afectos que todo el Olimpo antiguo». Quiero insistir en
la originalidad e importancia de este ensayo de Blanco porque no
existe otro de autor decimonónico español de cierta
reputación fuera del que Alarcón escribió
sobre Edgar Allan Poe (que citaremos más abajo), dado que
durante esa centuria la mayor parte de los cultivadores del cuento
fantástico en España prefieren interpolar sus
observaciones sobre la poética fantástica en sus
mismos relatos u otras obras que tengan alguna conexión con
éstos, como por ejemplo las cartas folcloristas de
Bécquer Desde mi celda.
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Las revistas
antiguas son como el pavimento del zaguán de la Casa del
Duende: ocultan joyas olvidadas de gran precio. Por ejemplo, en
El Artista (1835-1836), se encuentra algún cuento
fantástico, así designado, digno casi, por su
temática, ambientación y suceso sobrenatural, de ser
una leyenda becqueriana, y lo que es más, realizado ya con
técnicas prácticamente idénticas a las del
gran sevillano que entonces estaba para nacer. No conozco mejor
muestra que Beltrán (Cuento fantástico), de
José Augusto de Ochoa, cuento fechado en septiembre de 1835
y publicado en el tomo II de la citada revista. Principia y termina
el relato con unos apuntes de viaje escritos en primera persona y
con cierto tomo de actualidad («En uno de
los viajes que hice... pasé la noche en tristes
ensueños y al día siguiente continué mi
viaje»), merced a lo cual llegamos a sentir algo de la
confianza que merece un testimonio directo. El lector del presente
volumen verá que tal técnica fue recogida por
Bécquer, y las restantes de Beltrán que voy a
mencionar también tendrán sus paralelos en las
Leyendas. El autor cede la palabra a la señora
Remigia, una vieja asturiana conocida en la comarca por sus
historias tristes; y en una noche de furiosos vientos, truenos y
relámpagos, en una reunión de gente humilde, ante
«una abundante lumbrada» en una casa de aldea, Remigia
cuenta el horrible castigo del renegado Beltrán. Nosotros no
estamos dispuestos a prestar fe a castigos tramados por fuerzas
sobrenaturales ni a pensar que un autor culto del siglo positivista
creyera en tales fenómenos, pero sí podemos concebir
que una narradora campesina y su auditorio también de
campesinos fuesen suficientemente ingenuos para aceptar tales
cosas, y así, a través de tales intermediarios, se
logra ya en las páginas de Ochoa esa fe de segundo grado que
será tan determinante para el arte fantástico
becqueriana.
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Es importante el
realismo con que se refieren las circunstancias del narrador
viajero de Beltrán y se describe el ámbito en el que
escuchamos a la señora Remigia, pero es aún
más decisivo el realismo documental con el que se
pormenoriza el remoto mundo medieval de Beltrán y todo lo
relativo al castigo del renegado, como si con el mismo estilo se
nos quisiera decir que sí, que tales cosas pueden suceder.
Se trata del realismo épico o realismo de tiempo
pretérito que la leyenda decimonónica camparte con la
novela histórica romántica. Mas ¿cuál
es el suplicio de Beltrán? ¿Y cuál es el
motivo de ese suplicio? El noble guerrero asturiano se ha enamorado
de una mora, ha renunciado al catolicismo por poder casarse con
ella y quiere celebrar su boda según el rito musulmán
en la capilla de su castillo ancestral. Toda la naturaleza se
revuelve contra tan perversa pleitesía: «Apenas pronunció el fatal juramento cuando
negras nubes cubrieron el horizonte, y un trueno horrible
resonó sobre sus cabezas e hizo estremecer la tierra hasta
sus más profundos cimientos», etc. El castigo en
sí recuerda el del burlador de Sevilla y se anticipa al de
Félix de Montemar. De uno de los sepulcros de la capilla
donde se iba a sancionar el sacrílego enlace, se alza el
espectro de «un guerrero con torva vista y gesto
amenazador» que arrastra vivo a Beltrán a esa morada
eterna. En la escalofriante narración de Ochoa se dan a la
vez temas secundarios, ambientes nocturnos, toques descriptivos y
material episódico que parecen anunciar leyendas de
Bécquer como La cruz del diablo, El monte de
las ánimas, La promesa y El miserere.
Verbigracia, el amor a la mora afecta de modo tan satánico
al antes noble, fogoso y valiente carácter del joven
cristiano, que se le ve pálido, desesperado, delirante; se
entrega a orgías escandalosas y, como le sucederá al
mal caballero y señor del castillo del Segre en La cruz
del diablo, se convierte en merodeador asesino de sus propios
vasallos.
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El relato de Ochoa
seguramente sería conocido de Espronceda, quien
publicó su famosa Canción del pirata
también en El Artista. En cualquier caso, cuando se
suspendió la publicación de esa lujosa revista en
abril de 1836, Espronceda estaba escribiendo su bello poema sobre
el seductor y Anticristo romántico Félix de Montemar.
Al título de esta obra maestra -El estudiante de
Salamanca-, el gran lírico añade la voz cuento,
y no es imposible que para ello recordara el título de
Ochoa: Beltrán (Cuento fantástico). Lo
cierto es que ninguna obra de aquellos años tiene más
derecho a clasificarse en el género fantástico que
El estudiante de Salamanca; y el adjetivo
fantástico lo usa efectivamente el poeta en diversos
momentos de su narración, en particular -ello es
significativo- para referirse a los tormentos que se le imponen al
estudiante por influjo satánico y a los reflejos de tan
siniestra fuerza en el ambiente de la parte IV del poema. Subrayo
el calificativo aludido en los ejemplos siguientes: « Y tras la dama el estudiante entró; / ni
pajes ni doncellas acudieron; / y cruzan a la luz de unas
bujías / fantásticas, desiertas
galerías»; «Todo vago, quimérico y
sombrío, / edificio sin base ni cimiento, / ondula cual
fantástico navío»; «ellas ['las horas
muertas'] solas y tristes moradoras / de aquella negra, funeral
guarida, / cual soñada fantástica quimera, / vienen a
ver al que su paz altera»; «Y en
furioso, ve liz remolino, / y en área fantástica
danza, / que la mente del hombre no alcanza / en su rápido
curso a seguir, / los espectros, su ronda empezaron»;
«y escapa ['la ronda frenética'] en rueda
quimérica, / y negro punto parece / que en torno se
desvanece l a la fantástica luz», etc.
|
En la parte IV de
El estudiante de Salamanca, en tremebunda región
entre la vida y la muerte y en espantosa producción de
pantalla ancha, por decirlo así, con toda suerte de efectos
oníricos, luminotécnicos y sonoros, Félix de
Montemar vive la experiencia de la propia muerte. Espronceda
aparece así endeudado, como Zorrilla en su Don Juan
Tenorio, con las tradiciones en torno al célebre
calavera sevillano y asceta del Discurso de la verdad,
Miguel Mañara. Algo semejante ocurre en el relato
becqueriano Creed en Dios, en el que el mal barón
de Fortscastell, Teobaldo de Montagut, ni muerto ni vivo, vuelve
cien años más tarde al tiempo, morada y demás
circunstancias de su pecaminosa existencia en este mundo. Y
será acaso la misma fuerza sobrenatural la que, por un lado,
impele a Montemar hacia abajo, por una escalera de caracol de
mármol negro, a la estancia fúnebre donde
fenecerá, y por otro, arrastra a Montagut en su
fantástica cabalgata punitiva de cien años por los
aires. Hagamos la comparación. He aquí una de las
varias octavas reales con que Espronceda describe la escalera y el
descenso de Félix:
|
|
Y en eterna espiral y en
remolino |
|
infinito prolóngase y se
extiende, |
|
y el juicio pone en loco
desatino |
|
a Montemar que en tumbos mil
desciende, |
|
y envuelto en el violento
torbellino |
|
al aire se imagina, se
desprende, |
|
y sin que el raudo movimiento
ceda, |
|
mil vueltas dando, a los abismos
rueda. |
|
|
|
A
continuación copio el referido trozo de Creed en
Dios.
|
El corcel
corría, corría sin detenerse, y árboles,
rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una
exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante
su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros
más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de
colosales fragmentos de granito que las tempestades habían
arrancado de la cumbre de las montañas; alegres
campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de
blancos caseríos; desiertos sin límites en donde
hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de
fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas
nieves, ... todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no
podré deciros, vio en su fantástica carrera.
|
|
Después del
nuevo Anticristo Félix de Montemar, epítome de toda
la maldad humana (Sebold 1983, capítulo 8), el personaje
más imponente de El estudiante de Salamanca es
aquella fascinante y a la vez horrorosa dama deforma gallarda, de
flotante ropaje blanco, de rostro descarnado y de boca cavernosa
con la que quiere besar la del intrépido seductor. Se
reúnen en esta fantástica mujer las tres identidades
de la muerte, el demonio y el espectro de la doncella Elvira,
burlada por Montemar. Sus ondeantes ropas blancas recuerdan un
paisaje marítimo con barco, «Tal
vimos al rayo de la luna llena /fugitiva vela de lejos cruzar, /
que ya la hinche en popa la brisa serena, / que ya la confunde la
espuma del mar». Y precisamente aquí se da un nuevo
enlace con Bécquer (estudiado en Sebold 1990:1-2). En el
cuento de Bécquer titulado El rayo de luna, el
protagonista enloquece como consecuencia de haber tomado un rayo de
luna por una hermosa dama, y la visión femenina que logra
merced a su desvarío se describe con los mismos adjetivos y
figuras retóricas con que Espronceda había pintado a
la fatal seductora de Montemar (blanco, flotante, etc.). El rayo de
luna, de Bécquer, no es, si queremos ser exactos, un
cuento fantástico, porque su desenlace no se produce por la
intervención de una influencia sobrenatural, sino por la
enfermedad mental del protagonista, el poeta Manrique; mas su
ambiente no deja de poseer los rasgos esenciales de las misteriosas
puestas en escena de las Leyendas, y el relato es uno de
varios escritos becquerianos que yo considero como poéticas
de lo fantástico (así se refleja en Sebold 1989). La
influencia de Espronceda sobre El rayo de luna es
así significativa para la formación del
Bécquer autor de relatos fantásticos.
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En El
estudiante de Salamanca, obra híbrida, inclasificable
como tantísimas del romanticismo, se recogen elementos de la
comedia, la novela amorosa, el romance picaresco y la épica
del Siglo de Oro; pero pese a tan rica combinación, el poema
de Espronceda arranca de la prosa de nuestra existencia y tiene
así la base realista esencial para obras pertenecientes al
género fantástico moderno; esencial, digo, para
estimular cierta actitud de aceptación sin la que el mayor
artista no lograría que el lector se dejara llevar por el
suceso foráneo introducido después. La base realista
de El estudiante de Salamanca a la que me refiero es la
seducción de una niña burguesa por un estudiante de
costumbres relajadas y la muerte del hermano de la seducida a manos
del seductor: crímenes de aquellos, en definitiva, sobre los
que la prensa publica reportajes a diario. Ya Enrique Gil y
Carrasco, en su artículo de 1840 sobre Espronceda,
señalaba la «trabazón ordenada y
lógica» entre el elemento realista
(«cuadro») de El estudiante de Salamanca y su
«vaguedad fantástica y medrosa».
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Predomina
también el realismo en los Romances
históricos (1841) del Duque de Rivas, y por tanto,
estas narraciones en verso se relacionan asimismo con el
género de Bécquer por lo que tienen de
histórico, costumbrista y folclórico antes que por su
limitado componente fantástico. Se trata de un realismo
épico auténticamente espectacular, y las extensas y
minuciosas descripciones de Rivas son notables por su
extraordinaria riqueza sensorial (colores, sonidos, olores, sabores
, texturas, tamaños, perspectivas). Se acusa aquí la
influencia de la filosofía sensista que cambió todo
el arte de la descripción a partir del siglo XVIII, pero
recordemos a la vez que el duque poeta también era pintor, y
en sus obras literarias se hallan descritos retratos y otros
cuadros originales, así como copias de los grandes maestros
(la descripción de Carlos V en el romance Un castellano
leal, se toma de un retrato del emperador debido al Ticiano).
En medio de una larga y viva descripción de las
nacionalidades, los oficios, las clases y las edades cuyos caminos
se cruzaban en el puerto de Sevilla, en el romance La
buenaventura el poeta intercala una muy exacta
apreciación crítica sobre su arte
pictórico:
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Todo; bullicio tan grande, |
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tan extraña
algarabía |
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tal confusión de
colores, |
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tal movimiento y tal vida, |
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ofreciendo bajo un cielo |
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como el cielo de Sevilla, |
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que era un pasmo de la mente, |
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un cuadro de
hechicería. |
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En las
Leyendas becquerianas se recurre a veces al mismo realismo
épico de gran espectáculo frecuente en los
Romances históricos del Duque de Rivas. Pienso en
dos descripciones de La promesa: la de la plebe que acude
a ver la salida de las tropas del conde de Gómara, y la del
campamento de las tropas. Tan consciente es Bécquer del
estilo que cultiva en tales momentos, que en la mentada leyenda
incluso le inventa un término literario: «cuadro de
costumbres guerreras». El Duque de Rivas busca alguna vez
efectos fantásticos al nivel de la descripción, los
cuales pueden haber influenciado la ambientación de obras
posteriores plenamente fantásticas. Así, en Una
antigualla de Sevilla (sobre la anciana que en el tormento
delata a Pedro el Cruel), contemplamos esa capital andaluza a la
luz de un miserable candil, que «dibujaba
desiguales, / los tejados y azoteas / sobre el oscuro celaje, /
dando fantásticas formas / a esquinas y bocacalles».
Subrayo en este y el próximo ejemplo el calificativo que
interesa. Cierta calle de Medellín, dice Rivas en La
buenaventura, que trata sobre Hernán Cortés, era
el teatro «de fantásticas escenas, /
de mil extraños sucesos, / indecisos y confusos / como
figuras de un sueño». Se justifica la
consideración del duque en estas páginas porque en
algún romance, así como en alguna de sus tres
leyendas en verso, ensaya expresamente lo fantástico en el
sentido que le damos aquí.
|
En La
buenaventura una pitonisa le predice al joven Hernán
Cortés todas las glorias que sus hazañas le
valdrán, así como las amarguras del final de su vida.
El joven aventurero pregunta insistentemente a la vieja si
será tan venturoso que regrese a su patria, y la respuesta
se envuelve en las misteriosas nieblas del porvenir.
«Volverás, sí», le responde, «que
volver es tu desdicha.» En la leyenda La azucena
milagrosa (1847), del mismo Duque de Rivas, un sevillano
regresa después de largos años en América y
encuentra por el camino, al resplandor de la luna, una blanca
calavera que le habla. Es la calavera de un desleal sirviente suyo
que confiesa haber sido mentira lo que dio en otro tiempo sobre una
supuesta infidelidad de la esposa de su amo, infamia que
había llevado a éste a hundir su daga en el seno de
la inocente. «Dijo [la calavera], y la
lengua en polvo convirtióse, / los fosfóricos ojos se
apagaron.» En la leyenda El aniversario (1854), los
muertos abandonan sus sepulcros para acudir «a celebrar el santo aniversario [de la conquista de
Badajoz], / asistiendo del culto a los oficios, / ya que sus
descendientes infernales / los tienen en olvido.» Ni el
sacerdote sobrevivirá a tal misa: «Mas ¡qué concurso! ¡Oh Dios!
Concurso helado, / que ni alienta, ni muévese, ni brillo /
muestra en los ojos... Turba de esqueletos... / vivientes de otros
siglos.» El lector reconocerá aquí un posible
antecedente de la escena de La ajorca de oro, de
Bécquer, en la que el temeroso Pedro Alfonso de Orellana le
hurta a la Virgen una joya para regalarla a su novia. «Al fin abrió los ojos, tendió una
mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La
catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con
luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos
y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus
ojos sin pupila.»
|
El Duque de Rivas
venía componiendo romances históricos desde 1833,
cuando vivía desterrado en París; en el tomo II de su
más largo romance histórico, El moro
expósito (París, 1834), incluyó ya cinco
de los más breves normalmente etiquetados así; y en
los últimos años treinta, en publicaciones
periódicas como el Liceo Artístico y Literario
Español y la Revista de Madrid, seguía dando a la luz
otros romances cortos que se reunirían en la ya citad a
colección de 1841. En esos años Espronceda
componía El estudiante de Salamanca, y en tal
contexto hizo su primera aparición en el género
fantástico un joven pero ya famoso poeta que
continuaría escribiendo leyendas folclóricas y
fantásticas hasta el último decenio de la centuria:
se trata de José Zorilla. En el tomo II de sus
Poesías, estampado en Madrid en 1838, ven la luz
por vez primera sus leyendas tituladas Para verdades el tiempo
y para justicias Dios y A buen juez, mejor testigo; y
a su muerte en 1893, Zorrilla deja sin acabar La leyenda de don
Juan Tenorio y Los dos resucitados.
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Ningún
cultivador decimonónico de lo fantástico se apoya con
mayor frecuencia que Zorrilla en esas supersticiones cristianas que
Feijoo rebatía y en las que Blanco veía una nueva
mitología, básica en su concepto del género
fantástico. Zorrilla suscita a la vez los efectos de pasmo y
admiración propios de la superstición y lo
sobrenatural recurriendo en sus puestas en escena a la noche y los
edificios sagrados. Recordemos el contenido de tres típicas
y conocidas leyendas zorrillescas. A buen juez, mejor
testigo (1838): en la iglesia, ante el Crucifijo, para lograr
los favores de la enamorada Inés, el capitán Diego
Martínez jura casarse con ella al volver de la guerra de
Flandes. Habiendo vuelto, el capitán se niega a reconocer su
obligación. Inés quiere ponerle pleito, pero la pobre
no puede dar el nombre de ningún testigo del fatal
juramento... sino es el Cristo de la Vega. El juez autoriza el
traslado de la vista a la iglesia, y preguntada la imagen si jura
haber escuchado la promesa de Martínez a Inés, sucede
lo siguiente:
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Asida a un brazo desnudo |
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una mano atarazada, |
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vino a posar en los autos |
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la seca y hendida palma, |
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y allá en los aires:
-¡Sí, juro!, |
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clamó una voz más que
humana. |
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Alzó la turba medrosa |
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la vista a la imagen santa... |
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Los labios tenía
abiertos, |
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y una mano desclavada. |
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En El
capitán Montoya (1840), el protagonista, que es el
burlador de vírgenes, tiene una apuesta para arrebatar a una
novicia de su claustro. Pero muy caballero a la vez, Montoya le
salva la vida a otra noble doncella, cuyo padre le ofrece la mano
de ésta y todos sus bienes por agradecimiento. Al volver al
convento a ejecutar su sacrílega apuesta, recibe el burlador
un milagroso aviso del cielo presenciando con tremebunda viveza sus
propios funerales en la capilla de esa casa. Entre los doloridos
asistentes ve a su futura esposa y suegro. Vuelto en sí y
arrepentido de su mala vida, Montoya renuncia al mundo. Diez
años más tarde explica el motivo de su
decisión cuando, padre capuchino, es llamado a ayudar a bien
morir al que habría sido su suegro.
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En Margarita
la tornera, que se incluye en los tres tomos de los Cantos
del trovador (Madrid, 1840-1841), una monja que deja el
convento por unos amores profanos es reemplazada por la Virgen,
quien toma milagrosamente el aspecto, carácter y voz de la
hermana caída hasta que ésta vuelve profundamente
arrepentida. La relación de El capitán
Montoya con El estudiante de Salamanca y el Don
Juan Tenorio del propio Zorrilla es evidente, y Margarita
la tornera coincide en muchos aspectos con la Légende de Soeur
Beatrix (1837), de Charles Nodier.
|
La poética
fantástica de Zorrilla representa una variante muy original
de la habitual en el género moderno, por cuanto con
él creemos directamente en la superstición en torno
al suceso maravilloso. Tácitamente, el poeta cuenta con el
escepticismo del mundo moderno para que el lector individual dude
de la autenticidad de lo narrado lo suficiente como para que su
miedo sea solamente literario y no de tipo paralizador, como el de
los supersticiosos de otros siglos. Mas aquí no interviene
ningún intento de frío examen científico del
acontecimiento sobrenatural a manos de un narrador o personaje
escéptico que, tras resistirse a ello, se declara por fin
vencido ante la fuerza foránea. Digo que no hay nada de esto
en el texto de las Leyendas zorrillescas, por la sencilla
razón de que en éstas se busca por medios puramente
poéticos la restauración de la fuerza arrolladora con
que reinaba la superstición en tiempos más sencillos.
Quiere decirse que Zorrilla, en la dialéctica entre
aceptación y rechazo de lo maravilloso que es normal en el
género fantástico, se pondrá siempre del lado
de la primera, sin reconocer, de hecho, la existencia de tal
dialéctica. En el nivel literario Zorrilla es, pues, un
anti-Feijoo.
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Para conseguir el
efecto indicado Zorrilla se sirve de la imponderable persistencia
de la superstición y el afecto del pueblo a los milagros;
«que en un día no más no se
derroca, / lo que ha siglos que el pueblo trae en boca, / lo que al
amparo popular se aferra»; «y aun vivirá del
pueblo en la memoria», sigue diciendo el poeta, «porque
el pueblo las puertas le ha franqueado del porvenir
fantástico, vedado / a la verdad de la severa
historia» (en Los encantos de Merlín; el
subrayado es mío). Alguna vez el Zorrilla autor de leyendas
se proclama «historiador», mas su fidelidad de narrador
encuentra en la «tradición» un objeto menos
prosaico que la verdad particular de la historia: «Ni quitaré ni pondré; / como a
mí me la contaron /fielmente la contaré» (
El capitán Montoya). Por tanto, no tiene
aquí cabida ninguna el minucioso realismo descriptivo que
estamos habituados a encontrar en la narrativa fantástica
postilustrada. En el nivel del texto no se cuestiona ni se analiza
el elemento sobrenatural, y para simular la creencia ingenua
popular en lo prodigioso el mismo Zorrilla se acerca a su recinto
con «el ciego entusiasmo de un poeta»
(Los encantos de Merlín). Habla con un lector
impaciente de El capitán Montoya: «Mas tu impaciencia sosiega; / todo lo
presenciarás, / que del poeta a eso y más / el poder
mágico llega». La magia de este poeta engancha al
lector moderno en la misma forma en que la superstición
enganchaba al crédulo de hace siglos y milenios; y si en las
leyendas fantásticas de Zorrilla parece revivir todo el
prístino terror inherente a las supersticiones de
antaño, es debido a una muy hábil combinación
de los tres elementos del material tradicional, de la ciega
fascinación que el poeta siente por la superstición
popular, y de esas arrolladoras e hipnóticas armonías
entre el lenguaje y el asunto - para las que este romántico
es único- que nos llevan muy gustosos a renunciar a toda
nuestra sofisticación. De todo ello resulta una
visión de lo fantástico que es «mágica, original, virgen y fresca»
(Los encantos de Merlín).
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De sus treinta y
una leyendas, Zorrilla publica veinticuatro antes de 1850. En el
decenio que empieza con este año se estrenarán dos
escritores en el campo fantástico: Gertrudis Gómez de
Avellaneda y Pedro Antonio de Alarcón; y al final del
decenio Bécquer dará a luz su primera leyenda, El
caudillo de las manos rojas. Desde hacía diez
años la Avellaneda era muy conocida por su poesía
lírica, sus novelas y sus obras teatrales; Alarcón,
por su parte, escribe sus primeras narraciones en 1852. Dos cuentos
suyos de ese año nos interesan: El amigo de la
Muerte y El año en Spitzberg, que representan
formas muy diferentes de la literatura de horror. De la limitada
producción fantástica de la escritora
cubano-española el ejemplo más desarrollado e
interesante es La ondina del lago azul. Aparte del valor
literario que tiene en sí, este relato merece la
atención del aficionado a Bécquer porque es una de
las fuentes principales de Los ojos verdes y una fuente
secundaria del El rayo de luna (véase J. Gulsoy
1985:161-271). El argumento de La ondina del lago azul se
anticipa, en efecto, al de la famosa leyenda becqueriana, y es
también una leyenda en prosa; la triste muerte del
poético, enamorado y joven protagonista es la misma en uno y
otro textos, si bien los ojos de la ondina son azules, a diferencia
de los de la mujer de la fuente de los Álamos.
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Con el relato
fantástico de la Avellaneda volvemos a la técnica
usual en el género fantástico moderno, es decir, al
juego dialéctico entre la duda y la creencia que lleva al
más escéptico a titubear ante el fenómeno
singular. Vemos de primera mano al enamorado Gabriel; oímos
su palabra, sus férvidos elogios a la rubia ondina de ojos
color del cielo, y también sus argumentos contra «el
frío positivismo» decimonónico (a diferencia de
Los ojos verdes, la acción del presente relato no
se sitúa en la Edad Media). Pero La ondina del lago
azul tiene a la vez un marco narrativo en el cual la autora y
el narrador ficticio, Lorenzo, leal servidor de la familia de
Gabriel, sostienen cada uno su propio debate relativo a la
autenticidad o falsedad de la misteriosa mujer que vive en el fondo
de las aguas. La autora viaja por Francia, que es el lugar de la
acción; y Lorenzo, su guía, le cuenta lo sucedido
algunos años antes al hijo de su amo Santiago. Se lo cuenta
porque ve que la autora parece «afecta a todo lo
maravilloso» y «se interesa por cuanto es
patético y extraordinario». Pero no por esto deja la
autora de ser escéptica también, según se
desprende de estas palabras suyas: «no pude menos de
preguntarle a Lorenzo -con sonrisa que pareció lastimarlo-
si debía tomar por lo serio que un hombre de buen juicio,
como él, creyese de veras haber sido una ondina la amante
misteriosa del hijo de Santiago». El bueno y sensato Lorenzo,
por supuesto, también ha titubeado: él ha visto los
ojos de la seductora acuática, él ha escuchado
fascinado su voz, y sin embargo dice: «yo empezaba a concebir
algunas dudas sobre la verdad de lo que había creído
ver a las orillas del lago». Nueva oscilación en
Lorenzo: «me sentía yo mismo atraído a los
alrededores del lago... me sobrecogió nuevamente terror
supersticioso... empecé a temer por mí
propio».
|
Misterio final:
tres años después de la muerte de Gabriel, Lorenzo
fue a París a realizar unas cobranzas de créditos de
Santiago, y allí, en el Bosque de Boulogne, ve a caballo a
una gallarda amazona, la condesa viuda de ***, la mujer más
bella y coqueta de la capital francesa, quien tres años
antes había pasado todo el verano en esos románticos
valles en uno de cuyos lagos murió Gabriel en eterno abrazo
acuático; asombrosamente, la condesa tiene los
mismísimos ojos que Lorenzo había visto entre las
hojas de los arbustos. ¿Tiene esta mujer dos identidades,
como Constanza en La corza blanca de Bécquer?
¿No existió nunca la ondina? ¿Fue la que se
narra una aventura con una mujer real o la que un par de locos
tomaron por un ser fantástico? En La ondina del lago
azul, lo mismo que en las mejores leyendas de Bécquer o
las mejores historias extraordinarias de Poe, se les brinda a los
lectores la posibilidad de la participación en diferentes
niveles para que ni el más racionalista tenga que renunciar
del todo a su querido escepticismo; con lo cual,
estéticamente, sólo se refuerza la posible existencia
del prodigio. Por ejemplo, en el relato de la Avellaneda la
precisión con que se documenta el fenómeno
insólito tiene su complemento en el detallismo realista con
que se describe el hermoso paisaje, con lo que se insinúa
que el contenido argumental es tan verdad como su envoltura
escénica.
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Jorge Luis Borges
seleccionó los cuentos El amigo de la Muerte y
La mujer alta, de Alarcón, para formar el tomo 8 de
«La Biblioteca de Babel. Colección de Lecturas
Fantásticas», que él dirigía. El
amigo de la muerte y El año en Spitzberg son
de 1852, según dije antes, mas el segundo de los cuentos
escogidos por el escritor argentino está fechado al comienzo
del último decenio de la vida de Alarcón, esto es en
1881. Lo cual no obsta para que el autor lo tuviera pensado ya en
el mismo decenio en que escribió los otros, pues su
acción se imagina como acaecida entre los años 1857 y
186o. También difiere de los otros este cuento de horror
tardío por ser el único de Alarcón
perteneciente a la variante principal del género a la que
venimos aludiendo en el presente ensayo. Según veremos,
Alarcón se ocupa de la poética de esta última
variante en otro escrito que, a diferencia de La mujer
alta, sí pudo influir sobre las ficciones
fantásticas de Bécquer.
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En El amigo de
la Muerte se oye un eco de una de las más conocidas
tradiciones en torno a la vida del fantástico
astrólogo doctor don Diego de Torres Villarroel, el Piscator
de Salamanca, quien gozaba de la fama de haber predicho la muerte
del jovencito rey Luis I de España. La acción del
cuento alarconiano se ubica en la misma época, y su
protagonista vaticina esa misma defunción augusta. Un joven
zapatero Gil Gil está a punto de morirse de hambre cuando la
Muerte le ofrece su amistad. Los conocimientos y el poder de tal
amiga le harán rico y famoso de la noche a la mañana.
Gil será médico; para guiarse en la esfera
política Felipe V necesita una prognosis segura sobre la
futura salud de su heredero en vida, el pobre Luis, de diecisiete
años, quien padece de la temida y muchas veces letal
enfermedad de la viruela; merced a su exactísima
profecía, al zapatero injerto en médico se le
franquean todas las puertas del gran mundo dieciochesco; se
descubre entonces que es el hijo natural y único y heredero
universal del conde de Rionuevo, lo que le permite hacer suya a la
deliciosa Elena, hija de un duque, a la que admira desde hace
tiempo.
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El ambiente de
este largo relato es notable por su aire irreal, no
encontrándose aquí nada de la descripción
realista que es característica del moderno cuento
fantástico. Hay, sí, un capítulo descriptivo
(el XII), pero es de estilo ya casi modernista: se trata de un
jardín paradisíaco en el que se encuentran Gil y
Elena después de sus bodas. Al final del cuento Gil dialoga
con su siniestra y vieja amiga durante la que él cree ser la
tarde del día de su enlace con Elena, el 2 de septiembre de
1724, pero con indecible sorpresa suya resulta ser el año
2316. En realidad Gil murió ese día de 1724 en que la
Muerte le ofreció su amistad, y toda la buena fortuna que
parecía haberle sobrevenido no ha sido sino el principio del
eterno sueño de la inexistencia.
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La
contextualización final de lo sucedido dota a todo el
argumento de una verosimilitud sui generis. En las fronteras entre la vigilia
y el sueño y entre la vida y la muerte -incluso de esta
última han regresado algunos a contar la experiencia-, se
producen sueños de lo más fantástico; entonan
perfectamente con tal fenómeno la irrealidad de la corte de
Luis I y lo «modernista» o digamos onírico del
ya mencionado jardín. Si al concluir de leer esta
narración se medita un rato, una de las sorprendentes
conclusiones a las que cabe llegar es que El amigo de la
Muerte es posiblemente uno de los ejemplos más
realistas del género; pues, aceptada su acción como
creación del sueño, no contiene nada que viole las
leyes físicas de nuestro mundo. Desde otro punto de vista,
se aparta del formato de la narración fantástica
moderna casi tanto como la primera leyenda de Bécquer,
El caudillo de las manos rojas, en la que todo es
fantástico y en cuyo microcosmos no existe por tanto ni la
posibilidad de una definición de lo fantástico
(razón por la cual excluí este relato de mi estudio
sobre las Leyendas). Apuntemos por fin que en la
encarnación alarconiana de la Muerte se revela cierta
influencia del complejo personaje femenino, envuelto en luminosos
ropajes blancos, de El estudiante de Salamanca, si bien en
este punto la memoria de Gil Gil, o de su creador, se revela algo
deficiente cuando dice: «La idea de la
muerte ofrecióse entonces a su imaginación, no entre
las sombras del miedo y las convulsiones de la agonía, sino
afable, bella y luminosa, como la describe Espronceda».
|
El término
cuento de horror se utiliza a menudo como sinónimo
de cuento fantástico, pero a veces se hace preciso
distinguir (lo sabe muy bien cualquier lector de Poe, Ambrose
Bierce o Stephen King). Fantástico y
sobrenatural se refieren a la interpretación de los
sucesos; pero horror se refiere al grado de nuestra reacción
emocional, sea la que sea la naturaleza del suceso causante.
Existen así cuentos en los que se desata una fuerza de
horror casi inconcebible para la imaginación de los hombres
ordinarios, y en los que, sin embargo, no sucede nada de
índole sobrenatural. Tal ocurre en el sobrecogedor relato
alarconiano titulado El año en Spitzberg. El
gobierno ruso ha condenado al protagonista a pasar un año en
la isla de Spitzberg, lo cual equivale a decir que le ha condenado
a muerte, pues la isla, que no tiene habitantes, se halla a
77grados latitud Norte, a solamente 260 leguas del Polo Norte; no
hay en ella más que hielo, hielo, hielo, y se ha dejado
allí al proscrito sin abrigo de ninguna clase, sin
víveres y sin herramientas. Describe Alarcón
magistralmente el indecible terror, la heladora monotonía y
la blanca desesperación de la experiencia, así como
la hercúlea determinación y las geniales soluciones
que permiten sobrevivir al Robinson ártico.
|
La última
narración que comentaré es la ya mencionada de
Alarcón, fechada en 1881: La mujer alta. Aunque
posterior en diez años a la muerte de Bécquer, su
origen puede empero remontarse a los años en que este autor
publicaba sus primeras leyendas. Resulta revelador, por otro lado,
el paralelo que se da entre esta ficción y el
artículo de Alarcón sobre Poe, que, como ya se ha
dicho, sí pudo influenciar a Bécquer
directamente.
|
El ingeniero de
caminos Telesforo X... sentía desde siempre un «terror
pánico» ante los encuentros casuales con mujeres
solitarias a altas horas de la noche. Dos veces, según
confía a su íntimo amigo Gabriel, narrador ficticio d
el relato, se ha encontrado Telesforo en calles oscuras con una
asquerosa mujer sesentona, alta y fuerte, de boca desdentada, que
vistiendo traje de mozuela de Lavapiés y pañolito
nuevo de algodón a la cabeza, ya se cubría la cara
con un diminuto y absurdo abanico, fingiendo pudor, ya le
hacía horribles muecas como si quisiera sonreírle. Al
poco tiempo del primer encuentro, recibe Telesforo la noticia de
que se le ha muerto el padre, no bien se ha repuesto de su espanto
ante el segundo, se le informa de que su novia ha sucumbido a la
grave enfermedad de que adolecía. Al volver a Madrid,
después de una ausencia de cinco meses, el narrador se
entera de que Telesforo acaba de fallecer y -acude apenado a su
entierro en el cementerio de San Luis, donde entre los amigos y
dolientes reconoce a la pavorosa mujer descrita por el difunto.
¿Es criatura humana? ¿Es la Muerte? ¿Es la
Vida? ¿Es Satanás? ¿Es el Anticristo? El
narrador se considera como «un hombre a la
moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que
más»; y sin embargo, allí delante de sus ojos
ha estado esa extraña y altísima mujer, cuya
presencia coincide así por tercera vez con muertes que en
grado reciente, han afectado directamente al pobre ingeniero. El
narrador, ingeniero también, cuenta la historia a cinco
compañeros igualmente modernos y maduros, tres colegas, un
pintor y un literato; es decir, además de los datos de la
experiencia que ha ofrecido a favor de la interpretación
sobrenatural del caso, nuestro cicerone lo somete al juicio de un tribunal en
el que están representados varios puntos de vista sensatos y
cultos. He aquí la dialéctica habitual en el
género. Pero ¿cuál es la conclusión?
«¡Es mucho más fácil
pronunciar la palabra locura que hallar explicación a
ciertas cosas que pasan en la tierral». Es más:
«cada lector habrá de juzgar el caso
según sus propias sensaciones y creencias...». Se
trata de ese artístico titubeo al que Bécquer ha
llamado «casi creer» y al que también en las
Leyendas se llega muchas veces utilizando el recurso de un
auditorio.
|
Son del mismo
año de 1858 la leyenda El caudillo de las manos
rojas, de Bécquer, y el artículo «Edgar
Poe», de Alarcón, y curiosamente, después de
este año no volverá Bécquer a publicar relatos
cien por cien fantásticos como ese primero suyo. Es, en
efecto, notable el paralelo que se acusa entre las técnicas
principales de Poe, según las analiza Alarcón, y los
procedimientos discernibles en las mejores narraciones
fantásticas posteriores de Bécquer. Cotejando los
trozos que voy a reproducir a continuación con las
oscilantes reacciones de los personajes becquerianos entre la
aceptación ingenua y la duda absoluta ante lo sobrenatural,
el lector confirmará enseguida la posible influencia de la
crítica alarconiana sobre las Leyendas. Las
historias sobrenaturales se caracterizan por una simetría
especial, y se manifiesta al mismo tiempo una singular
simetría en la historia del género durante su primer
siglo en España. Aludo ahora al hecho de que en las
líneas del artículo de Alarcón que
examinaremos se reflejan a un mismo tiempo una actitud
científica como la de Feijoo ante el portento y una
teoría semejante a la de Blanco White sobre los
orígenes de la literatura fantástica.
|
Para
Alarcón, el Poe prosista de las Historias
extraordinarias y otros literatos que cultivan la narrativa
fantástica, lo mismo en prosa que en verso, son
«poetas fantásticos», esto es, creadores,
imaginadores de microcosmos donde puede acaecer lo prodigioso.
Así se entiende el segundo sustantivo del pasaje que cito a
continuación:
|
Es hija esta
poesía de la Edad Media, de la fe religiosa y de la
barbarie, del ascetismo de unos y de la superstición de
otros, y forma parte de la mitología
católica, entendiéndose por esta frase todo lo
puramente imaginativo que las beatas de cien años refirieron
a la luz del hogar, en noches de diciembre, al son del viento y de
la lluvia, para dormir a los niños... Duendes, brujas,
resucitados, gatos negros, tentaciones del demonio, metamorfosis de
este revoltoso espíritu y otras invenciones que moralizaban
por el miedo, dieron asunto a mil cuentos y consejas que todos
hemos oído en nuestra niñez.
|
|
Son
idénticos los papeles de la imaginación en las
teorías de Blanco y Alarcón: el primero observa en
forma conceptual que la superstición procede de la
imaginación; el segundo acude al ejemplo concreto del papel
de la imaginación en las viejas, beatas y supersticiosas que
cuentan historias de aparecidos. Lo fantástico procede a su
vez de la superstición -fe religiosa distorsionada por la
imaginación-, y en la superstición tanto Blanco como
Alarcón ven una nueva mitología mucho más
fecunda que la clásica para la literatura moderna.
Alarcón dice que hay una «mitología
católica», y Blanco afirma la superioridad de la
superstición moderna sobre «el Olimpo antiguo».
Para Blanco, quien cultiva el género fantástico es
«poeta o trovador»; para Alarcón es «poeta
fantástico». Así se entiende la necesidad para
Blanco de recurrir al tratamiento «romanesco», si se ha
de convertir en arte el horror que se sentía en torno a las
viejas supersticiones. Alarcón reitera la misma idea
aludiendo a la experiencia infantil de todos los lectores: esas
reuniones de niños ante el hogar en frías noches de
diciembre para escuchar espantosas consejas de duendes, brujas,
resucitados y gatos negros contadas por las viejas. (En el apartado
II de El monte de las ánimas, las dueñas
refieren sus cuentos temerosos de ánimas aparecidas en el
mismo tipo de entorno que imagina Alarcón en su
ilustración: una chimenea que despide un vivo resplandor en
una noche de vientos fuertes y fríos.)
|
El hecho de que
Blanco y Alarcón hayan podido ver en la superstición
cristiana una nueva mitología, revela en ellos la herencia
cultural del gran «impugnador» de las supersticiones,
el padre Feijoo, y todo el Siglo de las Luces. Mas cuando
Alarcón analiza el término escéptico de la
eterna dualidad dialéctica del cuento fantástico en
la obra de Poe, nos recuerda un elemento irónico de la
evolución del género al que hemos hecho referencia
antes: a saber, que en la ficción fantástica el papel
de la ciencia acaba siempre por ser el contrario del que
desempeñó en la labor ilustradora de los grandes
pensadores setecentistas. El pasaje siguiente del artículo
de Alarcón sobre Poe podría referirse a aquel Feijoo
que al emprender nuevas empresas intelectuales buscaba
metáforas para su esfuerzo en las hazañas de los
grandes guerreros del pasado. Poe, dice Alarcón, no es
fantaseador ni místico; es naturalista, es sabio, es
matemático. Quiero decir que su campo de batalla es la
inteligencia; que lo que en todo tiempo fue amparo, defensa, arma
de la verdad, lo que siempre sirvió para combatir todo
linaje de fantasmas; la piedra de toque de la idolatría y
del miedo; la luz que redujo a sus formas lógicas y
naturales todo afecto loco y devastador, como toda creencia febril
y extravagante; la razón, para decirlo de una vez.
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Pero luego entra
la ironía. ¿Para qué sirve la razón en
los más artísticos representantes del género
fantástico moderno? ¿En Bécquer? ¿En
Gautier? ¿En Lovecraft? Alarcón contesta por estos
escritores, lo mismo que por sí mismo, refiriéndose a
Poe; «la razón ... fue el apoyo que
buscó el poeta angloamericano para probar lo imposible, lo
extraordinario, lo extranatural, lo inverosímil».
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Los contenidos de
ficción fantástica que Alarcón esboza en el
primer pasaje citado, son los que encontramos en los mejores
relatos sobrenaturales de Bécquer: La cruz del
diablo, El monte de las ánimas, Los ojos
verdes, Maese Pérez el organista, El
miserere, El gnomo, La promesa, El
beso, etc. Con su mención de gatos negros
aun parece anticiparse a narraciones como la siniestramente
encantadora de Mi hermana Antonia, de Valle-Inclán.
Para el lector actual, los cuentos fantásticos de
Alarcón, la Avellaneda y Bécquer son tan absorbentes
como los clásicos del género de otros países
(Poe, Gautier, Le Fanu, M. R. James, Dunsany, Blackwood), y es de
suponer que debían de resultar aún más
emocionantes para los lectores de un siglo a un mismo tiempo muy
moderno, positivista y escéptico pero más inocente
todavía que el nuestro, quiero decir el XIX. Lo cierto es
que la forma narrativa llevada a su cumbre por Bécquer tuvo
muchos y ardorosos partidarios entre los escritores
españoles a lo largo del siglo XIX. Leyendas y tradiciones,
en verso y en prosa, no siempre con la intervención de lo
sobrenatural pero muchas veces sí, las escriben todos,
literatos y literatas, olvidados y famosos: José
Joaquín de Mora, Enrique Gil y Carrasco, Gregorio Romero y
Larrañaga, Faustina Sáez de Melgar, Augusto
Ferrán, José González de Tejada, M. Cano y
Cueto, Mariano Capdepón, Antonia Díaz de
Lamarque...
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