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Sobre el concepto que hoy se forma de España

Las doctrinas o las creencias se encadenan de tal suerte, que con dificultad puede afirmarse nada, a no presuponer otras afirmaciones previas.

Así es que, por severo y escrupuloso que sea un escritor y por aficionado a demostrar o a dar pruebas de lo que afirma, no es posible que en cualquier escrito suyo vaya remontando, por decirlo así, los eslabones todos de la cadena y demostrándolo todo hasta llegar a los principios fundamentales. Algo es menester que dé por sentado y hasta por inconcuso el lector; en algo es menester que el lector convenga con el escritor, aunque no sea más que para entrar en cierta momentánea comunión de espíritu, mientras que lee su obra.

Convencido yo de esto, voy a sentar aquí algunas premisas, que sólo condicionalmente quiero que sean aceptadas.

Yo creo, en cierto modo, en la inmortalidad de las naciones de Europa. Las antiguas civilizaciones y los antiguos y colosales imperios de Oriente murieron, se desvanecieron: apenas queda rastro de su grandeza pasada. Esto hace pensar a muchos en que las razas y los pueblos se suceden y se transmiten la gloria, el poder y la ciencia, cayendo unos para que otros se levanten. Los egipcios, y los asirios, y los babilonios, sucumben cuando se alzan los medos y los persas. Luego viene Grecia; luego, Roma; luego aparecen las naciones del norte de nuestro continente; tal vez la América vendrá más tarde. Hay quien no considera la Historia sino como una incesante sucesión de ruinas, sobre las cuales llega a fundar su principado, o dígase su hegemonía, una nueva nacionalidad, una nueva raza. Los que piensan así, sin negar el progreso humano, entienden que el cetro, la corona, la antorcha de la civilización, más brillante cada día; en suma: todo el tesoro acumulado del estudio, del trabajo y del afán de mil generaciones sucesivas, pasa de un pueblo a otro pueblo con el andar de los siglos. Esta idea es tan antigua, tan general y tan arraigada, que se formula en proverbio mucho tiempo ha:

Tradidit AEgyptis Babylon, AEgyptus Achivis.



Los que así discurren, dadas las condiciones actuales de la civilización, no pueden ir hasta el extremo de imaginar que tal o cual nación, o tal o cual Estado, venga a hundirse tan por completo como los imperios antiguos del Asia; que, en una época señalada, a no intervenir un cataclismo de la Naturaleza, París, Londres o Berlín lleguen a ser lo que son hoy Persépolis, Susa, Ecbatana, Menfis, Tebas, Nínive o Palmira; pero sí imaginan que suben a mayor altura otros pueblos, los cuales salen a la escena de la Historia como representantes de una nueva idea más alta y más comprensiva, como ministros de un propósito providencial superior y como flamantes encargados de la misión de dirigir el progreso. Las naciones que antes eran las primeras quedan entonces rezagadas y como arrinconadas, o reducidas al menos a hacer un papel harto secundario. La decadencia de estas naciones es grande, aunque rara vez llegan al término de aniquilamiento de los pueblos asiáticos. Casi siempre, al menos en los pueblos europeos o de origen europeo, se supone virtud para seguir, aunque sea a remolque y trabajosamente, el movimiento progresivo de la civilización, al frente del cual se colocan, según su turno, otros pueblos u otras razas. Hoy dicen que los que van a la cabeza son los alemanes, los ingleses y los franceses; y no falta quien columbre ya, en lo venidero, la supremacía de los angloamericanos y de los rusos. Entre tanto, los que adoptan resueltamente esta opinión, consideran que hay naciones, aun entre las de Europa, que se hacen reacias; que tal vez contribuyeron en un momento dado, y por muy brillante y poderosa manera, al desarrollo del espíritu, al adelanto general, a la marcha majestuosa y providencial de los negocios humanos, pero que son sólo perfectibles hasta cierto punto y de allí no pueden pasar. Estas naciones mueren, y los que así discurren justifican su muerte, si ya tuvo lugar, o la predicen, si está por venir todavía. A veces no es la nación sólo, en su forma política, la que es absorbida o aniquilada, sino la raza misma, como va aconteciendo con los indios americanos; pero más comúnmente desaparece la nación sólo, y la raza queda en un estado, de mayor o menor degradación, con más o menos vitalidad, con esperanzas más o menos fundadas de recuperar la nacionalidad, la autonomía, el poder político independiente; así, desde los polacos y los griegos de Creta hasta los judíos y los gitanos.

En mi sentir, hay en este modo de considerar la Historia mucho de verdad, mucho que la experiencia comprueba; pero también hay notable exageración. Aun para adoptar vagamente lo principal de la doctrina, importa hacer no pocas salvedades y distingos, y conviene dar explicaciones. La que más cuadra a mi intento es la de que los pueblos que llaman aryos o descendientes de los aryos, y que otros llaman de raza indogermánica, caucasiana o japética; esto es, los pueblos de casi toda Europa y algunos de Asia, tienen, entre otras excelencias y ventajas, la de conservar, a través de mil alternativas de prospera y adversa fortuna y de todo accidente o circunstancia exterior, el sello de su carácter, la energía y la virtud y el valor que les son propios y con los cuales llegaron a señalarse. Su degradación y postración ha sido siempre momentánea. Estos pueblos rara vez han caído para no volver a levantarse jamás. Bien puede sobrecogerlos un desmayo, pero nunca la muerte.

Persia cae bajo el poder de Alejandro, pero vuelve a ser poderosa y grande y temida rival del Imperio romano bajo el cetro de los sasanidas. En tiempo de los sultanes de Gasna, en la Edad Media, Persia brilla con un esplendor extraordinario de civilización. Sus poetas épicos y líricos, sus artes y sus ciencias son superiores entonces a los del resto del mundo7. Después se perpetúan en Persia las escuelas y sectas filosóficas y religiosas, y la poesía lírica, y hasta la dramática, que nace allí en nuestra edad. Recientemente, el extraño fenómeno histórico de la aparición y difusión del babismo ha hecho patente el vigor intelectual y moral de aquella raza, que tal vez renazca y se eleve de nuevo a la altura de las razas de Europa, sus hermanas, cuando un principio más fecundo y más noble venga a despertarla y agitarla8.

En dos naciones del mediodía de Europa ha sido tan sublime, tan duradero, y tan superior el primado, que si se mira el asunto con profundidad y no de un modo somero, y cediendo a la impresión del momento, que es desfavorable, el descollar de ellas da muestras de ser perpetuo o punto menos que perpetuo; la luz no se extingue, aunque se eclipsa. La civilización y el período de la Gran Bretaña, de Francia o de Alemania parecen efímeros, parecen inferiorísimos por la intensidad y por la duración, comparados con los de Grecia e Italia. Los historiadores ponen la caída de estas naciones en el punto en que juzgan más conveniente, pero con más arbitrariedad que justicia. Incurren en el error de quien creyese muerta la crisálida que va a transformarse en mariposa, pasando, por medio de un letargo, a una vida mejor, más fecunda y más brillante. Para Grote, por ejemplo, acaba Grecia cuando se somete al macedón Alejandro, y, con todo, Grecia y su espíritu se difunden entonces por el Asia hasta la Bactriana y la India; la civilización griega se extiende sobre las orillas del Nilo y del Eúfrates; brilla en Alejandría hasta la muerte de Hipatia, y resplandece con el cristianismo, en el saber de los Santos Padres, hasta el quinto o sexto siglo de nuestra Era. El Imperio bizantino, infamado con el título de bajo, combate, resiste, se defiende durante otros seis o siete siglos más contra el furioso aluvión y continua avenida de los bárbaros de Oriente y Occidente; contra los persas, los godos, los hunos, los búlgaros, los rusos y los cruzados, y contra el islamismo pujante, el cual se extiende por toda el Asia y por el norte de África y por España, y amenaza varias veces, a pesar de Carlos Martel y de Carlomagno, salvar los Pirineos y clavar su bandera victoriosa en la nevada cima de los Alpes. El Imperio bizantino, el bajo Imperio, los griegos, resisten, no obstante, y no sólo salvan y custodian la civilización, sino que la difunden entre esos mismos pueblos que contra él combaten9. Rusia y otras naciones reciben de manos de Grecia agonizante la religión y la civilización. Esta vitalidad y este vigor del bajo Imperio se manifiestan en unos siglos en que el brío de los pueblos, convertidos por donde quiera en un tropel de esclavos, hacen tan fáciles las conquistas, que un puñado de aventureros audaces basta a domeñar razas enteras, a volcar grandes poderosos imperios y a sujetar naciones populosas, antes y después reputadas de muy guerreras y hasta de indomables. Doce o catorce mil hombres bastaron a Taric para apoderarse de España; menos acaso empleó, más tarde, Guillermo el Bastardo en la conquista de Inglaterra, y unos cuantos normandos sujetaron con no menos facilidad la isla de Sicilia. Así, pues, lo que hay que extrañar no es que el Imperio griego cayese en el siglo XV, sino que durase hasta entonces.

Y lo que hay que admirar es que fuese tan benéfico y tan generoso en su caída, legando la civilización al occidente de Europa, y haciendo, como dice un historiador de aquella época, Felipe de Cammines, que otra vez se pudiese repetir con verdad:

Graecia capta ferum victorem cepit, et artes intulit agresti Latio;



Porque sin Lascaris, Crisoloras, Calcondilas, Besarion, Argiropulo y otros muchos hombres doctos de Grecia, que vinieron a refugiarse en el Occidente, y sin los antiguos autores y la ciencia que trajeron consigo, arduo hubiera sido pasar adelante. On ne pouvait plus passer outre. De esta suerte el bajo Imperio, tan famoso por su corrupción, por su bajeza y por sus maldades y traiciones, no sólo fue un malecón firmísimo que atajó más de mil años el ímpetu furioso, la constante arremetida y la inundación creciente de la barbarie, sino que fue como vaso limpio donde se guardó en su pureza el saber, el habla y hasta la virtud de los antiguos helenos. No acierto a comprender cómo un Imperio que ha quedado en la Historia por tipo de la bajeza y de la corrupción produjese hombres, hasta el instante de su ruina, como los ya susodichos emigrados, los cuales infundieron general amor y gran veneración a sus más ilustres contemporáneos de Italia, no sólo por el saber de que estaban dotados, sino por el valer moral, por la fe, la constancia, el desinterés y el entusiasmo de las cosas más nobles y sublimes. Bembo, hablando de Lascaris, exclama: Nihil illo sene humanius, nihil sanctius10. Ni bajo la terrible dominación de los turcos se humilla el pueblo griego y se degrada; antes da alta razón de quién era en mil ocasiones, llegando en algunas a sobrepujar con sus nuevas hazañas las más famosas de sus antiguos héroes. En mi sentir, y en el de cualquiera que conozca los hechos, las guerras de los suliotas contra Alí, bajá de Janina, sobrepujan la gloria de las Termópilas. Fotos y Tsavelas valen tanto como Leónidas. Posteriormente, en su gloriosa guerra de la Independencia, Grecia ha tenido en sus Botzaris Maurocordatos y canaris, dignos sucesores de Milcíades y de Temístocles11. La Musa helénica no enmudece, desde Homero hasta Corai y Riga; desde los himnos épicos de los primeros rapsodas hasta los cantares no menos épicos de los klentas12: sus grandes sabios y filósofos se suceden durante diez o doce siglos, desde Pitágoras hasta Jámblico, desde Platón hasta San Gregorio de Nisa.

La perpetuidad de la supremacía italiana es aún más evidente. El Imperio de Roma se extiende y dura, y cambia la faz del mundo e influye en los destinos de la Humanidad como ningún otro imperio. En tiempos posteriores, la gloria en letras y armas de una sola ciudad de Italia, como Génova, Florencia o Venecia, es mayor que la de muchas grandes y orgullosas naciones. Italia es siempre tan fecunda en varones eminentes, que se los cede, por decirlo así, a otros países. Da a España el descubridor del Nuevo Mundo y el vencedor de San Quintín, y da a Francia la lengua y la espada, el verbo y la energía de su Revolución, porque bien puede afirmarse que Richetti, conde de Mirabeau, y Napoleón Bonaparte, eran italianos.

En nuestros días, no tiene ni ha tenido ninguna otra nación de Europa hombres de Estado como Cavour; poetas líricos como Manzoni, Parini y Leonardi. Sus músicos y sus filósofos sólo hallan rivales en Alemania, y sus escultores son, quizá, los primeros del mundo.

Con tan ilustres ejemplos, me vengo yo a persuadir de que es añejo error el comparar a los pueblos con los individuos, los cuales tienen su infancia, y luego su juventud, y más tarde su edad madura, y su vejez y su decrepitud, y al cabo la muerte. Antes veo que, lejos de haber tales edades en los pueblos, y señaladamente en los de Europa, hay alternativas de prosperidad y miseria, de elevación y hundimiento, sujetas a ciertas leyes históricas, a mi vez, no explicadas ni descubiertas por nadie.

Volviendo ahora los ojos a nuestra España, me atrevo a declarar que, de cincuenta o sesenta años a esta parte, me parece que estamos peor que nunca, aunque bajo otro aspecto, y al punto explicaré la contradicción, me parece que estamos mejor que nunca también. Estamos mejor que nunca, porque la corriente civilizadora, la marcha general del mundo y la solidaridad en que está España con la gran república de naciones europeas, si bien con trabajo, y más arrastrándola que infundiéndole movimiento propio, la ha hecho progresar en industria, población, riqueza, comercio, ciencias y artes; pero estamos peor que nunca, porque nuestra importancia se debe evaluar por comparación, y evaluándola de esta suerte, tanto se han acrecentado el poderío, la riqueza y el bienestar de Francia, Inglaterra, Rusia, Alemania y otros estados, que, comparándonos, quedamos muy inferiores.

No me incumbe buscar aquí la razón de esta inferioridad, de este atraso, ni mucho menos los medios de remediarlo. El único fin de este artículo es hablar del concepto que, en vista de este atraso y de esta inferioridad, forman de nosotros los extranjeros y aun nosotros mismos formamos. Pero aunque el parecer dista mucho del ser, todavía contribuye la apariencia a que llegue lo que es a igualarla; esto es, que la opinión, el crédito, la fama buena o mala de cualquier entidad o cosa contribuye, a la larga, a modificar dicha cosa o dicha entidad. En un individuo, por ejemplo, se nota que si tiene buena reputación, se alienta y anima, y llega a persuadirse de que es merecida; y ya por esto, ya por temor de perderla, obra en consonancia de su buena reputación; y por el contrario, cuando la tiene mala, se amilana y descorazona, y se da a entender que es justa, y considerando que poco o nada tiene que perder, se abate, humilla en vez de levantar el ánimo a ningún propósito noble. Peor es aún cuando la mala reputación, por apocamiento de espíritu, la tiene alguien de sí propio; porque todo el que se tuvo en poco fue siempre para poco, y no se dio jamás sujeto que obrase obras excelentes que no tuviese en su alma un excelente concepto de su valer y plena conciencia de su mérito. La cual buena estimación que tiene un hombre de sí no es la vanidad ridícula, sino el orgullo razonable y decoroso; porque la vanidad se impone o trata de imponerse y de engañar, y rara vez logra engañar a nadie, ni siquiera al personaje que la abriga, el cual, por necio que sea, no puede ahogar, ni con la vanidad ni con la necedad, una voz secreta e instintiva que le atormenta de continuo, advirtiéndole lo poco o nada que vale.

Todo lo que acabo de decir, refiriéndome a un individuo, puede aplicarse también a las naciones, por donde el concepto que ellas forman de sí y el que de ellas forman los extraños importan a su valer real, a su acrecentamiento o a su caída. Mas hay que advertir en esto que la opinión de los extraños, cuando es mala, no apoca el ánimo de un pueblo, si el pueblo es generoso, sino que lo estimula a rehacerse y levantarse de nuevo; y más aún le sirve de estímulo, no la alabanza y adulación de los propios, sino su más dura y amarga sátira. Ciertamente que si Italia se ha levantado en el día, en gran parte se lo debe al látigo de Parini y de los otros egregios poetas de su escuela, que no vacilaron en llamar a sus compatriotas turba de siervos apaleados, y en decir de Italia que más le valiera convertirse en desierto que producir hijos tan indignos. En nuestra misma patria, en virtud del sentimiento patriótico exasperado, se han dicho, en tiempos de postración, como el que precedió al levantamiento contra el primer Bonaparte, cosas terribles sobre ella. Jovellanos llega a suponer que, si vuelven los berberiscos, nos conquistarán más fácilmente que la primera vez, sin hallar ni Pelayos ni Alfonsos que resistan.

El concepto que en el día forman de España los extranjeros es casi siempre pésimo. Es más: en el afán, en el calor con que se complacen en denigrarnos, se advierte odio a veces. Todos hablan mal de nuestro presente; muchos desdoran, empequeñecen o afean nuestro pasado. Contribuye a esto, a más de la pasión, el olvido en que nosotros mismos ponemos nuestras cosas. En lo tocante el empequeñecimiento de nuestro pasado, hay, a mi ver, otra causa más honda. En cualquier objeto que vale poco o se cree valer poco, en lo presente, se inclina la mente humana a rebajar también el concepto de lo que fue; y al revés, cuando lo presente es grande, siempre se inclina la mente a hermosear y a magnificar los principios y aun los medios, por más humildes y feos que hayan sido. ¿Cómo, por ejemplo, llamaría nadie gloriosa a la triste revolución inglesa de 1688 si el Imperio británico no hubiera llegado después a tanto auge? Shakespeare, cuyo extraordinario mérito no niego, a pesar de sus extravagancias y monstruosidades, ¿sería tan famoso, se pondría casi al lado de Homero o de Dante, si en vez de ser inglés fuese polaco, o rumano, o sueco? Por el contrario, cuando un pueblo está decaído y abatido, sus artes, su literatura, sus trabajos científicos, su filosofía, todo se estima en muchísimo menos de su valor real. Montesquieu dijo que el único libro bueno que teníamos era el Quijote, o sea la sátira de nuestros otros libros. Niebuhr sostiene que nunca hemos tenido un gran capitán, no recuerdo si pone a salvo al que llevó este nombre por antonomasia, y que desde Viriato hasta hoy, sólo hemos sabido hacer la guerra como bandoleros. Y Guizot pretende que se puede bien explicar, escribir y exponer la historia de la civilización haciendo caso omiso de nuestra historia, que da por nula. Un libro podría llenar, si tuviese tiempo y paciencia para ir buscando y citando vituperios por el estilo, lanzados contra nosotros en obras de mucho crédito y por autores de primera nota.

Sin embargo, no se puede negar que, al menos en cuanto al concepto que tienen los extranjeros de nuestro pasado, ha habido gran mejoría desde la caída del primer Napoleón. Nuestra heroica resistencia a su yugo, ya que nada nos valió de los reyes y de sus gobiernos, nos valió siquiera algún momentáneo favor en la opinión pública de Europa. Esto, unido al desenvolvimiento y adelanto de los estudios históricos y al más vivo y atinado afán de la curiosidad literaria y científica, contribuyó a que se apreciasen nuestras cosas, si bien, por lo común, en obras especiales, y que, por lo mismo han tenido casi siempre fuera de España poquísimos lectores, quedando siempre las ofensas y las crueldades o injusticias contra nosotros para los libros de un interés más general, para los libros amenos y ligeros y para los periódicos que tanto se leen.

Sea como sea, importa consignar aquí y es justo agradecer y aun envidiar, que entre varias historias generales de España, escritas por extranjeros, hay una, si bien no creo que esté terminada aún, que vale más que todas las novísimas, sin excluir las nuestras; hablo de la escrita por Rossieu de Saint Hilaire; que Washington Irving, Ticknor, Prescott, Wolf, Bölh de Faber, Latour, Viardot, Mignet, Southey, ambos Schlegel, Puibusque, Hinard y muchos más autores, alemanes sobre todo, que son los más cosmopolitas, los más aptos para estimar las prendas y el valor de otros pueblos, nos han hecho justicia y han ilustrado con amor la historia de la España cristiana; y que de la civilización y del saber de los españoles mahometanos y judíos han dado conocimiento al mundo Dozy, Schack, Renán, Franck Munck, Kayserling y otros. Con todo, bueno es decir que estos autores, que han tratado seria y dignamente nuestras cosas pasadas, rara vez dan muestras de estimar las del día13; que algunos se han ocupado de investigar nuestra historia, no como si se tratase de una nación viva, sino de un pueblo muerto; y que en no pocos, aun en medio del entusiasmo propio de todo autor por el asunto que elige, se nota a menudo el prurito de rebajarnos. Sirva de ejemplo la Historia de don Pedro el Cruel, de Mérimée. Sin duda que fue aquel reinado uno de los peores momentos de nuestra historia; el estado social de España era entonces espantoso; pero ni era mejor el de Francia, ni, aunque entonces lo fuera, se puede colegir de ello nuestra constante y enorme inferioridad con respecto a dicha nación14. Conviene repetir asimismo que todos los trabajos sobre España, o favorables o justos, han sido poco leídos, y en nada han modificado el mal concepto en que nos tienen el vulgo de las naciones extrañas, y comprendo en el vulgo a casi todos los hombres, salvo unos cuantos eruditos, aficionados a nuestras cosas.

El apotegma de que África empieza en los Pirineos corre muy valido por toda Europa. Increíble parece la ignorancia común de cuánto fuimos y de cuánto somos. Cualquiera que haya estado algún tiempo fuera de España podrá decir lo que le preguntan o lo que dicen acerca de su país. A mí me han preguntado los extranjeros si en España se cazan leones; a mí me han explicado lo que es el té, suponiendo que no lo había tomado ni visto nunca; y conmigo se han lamentado personas ilustradas de que el traje nacional, o dígase el vestido de majo, no se lleve ya a los besamanos ni a otras ceremonias solemnes, y de que no bailemos todos el bolero, el fandango y la cachucha. Difícil es disuadir a la mitad de los habitantes de Europa de que casi todas nuestras mujeres fuman, y de que muchas llevan un puñal en la liga. Las alabanzas que hacen de nosotros suelen ser tan raras y tan grotescas, que suenan como injurias o como burlas. Nuestra sobriedad es proverbial; con una naranja tenemos para alimentarnos un día. No es menos proverbial la fierté castillane, esto es, nuestra vanidad cómica. A fin de que un viajero sea bien recibido aquí, conviene que vaya exclamando siempre, y este consejo se ha dado por escrito en libro de gran fama: «Los españoles, ¡mucho, mucho valor! Las españolas, ¡qué bonitas, qué bonitas!» Se asegura que somos tan vidriosos y tan ciegos, que no se nos puede advertir falta alguna, para nuestro bien, sin que nos ofendamos. Nuestra cocina ha sido siempre para los franceses un manantial inagotable de chistes y de lamentaciones. ¿Qué gracias no se han dicho acerca del puchero y del gazpacho? ¿Y sobre el aceite? Algunos suponen que desde Irún hasta Cádiz el aire que se respira está impregnado de un insufrible hedor de aceite rancio. La gente no come en España, se alimenta. El que comamos garbanzos es lo que más choca, y contra el garbanzo se han hecho mil epigramas, cuya sal ática no he llegado nunca a entender. No sé que los garbanzos sean peores que las judías o que las lentejas que se comen en Francia. Tanto valdría que nosotros nos burlásemos de que en Francia se comen muchas zanahorias y muchas raíces de escorzonera. Por último, es notable nuestra fama de poco aseados, de flojos y de enamoradísimos, sobre todo las mujeres. Doña Sabina, la marquesa de Arraegui, Rosita, Pepita y Juanita y otras heroínas de versos, siempre livianos y tontos a menudo, compuestos por Víctor Hugo y Alfredo de Musset, son fuera de España el ideal de la mujer española, de facha algo gatuna, con dientes de tigre, ardiente, celosísima, materialista y sensual, ignorante, voluptuosa y devota, tan dispuesta a entregarse a Dios como al diablo, y que lo mismo da una puñalada que un beso. La Carmen, de Mérimée, es el prototipo de estas mujeres, y no se puede negar que está trazado de mano maestra. Un dístico griego, desenterrado de la Antología por el autor y puesto como epígrafe a la novela, cifra en sí los rasgos más característicos de la figura. Viene a decir el dístico, traducido libremente, que toda mujer de brío o de rompe y rasga tiene dos bellos momentos: uno, en los brazos de su amante; otro, al morir o matar por celos. De estas y otras noticias y descripciones resulta que todo viandante transpirenaico, si bien viene a España receloso de comer mal, de morir de calor y de ser robado por bandoleros y devorado de laceria, trae, además, la esperanza, aunque sea un commis o un peluquero, de hacer la conquista de todas las duquesas y marquesas que halle, y de ver en cada ciudad, y sobre todo en Cádiz, un trasunto de Pafos o de Citeres. A los tres días de conocer en Cádiz a una dama de pundonor, la hija o la sobrina de la pupilera, ya dicha dama, según Byron escribe a su madre, ¡singular confidencia!, le hacía mil favores, le decía hermoso, me gustas mucho, y le regalaba una trenza de sus cabellos de tres pies de largo, que el poeta envía a su madre, encargándole se la conserve hasta su vuelta a Inglaterra. Esta dama de la trenza fue, sin duda, el fundamento real de la Inés de Childe Harold y de la niña ojinegra que el lord encomia en una de sus canciones. Byron, con todo, por ser él tan gran poeta y por estar más vivo entonces el entusiasmo por nuestra gloriosa guerra de la Independencia, es uno de los escritores extranjeros que nos es más favorable. Pero Byron y otros, que nos encomian como él, revisten el encomio de colores tan novelescos y lo forman con rasgos tan absurdos, que para nuestra buena fama valdría más que no lo hiciesen. Recuerdan el encomio que hizo Tomé Cecial de la hija de Sancho Panza15.

Es causa principal de este linaje de alabanzas, de este modo churrigueresco de poetizarnos una especie de convención tácita para que de España y sobre España se pueda mentir impunemente cuanto se quiera, convirtiendo nuestro país en un país fantástico, propio para servir de cuadro a lances raros, a hechos inauditos de jaques y rufianes, de frailes fanáticos, de hembras desaforadas y de bandidos hidalgos. La mayor parte de los viajeros que se proponen escribir y escriben sus impresiones sobre España, viene ya con el intento preconcebido de poner mucho color local en dichas impresiones, de que todo en ellas sea insólito y por muy diversa manera que en su país, y de que la obra vaya salpimentada de chistes o exornada de mil inesperadas y maravillosas peripecias.

No digo yo que no haya habido viajeros juiciosos que han escrito sus relaciones de viaje por España con la imparcialidad debida: citaré, como ejemplo, a monsieur Laborde. También ha habido otros, como Ozanan, llenos de un verdadero y noble entusiasmo al contemplar los vestigios de nuestras pasadas glorias; pero lo más común es que escriban alabándonos a lo Tomé Cecial y buscando medios de regocijar o entretener al público a nuestra costa. Así han sido Gautier y Dumas. Otras veces, nuestra mala cocina y nuestras malas posadas han hecho cambiar de propósito a muchos viajeros. Venían para bendecir, sin duda; pero les habló la bestia interior y maldijeron, aconteciéndoles lo contrario que a Balaam, el falso profeta. En este número debe contarse a Jorge Sand. Mallorca y sus habitantes salen tal mal librados de su pluma, que aún reputan menos salvajes los salvajes de la Polinesia.

Vindicaciones contra esta clase de diatribas se han escrito desde muy antiguo por celosos españoles; pero ninguna ha llegado al extremo más merecido que lícito, por ser al cabo una dama la impugnada, que la que el señor Cuadrado, escritor mallorquín y colaborador y amigo de Balmes, escribió contra la célebre novelista francesa; termina afirmando que «Jorge Sand es el más inmoral de los escritores, y madame Dudevant, la más inmunda de las mujeres». Si aquí se paga insulto con insulto, otros han escrito con más templanza, pero, fuerza es confesarlo, con menos tino que celo, y respondiendo con exageraciones favorables a las exageraciones adversas, como Ponz y los abates Lampillas y Cabanilles.

Yo, entre tanto, entiendo que estas críticas de los extranjeros no debieran excitar nuestro furor, sino nuestra risa, siendo, como suelen ser, infundadas; que algunas son tan absurdas, que es una ridiculez refutarlas, y, por último, bueno es decirlo, aunque también sea triste, que la refutación no cumple casi nunca su fin, porque no es leída.

Por otra parte, el desdén con que miran los extranjeros nuestro presente estado, más que con refutaciones, debe impugnarse haciéndonos valer y respetar. De lo pasado, así literario como político; de lo que hemos valido, así por la acción como por el pensamiento, ya sabrán los que sepan la Historia; y sobre este punto no se puede negar que, en lo que va de siglo, han hecho más algunos extranjeros que los mismos españoles. Quitarles del pensamiento la idea exagerada que tienen de nuestra postración y decadencia actual, no se logrará con escritos, por elocuentes que sean, sino con hechos tales que lo contradigan y destruyan. Mientras tanto, es muy duro verse maltratar con la mayor injusticia; pero es mal que no tiene fácil remedio.

En nosotros se cumple el refrán que dice: Del árbol caído todos hacen leña. No hay extranjero que presuma un poco de escritor y que venga a España por cualquier motivo, que no vaya luego escribiendo y publicando mil horrores. Hasta la parte poética, aunque grotesca, que antes había en las impresiones, va desapareciendo ya. El viajero actual se halla burlado en sus esperanzas. Lo novelesco, el color local, las singularidades que buscaban, van ya faltando, y esto le enfurece. En efecto: ya apenas hay manolas y majos; tenemos ferrocarriles y algunas fondas; hay más chimeneas en las casas; en cuatro o cinco ciudades ha llegado a hacerse y a venderse manteca de vacas fresca, y casi no hay bandoleros, al menos no los hay tan famosos, como José María, los Niños de Écija, el Chato de Benamejí y el Cojo de Encinas Reales. El extranjero que ve esto se considera attrapé y volé, y exhala su indignación en mil invectivas. Para ellas hay, sin duda, algún fundamento en cierta fatalidad, en cierta condición inevitable, con la que tenemos que contar en nuestro trabajoso renacimiento: en la condición y fatalidad del remedo. Imposible sería, por ejemplo, que nuestra sociedad elegante volviese a los usos, costumbres, habla, atildamiento y discreteos de los tiempos de Calderón; tiene, pues, que ser algo semejante a la buena sociedad de Francia o de cualquier otro pueblo culto. No nos hemos de vestir, ni alojar, ni hemos de inventar muebles y utensilios originales y extraños, como los chinos y japoneses; y, por tanto, todo esto tiene que ser, entre nosotros, o venido de Francia o un remedo generalmente torpe de lo que por allá se fabrica. Por último, aunque en España hubiera hoy un gran movimiento literario, científico y filosófico, nuestros literatos, sabios y filósofos no podrían hacer caso omiso, como Guizot quiere que se haga de España en la historia de la civilización, de cuanto se ha inventado, pensado e imaginado por tierras extrañas desde que en nuestra propia tierra el fanatismo religioso y el despotismo teocrático acabaron por ahogar o amortecer el pensamiento. De todo esto nacen las quejas y las lástimas porque vamos perdiendo o hemos perdido nuestro carácter original y propio, porque somos un trasunto pálido y como un bosquejo de otras civilizaciones más adelantadas, y porque ya no hay aquí casi nada verdaderamente español y castizo.

Para dar aún una muestra de este modo de pensar de los extranjeros, basta citar un artículo que, en elogio de las obras de Fernán Caballero, publicó no ha mucho tiempo la famosa y autorizada Revista de Edimburgo. En este artículo se afirma que desde Quevedo hasta Fernán Caballero, no ha habido un solo autor en España que merezca los honores de la crítica. Cita el revistero a Quintana y a Gallego y a otros tres o cuatro autores, intermedios entre Quevedo y el nuevo novelista, pero los califica de medianísimos y de meros imitadores de la literatura extraña.

En Rusia hay un literato, si mal no recuerdo, llamado Botkin, el cual ha escrito unas cartas sobre España, que son muy celebradas. Botkin viajó por nuestro país y habla de nuestra literatura. A lo que parece, también ha traducido en ruso algunos romances castellanos. Confieso que no he leído nada de esto porque no sé el ruso; pero he conocido a Botkin, y puedo asegurar que ignoraba completamente hasta el nombre de nuestros más célebres autores contemporáneos, como Espronceda, Zorrilla, duque de Rivas y Bretón de los Herreros. Para él, como para el revistero de Edimburgo, acaba probablemente nuestra actividad intelectual en los chistes y retruécanos de Quevedo.

La suposición de que en España no hay clase media, y de que la clase elevada es como si dijésemos una mala traducción, un arreglo del francés, mueve por lo común al viajero transpirenaico, que piensa escribir sus impresiones, a no tratar con amor y a no estudiar detenidamente sino la clase baja, donde sólo imagina encontrar aún cierto cachet. El ejemplar más famoso de este linaje de escritores ha sido el extravagantísimo inglés Jorge Borrow, autor de La Biblia en España. Mucha parte de sus peregrinaciones la hizo montado en una burra y en compañía de gitanos, cuyas costumbres e idioma sabía tan a fondo, que ha escrito un libro especial sobre ellos, y asimismo ha traducido en el habla gitana El Evangelio de San Lucas. Vino Jorge Borrow a España por encargo de la Sociedad Bíblica, más que para evangelizarnos, para tomar el pulso a nuestra capacidad religiosa y ver si estábamos ya dispuestos a hacernos buenos cristianos.

Las cosas que Jorge Borrow cuenta de nosotros en La Biblia en España, libro que ha hecho el encanto de la sociedad inglesa, suelen ser tan extraordinarias y están contadas de tan buena fe, que no puede creerse que las ha inventado, sino que las ha soñado y que él mismo las tenía por verdaderas. Cuando no es un sueño, hay en lo que refiere mucha verdad y poca malevolencia. Estuvo entre nosotros en 1838, y todas sus descripciones de la revolución de La Granja, de la muerte del general Quesada, de los nacionales, de la guerra civil, etc., etc., son de una animación y de una verdad y de una viveza de colorido muy agradable. Sus conversaciones y entrevistas con Galiano, Mendizábal, Istúriz, Oliván y el duque de Rivas, para lograr que le dejasen publicar los Santos Evangelios, están referidas con mucha candidez y gracejo y dejan ver que todos los mencionados señores tenían a Jorge Borrow por un estrafalario loco de atar. Pero cuando Jorge Borrow desbarra es cuando es verdaderamente delicioso. Una de las cosas que da a entender es que en lo más intrincado y recóndito de los montes de Guadarrama hay un valle llamado de las Batuecas, donde, secuestrada de todo comercio humano, vive hace miles de años una pequeña nación inocente, hablando una lengua primitiva y con costumbres y leyes propias de la Edad de oro. Pero su descubrimiento más portentoso, porque al fin el de la Batuecas nos era ya harto conocido, es el de que en España hay no pocos mahometanos, muy ricos y principales, que viven ocultos, esto es, fingiéndose cristianos y pobres las más de las veces. El príncipe o califa es un señor extremeño, que, para disimular, ejerce el oficio de choricero, pero que en su en apariencia, pobre casa esconde salones regios, joyas preciosas, oro, plata y otros primores y riquezas, dignos de Las mil y una noches. Una o dos veces al año, el fingido choricero reúne su Corte, despliega toda su pompa y magnificencia, y los mahometanos todos, o los más granados por lo menos, en el cual predicamento entran algunos obispos y arzobispos, van a hacerle el zalamelé más rendido.

Pero de todos los libros de viajes por España, ninguno nos encomia de un modo más necio, ni nos zahiere y calumnia de un modo más infame y brutal, que el escrito por el marqués de Custine con el título de La España bajo Fernando VII. Este viajero anduvo por España en los últimos años del reinado de dicho monarca, y hasta por esto es curiosa su obra. Pinta la sociedad que la revolución iba a cambiar por completo, y la pinta con más negros colores que los empleados después para pintar la España novísima por otros viajeros o escritores franceses. El marqués de Custine ama, sin embargo, y preconiza el antiguo régimen. No es el odio a nuestras instituciones quien le mueve a tratarnos tan inicuamente.

Hombres y mujeres son en España crudelísimos, punto menos que antropófagos. Nuestra fisonomía es tan bárbara y nuestros dientes tan de tigre, que hasta el rostro más hermoso tiene una expresión dura: asustamos con nuestra sonrisa. «La pureza es el principio de la filosofía práctica de todo español.» Nuestras mujeres son de dos especies. Las bonitas y graciosas, las cuales son locas, alegres y apasionadas; las demás, el mayor número, no quisiera el marqués que se llamasen mujeres: son unos monstruos sin alma, gordas, estúpidas, seres desgraciados de la Naturaleza. En suma: para el marqués, son o bacantes o cerdos las compatriotas de Santa Teresa, de Isabel la Católica, de doña María de Molina, de la madre de San Luis y de la madre de San Fernando. Los cuatro tomos de la obra del marqués de Custine están llenos de las más atroces insinuaciones o de afirmaciones terminantes contra la honra y castidad de nuestras mujeres16.

Nuestra vida es: «o permanecer en la plaza pública, durante días enteros, embozados en la capa, charlando o soñando, o echarnos al camino para acechar al indefenso pasajero». Nuestros mendigos hacen en público su asquerosa toilette, y es una raza inmunda, obstinada y sin vergüenza, que no tiene semejante en ningún país. Los robos y los asesinatos son en España el pan de cada día. En elogio de los caballos andaluces, dice el marqués que son más civilizados que los hombres. «Los españoles son tan poco hospitalarios, que no hay mayor placer para ellos que vejar o contrariar a un extranjero; pero con dar algunos reales se consigue lo que se quiere. Don Basilio y Fígaro son los tipos de los españoles modernos, como Don Quijote y Sancho eran los de los antiguos castellanos.» «De tantos vicios públicos y privados resulta una masa de corrupción de la que no hay ejemplo en el día en ningún pueblo civilizado de Europa. Todos los espíritus se sienten, desde luego, inclinados a la injusticia, a la venalidad, a la traición, y los hombres de bien, que quedan al descubierto en medio de este pueblo hipócrita, se amedrentan de su corto número y se esconden entre la turba de los pícaros.»

De nuestra literatura contemporánea forma el marqués muy pobre juicio. Cervantes, Garcilaso y fray Luis de León le parecen bien; pero «bosteza con la prosa y con los versos de Quintana»; «En general, los españoles tienen el entendimiento difícil, lento, poco brillante; apenas advierto en ellos imaginación; desde, fines del siglo XVIII son más imitadores que inventores, y esto es todo.» En otra parte, califica el marqués a nuestros autores modernos de cáfila de pedantes, sin inventiva, limadores de frases, etc. En medio de todas estas diatribas, el marqués nos elogia. Citaré uno de estos elogios: «Los andaluces tienen un respeto profundo de la decencia. Aborrecen las conversaciones sucias, y guardan sobre los actos más escandalosos un silencio de complicidad que sería difícil obtener en una sociedad menos profundamente depravada. Como el libertinaje está aquí en todas partes, nadie halla interés en echárselo en cara a los otros: la maledicencia se volvería tan fácilmente contra cualquiera que la emplease, que esta arma no se emplea en las relaciones de la vida. La gente dice: «El desorden es tan general, que el orden nos estorbaría.» «Mejor es no hacer caso del mal, harto común ahora para que la sátira le cure.»

He citado tanto de estas abominaciones, de estas horribles calumnias, de estas manchas de infamia con que el marqués de Custine quiso sellar el rostro de nuestra nación y exponerla a la vergüenza ante Europa entera, porque si bien el marqués era un hombre viciosísimo y por ningún título autorizado para censurar los vicios ajenos, su obra fue muy leída y celebrada, y como está en forma de cartas, y dirigidas las cartas a Lamartine, Chateaubriand, Julio Janín, Enrique Heine, madame Récamier, duquesa de Abrantes, Carlos Nodier, madame Girardin y Víctor Hugo, no parece sino que todos estos ilustres personajes convienen de un modo tácito en infamarnos y deshonrarnos, patrocinando al calumniador.

No es de extrañar que después escritores más oscuros hayan seguido las huellas del marqués de Custine, y se haya puesto en moda el maldecir de nosotros en periódicos, novelas, relaciones de viaje y toda clase de obras. No hace aún dos años que la Gaceta Universal de Augsburgo publicó una serie de artículos, bajo el título La situación actual de España, donde la escena y los personajes son los mismos que en la obra del marqués de Custine: los trajes sólo han cambiado. Resulta de la serie de artículos que no hay fe ni principios en ninguno de nuestros hombres públicos; que lo que todos desean es apoderarse del presupuesto; que somos unos holgazanes sin industria, sin comercio y sin saber; que estamos llenos de ambición, de envidia y de preocupaciones; en suma: que no puede imaginarse nada peor ni más inmoral, ni más rebajado que España en el mundo.

En vista de esto, es menester que todos convengan en que, si nos enojamos, no deja de haber motivo. No damos pruebas, al enojarnos, de ser muy vidriosos. Antes creo que nos hemos hecho harto humildes a fuerza de oír injurias. La más pequeña justicia que se nos hace, nos parece un favor inmenso. Todos los que leemos en España, y, por desgracia, no somos muchos, nos encantamos con cualquier libro nuevo donde se nos trata con decoro y respeto. Si un erudito extranjero toma por asunto de un trabajo suyo algo que redunde en nuestra buena fama, por más que nos escatime el elogio, el elogio nos parece sobrado. Siempre tenemos que agradecer que se hable de una cosa sobre la cual no hemos sabido, querido o podido hablar nosotros mismos. Sirva de ejemplo sobre esto el libro reciente de Rousselot Los místicos españoles. Nos declara incapaces para la filosofía; rebaja a todos nuestros sabios y pensadores, y afirma que esta falta no ha sido efecto de la comprensión intelectual de los inquisidores, sino que la inquisición misma ha sido efecto de nuestro ingénito fanatismo, y de nuestro aborrecimiento a pensar y discurrir. Con todo, nosotros le perdonamos tales afirmaciones, porque encomia, sublima y da a conocer a Santa Teresa, ambos Luises y otros místicos, en quienes cifra y resume toda la filosofía española. Yo confieso que como nosotros ni esto hemos hecho valer y constar, según se debe, tenemos mucho que agradecer a Rousselot. «Guardada la debida proporción -dice-, fray Luis de León y fray Luis de Granada son para España lo que Bossuet y Bourdaloue para Francia»; pero en la frase guardada la debida proporción afirma nuestra inferioridad grandísima, aun en esto del misticismo, única cosa que nos concede. Y, sin embargo, cualquiera de los dos Luises vale tanto en absoluto, como su Bossuet, o su Fenelón, o sus otros autores devotos. Fray Luis de León, sólo considerado como poeta lírico, no tiene igual en Francia.

Hay quien afirma que el afán que ponen los extranjeros en denigrarnos proviene, en parte, de lo insolentes que fuimos en la época de nuestra prosperidad; pero yo dudo que nuestra insolencia de entonces llegase ni con mucho a la insolencia y a la arrogancia de los ingleses del día, y menos a la petulancia y outrecuidance de los franceses en todas las edades. Antes veo en nuestros antiguos autores y en nuestros personajes históricos un respeto y hasta una admiración grandes por cuanto hay de bueno aun en las naciones más enemigas. Góngora pone por las nubes a los ingleses antes de que cayesen en la herejía, y esto en su canción a la invencible armada. Lope dice que no puede competir con los poetas italianos, que son solos y soles:


Yo, con mis rudos versos españoles.



Mariana se muestra siempre muy aficionado a las cosas de Francia, y Cervantes a las de Italia. Si los españoles, en el día, aparecen menos afectos a los extranjeros, es porque están hartos de verse vilipendiar.

En el concepto que los españoles formamos hoy de nosotros mismos, influye el concepto en que los extranjeros nos tienen, a veces porque nos abate y nos inclina a creer en nuestra enorme inferioridad; a veces porque nos rebela contra tan duro fallo, mas no siempre, a mi ver, atinadamente.

En ocasiones, no negamos el defecto que nos imputa, sino que no le reconocemos por tal. Decimos como dicen algunos niños enojados: «¡Ea!, pues mejor», y nos ponemos a ensalzar el defecto como una virtud, después de haberle aceptado. La Inquisición, la intolerancia religiosa, los enormes errores y no pocos crímenes de los reyes de la Casa de Austria, de Felipe II sobre todo, alcanzan, en parte, por este espíritu de contradicción, las más ardientes apologías no menos paradojales que la que hizo Quevedo de Nerón y del rey don Pedro, o los que haría un francés de las noyades de Nantes, de la noche de San Bartolomé y de las matanzas de septiembre.

Las burlas sobre nuestro atraso e ignorancia, la irritante compasión que muestran los extranjeros porque no hay en España tanta prosperidad, bienestar material y confort como en otros países, mueven a algunos españoles a celebrar este atraso, esta pobreza y esta ignorancia, como prenda y garantía de mayor religiosidad y de mayores virtudes. Así, nos excitan a seguir siendo ignorantes, atrasados y pobres, para seguir siendo santos y buenos. Esto llega hasta el punto de que recientemente se preconice en una comedia la propiedad santificante y hasta castificante del garbanzo. Un hombre de mucho mérito ha declarado, en presencia de una docta Academia, la radical ineptitud de los españoles para todas las artes del deleite, sosteniendo que esta supuesta grosería y rudeza es un bien, es condición esencial de nuestro gran ser y valer moral y político. En no pocas comedias y novelas del día se nota un odio grande a la civilización moderna, firme empeño en apartarnos de la corriente de las ideas del siglo y un espíritu de socialismo democrático frailuno que pone grima. En otras de estas producciones populares, para probar que nuestro atraso es inocencia, candor y religiosidad, se despliega una sensiblería empalagosa y simplona, que jamás ha sido prenda ni rasgo del carácter español, que se pretende retratar. Borrow creía que las Batuecas existían en un rincón de España; pero estos autores convierten a toda España en Batuecas. Su estilo está en consonancia con lo melifluo y santurrón del pensamiento; todo es pureza, dulzura, paz y caridad. Amanece, por ejemplo, en la aldea, y en la crucecita del campanario se refleja el sol naciente; y el cefirillo hace bu, bu, bu, en las hojas y ramas; y las manzanitas parece que dicen en los arbolitos: Comedme, comedme; y las ranas dicen: Cra, cra, en el estanque; y cantan los pajaritos: Pío, pío, pío; y el gallo, Quiquiriquí; y las gallinitas, Clo, clo, clo; y los niños que ya se han despertado, si bien están aún en las camitas, tan graciosos y robustitos, el Cielo los bendiga y los haga unos santos, gritan: «¡Mamá, papá!»; y todos juntos forman un concierto que significa o dice: «Bendito sea el Señor, que nos ha dejado amanecer y nos ha dado un día tan bello.» En suma: hemos venido a hacer de toda España una Arcadia a lo místico o a lo devoto, que la civilización extraña no podrá sino corromper y viciar. Es imponderable la fuerza que saca de estos extravíos el partido absolutista.

Nos tachan los extranjeros de ignorantes, y muchos españoles, en vez de probar que no lo son, hacen gala de serlo, se burlan del saber o lo rechazan como ponzoña. Por él se pierde la originalidad; así lo ha sostenido toda una escuela de poetas y de otros autores.


¡Yo, con erudición, cuánto sabría!,



ha dicho en son de burla uno que si en efecto, hubiese sabido, valdría más que Byron y más que Goethe, a quienes, por culpa de su ignorancia, no alcanza ni con mucho.

Pero lo más singular y lamentable es que no pocos españoles, principalmente los que viajan y leen han acabado por formar sobre su patria un concepto tan malo como los mismos extranjeros. No sólo conocen los defectos todos de España, sino que los exageran y los multiplican, y los elevan a tanta magnitud que no puede ser más. De lo bueno de nuestro país, todo lo ignoran sustancialmente. Empiezan por hablar mal de su lengua nativa o por hablarla empedrándola de galicismos y faltas de gramática. Sujeto elegante conozco que dice haiga e indiferiencia, pero que censura la más ligera falta de francés; que se encanta con los marivaudages de Feuillet y no entiende o halla sandios los discreteos de Lope; y, que condena por de mal tono y cursis los chistes de Bretón y se extasía y califica de elegantísimos los más sucios equívocos del Palais Royal, o del más necio y obsceno vaudeville. Otras personas más serias, y que no llegan a la ridiculez en esta manía, están asimismo muy descontentas y desengañadas de España, su patria; pero nadie se atreve en público a señalar los defectos que nota. En público se diría que anhelamos engañarnos, embromarnos y aturdirnos. Todo se nos vuelve hablar de Lepanto, Pavía, Otumba, San Quintín, el Cid, Pelayo, Cortés, Pizarro, Numancia y otras mil y mil glorias, victorias y trofeos. En público no hay nada mejor que España. En particular, en secreto, al oído, nos decimos los mayores improperios. Esta hipocresía, esta doblez, es repugnante; más valiera no adular tanto al vulgo, no lisonjear con palabras huecas e hiperbólicas la vanidad patriótica de los ignorantes; señalar y decir con franqueza nuestras faltas, y no creer al mismo tiempo que sean tan graves, tan inveteradas y tan sin remedio. Pero la censura sobre cualquier cosa de España, nacida del patriotismo más acendrado, si la hace en público un español, le expone a perder su buen nombre. En cambio, en los cafés, casinos y tertulias puede a salvo renegar de su país. En público estamos ya hartos de oír decir, sobre todo a los absolutistas, que ésta es la nación más hidalga, más católica y más engendradora de héroes y de santos, y más inocente y gobernable que imaginarse puede; pero, confidencialmente, dicen esos mismos señores y otros muchos que esta nación no se gobierna sino a palos, haciéndonos creer que ellos son quienes los merecen.

En suma: nos inclinamos a dos extremos igualmente viciosos. La gente que no ha viajado ni leído, la gente de buena fe, y la demás gente, por lisonjearla, se figuran que nada hay mejor que España. España es un país eminentemente agrícola por la fecundidad de su suelo. Aquí todo se produce en abundancia. Andalucía, sobre todo, es la tierra de Dios y de María Santísima. El trono de la Santísima Trinidad está colocado precisamente en el cenit de Córdoba o de Sevilla. En los países extranjeros, como la tierra es tan estéril, los hombres tienen que vivir de industria y de tramoya. Todo es por allá farsa, bambolla, fanfarronería y lujo aparente y ostentoso, sin consistencia y sin enjundia. Aquí todo es sólido, real, consistente, macizo a toca teja. Un andaluz que seguía esta opinión, estuvo en París, y al mes de estar allí y de haber visto las tiendas, los teatros, la magnificencia de los edificios públicos y privados y todas las bellezas y esplendores de aquella nueva Babilonia, fue a visitar a un su compatriota y le dijo: «¿Sabe usted lo que pienso, señor don Fulano?» «Hombre, ¿qué piensa usted?», respondió el otro. Y replicó el andaluz: «Pienso que aquí también hay dinero.» Harto sé que esta historieta del andaluz va siendo cada día más inverosímil y que apenas hay ya español que ignore que también hay dinero fuera de España, y hasta que no sospeche que en España hay, proporcionalmente, poquísimo. Pero, en cambio, fantaseamos para España otras mil excelencias, por donde nos adelantamos aún a todas las demás regiones, razas, lenguas y tribus del universo mundo. Por desgracia, esta admiración de lo propio, este obcecado patriotismo, inútil es, cuando no es nocivo. Nos encubre nuestras faltas o nos las presenta de suerte que, en vez de infundirnos el propósito de enmendarlas, nos hace pensar y decir el ya mencionado: «¡Ea!, pues mejor.»

El otro extremo, sin embargo, es peor todavía. Los que creen que todo está irremediablemente perdido; que España tiene un suelo infecundo como los desiertos de África; que nuestros ríos son torrentes que no pueden canalizarse para riego; que no servimos para la industria, porque somos radicalmente flojos y llenos de desidia, etcétera, etcétera, nos condenan, en las condiciones actuales del mundo, a una inferioridad perpetua y a una perpetua desesperación. Porque España y cuantos españoles la habitan no acertaremos nunca a resignarnos a hacer un papel humilde, a ser, por decirlo así, una nación modesta de segundo o tercer orden. El recuerdo vivo, indeleble, de nuestra grandeza pasada, será siempre un aguijón que nos excite y un torcedor que nos atribule y atormente.

Hay en el día españoles que, continuando y completando cierto pensamiento de Campanella en su famoso libro De monarchia hispanica, entienden que, así como los pueblos del Norte tuvieron el imperio mientras la fuerza bruta todo lo valía, y luego, cuando la astucia, el ingenio y la habilidad valieron más que la fuerza, inventada la Imprenta y la artillería, rerum summa rediit ad hispanos, homines sane impigros, fortes et astutos, ahora que todo el nervio y vigor de las naciones consiste en el trabajo mecánico, el imperio se aparta para siempre de nosotros y se vuelve a las naciones boreales. Otros imaginan que la ventaja y supremacía de estas naciones boreales no puede dejar de prevalecer mientras dure el presente modo de civilización, porque siendo hoy, o debiendo ser, los hombres más independientes de la autoridad, e interviniendo todos más en el gobierno y manejo de la, cosa pública, en los países del Norte la grande capacidad y la agudeza del ingenio están reconcentradas en pocos, a los cuales los demás se confían y someten de grado mientras que en el mediodía de Europa el ingenio y la capacidad está en todos, o casi todos, y así el vulgo se confía menos y censura más y reconoce de grado poca o ninguna superioridad en los que por acaso se encumbran por lo cual tiene que intervenir la violencia y tiene que haber a menudo mil estériles trastornos, a no ser que la abnegación patriótica y el amor al orden suplan o disimulen la falta de subordinación y respeto. Otros añaden, por último, que la dificultad de que España vuelva a levantarse está en nuestra poca paciencia, en nuestro mismo deseo de levantarnos, en nuestro ideal, en nuestra aspiración, en nuestra ambición desmedida. El recuerdo de lo que fuimos nos estimula a volver a ser, y no acertamos a aguardar reposadamente. No vale la prudencia contra tan vehemente sentimiento. Apenas recuperamos un poco nuestras fuerzas, queremos emplearlas en la lucha, sin dar tiempo al convalecer.

En resolución, yo entiendo que todos los españoles, hasta los que hallan peor y más perdida a España, tienen conciencia del gran ser de esta nación y de sus altos destinos, y que la contraposición entre esta conciencia y la realidad presente es quien tanto los lleva a maldecir de la patria. Mas no por eso debe desesperar ni prever la muerte. Antes el exceso mismo de nuestro mal, y todo cuanto lo lamentamos, y lo mal sufridos que somos, y el prurito con que los extranjeros nos censuran, son indicios de que no hemos caído para siempre, son casi un buen agüero.

Lo que importa ahora es no adularnos en público, ni jactarnos de lo que fuimos, sino de señalar nosotros mismos todas nuestras faltas, procurando el remedio. No hay que pensar en consolarnos porque el sol no se ponía en nuestros dominios, porque


La tierra sus mineros nos rendía,
sus perlas y coral el Océano
y donde quier que revolver sus olas
él intentase, a quebrantar su furia
siempre encontraba costas españolas



Si bien nada de esto se debe olvidar; es más: si no se puede olvidar aunque se quiera, conviene tener presente a la vez los vituperios y vejámenes de que hemos hablado en este artículo, a fin de que el verdadero patriotismo no sea una jactancia vana.

Si España, como dice Campanella, fue poderosa y respetada cuando la astucia y el ingenio prevalecieron sobre la fuerza bruta, y la imprenta y la artillería se inventaron, hoy, que prevalece no sólo el trabajo mecánico, sino también la inteligencia, no hay razón para que España quede por bajo de otras naciones. Lo que nos importa es abrir puerta franca a los frutos de esa inteligencia, vengan de donde vinieren; ni fingirnos un ideal de Batuecas; no creernos una Arcadia tonta a lo místico, y esperar confiados en que nuestro porvenir ha de ser venturoso.

Madrid, 1868.




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Revista política


- I -

9 de julio de 1868.

Circunstancias de que no nos incumbe informar al público obligan hoy al que suscribe a llenar por extraordinario y afortunadamente una sola vez, esta parte de nuestro periódico. Mal va a salir de su compromiso, porque, disgustado, tiempo ha, de lo que llaman política, casi no sabe lo que pasa en nuestra España. No es, pues, posible que informe bien a los otros de lo que él mismo ignora. Sólo tiene algunas ideas vagas y harto someras de lo que ocurre, por lo que oye decir acá y acullá, y que recoge al paso sin prestar grande atención y enterándose apenas. Desde que un sujeto muy ducho en estas cosas le acusó y censuró porque no gastaba pleguerías, esto es, porque no sabía negar hoy con maravilloso desenfado y envidiable frescura lo que una semana antes afirmaba y sostenía con todos sus bríos, enmudeció el que suscribe en todo lo tocante a política, por temor de que, al hablar de este difícil arte, le aconteciese algo parecido a lo que aconteció al patriarca Noé cuando gustó por vez primera el zumo fermentado de las uvas. Lo que es hoy, por dicha, no había de faltar un Sem o un Jafet piadoso que le echase encima una capa colorada antes de que saliese de su tienda o tabernáculo y se presentase coram populo. Esperamos que dicho Sem o Jafet no tenga ocasión ni pretexto para ejercer ahora menester tan caritativo. Vamos a salir por todas las pleguerías que, a pesar del calor que hace, nos sea dado sufrir sin ahogarnos.

Pero todavía queda en pie la mayor dificultad. ¿Qué es lo que vamos a decir? ¿Nos estaría bien repetir hablillas y rumores absurdos? Nada menos que eso. Pues de lo que realmente pasa, ¿quién nos ha de enterar con certidumbre para que enteremos a nuestra vez a los lectores? Está visto; lo mejor, lo más seguro, es decir que no pasa nada. Verdad es que se ha hablado de nuevas modificaciones en el Ministerio; pero todo parecía infundado. Lo único cierto es que el Ministerio se afirma, que vence todas las dificultades y que dirige la nave del Estado con próspero viento por un mar bonancible, sin escollos ni bajíos. Hasta los asuntos rentísticos deben de haberse hecho fáciles y sencillos, de arduos y complicados que eran cuando el señor marqués de Orovio puede solazarse yendo a su lugar, donde habrán de haberle recibido alborozados los riojanos al verle al fin con título.

En suma: todo está tranquilo: nada sucede;


Todos duermen en Zamora,



como dice el antiguo romance. En nuestro sentir, sólo hay un caso memorable en estos últimos días, y sobre él vamos a hablar, y aun a disertar si es lícito. Se trata del discurso leído por el señor Catalina, ministro de Fomento, al instalar solemnemente la Junta Superior Central de Instrucción Primaria. Con este motivo tendremos que hablar mucho del señor Catalina, darle a conocer según nuestro concepto, y aun encomiarle francamente y sin el menor viso ni asomo de ironía.

Nuestros principios (y ¿cómo lo hemos de negar?) son otros que los suyos; pero aquí no vamos a discutir principios. Esto no conduciría a nada. Así, pues, discurriremos partiendo de una hipótesis. Supondremos que nuestros principios son los mismos que los del señor ministro de Fomento. Y una vez hecha esta suposición, en la cual no es tampoco todo arbitrario, porque en algo sustancial convenimos de veras, trataremos de la aplicación de estos principios a la práctica, de los medios de que ha sabido valerse el señor Catalina para que triunfen. Al tratar de esto, lloverán nuestras alabanzas sobre la cabeza del cristiano repúblico. Nadie ha sabido mostrarse más diestro y prudente para conseguir su fin. Al terminar su discurso exclama: «Si viese realizado mi deseo, no ambicionaría ya mayor gloria sobre la Tierra; daría gracias al Cielo repitiendo aquellas hermosas palabras de Simeón: Nunc dimittis servum tuum, Domine.» Esta oración eucarística, que condicionalmente piensa en dirigir al Señor, nosotros le aconsejaríamos que la dirigiese desde luego, si todos los decretos, reglamentos y medidas gubernamentales no fueran tan inestables en nuestro país. El edificio que ha levantado el señor Catalina es hermoso, sólido, bien proporcionado, a propósito para su objeto; pero tal vez dure poco; tal vez esté fundado sobre arena movediza. No es culpa suya, sino de nuestro carácter. Dentro de seis, de ocho, de quince meses; dentro de un año o de dos, vendrá otro Ministerio y le derribará para fundar otro muy diferente. Pero si no fuera por esto, bien podría el señor Catalina decir, no sólo las hermosas palabras de Simeón, sino también con el Salmista: Circumdedisti me laetitia, ut cantet libi gloria mea, por haber reprimido como conviene a los que corrupti sunt et abominabiles facti sunt in studiis suis.

La serie de trabajos del señor Catalina empezó bajo el Ministerio del hoy marqués de Orovio. La obra está ya terminada. Sólo le faltan algunos perfiles que se le pondrán sin duda. Hecha la obra, y si nadie la derribase, el propósito del señor Catalina se cumpliría indefectiblemente al cabo de algunos años. Lo malo es, como ya hemos dicho, que en España no es de esperar que duren algunos años estas cosas. Pero imaginemos por un instante que duran, ¿Cuál sería el resultado? El resultado sería, y en esto resplandece el talento del señor Catalina, que la instrucción laica acabaría del todo o casi del todo; que las escuelas de primera enseñanza estarían en manos del clero; que no habría institutos, sino seminarios, y que las universidades, despojadas del carácter que hoy tienen, vendrían a ser meras escuelas especiales para formar médicos y abogados, sin influjo alguno en la vida y en el movimiento intelectual de la nación.

Dios nos libre de discutir aquí si esto sería un mal o un bien. Dilucidarlo sería asunto de un libro profundo, no de un artículo de periódico escrito a la ligera. Aquí sólo afirmamos que esto sería.

En un real decreto, dado en Zarauz en 1866, estriba principalmente esta esperanza. Dicho real decreto es la piedra angular de todo el edificio. Fundado en sabias consideraciones, apoyándose en razones de equidad, sosteniendo que la confianza que se deposita en fundadores de colegios privados no puede negarse a los reverendos obispos, el real decreto determina «que los estudios que se hagan en los seminarios conciliares habiliten para ingresar en las carreras civiles». Ahora bien: ni esos empresarios privados que fundan colegio, ni el Gobierno, que es también un empresario, podrán dar la instrucción tan barata, ni difundirla por todas partes como hace y hará el clero. Una vez establecida la competencia, no podrán luchar ni los colegios ni los institutos, y al fin tendrán que cerrarse porque se quedarán vacíos. El mismo real decreto indica ya una de las causas por que se quedarán vacíos, a saber: porque es crecido el número de poblaciones en que hay Seminario conciliar y no hay instituto, y porque no es de creer que los habitantes de estas poblaciones se separen de sus hijos para enviarlos a los institutos, cuando pueden hacer que estudien en los seminarios, guardándolos en casa. Los padres que no habiten en población donde haya Seminario no enviarán sus hijos al instituto, sino al Seminario también, donde podrán estar de internos por muy poco y les saldrá su educación más barata.

Temibles competidores ha suscitado el mencionado real decreto a los catedráticos de instituto. De temer es que se queden pronto sin discípulos. ¿Qué actividad no desplegará en esto el clero en la patria de San Ignacio de Loyola y San José de Calasanz? ¿Cómo han de faltar en nuestros sacerdotes hombres que sigan las huellas y que tengan el temple de alma de aquel infatigable aragonés y de aquel glorioso vizcaíno? Los catedráticos seglares apenas tendrán para mantener a sus familias con los siete u ocho mil reales que les dé el Gobierno. Los catedráticos de Seminario podrán vivir en el Seminario mismo punto menos que por nada, y exentos de los cuidados y desvelos que la familia inspira, consagrarse con ardor eficaz y exclusivo al magisterio y cumplir la alta misión y divino precepto de ite et docete omnes gentes. Y no hay que dudarlo, en pocos años este régimen acabarán por enseñar a todas las gentes, y el Gobierno podrá hacer un considerable ahorro, suprimiendo los institutos por inútiles. Entonces, según ya pronostica el real decreto, cum exultatione te simplicitate cordis, no sólo los más grandes teólogos, sino los juristas más afamados, los poetas más insignes y los sabios que honran los fastos de la ciencia, y, por consiguiente, los ministros, los senadores, los diputados y hasta los ingenieros de Canales y Caminos saldrán de los seminarios conciliares. Imitatores mei estote.

En todos o en casi todos los demás establecimientos de educación, el señor Catalina ha ido descubriendo que se esconde el genio de la impiedad y de la rebeldía. Ya en la circular de 20 de julio de 1866 indicaba que las universidades e institutos ofrecían motivos de amargura, aunque no tantos como las escuelas de primeras letras. En estas escuelas principalmente es donde se enseñaba a los niños a aborrecer y a rebelarse, en vez de enseñarles a obedecer y a amar. Más tarde, en el mes de octubre del mismo año, descubre el señor Catalina que las escuelas normales están emponzoñadas, que han tenido la desgracia de inspirar en España serias inquietudes, y estas inquietudes le han preocupado de tal suerte, que desde luego pensó en suprimir las escuelas como un semillero de pestilencias y unas sinagogas de Satanás: pero en la imposibilidad de adoptar por lo pronto otros medios de formar maestros, admitió por entonces su conservación, si bien reformándolas y extirpando los abusos.

En el mismo mes y año reformó también y organizó el señor Catalina la segunda enseñanza. Teniendo en cuenta aquello de non plus sapere quam oportet sapere, sed sapere ad sobrietatem, suprimió no pocas cosas de las que había antes que aprender, a fin de no acostumbrar a los niños a la trivialidad de ideas generales mal comprendidas, y llevó a tal extremo su interpretación del ad sobrietatem del apóstol, que dedicó cuatro años al estudio del latín; pero nada más que del latín, durante los tres primeros, con un poco de retórica y poética en el tercer año y bastante de catecismo, enseñado durante los seis años sucesivos por el párroco o por un sacerdote. Como es de suponer que los niños, en la escuela o en el seno de su familia, deben saber ya la doctrina cristiana al entrar en la segunda enseñanza, de suponer es también que con los seis años más de catecismo y de Historia sagrada y con un año de religión, casi deben salir de la segunda enseñanza hechos unos razonables teólogos, si no son muy menguados de entendimiento. En cuanto al latín, no hay que temer tampoco que dejen de aprenderlo por falta de tiempo. En cuanto al griego, el señor Catalina lo ha suprimido, porque ya era demasiada la sobriedad con que se enseñaba, o por aquello de que para poca salud, más vale ninguna. Lo que no acertamos a comprender es lo que dice de que «cuando se formen muchos y verdaderos helenistas, entonces podrá pensarse en dar conocimientos de aquel interesantísimo idioma a los alumnos de segunda enseñanza». ¿Cómo se han de formar muchos helenistas cuando se suprimen las cátedras en que pudieran formarse? Si hasta ahora, existiendo las cátedras, sólo se han formado falsos, como se deduce del deseo del señor Catalina de que los haya verdaderos, ¿qué sucederá, dichas cátedras suprimidas?

El señor Catalina, en el afán de reformarlo todo, en todo ha puesto mano; pero no se puede negar que, obedeciendo siempre a la misma idea, con unidad de miras, conspirando siempre al mismo propósito de que no haya attendentes spiritibus erroris et doctrinis daemoniorum. No nos es posible examinar cómo ha reformado las escuelas especiales y las facultades de Filosofía y Letras, de Derecho, de Farmacia y de Medicina. Sólo tocaremos de paso algunos puntos que nos parecen dignos de atención.

Lo es, en primer lugar, que se prohíba «el estudio simultaneo de la facultad de Filosofía y Letras con las de toda otra facultad». Ser en España filósofo o literato, con título o sin título vale para poco o para nada. ¿Quién, pues, habrá de dedicarse exclusivamente a serlo? Este artículo, por tanto, hace inútiles, o poco menos que inútiles, las cátedras de Filosofía y Letras. Estarán desiertas, o poco menos que desiertas, si no se consiente al que sigue una carrera para ganarse honradamente la vida, como médico, como abogado o como farmacéutico, que estudie al mismo tiempo, para adornar su espíritu y calmar su sed de saber, las letras y la filosofía. Resultará, además, que ni el médico ni el abogado podrán ser, oficialmente al menos, ni literatos ni filósofos. No es de creer que vuelvan a ser estudiantes, después de ser ya médicos y abogados, abandonando los negocios o los enfermos. El mismo señor Catalina conoció, por lo visto, la malquerencia contra la filosofía y las letras profanas que implicaba la mencionada disposición, y la modificó en una real orden.

Sobre la organización dada por el señor Catalina a la Facultad de Ciencias, salvo los errores en que puede haber incurrido en los pormenores, porque al fin no es omniscio, y éstas son materias extrañas a sus estudios, debemos darle y le damos grandes alabanzas, aunque nos hagamos impopulares con algunos ingenieros, harto poseídos del espíritu de corporación. Las escuelas especiales son verdaderamente de aplicación, y como el complemento de lo que se aprenda en la Facultad de Ciencias, donde deben darse los conocimientos teóricos.

Lo que no aplaudimos es el artículo octavo de este decreto, que dice: «Queda prohibida la simultaneidad de la Facultad de Ciencias con toda otra y de sus secciones entre sí. Comprendemos el horror que inspira al señor Catalina lo que vulgarmente llaman un Petrus in cunctis; pero no basta esto para disculparle. ¿Quién ha de querer ser en España meramente sabio? Como no sea un príncipe o un gran señor, nos parece que nadie. Por otra parte, no nos negará el señor Catalina que puede haber un abogado o un médico que sea buen naturalista o buen matemático, y que estas cosas, y aun otras más disparatadas, pueden aprenderse y saberse a la vez, como verbigracia, lengua hebrea y náutica.

Sean severos los exámenes; no se apruebe a los que no hayan estudiado o no tengan capacidad bastante para que el estudio les aproveche; y quede en libertad de aprender a la vez cuanto se le antoje el que se sienta con fuerzas para ello. Debemos notar aquí que si bien en todos los institutos se debe aprender mucho latín, y en las universidades donde haya Facultad de Filosofía y Letras, griego, árabe y hebreo, las lenguas vivas de Europa han sido muy desdeñadas por el señor Catalina, y no se nos dice que habrá cátedras de ellas, aunque las hay en universidades e institutos, ni se exige su estudio para ninguna carrera. Nosotros convenimos con el señor Catalina en que es una picardía que nos señalen con tinta negra en una mapa que se vende por ahí sobre la ilustración, y donde la Islandia está fulgurante de luces, aunque no hubiéramos tomado en cuenta dicho mapa al escribir un documento oficial; nosotros convenimos en que España tiene, pásenos el neologismo el señor Catalina una grande autonomía literaria; pero, en suma, bueno será convenir también en que hay pueblos en Europa que igualmente la tienen, que están mucho más adelantados que el nuestro, y cuyas lenguas deben enseñarse en España para gozar bien de los tesoros de ciencia y de poesía con que han sido enriquecidas e ilustradas. Las cátedras de francés, alemán, inglés e italiano, acaso son tan útiles o más que las de latín, árabe, griego y hebreo.

Otras muchas disposiciones relativas a instrucción pública se han dado también en estos últimos tiempos, casi todas, en nuestro sentir, debidas a la poderosa iniciativa del señor Catalina, aunque durante un poco de tiempo dejó éste el negocio de los estudios y se engolfó

por mares nunca de antes navegados,



siendo ministro de Marina.

Algunas de estas disposiciones merecen el aplauso de toda persona imparcial, como, por ejemplo, la fundación de museos arqueológicos.

Al señor marqués de Orovio, a pesar de lo que hemos dicho y creemos sobre la iniciativa del señor Catalina, le cabe la gloria de aparecer como el reformador de la enseñanza en España; él ha firmado casi todas las reales órdenes y los decretos. Bien merece la gran cruz de la Orden Piana que dicen acaba de obtener.

La fuerza de la reforma realizada, y hasta la fuerza de las mismas circunstancias, concurren a que se verifique lo que ya decíamos al empezar este artículo, es a saber: que las universidades dejen en realidad de serlo. El Gobierno mismo lo declara en otro decreto de julio de 1867: muchas universidades pobremente asistidas, limitadas a tres o a dos facultades, quizá a una sola, no merecerán el nombre de Universidad. «La clásica antigüedad daba sólo nombre de Universidad a aquellos insignes establecimientos donde para todas las ciencias había cátedras y fácil entrada para todos los deseosos de saber.» A pesar, pues, de la clásica antigüedad, seguirán llamándose universidades diez escuelas superiores de España; pero cada día se suprimen cátedras y aun facultades enteras en muchas de ellas. En Oviedo, Santiago y Zaragoza no habrá en adelante Facultad de Teología. En las otras universidades se irán suprimiendo también. En Salamanca no se podrá pasar de bachiller en Filosofía. La Facultad de Filosofía y Letras se suprime en muchas universidades, y sólo en la Universidad Central se seguirá dando el grado de doctor.

El señor Catalina ha terminado su obra, ya de ministro de Fomento, y rubricando él mismo la ley y los reglamentos sobre instrucción primaria, en la cual tendrá el clero la mayor influencia, no sólo porque los párrocos presidirán todas las Juntas locales inspectoras, sino porque, suprimidas las Escuelas Normales, todos los maestros estudiarán en los colegios de segunda enseñanza; casi de seguro en los seminarios; de esta suerte, donde no hubiere maestro seglar, será un clérigo el maestro, y donde hubiere maestro seglar, éste, por lo general, estará educado en un Seminario. Sinite parvulos venire ad me. No es posible dar mayor influencia y parte al clero en un negocio de que depende tanto el porvenir de la patria. Esperemos, si es que duran las disposiciones del señor Catalina, que esta influencia sea para bien y que por ella cunda la instrucción en los pueblos, mejorando mucho también su religiosidad y su moralidad, a fin de que no se diga en lo futuro: populi meditati sunt inania.

A este punto habíamos llegado de nuestro artículo, el cual empezó afirmando que no había novedades de que hablar, cuando supimos, por la voz pública y por los periódicos diarios, una novedad extraña y grave, cuyas causas no sabemos. El capitán general, duque de la Torre, los tenientes generales don Fernando Fernández de Córdoba, don Antonio Ros de Olano, don Juan Zabala, don Domingo Dulce, don Félix María Messina, don Rafael Echagüe, don José María Marchesi y don Francisco Serrano Bedoya; los mariscales de campo don Tomás García Cervino, don Francisco Uztáriz y don Antonio Caballero de Rodas, y los brigadieres don Manuel Buceta, don Antonio López Letona, don Juan Alaminos y don José Sánchez Bregua, y tal vez algunos otros que no han llegado a nuestra noticia, han sido, presos unos y otros no, pero todos mandados de cuartel a diversos puntos de la Península, de las islas Baleares y de las Canarias.

También, a lo que parece, se ha dispuesto que salgan de España los infantes duques de Montpensier.

Sobre esto, y sobre lo que ocurra en los días que quedan hasta la publicación de la revista, no extrañarán nuestros habituales lectores que nos abstengamos de dar opinión alguna, aunque El Español y La España se hayan creído ya en el caso de darla de un modo que La Época califica de altamente inconveniente.




- II -

13 de junio de 1870.

La breve ausencia del señor Albareda, que escribe con tanto aplauso esta crónica, nos obliga a intercalar en ella un capítulo escrito por personas menos versadas en las cosas políticas. El encargado de la intercalación piensa y siente como el señor Albareja; mas no por eso desconfía menos.

Conviene, pues, que empiece por pedir perdón a los lectores de las faltas en que habrá de incurrir; faltas que serán tanto mayores cuanto mayores y más importantes han de ser los sucesos que refiera, comentándolos y juzgándolos según su criterio.

La revolución, detenida en su camino por fuerzas encontradas, que pugnan por impulsarlas en opuestas direcciones, hace en estos instantes un esfuerzo vigoroso para desasirse de los lazos que la sujetan y lanzarse decididamente en busca del término natural de su marcha.

¿Cuál es dicho término? Difícil, imposible es que nadie acierte a preverle, por más que el miedo de algunos, el recelo y la desconfianza de no pocos, y la varia esperanza de cada cual le fantaseen, le tracen y le afirmen, ya como seguro e ineludible en un porvenir cercano.

Huyamos nosotros de la tentación del vaticinio. No presumamos de profetas, y confesemos con humildad que el porvenir nos parece oscuro, y que, entre las apiñadas y densas nubes que lo envuelven no acertamos a columbrar el radiante amanecer del sol de justicia o la ominosa aparición del astro maligno que debe levantarse en el horizonte. Pero, si no sabemos lo que será, sabemos lo que anhelamos que sea; lo que, en nuestro sentir, conviene más al bien de la patria. Algo de este pensamiento nuestro y algo de esa aspiración se ha de traslucir de lo que digamos al tratar de los últimos acontecimientos.

La Asamblea Constituyente ha dado a la nación una ley fundamental liberal y democrática en sumo grado; ha establecido la libertad del pensamiento y de la conciencia en todas sus manifestaciones; ha creado leyes orgánicas en consonancia con la Constitución; y, por último, sosteniendo con sus votos y con su crédito al Gobierno interino, que con diversos nombres es desde octubre de 1868 el brazo de la revolución, ha conseguido afirmarla, allanando obstáculos, no pocos de los cuales eran un triste legado del régimen caído; venciendo con las armas los ataques violentos de enemigos de todo linaje, y conservando con energía la integridad del territorio nacional, a pesar de la rebelión parricida de Cuba y de las nacientes complicaciones internacionales, disipadas por la entereza y una prudencia decorosa.

Si a esto se añade la severa majestad de algunas discusiones parlamentarias el valer, la elocuencia y la indisputable elevación en las ideas de varios oradores, y el generoso espíritu de tolerancia, sólo en raras ocasiones desmentido, con que, tanto en la Prensa cuanto en la tribuna, han sido sufridas las más atroces injurias contra los hombres, contra los hechos y contra las doctrinas que en la revolución prevalecen, no se puede negar que, si bien no hay que lisonjearnos de ser la admiración de Europa, porque nuestra postración de hace muchos años, y el auge, la grandeza y el orgullo consiguiente de otras naciones imposibilitan dicha admiración, al menos no somos blanco de un desdén justo y de un menosprecio merecido, cuando las cosas se miran imparcialmente, y no se dicta sentencia fundándose en pormenores ridículos que la malevolencia se complace en abultar y que suelen ocurrir siempre en las discordias civiles.

No es extraño que la Asamblea Constituyente se sienta fatigada después de tan largos trabajos. Su vida ha sido activa y fecunda. Su recuerdo será grato a los españoles amantes de la Libertad. Para que su recuerdo sea también altamente glorioso, lo que importa ahora es completar la obra comenzada, y morir luego de una muerte voluntaria y oportuna.

En la mente de todos está la convicción de que esto es lo que importa. Y, sin embargo, nadie desconoce tampoco la inmensa dificultad de convenir en una solución definitiva.

Por un temor harto fundado a la anarquía y a los desórdenes espantosos que hubiera traído la República, y por la íntima creencia en que están los más de los representantes del pueblo de que éste por su historia y por su condición propia es monárquico, la monarquía ha vuelto a ser proclamada, y el trono, que al caer la dinastía de los Borbones vino con ella al suelo, ha vuelto a levantarse; pero el trono está vacío, y es menester hallar pronto una persona que lo ocupe. Toda la dificultad reside en hallar a esta persona. En ella han de concurrir dos circunstancias: que acepte el alto empleo que se le ofrezca, y que la nación, representada por la mayoría de las Cortes, la considere merecedora de dicho alto empleo.

Encargado el Gobierno desde muy temprano de esta comisión, nadie le acusará de que anduvo reacio en su desempeño. No es justo tampoco acusarlo de inhábil; pero ¿cómo negar que ha estado poco dichoso? Y aunque la desdicha no es culpa, la desdicha siempre desacredita o rebaja en la opinión a quien la tiene. De cuatro príncipes extranjeros sabemos con evidencia que han rehusado la corona de España. De otros tres o cuatro más hay vehementes sospechas de que han hecho lo propio, aunque el Gobierno nos lo ha ocultado y callado por caridad, a fin no darnos nuevas mortificaciones y desengaños. Si como se supone y se murmura, el Gobierno sigue buscando rey de Corte en Corte; si continúa ofreciendo la corona de San Fernando, ya a un príncipe, ya a otro, tendremos el gusto, al cabo, permitírsenos lo vulgar de la frase, de que no que de un solo príncipe en toda la principería que atesora el Almanaque de Gotha que no nos haya pegado un sofión más o menos solemne.

Pero, ¿qué ha de hacer el Gobierno?, se nos dirá. ¿Cómo no exponerse a los sofiones, si tiene que buscar rey? Observaciones son éstas a las que hemos contestado previamente. Nosotros no llamamos al Gobierno inhábil, sino desdichado y lamentable en este negocio. Claro está que tiene que buscar rey, y que no puede buscarle de otra manera.

Los Príncipes de nuestro siglo no usan ya el vivir heroico, épico y aventurero de los siglos pasados. No gustan de abandonar el sosiego de sus palacios, y la comodidad y holganza de las Cortes de sus padres o de sus tíos, para irse, pidiendo armas y caballo, a correr aventuras. No hay reino, por dilatado y glorioso que sea, que los decida a peligrar algo para ser en él monarcas. Se diría, además, que la sombra inulta del infeliz Maximiliano acude al poner el freno de la prudencia a cualquier ambición que pueda nacer. Sin embargo, no diremos nosotros de ninguno de estos príncipes lo que de Celestino V dijo el Dante con su acostumbrada crudeza:

Che fece per viltate il gran rifiuto.



Los tiempos son otros; y, además, el ofrecimiento de una corona constitucional democrática no despierta, ni aviva, como no requiere tampoco las calidades del héroe de una epopeya. Nada más opuesto al ideal del rey constitucional-democrático que el rey de acero de que nos ha hablado, en el calor de la improvisación, un orador insigne.

Sea como sea, lo cierto es que hasta ahora no hemos dado con ningún príncipe ni de acero ni de cera, que se atreva a ser rey de España.

La malandanza y el peor éxito de estas negociaciones para hallar rey en tierras extrañas han dado cuerpo y brío a un pensamiento singular; al pensamiento de elegir rey a un ilustre compatriota nuestro, ya muy anciano, que vive en el retiro como Cincinato y Wamba, y que, si no es de regia estirpe, ha alcanzado por sus merecimientos, servicios y virtudes, elevadísima posición, universal respeto, extraordinaria y constante popularidad y claro renombre. Los que intentan elegir rey a este personaje, recuerdan, sin duda, los versos o coinciden con los versos tan sabidos, que dicen:


   Le premier qui fut roi fut un soldat heureux:
Qui sert bien sa patrie n'a pas besoin d'aïeux.



Lo malo es que han olvidado o no han comprendido que con nuestra Constitución, y en estos momentos históricos, un rey así es imposible o al menos no es conveniente.

El soldado dichoso no acepta la corona, la toma. No se hace elegir por una Asamblea Constituyente, sino que la disuelve con violencia, y hace que confirmen más tarde su poder el Ejército y la plebe. No se pone por bajo de la Constitución, sino en un lugar de la Constitución.

Un particular, por elevado que esté en la jerarquía social, cuando llega a ceñirse una corona, tiene derecho para creerse, con relación a los demás hombres, lo que es el pastor con relación con el rebaño. César dio su nombre a los nombres los monarcas de esta clase. Los monarcas de esta clase, que en la antigua Grecia se llamaban tiranos, se llaman césares ahora. Ante un César cualquiera, grande o pequeño; ante un particular, aceptado o elegido rey por la democracia, el pueblo se aniquila o desaparece; César lo es todo. El pueblo no piensa; César piensa, obra y manda por él. Napoleón III lo ha dicho, reduciendo a sistema la Historia: «Cuando la Providencia suscita hombres como César es para trazar a los pueblos el camino que deben seguir, marcar con el sello de su genio una era nueva y terminar en pocos años el trabajo de muchos siglos.» La obediencia ciega al César, según la teoría de Napoleón III, debe extenderse más allá del sepulcro: debe ser póstuma. «Durante muchos siglos -exclama- ha bastado decir al mundo que tal había sido la voluntad del César para que el mundo obedeciese.»

Cuando el teatro no es bastante grande para que en él pueda César representar su papel, o el particular elegido monarca no tiene aliento y capacidad para representarle, representa el papel de Augústulo, o, si se quiere, de Masanielo. De todos modos, es indudable, en nuestro sentir, que el encumbramiento de un particular al trono causa casi siempre un vértigo de vanidad, un engreimiento perturbador en el encumbrado, que suele trastornarle el juicio y conducirle a la locura. Monsieur Beulé acaba de demostrar, en unas historias eruditas y elegantes, que casi todos los césares antiguos se volvieron locos. Para no volverse loco, para aceptar y cumplir la misión de César con calma y juicio, se necesita un temple de alma punto menos que divino. Esto también lo ha dicho Napoleón III. Un César es y debe ser un hombre divino, providencial: un Dios o nada. «Desventurados los pueblos que lo desconocen y lo combaten. Son como los judíos que crucifican a su Mesías.»

Ahora bien: ¿quieren los amigos de ese general anciano hacerle César, Mesías y Dios, encargado providencialmente del triunfo definitivo del bien, etcétera, etc., o mero rey constitucional democrático, blando, amoroso y conservando en el pueblo todos sus derechos individuales y colectivos, sin entremeterse en marcarle caminos, guiarle y apacentarle? Si quieren esto último (y no otra cosa pueden querer los liberales), mejor que un particular es para un rey un hombre a quien casuales circunstancias hayan colocado en tal situación, que no se desvanezca subiendo al trono, y que conozca al subir a él que sube por pertenecer a cierta clase y no por mérito propio.

Se argumentará que el egregio patricio, a quien anhelan dar la corona, ni se engríe, ni se ensoberbece, ni se vuelve loco por estos hombres; que no aspirará a trazar caminos, sino que será el primero en ir por los ya trazados; que no querrá que se cumpla su voluntad propia, en vida y en muerte, sino que será su programa el cumplimiento de la voluntad nacional. Todo esto lo creemos como los más apasionados del general candidato; pero creyéndolo y dándolo por firme y seguro, se nos ofrece otro inconveniente no menor. Los reyes improvisados, los reyes que fueron meros ciudadanos, nunca han sido clementes y dulces, sin caer en el menosprecio; sin hacerse blanco (¡tal es la ruindad de los hombres!) de las burlas y del escarnio de sus súbditos. Tito, para ser tan clemente, para ser las delicias del género humano, tuvo que ser antes espantosamente cruel, a fin de infundir en los ánimos un terror profundo que hiciera en lo sucesivo compatibles la clemencia y la dulzura con la veneración y el respeto. De otra suerte, fuerza es confesarlo, los modales campesinos de un César labriego, sus mismas virtudes sencillas, su bondad patriarcal y su llaneza franca, darían perpetuo asunto a los chistes, y pretexto al desvío de las clases elegantes y aristocráticas de la sociedad, y de tantos y tantos como por vanidad, interés o petulancia las siguen, aunque hayan nacido en humilde cuna.

En torno de un rey así, valiéndonos de una frase en moda, se haría el vacío. Las que se llaman clases conservadoras le dejarían aislado y harían escarnio de él, por más que él conservase todo lo conservable. Un rey así, para hacerse respetar, tendría que convertirse en tirano, o encomendar a la plebe su venganza, lo cual sería una guerra civil incesante.

De resultas de que no hay príncipe extranjero que consienta en ser rey de España, se han aumentado también los partidarios de otra candidatura, que fue desde el principio la que patrocinaron los principales y más eficaces actores y jefes de la revolución.

Esta candidatura, sin entrar jamás en el examen de la persona en sí, esto es, de sus prendas de entendimiento y de carácter, no tiene los inconvenientes que hemos notado en la anterior. El candidato ha nacido «en la púrpura. El candidato tiene, además, la peregrina circunstancia, que casi debemos agradecer al vernos tan desdeñados, de que no nos desdeña y de que anhela ser rey de esta nación. Sin embargo, hoy parece casi imposible que pueda llegar a serlo. La mayoría del partido revolucionario más numeroso le desecha, creyéndole candidato de otro partido, revolucionario también, pero de quien todo lo teme.

Con todo, el duque de Montpensier, pues, dejando las perífrasis a un lado, de él se trata y bien podemos nombrarle, no hay razón para afirmar que sea un candidato del partido; no hay razón para decir que sea el candidato que la Unión Liberal quiere imponer al pueblo.

Casi todos los diputados de la Unión Liberal estaban dispuestos a votar a don Fernando de Coburgo, el cual se negó a ser rey de España. Casi todos los diputados de la Unión Liberal se prestaban asimismo a votar a don Luis, el monarca portugués, que tampoco nos quiso. Y, por último, la mayor parte de los unionistas hubieran votado al duque de Aosta, y algunos votaron al duque de Génova; pero el duque de Génova y el duque de Aosta rehusaron la corona de España. A esto se pueden añadir que no han faltado diputados unionistas que han deseado para rey al príncipe Carlos de Prusia y al príncipe Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen. Por tanto, salvo seis a siete individuos constantes e inquebrantables, más que de pertinaz en aspirar a que Montpensier sea elegido, puede y debe la Unión Liberal ser tildada de acomodaticia y facilitona. Pero ¿quién convence a muchos progresistas de que esto es así? No se convencerían, aunque sucesivamente merced a los trabajos y sabias manipulaciones de sus diplomáticos, nos fuesen presentando para reyes a todos los príncipes de la Tierra, incluso el príncipe Kun y el príncipe Muley-el-Abbas, los fuésemos aceptando a todos, y los príncipes luego nos fuesen desairando.

Nace de aquí el que toda la mayoría monárquica de las Cortes Constituyentes se halle dividida, con respecto a la elección de rey, en tres bandos principales: los que desean por rey al general Esparteros, los que desean por rey a Montpensier, o por entusiasmo o porque no hay otro, y los que desean que dure la interinidad.

Por un artificio, que no sabemos a qué conduce; por un pudor parlamentario, los montpensieristas se llaman meramente antiinterinistas; pero claro está que este secreto es el secreto a voces, pues no habiendo en el día más candidatos posibles que Montpensier o Esparteros, pedir que la interenidad cese es pedir que sea rey, si no Esparteros, Montpensier. No hay en esto, a pesar de todo, cálculo ni malicia. Sería una malicia harto inocente. En realidad, pocos montpensieristas no sacrificarían aun a su duque de Montpensier en aras de la conciliación de las tres procedencias, suponiendo que pudiera presentarse otro candidato digno.

Dividida de esta suerte la mayoría monárquica de las Cortes Constituyentes, se ha puesto a discusión la ley para la elección de monarca. Los diputados de la Comisión, anhelando facilitar la elección, disponían que bastase para hacerla el mismo número de diputados que para hacer otra ley cualquiera; pero en la Comisión hubo un disidente, el señor Rojo Arias, el cual formuló un voto particular, exigiendo para la elección de rey la mitad más uno de todos los diputados que pueden tomar asiento en el Congreso. En el estado de fraccionamiento en que se hallaba la mayoría, y habiendo en las Cortes sobre ochenta republicanos y algunos tradicionalistas y alfonsinos, el voto del señor Rojo Arias equivalía a hacer imposible la elección de rey; era el triunfo de la interinidad indefinida, tal vez de la República, y de la revolución más tarde. Sin embargo, el voto del señor Rojo Arias fue tomado en consideración. Al vencer en esta votación primera, los republicanos no pudieron contener su alegría y prorrumpieron en alto aplauso; los tradicionalistas entonaron el tedéum y otras oraciones eucarísticas y jaculatorias.

En el seno de la Unión Liberal había, desde el principio de la revolución, un pequeño número de diputados alfonsinos hasta cierto punto. Decimos hasta cierto punto, porque una verdadera fe, un entusiasmo vivo por el príncipe don Alfonso no es posible que nadie le tenga ni le finja. La idea de la legitimidad no es tampoco bastante firme ni bastante inflexible en el alma de ningún hombre ilustrado de ahora, para que le decida a sacrificarse y consagrarse a ella.

Los alfonsinos de la Unión Liberal lo eran, pues, hasta cierto punto, en el sentido de haber conocido y tratado al augusto adolescente y de haberle cobrado afición y cariño, y de pensar que, en vez de un duque de Génova o de otro extranjero, que no nos quiere, el príncipe Alfonso, que es español, había de querernos, al menos para reinar sobre nosotros, y había de reinar, si no bien, como otro cualquiera, con su Constitución, sus Cortes y sus libertades, hasta cierto punto también. Pensando así, menester es ser justos, no faltaron a nada los diputados unionistas alfonsinos, que ni contribuyeron a hacer la revolución, ni la aceptaron después. Eran lógicos y consecuentes. No diríamos lo mismo de cualquier unionista, si lo hubiese, que después de contribuir a la revolución o de aceptarla, fuese alfonsino. Mas no se hallan en este caso el señor Cánovas, jefe de los unionistas alfonsinos, y el pequeño grupo que capitanea.

Ni se puede acusar tampoco al señor Cánovas de poco franco. Siempre ha dicho su pensamiento hasta donde podía y debía decirlo. Sus discursos al discutirse la Constitución y sobre las joyas de la Corona, sus votos y su conducta en las Cortes y en el seno de la Unión Liberal, a cuyas reuniones nunca o casi nunca asistía, estaban declarando cuáles eran sus pensamientos y propósitos. Sus conversaciones casi públicas, en el salón de conferencias y en otras partes, acababan de corroborarlo.

No debió, pues, sorprender que el señor Cánovas, bien por una recrudescencia de amor hacia el príncipe Alfonso, bien por mero escrúpulo de su profunda fe monárquica, no quisiese contribuir a que pudiera elegirse un rey por pocos votos, y se abstuviese, como se abstuvo, de votar en pro o en contra del voto particular del señor Rojo Arias. Los diputados que le siguen, como es natural, imitaron su conducta.

Ésta (¿para qué ocultarlo?) hirió hondamente los sentimientos de la Unión Liberal revolucionaria. El señor Cánovas, uno de sus adalides más fuertes, una de sus glorias más brillantes, una de sus más claras lumbreras, la abandonaba. La Unión Liberal no podía entenderlo de otro modo, y así lo lamentó en una junta. Poco tiempo después, el señor Cánovas, al discutirse ampliamente el voto particular, hubo de confirmarlo.

El señor Cánovas habló, y no siendo nosotros de aquellos a quienes ciega el espíritu de partido, hemos de confesar que pronunció uno de los más bellos y elocuentes discursos que ha pronunciado en su vida y que se han oído en el seno de las Cortes Constituyentes.

El señor Cánovas no contentó a nadie, pero no quiso contentar a nadie. Ni alzó la bandera de la Restauración, ni se acogió a la bandera de la Revolución. Se quedó donde estaba antes: sólo con su pequeña hueste, aislado, en el confín de la Revolución y de la reacción entre los diversos partidos que dentro y fuera del Parlamento se disputan el predominio y pugnan por conquistar el porvenir. Lo que hizo el señor Cánovas fue deslindar su posición, señalar el punto donde está acampado, clavar en él su bandera, y aguardar allí a que vayan a unírsele, ya los alfonsinos, haciéndose más liberales, ya los revolucionarios, retrocediendo y arrepintiéndose de muchos pasos que han lado. Nosotros creemos que ni los alfonsinos irán en busca del señor Cánovas, ni nosotros tampoco iremos a buscarle. O el señor Cánovas se quedará solo, o tendrá al cabo que mover su campo, cansado de aguardar, ya para ir en busca de los unos, ya para ir en busca de los otros; pero, entre tanto, es menester admirarse de su arrogancia y de la robusta y confiada elocuencia con que la expresó.

Las declaraciones que el señor Cánovas hizo en favor del príncipe Alfonso fueron para este príncipe y para su madre muy poco lisonjeras. Todo se redujo a simpatías personales y a buenos recuerdos. En suma: para el señor Cánovas el príncipe Alfonso es un candidato predilecto, pero no es el único candidato posible. El señor Cánovas, separado de la Revolución para absolverla, condenarla definitivamente, deja entrever que la absolverá y reconocerá, si hace el orden, y que reconocerá asimismo, apoyará, y defenderá a cualquier rey que la Revolución elija, sacrificando en aras de la patria sus afecciones personales.

Contestó al señor Cánovas el señor Ríos Rosas con un no menos elocuente y profundo discurso. Largo sería analizar aquí las razones o sutilezas que el señor Cánovas adujo en favor del voto particular, y los argumentos con que el señor Ríos Rosas las refutó victoriosamente. Ambos oradores se alzaron muy por cima de la cuestión, ya de suyo muy alta, y, encumbrados en superior esfera, juzgaron la revolución última y sus antecedentes históricos, condenándola uno por haber ido muy lejos en su liberalismo, y absolviéndola y aplaudiéndola el otro por haber ido tan lejos.

El señor Ríos Rosas tuvo momentos de aquella arrebatadora y enérgica inspiración que tanto le caracteriza. Los diputados ahogaron repetidas veces su acento varonil en estrepitosos aplausos. Estuvo, sobre todo, admirable de verdad, de claridad y briosa concisión, al defender la elección de los reyes por las asambleas, y al condenar, en nombre de la Libertad, la elección por medio de un plebiscito. En efecto, ¿qué libertad puede prevalecer, qué Cortes o qué cuerpo legislativo podrán ser más que un vano simulacro, ante la voluntad de un hombre, elegido por toda la vida, y aun por la vida de sus descendientes, y elevado a la suprema dignidad por siete millones de votos? Ante la voluntad de aquel hombre, que aparece como la personificación de la voluntad de todo un pueblo, ni el mismo derecho divino, aun creído a pies juntillas, es tan eficaz instrumento del poder absoluto.

El señor Rivero, en una bella peroración, y otros varios señores diputados, intervinieron también en la discusión del voto particular, y al cabo, el día 7, se votó el voto, y triunfó por la coalición de los republicanos y neocatólicos con los interinistas.

Este triunfo se llevó consigo la leve esperanza que aún quedaba de salir de la interinidad por ahora.

Ni Esparteros ni Montpensier es verosímil que reúnan 171 votos, que para ser rey son necesarios. No es verosímil tampoco que el Gobierno tenga preparado y oculto algún candidato, y que a última hora nos lo presente, dando a todas estas peripecias un inesperado y rápido desenlace.

A pesar del desengaño y de la derrota, no pocos antiinterinistas acudieron en la noche del 7 al Senado, a una reunión a que los había convocado el general Izquierdo y otros diputados monárquicos.

Los reunidos, contando las adhesiones, pasaron de ciento, y declararon haber llegado el momento de dar fin a la interinidad eligiendo monarca. Se decidió asimismo poner este acuerdo en conocimiento del Gobierno, por medio de una Comisión, a fin de declinar el ánimo del Gobierno a que la misma proposición, esto es, que era llegado el momento de salir de la interinidad, eligiendo monarca, se discutiese en plena y pública sesión de las Cortes.

Ignoramos, aún, al escribir esta revista, si el Gobierno verá o no con gusto, hallará o no inconveniente, que las Cortes discutan la proposición; pero si la proposición, con beneplácito del Gobierno o sin él, llega a discutirse en las Cortes, nos parece imposible que no venga también inevitablemente la discusión de los candidatos, y sean la discusión y la sesión en extremo tempestuosas.

En la reunión promovida y convocada por el general Izquierdo, hablaron varios señores diputados; pero quien se llevó la palma, pronunciando un bellísimo discurso, lleno de atinadas juiciosas y profundas observaciones: fue el señor Becerra. El discurso propendía a demostrar que el buen éxito de la revolución, su consolidación benéfica y los sazonados frutos que de ella debían esperarse, todo dependía o hubiera dependido, no de la conciliación, sino de la fusión íntima de los elementos revolucionarios, amalgamados por el fuego de la revolución misma y produciendo nuevos partidos en consonancia con ella.

Desgraciadamente, el propio señor Becerra reconoció que ya era demasiado tarde para esa fusión y para la creación de nuevos partidos. Temeroso de que dos señores, de procedencia democrática, estuviesen en desacuerdo con él, en la cuestión que era objeto de la junta, exclamó: «Con quien vengo, vengo», y estuvo a punto de entibiar bastante su deseo y de cejar más aún en su propósito de poner fin a la interinidad.

Ahora, añadiremos nosotros que sólo por no oír hablar, y por no tener que hablar tanto de interinidad aunque no hubiese más valederas razones, estamos deseando que la interinidad se acabe. Supongamos que con terminar la interinidad, ni se afirma y sube el crédito, ni la Hacienda se mejora, ni el orden social se restablece; pero al menos habrá una novedad, variarán las cosas, sucederá algo, cambiará un poco la escena. La acción del drama que se está representando es demasiado lánguida, y el público se aburre; es, a la vez, demasiado misteriosa y enmarañada, y el público se impacienta y desea ver el desenlace. Nada hay más peligroso que esta impaciencia y este aburrimiento del público. Dios libre a los actores del drama de llevar una silba estrepitosa, sin respeto ni consideración a lo bien que accionan y declaman.




- III -

28 de febrero de 1873.

Los casos ocurridos en los días que preceden al de la fecha, casi durante un mes, son tantos y tan extraordinarios, que no podremos referirlos circunstanciadamente en esta revista. De ellos han sido testigos, cuando no actores, cuantos la leen; de ellos tienen, además, conocimiento por los periódicos diarios. Lo que importa, pues, lo que puede dar alguna novedad a este escrito no es contar los indicados sucesos, sino discurrir sobre sus causas y enlace, y, si no fuese atrevimiento y presunción sobrada, emitir nuestro juicio y aventurar algún pronóstico. Las únicas ventajas que para esto llevamos a los periódicos diarios son grandes, por más que no dependan sino de la índole de nuestra publicación, lo cual ni sostiene exclusivamente los intereses de un partido, ni debe tomar el tono de la pasión, ni es justo que se deje arrebatar de las impresiones del momento, sino que ha de tender sobre el complejo período histórico una mirada serena y desapasionada: una mirada, permítasenos decirlo, verdaderamente teórica.

Es cierto que, si bien el fin de esta publicación es más literato y científico que de política militante, la mayor parte de sus habituales redactores pertenecen al partido que se llama conservador de la revolución; pero, aun siendo así, como lo es, y militando en dicho partido, como milita, la persona a quien toca desempeñar hoy esta tarea, todavía por la actitud que ha tomado dicho partido recientemente, le es dable considerar los sucesos con la imparcialidad y la serenidad no del actor, sino del mero testigo.

El día 11, en la solemne sesión en que aceptó la Asamblea la renuncia a la corona de España de don Amadeo I y su descendencia, nos apostrofaba elegantemente el señor Castelar, diciéndonos estas o semejantes palabras: «Monárquicos de la revolución, sois como los ángeles de la leyenda alemana cuando se quedaron sin Dios.»

Al contestar a esta frase con los indispensables distingos, creemos que ha de fijarse la posición de nuestro partido, en medio de esta grande y harto ominosa agitación que conmueve hoy a la patria, hasta en lo más profundo de su seno. No, señor Castelar, podemos asegurarlo; no hay en todo el partido monárquico conservador de la revolución un individuo solo para quien un rey sea tan esencial en el Estado, como para los ángeles, para los hombres y para todas las criaturas es un Dios, un padre común en el Cielo. Sin Dios, así el mundo moral, como el mundo físico, quedaría para nosotros sin fundamento; la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo honesto y lo torpe, se borraría; la alta dignidad y excelencia del humano linaje no tendrían razón de ser, y la nobilísima noción de deberes y derechos, de autoridad y de libertad, perdería todo apoyo y sostén, a no buscarlo en la honrada inconsecuencia de algún filósofo cándido, o en los vanos y enmarañados sofismas de algún ergotista incomprensible. La angustia y el espanto de los ángeles de Juan Pablo Richter al saber que no había Dios, estaban, pues, muy motivados; pero nuestro espanto y nuestra angustia porque no haya rey son de diversa índole. No digamos ya para los monárquicos, revolucionarios del día, a quienes pudiera su ponerse tibieza de fe; mas ni para los monárquicos españoles de todas las épocas, y aun para los buenos escritores políticos de los más brillantes tiempos de nuestra monarquía, ha sido ésta jamás una necesidad imprescindible; algo como una religión, y el rey algo como Dios en la Tierra, salvo en el sentido racional y profundo de que el rey es poder, y de que todo poder legítimo, fundado por una república para constituir un modo de vivir ordenado y político, es de origen divino. Ser, pues, monárquico y no republicano es cuestión de apreciación histórica y no cuestión metafísica y trascendental, como una religión, o al menos como una filosofía. Hacednos buena la república y la aplaudiremos, y reconoceremos el error de que no era conveniente en España. Entre tanto, tendremos que repetir lo que han declarado los pocos conservadores de la revolución que forman parte de la Asamblea nacional, a saber: que somos monárquicos sin monarca, lo cual significa que dudamos mucho de que la República pueda ser para bien de nuestra patria; pero que no teniendo candidato al trono, ni juzgando patriótico buscarlo ni poner el menor obstáculo a la realización de una república ordenada, hasta que se demuestre con evidencia que estos propósitos son vanos e imposibles, nos sometemos lealmente a la República, la reconocemos como un hecho consumado, a pesar de su origen no legítimo hasta ahora, y nos prestamos a darle nuestro débil apoyo para sostener el orden público, la integridad del territorio y la unidad de la nación.

En España, abandonada por el rey que elegimos, nos parece imposible, o al menos poco decoroso y harto peligroso, buscar otro rey entre las familias soberanas de Europa. Pensar en un rey no nacido en la púrpura, en un particular benemérito para elevarle al trono democrático de un pueblo libre es un verdadero absurdo. Elevaciones de esta clase no puede ni debe hacerlas un partido, y, sobre todo, un partido liberal; elevaciones de esta clase no se hacen sólo por fría razón de Estado; elevaciones de esta clase se hacen por el entusiasmo de las turbas o por aclamación popular o militar, interviniendo la violencia casi siempre, pasando casi siempre por la dictadura, y dando por resultado no un rey, sino un César, con la pérdida de la libertad, de que el pueblo se ha mostrado incapaz o se ha hecho indigno. Claro está que no podemos tampoco hacernos carlistas. Por sostener nuestra sola afirmación de monárquicos, no nos sería lícito renegar de otras mil afirmaciones y creencias mucho más esenciales. ¿Hemos, por último, de ser alfonsinos? Ni de los labios ni de la pluma de quien esto escribe ha salido jamás, al menos en público, la menor palabra acerba contra la dinastía borbónica después de su expulsión; pero no quiere, sin embargo, que vuelva a reinar en España. Si su partido volviese a ella los ojos, si su partido la llamase, cantaría una vergonzosa palinodia; se haría merecedor de la perpetua desconfianza de los revolucionarios por la inestabilidad de su fe en los principios liberales; y nunca llegaría a inspirar afecto ni la menor confianza, a la dinastía borbónica, arrojada por él, dado que esta dinastía volviera a entronizarse. La revolución de 1868, hecha principal, casi exclusivamente por el partido mencionado, no tendría justificación alguna. No nos valdría decir que nos habíamos equivocado, que nos habíamos desengañado y arrepentido. En asuntos de tanta importancia no es excusa lo falible del juicio. La revolución de 1868, si nosotros nos hiciéramos alfonsinos, sería condenada por nuestra propia sentencia, y se reduciría a las exiguas y feas proporciones de un motín militar, nacido sólo de la ambición y del despecho. Por lo expuesto, no podemos tampoco, en nuestro sentir, hacernos alfonsinos.

Pero todo esto se entiende por ahora, mientras quede y sobreviva la menor esperanza de que puede haber orden, paz, concierto, unidad nacional, respeto a las leyes, seguridad para las personas y garantía para la propiedad con el régimen republicano. Si esta esperanza se pierde, no seremos nosotros, serán el señor Castelar y sus amigos los que se encarguen de demostrar que los españoles sin rey son como los ángeles de la leyenda alemana sin Dios; y entonces, como la desesperación todo lo justifica, como la patria, la familia, la honra misma, la seguridad de la vida y de la hacienda, el jus inculpatae tutelae, en suma, está por cima de todo anterior compromiso, y como el sentimiento patriótico supera al sentimiento más o menos liberal, y la cuestión social se sobrepone a la cuestión política, bien pudiéramos hacernos, con la conciencia tranquila y limpia, no ya sólo partidarios de don Alfonso XII, sino hasta humildes vasallos de don Carlos VII. Dios ponga tiento en las manos y juicio en el alma de los corifeos republicanos para que no nos lleven a ninguno de estos extremos.

Las causas de que se realicen nuestros temores pueden estar o en las mismas doctrinas de esos corifeos, o en su conducta, o en las condiciones del pueblo español.

Entre las doctrinas hay dos puntos capitales: uno de ellos que entraña un error gravísimo y absoluto, otro que es disputable, pero que se presta a perversas interpretaciones y éstas pueden originar los mayores desastres. Ambos puntos han sido sostenidos y divulgados, con buena intención sin duda, por los jefes más caracterizados del partido republicano.

Es el primer punto la afirmación de que hay un cuarto estado, desheredado del Poder y de todo por el tercero; y de que este cuarto estado debe venir al Poder y alcanzarlo todo de la República. La afirmación de tal doctrina, tomada de los peores y más abominables libros franceses, puede engendrar furores espantosos en el corazón de la muchedumbre y dar origen al asesinato y al incendio, como ha ocurrido en Montilla y en otros lugares. El cuarto estado no existe, ni ha existido nunca. Se ha llamado siempre tercer estado o estado llano, para distinguirlo de las clases o estados privilegiados cuando los había, a todo el pueblo en general, menos la nobleza y el clero, que gozaban de privilegios. En el día, el clero no tiene más privilegio que el de no cobrar; privilegio por cierto poco envidiable, y que tal vez se haga extensivo a las demás clases que debieran cobrar del Estado. La nobleza, salvo la calidad del abolengo ilustre, no suprimible, si no se suprimen los apellidos y se dispone que todos los recién nacidos vayan a la inclusa, no tiene privilegio tampoco. Resulta, pues, que no hay más que tercer estado o estado llano; que el estado llano lo es todo; o, por mejor decir, que no hay en realidad de verdad ni estado llano siquiera, no habiéndolos privilegiados, y no existiendo contraposición, sino que todo es pueblo, o que el pueblo es uno, bajo la misma ley y en las mismas condiciones de igualdad para cuantos lo componen. Imaginar, pues, y sostener después de esto que existe un cuarto estado y proclamar su advenimiento es suponer que existen castas distintas de gente, no ya meras individualidades, de ricos y pobres; y que la primera casta ha formado una oligarquía para dominar a la segunda; y que es preciso que ésta última se levante en son de guerra contra la primera, y rompa y destroce la tiranía del capital individual, que es el producto del trabajo acumulado y el estímulo de todo trabajo, en nombre de mentidos derechos y en contra de la naturaleza misma de las cosas, y de leyes económicas incontrastables, a menos de hundir la sociedad en el caos.

El segundo punto, divulgado y afirmado por los corifeos de la República, ya hemos dicho que es opinable y sujeto a controversia; pero no se puede negar que, mal entendido en las distintas provincias de España, darán ocasión, si no la está dando ya, a gravísimos desórdenes, y pudiera acabar hasta con la unidad política de la nación, hasta con el nombre y el ser de nuestra patria. El señor Salmerón o el señor Pi entenderán de un modo el federalismo; pero tal vez lo entiendan de otro en Cataluña y de otro en Andalucía. Esta idea pudiera hacer renacer las antiguas enemistades de región a región, de provincia a provincia, y hasta de lugar a lugar, haciéndonos retroceder a los siglos bárbaros y renovando el desorden y la anarquía que sobrevino en España con la extinción del califato, que duró en toda la Edad Media, y de la que todavía, bajo el poder robusto de la dinastía austríaca, hubo muestras, ya terribles y apoyadas en justas razones, como las comunidades y germanías, ya grotescas, como la famosa aventura del rebuzno, que algún fundamento histórico tendría, sin duda.

Entre los federales hay filósofos de grandes alcances, y es de presumir que alguna razón sublime y quintaesenciada, que no columbramos, tendrán para sostener la federación. Pero en la práctica no hallamos razón alguna para que el pueblo, que se ha hecho uno a costa de muchos sacrificios, de mucha sangre y de mil circunstancias dichosas, llegue a deshacer, o por lo menos a quebrantar, su unidad por un capricho político-filosófico. En Suiza se confederaron pueblos y razas, diversos por lenguaje, religión, costumbres y origen, y formaron confederación, haciendo cierta unidad de lo distinto. Lo mismo ocurrió en las varias colonias americanas, que se confederaron o unieron en 1776, al declarar su independencia, y en 1786, asegurada ya la independencia, estrecharon más el lazo de unión por medio de la Constitución, que aún dura. En el nacimiento y progreso de ambas repúblicas federales se advierte la propensión de menos unidad a más unidad. Lo nuevo y lo extraño para nosotros es que los lazos de unión se aflojen, en vez de estrecharse, y que esto se considere como un ideal admirable y apetecible. Si por federalismo se entiende cierta descentralización administrativa, y hasta la supresión de algunas atribuciones del Estado, en nombre de doctrinas individualistas, el negocio es muy diferente, y como ya hemos dicho, controvertible; pero siempre es peligroso y ocasionado a mil trastornos el llamar a esto federalismo y el proclamarlo como tal.

A pesar de las mencionadas causas que pueden influir en la desorganización completa de la recién nacida república y en la anarquía y disolución consiguientes, aún nos complacemos en esperar que la energía de los eminentes ciudadanos que como partidarios antiguos de la República han entrado a formar parte del Gobierno puede salvar a la nación de la tremenda crisis por que está atravesando. Por esto observamos su conducta con un interés y una ansiedad verdaderamente patrióticos.

El juicio, la moderación, los buenos instintos del pueblo deben, por último, concurrir a que la República se constituya, se salve y se afirme. En la situación en que está nuestro partido sin bandera que levantar, y anhelando evitar toda causa nueva de división y contienda, deseamos con toda el alma que la República logre establecerse y prosperar luego para bien de la patria; pero los más siniestros rumores, las noticias más alarmantes, los agüeros más tristes, vienen, contra nuestro deseo, a eclipsar la luz de tan halagüeña esperanza. Ora aseguran unos que los republicanos intransigentes no consideran esto como república, sino como un chapuz y un pastel, forjando y fantaseando una verdadera república que hace erizar de espanto los cabellos; ora pretenden otros que España va a convertirse en el centro de la demagogia europea, y que todos los héroes patibularios de la Commune de París buscarán aquí un asilo y nuevo teatro para sus sangrientos y vitandos dramas; ora pretenden otros que, relajada del todo la disciplina militar, los soldados no querrán sino irse a sus casas y que el Ejército se disuelva, privándonos de segura defensa contra el carlismo y contra el desenfreno de los bandidos y malhechores, los cuales podrán alzarse tumultuariamente en las ciudades y en los campos, bajo cualquier pretexto de cualquiera idea socialista o comunista.

Convenimos en que el terror de los más y quizá el pesimismo de algunos, han de acrecentar estos motivos de alarma; pero la alarma, por desgracia, tiene algún fundamento. Volvamos, con todo, la vista atrás lo más reposadamente que sea dable y procuremos sacar de la inspección de lo pasado algún indicio más consolador de lo que está por venir.

El último Ministerio radical, no sabemos si en todo o en parte, ni tampoco nos atrevemos a afirmar si inconsciente o conscientemente, nos ha traído la República, arrojando al rey de su trono. Tal vez el señor Ruiz Zorrilla le ha arrojado sin querer, sin saber lo que hacía; pero esto no es disculpa. El que no sabe lo que hace no se pone a ministro. Si tiene alguna modestia y algún temor de Dios y respeto a los hombres, no se pone siquiera a otro oficio, por bajo y mecánico que sea. Declarándose el partido que el señor Ruiz Zorrilla capitaneaba poco menos que antidinástico en la oposición; lanzando contra el trono discursos, como uno del señor Echegaray, que anhelaba orear el palacio, y artículos como el de La loca del Vaticano, y ligándose con todos los elementos antidinásticos para combatir, no sólo al poder ministerial, sino al trono, en unas elecciones generales, logró, por medio del terror, imponer al trono el último Ministerio radical. Una vez el poder alcanzado por tales artes, la consecuencia lógica, fatal, era que dicho Ministerio tuviese bajo tutela al rey y condenado a perpetuo radicalismo. O ser radical, o abdicar, o pelear en las calles contra el radicalismo sublevado y despreciador de la regla prerrogativa. No le quemaban otros recursos a don Amadeo I de Saboya.

Para que no hubiese duda sobre esto, ya el 30 del mes pasado, con ocasión de un pretendido desaire que creían haber recibido en palacio los ministros, estuvo la mayoría de los diputados casi a punto de declararse en Convención. Por no recibir el rey o por tardar en recibir a sus ministros, estando el rey preocupado y angustiado a causa de los dolores de parto o de sobreparto de la reina, estuvo la mayoría radical apercibida y dispuesta y lanzarle del trono. ¿Qué podía esperar el rey de esta mayoría, en otra ocasión de más importancia? Si aquello hacían en seco, ¿qué no harían en mojado, como vulgarmente se dice?

La ocasión de más importancia la dieron los oficiales de Artillería. No tenemos espacio para extendernos aquí en justificar el conflicto que promovieron. Para que no se crea, con todo, que reservamos nuestro juicio sobre algo, diremos que, en nuestro sentir, estaban plenamente justificados al promoverlo. El Gobierno, con prudencia y habilidad, debió haberlo evitado; pero no lo hizo y determinó dar un golpe de autoridad, acabando de desorganizar el ejército, excitando la ambición de los sargentos y cabos, haciendo nacer enemistades entre soldados y oficiales, y destruyendo un Cuerpo facultativo, modelo de lealtad y distinguido por su ciencia, en pro de la rutina y de las peores pasiones niveladoras. El rey no quería firmar los decretos dando la licencia absoluta a los oficiales. El Ministerio, sabida esta repugnancia del rey, acudió a la intimidación para vencerla. Promovió la cuestión en el seno del Congreso; obtuvo un voto de confianza por una mayoría de 191 votos, número fatídico, el mismo número que había dado la corona a don Amadeo, y prejuzgada así la cuestión, y, decidido sin duda a arrostrar el enojo del soberano, acudió a que éste firmase los decretos. No quiso el rey tratar de esto en Consejo de ministros la misma noche del día en que obtuvo el Gobierno el voto de confianza. Lo aplazó para el día siguiente, a las tres de la tarde. Para llevar ya la cuestión decidida, no sólo por el Congreso, sino también de hecho, el Gabinete mandó a los jefes y oficiales de Artillería que entregasen los regimientos y las piezas a las diez de aquella mañana. Burlándose así de la regia prerrogativa, decidiendo por sí una cuestión que iba a someter en Consejo a la decisión del rey, el Ministerio despreció por completo la autoridad real y consideró al soberano como a un autómata, sin voluntad ni inteligencia, ni propósito firme, del cual podía hacer a su antojo cuanto quisiera. En efecto: el rey firmó los decretos que los ministros le presentaron; pero, humillado y sonrojado del triste papel que le habían hecho representar, y conociendo que no era rey más que en el nombre, con mentida autoridad y con verdadero ludibrio y mofa de sus consejeros responsables, envió a las Cortes un mensaje abdicando la corona por sí y por sus hijos y descendientes.

De esta suprema determinación del rey casi sería lo más prudente decir con el gran poeta su compatriota:


   Ai posteri
l'ardua sentenza.



Aventurado era, por cierto, empeñar en las calles una lucha sangrienta, de éxito dudoso, para sostener la regia prerrogativa, no para imponerse, sino para no dejarse imponer por un Congreso y un Ministerio que, rompiendo el pacto fundamental y faltando a la Constitución del Estado, estaban dispuestos, según todos los indicios, a desconocer la autoridad del monarca; pero también es triste y desairado irse y dejar el campo, cuando se tiene de su parte la razón. Y si al menos se hubiera ido el rey por no firmar los decretos; pero firmarlos e irse, no se comprende. Quédele al menos el consuelo al partido conservador de la revolución de haber estado pronto y apercibido hasta el último instante, aun a costa de los mayores sacrificios, y desafiando los más terribles peligros a dar eficaz auxilio al rey, si, estando de su lado la legalidad hubiese sido desconocida y hollada por un Ministerio empeñado en conservar el mando a todo trance y por una mayoría parlamentaria levantisca y poco escrupulosa.

Conviene, no por defender a un partido, sino por defender a la nación española, tratada ya de volteriana y de insegura en la Prensa extranjera, hacer constar que no abandonaron al rey todos los que le habían traído, que no se fue porque se vio abandonado de todos. Y no se diga que los que le ofrecieron auxilio en los últimos instantes lo hacían por ambición de recobrar el mando. Muchos se lo ofrecieron que ni anhelaban mandar, ni podían mandar decorosamente, ni sentían otro estímulo que el deseo de mantener la legalidad existente y la autoridad constituida.

Por lo demás (aunque sea duro, es fuerza decirlo), las razones expuestas en el mensaje del rey no justifican cumplidamente la abdicación. O tenían razón o no tenían razón los ministros en pedir al rey que firmase los decretos. Si el rey en su conciencia creyó que tenían razón, debió firmarlos y no irse. Y si creyó que no tenían razón, no debió firmarlos ni irse tampoco, fuesen los que fuesen los peligros que le amenazaban. Antes que todo estaba su obligación de supremo magistrado, que era menester cumplir. No era esto imponerse, sino hacer que la razón y la justicia se impusieran.

El propósito de fundar una dinastía sin contrariar a nadie, sin ganar con maña y con halagos, o sin someter con la fuerza, apoyado en la ley, la voluntad de los súbditos discordes, es propósito imposible, no sólo en España, dividida, despedazada tiempo ha por muchos partidos, sino en cualquier otra nación, por mansa, suave y acomodaticia que sea. Los 191 que votaron al duque de Aosta para rey de España, aunque constituyentes, no tenían por cierto en el bolsillo el libre albedrío de todos los demás españoles. Inverosímil parece que en Italia, patria ilustre de tan grandes políticos, no hubiera quien hiciese patente al duque de Aosta, antes de que aceptase la corona de España, las inmensas dificultades que tendría que vencer, los graves peligros y los enormes disgustos que tendría que arrostrar y sufrir, y hasta quizá la sangre que tendría que derramar, a fin de sostener esa corona en sus sienes, para bien y prosperidad de la nueva patria que le adoptaba y elegía. Si todo esto le hubieran expuesto, o hubiera rehusado la corona o no la hubiera dejado caer por el suelo, impremeditadamente acaso, en un momento de desaliento y de cansancio.

El redactor del mensaje real no tenía necesidad de decirnos en nombre del rey que sentía casi que no hubiéramos tenido una invasión extranjera, para mostrar en ella su denuedo y valentía, que no quería mostrar contra sus súbditos. Esta flor le hubiera faltado al ramo. Dicho redactor se parece al médico de Molière, cuando deseaba fervientemente a sus amigos buenas pulmonías y buenas congestiones cerebrales, para hacer alarde de su ciencia curándolos. Por fortuna, nadie ha puesto en duda en España el valor de don Amadeo I, de la ilustre y heroica Casa de Saboya, sin necesidad de esa guerra o invasión extranjera que lo demostrase entre nosotros prácticamente y a ojos vistas. Pero, aunque no ha habido invasiones extranjeras, ha habido y hay rebeliones y guerras civiles, y durante el reinado de don Amadeo I bien se ha empleado la fuerza y se ha vertido la sangre. Españoles son los carlistas; españoles eran los sublevados de Málaga y de El Ferrol, y españoles son, aunque no quieran serlo y renieguen de su casta, los insurgentes de Cuba. Contra todos ellos ha empleado la fuerza don Amadeo; sobre todos ellos se ha impuesto, como su augusto padre dejó cojo a Garibaldi cuando fue menester.

¿Adónde llegaban, pues, los límites del querer o no querer imponerse? Esto es lo que no comprendemos. Si es imponerse disolver las Cortes y hacerlas morir de muerte prematura, dos ha disuelto, y una de ellas apenas nacida. Si es imponerse despedir Ministerios que tuviesen inmensa mayoría, alguno ha despedido que tenía mayoría inmensa y que no había probado aún por sus actos si era tan poco merecedor de su confianza.

La verdad es, por más que nosotros respetemos y queramos bien al duque de Aosta, que en este pleito que entre él y la nación española ha de suscitar la Historia, sobre si hizo bien o no hizo bien en dejarla, nos inclinamos a creer, sin temor de que nos ciegue el amor patrio, que ha de obtener sentencia favorable, o al menos que no ha de ser condenada por completo la nación española. Al duque de Aosta no debió ocultársele que aquí había carlistas, alfonsinos y republicanos de varios géneros; que entre los mismos monárquicos de la revolución había disidencias profundas, y que aun entre los mismos que le votaron no había perfecto acuerdo, sino envidias y rencores mal disimulados y contenidos. Sabido esto, como le incumbía saberlo, o no debió de venir, o debió venir resuelto a todo, salvo a no romper el pacto, la Constitución en cuya virtud era rey.

Al irse de repente, en un momento de hastío y de cansancio, nos expuso a grandísimos males, que no se realizaron gracias a la cordura del pueblo de Madrid y a la docilidad y ecuanimidad con que los radicales votaron la República; docilidad casi disculpable, porque al cabo ¿qué habían de hacer cuando el monarca se les iba y el pueblo cercaba amenazador el palacio de la Asamblea? Pero esta docilidad pudiera interpretarse aviesamente, en vista de la persistencia con que los radicales tiran a conservar las carteras y los demás empleos y posiciones.

Entre tanto, tal vez las escenas espantosas de Montilla y otros lugares, los desórdenes de Málaga y otros que pueden sobrevenir, se hubieran podido evitar, si este tránsito de la Monarquía a la República no hubiera sido, aunque dulce, tan impensado y repentino.

Las Cortes, reunidas ambas cámaras en un solo cuerpo, se declararon Asamblea Nacional soberana, aceptaron la abdicación y resumieron en sí los poderes todos.

El mensaje de la Asamblea al rey dicen que está redactado por un notable escritor y orador distinguidísimo; pero, aunque pequemos hoy de descontentadizos, nos atrevemos a decir que hubieran podido evitarse tantos encomios hiperbólicos a la nación, pues nadie, aunque sea toda una nación, debe elogiarse desaforadamente a sí propio. Nos toca añadir además que aquella retórica, que aquel golpe inesperado de lo último, o es ironía o chanza, o nos parece de un buen gusto dudoso, aunque serio. Después de afirmar que el rey se ha conducido divinamente, sin duda porque se ha ido, se le promete un premio, una gran condecoración, título o dignidad, por decirlo así, que podemos concederle. Cualquiera que lea el escrito por vez primera estará pensando y cavilando si querrán hacer al rey Sebastocrátor, Caimacan, Dalai-Lama o Micado in partibus, hasta que se advierte que lo que quiere hacerse del ex rey es un ciudadano español. Repetimos que o es una broma inoportuna o una candidez exorbitante querer premiar con el título de ciudadano a quien se va y renuncia a ser el jefe de los ciudadanos, evidentemente porque no pueda ya sufrirlos ni aguantarlos, con razón o sin ella.

Esta afición a lo hiperbólico, sobre todo en la alabanza propia como nación, es una manía general, que tiene mucho de lisonja para el vulgo; porque, generalmente, suele acontecer que los que más ensalzan a esta nación en público, de gloriosa, de invicta, de sabia y de prudente, son los que peor concepto tienen de ella y los que peor hablan de ella cuando se hablan al oído. Seguros estamos, por ejemplo, de que el cabecillo carlista Dorregaray pensará de España, como casi todos los de su bando y secta, que esto es un presidio suelto que no puede gobernarse sino a palos, y otras lindezas por el estilo; pero, sin embargo, en una proclama casi lírica que acaba de publicar, no se limita a ponernos por las nubes, como si fuésemos el pueblo escogido de Dios, sino que nos promete, si nos hacemos carlistas, nada menos que la reconquista gloriosa de nuestro antiguo poderío en dos mundos.

Tiemblen pues, Portugal y sus colonias, Nápoles, Sicilia, Milán, Holanda, Bélgica, parte de la Francia actual y todas las repúblicas hispanoamericanas, y desesperen de su independencia, si Carlos VII llega a reinar en España.

Discurriendo con toda formalidad: ¿quién no dista mucho de creer que España no está, ni estará en bastantes años, para reconquistar nada? Decía aquel agudísimo napolitano Campanella que en los tiempos antiguos, cuando la fuerza prevalecía, dominaron los pueblos del Norte; pero después, cuando valió más la astucia que la fuerza, descubiertas la Imprenta y la pólvora, tuvieron el poder los españoles, que son más astutos y listos y audaces. Y ahora podemos añadir nosotros que, volviendo a prevalecer la fuerza, pues el industrialismo no es más que la fuerza aplicada al trabajo, el poder ha vuelto a los pueblos del Norte, que son más trabajadores y por consiguiente más ricos y se ha escapado de nuestras manos hidalgas, ociosas y vacías de dinero.

Los carlistas no reconquistarían, pues, nuestro antiguo poderío en ambos mundos; pero si la república disparata mucho, podrán conquistar a España. De todos modos, podrán causarnos un mal poco menos grande que el conquistarnos: podrán prolongar largo tiempo la guerra civil, concurrir poderosamente a la anarquía y al desorden, y dar al traste con lo que nos queda de Hacienda pública, de crédito, de comercio, de industria y agricultura.

Con muchas dificultades tienen que luchar y a muchos males tienen que poner remedio, y para muchos peligros tienen que buscar reparo y defensa los nuevos ministros de la república. En la buena fe y en el mejor deseo y en la capacidad intelectual de los cuatro de procedencia republicana, confiamos aún. Sólo dudamos de su buena estrella, y no sabemos qué predecir de su energía, porque no está probada. Desde luego, si en España hubiese alguna subordinación social, alguna veneración y respeto a los hombres eminentes, los cuatro ministros republicanos tendrían adelantado mucho. En general, son eminentes, y con relación a su pueblo y a su partido, quizá lo son más aún. Castelar es un excelente sujeto, un hombre erudito y un orador insigne, de cuya singular elocuencia se admiran cuantos le oyen, y en cuyos elegantes y floridos discursos cifra una de sus mayores glorias la tribuna española. Salmerón (don Nicolás) es un sabio y un verdadero filósofo, que lleva en realidad todo lo severo de su filosofía a la práctica de la vida y a la conducta, como quieren los de su escuela. Si en esta escuela hay mucho de nebuloso y de culterano tecnicismo, que tal vez envuelve perogrulladas o peligrosas afirmaciones metafísicas, en cambio hay una moral recta y estoica, y hasta ese mismo tecnicismo y su exagerada escrupulosidad metódica no son mal preservativo en este país, donde hay tanta confusión, desorden y vaguedad en las ideas y en los discursos de los hombres, los cuales han inventado lo que el vulgo llama música celestial. El señor Pi, o si se quiere el ciudadano Pi, ministro de la Gobernación, es una persona estimable también, docto en muchas cosas y diserto por todo extremo. Si ha estudiado demasiado en Proudhon, de esperar es que haya aceptado sus doctrinas a beneficio de inventario, y que haya desechado las peores, muchas antes y no pocas después de sentarse en la silla ministerial.

El señor Figueras, por último, es un liberal consecuente, un republicano de larga fecha y un fervoroso católico de quien se afirma que reza el rosario casi todos los días. Habla con facilidad y con gracia; y, no habiéndose jamás metido en honduras filosóficas, como sus compañeros Salmerón y Pi, ni en dibujos y floreos poéticos, como Castelar, y teniendo juicio y conocimiento práctico de las cosas, no influido ni trastrocado, ni falseado por teorías trascendentales, de esperar es que sirvan de contrapeso su voto y su opinión al parecer de sus encumbrados, filosóficos o poéticos compañeros.

De todos modos, estos cuatro hombres, con perdón sea dicho, pues no queremos ofender a nadie, descuellan hoy sobre los demás de su partido,

como el ciprés entre la verde murta,



y si ellos no se imponen por la razón y por la autoridad y el crédito de sus personas, bien podemos creer que el negocio está perdido, y que nadie se impone, ni domina la anarquía.

Tal vez uno de los mayores males para España sea que el entendimiento debe de estar muy repartido. Todos son listos, y, por consiguiente, hay mucha soberbia; y pocos reconocen la superioridad y el mayor valer de otros. En otros países, acaso hay mayor cantidad de tontos y para poco; mas por lo mismo descuellan más los que descuellan, y tal vez caben a más dosis de inteligencia, o ésta les es más reconocida y estimada, y les presta más crédito e influjo y aptitud para el mando y gobierno.

De los ministros radicales que se han quedado en el Poder no podemos hacer, ni con mucho, el mismo elogio que de los republicanos. Francamente, hubiera sido mejor o menos mal para ellos el irse cuando se fue el rey. La situación anómala de tener mayoría en la Asamblea, ayer monárquica, hoy republicana, no vale como excusa. De esta misma mayoría radical pudieron salir otros ministros radicales, y no los mismos que sirvieron con el rey. Sentiremos de todos modos que nazca de la permanencia de los radicales en el Poder una contienda que turbe el orden público, entre republicanos intransigentes e impacientes y radicales y republicanos conformes con la fusión o conciliación.

Mientras subsista la Asamblea soberana, mientras por sí no se disuelva, los republicanos de hoy y radicales de ayer tienen tanto derecho a ser ministros como los republicanos de siempre. Pero ¿no sería quizá más prudente y más patriótico que los radicales se despojasen de este derecho y consintiesen en la formación de un Ministerio homogéneo de antiguos republicanos, y le apoyasen luego leal y desprendidamente, hasta que llegara el día en que con valor estoico se dieran la conveniente muerte política disolviendo la Asamblea soberana y convocando las Cortes Constituyentes? ¿No influiría así acaso con mayor fuerza en el mantenimiento del orden público y en la imprescindible defensa de los intereses permanentes de la sociedad, que, formando parte del Gobierno y excitando los celos, la desconfianza y el rencor de los más vehementes y menos favorecidos republicanos antiguos? Ello es que, con la permanencia de los radicales en el Ministerio, cunden más la zozobra y el desasosiego público, y a cada instante se prevé, y aun se da por inevitable, un combate en las calles de Madrid.

Aun siendo todo el Ministerio republicano de la víspera, tendrían hasta garantía de influir en él los radicales, contando como cuentan con la mayoría de la Asamblea, y siendo don Cristino Martos su presidente. Rivero, en cuya energía y amor al orden confiaban hasta los mismos conservadores, fue derrotado por la travesura, destreza y superior actividad de aquel otro caudillo radical, cuya inquietud, veleidades y turbulencias, o ciertas o supuestas, infunden pavor a las gentes pacíficas y les hacen temer mil trastornos y alborotos y mil cambios o novedades tan imprevistas como poco divertidas para el pobre, tranquilo e involuntario espectador. ¡Ojalá se engañen estos tímidos adivinos de males, y haya más que agradecer a la prudencia y habilidad de Martos, puestas a prueba, que lo que se esperaba de la presunta, aunque fundada en positivos antecedentes, poderosa energía del que fue alcalde de Madrid en el primer turbulento período de la revolución!

Desde luego no podemos aplaudir en el señor Martos el que ahora, cuando debiera poner el mayor cuidado, esmerarse y afanarse en alejar de las discusiones de la Asamblea ciertas cuestiones que no pueden menos de dividir más hondamente los ánimos y suscitar nuevas complicaciones y discordias, no haya logrado dejar a las futuras Cortes Constituyentes el que decidan la abolición de la esclavitud en Puerto Rico. Interminable se haría esta revista si entrásemos en ella a examinar esta cuestión y si nos pusiéramos a hacer el análisis y merecido elogio del bello y patriótico discurso de don Augusto Ulloa, cuyas doctrinas son las nuestras. Baste decir que no hay ocasión menos propicia que la presente ocasión, ni pueden darse más difíciles circunstancias para añadir nuevas dificultades, ni puede imaginarse Asamblea más gastada que la actual Asamblea, para resolver una cuestión tan grande como la inmediata abolición de la esclavitud.

Conforme vamos escribiendo la presente revista, nos llegan noticias más siniestras y desconsoladoras: don Carlos ha entrado en España y se teme que la guerra civil tome mayores proporciones en las provincias del Norte; el Ministerio está en crisis; el Club de la Hiedra y otras reuniones de intransigentes, dicen que se muestran amenazadoras; un terror pánico se apodera de varias familias acomodadas, y no pocas se aprestan a huir de Madrid como tantas han huido de Málaga y de otros puntos buscando refugio hasta en Marruecos. No desesperemos, con todo, de la salud de la patria. Confiemos en que el Gobierno y la Asamblea misma harán valer y reconocer su autoridad, y mostrarán si es necesario una varonil energía.

Mientras escribíamos las anteriores páginas, que fue menester dar a la imprenta con mucha anticipación, se representaba en el teatro principal de nuestra política, en Madrid y en el Congreso, un drama nuevo, palpitante de interés, que pudo concluir de un modo trágico, pero que tuvo, al cabo, gracias a Dios, un desenlace, si no dichoso, tranquilo. Debiera titularse este drama La rotura de la conciliación.

Los radicales, como ya hemos dicho, convertidos al republicanismo, habían conservado carteras y posiciones oficiales, compartiéndolo todo con los republicanos, y deseaban quizá prolongar por un término ilimitado la vida de la Asamblea Nacional. No comprendiendo bien que eran sólo catecúmenos en la nueva Iglesia triunfante, esperaban asistir y tomar parte en los más sagrados y recónditos misterios, y recibir la comunión con los demás fieles. No recelaban acaso el duro e ineludible ite, misa est, que había de arrojarlos del templo.

El primero que lo receló y previó, a lo que parece, fue el general Córdoba, promoviendo así la crisis y pidiendo que le relevaran en el Ministerio de la Guerra. Otros hombres de Estado radicales fantaseaban motivos patrióticos para permanecer en sus puestos; motivos exagerados y abultados por el gran concepto que de sí mismos tienen. Suponían, sin duda, que la secta republicana, por más valor que tengan sus principales caudillos, es hasta ahora más especulativa que práctica en asuntos de gobierno; y querían dirigir y encauzar bien sus aspiraciones y propósitos, templar sus vehemencias, rectificar sus inexperiencias, someter sus bríos juveniles a una tutela juiciosa y domeñar y corregir sus ímpetus con una férula suave. En resolución: no pocos radicales creyeron candorosamente que les estaba encomendado, compartiendo el Poder con los republicanos antiguos, ejercer un provechoso magisterio, fundar la república ordenada, encadenar el monstruo de la anarquía y vencer y sujetar la hidra de la demagogia. Los radicales, sin embargo, echaron sus cuentas sin la huéspeda.

Todos los republicanos antiguos acabaron por volverse intransigentes en este punto, y entablaron demanda y pleito de divorcio, abogando por sentencias y soluciones que pueden reducirse a este dilema: o sólo nosotros somos Gobierno, y la Asamblea muere por suspensión o disolución, pues en ella no tenemos mayoría, o nos retiramos y sois Gobierno vosotros solos, con una Asamblea que es vuestra, dejándoos toda la responsabilidad de establecer y consolidar la república y de hacer cara a los peligros que se presenten.

Tal vez, creyendo contar con los voluntarios de la Libertad, de Madrid, y con la gran mayoría de este pueblo, se alucinaron los más audaces y presumidos entre los radicales hasta creer que podían incautarse de la república y formarla, a su imagen y semejanza, y como si dijéramos, tan adaptada para su uso como la monarquía anterior.

Los republicanos, por el contrario, más o menos intransigentes, como hemos dicho, ni podían menos de apetecer el Poder por entero, y tal vez esperaban, si la contienda venía al cabo a resolverse por la fuerza, vencer en Madrid, y si no vencían en Madrid, que todas o casi todas las provincias se alzasen contra las decisiones de la Asamblea, dejando reducido su imperio a esta capital y oponiendo varias repúblicas federales a una república madrileña, una e indivisible.

En tal estado, en armas, según afirman las gentes de los clubs; en armas también la milicia, la Guardia Civil y la guarnición del Ejército; convertido en campamento el palacio de la representación nacional por más de mil hombres que lo custodiaban; unas huestes en frente de otras, apercibidas al combate; todos los vecinos pacíficos lo creíamos casi seguro durante toda la noche del 22 y durante todo el día 23. El público, no obstante, está ya tan acostumbrado a la intranquilidad y tan avezado a los tumultos, que el Prado, la Fuente Castellana y las calles, que tal vez no tardarían en transformarse en sangriento campo de batalla, estaban llenas de gente regocijada y de alegres y bulliciosas máscaras que celebraban el segundo día de Carnaval.

No tenemos tiempo para relatar aquí la serie de peripecias parlamentarias, que ya nos hacían temer que iban los bandos opuestos a venir a las manos, ya esperar un desenlace pacífico y relativamente satisfactorio.

Toda la noche del 22 al 23 la pasaron en vela los representantes de la nación discutiendo, tratando y cabildeando; perdónesenos el empleo de verbo tan familiar y rastrero, en gracia de lo gráfico y significativo.

Justo es decir que gran número de radicales se mostraban dignamente resignados y juzgaban que era llegada con razón la hora de sus postrimerías; pero otros quizá confiaban en el claro y sutil entendimiento y ánimo resuelto del señor Martos, y contaban con sobreponerse a los intransigentes y a los republicanos antiguos.

Hasta las cinco de la tarde de ayer no se había decidido nada: la duda y la incertidumbre continuaban. A dicha hora, por último, habló el señor Martos y propuso una solución, bien poco inesperada para sus mayores amigos y más adictos y devotos parciales. No era, en nuestro sentir, una transacción, sino una renuncia, un abandono marchito y un desistimiento desmayado de todas las pretensiones. Los radicales más fervorosos por mantener la vida de la Asamblea y de su partido renegaron entonces del señor Martos, le retiraron su gracia, mostraron el disgusto y la cólera en pasillos y salones, y hasta se afirma que hablaron de traición y cobardía. Hay quien añade que no pocos acudieron al señor Rivero, a quien habían abandonado y burlado pocos días antes, y le propusieron que renovase la lucha, tomándole ellos por capitán. El señor Rivero, con la discreción y prudencia que le distinguen, hubo de pronunciar un tarde piace.

La solución del Señor Martos, dictada por la prudencia y que nos salvó ayer de un conflicto, fue, en resumen, la siguiente:

Disolución de la Asamblea, no bien acabase de discutir y votar algunos proyectos de ley; elección de las Cortes Constituyentes para el 31 de marzo; su reunión para el 15 de abril, y la inmediata formación de un Poder ejecutivo o Ministerio todo republicano, salvo los ministros de Guerra y Marina.

A despecho de muchos radicales, se votó al cabo la candidatura del Ministerio casi republicano puro. Además de los señores Figueras, Castelar, Pi y don Nicolás Salmerón, que conservan sus puestos, fueron elegidos: para Ultramar, Sorní; para Hacienda, Tutáu; para Guerra, Acosta; Chao, para Fomento, y Oreiro, para Marina.

Sentado el flamante Ministerio en el banco azul, el señor Figueras pronunció un elegante discurso, lleno de frases benévolas y amistosas para los radicales. No de otra suerte un generoso antagonismo derrama bálsamo salutífero o un pomo lleno de árnica sobre las heridas que ha causado. Prometió el señor Figueras la más amplia libertad en las futuras elecciones, como quien exclama: no os aflijáis ni desconsoléis, que acaso volváis a ser diputados, dejando así entrever la resurrección a los moribundos; y, por último, pidió el concurso de todos los partidos para fundar la república sobre bases anchas y sólidas.

Permitan los Cielos, pues no hay cosa mejor que anhelar, que esto último se cumpla. Muchísimo lo dudamos aún. No negaremos, sin embargo, nuestro concurso, dentro de los límites en que el decoro y los compromisos anteriores lo consienten.

Los conservadores no pueden convertirse a la república sino cuando una larga experiencia haga patente que habían errado en no quererla antes; y los radicales, aunque ya convertidos, son como neófitos, que deben pasar un noviciado de algunos años, cuidando el vestíbulo y el atrio del templo, no entrando en él sino para aprender la doctrina y desistiendo de adornarse con las vestiduras pontificales, de oficiar y de mojar la barba en cáliz, hasta que demuestren que cuentan con un partido, no artificial y creado desde el Gobierno, sino existente con independencia en el país, cuyos destinos quiere dicho partido que dirijan, sea cualquiera la forma de gobierno que el país se haya dado.

En suma: deseamos todos, los que hicimos o aceptamos la revolución, que la revolución salga airosa y no silbada, ya que no tienen otra salida, con la de la república; pero dejemos que los republicanos de siempre encaminen el asunto a buen término y pongan cima feliz a la empresa, si esto es posible, concretándonos a prodigarles nuestro afecto más platónico, nuestros consejos más desinteresados y nuestro auxilio más gratuito.




- IV -

28 de marzo de 1873.

Más lejos cada día de la política militante, contemplamos los sucesos de un modo imparcial, si bien el amor de la patria no permite que los veamos con indiferencia, sino con dolor profundo. Hombres, además, de un partido que hizo la revolución de septiembre, no acertamos a sustraernos de la grave responsabilidad que contrajimos entonces. Por muchas personas se nos echa en cara esa responsabilidad de una manera harto cruel. ¡Cuántas nos zahieren y nos censuran hoy! Unas, dando ya por evidente la desmembración de España, la destrucción de la unidad nacional, obra de mil años de gloriosísima historia, equiparan la batalla de Alcolea con la batalla del Guadalete. Otras, al leer o saber de oídas lances como los de Falset, Montilla, Villafranca de los Barros, Medina de las Torres, Sierra Alhamilla y otros puntos, y presagiando delitos mucho mayores, lo menos que dicen es que debemos sentir un torcedor en la conciencia, como le hubiera sentido el héroe ridículo de Cervantes si de súbito hubiese recobrado el juicio, después de soltar a Ginesillo y a sus camaradas. Bien sabemos que se puede contestar, y bien contestamos, sin duda, a tales recriminaciones con otras; pero siempre es triste tener que justificarse. Si España se pierde, los que la trajeron a este trance, por justas que fuesen las razones, al grito de ¡viva España con honra!, no quedarían muy lucidos. No sólo, pues, por amor de la patria, sino por amor propio, por interés y por decoro del partido a que pertenecemos, debemos desear, y deseamos, que la anarquía no se haga perpetua, que el orden vuelva a establecerse, que la unidad nacional no se rompa y, que llegue a ser compatible con la república en España la vida de los pueblos cultos, la paz y la tranquilidad, el comercio y la industria, la seguridad de las personas y de la hacienda.

¿Es posible resolver este problema? ¿Puede la república arraigarse de esa suerte en España? Nosotros tenemos, queremos conservar aún la esperanza, acaso la ilusión, de que sí.

El mal es gravísimo, espantoso; pero quizá aún tenga remedio. Por lo pronto, pudiera hallarse en la energía, en la decisión, en el ánimo sereno y firme de los individuos que forman el Poder ejecutivo, si dichos individuos no careciesen de esas cualidades o no las tuviesen embotadas. Su excesiva blandura, su inercia, su afán de contemporizar, hace que no les tengan un saludable temor los demagogos y alborotadores, ni que inspiren confianza a la gente pacífica, ni que se les sometan los adversarios de todas clases.

Hasta la misma Asamblea, postrada ya por tres heridas mortales, las del 11 y 24 de febrero y la del 8 de este mes, se agita aún en las convulsiones de una lenta agonía, o más bien se levanta como aquel personaje de Edgardo Poe, que merced al magnetismo hablaba y disertaba después de muerto, y se atreve a desairar al patriarca de los republicanos, elevando a la presidencia de aquel cementerio político a uno de los radicales difuntos, simple neófito de la secta triunfante.

Sin embargo, éste y otros sacudimientos galvánicos de la Asamblea cadáver y del radicalismo en descomposición no implican ninguna limitación de fuerza; no ofrecen ningún obstáculo serio al Poder ejecutivo. Este Poder lo sería, en efecto, si quisiera serlo, si tuviese la voluntad y el aliento que para serlo se requiere. Este Poder quizá podría salvar aún a España de su total ruina. Fuera de él, aunque tendamos la vista con ansiedad por toda la extensión del horizonte, nada columbramos que se parezca a una solución medianamente satisfactoria.

Lo único que se divisa con más probabilidad de triunfo es el carlismo. Y, sin embargo (¡tan honda es nuestra desgracia!), hasta en el carlismo, que, a pesar de su perversa condición, valdría más que fuese puro y sin mácula, que no híbrido y monstruoso, han entrado elementos deletéreos que lo inficionan y bastardean. Cabrera se ha hecho liberal, librecultista y un sí es no es protestante, y el señor don Carlos VII, aseguran todos que es un esprit fort, volteriano y casi ateo, que sólo va a misa por el buen parecer y a fuerza de ruegos de doña Margarita, y que miraría la religión como un recurso maquiavélico para tener sujeta a la plebe ignorante y grosera.

En cambio, en vista de las ferocidades del cura Santa Cruz, ya podemos calcular lo que podría esperarse de los caudillos y magnates del nuevo príncipe.

De la paz y el orden, comprados a expensas de la libertad, tampoco habría que esperar nada. Todos los antecedentes históricos inducen a creer, persuaden con íntimo convencimiento, que entronizado don Carlos, triunfante el rey absoluto en España, tendríamos un período, más o menos largo, semejante al de 1823 a 1833, o peor acaso. Sería una demagogia en pos de otra demagogia, y Carlos VII, como Fernando VII, sería un demagogo coronado. Tal vez los que ahora matan en Montilla, se reparten lo ajeno en otros puntos y asustan y entristecen a los buenos y tranquilos ciudadanos en todas partes, en nombre de la libertad, de la república y del progreso, son los mismos o son los hijos de los que en 1823, y durante diez años, apalearon, vejaron, hirieron, apedrearon y saquearon a los liberales, gritando: «¡Vivan las cadenas! ¡Muera la nación y muera la libertad!» Esos mismos, que invocan hoy doctrinas novísimas para cometer sus fechorías y desmanes, seguirían cometiéndolas si viniese Carlos VII, en nombre de la fe cristiana y del derecho divino de los reyes.

Donoso Cortés, uno de los más terribles revolucionarios (escribiendo, se entiende) que ha habido en España en estos últimos años, explicaba maravillosamente esto que dejamos apuntado aquí. Para él nada había más inhábil, más torpe ni más funesto que la escuela liberal. Y entiéndase bien que dentro de esta escuela, si se mira como Donoso la define, estamos conservadores de todos los matices, radicales y republicanos moderados. Desde Posada Herrera hasta Orense, y desde Cánovas hasta Castelar, todos caemos bajo este predicamento. La tal escuela, añade Donoso, es política, mientras que las dos opuestas son teológicas: la católica, con teología de Dios, y la socialista, con teología del demonio. Lo que Donoso llama pueblo se harta de política en seguida y quiere una de ambas teologías y sus consecuencias. De aquí nace, para Donoso, lo incapaz, caduco y efímero de todo Gobierno liberal, sea el que sea. «Las gentes, apremiadas por sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas.» Estos sofistas somos todos nosotros.

Claro está que esas gentes, eso que Donoso califica de pueblo, no es el pueblo, es su escoria, que escoria tiene hasta el oro; y sí se derrama por las calles, apremiado por sus instintos, poco importa o es equivalente que pida a Barrabás o a Jesús; en realidad no pide ni al uno ni al otro; lo que pide es la satisfacción de esos instintos que lo apremian.

Para evitar ese momento supremo, que unos llaman de liquidación social y colectivismo y otros de regeneración religiosa, el verdadero pueblo debe no desmayar, debe armarse de toda su energía. El Gobierno, sea el que sea, republicano o monárquico, pues en frente de tan alta y vital cuestión las diferencias mayores se borran, debe amparar al pueblo y hacer que se cumpla la justicia; debe castigar con mano dura lo mismo a los socialistas que a los católicos que infrinjan las leyes; lo mismo a los que piden a Barrabás que a los que piden a Jesús, cuando apenas si hay tal socialismo ni tal catolicismo, ni apenas si Jesús ni si Barrabás entran por nada en el pensamiento de esas gentes. Lo que entra en su pensamiento es el merodeo y el andar a la briba, y aquello de a río revuelto, etc. Y en vez de ser esas gentes el pueblo, ni cosa que se le parezca, son los más desalmados y peores de cada lugar, que se prevalen de la impunidad en que los deja un Gobierno débil y de lo inerme, dividido, fatigado, desengañado y echado en el surco que el verdadero pueblo se halla.

En nuestro sentir, con todo, no es difícil empresa hacer entrar en razón a los trastornadores del orden público, que toman por pretexto cuestiones sociales, resolviéndolas sumariamente por medio del reparto.

Más difícil es acabar con la otra perturbación, con los insurrectos que se cubren con manto de catolicismo. Es menester un ejército para extirpar tanto mal, y el ejército está disuelto, desbandado y en gran parte poseído de la más deplorable indisciplina. Legado es éste, sin duda, que los radicales han dejado a los republicanos al darles hecha la república; pero legado que los republicanos hasta ahora se muestran inhábiles para desechar, dolencia que acaso no logren remediar nunca.

Otros vicios, propios de los partidos que antes han ocupado el Poder, parecía que no habían de inocularse en el partido republicano; pero tememos que no sea así y que el partido republicano tenga sus propios vicios y los que por herencia le transmitimos. Algo de polaquería (¿por qué no confesarlo?) va siendo un requisito indispensable, una calidad ingénita de todo partido español. Bien se puede afirmar que en cada uno de ellos hay un proletariado de levita, una masa de 12.000, 20.000 ó 30.000 hombres que todo lo temen o todo lo esperan, no del cambio de la monarquía en república o de la república en monarquía, sino del cambio de un Ministerio. Cuando entró en el Poder el último de Ruiz Zorrilla, se cuenta que en diez días quedaron cerca de 20.000 empleados cesantes y fueron otros tantos colocados. Calculando, pues, a ojo de buen cubero, y suponiendo sólo unos cinco o seis partidos principales, y dando por sentado que hay muchos individuos de este proletariado de levita que siguen dos o tres partidos a la vez, o que, como vulgarmente se dice, se agarran a muchas aldabas, siempre se podrá asegurar que hay en España una masa de 80.000 ó 100.000 hombres que vive o aspira a vivir de política, y cuya fortuna pende de cambios y revoluciones, cuyo to be or no to be se cifra en esta expresión: cuando manden los míos. Unido esto al pueblo que define Donoso, al pueblo teólogo de endiablada o de divina teología, esto es, a los ternes y jaques de vida airada, por pocos que sean, basta y sobra, dado un Gobierno débil, para explicar el malestar general, el sobresalto continuo y los trastornos y agitaciones incesantes en una nación de veinte millones, pero inerme y apática y cansada y harta de política.

De este desmayo de la voluntad popular nacen los Congresos casi unánimes, las plétoras de mayoría en todas las situaciones.

Aquí no hay antagonismos de clases, ni enemistades de castas, ni violentas pasiones políticas en las muchedumbres, ni fanatismo religioso, ni nada. En todo se advierte un vacío, una vanidad, un no sé qué de falto de fundamento que sólo se explica con una sola palabra gráfica de reciente invención: con la palabra filfa.

Así se comprende una singular contradicción. Aquí pueden sobrevenir grandes catástrofes; por el resultado, puede tomar esto el carácter de una gran tragedia; pero por el estilo por la forma, no pasará de sainete.

No por eso urge menos evitar que este sainete trágico y lastimoso llegue al período más rico de sus peripecias.

Los actuales ministros están llenos de buenas intenciones y de propósitos excelentes; pero nada hacen. En alguna circunstancia muestran, por cierto, que anhelan seguir el buen camino; pero, en lo más esencial, o no siguen camino alguno y se paran, o echan por el atolladero.

En cuanto a extinguir o mitigar al menos el mal de la empleomanía, algo están haciendo que merece todo encomio, aunque disgustan hondamente a sus parciales. Chao vuelve a Fomento a los antiguos empleados, expulsados por Becerra, y nombra para director de Obras Públicas a un hombre inteligente y facultativo, aunque no es de su partido. Castelar respeta la ley de la carrera diplomática. Salmerón no considera menos a los magistrados y a los jueces.

En cambio, en lo tocante a restablecer el orden, en inspirar confianza a los hombres pacíficos, nada hacen; antes bien, deshacen. Figueras y Castelar, incitados acaso por las turbas levantiscas de su bandería, se oponen al armamento del vecindario; pero no procuran precaver desmanes, y desde que nos aseguraron, en plena Asamblea, que ellos bastaban para defender vidas y haciendas, menudean los desafueros y atentados contra las haciendas y contra las vidas, si no en esta capital, en todo el resto de España.

Todavía tenemos que agradecer mucho al Cielo que no sucedan más casos de dicho género. No es muy numeroso el pueblo teólogo que nos pinta Donoso Cortés. Si lo fuera, podría a mansalva hacer de nosotros lo que gustase.

Para restablecer la disciplina militar, el más eficaz recurso hallado hasta ahora ha sido que el señor Castelar escriba un papel muy elegante y muy bonito, papel que habrá hecho el mismo efecto en el ánimo de los soldados que el discurso de Don Quijote en el ánimo del labrador que azotaba al muchacho Andrés.

El viaje del presidente del Poder ejecutivo a Barcelona ha tenido un éxito más desengañado aún. Y gracias que no ha sido víctima de ningún desacato. El señor Lostáu y otros hombres a la moda han amparado al señor Figueras. El señor Figueras, además, no ha dicho a nada que no, y se ha guardado bien de dar ocasión ni pretexto de disgusto.

El Estado catalán se ha formado por sí, y el presidente del Poder ejecutivo lo ha autorizado con su presencia. Ahora falta que se formen del mismo modo estados semiindependientes o independientes por dondequiera. Luego surgirán las contiendas y rivalidades entre ciudad y ciudad por la capitalidad de cada Estado; entre provincia y provincia, por ser independientes unas de otras y no formar un Estado mismo, y hasta entre villa y villa, y aldea y aldea.

Las Cortes Constituyentes que nacerán en medio de este desorden y desquiciamiento general no vendrán a constituir nada, sino a confirmar lo constituido.

Entre tanto, se crea por una ley un ejército de voluntarios, fuerte, de cuarenta y ocho mil hombres; pero mientras este ejército llega a formarse, ¿quién sabe lo que ocurrirá? El nuevo ejército será más costoso, y si la indisciplina se apoderase de él un día, sería mil veces más temible que un ejército formado por las quintas. El que sienta plaza de voluntario suele ser menos blando de condición que el que va a servir a la Patria por obligación forzosa.

Sea como sea, mientras que el nuevo ejército se forma, poco adelantan el antiguo y los generales que lo mandan en contra de las facciones carlistas que se extienden por Cataluña, Navarra y las provincias Vascongadas, creciendo siempre en número y resolución, y que aparecen, además, en pequeñas partidas por todo el resto de España.

Nuestra situación inspira recelo o lástima desdeñosa a las naciones europeas, y de tan poco lisonjeros sentimientos se hace eco la Prensa de todos los países.

Nuestro crédito disminuye y los valores públicos bajan de tal suerte, que difícilmente podrá proporcionarse ningún recurso el Estado, a no pagar una usura enorme y ruinosa.

Las rentas públicas deben menguar con la disminución de la riqueza general, y hasta con el contrabando, que se hace indudablemente en el Norte por los carlistas y en Málaga y en otros puntos por los federales más o menos autónomos.

En medio de tanta confusión se oyen los pronósticos más melancólicos y las más fatídicas y negras profecías. Las personas acomodadas se llenan de susto, y continúa la emigración para Portugal, y más para Francia, a pesar de lo difícil y expuesto que es el tránsito por las provincias vascongadas.

Los radicales, visto lo poco que puede y vale el Gobierno, anhelan revivir; pero se advierte división entre ellos. Los unos quieren declararse monárquicos de un monarca misterioso, de un X regio; otros siguen conformes o resignados con la república; pero, como es natural, la desean compatible con el orden.

El 21 por la noche tuvieron una reunión los diputados de este partido, y decidieron apoyar al Gobierno dentro de tales condiciones.

La Asamblea murió ya de hecho; más aún no ha muerto oficialmente, y tal vez haya nueva crisis y nuevo sobresalto en Madrid antes de que muera.

¿Se conformará con dejar un Poder omnímodo al actual Ministerio? ¿Confiará en que la Comisión permanente que deje nombrada hasta que se reúnan las nuevas Cortes será bastante fuerte y bastante atendida por el Poder ejecutivo para que los intereses del partido radical queden a salvo, para que en las próximas elecciones la ola ascendente de la democracia no anegue a todo ese partido y no envíe a las Constituyentes más que federales de los más federales?

Francamente, comprendemos en los radicales todos estos recelos. No ya los radicales, los mismos republicanos más templados, los mismos señores Figueras Pi, Chao y hasta Castelar, a pesar de su gloria, a pesar de su justa e inmensa popularidad, están amenazados de ser arrollados por partidos extremos. ¿Quién sabe qué género de representantes vendrá a las próximas Cortes? No creemos que las elecciones se hagan a tiros. No se harán a tiros. Reinarán el mayor orden y la mayor libertad; demasiada libertad; pero todo lo que no sea ultrarrepublicano, ultrafederal, ultraintransigente y ultrainternacionalista se encerrará en casa, lleno de terror o de profundo desaliento, y es probable que media docena de temerones dispongan de los votos todos en cada uno de los distritos. Es casi seguro que se ejercerá esta vez un método eficacísimo de influencia moral, de la que el Gobierno no será culpado, de la que el mismo Gobierno podrá ser víctima.

Quisiéramos equivocarnos, quisiéramos que salieran fallidos nuestros vaticinios; pero vaticinamos que, aunque los partidos medios aceptasen la república y declarasen en Madrid, por sus corifeos y Juntas directivas, que iban a las urnas, no irían a las urnas sus correligionarios de provincias y se decidirían por el retraimiento.

Mucho han de variar las cosas en poquísimo tiempo; muchas y mil veces más serias, firmes y valederas garantías ha de dar el Gobierno actuar a otro que lo suceda para que la inmensa mayoría del cuerpo electoral español se decida a ir a votar y no deje que vote por él a quien quieran los que hoy todo lo pueden, los que hoy se sobreponen a todo.

Triste es, por cierto, la situación de los jefes del partido conservador de la revolución en estas circunstancias. ¡Qué desengaño, qué dolor para ellos, si la revolución no se salva, si termina en la anarquía, en el descuartizamiento de la Patria, en el caos y en la disolución, no con una, sino con treinta o cuarenta repúblicas o estados diversos; si venimos a parar, como es posible, a una situación parecida a la que hubo a fines del siglo X, cuando éramos mahometanos, y había república en Córdoba y en Toledo, y estados independientes en Morón, en Arcos, en Utrera y en Ronda! ¡Qué desengaño y qué dolor también para los jefes del partido conservador de la revolución si de resultas de los extravíos de la revolución misma vence Carlos VII, viene de otro modo alguna reacción horrible que acabe con la libertad o, lo que es peor que todo, pasamos por la vergüenza de una intervención extranjera!

Los jefes del partido conservador, sin embargo, poco o nada pueden hacer para evitar tantos males. El más importante caudillo de ese partido, el principal autor de la revolución misma, se diría que se halla reducido también a la impotencia, por la desconfianza de los unos, por la ingratitud de no pocos y por su honrada consecuencia, que no le permite ir contra su obra misma ni deshacer o contribuir a deshacer su propia hechura. Con alguna razón se congratulaba el corifeo deplorable del partido radical de que la espada de ese general ilustre estaba algo enmohecida; pero lo que no sabía es la virtud ponzoñosa que tiene el moho o herrumbre de esa espada. La poca herrumbre que le hicieron crear por fuerza los que echaron a su dueño del lado de don Amadeo de Saboya emponzoñó la dinastía y la monarquía, dándoles temprana y desastrada muerte. Si ahora cría alguna herrumbre más, con la ociosidad en que la deje la república, sólo Dios sabe hasta qué extremo destructor llegará la ponzoña de esa herrumbre.

No podemos, con todo, censurar al dueño de esa espada singular que hace daño cuando está ociosa y que cuando hiere salva. La virtud de salvar hiriendo pudiera perderse, si llegase a herir sin sobrado motivo y sin razón y en pro de una causa que no fuese completamente justa. En una palabra: nosotros creemos que el duque de la Torre no puede, ni debe, ni quiere ir contra la revolución que él mismo ha creado, ni en pro de la revolución si la revolución va por camino que no es el suyo o desconfía de él y no le llama. Sólo en una extremidad posible, y entonces, llamado o no, y entonces, en pro o en contra, puede acudir y debe acudir en cumplimiento de un deber superior a otros deberes y compromisos. De esto la pasión de los contemporáneos que nos mezclamos en la política no será juez competente; será juez la Historia. Entre tanto, ¿quién duda que, así el general Serrano como todos los demás generales de nuestro partido, están prontos siempre a servir a todo Gobierno y a prestarle apoyo, si los llama para sostener los intereses permanentes de la sociedad, la Patria y el orden Político? Para esto brillarían al punto sus espadas, acicaladas y resplandecientes.

Pocas personas habrá más contrarias que el que esto escribe a lo que llaman militarismo; pero en verdad que el modo de acabar con él no es el que han empleado hasta ahora los radicales y el que tal vez quieran emplear los más ilusos y desatinados entre los federales intransigentes. La desconfianza de los progresistas, su miedo y su odio a ciertos jefes y el recuerdo constante de 1843 y 1856 han contribuido a que desorganicen el Ejército.

El Ejército, desde 1920 hasta el día, es quien ha traído la libertad y quien ha acabado con la licencia, cuando ha habido licencia. El Ejército, en suma, ha hecho y ha deshecho lo que se apellida en la jerga política las situaciones. Este es un mal, a no dudarlo; pero su raíz no ha estado en el Ejército mismo: ha estado en la falta de brío, en la atonía de la opinión pública. Si las manifestaciones de esta opinión hubieran sido bastante enérgicas, si el cuerpo electoral hubiera sido menos dúctil, flexible y sumiso, los más de los pronunciamientos militares, o todos ellos, órganos y complemento de una opinión pública postrada, se hubieran excusado. No se ha hecho uno solo, de los que han salido triunfantes, que no se haya apoyado en la opinión pública; que no haya sido su mejor ejecutor. Todo el que se ha intentado en contra de ella no ha pasado de infelicísimo conato Es evidente, pues, que el modo de acabar con el militarismo no es acabar con el Ejército, sino corroborar la opinión pública y hacer que ella misma se pronuncie pacífica y legalmente, sin temor a ninguna tiranía de arriba ni de abajo.

Cuando el señor Castelar, a pesar de su discreción y buen juicio, inficionado un día de furor progresista, habló de pretorianos, o calificó de pretorianos, a nuestros militares, estuvo muy desacertado y, además, ingrato. Sin esos pretorianos quizá estaría aún el señor Castelar en la emigración, y toda la gloria que ha sabido conquistarse en la tribuna pública sería un sueño fantástico con que doraría un porvenir remoto. Más bien, si es que en España hemos de tener pretorianos, los pretorianos surgirán de un ejército mercenario, y no de un ejército de hombres que sirven y andan en armas cumpliendo con un deber ineludible, a no ser que a un ejército de esta última clase se le haga lo que se le ha hecho recientemente, casi diríamos que adrede, para corromperlo con un horrible fermento de indisciplina. Y que así, esos infelices no piden ni imponen a César o a Cromwell; lo que piden es irse a sus casas o un aumento de prez. Ni César ni Cromwell se entronizaron con ejércitos creados por la monarquía, sino con ejércitos creados por la república.

Por lo demás, el sentimiento de los buenos españoles es unánime en este punto. Nadie teme del ejército antiguo, ni de sus generales, atentado alguno contra la libertad; antes los miran aún como la más segura garantía del orden. Por eso la desorganización del ejército y su indisciplina infunden más terror y más angustia que todo.

Ojalá llegue un día en que las mejores espadas puedan enmohecerse, aunque más valdrá colgarlas bien limpias, como trofeo y adorno, en una panoplia elegante; pero ese día aún está muy lejano.

Entre tanto, sería el último de los infortunios que, acabado de disolver el ejército actual, que siempre ha secundado a la opinión y ha servido a la Patria y ha sido el más sólido valladar contra el desorden, se crease otro, que pudiera muy bien pronunciarse y despronunciarse por su cuenta, y cuya indisciplina no se limitaría, ni con mucho, a pedir licencia para deponer las armas.

Mientras escribíamos esta revista, dejándonos llevar de muy tristes impresiones, han ocurrido sucesos que harán renacer nuestra esperanza si el pueblo se despierta como debe a la vida política, y si todos los partidos en que la política nos divide procuran unirse en un sentimiento de patriotismo, quedando a salvo las respectivas doctrinas, como hizo anoche la Asamblea al cerrar sus sesiones. Ni se perdería entonces la integridad nacional, ni el moho de las espadas sería ponzoñoso, ni su corte sería tan necesario, ni los que hicieron la revolución de septiembre tendrían de qué arrepentirse ni menos de qué avergonzarse.

Nuestro temor de que haya sainete y tragedia a la vez se disiparía por completo el día en que viésemos al pueblo español, firme en el propósito de conservar su unidad, interviniendo todo él en la política y no dejándola en manos de los que hacen de ella granjería por medio de la audacia. Entonces, el triunfo de Carlos VII, la anarquía y los peligros con que el socialismo o el comunismo nos amenazan, serían vanos recelos, sólo dignos de ocupar y de atormentar los corazones pusilánimes.

Mucho distamos todavía de esa seguridad; pero la prueba de patriotismo que dio anoche la Asamblea, cerrando sus sesiones, confiando en el Gobierno y ofreciéndole su apoyo, y la decorosa transacción con que todos los representantes hicieron posible el votar, como votaron por unanimidad, la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, son de feliz augurio. No lo son menos el discurso último del señor Castelar, elocuente, rico de bellos y sinceros sentimientos, como todos los suyos, y lleno de nobilísimas aspiraciones, y la solemne declaración, hecha ante la Asamblea por el presidente del Poder ejecutivo, de estar dispuesto a sacrificarlo todo, absolutamente todo, a la integridad de la Patria.

No tuvo razón el señor Castelar para quejarse en su último discurso de la actitud del partido conservador. Jamás ha recibido partido conservador alguno a una república, venida por sorpresa, con menos desconfianza, con más benévola expectación y con más vivo deseo de que salga airosa y se consolide.

La honrada vida política del señor Figueras, el noble carácter y el saber del señor Salmerón, los méritos innegables del señor Pi, el valer de sus dignos compañeros y, sobre todo, la fama merecida, la egregia reputación del señor Castelar, que se extiende por todo el mundo, son prenda para nosotros, si no del buen éxito seguro, de que esos ministros que tanto aventuran, que tanto se exponen a perder, si su ensayo de república se frustra, han de trabajar con el alma y la vida y han de hacer esfuerzos extraordinarios, sobreponiéndose a las miras estrechas de sus parciales, y hasta a algunas promesas imprudentes e impremeditadas, para probarnos y demostrarnos que la república no era sólo posible, sino conveniente en nuestra Patria.

Si ellos no consiguen esto, todo puede darse por perdido. Personajes oscuros hasta ahora, ocultos quizá bajo las últimas capas sociales, sin reputación que perder, sin gloria que desdorar o menoscabar, sin antecedentes que les sirvan de estímulo para el bien y de rémora para lo malo, se sucederán acaso rápidamente en el Poder, si alguna sombra de Poder queda en medio de la anarquía; y apenas si es concebible la esperanza de que aparezca entre esos oscuros personajes, de que suscite Dios por un milagro de su omnipotencia algún genio poderoso que restaure la Patria y remedie los males que padece y que se irán agravando y exacerbando de día en día.





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