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Notas diplomáticas


- I -

22 de abril de 1897.

El compromiso que contraigo de escribir esta sección de la presente revista me parece difícil y temo salir de él poco airoso. Trátase de contar en brevísimo resumen todo cuanto vaya ocurriendo en los diversos estados, y que importe a las relaciones políticas y comerciales de unos pueblos con otros. Quien acertase a hacer esto bien durante algún tiempo, formaría con el conjunto de sus artículos algo a modo de un compendio de Historia universal, en un breve período; pero, en el día, los casos se suceden con rapidez extraordinaria, y sería menester mucho arte y dichosa facilidad de expresión para exponerlos sin que lo conciso impida o turbe la claridad indispensable.

Supongamos, como punto de partida, que las naciones de Europa y las que se han formado en América de las antiguas colonias europeas están o deben estar unidas, o, al menos, tácitamente confederadas por una alta y superior civilización, cuyo origen es el mismo, por lazos de consanguinidad y por no pocos intereses y aspiraciones, hasta cierto punto idénticos, y que bien pudieran conciliarse, sin dar ocasión a conflictos ni a choques. Ya tenemos casi deslindada y patente la mira capital de eso que llaman diplomacia, en su más noble y humano sentido, y no maleada por patriotismos egoístas.

Por desgracia, estos patriotismos existen, y, a fin de ordenarlos bien y de refrenarlos para que no turben la paz, queremos creer que con el mejor deseo se han aliado desde hace años Alemania, Austria e Italia, las tres grandes potencias del centro de Europa. Para contrapeso que mantenga el equilibrio, Francia y Rusia se han unido también, a lo que parece, aunque de la tal unión, de su término y de sus fines, no alcance ni sepa tanto el vulgo de los mortales.

Hay, además, adyacente a Europa, aunque aislada por el Océano, otra muy rica y fuerte potencia, sobre todo en los mares, la cual campa sola por sus respetos, se basta a sí misma para defenderse y ofender, y sólo se alía temporalmente con quien le conviene.

Las otras potencias europeas de segundo, de tercero o de cuarto orden, procuran permanecer neutrales; pero si sobreviniese un conflicto, la neutralidad acaso sería ilusoria, y cada potencia pequeña tendría que seguir en la lucha a cualquiera de las grandes, aunque fuese la que menos le conviniera o agradara.

Por todos estilos es hoy muy de temer una nueva guerra general. Los hombres de Estado que dirigen los destinos del mundo se desvelan para evitar la guerra y para mantener el equilibrio inestable en que ahora nos vemos. Enormes son los sacrificios que con este objeto se hacen. Cada Estado arma el mayor número de hombres que puede, con frecuencia a cuantos son capaces de sufrir el peso de las armas. Numerosos ejércitos, provistos de todos los medios de destrucción que ahora se emplean, están constantemente apercibidos para pasar la frontera y penetrar en son de guerra en el cercano país enemigo. De aquí una paz nada fraternal, ya que se funda en el miedo que constantemente se inspiran unos a otros. De aquí que lo más brioso, joven y activo de cada nación se ocupa en amedrentar a la nación vecina y hacer ejercicios bélicos, distrayéndose de las útiles tareas de la industria y de la agricultura, con incalculable pérdida en la producción de la riqueza. Y de aquí, por último, que, a fin de sostener este mortífero aparato, los gobiernos gasten más de lo que pueden, tomen prestado y abrumen a los pueblos con exagerados tributos para continuar amenazándose y asustándose.

Las potencias menores se creen obligadas al mismo lujo guerrero y gastan proporcionalmente tanto como las grandes potencias, sin la consoladora satisfacción de tomar parte principal en el gobierno de las cosas humanas y sin la esperanza, si hay guerra y vencen, de hacer pagar al vencido parte, todo o más, de lo que les costó vencerlo.

Siempre fue triste hacer papeles secundarios; pero en este sistema de ahora es más triste que nunca. Las grandes potencias vejan, humillan y ofenden de continuo, y acaso sin querer, a las potencias de segundo y de tercer orden, entre las cuales, desgraciadamente se cuenta España, después de haber sido tan temida y gloriosa. Del gran progreso moral que informa o debe informar hoy las relaciones entre gobernantes y gobernados, metrópolis y colonias, pueblos europeos y pueblos bárbaros o salvajes, ya medio sometidos, ya en lucha con nosotros, las grandes potencias, o de común acuerdo, o cada una por sí, se constituyen en guardadoras y defensoras. Ellas, siempre que les parezca bien y puedan, castigarán con dureza y hasta con crueldad, y no tendrán piedad ni respeto con quien se les oponga o se les rebele, pero vigilarán cuidadosamente a las potencias secundarias para que sean blandas y piadosas con todos sus enemigos, y lanzarán censuras y anatemas contra cualquier transgresión, fingida o supuesta, de la sublime filantropía a que nos hemos encumbrado. Así, las grandes potencias se atribuyen algo a modo de magisterio y empuñan la férula y la palmeta para castigarnos y tenernos a raya. Y todavía es más duro este castigo, y sobre la reprimenda y la humillación hace sufrir a la potencia secundaria penosos sacrificios de dinero, cuando la persona o personas contra quien dicha potencia se dice que se ha extralimitado es o con naturales o naturalizados de la potencia de primer orden que pide y reclama una indemnización cuantiosa.

En Europa ya hemos enumerado y mentado las seis grandes potencias entre las cuales Italia, cuya unidad es reciente, ha logrado ponerse a fuerza de hábil política exterior y de ingentes esfuerzos económicos para sostener una Marina de guerra y un Ejército muy superiores a lo que juiciosamente debiera costear.

En América hay dieciséis o diecisiete estados, y entre ellos uno preponderante, que puede figurar entre las grandes potencias de Europa, colocándose a su altura.

Si todas estas naciones, grandes y chicas, pero cristianas y europeas, o de origen europeo, acertasen a ponerse de acuerdo sobre algunos puntos de importancia, la armonía entre ellas y la confederación tácita no serían difíciles. Nuestro planeta, al cabo, no es tan mezquino y ruin como algunos suponen. Aún hay en él dilatadísimos territorios, apenas poblados, que los europeos pudieran repartirse amistosamente, evitando contiendas, y aún hay no pocas tribus y naciones bárbaras entre quienes difundir nuestra religión y nuestra cultura, buscar y hallar nuevos mercados para los exuberantes productos de nuestra industria y sobre quienes extender nuestro benéfico imperio. Repartido equitativamente el mundo inculto, las naciones europeas no tendrían porqué quejarse unas de otras, y fuera de su gremio acaso no tendrían más que dos grandes naciones capaces de inspirar serios recelos en un futuro más o menos remoto; el Imperio del Japón, que va poniéndose ya al nivel de las potencias europeas, y el de la China, que sería harto temible por los centenares de millones de hombres que contiene, si por un prodigio divino o diabólico saliese del estado fósil en que hoy se halla, se organizase, sintiese ambición y sed de predominio y recobrase el valor de acometer y la conciencia de la fuerza propia.

Las naciones europeas, con todo, no logran avenirse. La avenencia, que ve tan llana el filósofo especulativo, en la práctica está cercada de dificultades con las que los diplomáticos tropiezan a cada paso y a cada instante. Y ¿cómo no han de ser difíciles el reparto del dominio sobre las razas inferiores o atrasadas y la solución de futuros conflictos que pueden surgir entre rusos e ingleses cuando se encuentran en el mismo centro del Asia, si tampoco hay medio de que las grandes potencias europeas lleguen a un arreglo y amistosa concordia sobre otra cuestión gravísima, que se demora y se contiene, pero que resurge cada vez con más brío y pidiendo con más impaciencia el desenlace, y cuyo interesante y codiciado objeto está dentro de los límites de este mismo continente de Europa? Me refiero a la trabajosa existencia del Imperio turco dentro del territorio europeo, existencia anacrónica y antinatural en estos tiempos y sostenida sólo por los celos, opuestas ambiciones e interesadas divergencias entre las seis grandes naciones civilizadas de Europa.

A cualquiera de nosotros, no siendo ruso, ni austríaco, ni francés, ni inglés, ni alemán, y desistiendo del provecho que pudiera sacar del reparto, o no soñando siquiera con el provecho, le sería harto fácil resolver la cuestión de Turquía, acabando por emancipar a los pueblos de Europa que gimen bajo el dominio de los turcos y que aún no están emancipados.

Las horribles matanzas de cristianos en Armenia y en la misma Constantinopla; la tiranía feroz ejercida en Creta por el fanatismo muslímico y la insurrección de los cretenses, que anhelan con sobrada razón sacudir el yugo de los turcos, han venido a turbar el reposo de los principales gabinetes, que se ven apremiados por una pronta solución, cuando no se han puesto de acuerdo sobre ninguna. De esto nace el lastimoso término medio que han buscado, que no puede contentar a nadie, y menos que a nadie a los cretenses y a los griegos, y que parece obligar a las seis grandes naciones a sostener el dominio de los turcos sobre los pueblos cristianos.

El día 3 de marzo, los representantes de las seis grandes potencias en Atenas dirigieron al Gobierno helénico sendas notas idénticas, en las cuales se afirmaba que la isla de Creta, en las circunstancias actuales, no puede en modo alguno ser anexionada a Grecia, y que, dadas las dificultades puestas por Turquía para la implantación de las prometidas reformas, las potencias habían resuelto, manteniendo siempre la integridad del Imperio turco, conceder la autonomía a Creta.

Para conseguir este propósito exigieron la retirada de la escuadra y de las tropas griegas en el término de seis días, amenazando a Grecia, si a esto se negaba, con tomar las medidas más radicales.

El embajador de Austria-Hungría en Constantinopla, decano del Cuerpo diplomático, llevó el día 3 al Ministerio de Negocios Extranjeros una nota colectiva, anunciando que las potencias habían decidido la concesión de la autonomía a Creta y pidiendo que las tropas turcas abandonasen la isla al poco tiempo de haberse retirado de ella los buques y soldados griegos.

Desde entonces la expectación fue grande; por dondequiera se aguardaba con ansiosa curiosidad el desenlace. Si las tropas griegas no evacuaban la isla de Creta a pesar de las amenazas, ¿sería posible que, coligadas las seis naciones más poderosas del mundo, apelasen a la fuerza y maltratasen a una nación pequeña y pobre, convirtiéndose en defensores de los infieles contra los cristianos y de los asesinos contra las víctimas? Y si se sublevaban o acudían también contra los turcos los macedonios, los epirotas y los albaneses, y las gentes de Serbia y de Bulgaria, lo cual es posible, ¿irían las grandes potencias hasta el extremo de hacerse auxiliares de los turcos para ahogar en sangre la rebelión y el levantamiento?

No era probable que esto sucediese. En el seno de las mismas seis grandes naciones, que hasta cierto punto sostenían a Turquía, se manifestaron por mil medios fuertes corrientes simpáticas en favor de Creta y de Grecia. En Italia se alistan y acuden voluntarios para ayudar a la insurrección. Muchos miembros liberales del Parlamento inglés han mandado al rey de Grecia un telegrama de admiración y aplauso por su conducta en estas circunstancias; y en Francia, en Alemania, en Austria y hasta en Rusia, por medio de la Prensa y por manifestaciones y reuniones, se hacen patentes las simpatías que tiene la causa de los griegos.

España, entre tanto, en medio de tamaña agitación, sigue pecando por modestia y descuido, hoy más disculpable que en otras ocasiones, por las dos costosas guerras coloniales que embargan nuestra atención y requieren nuestros mayores esfuerzos. Bien se puede decir, no obstante, que pecamos de descuidados en demasía y que, al revés de Italia, que interviene en todo, nos esforzamos por no intervenir en nada y porque no se nos tenga en cuenta, con lo cual harto poco vamos ganando.

Tiempo ha que la situación del Oriente europeo tiene despierto el interés de todas las naciones, a pesar de lo cual nosotros, por hacer el mezquino ahorro de seis o siete mil duros al año, hemos suprimido la Legación en Atenas, donde nos representa o debe representarnos nuestro ministro en Constantinopla, que viene a ser como si nos empeñásemos en tener el mismo embajador para el Quirinal y para el Vaticano.

No pocos de nuestros buques de guerra están parados en los puertos y no nos costarían mucho más si en cualquier otra parte estuviesen; pero ni a Atenas, ni a Creta, ni al Bósforo ha ido un solo buque de guerra español en la ocasión presente. Y no se diga que España no tiene por allí derechos que defender, compatriotas que amparar e intereses de que cuidar, mostrando al menos que no los olvida o que no los desconoce.

Algo importan Atenas, Constantinopla, Creta, Jerusalén, Salónica, etc., a la nación que tuvo por allí aragoneses y catalanes en tiempo de los paleólogos, que triunfó en Lepanto, que aún sostiene y conserva misiones en Palestina y que en el día de hoy, si quisiese, sería fácil que inscribiera como españoles a cerca de 130.000 personas que siguen hablando la lengua castellana y que proceden de España, donde sus antepasados puede asegurarse que estuvieron establecidos desde los tiempos de Nabucodonosor hasta fines del siglo XV. ¿Qué motivo o qué pretexto no daría a otra cualquier nación más entremetida que España esta gran multitud de casi conciudadanos, que pudieran serlo sin casi y por completo, para exigir y pedir e intervenir en todo o en mucho? Sólo en Salónica hay 60.000 hebreos españoles, 50.000 en Constantinopla y 15.000 en Andrinópolis. En no pocas poblaciones, son los más activos y ricos de cuantos la habitan. Todos hablan nuestro idioma, procuran conservarlo en su pureza y hacer que sea más conforme cada día con la lengua de Cervantes; lo escriben en más de treinta periódicos y en libros, si bien con caracteres rabínicos, y todavía en 1873 han publicado una nueva edición de la Biblia en castellano.

Sólo con los pequeños derechos que pagasen estos judíos al inscribirse como españoles en nuestros consulados se podrían sostener con desahogo y hasta con lujo nuestras legaciones en Constantinopla y en Atenas y algunos otros gastos que pudiéramos hacer para protegerlos y mirar por ellos.

A fin de que hoy, cuando tantas dificultades nos abruman, no se tilde de impertinente lo que acabamos de decir, entiéndase que lo decimos para que valga siquiera cuando nuestras circunstancias mejoren.

Por de pronto, de sobra se comprende que absorban toda nuestra actividad Cuba y Filipinas, y que los Estados Unidos nos tengan en constante alarma. Es cierto que en el discurso que el presidente Mac-Kinley dirigió a la nación al tomar posesión de su alto empleo, nada se habla de Cuba y se entrevé la expresada intención de no intervenir en nuestros asuntos; pero también se ve el propósito de mortificarnos y de imponernos mal disimulados y humillantes tributos, reclamando indemnizaciones en favor de yanquis o de cubanos insurrectos disfrazados de yanquis. ¡Dios conceda a nuestro Gobierno la prudente energía y la paciencia que ha menester para aguantar tales exigencias y no ceder a ellas!

Volviendo ahora a la misma cuestión de Oriente, bien claro hemos visto que, si ha habido acuerdo entre las seis grandes potencias, el acuerdo ha sido más aparente que real, pues todas ellas tienen distintas y aun opuestas aspiraciones, que en vez de unirlas las separan. Y, por otra parte, la discrepancia entre las miras, intereses y cálculos de cada Gabinete y el sentimiento de cada una de las naciones que dicho Gabinete dirige, debe de haber hecho estéril la acción diplomática, ya debilitada y vacilante, por el poco acuerdo entre los gabinetes mismos. Harto de temer era esto si se atiende a que los mal avenidos gabinetes estaban poco apoyados por el pueblo, y tal vez en algunos países iban contra la corriente de la popular simpatía. Los pueblos, ya por liberalismo, ya por fraternidad religiosa, ya por el amor que inspira Grecia, maestra e iniciadora en lo antiguo de ciencias, letras y artes y de toda cultura, propenden a favorecer a los helenos, mientras que los gabinetes pugnan por mantener el statu quo, ora por evitar peligrosos conflictos, ora por no haber convenido, con harto difícil concierto, en los provechos y ventajas que cada cual podría sacar de una nueva desmembración del Imperio turco o de su completa desaparición de Europa.

En esta situación han pasado muchos días sin que las seis potencias hayan tomado medidas suficientes para evitar la guerra entre turcos y griegos, cada vez más amenazadora. Las plazas principales de Creta fueron ocupadas por fuerzas de las grandes potencias; pero ni los soldados griegos, ni los soldados turcos evacuaron la isla, y apoyando unos a los insurrectos y procurando los otros sofocar la rebelión, siguieron combatiéndose a la vista de los que querían ponerlos en paz, y burlando el reto y haciendo ineficaz el empeño de acabar la lucha.

De esta suerte, el tiempo ha ido pasando. Las notas conminatorias de las grandes potencias fueron contestadas de un modo evasivo. Creció el enojo de los turcos y el entusiasmo patriótico de los griegos. Las tropas regulares de éstos han ido acudiendo a la frontera de Turquía, y sus voluntarios la han traspasado, penetrando en el territorio del Imperio osmanlí y tratando de sublevar contra el poder del Padischah, a los habitantes cristianos del Epiro, de la Albania, de la Macedonia y de otras provincias. Situación tan tirante no era posible que durara. Hubo choques sangrientos primero entre los voluntarios y aventureros armados, después entre las tropas regulares. Acaso sea difícil determinar quién fue el primero que invadió el territorio enemigo y quién rompió las hostilidades.

El Gobierno griego acusa al turco y el turco acusa al griego. Una y otra acusación pueden tener fundamento. La verdad es que el día 18 de abril la guerra fue solemnemente declarada. El Gobierno del sultán dio sus pasaportes al señor Maurocordato, y el Gobierno de su majestad helénica despidió también de Atenas a Assim-Bey, ministro de Turquía. Ambos gobiernos se han dirigido casi simultáneamente a los demás gobiernos de Europa exponiendo y explicando los motivos de quejas que tienen y los agravios que han recibido o suponen que han recibido y tratando de justificar así la guerra que declaran. En Atenas se reunió la Asamblea de los diputados, y el presidente del Consejo, señor Delyanis, aceptó la guerra que supuso promovida y declarada por el turco, y sus palabras fueron acogidas con aplausos estrepitosos y con el patriótico entusiasmo de los representantes del pueblo y del resto de la concurrencia.

La guerra, empezada ya de antemano, prosigue desde entonces con extraordinaria actividad. La escuadra griega bombardea, incendia y casi arruina a Preveza. Una división griega, al mando del coronel o general Manos, invade el Epiro. Un ejército turco, a las órdenes de Edhen bajá, penetra en el territorio helénico, se dirige sobre Larissa y sostiene rudos combates contra los griegos, que en Arta y en otros puntos tratan de cerrarle el paso. ¿Qué harán ahora las seis grandes potencias? ¿Se concertarán, al cabo, y harán, para terminar la guerra, esfuerzo más eficaz que el que hicieron para evitarla, o dejarán que turcos y griegos riñan y se destrocen y que al fin la suerte decida dando la victoria a cualquiera de los dos combatientes, después de mucha sangre y estrago?

Lo probable sería a juzgar por el menor número de soldados y de recursos, que los griegos fueran vencidos si quedan solos y sin ningún auxilio extraño; pero los griegos acaso cuenten o puedan contar en lo sucesivo con gran parte de la población cristiana, sujeta hoy a los turcos, y que tal vez se levante contra ellos. Asimismo pudieran contar los griegos con las simpatías y quién sabe si con el auxilio material y con las armas de varios pequeños Estados, contiguos hoy al Imperio turco, y que no ha mucho formaron parte de él, y que son hoy independientes y soberanos, como Bulgaria, Rumania, Serbia y Montenegro. Indudablemente, si no fuera por el predominio de grandes potencias como Rusia y Austria-Hungría, que ejercen algo a modo de tutela sobre dichos estados, éstos ayudarían a los griegos, y cayendo todos de consuno sobre el Imperio turco, lo desbaratarían y acabarían por repartírselo, con menos dificultades que las que tendrían las grandes potencias si ellas fuesen las que se repartieran los despojos.

Pero como las grandes potencias no consentirán que se traguen al Imperio turco los estados que lo rodean, ni se avendrían tampoco fácilmente con el reparto, aunque tomasen mucho de él, la situación es difícil y el desenlace tan oscuro que nada se columbra ni puede pronosticarse. Veamos lo que dice y si algo pronostica y prevé uno de los más inteligentes y generosos personajes políticos que existen hoy en Europa.

En la carta que ha dirigido sobre el asunto al duque de Westminster, Gladstone simpatiza franca y cordialmente con los griegos y aplaude su heroica conducta, no desprovista, a pesar de su notable arrojo, de circunspección y prudencia. Condena el proceder egoísta de las seis grandes potencias, y principalmente de los emperadores alemán y ruso, a quienes califica de déspotas, inexperto el uno y algo extravagante y desatinado el otro. Contra Turquía se muestra severísimo y llama al sultán el grande asesino.

Se burla de la expresión insensata integridad del Imperio turco, que ha sido desmembrado cinco o seis sucesivas veces, desde 1830 hasta hoy, y que ha perdido en Europa dieciocho millones de súbditos. Reconoce que los habitantes de Creta son tan griegos, desde hace tres mil años, como los del Ática y del Peloponeso. Juzga lo más racional y justo la incorporación de Creta al reino de Grecia. Deja entrever que un plebiscito de los cretenses sería el mejor medio de que dicha incorporación se realizase. Y cree, por último, peligrosa y absurda la autonomía de Creta, permaneciendo dicha isla bajo el dominio de la Sublime Puerta.

Entre tanto, las noticias que nos llegan de la tremenda lucha empeñada en la frontera grecoturca son harto contradictorias, si bien coinciden en que, por una y otra parte, se pelea con extraordinario denuedo. Aventurado sería predecir el éxito de la contienda. La razón y el derecho, los sentimientos de humanidad y las ideas de libertad y de progreso están del lado del pueblo helénico; pero los turcos tienen fuerzas y recursos muy superiores. ¿Dejarán las seis potencias, cruzadas de brazos, que la guerra continúe, y no tratarán, concertándose al fin e interviniendo de un modo activo, de remediar el mal que no supieron o no quisieron prevenir con su indecisa diplomacia? ¡Quién sabe! Acaso la opinión pública, manifestándose por toda Europa con mayor claridad y energía que hasta el presente, obligue a los gabinetes a desistir de las particulares miras que, sobre este punto, los dividen, a pesar de su aparente concordia, y a proceder de suerte que Creta quede libre y se una a Grecia lo cual, en nuestro sentir y en el sentir de cuantos desapasionadamente lo consideran, es la única solución razonable que tiene el asunto.




- II -

9 de mayo de 1897.

Como todo frío y desapasionado observador presumía y recelaba, las esperanzas de los filohelenos se han frustrado casi enteramente. La población cristiana de la Turquía de Europa no ha hecho movimiento alguno para ayudar a Grecia, sirviendo de importante diversión a las fuerzas militares del turco. Los rumanos, los eslavos del Sur, los estados y pueblos súbditos pocos años ha del sultán, y hoy soberanos e independientes, no se han movido tampoco contra el poder que los tuvo esclavizados durante siglos. Tal vez esta inacción egoísta se deba al influjo de las grandes potencias contiguas y protectoras, Rusia y Austria; tal vez dependa dicha inacción, bastando a explicarla, de la escasa simpatía, celos y opuestas aspiraciones que hay entre griegos, eslavos y rumanos.

Como quiera que sea, abandonados los griegos a sus propios recursos, no han podido resistir el ímpetu, el buen orden y la desmedida superioridad numérica del Ejército turco y han ido cediendo, primero en Larissa y después en Farsalia. El Ejército turco ha obtenido fáciles laureles en una serie de encuentros, desalojando a los griegos de sus posiciones, hollando y dominando parte de su territorio y caminando hacia Atenas.

La escuadra helénica, de la que se esperaba mucho, poco o nada ha conseguido y no ha podido hallar, o no ha querido ni sabido buscar, la escuadra de los turcos, a fin de compensar con alguna victoria marítima el mal éxito de los combates por tierra y a fin de neutralizar así el efecto lastimoso que hacen los vencidos en el ánimo hasta de aquellos que mejor los quieren y que mayor bien les desean.

Aún se advierten contradicción y confusión en las noticias, pero a pesar de todo, se ve claro el triunfo de los turcos y que, si las grandes potencias no se interponen, llegarán hasta Atenas e impondrán la paz con las condiciones que mejor les convengan, quedándose de nuevo con la Tesalia y exigiendo y sacando del exhausto y pobre tesoro helénico una indemnización enorme.

De temer es asimismo que los patriotas de Grecia, los aventureros de todos los países que han acudido a auxiliarlos y aquella parte del pueblo propensa a motines y revoluciones y a dejarse dirigir por los demagogos, exasperados por el infortunio, traten de levantarse contra la dinastía, que es extranjera, y atribuyan a su debilidad o a su traición lo que sólo es producto de la incontrastable fuerza, del mayor número, de la mejor organización y de la disciplina de las tropas regulares.

En el día valen menos que nunca contra ella el generoso heroísmo y la desordenada, aunque tenaz, energía de todo un pueblo que combate y se sacrifica por su libertad e independencia. En el día son más raros que en lo antiguo los Leónidas y los Temístocles: hechos como los de las Termópilas, Maratón y Salamina no suelen renovarse; las mismas proezas épicas de la última guerra de la independencia de Grecia no es de esperar que se reproduzcan pocos años después de haber ocurrido. Lo probable, lo natural, es que Grecia se dé por vencida y pida socorro.

¿Qué harán en esta ocasión las seis grandes potencias, de cuyo concierto y de cuya acción armónica debieran depender la paz y los destinos del mundo? Por su indecisión, inspirada acaso en el deseo de que el concierto no se rompiese y de que la guerra quedase aislada, se ha creado una situación de la que es más difícil salir ahora que de la situación que había antes de empezar entre turcos y griegos la lucha que hubiera podido evitarse. Hoy ofrece mayores inconvenientes, después de los triunfos del sultán, el exigirle que abandone a Creta, cuyos habitantes hubieran, sin duda, votado en un plebiscito por su anexión al reino helénico. Y hoy surgen, además, grandes inconvenientes para contener a los turcos en su marcha triunfante, para evitar a Grecia mayor humillación y la mutilación de Tesalia y para sacarla a salvo de la ruina y del pago de una grande indemnización de guerra.

¿Cómo esterilizar los sacrificios y esfuerzos de los otomanos? ¿Cómo ahogar, o moderar al menos, el entusiasmo y el engreimiento de los sectarios del Islam, después de las victorias que han obtenido? ¿No clamarán y pugnarán los más fervorosos muslimes porque el Padischah y su Gobierno se desprendan de la tutela que sobre ellos ejercen los gabinetes de las grandes naciones cristianas?

Las dificultades son hoy mayores que antes del 18 de abril, al declararse la guerra. Y la mayor dificultad de todas estriba en sostener el concierto de las seis grandes potencias, más que entonces, discrepantes ahora. A lo que parece, Austria y Rusia se unen. ¿Seguirán Inglaterra y Francia la misma política? ¿Se quebrantará o se romperá la Triple Alianza porque el emperador germánico se muestre menos favorable a los griegos que a los turcos, en contra del intento y propósito de los otros gabinetes europeos? ¿Permanecerá Italia fiel a su alianza con los alemanes, o se irá con Austria y Rusia, si estas potencias protegen a los griegos y si el pueblo italiano muestra por los griegos su natural y antigua simpatía?

Poco o nada acertamos a pronosticar sobre el desenlace que tan enredada cuestión no puede dejar de tener pronto. Lo que sí entrevemos, y quiera Dios que nuestro buen deseo no nos engañe, es que todo ha de arreglarse de un modo o de otro, sin que se turbe la paz general de Europa. En todas partes hay el más vivo interés en que no sobrevenga la discordia. El estrago horrible que traerían consigo tantos poderosos medios de destrucción acumulados y el incalculable derroche y pérdida de riqueza que produciría una gran contienda armada, nos mueven a esperar que la diplomacia será prudente y que la intervención y mediación para poner término a la guerra grecoturca se hará de común acuerdo, violentando algo su voluntad, cediendo y conformándose con la de los otros el emperador de Alemania.

En la diplomacia de las grandes potencias se requiere hoy, además del concierto y del tino, la mayor prontitud. Mientras se tarde más en imponer un armisticio y el mediar en la lucha, mayores serán las dificultades para el arreglo. Dicen que las últimas posiciones que los griegos ocupan son muy fuertes y pueden ser mejor defendidas; que el patriotismo helénico aún puede producir más eficaces resultados; que ya en el Epiro, con auxilio de la población cristiana, enemiga del Islam, o ya por medio de su escuadra, mejor dirigida y equipada que la turca, los griegos pueden aún tomar el desquite; pero la más general creencia es que sobre este punto debe perderse toda esperanza. Grecia, por tanto, quedará más rendida mientras más tiempo se prolongue la guerra, al paso que los turcos se pondrán más orgullosos y más exigentes. Así se hará cada día más difícil el hallar un buen término y desenlace para todo.

Es evidente que, si el Imperio turco merece contarse en el número y entrar en la Confederación tácita de las naciones civilizadas de Europa, la razón y la justicia están de su lado. Los griegos violaron el derecho de gentes enviando socorros y al coronel Vassos con gente armada en defensa de los rebeldes de Creta. Pero si se atiende a que la diferencia de religión, el atraso de los turcos y su fanatismo no consienten que figure su Estado como igual, ante la ley, a los demás de Europa, y si se atiende a que las últimas crueldades y matanzas de cristianos en Armenia, en Constantinopla misma y en la isla de Creta ponen al Estado turco fuera de esa ley común, será menester, ya que no justificar y glorificar, disculpar el arranque generoso de la nación helénica, y en vez de acusarla de una violación del derecho de gentes, aplaudir por justo o tolerar por irresistible y por inevitable el socorro que dieron contra la tiranía a los rebeldes cretenses, que son de su misma casta, que tienen la misma religión, que hablan el mismo idioma y que desde hace más de treinta siglos son y figuran como hermanos en el libro de la Historia.

Ni las seis grandes potencias unidas ni ninguna de ellas singularmente, ha cuidado de la integridad de España ni ha formulado la menor protesta contra los que, si no envían tropas regulares a Cuba en favor de los rebeldes, envían armas, municiones, dinero, buques cargados de gente armada y otros auxilios, sin los cuales ya estaría allí sofocada la rebelión, o nunca acaso hubiera tenido importante crecimiento. Extraño es, pues, que se mire con tan cuidadoso esmero por la no violación del derecho internacional cuando lo viola, es cierto que abiertamente, una nación pobre y pequeña, y no se haga caso de la misma violación si es hipócrita y solapada y si incurre en ella una nación poderosa, cuya única disculpa es la de que su poder central no tiene las suficientes facultades constitucionales para impedir que sus ciudadanos, en mayor o menor número, falten a lo que se debe a una nación amiga y aliada.

Como las comparaciones son odiosas, conviene dejar a un lado las comparaciones. El arrepentimiento y la enmienda absuelven de la culpa, y es de esperar que, si bien las seis grandes potencias no se declararán arrepentidas para no confesar que su inactiva indecisión, que ha traído la guerra, es una falta, enmendarán esta falta con rapidez y de común acuerdo, para que no nazca la discordia entre ellas y para no incurrir en algo odioso, sometiendo de nuevo a los cretenses al dominio turco, porque los griegos les dieron auxilio y porque los griegos fueron vencidos. Según lo que decidan las grandes potencias, así será el desenlace, al menos por ahora; pero, decídanlo o no, lo que piden en este caso la equidad y la conveniencia es que Creta quede libre del yugo turco y que se interceda por Grecia para que no pague caro su vencimiento. La opinión liberal de toda Europa, representada por Gladstone en Inglaterra, por Crispi en Italia y por hombres eminentes también en otras naciones, empujará sin duda a esta solución hasta a los gobiernos más conservadores.

Acaso los turcos se engrían más si dura más la guerra, alcanzando cada día mayores ventajas. Ya han entrado en Volo, y en la batalla que está próxima a darse, cerca de Gomokos, es de temer que alcancen nueva victoria, a pesar de los refuerzos que los griegos reciben de Atenas, y en los cuales se cuentan mil quinientos aventureros italianos al mando de Ricciotti Garibaldi.

Un buen fundamento hay, sin embargo, para esperar que se mitigue el furor bélico de los turcos, que se detengan en medio de su marcha victoriosa, que sean dóciles a las amonestaciones de paz que la diplomacia les dirija, que no sean grandes sus exigencias sobre los vencidos y que hasta se resignen a abandonar a Creta: el Tesoro público de Turquía está apuradísimo, no puede con los grandes gastos que ha de ocasionar la prolongación de la guerra y ni siquiera tiene la esperanza de recobrarse de esos gastos a expensas del vencido, que es más pobre aún y que dará poquísimo de sí por mucho que lo expriman.




- III -

12 de junio de 1897.

En la realización de todo suceso no se puede negar que concurren siempre tres principales factores: el poder y el saber de los que ejecutan, y si los que ejecutan son hombres, lo que se llama fortuna o acaso, esto es, aquellas contingencias prescritas por Dios o nacidas de la naturaleza misma de las cosas, que no pueden menos de escapar a la previsión humana o que no tienen humano remedio, aunque se prevean. Nosotros, por ejemplo, podemos prever un eclipse, pero no podemos impedirlo; así como si previésemos un terremoto que había de arruinar ciudades y campos, tampoco lo evitaríamos. Esta consideración debe refrenar, o mitigar al menos, el prurito de censurar cuando se ve que alguien que tiene todo el poder y que debe tener todo el saber, hace, al menos en apariencia, tan torpe y desmañadamente las cosas, que aumenta las dificultades en vez de allanarlas o esquivarlas y acaba por dar un resultado ridículo o lastimoso. Se pone aquí todo lo dicho a fin de disculpar y culpar al mismo tiempo a la diplomacia de las seis grandes potencias, que así, a primera vista, y sin acudir para absolverla a los inescrutables designios del Altísimo o a los ineluctables mandatos del hado, no puede haberlo hecho peor de como lo ha hecho en la cuestión grecoturca desde que empezó hasta ahora.

Si bien se reflexiona, la causa de haberlo hecho tan mal no implica separadamente culpa en ninguna de las seis grandes potencias, ya que la culpa y la causa ha estado, y tal vez está aún, en la falta de acuerdo entre ellas para toda resolución eficaz, por donde el acuerdo ha sido sólo para lo ineficaz y lo deplorable. El público espectador y no actor, los que vemos cómo se gobierna el mundo y no lo gobernamos, conociendo todos el poder incontrastable de las seis grandes potencias unidas, no acertamos a comprender cómo no se ha cumplido o cómo no se cumple, derechamente y sin tropezar en nada, el deseo y propósito de ellas, si hubieran coincidido con fe en algún propósito y en algún deseo.

A querer que Creta hubiera sido anexionada a Grecia, tal vez se hubiera conseguido con menos auxilio moral y material que el que se dio a Garibaldi y a otros elementos revolucionarios de Italia para apoderarse de Sicilia, para derribar muchos tronos y para acabar con el poder temporal del Papa, algo más respetable todo ello que la integridad del Imperio turco.

Si no había la menor intención de auxiliar y favorecer a los griegos en su lucha desigual contra toda la fuerza de los otomanos, no nos cabe en la cabeza que las seis potencias no hubieran podido impedir la guerra desastrosa que ha habido, sin poner a Grecia, como si hubiera estado dominada por la locura, una camisa de fuerza, según ahora se dice.

Si la guerra, por una serie de heroicos milagros, hubiese dado ventajas a los griegos, después de la guerra hubiera sido más difícil que antes de la guerra toda resolución concorde entre las seis grandes potencias. Y habiendo sido, como ha sido, el éxito de la guerra tan favorable a los turcos, no podía menos de hacerse y se ha hecho más difícil un desenlace pacífico sin acceder a las exigencias del sultán, sin que Grecia quedase multada y tal vez mutilada y sin que dichas seis grandes potencias aparezcan haciendo el papel odioso de robustecer, de sostener o de sancionar al menos el dominio sobre los cristianos de un príncipe, de un Gobierno y de unas gentes con razón acusados de recientes y bárbaras crueldades y de horribles matanzas.

Si, como dicen algunos diplomáticos, la insurrección de Creta, el entusiasmo helénico y el prurito de hacer la guerra a los turcos ha sido todo una pequeña y miserable intriga, algo más fácil hubiera sido evitarlo. Si la diplomacia no sirve para esto, ¿para qué sirve? En todo el mundo ha habido el temor de que la tal cuestión grecoturca suscitase un conflicto enorme, una guerra general en Europa. ¿Cómo imaginar y suponer que tan grandes y terribles efectos hubieran podido nacer de las causas ruines y pequeñas con que ahora se explican?

Se dice que una asociación de Atenas, titulada Ethnike Hetairia, con la tolerancia y la complicidad del Gobierno, fue la que produjo la insurrección en Creta, como, por ejemplo, ciertas asociaciones yanquis producen y fomentan la insurrección de Cuba. Para costear la expedición de Vassos y para otros aprestos se acusa al Gobierno griego de haber gastado el dinero que se destinaba al pago del cupón de su Deuda, con lo cual los tenedores de dicha Deuda, a no dudarlo, por filohelenos que fuesen, hubieran de hacerse filoturcos. Y sin contar con el entusiasmo y el afecto de religión, de casta, de sangre y de idioma, se habla de especulaciones de Bolsa y de otras menudas intrigas a fin de explicar lo ocurrido. Pero todo ello nos mueve a repetir: ¿Cómo, si las intrigas fueron tan menudas, no se invalidaron a tiempo evitando el triste desenlace que han tenido?

Para no pocos, el triunfo ha sido y será de Rusia. La diplomacia rusa ha logrado sus fines. El helenismo se ha desacreditado y se ha hundido. Y en el día no lejano de la gran liquidación, cuándo el Imperio turco se desbarate, el eslavismo será quien recoja la preciosa herencia. No la recogerá inmediatamente, sino por medio de los pequeños eslavos, desprendidos ya de Turquía, autónomos o independientes, aunque bajo la tutela de Rusia.

Si la anterior explicación fuese valedera, la astucia diplomática de los rusos sería tan de maravillar como la candidez diplomática de las otras cinco naciones. Pero éstas, en nuestro sentir, llegado el caso del reparto, no consentirían en que Rusia mediata o inmediatamente se lo adjudicase todo, y por otra parte, ni en lo presente ni en lo por venir vemos nosotros ese crédito de los rusos y esa sumisión en que los esclavos del Sur están respecto a ellos, aunque a veces sufran su tutela, o porque les conviene o porque no hallan quien les preste apoyo para no sufrirlo. En realidad, los eslavos del Sur entendemos nosotros que han de desdeñar a los rusos y que no han de considerarlos como puros eslavos, sino como mezcla de la raza eslava con otras razas inferiores, y todas ellas menos ilustres y menos señaladas en la antigua historia del mundo. Como quiera que sea, nos parece el paneslavismo y todo plan que en él se funde más arduo de realizar que el panlatinismo, en quien nadie sueña, que la unión, fusión o estrecha alianza de Francia, Italia, Rumania, Portugal y España para los mismos fines y propósitos.

Así, pues, si de resulta de la desdichada guerra grecoturca, el helenismo se hunde y el eslavismo se levanta, debemos creer que no es este eslavismo claramente para beneficio de los rusos, y que, en todo case, si sobre las ruinas del Imperio turco se levantase un día otro imperio y no fuese griego, bien podría ser eslavo o, al menos, bien podría predominar en él el elemento eslavo; pero ni Francia, ni Alemania, ni Inglaterra, consentirían en que fuese ruso o en que solapadamente dependiese de Rusia y estuviese bajo su tutela.

Sólo Dios sabe lo que sucedería en el momento en que el dominio turco acabase en Europa, y como no lo sabe ninguna de las seis grandes potencias y cada una de ellas tiene diversas miras, todas sostienen al Imperio turco y prolongan su vida para no disputarse la herencia cuando muera.

Convengamos, pues, en que en el resultado de la guerra entre turcos y griegos y de las gestiones diplomáticas que hoy se siguen para que se logre la paz, no ha sido parte la noble sutileza de la diplomacia de ninguna de las seis grandes potencias, ni siquiera de la de los rusos. Lo que ha habido y hay es la natural indecisión de los que en muchas cosas no pueden ponerse de acuerdo y el recelo de que surjan graves inconvenientes de cualquiera de las medidas que se tomen.

Si las condiciones que se impongan a Grecia para la paz son muy duras, aquella familia real, emparentada con los más poderosos soberanos de Europa, puede atraerse el odio popular y hasta el rey puede ser lanzado del trono, obligando acaso a las seis grandes potencias a ocupar con armas el territorio griego. Por dicha, ni remotamente se han realizado estos temores. Grecia, invadida y vencida, se ha mostrado resignada y juiciosa y ha distado mucho de remedar en Atenas los sacudimientos y convulsiones horribles que hubo en París después de los últimos triunfos de Alemania. Todo desorden ha podido evitarse. Los voluntarios de la misma Grecia han sido reprimidos. Los garibaldinos han vuelto a Italia. Acaso algunos periodistas de Atenas no hagan plena justicia a la habilidad y denuedo de ciertos estrategas y aun del mismo Diadoko, pero la parte más sana del público vuelve por ellos, y nadie en Grecia es acusado de traición, como lo fueron en Francia jefes importantísimos. No comprendemos, pues, al notar tanta moderación, por qué ha de haberse hundido el helenismo. ¿Será menester, para que se no se hunda, que se repitan a menudo las glorias de las Termópilas, de Maratón y de Salamina? ¿Implica descrédito el ser vencido por un poder mucho mayor?

Si, por el contrario, a fin de no lastimar y humillar demasiado a Grecia, las seis grandes potencias escatiman el precio del rescate que Grecia ha de pagar al turco y no ceden a sus exigencias de quedarse con parte de Tesalia o con toda ella y aun de recibir también como premio de la victoria algo de la flota de guerra helénica, los recelos son de otra suerte y acaso mayores. Porque si el sultán se doblega a las exigencias de la diplomacia, los ulemas, el partido militar y el vulgo de musulmanes fanáticos podrán enfurecerse contra él y derribarle del trono y apresurar la disolución del Imperio y la ruina que tanto se procura retardar. Y todo ello podrá sobrevenir con grandes desórdenes, saqueos y matanzas de cristianos, lo cual sólo bastará para justificar la intervención de la Europa culta. Y si a fin de no despopularizar demasiado al sultán se accede a mucho de lo que pide se corre el peligro de engreírle demasiado y de que sacuda la tutela en que las seis grandes potencias le tienen hoy. Algunos afirman ya que el Imperio turco se ha crecido con las recientes victorias en el concepto del mundo; que debe ser contado como potencia militar de primer orden y que su ejército es formidable, así por la valentía y fanático arrojo de los soldados como por la pericia y saber de los oficiales y jefes, alemanes no pocos de ellos.

No debe extrañarse, en vista de lo expuesto, la lentitud con que caminan hacia su término las negociaciones de paz, empezadas hace más de un mes, el día 10 de mayo.

Aun después de entabladas las negociaciones, no se logró la supresión de hostilidades; siguió la guerra, sufrieron nuevas derrotas los griegos y los turcos alcanzaron nuevas ventajas, así en Epiro como en Tesalia. En Tesalia, sobre todo, se dio el 18 la más reñida y sangrienta acción de toda la campaña. Los griegos perdieron sus posiciones de Domokos, cerca de dos mil hombres y lo mejor de su artillería. Los griegos tuvieron, además, que levantar los sitios de Nicópolis y Prevenza y que evacuar el Epiro. Sólo después de todo esto, que hizo más angustiosa la situación de los griegos y que dio mayor fundamento a las exigencias de los turcos, pudo el armisticio ser efectivo.

Con gran curiosidad y vivo interés esperamos ahora que al cabo las negociaciones terminen, que se orillen los inconvenientes, los peligros se eviten y que, al fin, se firme la paz. De esperar es que Creta, ya que no su independencia o su anexión al reino helénico, consiga una amplia autonomía que la sustraiga de la barbarie otomana.

Después de estos sucesos de Oriente, ninguna otra cuestión internacional es tan importante como nuestras relaciones con los Estados Unidos, en las cuales no han querido ni quieren ejercer el menor influjo esas mismas seis grandes potencias que en los negocios de Turquía y de Grecia, aunque poco hábilmente, hacen el papel de flamantes anfictiones.

Al contemplar a España tan abandonada y tan sola y empeñada en dos costosísimas y largas guerras civiles, apenas nos atrevemos a calificar de flaqueza y de lastimosa condescendencia nuestra política con los Estados Unidos. Tal vez exija la prudencia sufrir mucho de lo que ahora sufrimos, al menos, mientras no termine en Cuba la asoladora insurrección, que no duraría tanto y que tal vez no hubiera empezado sin la excitación y sin el auxilio de los ciudadanos de la gran república. Su Gobierno, no obstante, pretende amparar en la mencionada isla los intereses de la civilización, de cuyos quebrantos y pérdidas los filibusteros yanquis tienen la mayor culpa.




- IV -

10 de julio de 1897.

Varias veces he querido desistir de escribir estas Notas, y luego he reincide en la tentación y hasta en el pecado de escribirlas. Aunque las escribo no es sin recelo de pecar, recelo que nace principalmente del calificativo de diplomáticas que llevan las tales Notas. Más bien son antidiplomáticas que diplomáticas, por el espíritu que las anima, muy inclinado a censurar la diplomacia de ahora, y por el estilo en que son redactadas, cuya desnudez y cuya rudeza tienen muy poco de diplomático.

Suplico a los lectores que me perdonen esta contradicción o esta falta, y que, a fin de atenuarla, donde dice Notas diplomáticas, lean como si dijese Breve reseña o ligeras consideraciones sobre los últimos sucesos políticos.

Al contemplar la resignada postración de Grecia se me ocurre para explicarla algo a modo de apólogo. Un hombre rico y fuerte tiene dos hijastros: uno débil y pobre, aunque ya emancipado; el otro más débil aún y sometido a su potestad. Abusando de ella, ofende a este hijastro sometido, le azota, le esquilma y le martiriza. El hermano mayor, acaso sin la menor gana de reñir y casi, y sin casi, convencido de que si riñe al padrastro le azotará y le esquilmará también, se cree obligado, por el buen parecer y por la negra honrilla, a sacar la cara por el hermano y a empeñarse en una contienda cuyo mal éxito apenas es dudoso. Hay seis poderosos amigos que pueden evitar la contienda. En el fondo de su corazón, lo que el hermano mayor desea es que le contengan para que no riña. Pero los seis amigos no se ponen de acuerdo para contenerle y él tiene que reñir, y riñe y recibe los azotes y se expone, además, a que el padrastro, para castigar su falta de respeto, le imponga una multa y trate de quedarse con parte de sus bienes. Los seis amigos, que no han impedido nada, acusan entonces de temerario, de soberbio y de presuntuoso al infeliz hermano vencido.

Tal es y tal sigue siendo la situación de Grecia. La paz definitiva con los turcos no se ha logrado aún. Continúan las negociaciones y los aplazamientos. Las seis grandes potencias anhelan remediar el mal causado, pero no pueden desconocer que hoy es más difícil que antes que el turco sea condescendiente y generoso después de la victoria. Si se ponen de acuerdo, conseguirán cuanto quieran: el turco cederá, aunque esté muy engreído, si seriamente se le amenaza; pero el esfuerzo que hoy se emplee tendrá que ser muchísimo mayor que el que se hubiera empleado antes de la guerra con los griegos.

Esperemos, de todos modos, que las negociaciones lleguen al fin que se desea; que Tesalia sea evacuada y siga formando parte del reino helénico y que la indemnización de guerra que Grecia ha de pagar sea bastante médica para que, sin completa ruina, pueda pagarla.

Esperemos también que llegue a buen término la autonomía de Creta y que esta famosa y en otro tiempo próspera isla florezca nuevamente con la autonomía extraña que se le va a conceder bajo la sabia tutela de un señor suizo, llamado Numa Droz, que se impondrá a los cretenses para que los haga dichosos y para que reproduzca entre ellos, al uso del día, los milagros de su tocayo Numa Pompilio, segundo rey de Roma.

Entre tanto, las dilaciones que el Gobierno turco sigue presentando para la paz definitiva empiezan a fatigar la paciencia de las seis grandes naciones europeas y de sus gobiernos respectivos. Rusia ha sido la primera en mostrar esta fatiga. Después, la Prensa inglesa, manifestando sentimientos semejantes, excita a la opinión pública y al Gobierno británico para que se proceda con entereza y se obligue al turco a aceptar las condiciones para la paz y a desistir del sistema de obstrucción que ha adoptado y con el cual parece que se mofa de los propósitos de las seis grandes naciones y que sacude el yugo de su tutela. El emperador de Austria, Francisco José, ha escrito al sultán una carta en el mismo sentido, aconsejándole que sea dócil y, por último, de conformidad con las instrucciones que han recibido de sus gobiernos, los representantes de las seis grandes potencias en Constantinopla han dirigido al Gobierno de la Sublime Puerta una nota colectiva apremiándole para que prescinda de pretensiones exageradas y remueva los estorbos que obstruyan el camino para llegar a la paz definitiva. De esperar es que el Gobierno turco ceda y que esta paz sea pronto un hecho.

Tan incontrastable es la fuerza de dichas seis grandes naciones cuando, puestas de acuerdo, la dirigen a un fin común, que no sólo la paz entre Turquía y Grecia, sino la paz de todo el mundo y el reinado de la justicia y el más rápido progreso de la prosperidad y cultura de los pueblos todos dependerían de ellas y por ellas se lograrían si para fin tan benéfico se concertasen.

O no lo conocen aún o, si lo conocen, lo disimulan y lo toleran para evitar conflictos; pero día llegará en que sea imposible el disimulo. La ambición invasora de los Estados Unidos de América va creciendo con rapidez y extendiéndose por todas las regiones. El Gobierno federal se excusa, y no sin aparente fundamento, con la extremada libertad de sus gobernados, a la que no puede poner freno. Pero si esta excusa valiera siempre, seguiría justificando las más crueles e hipócritas maquinaciones contra naciones amigas. Podría el Gobierno seguir dando pruebas más o menos aparentes de amistad y de benevolencia, y seguir los gobernados conspirando contra una nación amiga y tratando de enflaquecería y arruinarla con una guerra larga y dispendiosa, y esto a mansalva y hasta exigiendo costosas indemnizaciones por los males, destrozos y estragos que ellos mismos causan fomentando insurrecciones con su aplauso y su simpatía y sosteniéndolas y procurando hacerlas interminables con todo linaje de auxilios: armas, dinero, municiones y vituallas. La cruel e inexplicable indiferencia de las seis grandes naciones, que así dejan en este punto a España abandonada y sola, no hallará disculpa cuando se escriba con imparcialidad la historia de nuestros días; y tal vez llegue un momento en que dichas seis grandes potencias se arrepientan de no habernos dado el menor apoyo. No sé si es en el derecho o en las costumbres internacionales; pero hay ahora algo vigente de que se usa y abusa de la manera más inicua, y que convendría anular o, por lo menos, modificar y coartar en un Congreso diplomático futuro. Hablo del derecho y del deber que se atribuye y que se impone cada Estado de proteger a sus súbditos que ven o que viven en tierra extraña y de reclamar en favor de ellos contra cualquier agravio verdadero o supuesto y hasta contra cualquier infortunio que les sobrevenga. De aquí que la llegada y el establecimiento de gente extranjera, que debiera ser fausto suceso, porque llevan al país adonde acuden su inteligencia, su enérgica voluntad para el trabajo y tal vez sus capitales, sea una calamidad, horrible, ya que convierte a estos extranjeros, materialmente domiciliados y conservando su antigua patria, en una clase monstruosamente privilegiada, que puede conspirar, subvertir el orden público, burlarse de todas las leyes, atropellar todos los respetos, robar, incendiar y matar, y después, si el Poder público pone mano en ellos y trata de castigarlos, encontrarse con el veto del Estado de que proceden, el cual Estado, si es poderoso, no se limita a exigir que queden impunes, sino que exige también que se recompensen con dinero sus fechorías, forzando así a los ciudadanos pacíficos del país en que las cometen a que entreguen su dinero para que se lo lleven los revoltosos y los díscolos. Y el horror y la insolencia de todo esto sube de punto cuando tan desgobernado privilegio no se concede sólo a quien, en realidad, es extranjero, sino a los malhechores y rebeldes del país mismo, a quienes fácilmente se les da fuero de extranjería, y con este fuero la venia, el vale y el estímulo para cometer insolencias y crímenes, por lo menos con impunidad y a menudo con recompensa. Tal es el extremo a que ha llegado España, o más bien en el que está España desde hace años en sus relaciones con los Estados Unidos de América. Y no es esto hacer la oposición al Gobierno actual ni a ningún Gobierno español determinado. El mal data de larga fecha. Y siendo causa de él los Estados Unidos, en ellos está la mayor culpa de que podemos acusarlos.

Síntoma de su ambición podrá ser su propósito de anexionarse las islas de Hawai; pero, en mi sentir, aunque la tal anexión no convenga a los intereses y miras de otros estados, no puede decirse que repugne a la justicia ni que sea motivo de escándalo y de censura. Si los hawaianos libremente quieren depender de la Unión, en su derecho están de unirse a ella y en su derecho está la Unión de recibirlos en ella. En virtud de su conveniencia podrán oponerse a esto y reclamar y protestar otras naciones; pero no veo que puedan hacerlo en nombre de la justicia. Y lo que es para la conveniencia general de la civilización, ¿cómo podrá negarse que, las islas de Hawai prosperarán más y serán más útiles para todo el género humano bajo un poder de origen europeo, aunque establecido en América, que independientes y bajo el poder de un Gobierno indígena? Por lo demás, no sé comprende la sorpresa que este propósito de anexión ha despertado. Ya se preparaba y se veía venir desde el año 1875, en que el rey Kalakana, siendo Grant presidente de la gran República, se puso bajo su protectorado. Muerto poco ha el rey Kamehameha III y destronada la reina Lilioukalani por una revolución, ¿qué tiene de particular y que no esté de acuerdo con las ideas modernas que aquel pueblo soberano quiera ser yanqui o lo que se le antoje?

Tampoco veo que deba censurarse ni extrañarse que los angloamericanos, que se derivan de Europa, aunque no estén en Europa, aspiren a gozar en Marruecos de los mismos privilegios para sus súbditos de que las grandes naciones europeas disfrutan. Así como hallo absurdo, peligroso, expuesto a vejaciones y hasta ocasionado a que se supongan ilícitos logros y ventajas para quienes lo negocian, en la protección que se cree en el deber y con el derecho de dar un Estado civilizado a sus súbditos cuando residen en otro Estado civilizado, casi hallo conveniente a los intereses de la general cultura, y además casi indispensable, que todo Estado civilizado se atribuya y ejerza este derecho de protección de sus súbditos residentes en un país bárbaro. Al discurrir así, yo no condeno, sino que apruebo la reciente pretensión de los Estados Unidos en Marruecos; pero esta misma aprobación hace más clara y patente la magnitud del agravio que nos infieren los Estados Unidos con sus constantes reclamaciones contra nosotros y en favor de sus súbditos. En mi sentir, el reclamar de cierta manera presupone la declaración implícita, de la barbarie y desgobierno del Estado de quien se reclama. Este uso o este abuso diplomático implica previa injuria: expulsar arbitrariamente y sin autoridad para ello al Estado de quien se reclama de la confederación tácita de los pueblos cultos; suponer denegación de justicia y que es menester que cada cual se la tome por su mano. De otra suerte, no debiera un extranjero conseguir por la vía diplomática sino lo que el natural del país consigue en los tribunales ordinarios litigando contra particulares, o en el tribunal contencioso-administrativo, litigando con el Estado; o, mejor dicho, no debía acudir a la vía diplomática, sino a los tribunales, como los súbditos del país.

Sea por lo que sea, es triste confesar la decadencia y postración y el corto lucimiento de las tres gloriosas naciones y castas de gente cuyas costas territoriales baña el Mediterráneo, fecundo y original fundamento a las ciencias y a las artes de Europa; la segunda, unidad de leyes, lengua e imperio, preparándolo todo para la pronta difusión y triunfo de la religión cristiana, y erigiéndose luego, habilitada para ello con el poder de la cruz, en benéfica y singular maestra y dominadora de bárbaros; y la tercera, por último, agrandando el concepto de las cosas creadas y descubriendo nuevos mundos, para plantar en ellos la cruz y difundir la cultura. Muy decaídos estamos de nuestra antigua grandeza, sin excluir a Italia, cuyo cuerpo, débil, se diría en ocasiones que dificulta sostener el gravísimo peso y balumba de una capital tan grande como Roma, por su historia y por sus recuerdos.

La fuerza, el imperio y hasta el brío militar y la inteligencia política se diría que se han ido con los pueblos del Norte. Tal vez nos desdeñan, olvidando los pasados beneficios; tal vez nos odian, recordando nuestra superioridad pasada, y siempre se enorgullecen y se engríen, no sin bastante fundamento, y cantan y celebran su triunfo.

Ahogando la envidia que pudiera nacer en nosotros, bien digno es de admirar ese triunfo en el jubileo con que la nación inglesa acaba de glorificarse y de ensalzarse a sí propia, ensalzando y glorificando a su reina, emperatriz de la India y soberana de más de doscientos millones de seres humanos de todas las castas, lenguas y tribus que hay sobre la faz del planeta. A ofrecer sus respetos a la emperatriz han acudido príncipes, representantes y magnates ilustres de todos los pueblos independientes, cuyos estados, por remotos que estén, confinan siempre con alguna posesión inglesa; y han acudido también los soberanos tributarios y los jefes de los estados sometidos y subordinados a rendir pleito homenaje, como fieles vasallos, a la superior soberanía de su augusta señora. Extraordinaria ha sido la pompa que en esta ocasión ha desplegado la Gran Bretaña y el magnífico alarde que ha hecho de su poder marítimo. Lo que de tanta prosperidad se deba a la fortuna, lo que se deba a la alta prudencia y a las virtudes de la reina, y lo que se deba al talento, a la perseverancia, al patriotismo y al valer superior de la nación inglesa, acaso la Historia lo deslinde bien y lo marque en lo futuro. Lo único que a nosotros nos incumbe hacer es maravillarnos respetuosamente de poder tan grande, y desear que se emplee, no en menoscabo y ofensa, sino en bien de todo el linaje humano.

No pocos otros puntos pudiéramos y aun debiéramos tocar en esta breve reseña; pero lo dejamos para otro día, porque la reseña va siendo tan extensa, que difícilmente cabe en las columnas de nuestra revista.




- V -

10 de agosto de 1897.

En estas Notas diplomáticas, que ya he dicho, y repito ahora, debieran llamarse Crónica de política internacional, que nunca fue mi intento dar consejos ni alabanzas, ni formular tampoco censuras sobre asunto alguno de aquellos en que el Gobierno español interviene. Para este fin, si yo me lo propusiera, buscaría otro medio de publicación o de divulgación.

Aquí me propongo sólo dar cuenta en brevísimo resumen, de los principales acontecimientos políticos ocurridos dentro de un corto período, y aunque es cierto que, al tratar de ellos, no pueda menos de exponer mi opinión, entiendo que lo hago desechando todo espíritu de partido y procurando no enojar a nadie con mi crítica.

Aquí no he dicho yo ni diré que nuestro Gobierno haya hecho mal en acceder a ciertas reclamaciones de los Estados Unidos, ni que deba y pueda oponerse a otras reclamaciones. He dicho sólo que las reclamaciones existen, y he lamentado y lamento que el Derecho internacional, tal como hoy es entendido y practicado, no sólo faculte, sino que estimule y obligue a los gobiernos, como en cumplimiento, del más sagrado de los deberes, a reclamar, por supuestos o verdaderos agravios, en favor de sus súbditos residentes en país extranjero. Cuando el Estado que reclama es poderoso, y cuando el Estado de quien se reclama es débil, resultan una presión monstruosa, un privilegio irritante en favor del extranjero y en contra del natural del país, y la injuria previa e implícita de afirmar que las leyes y los tribunales del país de quien se reclama no valen ni sirven para hacer la debida justicia. Y, por el contrario, cuando el país obligado a reclamar no es bastante fuerte, suele ser ineficaz, y tal vez irrisoria, toda reclamación diplomática, y suele, además, ser ocasionada a terribles conflictos y aun a guerras costosas.

No quiero yo escudriñar aquí detenidamente las causas de pasados sucesos, pero se me figura que España no hubiese tenido la guerra del Pacífico, ni hubiera enviado jamás con el general Prim una expedición a Méjico, cosas ambas que sólo perjuicios nos trajeron, que odios sólo nos suscitaron, en cambio, tal vez, de alguna gloria harto vana, si de antemano no hubiésemos tenido, así en el país de los aztecas como en el de los incas, reclamaciones que hacer en, favor de los súbditos españoles.

También las tenemos contra el Gobierno de los Estados Unidos, pero es harto lastimoso tener que declarar que dichas reclamaciones nunca se satisfacen. Los yanquis, por ejemplo, perjudicados por secuestro de algodones, durante la guerra de Secesión, valiéndose de los medios que las leyes de su país les conceden, han logrado que se los indemnice, mientras que españoles que se hallan en caso parecido y han tenido que acudir a la vía diplomática, todavía reclaman en balde.

Lo expuesto prueba con evidencia que el deber de proteger a los compatriotas residentes en país extranjero y el consiguiente derecho a reclamar en su favor, viene a ser casi siempre causa de compromiso o de desaire para el débil, que reclama, y ocasión de vejar y de torturar al débil, si quien reclama es el fuerte y pide quia nominor teo.

No dilucidaré aquí, pongo por caso, si el italiano señor Ceruti fue maltratado o no en Colombia, pero bien seguro es que, si al señor Ceruti le hubiera sucedido entre los yanquis lo que en Colombia le sucedió, Italia no hubiera alcanzado de ellos la indemnización que alcanzó de los colombianos. Harto peor tratados que el señor Ceruti fueron mucho más recientemente no pocos italianos en Nueva Orleáns, y no creo yo que la indemnización haya sido muy copiosa, ni muy satisfactorio el desagravio.

Por todo lo cual, y por otras mil razones que pudieran aquí exponerse entiendo yo, sin que sea hacer oposición a Gobierno alguno, que toda potencia que no es poderosísima y de primer orden, debe protestar de continuo contra este derecho y contra este deber de proteger a los súbditos que están en país extranjero, porque siempre cuando de ella reclaman, hay previo agravio implícito y luego ofensa y pérdida de intereses, y cuando es ella la que se ve obligada a reclamar, se aventura a menudo a mil peligros y casi siempre el súbdito reclamante queda burlado y su civis romanus sum causa risa.

No dudemos, ni siquiera queramos dudar de la buena fe y de la mejor voluntad del señor Mac-Kinley y de su Gobierno. Acaso éstos, empeñados ahora en la anexión, y si no en la anexión en el protectorado yanqui sobre las islas Hawai y en hacer cara a las protestas y arrogancias japonesas, así como en calmar los recelos de la Gran Bretaña, manifestados ya con el acto de ocupación de la isla de Palmira, no han de querer cargar con nuevos cuidados dando más favor que hasta aquí y consintiendo que sus gobernados den más auxilio a los insurrectos de Cuba. ¿Quién sabe? Tal vez el señor Woodford, lejos de venir entre nosotros con poco amistosas intenciones, traiga un ramo de oliva en el pico, como la paloma del Diluvio. Pero aun suponiendo todo esto, aun esperando con optimista espíritu que el Gobierno de los Estados Unidos no quiera faltar a la amistad que nos profesa, sino mostrarla en todos sus actos y relaciones con nosotros, todavía es evidente que dicho Gobierno tiene y tendrá que luchar contra la incesante presión de los partidarios que tiene en la gran República, así en el Senado como en la Cámara popular, el separatismo cubano. Apenas hay semana, mientras en Washington están abiertas las cámaras, en que no se declame en ellas contra nuestra dominación en Cuba y en que no se estimule al Gobierno para que pida indemnizaciones en favor de filibusteros y para que exija que sean puestos en libertad y que sean así burladas y escarnecidas la leyes, la autoridad y la soberanía de nuestra patria.

De esperar es que el Gobierno de la Unión no se deje arrastrar de tan absurdas exigencias, que no exija, y que, si exige, España se mantenga firme y no ceda en lo que no sea justo ni razonable. Bueno es, sin embargo, dar la voz de alarma. A los insultos que los oradores del Senado yanqui continúan dirigiendo a España, sería feo, sería rebajarse contestar con otros insultos, pero conviene estar prevenidos.

Como las seis grandes potencias de Europa que ejercen la hegemonía en el Antiguo Mundo, y la gran República que comparte con ellas el predominio, prevaleciendo en el Nuevo, desean evidentemente que no se rompa el equilibrio inestable en que vivimos, lo probable es que cuantas dificultades se presenten aún, se allanen más o menos trabajosamente y que la paz general continúe.

Expuesto es el papel de profeta a quedar, quien lo hace, deslucido y desmentido por los sucesos; pero bien puede decirse, sin arrojarnos a profetizar, que al fin habrá concierto entre japoneses y yanquis y que por ahora no llegarán a las manos. Ya se sometan los hawaianos al protectorado de la Unión, ya ésta se los anexione, lo natural es que los emigrantes o colonos japoneses que hay en la nueva República del Pacífico sean garantizados y que el Gobierno de Washington quite al Japón todos los pretextos o motivos que puede alegar para oponerse a la anexión o al protectorado, si libérrimamente afirman los habitantes de Hawai que quieren ser anexionados o protegidos. No siempre es lo que debe ser, ni lo razonable ocurre porque es razonable. Nuestra previsión puede, por consiguiente, fallar, estallando la guerra entre el Japón y la gran República. Lo único, pues, que afirmamos es que lo más juicioso sería que el Japón imitase a Inglaterra, y que así como Inglaterra se apodera de la isla de Palmira, como en compensación de que los yanquis tratan de extender su Imperio sobre las islas de Hawai, el Japón se apoderase también de algunas otras islas o terrenos que aún no estuviesen ocupados y dominados por alguna potencia de América o de Europa.

Mayores peligros de disgustos y de conflictos ofrece aún la cuestión grecoturca, a pesar del cuidadoso esmero y de la prudencia y paciencia con que la diplomacia de las seis grandes naciones sigue tratándola. El concierto entre los gobiernos de dichas naciones persiste, sin alterarse en lo esencial, imponiéndose así al sultán, vencedor de los griegos, cuanto los seis diplomáticos determinan y exigen.

Claro está que Abud-Amid no puede menos de ceder a todo con dificultad y con pena; que su temor de enojar, cediendo, al partido musulmán fanático, ha de ser grande y es harto fundado; y que si el Padischah no se ha vuelto loco, como se ha dicho, aunque después se ha desmentido, tiene causas bastantes para volverse loco si su cabeza no está muy firme.

El Tratado de paz se firmará al cabo, ya que las potencias se empeñan en ello. Pero ¿cómo se allanarán las dificultades que han de quedar en pie? ¿Adelantará o no un Sindicato de capitalistas ingleses y franceses, a cuya cabeza dicen que está un israelita llamado Averof, los millones que han de pagar los griegos a los turcos antes de que éstos evacuen la Tesalia? ¿Garantizarán las seis grandes potencias el pago de la indemnización a fin de que los turcos evacuen la Tesalia en seguida y se evite así el sobresalto constante de insultos y vejámenes del Ejército de ocupación contra los griegos, y de las violencias y venganzas que en su desesperación procuren tomar o tomen los griegos contra los soldados turcos? Si las seis grandes potencias garantizan el pago de la indemnización, ¿seguirán exigiendo que dos o tres comisionados franceses e ingleses intervengan en la administración de la Hacienda helénica, a fin de que no sólo dé para el pago de la indemnización, sino para que alcance también a que los tenedores de la Deuda griega cobren sus intereses? En esto último parece estar muy empeñado el emperador de Alemania, quien tal vez él mismo, y sin duda no pocos de sus súbditos, son los principales acreedores. ¿Se someterá el rey de Grecia a la humillante y vergonzosa intervención de la Hacienda de su reino, dado que persistan en imponérsela? ¿Irá o no a Creta el sabio suizo Numa Droz a establecer allí la autonomía y a competir o a eclipsar a su tocayo el segundo rey de Roma y hasta a Minos y a Radamanto, o será sólo Djevas bajá, flamante gobernador turco de Creta, quien lo componga y arregle todo y se encargue de autonomizar a los cristianos, a quienes los soldados turcos, y sobre todo los Cachibeuzaks, se dignen dejar con vida? Para evitar las matanzas o las riñas sangrientas entre los turcos y los cretenses cristianos, ¿cuánto tiempo y por qué tropas de alguna o algunas de las seis grandes naciones será y continuará Creta ocupada? ¿Es cierto que soldados ingleses han ido desde Malta a ocuparla ya?

De todo esto se reciben por telégrafo noticias confusas y contradictorias. Y es entre todas la más alarmante la de que los musulmanes fanáticos, en Damasco, en el Líbano y en otros puntos de la Turquía asiática, engreídos primero con las victorias de los osmanlíes sobre los helenos y exasperados e irritados después con el poquísimo fruto que las seis grandes naciones consienten sacar de estas victorias, se agitan y se preparan a cosechar el fruto por ellos mismos, maltratando, robando y tal vez matando a los cristianos de Siria.

Si estos amenazantes rumores llegan a ser un hecho; si sobrevienen desórdenes en Siria; si hay nuevas matanzas en Armenia, y si el sultán es o se declara incapaz para reprimir o castigar a los culpados, ¿qué harán las seis grandes naciones, que en cierto modo le apoyan, aunque teniéndole bajo tutela?

Tal es la situación, muy sujeta aún a contingencias, en que se hallan las cosas de Turquía.

Entre tanto, por todas partes, salvo en España, afligida por dos costosas y ya largas guerras coloniales, reinan en Europa la prosperidad y el sosiego. Hasta la temerosa cuestión social ha desechado en estos últimos días no poco de su carácter amenazador y violento, y ha tomado ciertas formas científicas, académicas y teóricas.

En la Cámara de Diputados de la República francesa ha resplandecido, admirado por su saber y por su elocuencia, el señor Jaurés, gran defensor del socialismo. Sus doctrinas han sido impugnadas con no menos elocuencia y saber por el señor Deschanel, y esta controversia y este certamen o justa de ingenio, con armas corteses, ha traído y ha fijado agradablemente la atención del público en Francia. La mira principal y práctica del socialista Jaurés es la de ganar parciales entre sus compatriotas campesinos, que son en gran número pequeños propietarios y que dejarían de serlo, con harta repugnancia y dolor, si en lo por venir prevaleciese la propiedad colectiva. A fin de quitar a los campesinos el temor de que esto suceda, el señor Jaurés ha acudido al sofisma de que la propiedad, mientras no exceda de lo precisamente necesario para el sustento de quien la posee, no pugna con las suspiradas reformas sociales de los de su partido. El señor Deschanel ha desbaratado con facilidad el sofisma de este socialista transigente, y que, si es lícito valernos de una expresión familiar, podremos llamar pastelero. Los socialistas alemanes, harto más lógicos, no transigen, ni gustan de semejantes pasteles, no tragados, sino rechazados con asco en el Congreso de Breslau y en otros puntos donde el señor Liebknecht, doctor alemán en socialismo, se atrevió a presentarlos.

En suma: todas estas discusiones pacíficas y hasta divertidas, pueden dar ocasión a que se luzcan el señor Jaurés y otros, vertiendo raudales de poética elocuencia. Lo cual no impedirá que siga habiendo siempre pobres y ricos, y ya que siempre ha de haberlos, más vale que los haya en paz que no en medio de trastornos y convulsiones, que, en nuestro sentir, no nivelarán nunca las fortunas ni asentarán la sociedad humana sobre base distinta de la que tiene hoy. El amor a la propiedad y a la riqueza está en el fondo del corazón hasta de aquellos que más de ellas maldicen. No van a buscar nivelación, sino encumbramiento en riqueza sobre los demás hombres, los que acuden ahora ansiosos a Colombia, en el Canadá, a buscar y a recoger el oro, que en gran abundancia dicen que allí se ha descubierto.

El término de toda razonable aspiración y de todo deseo, en estos asuntos sociales, no debe pasar, por consiguiente, de que llegue a lograrse que sea cada vez menos acérrima la lucha por la vida (struggle for life) y de que el vencedor en esta lucha deba el triunfo a su laboriosidad y a su inteligencia, y no a la fuerza, al engaño o al acaso.

Al terminar el artículo que antecede, lleno de tolerancia para todas las opiniones, de fe en el progreso del humano linaje y de esperanzas optimistas en la civilización del mundo, estaba yo muy lejos de prever la horrible tragedia ocurrida en Santa Águeda, cuarenta y ocho horas más tarde.

Aun prescindiendo de la admiración y del afecto que inspira a sus compatriotas la ilustre persona que allí ha sido víctima, esta tragedia es de lamentar como signo ominoso de los errores de entendimiento y de la abominable perversión de voluntad que fermentan aún en el seno de nuestra sociedad, tan adelantada y tan culta, viciando a muchos hombres y convirtiéndolos en fieras.

Hasta las más audaces utopías, aunque propendan a desbaratar el organismo social, tal como está hoy constituido, y a fundarlo y a recomponerlo sobre bases nuevas, si noto ingenio en quien las inventa, fervoroso convencimiento en quien las divulga y la recta intención en quien las sostiene de hacer que triunfen por buenos medios, todo ha ganado siempre algo de mi simpatía, disculpándolo en mi corazón por lo generoso y tal vez celebrando con la imaginación la ingeniosidad del sistema y la sutileza de la teoría, aun cuando la razón la halle irrealizable y falsa y como tal la condene.

No es esto afirmar que con el andar del tiempo y con la lenta evolución con que crece y se difunde el bienestar sobre toda clase de personas, ya que no trayéndolas al mismo nivel, colocándolas en desigualdad tolerable para el que está por bajo, y justo, por ser merecidos el premio y la posición del que está más alto, no lleguen a realizarse un día cuantos ensueños de transformación y de mejoras sociales se compadecen con la imperfecta condición humana y con los recursos que ofrece el mundo en que vivimos, que la ciencia descubre y de que el arte se apodera.

La libertad omnímoda que se disfruta hoy en España y en otras muchas naciones de Europa presta armas suficientes para que el trabajo luche dentro de la ley con el capital individual, para que le oponga el capital colectivo y para que tal vez lo venza. Es mentira que haya clases cerradas, que nadie goce de privilegios por pertenecer a tal o cual clase, y que en realidad sea clase la burguesía o lo que se llama clase media. Todos en el día de hoy pertenecemos a la clase media de derecho, y quizá antes de un siglo todos serán de hecho clase media o burgueses, sin que la miseria nos aflija y sin que la dura necesidad los fuerce a rudas faenas, que desempeñarán máquinas prodigiosas y estupendos artificios.

Por lo mismo que yo veo así las cosas y por lo mismo que columbro tan risueño y luminoso horizonte de lo futuro, deploro y maldigo con más energía que otros esa abominable secta, vergüenza de Europa, negra mancha de la civilización ascendente, que se apellida anarquismo o nihilismo. No creo yo que ha nacido en el hondo centro de la más atroz pobreza, de la invencible ignorancia y del abandono en que se supone que yacen y gimen las más bajas capas sociales, sino creo que ha nacido de un saber superficial y pedantesco, de vagas y malsanas lecturas, que se han indigestado o han fermentado en cerebros débiles; de la abjuración de toda religión positiva o de toda alta metafísica, y, por consiguiente, de la moral que en ellas se funda; y, por último, más que de la sed de goces y de riquezas, y más que de la envidia y de la rabia contra quien los tiene, de cierto prurito, de cierto anhelo, origen de las más nobles y brillantes acciones cuando se fundan sólidamente en la bondad, y origen, cuando sus fundamentos son malos, de los crímenes más brutales y atroces.

Para mí es indudable que ni al lanzar bombas de dinamita en Barcelona, ni al esgrimir el puñal contra Carnot, ni al disparar tres veces el revólver contra Cánovas, pensaron mucho los asesinos en acelerar el advenimiento de su sistema social, si alguno tienen. Pensaron en llamar la atención por estilo tremendo, en surgir del seno oscuro de la muchedumbre anónima y en que sus personas y sus nombres, de los que apenas nadie sabía, resonasen con terror por toda la redondez de la Tierra y fuesen pronunciados por aquellos a quienes envidian, no por más ricos, si no por ser conocidos y estimados. Una vanidad satánica, que sería ridícula si no arrastrase al crimen a quienes de ella están poseídos, hace creer a éstos que es injusticia social o ciego capricho de la fortuna apoyado en la iniquidad o impotencia de las leyes, y que no son el valor, el talento, el estudio y otras altas facultades y virtudes las que elevan sobre sus semejantes a determinado individuo y hacen que brille y que sea venerado y amado. La ira del envidioso, y no doctrina alguna social, religiosa o política, arma entonces su diestra. Así es como el asesino de Cánovas, cuyo nombre no recuerdo y me alegraré de no recordar nunca, se movió a poner término a aquella noble y gloriosa vida, llenando de dolor a todos los españoles, que en circunstancias tan difíciles esperaban de él la salud de la patria, y particularmente a los que como amigos le trataban y se complacían en admirar la profundidad y agudeza de su ingenio, la entereza de su carácter, su dominadora y varonil elocuencia y todas aquellas altas prendas que así le habilitaban para el gobierno del Estado, como para brillar en los ateneos y academias y deleitar en los salones con su amena conversación, tan rica en chistes urbanos, en ocurrencias originales y en atinados juicios.

El horror que ha causado en todas partes la nueva del asesinato de Cánovas, más que el hecho mismo, se funda en la carencia de motivo y de propósito que la explique y que tenga algo de racional, por muy vicioso que sea. Frecuentes eran, por desgracia, en las edades antiguas, los asesinatos de príncipes, magnates y grandes señores; pero entonces se alcanzaba el Poder por la violencia, y también por la violencia tenía que perderse. Por eso afirmaba el satírico latino que eran pocos los dominadores de pueblos que descendían, a la región de las sombras sicca morte, sine caede et vulnere. El que anhelaba suplantarle en el Poder, el que se proponía vengar agravios, no recibidos por ministerio ineludible de la ley, sino por la propia voluntad del tirano, tenía alguna razón, aunque inmoral, para convertirse en feroz instrumento de la muerte. Asesino era; pero no era, además de ser asesino, absurdo y brutal enemigo de la raza humana y del orden social y político en que la raza humana vive. Así son, y por eso espantan y parecen mil veces más monstruosos estos criminales de ahora llamados anarquistas. ¿Qué puede mover el ánimo y el brazo de quien hirió a Cánovas sino la envidia de su elevación y de su brillo el odio a la sociedad entera y el estúpido prurito de llamar la atención de los hombres y de causarles asombro elevándose sobre ellos aunque sea en el patíbulo? A todo hombre de no vulgares aspiraciones, con energía en el corazón y con viva luz en el entendimiento, Cánovas, en vez de ser objeto de enojo, debía ser ejemplo de cuanto valen y pueden en el día tan egregias cualidades y cierto indicio y prueba de que no hay camino cerrado a quien las posea para subir a las mayores alturas y para subir a ellas, no por fuerza ni por engaño, sino por mérito, y para estar en ellas sin agravio ni ofensa de nadie, sino repartiendo favores y mercedes.

La enormidad del crimen de su muerte sube, pues, de punto al considerar que el crimen ha sido inmotivado y que, además, carece de fin y de objeto. La sociedad no puede intimidarse ni arredrarse en vista de tan horribles crímenes; antes bien, redoblará sus esfuerzos para acabar con una secta que está fuera de toda ley y cuyos individuos puede afirmarse que han renegado de su casta de seres racionales y que ellos mismos se apartan y extrañan del conjunto y concierto del linaje humano.

La única infame satisfacción que puede traer a los anarquistas la muerte de Cánovas es la de ver que lo mejor de España, sin distinción de partidos, viste por ella de luto, y que la han deplorado los gobiernos y los escritores de las naciones civilizadas del mundo, rindiendo al eminente estadista espontáneo tributo de altas y merecidas alabanzas.

Yo, que me honré y me complací siempre con ser su particular amigo, se las doy también muy sentidas, y, rechazando suposiciones malévolas, entiendo que, lejos de haber decaído, él valía más y se había encumbrado más en estos últimos tiempos, luchando con las dificultades. Más que la generosidad magnánima con que, después de la Restauración, atrajo a los corifeos revolucionarios, movió al rey a que los llamase a su palacio, a que les tendiese la mano de amigo y a que los sentase a su mesa, y más que la franca solicitud con que les abrió luego las puertas del Congreso y del Senado, poniéndoles la escala con que subiesen al Poder, admiro yo los bríos y el ahínco con que ha defendido la integridad de los dominios de España, y, sobre todo, el paciente sufrimiento, harto pasmoso en él, que por naturaleza era poco sufrido, con que supo disimular y aguantar ofensas e impertinentes pretensiones de un poder desmedido y desproporcionado, contra el cual España, abandonada y sola, era en extremo aventurado que se alzase. Demos gracias a su inmortal espíritu porque no quiso mostrarse sobrado animoso, comprometiendo el pueblo cuyos destinos dirigía y tomando una resolución desesperada, que no debe ni puede tomar el jefe de un partido solo, sino la nación entera y cuantos son los partidos, y esto en el caso tristísimo de que las ofensas duren y crezcan y de que el sufrimiento se agote.




- VI -

8 de septiembre de 1897.

Los obreros aparecen grandes o chicos a nuestros ojos, no por ellos, sino por el punto desde donde los miramos. Con esta hoja de papel, puesta a corta distancia de mi vista, basta para ocultar el sol, el mar, el cielo y todo el Universo visible, en suma. No debe extrañarse, por consiguiente, que en medio de tantos acontecimientos como han ocurrido y ocurren prescindamos de todo, por lo pronto, y empecemos por hablar de la llegada a España del señor Woodford, ministro de los Estados Unidos.

¿Quién sabe, me digo yo, porque la esperanza es lo último que se pierde, si el presidente Mac-Kinley, resistiéndose a la corta aunque agitadora porción de partidarios de los filibusteros que hay, por desgracia, en la gran República, nos enviará a este representante suyo para orillar todas las dificultades y acabar con todos los disgustos que puede haber entre su Gobierno y el nuestro? ¿Tal vez venga su enviado a darnos la seguridad de que en su tierra, hasta donde las leyes de allí dan medios para conseguirlo, se impedirán en adelante las expediciones a Cuba de hombres, armas y municiones? ¿Quién sabe, por último, si será falso o exagerado eso que se cuenta y que tanto alarma al pueblo español, de que el señor Woodford viene a pedirnos que indemnicemos a muchas personas de males que se suponen que se les han causado, y trae el propósito de intervenir en la política que en adelante hemos de seguir con los rebeldes de la Gran Antilla?

De todos modos, y aunque tuviese fundamento cuanto se presiente de poco agradable y lisonjero para España, conviene confiar en la sensatez, en la cultura y en la cortesía de los españoles, y dar por seguro que, si ahora ni nunca, suceda lo que suceda, ha de faltar nadie en España a la hospitalidad y ha de olvidar el respeto que se debe a las personas, en cierto modo sagradas, que representan al Gobierno de una nación cerca del Gobierno de otra.

Digo esto porque yo he oído quejas, aunque no diré de quién, contra calificaciones poco benévolas que algunos periódicos han hecho del ministro norteamericano, y aun contra ciertos amagos o conatos de manifestaciones hostiles. Todo ello lo considero completamente infundado, y es de desear que siempre carezca de fundamento. En mi sentir, aunque el señor Woodford trajese por misión exigir de nosotros lo que más nos perjudicase y humillase, todavía su persona debiera ser respetada y acatada por su elevado carácter diplomático y afablemente recibida entre todos nosotros, como huésped ilustre.

A nosotros no sólo nos obliga a esto nuestra antigua nobleza y nuestra cultura secular, sino también la consideración de que en todas las naciones extranjeras el vulgo está, no sé por qué, prevenido contra nosotros, y la menor falta nuestra daría ocasión a interminables diatribas y a que las gentes extrañas se concertasen y aun se conjurasen para hablar en nuestro descrédito.

Las naciones que están en auge pueden incurrir en los mayores desafueros y nadie las critica, y si las critica alguien, no hay quién de la crítica haga caso, mientras que las naciones que fueron grandes y que se hallan decaídas y postradas no encuentran por dondequiera sino despiadados acusadores, y si no injustos, severísimos juicios.

Repito que ya oí quejas contra la recepción hecha al señor Woodford hasta ahora, y quejas dadas por hombres de nacionalidades distintas. Poco se quejaron y censuraron, en cambio, pongo por ejemplo, cuando, no ya un representante de nuestra nación, sino nuestro mismo rey, fue insultado en París por las turbas, sólo porque había visitado al emperador de Alemania y había aceptado y recibido de éste el vano título de coronel de uno de sus regimientos. La ciudad que se jacta de ser el corazón y cerebro del mundo puede permitirse tales desahogos; pero España, ni puede, ni quiere, ni debe, y más vale que nunca se los permita.

No obsta nada de lo expuesto a que nuestro Gobierno, sea quien sea el ministro de Estado, cuando llegue la ocasión, se resista a toda exigencia impertinente, venga de donde venga. La más extremada fineza y la serenidad, la calma y la templanza suaves, lejos de desautorizar una negativa, le prestan el valor y el vigor de lo que se hace con reposo y con deliberado propósito y no ab irato.

No pocas de las reclamaciones que hará, acaso, el señor Woodford tendrán que fundarse sobre nada sólida base: sobre una base que, a mi ver, tenemos el perfecto derecho de desbaratar, desbaratando así radicalmente todo cuanto sobre ella se levante y se intente en ella. Me refiero a la declaración de 1877, hecha por un ministro de Estado español que ni siquiera era el ministro en propiedad sino ministro interino, que no ha sido ratificada por nuestro Poder legislativo y que no tiene por consiguiente, fuerza alguna, y es, o debe ser, lo que vulgarmente se llama un papel mojado. Por la susodicha declaración, en que convinieron nuestro ministro, de Estado y el representante entonces en Madrid de la gran República, este último concede a los españoles que residen en su tierra los mismos derechos que tienen allí los ciudadanos o naturales; pero, en cambio, por alucinación o por complaciente debilidad de nuestro ministro, nosotros concedemos en Cuba a los yanquis, que allí residen algo a modo de fuero, privilegiado que les hace superiores en todo al ciudadano español, que casi les sustrae al poder de nuestra justicia y que casi les asegura la impunidad para todo lo que hagan con el propósito de subvertir el orden público en la isla y de sustraerla a nuestro dominio.

Hacer, pues, una declaración contraria a la de 1877, o invalidarla, o más bien declararla nula, sería acto justísimo y fácil, el cual quitaría todo valor a las reclamaciones del señor Woodford, dado que las traiga, como se sospecha.

Pero, aun sin ir tan lejos, entiendo yo que el Gobierno español puede defenderse, no ceder en muchos casos a las reclamaciones y tildarlas de injustas.

La gran mayoría de los que en Cuba se llaman ciudadanos americanos no lo son legítimamente: son ciudadanos españoles, son cubanos disfrazados de yanquis. Han residido en Tampa o en Cayo-Hueso sólo algunas semanas o algunos días, sin cumplir con el requisito de cierto número de años de residencia que es indispensable para ser ciudadano de la Unión, se han vuelto luego a Cuba con su carta o su diploma de ciudadanía y, valiéndose de ella, han conspirado, han tomado las armas contra la madre patria, nos han hecho la guerra y han saqueado e incendiado pacíficas poblaciones y bien cultivados y fértiles campos. Después, cuando estos destacados y renegados enemigos han caído en nuestro poder y España ha querido y debido castigarlos, ellos han interpuesto su mal adquirida carta de ciudadanía, han impetrado el auxilio de la gran República y han solido quedar impunes, cuando no han sido, además, recompensados con dinero e indemnizados hasta de las extorsiones y sustos que el Gobierno español ha podido darles.

Infiérese de lo dicho que, hasta persistiendo en vigor la declaración absurda de nuestro ministro en 1877, muchas de las reclamaciones a que ya hemos cedido o a las que tememos que se ceda en adelante son injustas, atentatorias a nuestro dominio en Cuba y contrarias al crédito y al respeto que debe infundir allí la autoridad de nuestro Gobierno, a quien se deja, cediendo a ellas, burlado y desarmado.

Yo, lisonjeándome de no dejarme cegar por la pasión, tengo muy alto concepto de la gran nación norteamericana, y doy por seguro que si nos resistimos con la debida energía a las reclamaciones infundadas de su Gobierno, la mencionada nación reconocerá al cabo la injusticia de tales reclamaciones y hará que su Gobierno las retire. Es inverosímil, es imposible, en mi sentir, que nación tan poderosa, generosa y rica como la creada por Jorge Washington se alucina hasta el extremo de querer abusar de fuerzas desmedidamente superiores para hacer pasar lo injusto por justo y para seguir fomentando en Cuba una larga guerra civil, que no sólo arruina aquella isla y empobrece y debilita a España, sino que también perjudica al comercio y a la riqueza de otras naciones. Y como no cabe duda de que en Cuba, o no hubiera sobrevenido la rebelión, o no hubiera tomado el incremento que hoy tiene sin el decidido apoyo de no corto número de yanquis alucinados y codiciosos, también es indudable que terminaría la rebelión y le pacificaría al punto la isla no bien el Gobierno del presidente Mac-Kinley procurase, en vez de apremiarnos con reclamaciones, evitar que muchos de sus gobernados sostuviesen en su propio territorio el foco, el arsenal y la reserva de los rebeldes de Cuba.

Lamentan no pocas personas, y he de confesar que me encuentro entre ellas, el aislamiento y desamparo en que está España hace años, sin contar con ninguna potencia amiga o aliada que le preste apoyo y que haga, si no imposible, difícil que otra potencia, con relación a España cinco o seis veces mayor, quiera imponérsele sin fundado motivo. Si en este aislamiento hay falta que censurar, la falta es común a los varios gobiernos que se han sucedido y no a uno solo. Yo convengo, además, en la dificultad extremada que había y que hay en elegir aliados con acierto y contando con la aprobación unánime, ya que ni con el aplauso de los españoles. De ellos habría acaso quien prefiriese la alianza francesa, quien optase por la alemana y quien se inclinase a conservar la neutralidad con relación a las naciones del continente europeo y a buscar y a ganar con empeño el favor de la Gran Bretaña comprometiéndose a pagarle bien en caso necesario. Esto último, dado caso que nuestros hombres de Gobierno no repugnasen el exponer a su nación a peligrosas aventuras, sería quizá lo más atinado, porque nuestros intereses son pocos o ninguno en el día en la tierra firme y centro de Europa, mientras que todas nuestras aspiraciones, miras y aumento y justo empeño de conservar lo que poseemos, o está en regiones ultramarinas o en puntos donde Inglaterra pudiera ser mejor que nadie nuestro sostén y es, indiferente o contraria, la mayor rémora para nosotros.

Como quiera que sea, en un artículo recientemente publicado en la Revista de Ambos Mundos, y donde el señor Benoit hace un brillante, discreto y merecido elogio de Cánovas, se atribuyen a nuestro eminente hombre de Estado una explicación y una justificación, muy ingeniosas, como suyas, de aislamiento en que vivimos. Confieso que el razonamiento atribuido a Cánovas no me convence, pero voy a citarlo aquí por curioso y porque demuestra, si no la imposibilidad, la dificultad de hallar poderosos aliados. Y esto no sólo por el recelo que inspira siempre la sentencia del fabulista latino, nun quam est fidelis cum, potente soc etas, sino también por el papel desairadísimo, que Cánovas exageraba, a que tendría que rebajarse la decaída nación de los Reyes Católicos y de Felipe II, convertida en pretendiente de alianzas y exponiéndose a desdenes y repulsas. Paréceme, no obstante, que esta última razón está contradicha por hechos recientes y que repulsas y desdenes se evitan casi siempre, cuando el que pretende es oportuno y hábil y acierta a dar o a ofrecer algo a su debido tiempo. Valga, por ejemplo, el Piamonte, vencido y multado por Austria, con el erario exhausto, expatriado su heroico rey y muerto luego por el dolor de su derrota; y, sin embargo, el Piamonte pudo enviar y envió treinta o cuarenta mil soldados a Crimea, y esto le valió sentarse en el Consejo de las grandes naciones y echar allí los cimientos sobre los cuales levantó pronto su ulterior grandeza y vino a enseñorearse de Italia toda.

No se extrañe que hable yo de alianzas, porque éste es el asunto que atrae más en el día la atención general. Nadie ignoraba, desde hace ya bastantes años, la existencia de la Triple Alianza. Alemania, Austria e Italia, hace ya años que están unidas, jactándose de ello y asegurando que por virtud de esta unión sostienen la paz en Europa y casi en todo el mundo. Francia y Rusia no han querido ser menos y se han propuesto cooperar con iguales fuerzas al sostén de la paz. No ha sido breve el período, digámoslo así, de flirteo o noviazgo entre estas dos grandes naciones. ¿Habrá al cabo consorcio, o no lo habrá entre ellas? Esto se preguntaban los extraños al notar los requiebros, ternuras y suspiros que se enviaban, a través de Alemania, desde un extremo a otro de Europa. Eran como las palmas, que desde lejos se enamoran. Nadie, con todo, se atrevía a afirmar que Francia y Rusia estuviesen ya aliadas. Ni la visita del zar a París bastó para persuadir a las gentes de que fuese ya un hecho la alianza francorrusa. Ha sido menester la visita del presidente de la república, Félix Faure, para que todos se convenzan de que es un hecho. El entusiasmo del pueblo ruso por los visitantes franceses no ha sido menor que el entusiasmo del pueblo francés por los visitantes rusos. Las fiestas de ahora no han sido menos espléndidas y alegres que las de entonces. Los brindis en los sucesivos festines han sido cada vez más significativos: primero en Peterhov, después en Tsarkoie-Selo y, por último, el que hizo el emperador Nicolás II contestando al señor Faure, que elogiaba al Ejército ruso al terminar una gran revista. El zar llamó camaradas a los soldados franceses. Y esto acaso prueba el propósito del zar de que el consorcio sea eficaz si la ocasión se presenta. De aquí el entusiasmo de los periódicos franceses, cuyos artículos celebrando la unión parecen epitalamios, y ensalzando el triunfo de su diplomacia parecen epinicios.

Preténdese, no obstante, que este triunfo estaba ya preparado por el anterior emperador Alejandro III, ofendido de la política del príncipe de Bismarck y receloso de la alianza de las tres potencias centrales.

Lo que ahora faltaría para colmo de ventura de las cinco grandes potencias de nuestro Continente sería que los emperadores de Alemania y de Rusia echasen, como vulgarmente se dice, pelillos a la mar, olvidasen ofensas o agravios, si los hubo, y acabasen por convertir las dos contrapuestas alianzas, triple y doble, en una sola y quíntuple alianza.

Algo se ha descrito y fantaseado ya sobre esto, columbrándose de resultas un semidesarme general, o sea una disminución de los Ejércitos enormes que hoy se sostienen, con que se amenazan unos a otros, y cuyo sostenimiento es carga tan costosa para algunas naciones, que apenas se comprende cómo pueden llevarla encima y no caen derribadas por el peso de las armas, aunque inactivas, abrumadoras.

Inglaterra, entre tanto, a pesar de estas alianzas dobles y triples, y con la vaga y risueña esperanza de ser quíntuples, todavía queda sola y sin aliarse con nadie. Sin duda, por su riqueza, por su brío, por estar cercada de mar y por tener un inmenso poder marítimo, Inglaterra entiende que se basta a sí propia; pero si no lo entendiese bien, pudiera intentar y lograr acaso hacerse el núcleo de otro tercer grupo de aliados, buscándolos en Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Portugal y España, ya que no también en las repúblicas americanas que fueron un día colonias españolas o inglesas.

Por lo pronto, aunque Inglaterra está separada y no entra en el concierto francorruso, ni en el concierto triple de las tres grandes naciones centrales, se junta con las cinco para determinados fines. Así están concurriendo las seis grandes potencias al dificultoso arreglo de la cuestión grecoturca, en la cual, por ser menester el voto unánime de las seis grandes potencias, cada día se ponen nuevos obstáculos que atajan el camino para llegar al término deseado. Creíamos ya que estaba convenido, siguiendo el parecer de Alemania, que el Ejército turco iría evacuando la Tesalia por partes, según los griegos fueran también pagando por partes y en distintos plazos, la indemnización de guerra; pero ahora se dice que la Gran Bretaña quiere que prevalezca otro método muy distinto. La ocupación de Tesalia y el pago de la indemnización no guardan relación entre sí, según los ingleses. Los turcos deben, pues, evacuar inmediatamente la Tesalia, y después ya se tratará de que paguen los griegos, si pueden. A la verdad en las guerras internacionales persiste una barbarie que en los combates singulares han desaparecido, de suerte que el duelo viene a ser un adelanto, ya que no se evite que los hombres riñan. En el duelo singular, los testigos o padrinos igualan las fuerzas, y luego que los adversarios combaten, no consienten que el vencedor despoje de sus bienes al vencido, ni menos que el vencido, sobre la pena de serlo, tenga que pagar al vencedor lo que éste calcule o imagine que le costó vencerlo y hasta lo que gastó de tiempo y de dinero adiestrándose en la sala de armas y en el tiro de pistola. Verdad es, por otro lado, que esto tiene para las guerras internacionales la ventaja de impedir que sean frecuentes, ya que el vencido, sobre quedar apaleado, tiene que quedar también arruinado y saqueado, aunque de una manera fina y diplomática y no brutalmente, como en lo antiguo.

Y es asimismo, verdad que rara vez las guerras internacionales tienen por motivo, como los duelos, un punto de honra, tornar satisfacción de un agravio. El motivo de las guerras se parece más al de los pleitos que al de los duelos: es para adquirir ventajas materiales o para conservar, recuperar o dilatar el dominio.

Si en esta ocasión, pues, los griegos, por pobres, son poco condenados en costas, y si, además, los turcos no recobran y ganan dominio alguno, no puede negarse el descontento natural de los turcos al considerar que las seis potencias les hacen harto infructuosa la victoria.

De aquí la agitación que se nota en Turquía, aumentada ya por los recelos que Bulgaria inspira, ya por los conatos de rebelión de que dan indicios los armenios, ansiosos de vengar los horrores y matanzas que los turcos hicieron en ellos el año pasado. Entre tanto, así el Ejército turco como el partido musulmán, más intransigente, se muestran quejosos del poquísimo fruto que de la lucha y de la victoria han alcanzado. Adoptando el método de los anarquistas, ora sean los agraviados armenios, ora sean los musulmanes fanáticos, arrojan bombas de dinamita en los más importantes edificios de Constantinopla, se temen motines y saqueos de los muslimes contra los cristianos y, aterrados los mercaderes, no se atreven a abrir las tiendas en aquella capital, y en ella, así como en todo el Imperio turco, reinan la inquietud y la zozobra y se presienten sangrientos y terribles disturbios.

... ¡Quiera el Cielo que los presentimientos sean vanos, que el oriente de Europa y el extremo occidente de Asia se tranquilicen y que, ya que el Imperio turco persista, que acabe por civilizarse!




- VII -

11 de octubre de 1897.

En forma de exclamación puso Cervantes en boca de Don Quijote aquella sentencia que dice: «Y sobre todo, Dios te libre de que nadie te tenga lástima.» Triste es, en efecto, inspirar compasión; pero es más triste y es, además, muy cruel el que se atribuyan los males que caen sobre alguien a su imprevisión, a sus vicios o a sus culpas, echándoselos en cara y exacerbando los males con la reprimenda. En este caso se encuentra hoy el reino helénico, pobre, vencido por los turcos, ocupada su más fértil provincia por un ejército invasor multado duramente con relación a su pobreza, y censurado además por haber provocado una lucha desigual y por no mostrarse ahora resignadísimo y hasta agradecido a la paz que las seis grandes potencias le ofrecen y cuyos preliminares han presentado para que los aprueben en Atenas los Cuerpos colegisladores.

Nunca mejor que ahora puede citarse la tantas veces citada frase de Virgilio: Sunt lacrimae rerum. Antes de censurar, debiera ponerse el que censura en el caso del censurado, a menudo reconocería entonces que, arrastrado por una fuerza Irresistible, él también hubiera incurrido en las mismas faltas, si faltas pueden llamarse.

Grecia debió calcular que iba a ser vencida por Turquía, y no debió proteger a sus hermanos de Creta, prescindiendo de los lazos de sangre, religión e idioma que a ellos la unen, para no provocar la mencionada lucha.

Convengamos en que esto no era imposible, pero tampoco era fácil. Más fácil hubiera sido quizá que las seis grandes potencias que intervinieron para acabar con la contienda hubieran intervenido antes, a fin de que la contienda no hubiera empezado; Grecia no hubiera sido vencida y el turco no se hubiera engreído tanto con la victoria. Más llano hubiera sido arreglarlo todo antes de la guerra que después de la guerra.

Yo no quiero murmurar de nadie. Me limito a lamentar que el inmenso poder de las seis potencias, puestas de acuerdo, valga para tan poco y dé resultado tan mezquino.

Grecia podrá salvarse y conservar su integridad, pero a costa de grandes humillaciones y de enormes sacrificios, que han de empobrecerla y debilitarla.

Los turcos evacuarán la Tesalia sin aguardar el pago de la indemnización. Inglaterra ha conseguido esto en favor de los griegos, pero ha tenido que ceder a las exigencias del emperador de Alemania, que es más amigo de los turcos; obligando a Grecia a que su Hacienda sea intervenida y casi manejada por seis comisarios de las dichas grandes potencias, a fin de que el pago que se ha de hacer a los turcos sea seguro y pronto, y a fin también de que no falte dinero para pagar sus intereses a los tenedores de la Deuda helénica, en gran parte alemanes.

Muy natural será que estas precauciones y estas medidas se adopten para que el acreedor turco y el acreedor alemán no queden burlados; pero también es muy natural que los griegos se aflijan, se desesperen y estén a punto de perder la paciencia.

Tesalia es el territorio más fértil de Grecia, pero en este año la cosecha se ha perdido. Los campesinos pacíficos no han cultivado el suelo y han emigrado, huyendo de los invasores turcos, que no han de ser con ellos muy cariñosos ni benignos. Ahora se los excita a que vuelvan a sus desolados hogares; pero no volverán mientras los turcos no dejen libre el campo. Y aun así, les será harto penoso entregarse de nuevo a sus faenas rústicas, sin recursos acaso para cultivar y sembrar los campos que abandonaron, y que no inmediatamente, sino el año que viene, podrán premiar sus fatigas.

Más deplorable es aún la situación de los griegos, bastante en número, que acudieron a la guerra desde diferentes regiones sometidas al Imperio turco, y de las que eran naturales. Para ellos, las seis grandes potencias han pactado y conseguido una amnistía. Sin duda, la amnistía deberá cumplirse, y ellos, cuando vuelvan a sus casas, nada tendrán que temer del Gobierno de que son súbditos; pero ¿cómo han de abrigar igual confianza en los musulmanes preponderantes, y cómo no han de temer, por parte de ellos, vejaciones, multas y todo linaje de ofensas?

Como quiera que sea, puede inferirse de los últimos telegramas que el nuevo Ministerio griego tiene gran mayoría parlamentaria; que el Parlamento ha aprobado más o menos explícitamente los preliminares de paz, dando un voto de confianza a los ministros, y que uno de éstos, el señor Maurocordato, irá o ha ido ya a Constantinopla para ultimar el tratado de paz que allí será firmado.

De esperar es, asimismo, que la insurrección de Creta acabe de calmarse sin mayores estragos ni efusión de sangre, y que las seis grandes potencias establezcan en Creta un modo de Gobierno algo autonómico, aunque dejando en salvo la soberanía del sultán sobre la isla.

Problema más complicado y más arduo que el de la pacificación de Creta nos parece el de la pacificación de Cuba. La subida al Poder del Ministerio liberal reanima, sin embargo, nuestra esperanza, así como la aumenta y fortalece la destitución del general Weyler, que ha sido harto poco dichoso y que no ha logrado corresponder a los inmensos sacrificios de hombres y de dinero y a los poderosos recursos que le ha dado España para el logro de su empresa.

En medio de las graves circunstancias en que se halla hoy nuestra nación, lo que más apesadumbra, si se atiende a los males causados hasta ahora, y lo que más nos alienta, si se mira a lo por venir y se busca a dichos males rápido y eficaz remedio, es cierta carencia de causa suficiente para tantos furores.

Digan lo que quieran Merchán, Varona y otros cubanos que han tratado de justificar la insurrección en manifiestos y disertaciones, los insurrectos de Cuba carecen de fundado motivo para la guerra encarnizada que nos hacen. Poco o nada nos ha producido aquella isla en los cuatro siglos que hace que la poseemos. Cuando un peninsular ha vuelto rico a España desde allí, su riqueza ha sido casi siempre a costa del Fisco y nunca ha podido ser ni la tercera parte de la que ha ganado, siendo su cómplice, el contrabandista criollo. La contribución directa que en Cuba se paga es insignificante en comparación de la que se paga en España. Y es, por último, falso, al menos en la intención, que el millón y medio de habitantes que hay en Cuba se vean forzados a comprar los productos de nuestra agricultura y de nuestra industria a mucho mayor precio que el de otros países por efecto del desmedido derecho protector que imponen los Aranceles. Baste recordar, en prueba de esto, el Tratado que el señor Forster negoció en Madrid con el señor Albacete, comisionado ad hoc por el Gobierno de España, Tratado que retiró el señor Cleveland, apenas subió por primera vez a la Presidencia, sin consentir que los Cuerpos colegisladores de Washington deliberaran para ratificarlo. Si este Tratado hubiera obtenido la ratificación, es seguro que no hubiera vuelto a entrar en la Gran Antilla un átomo de harina española y que los tejidos y de más productos de la industria de Cataluña hubieran luchado con los de los Estados Unidos, sin otra desigualdad que la que en favor de estos últimos nace de la mayor baratura del porte que la cercanía proporciona. España se hubiera resignado entonces a sacrificar los intereses de su industria, de su comercio y de su Marina mercante para que todo el azúcar de Cuba entrase en el territorio de la gran República casi libre de derechos, recibiendo, en cambio, los cubanos las harinas y otras sustancias alimenticias y cuanto en los Estados Unidos produce o puede producir la Industria, con franquicias no menores.

Es, pues, evidente que ningún incentivo material mueve a España para la conservación de Cuba bajo su dominio. La mueve un sentimiento más alto, y tan poderoso e invencible, que apenas habría persona, entre las que en el día se lamentan más de la prolongación de la guerra y anhelan que termine de cualquier modo, que no maldijese y abominase del Gobierno que dejase de luchar hasta el último extremo para conservar la isla bajo la soberanía del Estado español y formando parte de la nación en otras edades tan gloriosa, que por vez primera llevó a ella la cultura de Europa, atravesando nunca surcados mares. Este sentimiento será tal vez sobrado poético; tal vez se opondrá a todo lo práctico y útil de la vida moderna; podrá acaso compararse a la terquedad de un príncipe muy noble, aunque empobrecido, cuando se resiste a enajenar una finca de la que no saca el menor provecho, pero que él entiende que debe conservar como timbre y blasón de su ilustre casa. En suma: yo creo que la mayoría de los españoles, salvo algunos mercaderes y salvo algunos empleados, en actividad o cesantes, «no ve la utilidad que nos trae la conservación de Cuba, pero no hay un solo español que quiera que Cuba se aparte de España, que no esté dispuesto a sacrificarlo todo para conservarla bajo nuestra bandera y que no se sienta inclinado a declarar Indigno y a derribar con furia al Gobierno que sobre este punto vacile. Menester es, por consiguiente, conservar a Cuba a todo trance.

No se opone lo dicho a que España conceda a la Gran Antilla la mayor independencia administrativa de que puede gozar una región o provincia, sin separarse del pueblo de que forma parte, y cuanta libertad política goza este mismo pueblo.

Con este sincero propósito acaba de subir al Poder un Gobierno liberal. ¿Cómo no tener ahora la esperanza de que la rebelión acabe y de que renazca la paz en la Gran Antilla? ¿Qué nueva obcecación puede hacer que la guerra dure todavía? ¿No cederán todos y no se pacificarán, cuando una porción turbulenta y ambiciosa de la vecina gran República deje de sembrar la cizaña, de fomentar la discordia, de amparar a los rebeldes en Cayo Hueso, Tampa, Nueva York y otras ciudades, y de robustecerlos en Cuba, enviando para ellos y contra nosotros aventureros, municiones y armas? Yo creo que sí, y creo que la nación española tiene en el día de hoy esta consoladora esperanza. Los recelos que ocasiona la actitud de los Estados Unidos no deben de tener fundamento alguno. Mucho se ha hablado y muchos presentimientos pesimistas se han manifestado sobre la misión, hasta hoy en verdad poco clara, que trae cerca de nuestro Gobierno el ministro y enviado del presidente Mac-Kinley. Se ha supuesto que dicho ministro ha dirigido al que lo era en España de Negocios Extranjeros, en el último Gabinete, una nota que unos califican de conminatoria y que otros llaman ultimátum. De creer es, con todo, que se abuse de las palabras al decir esto. Semejante nota o ultimátum nos parece procedimiento inverosímil y harto impropio del Gobierno de una nación tan noble y generosa como los Estados Unidos. Gobierno que no puede ni debe, por complacer a una fracción injusta y codiciosa de sus conciudadanos, incurrir en injusticia y tratar de intimidarnos con su extraordinario poderío y aprovechándose de las dificultades con que ahora luchamos. Quejarse de los daños y perjuicios que causa a los Estados Unidos la guerra de Cuba, destruyendo o aminorando gran parte la importancia del mercado que allí tienen su comercio y su industria, sería parodiar la fábula de El lobo y el cordero y hacer feamente el papel del lobo. Si las aguas vienen turbias es porque el lobo, que bebe en la parte superior de la corriente, causa la turbación.

En la conciencia de todo el mundo civilizado está que la guerra civil de Cuba, o no hubiera empezado, o no hubiera adquirido grandes proporciones sin el favor y auxilio con que desde los Estados Unidos se la fomenta, sin el apoyo moral que allí se le da, sin las expediciones filibusteras con que se la mantiene y sin la protección y auxilio con que a título de ciudadanos americanos libra la Unión a muchos insurrectos de todo castigo y hasta pretende que los recompensemos.

Si, por una parte, el actual Gobierno liberal concede a Cuba cuantas libertades políticas sean compatibles con la soberanía de España y abre sus puertas al comercio de la gran República como hubieran podido abrirse con el Tratado Forster-Albacete, negociado bajo un Ministerio Cánovas; y si, por otra parte, el Gobierno de los Estados Unidos reprime con mano enérgica, y para nosotros leal y amiga, la incesante conjuración organizada en su territorio contra nuestro dominio en Cuba, es, a mi ver, indudable que la guerra civil terminará en breves días, sin otros buenos oficios y sin otra intervención más directa y menos decorosa para España por parte del Gobierno de Washington. Éste tendrá entonces toda nuestra gratitud; pero nada más que gratitud podrá con fundamento reclamar de nosotros. Contra la serie de reclamaciones que pudiera presentar, presentaríamos nosotros otra serie, infinitamente más fundadas, porque si algunos daños ha causado, inevitablemente, la guerra de Cuba a ciudadanos americanos, estos daños son, sin comparación, menores de los que nos han causado no pocos ciudadanos americanos promoviendo la guerra y la impotencia o la flojedad, queremos suponer que involuntaria, del Gobierno de Washington para reprimir y castigar a los que, bajo su jurisdicción y llamándose ciudadanos de su República, han venido en armas contra nosotros, sembrando en nuestra tierra la discordia y ansiosos de despojarnos de lo que legítimamente poseemos.

Todavía hay quien supone que el Gobierno de los Estados Unidos alegará, o alega ya, un poderoso argumento contra nosotros: que la libertad de sus instituciones le impide evitar que una parte de sus ciudadanos caigan como enemigos sobre nosotros. Este argumento, no obstante, tiene contestación muy obvia: es, a saber: que deben reformarse en toda bien ordenada República que vive en el concierto de las naciones civilizadas las leyes que establecen la impunidad en un Estado, dejando irresponsable a su Gobierno, de los que convierten dicho Estado en guarida de bandidos y piratas, que desde allí se arrojan contra las naciones vecinas y amigas.

A mi ver, es inevitable que el nuevo ministro de los Estados Unidos, aunque venga algo obcecado y prevenido contra nosotros, se convenza de la razón que nos asiste cuando se le alegue, con la claridad y la firmeza con que debe alegarse y que en manera alguna excluye la calma, la cortesía y hasta los más amistosos y respetuosos sentimientos. Yo me resisto a creer que la nación que en menos de un siglo que lleva de existencia ha realizado tan grandes cosas y ha tenido la gloria de hacer brotar de su seno almas tan egregias y sublimes, tan contrarias a la usurpación y a la violencia y tan enamoradas de la paz y de la fraternidad de todo el linaje humano como las de Channing, Whittier y Rusell-Lowell, quiera emplear un anacrónico y bardo maquiavelismo para perpetuar en Cuba la guerra y conseguir que al cabo la perdamos y para exigir, además, de nosotros indemnizaciones y satisfacciones por imaginarios agravios y perjuicios, cuando los agraviados y los perjudicados somos nosotros.

No; no llegará el caso de que verdaderamente los Estados Unidos nos amenacen. Es imposible que no se convenzan al fin de cuán justa y razonable es nuestra causa y que no nos presten leal y gratuitamente sus buenos oficios para la pacificación de Cuba, no por temor al apoyo que pudiera darnos y que no nos dará la Europa civilizada, a quien nada le pediremos, sino por temor al fallo de la propia conciencia nacional y al fallo de la conciencia de todo el linaje humano, que no podría menos de condenar cualquiera otro proceder contra nosotros por parte del Gobierno de los Estados Unidos.




- VIII -

8 de noviembre de 1897.

En el artículo que bajo el mismo epígrafe que lleva el presente escribimos un mes ha en esta revista, dijimos cuanto en nuestro sentir puede presumirse o conjeturarse sobre la futura actitud de los Estados Unidos respecto a España y con motivo de la insurrección de Cuba.

La famosa nota del señor Woodford ha sido ya contestada por nuestro Gobierno, si bien ignoramos aún el contenido de dicha nota y el de la contestación que se le ha dado. Todos convienen, sin embargo, en que la nota no era conminatoria ni ofensiva, aunque sí sobrado arrogante, y en que la contestación ha sido digna, serena y juiciosa, sosteniendo nuestros derechos de soberanía, rechazando toda pretensión de intervenir en nuestras contiendas interiores, y no sólo aceptando, sino pidiendo los buenos oficios de la gran República. Estos buenos oficios no sería menester que fuesen positivos; bastaría con que fuesen negativos, para que la Gran Antilla se pacificase muy pronto. Con no proteger y amparar a los rebeldes repatriados, que en varias ciudades de los Estados Unidos conspiran de continuo contra España, y con impedir leal y noblemente las expediciones piráticas de hombres, de armas y de toda clase de pertrechos, el Gobierno del presidente Mac-Kinley nos prestaría los mejores oficios que puede prestarnos y cumpliría, además, con los deberes que impongan el derecho de gentes, la filantropía y el amor a la paz y a la prosperidad general de los pueblos.

Sea por lo que sea, no contamos, a lo que parece, con el apoyo, ni siquiera moral, de ninguna de las seis grandes potencias de Europa. Casi se puede asegurar ya que si sobreviniese un tremendo conflicto entre los Estados Unidos y España, nadie daría un paso para evitarlo. Acaso si la lucha se prolongase o si nosotros, por desgracia, fuésemos en ella vencidos, las seis grandes potencias acudirían a darnos algún consuelo, combinado con reprimendas, por no haber sido nosotros bastante prudentes, y rogarían con suavidad a los yanquis que no abusasen de la victoria. Esto se manifiesta ya tan claro, que no es menester ser profeta para prevenirlo.

Nos hallamos, pues, en ocasión harto solemne y temerosa; España sola, frente a frente de una nación cuatro veces mayor por el número de sus ciudadanos y desmesuradamente más poderosa por sus grandes riquezas y por sus pasmosos recursos.

No por lo dicho somos aún pesimistas. Confiemos en la prudencia y en el tino de nuestro Gobierno, en la actividad, brío y talento militares del nuevo general que hemos enviado a Cuba, en la constancia y en el sufrimiento del pueblo español, que no se arredrará ante el peligro y que no cejará ante las amenazas, dado que las amenazas se le dirijan, y, por último, en la rectitud y en la generosidad de la mayoría del pueblo angloamericano.

¿Qué interés podrá moverle en nuestro daño, cuando alcancen los cubanos todas las libertades políticas y administrativas que es dable desear, que dando a salvo únicamente la soberanía española en aquella hermosa isla del seno mejicano?

A estas horas deben de estar ya redactados los decretos en que se traza la nueva Constitución de Cuba y de Puerto Rico. A lo que parece, tendrán los habitantes de dichas islas sufragio casi universal, poco menos que completa independencia administrativa, y en lo político, cierta autonomía cuyos límites y términos ignoramos aún hasta dónde lleguen.

Si, a pesar de tales concesiones, los insurrectos no deponen las armas y siguen combatiendo por la separación y por arrojar de Cuba nuestro nombre nuestra bandera, ¿será posible, será probable que los Estados Unidos, a la faz del mundo y sin remordimiento ni sonrojo, continúen atizando la guerra civil y favoreciendo y apoyando a los insurrectos? Francamente, la injusticia, el abuso de fuerza y la violenta enormidad del caso son tales, que hacen inverosímil que el caso ocurra. Cualquier decisión que España tomase entonces hasta la más temeraria, estaría de sobra justificada.

Los males y estragos que sobre nosotros pudieran caer serían, sin duda, grandísimos; pero no sería menor la vergüenza y el patente egoísmo de las seis grandes naciones europeas, que presenciasen impasibles el atropello y el despojo inicuo de que fuésemos víctimas. ¿Quién sabe, por último, si España, abandonada de todo sostén y en lucha con tan formidable y descomunal enemigo, no hallaría sobre el sufrimiento y el valor de sus soldados, que desde hace siglos no le faltan, la pericia militar, la inspiración y la fortuna que sus caudillos y adalides no han tenido siempre?

Lo deseable, con todo, es que el Cielo no nos ponga a pruebas tan rudas; que la situación calamitosa en que nos hallamos termine en paz y decorosamente, y que el Estado y la nación entera se restablezcan y se recobren de los inmensos sacrificios que han hecho y que están haciendo, más que por provecho, por punto de honra.

Cuba, no nos cansaremos de repetirlo, nada nos ha producido en los cuatrocientos años que la poseemos. El día, pues, en que Cuba esté pacificada y autónoma, bien podrá afirmar todo español peninsular que la metrópoli ha hecho con armas y con leyes, con la fuerza y con los halagos, cuanto le cumplía hacer para conservar bajo su gloriosa bandera aquel último resto de nuestro grande imperio en el Nuevo Mundo. En adelante, en nuestro sentir, no debemos imponernos nuevos sacrificios por la conservación de aquella Isla. Esperemos entonces que el amor y la gratitud de sus habitantes, españoles de origen, de religión y de lengua, los conservará tranquilos y fieles a su unión con España; pero si así no fuese y si hubiese nueva sublevación para separarse definitivamente de la metrópoli, ésta haría ya mal en considerar cuestión de amor propio nacional la conservación de aquellas remotas provincias -y no debería hacer la guerra para conservarlas-, sino para que se le pagase, hasta donde fuese posible, todo lo que ha gastado en traer a la vida civil y en transformar en civilizado y culto el país que descubrió y ocupó cuando se hallaba en completo estado selvático. Todo cuanto hay en la isla de templos, palacios, fortalezas, ciudades y general cultura, se ha hecho a costa de España y no a costa de los criollos, que nos lo deben. Al separarse con ingratitud de nosotros, en justicia nos lo debieran pagar. Por dicha, las gentes de sangre española que habitan hoy en la isla no querrán separarse de nosotros si no están tocadas del más extraño frenesí de suicidio colectivo, de odio a su propia casta y de anhelo de hacerla desaparecer de aquella fértil tierra para que prospere en ella sin rival el negro o el yanqui.

Con frecuencia se ha pensado y se ha dicho que la facilidad de comunicaciones que hay ahora, el ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y el teléfono propendían, por incontrastable manera, si no a la fusión, a la asimilación y a la uniformidad de los diversos pueblos, razas y tribus. No faltaba quien se lamentase ya proféticamente de la insufrible monotonía, de la pérdida de todo color local y de la identidad desabrida que iba a reinar en el mundo. Por desgracia o por fortuna, bien pueden cesar tales lamentos.

La convivencia y el trato frecuente nos han unificado harto poco y, en cambio, la vanidad y la soberbia o, si se quiere, el amor propio bien entendido, han hecho por dondequiera que las agrupaciones de hombres de mayor o menor distinto origen, idioma e historia reivindiquen el propio ser y traten de separarlo cada vez más de la superior agrupación en que estaban soldados, acaso sin llegar a estar amalgamados. De aquí, en España, esto que llaman regionalismo, que a trueque de enriquecer nuestra literatura nacional, haciendo que retoñen, reverdezcan y florezcan varias hermosas ramas que hacía tiempo habían quedado atrofiadas y daban poca flor y menos fruto, ha restablecido el concepto de la patria chica, infundiendo recelos y tal vez en tibiando el amor a la patria grande. Ha lanzado contra ella mil acusaciones, atribuyéndole todos los males que han sobrevenido o que pueden sobrevenir, y poniendo en la cuenta de la patria chica toda la honra y todo el provecho que se han logrado.

Nada razonable es esto en una tierra donde, desde hace cuatro siglos por lo menos, somos españoles todos, y donde el mayor crecimiento de poder político, de gloria literaria y artística, de general cultura y de expansión por ambos mundos con armas y leyes, artes e industria, todo se ha logrado cuando ya estábamos unidos, así como, si no se ha perdido todo, se ha perdido mucho antes de que la unión se rompa.

Esperemos, pues, que no se rompa nunca la unión; desechemos injustas recriminaciones, y creamos firmemente que la persistencia de la unión es gran consuelo en la adversidad y fundadísima esperanza de resurgir de ella con los antiguos bríos y con la brillante fortuna de nuestros tiempos mejores. Con más hondo fundamento y con motivos mil veces más racionales existen en otras tierras, que forman como España un solo Estado, la indeleble distinción y el antagonismo de razas, causa de perpetua discordia cuando sentimientos más altos y bien entendidos intereses no se contraponen.

Notable ejemplo de esta verdad nos está dando hace años la monarquía austrohúngara, llegada hoy a un temeroso momento de crisis que hace recelar graves trastornos, y cuando no la disolución, una transformación nueva de aquella gran monarquía. Los escándalos de que recientemente ha sido teatro el Reichstag de Viena son síntoma ominoso de mayores males y excitan la curiosidad de cuantos no conocen bien las causas de la agitación y el modo de ser actual de los dominios y pueblos que permanecen aún bajo el cetro de la gloriosa Casa de Habsburgo-Lorena.

Cincuenta años hará pronto que reina el emperador y rey Francisco José. Pronto podrá celebrar sus bodas de oro con la monarquía babel que le reconoce y acata como soberano. Bien puede afirmarse que no hay otro en Europa que sea más simpático que él a sus pueblos, más querido, más venerado y que más merezca serlo. La constancia y entereza de su calma en medio de los mayores infortunios privados y públicos; su constante y paternal desvelo por todos los pueblos cuyos destinos dirige, y su actividad prodigiosa y útil, ora como supremo caudillo para mantener un brillante ejército que puede movilizar en poco más de un mes dos millones de hombres bien armados y regimentados; ora para fomentar la riqueza y todas las artes de la paz, sostienen y acrecientan más cada día el cariño y el respeto que consagran a Francisco José sus súbditos. No seré yo quien procure disminuir esta gloria; pero no iré, sin embargo, hasta el extremo de afirmar, como afirman muchas personas, que el lazo más vigoroso que mantiene la unidad de tan incoherente monarquía es el propio soberano, cuyo saber y cuya bondad es a modo de iris que serena las tempestades y hace menos rudo el choque y menos acerba la emulación entre las distintas razas que pueblan sus dominios.

El mérito del emperador rey es innegable. Su prudencia, su habilidad su flexibilidad y hasta su paciencia bondadosa no tienen límites. A esto se debe, en gran parte, la conservación de la monarquía; pero, en mi sentir, se debe también a un interés poderosísimo que no desconoce ni uno solo de los diversos y opuestos elementos que la constituyen.

Situada Austria-Hungría en el centro de Europa, aparece, no ya sólo circundada sino como comprimida por cinco grandes estados, los que tal vez comprimiéndola le prestan la cohesión o poder unificante de que carece por no ser una nación sola. Hay quien pronostica que Austria-Hungría se disolverá en cuanto Francisco José muera; pero repito, que sin negar ni rebajar nada el valer del actual soberano, yo creo que ha de persistir su monarquía como no sea completamente indigno de él quien en el trono le suceda. Necesario será allanar dificultades enormes; pero se allanarán, sin duda. Así lo exige el interés vital de las más enérgicas razas que forman hoy dicha monarquía.

Grande es la dificultad que hoy se presenta, y no será la última. Y quién sabe si esta dificultad que hoy se presenta traerá al cabo consigo un conflicto sangriento o podrá resolverse pacíficamente. La prudencia y el tino del emperador hacen esperar que la resolución de la dificultad sea pacífica y dichosa.

Para entender la situación actual de Austria-Hungría es menester volver atrás la cara y recordar algunos antecedentes.

Por motivos irresistibles, y fatales tal vez, Austria-Hungría, centro hoy de la triple alianza, se ve unida a las dos potencias de quienes más agravios ha recibido y por quienes mayores pérdidas ha sufrido en la segunda mitad del siglo presente: con Italia, que, en parte, a costa de Austria, ha formado su unidad, lanzando del trono a varias dinastías austríacas, despojándolas de su influjo al sur de los Alpes y arrebatándole, con auxilio francés, el Milasenado, y con auxilio de Prusia el Véneto; y con el flamante imperio alemán, creado también a expensas de Austria, vencida en Sadova y desposeída de la hegemonía ejercida en la Confederación germánica, disuelta por los prusianos después de vencer y destronar al rey de Hannover.

Alemania, después de vencer más tarde al emperador de los franceses, ocasionando su caída del trono, ha formado nueva Confederación germánica y nuevo imperio, de que Prusia es núcleo y Berlín capital y centro. Sólo han quedado como súbditos del soberano de Austria diez u once millones de alemanes que pueblan el Tirol-Salzburgo, las dos Austrias, la Carintia, la Carniola y otras provincias; pero como la monarquía de Francisco José cuenta más de cuarenta y dos millones de súbditos, resulta que el elemento germánico está en ella muy en minoría y prevalecen el elemento magiar y el elemento eslavo.

Hay en Austria un partido alemán nacional, el cual, más o menos encubiertamente, tira a unirse con los alemanes del nuevo imperio, de quienes está divorciado; pero, en mi sentir este partido es poco numeroso y es indeciso y vacilante en las aspiraciones que le dan razón de ser. Bien puede afirmarse que la mayoría de los alemanes austríacos, ya por peculiar idiosincrasia que de los alemanes del Norte los distingue, ya por tradiciones nobiliarias que no olvidan y aman, ya por mil razones interesadas que corroboran los sentimientos de adhesión a la dinastía de Lorena todos quieren la conservación íntegra del trono que dicha dinastía ocupa. No por eso ha de negarse que la monarquía austrohúngara es hoy más que germánica, magiar y eslava. Desde la tremenda y general agitación que conmovió la Europa en 1848, Hungría ha pugnado por determinar claramente su nacionalidad y restablecer la autonomía del reino apostólico de San Esteban. Kossuth y sus partidarios estuvieron a punto de derrocar el trono secular de los Habsburgo, o al menos de separarse de ellos, haciéndose independientes. Menester fue el auxilio de un poderoso ejército ruso, atraído por el príncipe Félix de Schwartzenberg, para vencer a los húngaros, someterlos y aquietarlos.

Las ulteriores desventuras del imperio austríaco, despojado de sus dominios italianos y de su hegemonía germánica, prestaron nuevos bríos y alientos a los magiares y les dieron preponderancia en el imperio desmembrado y vencido.

Fue, pues, si no necesario, conveniente y útil consagrar constitucionalmente en 1867, por obra del conde de Beust, esta preponderancia de los húngaros. De aquí el compromiso que hizo doble la monarquía, dividiéndola en un imperio, cuya capital es Viena, y en un reino, cuya capital es Budapest, doble también, y extendida en ambas orillas del azul y caudaloso Danubio. Este resurgido reino de Hungría no es homogéneo, sin embargo. Los magiares no llegan a componer ocho millones. Pueblos de distintas razas y lenguas forman, además parte de aquel reino. Hay en el muchos rumanos, y en el Sur, croatas y serbios, que conservan cierto carácter autonómico y que, por virtud de un subcompromiso, están unidos al reino de San Esteban. El río Leitha separa a este reino del Imperio austríaco, cuya composición es más heterogénea todavía. En Bohemia, en Moravia y en algunas otras comarcas hay una nación eslava, los checos, no menos numerosa que la nación de los magiares, con lengua propia y con literatura, hoy renacida y floreciente; con larga historia, que se cultiva de nuevo y se hace valer, y con tradiciones épicas y leyendas místicas, como la de la reina Libusa, que sostienen el orgullo nacional y prestan inspiración y acento a los poetas y artistas nacionales. Muchos grandes señores alemanes, y hasta familias y poblaciones enteras del mismo origen, están entreverados y mezclados con los checos en Bohemia yen Moravia. Los alemanes, no obstante, no se dejan chequizar, ni mucho menos se dejan germanizar los checos. Esta es la raíz de la discordia de ahora: los checos quieren emular con los húngaros, y que sea tan independiente y autonómico como el reino de San Esteban el reino de San Wenceslao. El Partido de los viejos checos empezó a manifestar esta propensión, aunque muy moderada, porque los grandes señores alemanes entraron en la formación de dicho partido y refrenaron sus aspiraciones al apadrinarlas.

Pero más tarde ha aparecido y crecido el partido de los jóvenes checos, que ya no transigen, que resucitan pasados rencores, que hasta recuerdan a Juan de Hus, a Jerónimo de Praga y las terribles guerras de Fisca, de los Tabolitas y de los Treinta Años.

Las turbulencias parlamentarias de hoy se fundan en esto. El reino de Bohemia anhela resucitar, como ha resucitado el de Hungría.

El dominio imperial y real de Francisco José propende a ser triple en vez de ser doble.

Nadie puede prever el término que tendrá la agitación presente y si llegará en paz al desenlace o habrá, antes de que llegue, más serias, reñidas y sangrientas batallas en los campos que las que hubo en estos días a bofetadas y a palos en el mismo magnífico palacio del Parlamento.

De todos modos, es más que probable que la ya complicadísima constitución de aquella monarquía tendrá que complicarse más aún. Ahora hay dos cuerpos colegisladores, magnates y diputados en Budapest, y otros dos cuerpos colegisladores, señores y diputados, en Viena. Cada uno de estos dos poderes legislativos da leyes y dirige o influye en la política del reino o del imperio. Para tratar de los negocios que el reino y al imperio son comunes, se reúnen anualmente las Delegaciones, un año en Budapest y otro año en Viena. Las delegaciones están compuestas de magnates y diputados húngaros y de diputados y señores austríacos.

El Poder ejecutivo es uno en Hungría y otro en Austria, y lo forman dos ministerios independientes. Para los asuntos comunes hay un tercer Ministerio, que sólo consta de tres ministros: el de Negocios Extranjeros y de la Casa imperial; el de la Guerra, de quien depende un subministro para la Marina, y el de Hacienda, que apenas ejerce otra función que la de recibir la cuota proporcional con que contribuye el imperio y la cuota proporcional con que contribuye el reino, y la de repartir luego la suma de estos ingresos para acudir a los gastos comunes de toda la monarquía. El ministro de Negocios Extranjeros es hoy un polaco, el conde Goluchowski; así como es también otro polaco el presidente del Consejo de ministros de Austria, conde Badeni. El ministro de Hacienda del Ministerio común es un húngaro, el señor Kallay. Y si bien su cartera no ha de darle mucho que hacer, tiene, en cambio, que cumplir una misión harto difícil, y la cumple tan admirablemente hace años, que ha ganado por ello envidiable y gloriosa nombradía.

La Bosnia y la Herzegovina, ocupadas militarmente por el emperador y rey, puede presumirse que quedarán de un modo definitivo incorporadas a la monarquía, si bien no forman, ni acaso formarán, parte ni del imperio ni del reino, pues dependen inmediatamente de su majestad apostólica, la cual, en nuestro siglo, en ninguna comarca merece mejor este titulo, gracias a los trabajos del señor Kallay, que en los dos mencionados países desprendidos de Turquía. Son famosos los esfuerzos y el éxito del señor Kallay para sacar de la barbarie a aquel millón y trescientos mil nuevos súbditos, o dígase educandos de su apostólico soberano. Caminos, toda otra clase de obras públicas, incentivos y medios para fomentar la agricultura y la industria, colegios y escuelas, todo lo ha creado e improvisado el señor Kallay sin otro recurso que los módicos impuestos de los dos ocupados países, que rápidamente se transforman, civilizan, enriquecen y hermosean. Tanto es así, que el señor Kallay tiene la fundada pretensión, que empieza ya a lograrse, de convertir a Sarajevo en una deliciosa y aristocrática residencia de invierno, mejor que Abazzia y no inferior a Niza y a Montecarlo, aunque sin juego.

Dejando a un lado estas digresiones volviendo a nuestro principal asunto, de creer es que, por lo pronto, se calmen las pasiones, soliviantadas ahora con motivo de la revisión decenal del compromiso austrohúngaro, y que al fin se delibere y se decida, sin promover más alborotos, lo que en adelante ha de dar Hungría y lo que ha de dar Austria para los gastos comunes. Las causas del malestar no cesarán por eso, y acaso no terminen hasta que al águila bicípite de la monarquía le nazca una tercera cabeza, hasta que haya tres estados, y no dos, y hasta que sea Praga tan capital como Budapest y Viena.

Por todas las causas aquí indicadas y por otras muchas que sería prolijo indicar, repito que el separatismo y la posible disolución que consigo traería, están, en mi sentir, muy lejos de la monarquía austrohúngara. La agitación, no obstante, podrá continuar, aun después de resurgir el reino de Bohemia, no menos autonómico que el de los magiares. ¿Por qué los eslavos del Sur, dálmatas, croatas y serbios no han de pretender igualmente formar un reino aparte? También ellos tienen historia y tradiciones gloriosas, una rica literatura, erudita y elegante, reflejo, aunque no servil, de la italiana del Renacimiento, y hacia el Oriente, compartiendo este honor con el independiente reino de Serbia, una abundante poesía epicopopular, con la que sólo rivaliza en Europa nuestro Romancero.

Croatas y serbios andan divididos, aunque es común el origen. La cultura de los unos, que son católicos, es latina y vino de Roma; la de los otros vino de Bizancio; pero esto no impide que ambas corrientes propendan a unirse y a tomar la misma dirección.

Me he extendido más de lo que debo y acostumbro, por lo curioso y atractivo del asunto que aquí trato. Y aunque tal vez sea menester discurrir sobre él más extensamente en otros números de este periódico, no he de terminar sin indicar aquí otra de las razones del equilibrio en que se sostiene y persiste la monarquía babel, como la hemos llamado. La misma variedad de razas y de opuestas tendencias hace que las fuerzas se contrapesen, se refrenen, se equilibren y hasta rechacen cualquier poder disolvente que de lo exterior pueda venir. Así, por ejemplo, en no pequeña parte del litoral austrohúngaro del Adriático tienen algunos celosos italianos anhelos de reivindicación, y llaman a dicha parte Italia irredenta; pero los eslavos del Sur afirman lo contrario: que los italianos que viven en el litoral de aquella parte son intrusos y que el país no es italiano, sino eslavo.

El reino de Serbia es harto pequeño para que atraiga a los serbios austríacos. El de Rumania, aunque mayor, no tiene tampoco fuerzas bastantes para atraerse a los rumanos de Hungría. Los polacos, sujetos a Austria, se hallan hoy más favorecidos y prósperos que cuando formaban reino independiente, tienen, además, tres millones de rutenos entreverados y algo sometidos, que se revolverían contra ellos si ellos contra Austria se revolviesen. Y, por último, los alemanes de Austria, a no ser en momentos de despecho suicida, no deben ni soñar con ser alemanes del imperio, para que la hermosa y espléndida Viena, admirada y con razón idolatrada por ellos, se convierta en ciudad de provincia, para que sus príncipes y grandes señores vayan a la zaga de la gente más nueva de Berlín y para que el carácter propio del Tirol, de Salzburgo y de Gratz, con la maravillosa hermosura de sus montañas, lagos, bosques, ríos y con las condición de sus habitantes, más artística, más viva y alegre y más semejante a la de los pueblos del sur de Europa que a la de los alemanes del Norte, vaya todo a confundirse, esfumarse y desleírse en una misma masa.




- IX -

8 de enero de 1898.

Han sobrevenido tantos y tan importantes sucesos desde que no escribimos estas Notas, que será difícil dar cuenta de ellos en resumen y con la claridad conveniente, a no prescindir de pormenores y a no limitarse a señalar sólo lo que más nos interesa.

Empecemos, pues, por el mensaje del presidente Mac-Kinley.

Nuestro Gobierno se ha mostrado casi satisfecho y no le censuramos.

Para nuestro Gobierno lo más prudente, atinado y juicioso es tal vez no haber caso de los puntos negros del documento mencionado, dejando que la ira y el enojo se manifiesten con brío en artículos de periódicos, donde poco o nada se compromete o se aventura. Por otra parte, conviene tener en cuenta, para disculpar a Mac-Kinley, que en el mensaje se dirige a gente apasionada o interesada en favor de los filibusteros, gente que no se atreve él a disgustar y con quien trata de justificarse de no ser contra nosotros más decidido y más tremendo. De aquí que el mensaje tenga en algunos párrafos el carácter de soliloquio, al gusto de los de Hamlet, donde se pesan el pro y el contra de algunas cuestiones y las dudas y dificultades que el resolverlas ofrece. En lo que para el presidente Mac-Kinley no cabe duda es en el indisputable derecho, o más bien en la serie indisputable de derechos y de correlativos deberes que los yanquis se atribuyen Durante la guerra de Secesión y en otras ocasiones, ya contra indios indígenas, ya contra chinos emigrados, pueden ellos haber cometido todo linaje de atrocidades; mas no por eso deben permitir que otros las cometan. Y suponiéndolas cometidas, aunque no sea cierto ni probado, deben clamar contra ellas y amenazar, en nombre de la civilización y de la caridad cristiana, a los presuntos reos, que somos nosotros y no los rebeldes.

En nombre, pues, de la Humanidad nos amenazan con intervenir en nuestra contienda si la contienda se prolonga. Y nos amenazan, asimismo, en nombre de ciertas consideraciones económicas que no carecen de chiste, porque si se queman las plantaciones, si se destruyen los sembrados, si se acaba en Cuba con la agricultura y se empobrecen y arruinan sus habitantes, éstos no tendrán dinero para comprar los productos de la gran República, y su industria y su comercio padecerán notable perjuicio; de modo que nos echan en cara hasta que nos empobrezcamos, cuando la causa del empobrecimiento es la insurrección, promovida, fomentada y sostenida, con todo género de auxilios, por los yanquis mismos.

Con toda imparcialidad, sin dejarnos arrebatar de resentimientos patrióticos, la conducta que los Estados Unidos observan con respecto a España se explica claramente cuando se consideran los principales elementos, de todo punto contrarios, que han venido a formar la nación angloamericana. Sin duda, uno de estos elementos está constituido por hombres de profundo sentimiento religioso y de moralidad elevadísima, los cuales pasaron a América para gozar de amplias libertades, huyendo de tiranías, rancias preocupaciones, injusticias y crueldades de la vieja Europa. De este elemento proceden en los Estados Unidos el afán moralizador y libertador y el fervoroso celo en pro de la prosperidad, de la paz y del bien de todas las naciones. Sus grandes poetas, como Whittler, y sus egregios escritores religiosos, como Chaning, son los apóstoles de tan hermosas doctrinas y de tan nobles sentimientos. Pero como los Estados Unidos tienen un inmenso territorio abierto a la inmigración europea, ofreciéndole derecho de asilo y brindándole bienes de fortuna, hay también allí otro elemento que se contrapone al nobilísimo de que ya hemos hablado. Se compone este elemento de la gente levantisca, desheredada, viciosa y codiciosa de Europa, que no halla en este Viejo Mundo modo hábil de medrar y que se traslada al otro lado del Atlántico, llena de codicia y sedienta de riquezas, sin reparar mucho en los medios que pueden emplearse para lograrlas. Resulta de aquí una mezcla extraña de los más puros conceptos de fraternidad, de humanidad y de amor al progreso de nuestro linaje, con ruines cálculos mercantiles y mal disimulado empeño de dominar, de vejar y de imponerse, cuando se cree que en ello no hay peligro y que puede hacerse a mansalva.

Claro está que el elemento limpio y puro de los Estados Unidos se impondrá y triunfará al cabo; pero, por lo pronto, el Gobierno de aquel país y su presidente necesitan contemporizar, aquietar y contentar al elemento turbio y grosero. Y de esta necesidad procede lo híbrido y confuso de ciertos documentos oficiales yanquis; verbigracia: del mensaje del presidente Mac-Kinley y de las notas del señor Woodford, su ministro en España.

Ni el presidente ni la persona que en España le representa pueden expresarse de otro modo. Si de otro modo se expresasen, descontentarían y enojarían a la bulliciosa y turbulenta democracia, a cuyos caprichos tienen que someterse aparentando que dirigen sus destinos. Considerado así este asunto, se comprende que el Gobierno español no se ofenda, sino que mire con satisfacción y hasta con gratitud lo que ha dicho Mac-Kinley en el mensaje y lo que dice el señor Woodford en sus notas.

El mejor modo de responder a todo ello es protestar suavemente contra toda injerencia que, ora sea en virtud de la doctrina de Monroe, ora en nombre de la Humanidad, ora en pro de los intereses comerciales yanquis, quiera ejercer la gran República con menoscabo de nuestra soberanía en la Isla de Cuba. Y para que nuestra protesta sea válida, conviene también activar las operaciones militares contra los rebeldes y darles dirección acertada para acabar pronto con la insurrección, no sólo por el generoso otorgamiento de la autonomía, sino también por el poder y la virtud de nuestras armas.

Provocar una guerra con los Estados Unidos y romper con ellos sería espantosa calamidad, aunque saliésemos vencedores; aunque, en contra de toda previsión y a pesar de la enorme desigualdad de las fuerzas, o por raro capricho de la suerte, o por energía pasmosa de nuestra nación, obtuviésemos el triunfo. De aquí, que yo aplauda la prudencia, la paciencia y el sufrimiento del Gobierno español en todo este lastimoso proceso de insultos y de atropellos.

Hay quien supone que un rapto de gran energía, una manifestación arrogante de que estábamos ya dispuestos a no sufrir más, haría que los Estados Unidos se arredrasen y hasta desistiesen de sus pretensiones. Pero ¿y si no desistían? Grave sería entonces la responsabilidad del Gobierno que hubiese creado tan colosal conflicto. Ya vemos que los Estados Unidos se arredran, se callan y aguantan la provocación de Alemania, que, pisoteando la doctrina de Monroe y burlándose de ella, humilla a la República de Haití, la castiga y la insulta, para vengar un agravio, verdadero o supuesto, inferido allí a un súbdito del emperador de Alemania. Pero lo que aguantan los yanquis de los alemanes no es de presumir que de nosotros lo aguantasen; así es que cualquier acto enérgico de nuestra parte (y si por desgracia no hubiera otro recurso que apelar a él, es indudable que todos los españoles aplaudirían) debe ir precedido del convencimiento de que no se limitaría a amagar, quitando ánimos al contrario, y del firme propósito de sostenerlo luego con una lucha costosa y terrible, si el contrario, según todas las probabilidades, no se arredra ni retrocede.

Miradas todas estas cosas bajo sus diversos aspectos y con la serenidad que aquí las miramos, hay que dar gracias a la Divina Providencia porque el furor del general Weyler contra los Estados Unidos haya sido tardío; no haya sobrevenido por ninguna de las ofensas que hemos ido sufriendo y disimulando antes de ahora, y sólo con ocasión del mensaje de Mac-Kinley haya estallado. Ahora sólo puede el mencionado furor producir una desazón o leve contrariedad para el Gobierno de España, mientras que, si la ira del general hubiera llegado a estallar cuando estaba al frente de un ejército de más de doscientos mil hombres, sólo Dios sabe a qué extremo de peligrosos estragos hubiera podido conducirnos. En fin, más vale así; más vale que el general Weyler se haya enojado cuando ya estaba sin mando y en la Península.

Los asuntos de España van poco a poco tomando mejor cariz, y alientan nuestras esperanzas de que todavía, con calma y paciencia y sin aventurarnos en titánicas luchas, hemos de sofocar la insurrección y hemos de conservar la Perla de las Antillas; claro está que porque hacemos de ello, con razón o sin razón, algo como punto de honra, porque lo que es el provecho no se ve dónde está. Siempre lo repetiré, exponiéndome a pecar de pesado: nada nos ha producido Cuba en los cuatro siglos que hace que la poseemos, y nada nos producirá en otros cuatro siglos.

La poseemos, no obstante, y tenemos la firme voluntad de querer seguir poseyéndola.

Lo que, según hemos dicho, ha mejorado nuestra situación en estos últimos días ha sido la rendición de los rebeldes tagalos y la pacificación de Filipinas.

Gloria por ello en primer lugar a las hábiles y briosas disposiciones estrategias del general Polavieja, tan noblemente secundado, por el general Lachambre y por nuestros soldados, y en segundo lugar (entiéndase que no dialéctica, sino cronológicamente) por el esfuerzo guerrero también del general Primo de Rivera, combinado con una política humana y prudente y don el saber y con la destreza dichosa del negociador.

¡Quiera Dios que lo ocurrido en Filipinas sirva de ejemplo y de estímulo a los cubanos!

Mientras que las dos guerras civiles coloniales han absorbido nuestra atención, las grandes potencias de Europa han trasladado la suya de la cuestión del próximo Oriente a la cuestión del Oriente remoto.

Mal o bien, se ha hecho la paz entre Grecia y Turquía. Creta, por cuya libertad se levantó Grecia en armas con harta mala ventura, sigue menos libre que antes, a pesar de la intervención de las seis grandes potencias, que de bien poco le ha valido. Menos felices que los cubanos, los cretenses no tienen aún la autonomía ni nada que se le parezca. El sabio suizo que las grandes potencias iban a enviar por allí a promulgar buenas leyes y a dar paz y justicia, suponemos que sigue en su patria y que no ha aportado aún a la de Minos y Radamanto.

La atención de las seis grandes potencias, según hemos indicado ya, se ha transportado a China. Es caso singular y apenas concebible para la mente de los europeos que imperio tan populoso como el Celeste, que consta de centenares de millones de hombres, sea tan inerme y tan débil a todos los ataques. Alguien, para explicarlo, imagina una muy curiosa filosofía de la Historia. Supone qué cada raza de hombres y que cada civilización concibe y tiene un ideal, término y meta en sus aspiraciones todas. Mientras dura este ideal, aquella raza y aquella civilización están en la edad de la fe; pero no bien el ideal se realiza por completo y se convierte en real, el progreso termina y se para; las aspiraciones cumplidas carecen ya de todo impulso para ulterior movimiento, y, entrada plenamente aquella raza en la edad de su razón, se despoja de entusiasmos y no siente sino apatía y tranquila indiferencia para todo. Así se explica que centenares de millones de chinos se dejen dominar por los europeos, cuyo ideal, por lo visto, no está agotado ni realizado, aunque sería más discreto suponer que nosotros tenemos varios ideales, y que, no bien se realiza uno, imaginamos otro que valga de estímulo y resorte para progresos y adelantos futuros. Como quiera que ello sea, menester es confesar que la tal filosofía de la Historia nada explica, y que los japoneses se levantan y protestan contra ella, aunque son también de raza amarilla como los chinos.

Líbrenos Dios de que un día se decidan los chinos a imitar a los japoneses, creen también nuevo ideal, o sin ideal alguno, se defiendan y ofendan. No sería entonces tan llano apoderarse de los puertos y bahías y de mucha parte del litoral del Celeste Imperio, ni se consideraría este Imperio tan próximo a su fin ni tan llamados con urgencia los estados preponderantes de Europa a dividirlo en pedazos y a repartírselo.

A la ruda e imprevista acometida del Imperio alemán contra el Imperio Celeste han dado ocasión los malos tratos inferidos en la provincia de Chan-Toung a varios misioneros alemanes y la muerte de dos de ellos. Para tomar indemnización y venganza, una escuadrilla alemana ha tomado posesión de Kiao-Tcheu, ocupándolo militarmente, sin previa declaración de hostilidades, sin ninguna otra ceremonia y sin resistencia también. Después ha exigido al Tsoug-li-Yamen, Consejo de Administración o de Estado chino, la suma de doscientos mil taels en pago de la preciosa sangre vertida. Y ha exigido también la erección de una catedral en el lugar donde ocurrió el martirio; el pago de todos los gastos de la expedición marítima para apoderarse de Kiao-Tcheu, porque los alemanes, aun cuando trabajan para sí, no quieren trabajar de balde; la degradación del gobernador de aquella provincia; el castigo de los asesinos y de los empleados públicos que han sido cómplices en los asesinatos, y, por último, aunque sea exigencia disparatada o impertinente, por no tener relación alguna con la preciosa sangre de los mártires, el monopolio de los ferrocarriles de Chan-Toung y la cesión benévola del citado puerto de Kiao-Tcheu, que se convertiría en depósito de carbón o en lo que se quiera. Estos procedimientos de los alemanes han dado no poco que pensar y que decir a los periódicos de todos los países, prestándose a diferentes cálculos y suposiciones. En lo que generalmente se conviene es en que Alemania, antes de dar este paso, se puso de acuerdo con Rusia, que también se ha apoderado ya y se apoderará de otros lugares y territorios chinos. De esperar es que los ingleses y los franceses se avengan y conformen a no ser los únicos y pasen sin aparente disgusto por que los alemanes y los rusos cuenten en el reparto. China es inmensa y tiene para todos; de suerte que será probable que los japoneses y los yanquis pidan también algo, o más bien lo tomen.

Como quiera que sea, el emperador de Alemania logra (y se diría que en ello se complace) atraer así constantemente las miradas y los pensamientos de los hombres. Tal vez dice como su glorioso antepasado Federico el Grande: «Me deleito en ser original.» Es poeta, es compositor de música y es orador entusiasta, que gusta de pronunciar discursos llenos de inspiración mística y remontada. Su aspecto personal presta raro hechizo a sus palabras y le hace aparecer como un caballero de la Tabla Redonda, como uno de aquellos que iban en demanda del Santo Grial, y, sin embargo, en el fondo de cuanto piensa; dice y hace el emperador hay mucho de práctico y de utilitario. Cuando anhela convertir a su nación en gran potencia marítima, de seguro que no será sólo por vanagloria y por lujo; de seguro que se propone abrir ricos mercados a la industria y al comercio en auge de su pueblo y verter en territorio propio y en florecientes colonias el exceso de población que emigra hoy a los Estados Unidos y a otros extraños países donde se sustrae a su cetro y deja de vivir a la sombra de su bandera.

Difícil es conjeturar hasta qué punto infunda todo esto recelos o temores a la poderosa Inglaterra.

Guillermo II, no contento con la ocupación militar de Kiao-Tcheu, envía a su hermano, el príncipe Enrique, a China, mandando una nueva escuadra. La despedida de los dos hermanos en Kiel ha sido sentimental y pomposa y el discurso del emperador y la contestación de su hermano han competido por lo poéticos. El emperador manda a su hermano a aquellos remotos mares para que extienda su escudo imperial y proteja con él a cuantos le pidan favor y auxilio, y el príncipe Enrique contesta que, acostumbrado a leer en los ojos de su hermano desde que ambos eran niños, conoce su secreto, comprende la misión que se le confía y va dispuesto a cumplirla, predicando el evangelio de su augusta persona, así a los que quieran oírle como también a los que no quieran.

Los profanos, que no sabemos leer en los ojos del emperador, ignoramos el secreto que ha leído en ellos el príncipe Enrique, no podemos, explicar la misión que lleva y no sabemos en qué consiste el evangelio de que el príncipe va a ser apóstol en Oriente.

De presumir es que el príncipe haya explicado todos, estos puntos oscuros a la reina Victoria, a quien ha hecho una visita y con quien ha conferenciado antes de proseguir su navegación con rumbo a China, adonde llegará en breves semanas.

Lo que nos complacemos en esperar y lo que parece lícito suponer es que, por ahora, las cuatro principales grandes potencias de Europa instaladas en varios puntos de China (Inglaterra, Alemania, Rusia y Francia), se sientan allí con holgura, y que, al menos por lo pronto, no se disputarán y estarán de acuerdo. No es lo probable que cuando todos han estado tan mirados y cuidadosos para que no se rompa la concordia en la cuestión de Oriente próximo, vayan a buscar motivos de discordia; en la cuestión del remoto Oriente.

Actos hay que, estimados con arreglo a severa justicia, tal vez merezcan cierta reprobación; pero dichos actos deben considerarse y llamarse impurezas de la realidad, males imprescindibles. Más de tres mil años hace desde la guerra de Troya; desde antes, desde la expedición de los argonautas a Colcos, los pueblos de Europa demuestran su superioridad sobre el resto del mundo y se enseñorean de todo él; en las edades clásicas vencen a los persas, a los egipcios y a los cartagineses; en la Edad Media, a los árabes y a los tártaros; después, a los turcos, y en el día, extienden su dominio sobre todas las gentes y regiones más apartadas.

De esta suerte se va civilizando, educando y mejorando por completo el linaje humano, bajo la tutela y bajo la férula, a menudo algo dura, de los europeos. ¿Y qué se le ha de hacer? Menester es que las cosas sean así, ya que no pueden ser de otro modo.

Para que prospere el comercio; para que la justicia se cumpla; para que vayan a visitar las naciones bárbaras y gentílicas nuestros sabios y nuestros misioneros, y para que la cultura y la verdadera religión se propaguen, es indispensable o, por lo menos, es conveniente que sean protegidos con mano firme los hombres de Europa que se aventuren a ir a tierras lejanas, y que los desafueros que contra ellos se cometan sean rudamente castigados. Nada tenemos que alegar en contra.

No negaremos por eso que se apodera cierta inquietud de nuestro ánimo. Para tranquilizarnos, quisiéramos que, en congresos diplomáticos o por virtud de convenios y tratados, las naciones cristianas y europeas, así como las que fueron colonias de Europa, se consideren hasta cierto punto confederadas y reciban la completa seguridad de que, cuando inmigren en ellas súbditos de las potencias de primer orden, prescindirán éstos de la protección de sus gobiernos respectivos y se allanarán a correr todos los peligros que ofrezca el país donde hayan inmigrado, sin acudir en queja al Gobierno de la nación a que pertenecen. Como algo de esto no se realice, todos los estados europeos de segundo o tercer orden tendrán que estar con el alma en un hilo. Y en vez de mirar como una buena dicha que acudan a su territorio extranjeros hábiles, laboriosos y ricos que, con su saber, su inteligencia y sus capitales, hagan prosperar la nación y traigan a ella riqueza y superior cultura, lo considerarán como grave calamidad, inminente peligro o suceso ominoso, porque, si sigue en auge la moda de proteger a los extranjeros por medios tan expeditos y sumarios, cada inglés o cada alemán que resida en un país de segundo orden será un ser privilegiado que se sobrepondrá, si se quiere, a todas las leyes y a todas las autoridades, amenazándolas con bombardeos, ocupaciones militares, multas y demás castigos, impuestos por los acorazados de su país.

En resolución: el método es disculpable, y si no es disculpable, es conveniente, ejercido contra los pueblos bárbaros, que martirizan misioneros y que difieren mucho de nuestro modo de ser y de pensar; pero, ejercido el tal método contra cualquiera nación civilizada y cristiana, y sólo porque es pobre y débil, sería un brutal abuso de fuerza que pondría negra y feísima mancha en la misma civilización en cuyo nombre hipócritamente se cometiese.




- X -

7 de febrero de 1898.

Se diría que al terminar hace un mes el artículo que lleva el mismo epígrafe que el presente, y que insertó entonces El Mundo Naval, ya preveíamos y recelábamos la venida del acorazado Maine a las aguas de Cuba y su estancia en el puerto de la Habana. Inútil es disimular el disgusto que ha producido esto en los más patrióticos espíritus españoles. Asegura el Gobierno de la gran República que no ha ido allí dicho barco como provocación, ni siquiera para precaverse y ofrecer refugio y socorro a los yanquis que en el caso de un motín pudieran verse amenazados o maltratados. Oficialmente el Maine ha ido al puerto de la Habana para dar una muestra de amistad y de simpatía al Gobierno español en nombre y representación del Gobierno de los Estados Unidos. Más tarde, y aunque sea adelantar los sucesos, se ha dispuesto que vaya también a las aguas de Cuba otro barco de guerra angloamericano: el crucero Montgomery.

Muy de estimar son tales cumplimientos y tales finuras; pero yo, aunque soy confiado y no los enveneno con sospechas, todavía me atrevo a creer que hay cierta notable inoportunidad en lo ocurrido. En la Habana hay un partido muy español, poco conforme con la amplia autonomía que Cuba ha logrado y poco o nada afecto a los yanquis, a quienes suponen fomentadores arteros de la discordia y causa principal de la espantosa guerra civil que está desolando aquella isla. Enviar, pues, un barco de guerra en estas circunstancias, no diremos que sea buscar ocasión, pero es ponerse en ocasión de promover un conflicto. A despecho de las autoridades de Cuba, a pesar de toda la prudencia y paciencia del pueblo y de los voluntarios armados, la gente de la tripulación del Maine, saltando en tierra y paseando en la Habana por calles y plazas, pudiera ser mal mirada y tal vez ofendida. Esperemos que no suceda esto; pero si no sucede, se deberá a la circunspección y al juicio de nuestros compatriotas, que harán estéril la intención aviesa que algunos atribuyen al envío del Maine a Cuba.

Para corresponder a la amable visita que nos hacen en Cuba los barcos de los Estados Unidos, van a visitar barcos de guerra españoles varios puertos de la gran República. No me atreveré yo a desaprobar por completo esta inmediata manifestación de nuestro contento por la mencionada visita, pagándola al punto. Yo preferiría, no obstante, que nuestros barcos no apresuren el pago y se limitasen, por lo pronto, a ir a Cuba, también a fraternizar allí con la Marina de guerra angloamericana. Así se evitaría acaso que los separatistas, muy contra los propósitos del presidente Mac-Kinley, cobrasen nuevas esperanzas, imaginando que los barcos de guerra angloamericanos venían a darles aliento, y hasta a protegerlos e intervenir más o menos directamente en su favor.

Se da asimismo otra circunstancia que propende a quitar a la venida de los barcos de guerra americanos a Cuba el carácter amistoso y fino que sin duda tiene. En esta circunstancia, la multitud, enorme de reclamaciones que de continuo se anuncian como preparadas, en Washington y próxima a caer sobre nosotros. Todo ciudadano de aquella República residente en Cuba tal vez siente el prurito de reclamar, lo considera cómodo y agradable y sueña que tiene derecho a ello. De aquí la mencionada multitud de reclamaciones que se anuncian, infundadas las más. Es de esperar que el Gobierno español no incurra en la debilidad de acceder a ellas. Si el Gobierno angloamericano las dirige contra el Gobierno español, a pesar de conocer su escaso o ningún fundamento, y a pesar de las simpatías que España le inspira, debemos creer que sólo las dirige para cumplir con sus codiciosos gobernados.

Natural e inevitable es, sin embargo, que en España crezcan, en vista de lo expuesto, la sobreexcitación y el enojo contra los Estados Unidos, y que de estos sentimientos patrióticos se hagan eco y hasta los aumenten con la vehemencia de su pasión algunos de nuestros periódicos más populares. De desear es, no obstante, que se calme pasión tan justa y que el Gobierno y el pueblo españoles sigan observando la misma prudencia que hasta ahora, si bien resistiéndose con enérgica tranquilidad a imposiciones y reclamaciones. Concedida a Cuba la autonomía, y Cuba más libre ya que los mismos Estados Unidos, apenas queda causa ni razón para que la guerra civil continúe. Esperemos que la guerra civil termine en breve plazo. ¿Qué motivo ni qué pretexto podrá tener ya la gran República angloamericana para excitarlos, hasta el extremo de que nos declaremos en guerra contra ella? Esto no podría ser sin escándalo y asombro de cuantas son las naciones civilizadas en el mundo y sin que a la gran República le costase muy cara la victoria, aunque la alcanzase. Y que le costaría cara la victoria, puede decirse hasta sin la menor jactancia por nuestra parte. Muy ricos son los Estados Unidos, pero también por lo mismo necesitan pagar a muy alto precio todos los servicios militares. Aún están pagando cuantiosas pensiones de no pocos millones de duros a los huérfanos y a las viudas de los soldados que murieron en la última guerra contra Méjico. Y calculando que no fuese menor nuestra resistencia que la de los mejicanos, el gasto que tendrían que hacer los Estados Unidos no sería corto, y su Tesoro se vería gravado con nuevas y enormes pensiones. No es, por consiguiente, verosímil que el presidente Mac-Kinley, aun concediendo a la empresa el éxito más dichoso, se lance en una guerra injusta y escandalosísima para dar gusto a algunos codiciosos aventureros y a varios atrevidos e ilusos capitalistas, que sin duda han adelantado dinero a los rebeldes y que han de quedar burlados cuando se restablezca la paz en Cuba.

Seamos, pues, optimistas todavía; rechacemos, hasta con finura cariñosa, cualquiera exigencia ridícula; tratemos con la más afable cortesía a todo representante o enviado de una potencia extranjera, aunque se conduzca después peor que el señor Taylor, y esperemos que, al expirar el siglo XIX, y cuando ya el humano linaje ha llegado a un grado eminente de decantada cultura, la nación creada por Jorge Washington, y que se jacta de ir en la vanguardia de la civilización y del progreso, no ha de querer abusar de la fuerza, aunque esté segura de que la tiene, para ir contra nosotros con manifiesta injusticia y para quitarnos lo que legítimamente poseemos.

Arduo es decir y declarar lo que cada individuo quiere o no quiere. Toda conciencia individual es más oscura de lo que vulgarmente se cree, y no siempre el ser humano que examina su conciencia lee en ella con la conveniente claridad. Si esto ocurre con las conciencias individuales, ¿qué no se podrá decir de una conciencia colectiva creada por y en el conjunto de setenta millones de almas?

De aquí, a mi ver, lo aventurado y lo vano que es tanto el afirmar como el negar que los estados anhelan anexionarse la isla de Cuba y lo difícil que es marcar el límite del sacrificio, del gasto y hasta del menoscabo de la buena reputación de leales, de buenos y de juiciosos, que están dispuestos a hacer para conseguir dicho anhelo. Todo induce a creer que, si el anhelo existe, no debe estar en la mayoría, sino en una minoría turbulenta y avara de la gran República, y que ésta, para que el anhelo se logre y para que dicha minoría quede contenta, no debe de estar muy decidida a hacer grandes sacrificios ni gastos, a arrostrar peligros, que algunos hay, por inermes que se nos suponga, y a desafiar la general reprobación de toda Europa, que no podría menos de mirar con disgusto y recelo ambición tan desenfrenada.

Tengamos, pues, confianza en nosotros mismos y calma y firmeza. Y, sobre todo, no nos quejemos ni nos demos por agraviados, como no formemos antes la firmísima resolución de que el agravio sea vengado o sea satisfecho.

La gran República, que sufre con paciencia el alarde de fuerza que Alemania ha hecho en Haití burlándose de la doctrina de Monroe, y ciertas medidas que recientemente ha tomado el Gobierno alemán, muy en perjuicio del comercio yanqui, no es de creer que se sienta con disposiciones muy guerreras.

Los senadores y los representantes del pueblo desahogarán y desahogan ya en Washington su ira contra Alemania en vehementísimos discursos; pero lo probable es que esta ira se disipe como el humo, dejando que brille el iris de la paz en el cielo de la política, despejado y sereno.

Las seis grandes potencias siguen de acuerdo en la cuestión de Creta, pero sin tomar una resolución definitiva, por cuya tardanza tiene no poco que padecer aquella isla. Acaso se remedien sus males cuando a ella vaya un gobernador impuesto por las grandes potencias y aceptado por el Padischah.

Sucesivamente, han sido designados para dicho cargo y desechados luego los señores Numa Droz, coronel Schoefer y Voivode Bojo Petrovitich. Ahora se designa al príncipe Jorge de Grecia, y si esto se lograse, consintiendo en ello el sultán, sin duda sería lo más conveniente, porque iría allanando el camino para la futura y natural anexión al reino de los helenos, de la clásica y antigua patria de Minos y de Ariadna.

En el Extremo Oriente siguen, también en aparente armonía y en pleno acuerdo tácito, apropiándose las grandes potencias europeas lo que mejor les conviene del inerme y quebrantado Imperio chino. Como los rusos ocupan a Port-Arthur y los alemanes están enseñoreados de Kiao-Tcheu, los ingleses no quieren quedarse atrás, sino más bien adelantarse, y negocian con el Gobierno del Celeste Imperio para obtener nuevas ventajas comerciales, adquirir mayor extensión de territorio en el Valle de Yang-Tse-Kianch y hacer que el puerto de Ta-Lieu-Wau se abra al comercio europeo.

Entre tanto, toda Europa estaría en agradable y pacífico sosiego si no fuese por una pequeña cuestión que ha dado en Francia ocasión o motivo, en estas últimas semanas, a graves agitaciones, tumultos y motines. El tristemente famoso capitán Dreyfus ha encontrado defensores que le consideran inocente y que apelan de la sentencia dictada contra él, considerándola infundada o injusta. El célebre y popular novelista Emilio Zola ha sido el más fervoroso defensor de Dreyfus. Se ha supuesto que en su vehemente defensa calumnia e injuria al Ejército, y por ello se le procesa. Zola, además, a despecho de su gran popularidad literaria, se ha hecho blanco de las iras patrióticas de sus conciudadanos.

Lo cierto es que los que somos profanos e ignorantes en las artes y ciencias militares, apenas acertamos a comprender que haya secretos de tal valor que pueda darse por su revelación gran suma de dinero, para que, cegado por la codicia de adquirir dicha suma sea alguien traidor a la patria y se le exponga al horrible e infamante castigo a que Dreyfus se ha expuesto y de que Dreyfus ha sido víctima. Por otra parte, aunque la nación francesa es una de las más cultas, ingeniosas y valientes naciones del mundo, no se ha de negar que su orgullo corre parejas con sus nobilísimas cualidades. Y aunque en toda lucha, si alguien ha de ser vencedor, tiene que ser el otro vencido, Francia no gusta de confesar que la vencida ha sido ella, o por decreto injusto de la caprichosa fortuna, o porque en determinado caso ha tenido menos mafia, recursos o bríos que la nación vencedora. De aquí el suponer que la traición ha sido causa del vencimiento. Ya hace años que el mariscal Bazaine fue víctima de esta suposición, y persistiendo luego el prurito de buscar y de hallar traidores, tal vez ha venido a descubrirse, a exagerarse o a inventarse la traición del capitán judío. Tremenda ha sido la pena que se le ha impuesto por ello. Y por mucho que deba respetarse la autoridad de la cosa juzgada, no podemos menos de reconocer la generosidad y la nobleza con que protesta Zola contra el juicio y considera inocente al condenado como reo.

La exaltación de los ánimos ha subido de punto en tales circunstancias y ha venido a poner de manifiesto el odio que hay en Francia contra los israelitas; odio anacrónico y menos justificado en este siglo de poca fe que en el siglo XV, por ejemplo, en que el fervor cristiano enfurecía a las muchedumbres y las sublevaba contra el pueblo deicida. Ahora apenas se comprende el odio antisemítico, como no se funde en la envidia que causa la pasmosa habilidad que tienen los judíos para hacerse ricos y para dominar y prevalecer en el mundo con el poder, el crédito y el influjo que el dinero proporciona.

Como quiera que sea, el antisemitismo ha venido a combinarse en Francia con el socialismo, con el exagerado amor a la patria y con el orgullo nacional, que necesita, a fin de quedar satisfecho, imaginar Ganelones para todos los Roncesvalles.

Al presente, el espíritu vulgar en Francia ha convertido en Ganelones a los judíos.

Exaltadas así las pasiones y exacerbado el antagonismo entre los varios partidos políticos, y particularmente entre socialistas y legitimistas, se ha dado en la Cámara de Diputados franceses, el 22 del último mes de enero, el más lastimoso espectáculo. No hay aquí espacio para entrar en pormenores. Baste decir que el recinto de aquella Asamblea legisladora se convirtió en feroz y grotesco campo de Agramante, donde los padres de la patria peleaban a puñadas y a coces, se tiraban de las barbas y del pelo, se pisoteaban, se maceraban las carnes y se rompían las costillas. Las deplorables grescas han trascendido del Parlamento a los mítines populares y a las manifestaciones tumultuosas en plazas y calles. Y no sólo en París, sino también en varias ciudades de Francia, así como en Argelia, han sido amenazados y aun maltratados los judíos.

Aunque no gustamos, al referir los sucesos, de sacar de ellos lo que familiarmente se llama moraleja, nos atrevemos a manifestar en este caso un harto penoso sentimiento: nuestra quebrantada fe en el progreso de la juiciosa serenidad y de la ilustración de las muchedumbres y en el incremento constante de la general filantropía. Cuando en pueblo tan adelantado, discreto y rico como el francés ocurren semejantes desmanes, todo puede deberse aún en los demás países, y sólo queda el necio consuelo de que nada podemos echarnos en cara.




- XI -

15 de marzo de 1898.

Si no fuese porque las actuales relaciones entre España y los Estados Unidos pueden acarrear enormes infortunios y calamidades sin cuento, los que no ocupamos posición social y no consideramos necesario ser muy mirados y circunspectos en nuestras afirmaciones y juicios, no podríamos menos de hallar y de mostrar en dichas relaciones algo de extremadamente cómico y poco digno de la grandeza y de la elevación moral de la patria de Jorge Washington, de Franklin, de Emerson, de Channing, de Whittier, de Lincoln y de tantos otros varones eminentes, ya por la acción, ya por el pensamiento, fervientes predicadores de la fraternal concordia de los pueblos y decididos adversarios de la ambición y de la guerra.

Todavía me resisto yo a creer que la mayoría del pueblo angloamericano anhele para su República la anexión de Cuba. En el inmenso territorio que aquel pueblo posee cabe con holgura doble número de almas de las que allí viven ahora. Cuba es fértil, rica y hermosa; pero, sin duda, no tienen menos valor extensas regiones de los Estados Unidos, apenas cultivadas y beneficiadas aún por el saber, la inteligencia y el trabajo humanos. ¿Para qué, pues, ambicionar la posesión de Cuba, con tan extremada codicia que excite a la gran República a promover contra nosotros una guerra injustísima, que no le daría gloria, sino vergüenza, aunque saliese vencedora? En número son los angloamericanos cuatro veces más que nosotros; en riqueza, en poderío y en todo linaje de recursos son incomparablemente mayores. El empleo de cualquier acto violento en nuestro daño implica, pues, una falta de generosidad y una carencia de sentido moral tan enorme, que yo no me atrevo a sospechar que se resuelva a incurrir en ellas ningún angloamericano que se respete. Hay, sin duda, una porción malsana y viciosa de aquella democracia que desea a toda costa apoderarse de Cuba, saltando por cima de la razón y del derecho; pero no se debe perder aún la esperanza de que el presidente Mac-Kinley, su Gobierno y la gran mayoría de los hombres de probidad y de juicio sabrán resistir y resistirán las excitaciones y maquinaciones de los que quieren, sin motivo y hasta sin pretexto ya, despojarnos de nuestra propiedad secular. De aquí que persistamos aún en cierto relativo optimismo, a pesar de los tristes sucesos recientemente ocurridos y que propenden a demostrar lo contrario. Poseedora Cuba de la autonomía, es tan libre o más libre que los Estados Unidos. Las simpatías en favor de los separatistas no pueden ya fundarse en el aborrecimiento de las tiranías y en el amor a la libertad y al progreso de las otras naciones. La soberanía nominal que España se reserva en Cuba no merece el trabajo, el dispendio y tal vez la efusión de sangre que tendrían que hacer los Estados Unidos para despojarnos de ella. Lo inútil, lo sin objeto de la guerra, nos mueve a no temer la guerra. La guerra, si hoy los Estados Unidos se resolviesen a hacérnosla, apenas se fundaría en cálculo y sólo nacería de irracional aborrecimiento contra España.

En esta situación, y después de lo mucho que hemos sufrido y aguantado ya, no seré yo quien soliviante los ánimos españoles para que acaben de perder la paciencia y rompan por todo.

Muchos siglos de gloriosísima historia atestiguan la valentía y la constancia de nuestra nación. España tiene hoy el derecho de ser hasta el último extremo prudente y sufrida, sin merecer la nota de pusilánime. ¿Quién censuraría o denigraría a un anciano y noble caballero, cuyas pasmosas hazañas en diversos países y ocasiones fuesen conocidas y celebradas de todos, porque se desatendiese de los insultos y amenazas de un zafio y plebeyo ganapán y rehuyese hasta donde fuese posible entrar con él en innoble riña? El anciano y noble caballero haría muy bien en evitar todo choque con el jaque amenazador, procurando, empero, salvar la corta hacienda que le queda de las uñas rapaces de su injustificado enemigo.

Valga lo dicho para disculpa de la evangélica mansedumbre de nuestro Gobierno, puesta cada día a pruebas más duras y crueles.

Toda reclamación, toda queja de los Estados Unidos contra nosotros, envuelve ofensas más difíciles de sufrir cada día. Sigamos, no obstante, sufriéndolas aunque sólo sea para ver hasta dónde pueden llegar nuestra longanimidad y la soberbia de quien se prevale de ella para tratar de vejarnos y de humillarnos.

En ambas cámaras de los Estados Unidos y en otras reuniones públicas, donde toda palabra tiene estruendosa resonancia, que el eco multiplica y que la fama difunde, hemos sido insultados y vilipendiados por personajes yanquis que ocupan posición oficial, por senadores y por representantes del pueblo. Taylor, que estuvo en España como enviado y ministro de su Gobierno, se ha desatado contra España en feroces diatribas. El mismo Mac-Kinley, en su mensaje a las cámaras, nos trata con arrogancia desdeñosa, erizada de agravios, y hasta procura intimidarnos con mal disimuladas amenazas. Nosotros, ni por eso hemos exhalado una queja. Oficialmente al menos, el Gobierno español se muestra satisfecho y agradecido a Mac-Kinley y no duda un punto de su amistad sincera y generosa. Pero nuestro representante en Washington, acaso en una mala hora de abatimiento y de tristeza, deposita con todo sigilo, en carta confidencial dirigida a una persona amiga, algunas quejas amargas y el poco favorable concepto que de la energía, firmeza y otras virtudes políticas del presidente Mac-Kinley tiene formado. Alguien intercepta la carta, y, violando el secreto de la correspondencia, la abre, la lee y la publica en los periódicos. Prescindiendo de los delitos de hurtar y de publicar la carta, bien puede asegurarse que la ofensa pública inferida por ella a Mac-Kinley es obra del que publica la carta y no de la persona que recatadamente le ha apreciado y juzgado con arreglo a su conciencia, ocultando al público, por respeto a la posición social de Mac-Kinley, la poco lisonjera opinión que de él tiene.

No calificaré aquí de imprudente la conducta del señor Dupuy de Lome, ni procuraré tampoco demostrar que hubo mucha más desventura que ligereza en el autor de la carta. De todos modos, él mismo se impuso la pena y la aceptó gustoso, abandonando la Legación de Washington, donde su posición era ya insostenible. Después de esto, sobraba, era impertinente, era absurda toda satisfacción que se pidiese al Gobierno de España. ¿Qué podía decir el Gobierno de España de oficio que no hubiese dicho ya y repetido mil y mil veces? No podía decir y no dijo sino lo que la cortesía exige que se diga: que el presidente Mac-Kinley y su Gobierno son muy sinceros y leales amigos de nuestra nación. Si cada uno de los individuos que componen el Gobierno español hubiera tenido la desgracia de pensar sobre el particular de modo parecido al del señor Dupuy, no hubiera podido declararlo, por sincero que fuese, aventurando los destinos de la patria y empeñándola en una tremenda lucha, y dando ocasión a mil estragos y muertes por una tontería que importa poquísimo al linaje humano: por si se cree o no se cree que el señor Mac-Kinley es más o menos contemporizador, pastelero o indeciso.

Todavía es más irritante la queja de que alguna persona oficial no pensase en España muy bien de Mac-Kinley y hasta lo dijese en secreto, cuando se considera la amplia libertad de que gozan los yanquis para decir en público contra su presidente y contra toda criatura humana cuanto se les antoja.

Sea como sea, el Gobierno español hizo lo que debía hacer: dijo, como es la verdad, que oficialmente y en su conciencia de Gobierno, el presidente Mac-Kinley no tiene tacha. Y no es menester para esto acudir a la restricción mental y a las distinciones jesuíticas. El Gobierno español, como Gobierno, sigue pensando así. De lo que piensen en su fuero interno cada uno de sus individuos, y de lo que puedan decir en conversaciones o en cartas confidenciales, sólo a Dios tienen que dar cuenta.

En fin: el ridículo incidente que ocasionó la carta del señor Dupuy vino a quedar zanjado. Y no duró poco, si se considera los millares y hasta los millones de incidentes parecidos que sobrevendrían si se interceptasen y se publicasen las cartas de los diplomáticos acreditados en cualquier país, y donde, con no menor ligereza, aunque sin tropiezo ni desgracia, dicen cuanto se les antoja contra el Gobierno cerca del cual están acreditados. Por dicha, la Correspondencia confidencial y sigilosa de los diplomáticos no se da a la estampa sino como documentos históricos y mucho tiempo después de haberse escrito. No por eso afirmamos que no convenga y que no sea muy de desear que todo diplomático estime en gran manera a las personas que forman el Gobierno con quien trata, y hasta que las crea cumplidísimos dechados de espirituales excelencias. Así debe ser, pero lo que debe ser no siempre es; y no sería difícil, si no temiésemos cansarnos y cansar a los lectores, sacar citas de correspondencias ya publicadas de antiguos diplomáticos, en que tratan de éstos con más dureza y acritud que el señor Dupuy a Mac-Kinley, a las personas que componían el Gobierno cerca del cual se hallaban acreditados, sin que a causa de tales desahogos, que explico y no disculpo, se alterasen las buenas relaciones internacionales. No hace muchos años salió a luz pública la correspondencia de un ministro de cierta gran nación del Norte acreditado en Madrid reinando doña Isabel II, donde se dicen mil horrores contra varias personas, y sobre todo contra el que era entonces en España ministro de Estado, sujeto de mucho fuste y respeto entre nosotros. Nadie entre nosotros hizo caso de lo que el diplomático decía. Y no de otra suerte debió proceder el Gobierno de los Estados Unidos, después de la publicación de la carta del señor Dupuy.

La verdad es que ni este señor ni la generalidad de los españoles desestiman ni odian al pueblo angloamericano, a pesar de los reiterados agravios que de él últimamente han recibido. Nos los explicamos por algo a modo de lamentable fatalismo que deja a salvo la moralidad y el amor al bien y a la justicia que debe informar el espíritu de aquella gran nación y prevalecer en los consejos, deliberaciones y actos de su Gobierno.

A pesar de la elevación de miras que dicho Gobierno quiere y debe tener, hay dos corrientes impetuosas de opinión pública que nos son contrarias, y por las cuales pudiera dejarse arrastrar el Gobierno angloamericano. Nace una de estas corrientes de un concepto injustísimo que de nosotros ha formado el vulgo de la gran República, ya dando oídos a las calumnias con que los insurrectos emigrados cubanos han tenido la tenacidad de difamarnos, ya prestando fe a las vanas declamaciones de no pocos escritores populacheros que han querido retratarnos con las más negras tintas, impulsados por un estrecho liberalismo y por una falsa filantropía. Nos han pintado como crueles y feroces, como el pueblo de la Inquisición y de los toros, sin considerar que sin toros y sin Inquisición se han cometido más crímenes, se ha quemado más gente, se ha vertido más sangre y se han presenciado más espantosos suplicios en cualquier otro país que en el nuestro. Cuestión es ésta puramente estadística, no de declamar, sino de sumar. Y tal vez, si hiciésemos la suma, los actos inhumanos y crueles cometidos en los Estados Unidos resultarían tres o cuatro veces más en número que los cometidos en España en igual transcurso de tiempo. Como quiera que ello sea, este odio contra nosotros no se ha de negar que puede provenir de error involuntario, error en que fácilmente caen hasta los más elevados espíritus cuando se educan con las estrechas preocupaciones del protestantismo. Todavía en medio de las alabanzas que Irving y Prescott nos conceden se nota la propensión a exagerar nuestra codicia, nuestra tiranía y nuestro fanatismo, propensión mucho más manifiesta en Motley, como si en la época que describen las historias que ellos compusieron hubieran sido más dulces, amorosos y despreocupados los hombres de las demás regiones y castas.

En otros escritores angloamericanos se nota más la curiosidad que la afición simpática a nuestras cosas. Ticknor, por ejemplo, pasa revista a nuestros tesoros literarios, pero dista mucho de comprenderlos y de estimarlos en lo que valen. Acaso sus prevenciones de protestante o de racionalista enturbian, tuercen o embotan su juicio estético. Más tarde, las mismas prevenciones exageradas ya han encendido en ira contra nosotros el ánimo de Draper, escritor muy popular, y le han movido a pintarnos como el pueblo más abominable y monstruoso que ha existido sobre la Tierra, híbrida combinación de Torquemada y de Calígula reproducida en unos cuantos millones de seres humanos.

La otra corriente que en los Estados Unidos prevalece contra nosotros, y a la que esperamos aún que se resistan Mac-Kinley y los importantes hombres políticos de acrisolada probidad, germina y fermenta en cierta porción de la plebe yanqui, que no puede menos de ser como es cuando se atiende a que aquella república viene a ser a modo de enorme asilo donde acuden a remediarse y a medrar millares de aventureros audaces, originarios o nacidos en las ínfimas capas de la sociedad europea. Estos, que son o que fueron desheredados y menesterosos en Europa y que se hacen o aspiran a hacerse ricos en América, no suelen pararse en escrúpulos para alcanzar dicho fin, y si algunos tuviesen, los ahogarían en el odio que la vieja Europa les inspira, odio que temen manifestar contra poderosas naciones y que dedican y consagran íntegro a España, porque la juzgan débil y decaída. Para tales hombres es un buen negocio el apoderarse de Cuba, y a fin de que el buen negocio se logre, atropellan todo respeto.

Sin duda que el Gobierno angloamericano combate con lealtad y energía a fin de no dejarse arrebatar por las dos mencionadas corrientes; pero algo tiene que ceder a ellas, no oponiéndose de firme en los momentos y lugares en que su ímpetu y su furor son más violentos y ciegos.

La autonomía que España concedió a Cuba para lograr la paz hubiera debido hacer, si las dos corrientes no existieran, que el Gobierno de los Estados Unidos se esmerase en auxiliarnos para que la paz se lograse. No ha sido así, por desgracia. El Gobierno de los Estados Unidos, a su despecho acaso y movido por la fuerza de la opinión pública que nos es contraria, se diría que aumenta los estorbos para que la paz se logre. Las expediciones filibusteras siguen llevando armas, municiones y gente de guerra a los insurrectos de Cuba. La amenaza de intervenir en favor de ellos si la guerra dura no puede menos de alentarlos para que la guerra dure y para no rendirse ni presentarse a indulto. A fin de darles mayores alientos y esperanzas, se hacen en los Estados Unidos mal disimulados aprestos bélicos de toda laya. Y, por último, la mayor escuadra de la Unión viene a apostarse no lejos de la Gran Antilla. Otra menor escuadra se encuentra en Hong-Kong y se pone como en acecho para caer sobre Manila. Y alguno de los más poderosos acorazados yanquis entra en la bahía de la Habana, aunque para hacernos una amistosa visita, prestando confianza a los rebeldes, que le miran como poderoso amigo, que la más ligera ocasión puede convertir en eficaz y tremendo aliado.

El Gobierno español por nada de lo dicho se mostró enojado ni receloso siquiera. Con pasmoso candor envió el acorazado Vizcaya a pagar la visita que en la Habana nos hizo el Maine. Este barco, su tripulación y sus oficiales fueron recibidos entre nosotros con la afabilidad más amistosa y hospitalaria. Pronto desechamos hasta el más leve temor de que pudiese sobrevenir disgusto alguno entre los tripulantes del Maine y los más ardorosos parciales de España en la capital de la Gran Antilla.

Entonces, por desgracia, sobrevino la horrorosa catástrofe que todos lamentamos: la voladura, sin duda fortuita, de aquel magnífico barco de guerra. Las autoridades y el pueblo de la Habana lamentaron el caso y se esmeraron en prestar auxilio y consuelo a los que conservaron la vida después del trágico suceso. Los españoles todos lo deploramos, ahogando en el pecho toda queja, si alguna teníamos, contra la nación angloamericana, y no viendo sino seres humanos, prójimos nuestros, en las víctimas de la catástrofe. Esto, sin embargo, ha dado ocasión a los Estados Unidos a nuevos insultos y a las más desatinadas e injuriosas sospechas contra la nación española.

El Maine se voló probablemente porque iba sobrecargado y atestado, sin las debidas precauciones, de sustancias explosivas; acaso por torpeza o descuido de los que cuidaban el buque; acaso por fatalidad inexplicable hasta ahora, que tal vez nunca se explique, y de la que nadie debe ser responsable. Aunque científicamente se demostrase la posibilidad de haber volado el buque por un agente exterior, todavía sería absurdo recelar que ningún español, constituido en autoridad o dependiente de ella, hubiera cometido crimen tan abominable, que tanto nos perjudicaba a todos y que ninguna ventaja ni provecho traía al criminal, ni siquiera la infame gloria de haberlo perpetrado, ni siquiera el feroz prurito de notoriedad que arma en nuestros días con tan deplorable frecuencia las manos de asesinos anarquistas. ¿Podría la voladura del Maine ser obra de un loco rabioso fanático aborrecedor de los angloamericanos, o de un parcial de los insurrectos con el propósito de enemistarnos con dicha gran nación? También esto nos parecía punto menos que imposible. Pero aunque no lo fuese, sobre España y su Gobierno no caería ni la menor sombra de culpa. Nada más distante de los nobles y generosos sentimientos del pueblo español y de los hombres que lo gobiernan que el hacerse cómplices, ni con un mal nacido y momentáneo deseo, de traición tan miserable. Vergonzoso empacho nos causa el proferir estas breves palabras de defensa. Ninguna diríamos, por estar España muy por cima de toda sospecha, si no fuese por los burdos recelos y suposiciones que en los Estados Unidos han manifestado algunas personas, y si no fuera porque en la investigación que se está haciendo sobre las causas de la voladura del Maine no notásemos cierto prurito de que España, ya que no pueda salir tildada de sospechosa, aparezca al menos tildada de negligente y de falta de cuidado, a fin de poner en esto un fundamento aunque a todas luces irracional, para exigirnos dinero que jamás debe pagar el Gobierno español, porque nos denigraría. Tal indemnización sería para nosotros tan ofensiva y humillante, que antes de darla serían preferibles todos los peligros, los estragos y la ruina de la más cruel y sangrienta de las guerras.

Tengamos confianza en Dios y en nuestro derecho. Esperemos aún y confiemos también en la rectitud, en la nobleza y en la generosidad de todo el elemento sano del pueblo de la gran República. Aún es posible que sea lo que debe ser: que la vacilante amistad de España y de los Estados Unidos se afirme y se consolide; que en Cuba se restablezca por completo la paz; que Cuba, libre y autónoma, vuelva a ser o sea con creces un espléndido y provechoso mercado para la industria y la especulación angloamericana, y que España se rehaga y salga de cuidados y de apuros, contentándose con la soberanía nominal e inútil de la Gran Antilla. Fácil sería demostrar que hoy es casi imposible que prescinda España voluntariamente de esta soberanía, aunque se la comprasen a peso de oro, aunque cada español sintiese en el fondo de su alma que se libertaba de una carga abrumadora, y que Cuba, aunque siga otros cuatrocientos años bajo nuestro dominio, no nos traerá más provecho que el que nos ha traído hasta el día presente, o sea ninguno. Hay deberes, y si no deberes, consideraciones de orden muy elevado, contra los cuales nada valen o valen poco el provecho y la conveniencia. Si sólo a la conveniencia y al provecho se atendiese, y si pudiese buscarse en un plebiscito la solución del problema, casi no me atrevo a decir cuál sería el resultado de la votación. Diré sólo lo que preveo y, no obstante, como no son el provecho y la conveniencia los únicos móviles que apasionan y mueven a los pueblos de gran ser, aunque decaídos y postrados, lo más probable es que España siga luchando en Cuba con infatigable pertinacia y hasta que responda a las provocaciones y acepte al fin el reto de más poderosos enemigos, si éstos se obstinan en apurar nuestra paciencia. Entre tanto, bueno es que nuestro Gobierno siga ejercitándola. No seré yo quien le estimule para que la pierda y provoque el más grave de los conflictos.




- XII -

23 de abril de 1898.

Todavía en el último artículo que el día 15 de marzo publicamos con este mismo epígrafe en la presente revista no nos había abandonado del todo la esperanza de evitar la guerra con los Estados Unidos. Todavía confiábamos entonces en que la porción sana y honrada de los habitantes de aquella gran República se opondría a una lucha contra España, que verdaderamente no tiene ya motivo, ni fin, ni objeto.

Absurdo era culpar a España de la catástrofe del Maine, nacida indudablemente de la incuria o torpeza de sus tripulantes, o de un caso fortuito. En todo lo demás, no quedaban ya contra España ni la más leve sombra de motivo, ni el menor pretexto de queja. España, por amor a la paz, había sufrido con sobrada paciencia injurias y calumnias, había disimulado crueles agravios y había ido cediendo a las exigencias y pretensiones de los yanquis, que no cesaban de acosarla hasta quedar como arrinconada por ellos con un vergonzoso y negro abismo a su espalda, en el cual hubiera caído si hubiera retrocedido algunos pasos más. España retrocedió, no obstante, hasta llegar al borde del abismo. Movida por los consejos y amonestaciones del Padre Santo, que anhelaba conservar la paz, y deseosa de no parecer arrogante ni díscola con las seis grandes potencias que asimismo se interponían, España concedió tregua limitada a los rebeldes para ver si se acogían a indulto y si en Cuba se restablecía la concordia bajo el régimen ampliamente liberal de la autonomía. Y, finalmente, nuestra nación y nuestro Gobierno, con no fingida filantropía, dieron libertad a los reconcentrados campesinos para volver a sus tierras y los ampararon y socorrieron con sumas cuantiosas y con todo linaje de recursos. De esta suerte deshizo España el único fundamento sobre el cual la hipócrita codicia de los políticos norteamericanos podía aún, fingiéndose llena de caridad cristiana, cohonestar su propósito de intervenir en nuestras contiendas civiles con desdoro y mengua de nuestra soberanía.

Todo lo dicho hizo lucir aún para los pacíficos un débil rayo de esperanza. Durante breves días creció su luz y se aclaró un poco la oscuridad del horizonte, merced al paternal y solícito desvelo del Padre común de los fieles, ansioso de impedir los horrores y estragos de una tremenda lucha. También las seis grandes potencias de Europa han tratado de impedirla, pero todo ha sido en vano. La guerra puede decirse que está ya declarada.

España debe tener el consuelo de haber despertado algunas fervientes simpatías en los pueblos civilizados del mundo; pero lo poco que hasta ahora han hecho en su favor las seis grandes potencias, no sólo ha sido estéril, sino contraproducente. Causa de este mal ha sido, sin duda, la dificultad, la casi imposibilidad de coincidir en un mismo plan y propósito las seis grandes potencias mencionadas. Comprendemos, aunque nos aflija, que era harto difícil para cualquiera de ellas romper, para favorecernos, el equilibrio inestable, la insegura concordia que hoy las mantiene en armado y vigilante sosiego. Como quiera que sea, y sin negar nosotros que algunas potencias estaban seriamente deseosas de auxiliar a España, sus gestiones han sido tan inhábiles, que han logrado lo contrario de lo que deseaban. La nota idéntica del 6 de abril, dirigida al Gobierno de Washington, fue tan míseramente tímida, que la única conclusión que de ella podía inferirse era que Europa estaba decidida a no valernos ni protegernos. Así lo entendieron en Washington, y de aquí el inmediato desbordamiento de la insolencia yanqui. ¿Cuánto mejor hubiera sido que las potencias se hubieran callado, que no dar un paso y hacer una manifestación con la cual indicaban a la gran República que podía permitírselo todo a mansalva y sin el menor recelo? Para el furor de los yanquis apenas quedaba una sombra de pretexto en sus infundadas sospechas, más fingidas que reales, sobre las causas de la voladura del Maine; pero esta misma sombra de pretexto se desvanece, dejando ver a las claras la decidida resolución de los jingoístas de romper con nosotros, cuando se atiende a que España estaba dispuesta a someter el asunto al arbitraje de las potencias marítimas desinteresadas. De presumir es que los políticos norteamericanos están convencidos de que es mentiroso el informe de su Comisión investigadora cuando no han querido someterlo a un fallo imparcial, ellos que han abogado tan a menudo por que en los conflictos internacionales sea el arbitraje quien decida.

Al cabo, el presidente Mac-Kinley presentó a las cámaras su mensaje, descargando cuanto pudo sobre ellas la responsabilidad de las trascendentales decisiones que iban a tomarse, y dejándose arrastrar sin brío para resistir las por las corrientes de la opinión del populacho, concitado contra España y soliviantado por las más inverosímiles y atroces calumnias. Hay además en el mensaje la más peregrina afirmación del supuesto derecho que tienen los yanquis de apoderarse de parte de nuestro territorio, de despojarnos de nuestra soberanía y de quitarnos nuestra legítima propiedad, que poseemos hace cuatrocientos años con el mejor de los títulos y como último documento que descubrimos, colonizamos y civilizamos ese Nuevo Mundo sobre el cual quieren hoy dominar los yanquis sin rivalidad alguna, en virtud de la doctrina de Monroe, ampliada hasta el más arrogante extremo del absurdo. De un modo implícito, se atribuyen hoy los yanquis la soberanía eminente sobre todas las tierras y naciones de América, y afirman que les basta promover y fomentar una insurrección para justificar la intervención a mano armada con el fin de apaciguarla.

Es tan odiosa esta conducta de los yanquis, y tan opuesta a los nobles y generosos principios que prevalecieron en aquella República en su origen y en los primeros años de su existencia, y es, además, esta conducta tan repugnante a las ideas y sentimientos de los antiguos hombres de Estado angloamericanos y de sus egregios pensadores, escritores y poetas, que todo el mundo se siente inclinado a imaginar que aquella democracia se ha pervertido, convirtiéndose en una oclocracia sin sentido moral que la refrene. La joint resolution que han tomado las cámaras de Washington es un acto de fuerza contra todo derecho, y es, además, un arrebato de ira y de aborrecimiento contra nosotros que no tiene razón de ser ni fin práctico alguno. Cuba era ya libre, e iba a ser más libre aún sin los estragos de una guerra internacional y sin que se disparase un cañonazo. España estaba ya harta de luchar por la posesión de Cuba. Darle la autonomía, aunque había sido para sostener allí izada nuestra bandera, presuponía, sin duda, que esta bandera había de seguir izada en adelante por la fidelidad y por el afecto de los cubanos a la metrópoli, y no por un numeroso ejército de ocupación y por una poderosa Armada.

De cierto que, otorgada ya la autonomía, Cuba, de hecho y de derecho, quedaba libre. Y su ulterior dependencia de España pendía sólo en adelante de la voluntad de los cubanos. Así la independencia de aquella isla, si sus naturales la anhelaban unánimes, hubiera podido lograrse en breve plazo, en paz y sin el menor desdoro nuestro.

Por desgracia, la impaciente codicia de los yanquis no lo ha querido así. Las cámaras angloamericanas, conviniendo al fin en una misma resolución y sancionándola Mac-Kinley con su firma, no exigen sólo de nosotros el abandono de Cuba; no nos despojan sólo de lo que legítimamente nos pertenece, sino que nos afrentan y nos humillan, imponiéndonos que retiremos nuestro Ejército de aquella tierra y nuestras naves de guerra de aquellos mares.

Esto no podía ya sufrirse sin vergüenza. Así es que, apenas se supo en Madrid lo determinado por las cámaras angloamericanas y sancionado luego por Mac-Kinley, el Gobierno español ordenó al señor Polo de Bernabé, su representante, que pidiese sus pasaportes y saliese del territorio de la República. Así lo ha hecho el señor Polo de Bernabé, retirándose al Canadá, donde ahora se halla. Nuestras relaciones con la Unión americana están rotas.

Pronto llegó a Madrid la noticia de este rompimiento y de sus causas. El general Woodford, representante de los Estados Unidos, también la recibió oficialmente. Y con ella recibió el ultimátum que Mac-Kinley le comunicaba y que él debía transmitir a nuestro Gobierno, para que, en el término de cuarenta y ocho horas, se decidiese a renunciar a lo que había poseído durante cuatrocientos años y a desalojar tímidamente a nuestros valientes soldados de la Gran Antilla y a nuestros barcos de los mares que la circundan.

El Gobierno no podía hacer sino lo que hizo, no aguardar siquiera a recibir tan insolente ultimátum, que era un nuevo y brutal ultraje. A fin de impedirlo, se dieron al general Woodford sus pasaportes en la forma acostumbrada. Ayer tarde salió, por dicha, de Madrid este para nosotros infausto personaje, que ya estará en Francia, sin que pueda acusarnos de haber infringido con él en lo más mínimo los deberes de un pueblo culto con relación a la persona que le envía como representante una nación extranjera.

En las críticas y lamentables circunstancias que hoy nos afligen, el pueblo español, sensato y prudente, ha sabido refrenar sus sentimientos de indignación, y apenas ha dado muestras de su enojo y de su cólera contra sus arteros e injustos enemigos. En muchas ciudades ha habido manifestaciones patrióticas, pero casi todas han sido inocentes. Sólo en Málaga se ha extremado un poco la ira del pueblo, arrastrando y rompiendo el escudo del Consulado americano, cuando todavía no se habían roto de oficio nuestras relaciones con aquella República. Este exceso, no obstante, tuvo el conveniente correctivo, recibiendo el cónsul angloamericano en Málaga cumplida satisfacción de la primera autoridad de aquella provincia.

En el mismo día en que se supo en Madrid la determinación del presidente Mac-Kinley que implicaba la declaración de guerra, tuvo lugar el acto solemne de la apertura de las nuevas Cortes, acto celebrado con la pompa y el aparato de costumbre. La reina regente y el rey niño acudieron, con su espléndida comitiva, al palacio del Senado, donde se celebró la sesión regia, el día 20 del mes actual.

El breve discurso leído por la augusta madre de nuestro soberano tiene la majestad decorosa y la digna severidad que conviene para rechazar los insultos que Mac-Kinley y sus cámaras nos prodigan y para hacer resaltar con sus términos decorosos la grosería villana y la destemplada procacidad de nuestros contrarios.

Acaso no nos valga de nada la superior estimación que con nuestro proceder nos hemos atraído de las naciones extranjeras; pero tal estimación, aunque no nos sea útil, será para nosotros consoladora.

El Gobierno español, sin jactancia y sin presuntuosa soberbia, ha cumplido sencilla y modestamente con su deber. Sólo ha tenido o tiene en estos momentos cierta desconfianza de sí mismo, disculpable sin duda en la ocasión en que nos hallamos y cuando es inmensa la responsabilidad que pesa sobre él.

El presidente del Consejo de ministros ha acudido a la reina, no para libertarse del empeño en que se ha puesto, sino para que su majestad corrobore el testimonio de la confianza que en él tiene y para que los prohombres de los otros partidos sean consultados y escuchados y vengan, igualmente, a corroborar esta confianza.

Lo que más conviene, lo que hoy debemos todos desear, es que el señor Sagasta continúe al frente del Gobierno mientras dure la guerra, y hasta que, si es posible, no haya en el Gobierno modificación alguna; pero este Gobierno no debe hoy ser sólo considerado un Gobierno de partido, sino como un Gobierno nacional que cuente con el apoyo de los partidos todos. A este fin, sin duda, se dirigió el acto del señor Sagasta, que, así explicado, en vez de censura merece elogio; acto, por otra parte, indispensable, si, llegado el caso de mayor peligro, en que haya mucho que aventurar y en que importe acudir a la salud de la Patria con esfuerzos supremos, fuese menester revestir al Gobierno de facultades extraordinarias, pues aunque las Cortes las legalicen con el voto de una gran mayoría, mayor autoridad y crédito tendrán y mayor acatamiento inspirarán sancionadas por las demás parcialidades políticas y por sus más ilustres jefes y adalides.

En el día y en la hora en que escribimos estas lineas, que en nuestra revista no pueden menos de aparecer con retraso, aún no han empezado las hostilidades, pues no debe contarse como principio de ellas un acto de piratería ejercido por un buque de guerra yanqui apresando un vapor mercante español antes de la previa declaración de guerra.

La escuadra angloamericana zarpó ya de Cayo Hueso y se dispone a bloquear a Cuba. La Habana y otros puertos de aquella isla se hallan amenazados de bombardeo y hasta de desembarco del enemigo. Por todo el dilatado territorio de la República que nos es contraria se advierte agitación febril, alistamiento de voluntarios, movimiento de tropas, acumulación de aprestos bélicos y afanosos trabajos para proveer de medios de defensa los más importantes puntos de la costa, desde la frontera del Canadá hasta el extremo sur de la Florida.

En este solemne y trágico momento, lo primero que importa es que España no desmaye y conserve la serenidad y la entereza que en más peligrosas y grandes ocasiones ha tenido y mostrado.

Las manifestaciones en Madrid y en otras ciudades de la Península están ya de sobra, porque todo peligro aún está de ellas bastante remoto, y porque dichas manifestaciones poco significan ya y a nada conducen. Las verdaderas manifestaciones de patriotismo consisten ahora en olvidar recriminaciones y agravios políticos para estar unidos todos, en esperar que Dios favorezca la justicia de nuestra causa, en confiar en el valor y en la pericia de nuestra Marina y en nuestro Ejército y en ofrecerlos que no combatan, con generoso desprendimiento, el sacrificio, en aras de la Patria, de su bienestar y de su riqueza.

No es esto decir que reprobemos todas las manifestaciones tumultuosas como inoportunas. Las hay, a no dudarlo, oportunas y convenientes. Así lo será, y ojalá llegue pronto el caso de que lo sea, la que celebremos cuando venga a nosotros la nueva de alguna victoria de nuestras armas.

Entre tanto, y mientras que recomendamos aquí la calma y el animoso sosiego, ¿cómo no celebrar y admirar la magnánima y noble manifestación que hubo ayer en la Habana, en presencia de grandísimos peligros y casi a la vista ya de la escuadra enemiga? En todo aquel pueblo unánime parecía arder el heroico espíritu de la raza española. Los soldados, los voluntarios, los hacendados y comerciantes y los que viven del trabajo de sus manos o de las tareas y esfuerzos de su mente, todas se comprometieron a resistir la invasión y a combatir por la Patria común: España. Las hermosas y heroicas palabras que el general Blanco dirigió a la muchedumbre han tenido en España altísima resonancia, avivando nuestra fe y acrecentando el vigor de las almas españolas.




- XIII -

11 de mayo de 1898.

Desde el día 20 del último mes de abril, en que se abrieron las Cortes del Rino, puede afirmarse que España está n guerra con la poderosa República de los Estados Unidos. La aceptación del reto, dirigido a España del modo más humillante y ofensivo, era de todo punto ineludible. No hay ni pudo haber Gobierno que, al saber el ultimátum del presidente Mac-Kinley, no hubiera hecho lo que hizo el Gobierno presidido por el señor Sagasta.

Si debió preverse mejor este rompimiento; si antes de él el Gobierno presidido por el señor Sagasta debió estar más apercibido; si convenía culpar al anterior Gobierno, presidido por el señor Cánovas, de habernos traído a tan peligroso extremo por sus condescendencias y debilidades; si era causa de tanto mal la corta ventura o la escasa habilidad del general Weyler, que, a pesar de los inmensos recursos, de los extraordinarios sacrificios y de la ingente multitud de soldados que se le enviaron, no logró sofocar la insurrección y apaciguar la isla de Cuba, o si de todo ello debemos acusar al destino adverso, a la naturaleza de las cosas y no a los hombres, puntos son que la historia crítica y filosófica discutirá y dilucidará en su día, cuando las pasiones se calmen y la nebulosa oscuridad del horizonte se despeje. Por lo pronto, y desde el 20 de abril en adelante, fue y es, en nuestro sentir, no ya inútil, sino tremendamente nocivo el exigir responsabilidades y el desatarse unos contra otros en violentas recriminaciones y en miserables quejas.

Aunque el Gobierno presidido por el señor Sagasta hubiera sido culpado, el patriotismo bien entendido debió absolverlo y no mirar atrás y no examinar el camino recorrido hasta entonces para buscar y señalar las huellas de los tropiezos que en él se habían dado. Aunque se prueben las faltas, probarlas no es remediarlas. Nada se remedia con lamentaciones o con injurias. El Senado de Roma, perdida la batalla de Cannas, dio las gracias al cónsul Varrón porque no había desesperado de la salud de la patria. Y en manifestación evidente de que nadie desesperaba tampoco, se vendió en pública subasta el terreno donde acampaba Aníbal, elevándolo los que competían por adquirirlo al más exorbitante precio. No soñábamos nosotros con análogas muestras de serenidad ni de esperanza; pero tampoco temíamos tanto abatimiento y tanto enojo como han sobrevenido, haciéndolos más dolorosos y crueles de la misma sorpresa.

Al presenciar el lastimoso espectáculo que se está dando, se nos ocurren comparaciones muy duras, algo a modo de apólogo satírico que no podemos resistir a la tentación de poner aquí. Las oposiciones, cayendo fieramente sobre el Gobierno actual, parecen bandadas de cuervos y de grajos que creen oler la carne muerta y se abaten sobre ella para devorarla. Pero no es esto lo peor; lo peor es el provecho que de los infortunios públicos anhela sacar cada partido para desacreditar e invalidar a los otros y alzarse por cima de ellos, aunque sea desquiciándolo todo. No van los tiros de cada bandería solamente contra el Gobierno actual; van contra cuanto aquí ha prevalecido y prevalece no siendo ella. Ciegos por la pasión, quieren imprudentes oradores buscar remedio para las guerras civiles coloniales y para la desastrosa guerra internacional en el caos interior, en la más horrible discordia, en el seno y centro de la nación misma.

No diremos que se acusen unos a otros sin motivo; pero los motivos son tales y pesan sobre todos con tan abrumadora pesadumbre, que se destruyen como se destruyen fuerzas contrarias, y lo noble y lo generoso sería olvidarlos ahora y perdonarnos y absolvernos de anteriores pecados y unirnos en el peligro común para corregirnos, para ser mejores en adelante y para buscar y hallar juntos una resolución pronta y salvadora.

Cualquier Gobierno apoyado así por todos los partidos se trocaría de débil en fuerte, y ya no sería el Gobierno de partido alguno, sino el Gobierno de la nación entera.

Figurémonos a una venerable anciana que tiene en su casa varios hijos imprudentes, revoltosos o poco felices. Los hijos salen a la calle, les roban y los maltratan de palabra y de obra. Vuelven a casa robados y maltratados, y en vez de unirse para salir en armas a vengar la afrenta y a recobrarse del robo, riñen entre sí, se insultan y tal vez se disponen a romper y a destruir cuanto hay en la casa, a poner pesadamente en la madre las manos impías y a trastornarlo todo, convirtiéndolo en un caos espantoso.

Todavía, si alguno de los partidos que hoy disputan lo hubiera hecho muy bien cuando gobernó, o si jamás hubiera gobernado y estuviese por probar su fortuna y su pericia, acaso tendrían alguna excusa su vanidad y su empeño en condenar por malos o por torpes a los otros, a fin de reemplazarlos, en el Poder, salvando a la Patria con su habilidad y energía notorias, y ya probadas, o con raras y pujantes aptitudes, profundamente sentidas en el alma, aunque nunca puestas a prueba.

Pero ¿dónde está ese partido ilustre por su buen gobierno en lo pasado, o poderoso y robusto y no desacreditado aún por no haber alcanzado jamás el poder? ¿Dónde está el discreto que tenga derecho a arrinconar a los otros por tontos y por incapaces? ¿Dónde está el inocente que pueda sin escrúpulo tirar la primera piedra a los pecadores?

Los partidarios del absolutismo democrático frailuno prevalecieron en el Poder y gobernaron casi sin interrupción a España durante el primer tercio del siglo presente, y gobernados por ellos fuimos entregados, atados de pies y manos, al dominio extranjero, naciendo de aquí una sangrienta y larga, aunque gloriosa guerra; aquel partido envió a presidio o hizo morir en el patíbulo a no pocos varones ilustres de los que habían contribuido heroicamente a la salvación de la Patria; entre las manos de aquel partido perdió España toda la extensión del territorio descubierto, colonizado, conquistado y dominado por ella desde Tejas y California hasta el estrecho de Magallanes, y aquel partido nos legó, por último, al expirar quien lo sostenía, una desoladora guerra civil de muchos años y gérmenes de miseria, de discordia y de grosero fanatismo que duran hasta hoy.

No se comprende, pues, cómo el desmedrado retoño de tan calamitoso partido se atreve a acusar a nadie de que gobierna mal y a suponer ni por un instante que irían mejor las cosas si él gobernara.

No menos se deslució aún, si cabe, el partido republicano en el corto tiempo que pudo y no supo gobernar. La nación estuvo al borde del abismo para caer en él rota, deshecha en menudos trozos, casi desmenuzada y en peor y más bárbara situación que en tiempo de los moros y de los reyezuelos de taifas, cuando había en cada lugar un tiranillo berberisco.

Resulta, pues, hecha la debida eliminación, que, aun suponiéndolos plagados de defectos y merecedores de penitencia y hasta de castigo por sus pecados y por sus errores, los partidos liberales monárquicos de varios colores y matices valen más y tienen más aptitud para gobernar que los partidos extremos. Y, por otra parte, como dice el refrán, siempre vale más lo conocido que lo por conocer, y más en el presente caso, cuando para crear Gobierno distinto sería menester producir una conmoción honda que en vez de traer la panacea trajese la muerte.

La ocasión para debates políticos, para tratar de suplantarse unos a otros y para echarse en cara las desventuras convertidas en crímenes, es hoy menos a propósito que nunca.

Aparecen todavía más odiosos los ataques que se dirigen hoy al Gobierno, cuando nadie acierta a fundarlos y a justificarlos, exponiendo a las claras, sin misterios, pleguerías y nebulosidades, lo que él haría si gobernase. Toda acusación la apoya el acusador en lo que él hubiera hecho y no hizo ni pudo hacer hace años o hace meses. Sobre lo que hoy haría, se calla o lo envuelve en tan enmarañada hojarasca de flores retóricas, que nadie lo entrevé ni lo descubre, aunque tenga ojos de lince y sea zahorí de pensamientos ajenos. ¿Dónde está el programa, dónde el plan, dónde las ideas de los que se presentan como posibles y futuros salvadores de la Patria? Algo menos vago hubieran podido decir, aunque mucho de lo que pueda y deba hacerse en lo sucesivo dependa de casos que han de sobrevenir providencial o fatalmente, y que no está ya en manos ni en el arbitrio de nadie apresurar si han de ser prósperos o evitar si han de ser desdichados.

En todos los sucesos de una guerra no entra sólo el tino o el desacierto del Gobierno central que la dirige, sino que hay que contar también con la buena o mala fortuna, con el arrojo y la capacidad de los contrarios y con el mayor o menor cuidadoso desvelo de los propios agentes, aunque de su abnegación y de su heroicidad no se dude.

Como quiera que ello sea, y sin negar la importancia de la derrota que sufrido en Manila, todavía conviene asegurar que no por eso debemos exclusivamente culpar a alguien, sino disculparnos a todos y tratar de tomar el desquite, si esto no se considera imposible, o procurar alguna ventaja con la que la paz deseada sea luego menos costosa y menos dura. Y si desesperásemos de todo, si desfalleciésemos por completo, tener siquiera el valor de confesar unánimes nuestro desfallecimiento y nuestra desesperación. Porque muy mala sería una paz costosa y más lamentable y peor la pérdida de algunas de nuestras colonias; pero sobrepujaría a todos estos males y, se pondría por cima de todos, amenazando, hasta con la disolución a este reino secular y glorioso, el furor con que pudieran caer sobre los hombres que hubieran tomado una resolución todos aquellos que hubieran huido la responsabilidad, excusandose de tomarla y no apoyándola y autorizándola con su voz y con su voto.

A todo Gobierno, en circunstancias normales, le basta con que lo sostenga su partido. En las circunstancias presentes, cuando están en juego la honra, la integridad del territorio, el crédito futuro y el bienestar de la nación, menester es que todos apoyen y sostengan al Gobierno, cualquiera que sea, y le infundan bríos si es débil, y le iluminen si anda a ciegas, y le inspiren prontas y eficaces resoluciones si él no las tiene. Todos, sin duda, anhelamos la paz; pero, a fin de llegar a ella por el camino más corto y menos áspero, necesitamos unirnos y agruparnos en torno del Gobierno, sea el que sea, y fortalecerle y escudarle con nuestro propio parecer contra los tiros de la malevolencia. De lo contrario, sin que tratemos de penetrar en las intenciones de nadie, bien pudiera sospecharse que las oposiciones están espiando cuanto el Gobierno hace o cuanto no hace para condenarlo luego, no bien se vea que el éxito no lo corona.

Peligrosísima es en estos momentos una crisis total y hasta parcial; pero si ha de haber cambio o modificación de Ministerio, importa que sea cuanto antes. Baste ya de inaguantables e impertinentes discursos de tres horas, de sesiones tempestuosas en el Congreso, de controversias políticas bizantinas, cuando un enemigo injusto y poderoso cae sobre nuestras colonias con el intento de quitárnoslas, amenaza nuestras fuerzas navales con otras muy superiores y excita y fomenta la rebelión, no ya solapadamente como antes lo hacía, sino a cara descubierta, enviando armas y municiones a los rebeldes, mientras no se decide a enviarles soldados o no acaba de hallarlos o de reunirlos. Vótense, pues, los recursos extraordinarios para la guerra; concédase al Gobierno el bill de indemnidad por la otorgada autonomía a Cuba y a Puerto Rico, y venga al punto la crisis y resuélvase rápidamente y con el menor trastorno posible. Pero téngase en cuenta que el nuevo Gobierno que de la crisis ha de surgir, si ha de valer algo, necesita la plena confianza y el apoyo y sostén de todos los buenos españoles. De otra suerte, con oposiciones y ataques violentos, con miserables quejas y con interiores disturbios, nada conseguiremos sino perder crédito en el concepto de Europa y dar la razón, al menos en apariencia, al poco filantrópico discurso y a la despiadada sentencia de lord Salisbury. Sólo nos quedará entonces el vano y triste consuelo de responder a la sentencia del honorable lord con otras no menos duras, acusando a las grandes naciones de Europa de lo inútil que es su incontrastable poderío para sostener la justicia y para oponerse a la iniquidad codiciosa. Porque el triunfo de más de setenta millones de hombres ricos, provistos de todos los medios de destrucción y en lucha con dieciséis o diecisiete millones, empobrecidos y quebrantados por largas y tremendas guerras civiles, no honra ni ensalza la habilidad y la valentía del triunfador, ni basta a demostrar la ineptitud y la degradación del vencido, por doloroso que le sea su vencimiento. Esto demostraría sólo, si las grandes naciones no se interpusieran a tiempo, un cruel egoísmo por parte de todas ellas.

Como quiera que sea, ora el Gobierno actual, ora el Gobierno que salga de la crisis, ya totalmente renovado, ya sólo modificado, tiene penosos deberes que cumplir: es el primero resistir solo y luchar contra la ambición de los Estados Unidos hasta donde se pueda, y mientras se conserven fuerzas y medios para la lucha y alguna leve esperanza de victoria, aunque sólo sea por milagro; y es el segundo, si nos vemos obligados a la paz y ésta exige grandes sacrificios y pérdidas, hacer que el pueblo las acepte con resignación y con calma, sin lanzarse desesperado en el desorden y en la anarquía, que serían todavía peores y más dañinos que todos los males de la guerra; procurar en el reposo la curación de las heridas y la renovación de los antiguos bríos y no perder nunca la fe en los destinos inmortales y excelsos de nuestra nación y de nuestra raza, cuyo idioma, cuya antigua y castiza cultura y cuyo gran ser subsisten aún, no sólo en esta Península, sino en muchas islas de ambos océanos y en muchos estados libres y repúblicas que ocupan aún la mayor extensión del Nuevo Mundo. No: no nos ha llegado aún la última hora. Bien podemos esperar, si los mejores días no vienen pronto, que vengan un poco más tarde. De más pasmosas y radicales mudanzas hay ejemplos en nuestra historia. Peor que en el día de hoy estábamos en el reinado de Enrique IV de Castilla, y una mujer, reina admirable, acertó a colocar a España a la cabeza de todas las naciones de Europa, invalidando, no la sentencia inspirada sin duda por el Cielo, sino la perversa interpretación de la sentencia del profeta Isaías, citada en el Congreso por el diputado carlista señor Mella.

Nuestra confianza optimista en la tenacidad de la vida de esta nación no flaquea ni se quebranta fácilmente; pero, a la verdad, si los carlistas y los republicanos se dejan mover y arrastrar por los sentimientos que inspiraron los discursos de los señores Salmerón y Mella, la regeneración de España estará muy distante, y gracias a que, en vez de aplicar bálsamo saludable a las heridas que hoy recibe la patria, no las emponzoñen y tiren a producir en ellas la gangrena.




- XIV -

25 de mayo de 1898.

Puede afirmarse que la crisis ministerial se ha resuelto por lo pronto de una manera satisfactoria. El señor Sagasta continúa en la Presidencia de Consejo de ministros, modificado este Consejo con la salida de los señores Moret, Bermejo, Gullón y conde de Xiquena, a los que reemplazan: en Marina, el señor Auñón, en quien cifra el público muy lisonjeras esperanzas; en Ultramar, don Vicente Romero Girón, en cuyo claro talento todos confían, y cuyas doctrinas democráticas garantizan la estabilidad y el desenvolvimiento del régimen autonómico en Cuba, y en Fomento, el señor don Germán Gamazo, cuya aceptación de una cartera debiera probar la unión y concordia del partido fusionista y disipar el recelo de que hubiese o pudiese haber disidencias más o menos ocultas entre importantes fracciones de dicho partido, porque sería chiste pesado que el señor Gamazo hubiese entrado en el Ministerio, permítasenos lo vulgar de la frase, sin decir oxte ni moxte, esto es, con tales planes y propósitos tan contrarios a la opinión de otros ministerios, que trajesen preparada y como incubada nueva crisis para dentro de dos o tres semanas o para antes.

Quedaba sólo por decidir quién había de ser el personaje que se encargase de la cartera de Estado, importante como nunca en las actuales circunstancias. Con gran insistencia se ofreció esta cartera a nuestro actual embajador en París, don Fernando León y Castillo; pero éste, según por todas partes se cuenta, se negó a aceptarla, alegando para ello la conveniencia de ciertos tratos y negociaciones que lleva adelante en París y que requieren allí su permanencia. Alguna censura, no del todo infundada, se dirigió al Gobierno con este motivo, o bien porque ignorase estos tratos y negociaciones, como si el señor León y Castillo se emplease en ellos por su propia iniciativa y campando por sus respetos, o bien porque, teniendo perfecto conocimiento de dichos tratos y negociaciones, llamase de París al negociador, no sólo suspendiéndolos, sino rompiendo también el conveniente sigilo en que, por lo pronto, deben estar envueltos, dado que los haya. Posible es también que no haya tales negociaciones ni tales tratos; pero, de todos modos, ora el descubrir, ora el suponer que los hay, es muy ocasionado, si los hay, a invalidarlos, y si no los hay, a suscitar sospechas y a producir alarmas diplomáticas. Lo mejor, pues, hubiera sido buscar otra excusa para la no aceptación de la cartera de Estado por el señor León y Castillo.

La de los tratos misteriosos, ya que no ofrezcan el peligro de dar la voz de alerta, puede inducir a incrédulas burlas, por anacrónica e inverosímil. En tiempos pasados y bajo el antiguo régimen, los diplomáticos hábiles, simpáticos y muy curtidos y traviesos en las intrigas cortesanas podían sin duda hacer maravillas. Un pacto de alianza, un tratado provechoso o una concesión utilísima, acaso surgía a la luz desde el seno del Ministerio, porque el embajador había logrado ganarse la voluntad del confesor, del privado o de la amiga del rey; pero en nuestros días, y más aún en una república como la francesa, todo se discute y se resuelve sin misterio, influyendo en la decisión la opinión pública, o sea el interés bien o mal entendido o las pasiones y aspiraciones de la muchedumbre. No diremos que estén de sobra ahora las simpatías que un hábil diplomático sepa captarse ni la habilidad y travesura que despliegue; pero sí diremos que no hay tanta ocasión de lucirlas en nuestro tiempo como en los pasados, por donde no nos parece tan indispensable ni tan útil la continuación de un agente diplomático en determinado puesto.

Como quiera que sea, lo cierto es que el señor León y Castillo no ha aceptado. En su lugar ha sido nombrado y ha jurado ya como ministro de Estado el duque de Almodóvar del Río, de quien, aunque no sepamos que haya ocupado hasta ahora ningún puesto oficial, se oyen por todas partes extraordinarias alabanzas. Le preconizan de muy inteligente, de muy versado en cuestiones diplomáticas, económicas y políticas; de atinado conocedor de miras, propósitos e intereses de los principales estados de Europa, y, por último de muy hábil para escribir y hablar varias lenguas, y particularmente la francesa y la inglesa, lo cual, aunque parezca cualidad secundaria, no lo es en realidad, porque facilita las conferencias inmediatas y directas con los diplomáticos extranjeros y evita equivocaciones lamentables y hasta cómicas, que suelen nacer de no expresar bien lo que se dice o de no entender e interpretar con claridad y exactitud lo que otros han expresado.

Al constituirse el nuevo Ministerio y al presentarse después en ambos cuerpos colegisladores, se ha disertado no poco sobre un punto que no acertamos a entender, si hemos de hablar con toda franqueza. Se dice que el señor Gamazo, ya no queriendo aceptar sino la cartera de Fomento, ya manifestándolo con terminantes palabras, no acepta la responsabilidad de los actos del anterior Gabinete. Y decimos que no comprendemos esto, por parecernos excusado rehuir la responsabilidad de todo acto en que no se ha intervenido. ¿Quién ha de exigir al señor Gamazo que sea responsable como ministro de lo que no hizo ni aconsejó como ministro ni como tal consintió en que se hiciese? De tal irresponsabilidad, aunque no se parapete contra ella, bien puede el señor Gamazo estar seguro. Para lo que no valen parapetos, ni defensas, ni refugiarse en el Ministerio menos comprometido en el día, es para aceptar, al aceptar una cartera del actual Gabinete, todas las consecuencias que puedan traer las faltas, las imprevisiones y los errores, si los hubo, del anterior Gabinete. En nada de esto se puede heredar a beneficio de inventario, porque desde el día en que el señor Gamazo juró, el señor Gamazo será tan responsable de cuanto ocurra como los demás ministros, sin que valga alegar que ocurre lo que ocurre como inevitable conclusión de premisas sentadas antes. Tales razonamientos se quiebran de puro sutiles. Prescindiendo, pues, de ellos, harto bien puede asegurarse que, así como nadie pedirá cuenta al señor Gamazo de lo que no hizo antes de entrar en el Ministerio, así podrán pedírsela de cuanto en adelante en el Ministerio se delibere, se decida y se haga.

El desastre de Cavite fue, sin duda, glorioso para los marinos que supieron morir allí como héroes o como mártires; pero no se ha de negar que fue lamentable en extremo, que defraudó grandes esperanzas, acaso concebidas con infundada ligereza, y que abatió y contristó los ánimos de los españoles, a pesar de nuestra frase peculiar y característica: No importa. Por fortuna, en el océano Atlántico no nos va tan mal, hasta el día, como en el Pacífico. En Cuba y en Puerto Rico hemos resistido los inútiles bombardeos de la escuadra yanqui, retirándose sus buques, tal vez maltrechos y con algunas averías. Los varios conatos de desembarco han sido rechazados. Y el bloqueo de la Gran Antilla ha resultado inefectivo, ya que no pocas embarcaciones españolas han logrado burlarlo, entrando en aquellos puertos, descollando en esta arriesgada empresa el Montserrat, de la Compañía Transatlántica, que llegó a Cienfuegos con caudales, armas, víveres, municiones y soldados, y que luego volvió a La Coruña, como si tal bloqueo no existiese.

Ha venido a coronar todas estas pequeñas ventajas, induciéndonos a dudar de la pericia de los marinos norteamericanos y a concebir orgullosa confianza en la aptitud, en el brío y en la serenidad de nuestros marinos, el arribo feliz y triunfante a Santiago de Cuba de la escuadra española que manda el almirante Cervera.

No por lo dicho es menor la ansiedad del público en el día. Multitud de barcos norteamericanos acuden a perseguir nuestra escuadra, proponiéndose obligarla a un combate, en el cual la desmedida inferioridad de nuestras fuerzas haría para nosotros poco probable la victoria, a no ser por un prodigio de valor, de destreza y ventura.

Contribuye a tenernos más ansiosos todavía la ignorancia en que nos hallamos del paradero de la escuadra, desde que se supo que entró en Santiago. Sobre su paradero han circulado después los más contradictorios rumores. Lo más creíble, sin embargo, es que la escuadra siga en Santiago. Si allí está segura y no se deja sorprender; si atina a salir de allí en un momento propicio y a caer sobre fuerzas navales inferiores, derrotándolas; si logra escapar nuevamente de la vigilancia de los enemigos y llegar a la Habana, dado que así convenga, o caer de repente sobre Cayo Hueso u otro puerto de la Unión, o si, por último, somos tan desventurados que fuerzan a nuestra escuadra a un combate desigual y la vencen y destrozan en dicho combate, casos son todos muy posibles, sobre cuya mayor o menor probabilidad decidirán los técnicos. Nosotros, como profanos, no debemos ni queremos pronosticar nada. Sólo con la debida modestia nos atrevemos a indicar que tenemos grande confianza en la pericia y en el brío del general Cervera y de la gente que está bajo su mando. Y creemos, además, que si evita todo combate con fuerzas superiores, sin salir de Santiago, como no se dé ocasión muy propicia, puede sernos útil distrayendo y dividiendo las fuerzas enemigas y teniéndolas en perpetuo jaque y en incesante alerta. Tal vez la segunda escuadra española, al mando del señor Cámara, pueda ir a reforzar la escuadra que está en Santiago. Entonces, reunidas ambas, harán menos ardua la lucha con las fuerzas navales norteamericanas. Lo que no se sabe aún es si la escuadra del señor Cámara zarpará con rumbo hacia Cuba o si se encaminara, por el canal de Suez, en socorro de Filipinas. Esperemos que el señor Auñón decida lo que ha de ser pronta y acertadamente. Por ahora es grande la expectación y mayor la duda.

Tampoco es grande, sino pequeñísimo, el entusiasmo bélico de los españoles. Si hacemos la guerra, es contra nuestra voluntad y contra nuestro deseo, forzados en ella por las inaguantables insolencias de los Estados Unidos y por la apatía y vergonzosa neutralidad de las grandes potencias europeas, que ven impasibles el inicuo despojo de que nuestros injustos agresores quieren hacernos víctimas.

El Libro Rojo, que acaba de publicarse, es la más evidente prueba de que los Estados Unidos nos combaten contra toda razón y contra todo derecho. La sola censura que sería lícito dirigir al Gobierno de España es la de que extremó su paciencia, llevándola hasta los límites de tan evangélica humildad, que apenas parece compatible con el decoro; pero no seremos nosotros los que censuremos por esto al Gobierno de España. En tocante a decoro y a puntos de honra, nunca es un Gobierno como un individuo particular, porque el individuo particular sólo aventura su vida, y un Gobierno aventura la vida y la hacienda de los otros y todo el ser presente y hasta el porvenir de la nación, cuyos destinos custodia y dirige.

Debe asimismo entenderse que la honra de las naciones no es como la de los individuos, porque para éstos, en cualquier lance en que se apela a las armas, se igualan las fuerzas y las aptitudes y no se sufre que uno de los combatientes vaya bien armado y mal armado el otro, ni que uno debilitado y herido por anteriores contiendas, tal vez en su propia casa, luche contra seis o siete sanos y robustos. Ni se sufre tampoco que, terminado el duelo, quede en la miseria el vencido y toda su familia, y que se apodere el vencedor de parte de sus bienes en una o en otra forma. Bueno es entender, por tanto, que hemos abusado no poco de los términos honor nacional, al hablar de la guerra. En lo que respecta al honor nacional, bien podemos estar tranquilos. Vencedores o vencidos, el honor será para nosotros, y la vergüenza y la infamia para quien, sin justo motivo, nos acomete con fuerzas desmedidamente mayores y acechando, además, alevosamente, la ocasión de estar nosotros empeñados en dos tremendas guerras civiles coloniales.

Extraño es que los periódicos españoles, que tantas noticias traen y que exponen tantos juicios sobre la guerra extranjera que hoy sostenemos, hayan dicho poco o nada acerca del interesante escrito del señor Phelps, ex ministro en Londres de la Unión americana. Este escrito está dirigido, en forma de carta, al señor Morton, vicepresidente que fue de la República, y contiene, en nuestro sentir, más elocuentes y sentidas frases, razones más claras y argumentos más poderosos en defensa de España y en contra de la agresión yanqui, que todos los despachos, notas y telegramas españoles que el Libro Rojo contiene. La sinrazón, la injusticia y hasta la cobardía de los Estados al movernos guerra están demostradas por el señor Phelps enérgica y palmariamente. Esto nada probaría si la voz del señor Phelps fuese una voz aislada; pero prueba mucho si se atiende a que en los Estados Unidos, según el señor Phelps asegura, son más los que piensan como él que los que piensan en sentido opuesto. De aquí la esperanza de que, si acertamos a permanecer a la defensiva, si tenemos serenidad, resistencia y medios para no rendirnos pronto y fácilmente, como los belicosos demagogos yanquis imaginaban, tal vez los partidarios de la paz, la porción sana y honrada de los ciudadanos norteamericanos, logre, al fin, sobreponerse a los mencionados demagogos, a los usureros que han prestado dinero a los rebeldes, a la ignorante y ciega muchedumbre que les sigue y al presidente Mac-Kinley y a su Gobierno, que, quizá por debilidad, les obedece, y tal vez podamos obtener aún una paz no muy costosa.

Cuba autonómica y libre, si siguiese entonces bajo el dominio de España, dominio en cierto modo nominal, seguiría porque la fidelidad y el amor de sus hijos, y no nuestros ejércitos y nuestras escuadras, conservarían allí izada la bandera española; pero si Cuba, libre y autónoma ya, volvía a levantarse en armas para ser independiente, de esperar y de desear es que no tuviésemos nueva guerra civil, ni menos extranjera, para conservarla. Entonces tendríamos que reconocer la independencia de Cuba. La cuestión que quedaría en pie, aunque única, gravísima, sería la deuda de Cuba, de la que somos fiadores; pero ¿por qué los Estados Unidos, que tanto desean, al menos aparentemente, la independencia de la Perla de las Antillas, no habían de descargarnos de esa fianza, echándola sobre sus hombros? Así tendrían pretexto o motivo para intervenir en el arreglo de la Hacienda de Cuba, para vigilar la administración de sus aduanas y para ser allí de hecho los verdaderos amos.

Claro está que nosotros decimos esto en la hipótesis de que los cubanos no quisieran, ni libre ni autonómicamente, ser de España, porque, si quieren seguir siendo de España, libre y autonómicamente, nuestro deber, por más que sea arduo y hasta ruinoso su cumplimiento, es seguir combatiendo por la conservación de Cuba en nuestro dominio hasta donde nuestras fuerzas alcancen. Y repetimos que no es éste punto de honra, sino de más o de menos, según se entienda. Punto de honra en un caballero será reñir en desafío con armas iguales y con otro caballero como él; pero, volviendo a la comparación que antes se hizo, si un hombre enfermo y mal armado es acometido por numerosa partida de bandoleros con buenas armas, su honra no padece aunque le venzan y aunque se rinda sin pelear. No pelea, pues, por la honra: pelea porque le interesa y le importa que no le roben o que le roben lo menos posible. Ésta y no otra debe ser para nosotros la causa de la guerra. Ni un átomo de honra nos pueden quitar los yanquis aunque quedemos vencidos o nos confesemos rendidos. Procuremos, pues, con paciencia, no salvar la honra, que está en salvo, sino procurar con maña, con arte, con el brío que es propio de nuestra nación y con la serenidad y con la calma, difíciles de conservar en tan angustiosas circunstancias, perder lo menos posible o no perder nada. Lo primero que se requiere para esto es, sin ser jactanciosos, no deplorar de antemano los infortunios, no desesperarse y no convertirse en apocadísimo coro de Jeremías.




- XV -

23 de junio de 1898.

La corriente de opinión pública que pide la paz va creciendo más cada vez, mostrándose muy impetuosa, y presumiendo los que la siguen de ser los sensatos, los discretos y los sabidores y videntes. El razonamiento de estos fervorosos amantes de la paz se funda en el más negro pesimismo. Para ellos, más tarde o más temprano, es indudable que hemos de ser vencidos, y mientras más tiempo dure la lucha que nos lleva a la derrota, más cara nos hará pagar la paz el vencedor engreído.

Acaso no discurran mal los que así discurren a fin de justificar su deseo de que la guerra termine; pero esto lo deseamos todos. En lo que no se ve que discurran ni mal ni bien es en los medios hábiles que han de emplearse para llegar al fin deseado. Examinemos nosotros la cuestión, cuando no con mayor perspicacia, con desapasionada serenidad y con el debido reposo.

España no pelea hoy por la honra, sino por la vida; no ha sido voluntario, sino forzoso en ella, el acudir a las armas; y si en la lucha desigual en que está empeñada queda, por desgracia, vencida, de todo se la podrá acusar más que de vanidosa jactancia. Durante años ha sufrido y aguantado de los Estados Unidos cuantos insultos, amenazas, manejos desleales y desmedidas reclamaciones pueden sufrirse y aguantarse en el mundo. En vez de comparar a España con Don Quijote, bien pudiéramos compararla y personificarla, con el prudente Ulises, caído en poder de aquel gigantón antropófago, hijo de Neptuno, que quería hacerle pasto de su voracidad y comérsele de tres o cuatro bocados. Sin caballerías andantes, por tanto, y sin el más leve asomo de quijotismo, lo natural, lo sencillo y lo inevitable es que España procure, como Ulises, por fuerza o por astucia, que el insolente y desvergonzado gigantón no se la coma. Y es lo peor y lo más feo del caso que las grandes potencias de Europa, capaces de interponerse y de impedir los actos de iniquidad, de violencia y de despojo que propenden a realizar los Estados Unidos, lo contemplan todo con impasible curiosidad, ya que alguna de ellas no manifieste a las claras su indigna simpatía por el agresor injusto.

En tan angustiosa situación, España no tiene más recurso que el de su propia energía, ni más esperanza que la que pueden darle el valor y la inteligencia de sus hijos. Dejémonos, pues, de recriminaciones sobre lo pasado; de decir, a mi ver sin fundamento, que hubo tal o cual ocasión en que pudo evitarse el conflicto y no se evito, y hasta de exigir o de pensar en exigir responsabilidades por descuidos en apercibirnos para una lucha que debió preverse.

No he de disculpar yo a los que no la previeron, a los que juzgaban imposible la guerra y segura la paz; pero alguna atenuación tiene su culpa si se atienden estas consideraciones: es la primera que parecía absurdo que sufriesen las grandes potencias de Europa, a fines del siglo tan ilustrado como el que va a terminar, el atentado contra toda razón y contra todo derecho de los Estados Unidos; y es la segunda, la inverosimilitud de que en esa misma gran República prevaleciese la opinión interesada de algunos especuladores y la pasión ciega de parte del populacho sobre el parecer de la gente honrada y decente, que no quería, sin duda, una guerra injusta y casi sin motivo ni pretexto, desde que quedó Cuba libre y autónoma, y cuyo éxito, aunque fuese favorable para la gran República, siempre había de serle harto costoso y todo lo contrario de glorioso.

Como quiera que sea, no es dable negar que se engañaron míseramente los que tuvieron la paz por segura. En guerra estamos, contra nuestra voluntad, forzados por las circunstancias, sin que nadie pueda acusarnos con justicia de presuntuosos ni de soberbios. Menester es, por consiguiente, resistir con firmeza hasta donde nuestras fuerzas alcancen para lograr, al fin, sin mucho quebranto, la paz que deseamos todos.

Cuando llegue el día dichoso en que esta paz se logre, no considero yo desacertado que para consuelo y remedio de nuestros males, y para recobrar nuestras antiguas fuerzas, tratemos de ser más industriosos, según los pacíficos a toda costa nos aconsejan.

Con frecuencia recuerdo yo ciertas frases discretas y profundas del famoso Campanella. Decía que los varios inventos, recientes en su edad, habían hecho prevalecer la inteligencia y la maña sobre la fuerza bruta, dando así a los españoles, más inteligentes y mañosos que otros pueblos, indiscutible predominio en el mundo. Entonces descubrimos, colonizamos y civilizamos la América, dominamos en Italia, quebrantamos el imperio del turco, que en toda su pujanza amenazaba a la Cristiandad, y, haciéndonos adalides y propugnadores de los altos principios que informaban y unificaban la civilización europea, hicimos retroceder el protestantismo en su marcha triunfal y avasalladora.

Tal vez si nuestro predominio duró poco fue porque también cesaron las causas a que lo atribuye Campanella. Dejaron de ser causas de predominio la inteligencia, la maña y el valor heroico. Y volvió la fuerza bruta a ser causa de predominio, ordenada ya de un modo plebeyo y rastrero, pero poderoso e invicto. La industria y el trabajo manual aumentaron desmedidamente la riqueza de otros países. Con los medios de subsistencia y de bienestar, creció en ellos la población. Cada día pudieron sostener ejércitos más numerosos. El dinero vino a ser el nervio de la guerra, cada vez más dispendiosa. La moralidad internacional se relajó y se pervirtió, en lugar de elevarse. Y los pueblos trabajaron con gran afán en sus talleres y fábricas para consumir no pequeña parte de lo producido en inventar instrumentos de destrucción más y más caros, en sostener millones de hombres regimentados y haciendo ejercicios militares y en amenazarse de continuo unos a otros, conservando con zozobra y con ruinosísimos gastos un equilibrio inestable interrumpido a me nudo por guerras sangrientas y crueles, cuyo término es multarse sin piedad unos a otros, sin que se descubra, sino como pretexto mentiroso, el fin desinteresado y noble de que triunfe esta o aquella idea.

En esta nueva faz que ha tomado nuestra civilización no se puede negar que España ha venido muy a menos. Casi todos los españoles lo reconocen con humildad grandísima. Hasta hay no pocos que exageran tétrica y pesimistamente nuestra lamentable decadencia.

No vale ya discutir si España puede o no puede contra el colosal enemigo que se le opone. Lo que importa saber es si tiene o no tiene fe en su propio poder para continuar en una contienda tan difícil y desproporcionada.

Hay un verso del príncipe de los poetas alemanes que me enamora y seduce. Dice el verso:


Yo amo a aquel que desea lo imposible.



Y no es esto afirmar que yo desee lo imposible. Esto es afirmar que el desfallecimiento y la desesperanza dan por imposibles muchas cosas que no lo son en realidad para quien confía. Raro es el milagro, pero no es tan raro que ya en esta edad que llaman de la razón no lleguen a darse nunca casos milagrosos. Por milagros pueden tenerse, por ejemplo, el triunfo de la primera República francesa contra Europa, coligada en su daño; el triunfo de Prusia sobre el imperio de Austria y sobre casi todos los otros estados de la disuelta Confederación germánica, y, más que nada, el éxito del Piamonte, que, humillado, multado y castigado duramente por Austria, hasta el punto que su rey muriese en la desesperación y en el destierro, viniera en brevísimo tiempo a colocarse entre las grandes potencias de Europa, a destronar a no pocos príncipes, a echar de Milán y de Venecia el águila austríaca y a enseñorearse de toda Italia unida, realizando un sueño persistente en los espíritus durante quince siglos y no realizado nunca, sino por corto número de años, bajo el duro cetro de un rey bárbaro y extranjero.

Prueba lo dicho que la voluntad y la fe hacen milagros todavía y que la creencia en ellos no es irreflexivo disparate. Pero sin fe y sin voluntad no hay milagro que valga. Nada de sobrenatural se realiza. Lo mejor entonces es resignarse y bajar la cabeza. Todavía al que escribe un mal drama o una mala novela, por carecer de la inspiración y del ingenio que se requieren para escribirlos bien, se le puede acusar de que voluntariamente y sin que nadie le obligase se hizo novelista o dramaturgo, sin ser ni Calderón ni Cervantes. Pero generales y hombres de Estado es indispensable que los haya, y si Dios no suscita ni nos envía Gonzalos de Córdoba ni Cisneros, no hay más que conformarse con lo que el país produce y esperar tranquilamente días mejores.

Malo será que perdamos ahora todas nuestras colonias o la mejor parte de ellas; pero mucho peor será que nuestro furor, si es impotente contra los enemigos extraños, hierva y se desenfrene contra y entre los propios, desgarrando tal vez en contiendas civiles el seno de la madre patria. Si la pelea contra los enemigos extraños no ha de dar fruto, procuremos que cese la pelea; mas no para empezarla entre nosotros, sino para vivir en paz y ver si recobramos las fuerzas perdidas. Todavía, por mal que quedemos y si tenemos juicio, no es de temer que el suelo que nos sustenta se hunda bajo nuestros pies. Si no esperamos triunfos, y si auguramos sólo y por lo pronto derrotas y desventuras, esperemos y creamos siempre en la vida inmortal de la nación española y no demos crédito a los fatídicos juicios y poco lisonjeros pronósticos de lord Salisbury. Hagámonos industriales, si no atinamos a ser guerreros; probemos a los ingleses, contra la opinión de Buckle, que los frecuentes terremotos que hay en esta Península, infundiéndonos un hondo temor de Dios, no nos han hecho inhábiles para la civilización moderna; y tratemos de probar a los angloamericanos, ya que no podamos vencerlos que la Inquisición y los toros, contra la opinión de Draper, no han hecho de este pueblo un monstruo híbrido de Calígula y Torquemada, sino un pueblo que será capaz todavía de inventar máquinas tan ingeniosas como la máquina de coser, y que, en todo caso, si vuelve a adquirir las antiguas energías, será para civilizar y reducir en vida ordenada y política a las tribus salvajes, y no para exterminarlas en América o para sublevarlas contra la civilización en Filipinas, como los yanquis han hecho.

Mal nos trata Europa en la ocasión presente. Aislados y sin el menor apoyo nos deja contra un enemigo inmensamente superior. Lo que hasta ahora ha hecho, o, mejor dicho, lo que ha dejado de hacer en nuestro auxilio, implica infundado desdén, es como si nos expulsara y arrojara del gremio de los pueblos cultos; mas no por eso debemos nosotros guardar rencor a Europa, sino demostrar, cuando se agote nuestro vigor del momento para proseguir la lucha empeñada, que sufrimos con tranquila energía el presente harto inmerecido infortunio, y que, lejos de morir de pena o de suicidarnos por medio de convulsiones interiores, nos recogemos para sanar de nuestras heridas y para recobrar el vigor que dé en lo futuro a nuestros bríos la conveniente eficacia.

Generalizando, con sobrada vaguedad se han presentado en nuestra mente las ideas que dejamos expuestas, en momentos de ansiosa expectación para todos los españoles. En Filipinas tenemos que lamentar espantosos desastres que ya tal vez no se remedien nunca, pero en la Gran Antilla la suerte puede sernos aún menos adversa. Tal vez el aguerrido ejército que allí tenemos y los bien regimentados y fervorosos voluntarios resistan con vigor la invasión de los yanquis y logren castigarlos y escarmentarlos. Tal vez así se persuada la población belicosa de los Estados Unidos de que no es tan fácil la empresa. Y tal vez entonces toda la parte sana de aquella gran República haga eficaz su deseo de llegar a la paz, deseo que no ha de ser allí menor que entre los españoles. Algunos éxitos dichosos en nuestra resistencia, algunas ventajas inmediatas obtenidas ahora allanarían el camino para negociar una paz para España que no fuese ni muy costosa ni muy dura. Las grandes potencias de Europa, si nos viesen resistir con firmeza y defender con ahínco nuestro derecho, acaso lo reconocerían mejor, saldrían de su egoísmo e interpondrían sus buenos oficios entre nosotros y los angloamericanos para que concertásemos la paz, aunque fuese a costa de algún sacrificio de nuestra parte.

Alejado yo de la vida política activa y de las regiones oficiales, bien puedo expresar sin rodeos ni disimulos, y como singular opinión mía que a nadie compromete, el máximo de sacrificio que en aras de la paz podría hacer España.

Cuba, del todo dependiente, nada ha producido a la metrópoli, sino gastos, desazones y sacrificios desde el día en que fue descubierta hasta el día presente. Cuba autónoma, bien puede afirmarse que seguirá siendo para España no menos improductiva, aunque tal vez menos costosa. ¿Por qué, pues, no ha de consentir España en que Cuba sea independiente, si esto puede proclamarse sin desdoro, en virtud de un plebiscito en el que los habitantes de la isla voten libremente en pro de la independencia, si es que la desean? Pronunciado este voto, y si fuese en favor de la separación, sancionándolo España, ¿qué otro motivo podía haber para que la guerra entre España y los Estados Unidos continuase?

La deuda de Cuba, de cuyo pago España es fiadora, debería seguir siendo deuda de Cuba, y no convertirse en deuda de España. Merchán y Varona y otros cubanos quieren demostrar en sus escritos que gran parte de esta deuda no es de Cuba, sino de España, porque proviene de los gastos causados por nuestra harto impolítica guerra del Pacífico, por la que nació de la impremeditada anexión de la República dominicana y por la expedición a Méjico; pero aunque estas razones fueran fundadas, bien valen las obras de civilización costeadas en Cuba por España, los monumentos, fortificaciones y edificios públicos que pertenecen al Estado español, y de los que el Estado español se desprendería, la suma que dicho Estado gastó en las ya mencionadas guerras, aun suponiendo, y ya es mucho suponer, que Cuba, mientras formó parte de nuestra nación, era extraña y no tenía que responder de tales gastos, y podía considerarlos inútiles o nocivos a sus intereses. Lo menos que podría España exigir, a trueque de la independencia de Cuba, sería que Cuba cargase con el pago de su propia deuda, ya porque dicha deuda es propia suya, ya como compensación de cuanto en Cuba es de dominio público y que el Estado español perdería.

Sin duda, la gran República, que tan fervorosamente desea la independencia de los cubanos, no pondría ya inconveniente en salir por fiadora del pago de dicha deuda, en el caso de que Cuba no pudiese pagar, caso que evitarían los Estados Unidos vigilando la buena administración de la Hacienda de la futura República cubana, la cual, pacificada y libre, prosperaría con rapidez para poder pagar los intereses de dicha deuda sin interrupción y sin apuros.

Tal es, en mi sentir, el máximo de sacrificio que en el día de hoy puede en favor de la paz hacer España. Ruinosa, terrible será la continuación de la guerra; pero si más se nos exigiese ahora para lograr la paz, ¿cómo aceptar la paz a tanta costa?

Mil veces lo he dicho: no es, en realidad, punto de honra lo que nos llevó a la guerra y lo que la mantiene. Es punto de interés y de vida. Si un hombre debilitado y ensangrentado por luchas que ha sostenido en su propia casa se ve acometido por gente de fuera que acude a robarle sus bienes, este hombre no tiene que considerar como caso de honra el luchar hasta la muerte con el nuevo enemigo; este hombre puede decorosamente ceder a una fuerza mayor y dejarse robar sin resistencia. Pero, desgraciadamente, lo que llaman Derecho internacional, y que puede haber adelantado mucho en teoría, sigue siendo letra muerta en la práctica. En la práctica apenas ha dado un paso desde aquella edad primitiva que la prehistoria llama hoy Edad de la Piedra no pulimentada. Lord Salisbury dio claro testimonio de esta verdad en un famoso y ya mil veces citado discurso. Entre individuos hay deberes y derechos. Entre naciones no hay más deber que el de someterse y resignarse la que es débil, ni más derecho que el que da la fuerza a quien la posee.

Por lo expuesto aunque sea dolorosísimo y peligrosísimo, debemos refrenar nuestro deseo de paz y no quererla sino dentro de ciertos límites. No es sólo la conservación o pérdida de nuestras colonias lo que se aventura en la contienda. Se trata también de nuestro derecho a la vida como nación, de nuestro crédito y valer, que no tienen otra medida que la fuerza que manifestemos y de que mostremos aún ser capaces.

En este sentido, entiendo yo que quedaríamos mejor, en más alto puesto y más atendidos y considerados en el concierto de las naciones europeas si perdiésemos las colonias después de una lucha obstinada que si las conservásemos rebajándonos.

De todos modos, y suceda lo que suceda, lo que más importa es que, no bien tengamos la paz exterior tan ansiada y tan deseable, nos amnistiemos unos a otros dentro de España o nos absolvamos mutuamente de las pasadas culpas, como si fuésemos culpados todos, sin echárnoslas en cara y sin venir al deplorable término, ora de la guerra civil y la anarquía, ora de una dictadura despótica que nos prive de libertad para darnos sosiego.





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