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«La escuela de los maridos» de Molière, en la traducción de Leandro Fernández de Moratín (1812)

René Andioc

Leandro Fernández de Moratín (trad.)





Si se prescinde de algunas escenas de La tirannia domestica, de su amigo italiano Pietro Napoli-Signorelli, que se entretuvo en verter al castellano en 1796 durante su estancia en Bolonia, Leandro Moratín nos ha dejado tres traducciones de obras teatrales: la de Hamlet, de Shakespeare (1798), destinada a la lectura y no a la representación, la de L'école des maris, del admirado Molière (La escuela de los maridos, estrenada en Madrid el 17 de marzo de 1812 en el teatro del Príncipe), y la de Le médecin malgré lui, del mismo, a la que considera ya solamente «imitada» del modelo francés (El médico a palos, estrenado en Barcelona, 5 de diciembre de 1814). Las dos últimas se realizaron después de dada implícitamente por clausurada su producción original de dramaturgo con su exitosa obra maestra, El sí de las niñas (1806), y en circunstancias inhabituales, esto es, en plena guerra de la Independencia, en el Madrid del rey intruso la primera comedia, y la segunda durante el destierro del autor en Barcelona, a las cuales se pueden añadir la traducción de un cuento de Voltaire, Les deux consolés, que apareció anónimo con el título Anécdota en el Diario de Valencia de 29 de junio de 1813, y la del Cándido, también del filósofo galo. Unos meses después del estreno de El sí de las niñas, ya escribía Moratín a Napoli-Signorelli que no quería «gastar el tiempo en componer más obras de esta especie», y que estaba preparando una «edición magnífica» de las cinco que tenía publicadas hasta entonces, encabezándolas con un prólogo histórico. Por otra parte, el amigo y biógrafo de don Leandro, Manuel Silvela, afirmaría más tarde que las críticas y denuncias suscitadas por El sí de las niñas fueron causa de que el escritor se despidiese del teatro a pesar de tener en el telar otros dramas nuevos. El caso es que parece como si las vicisitudes políticas de principios del siglo XIX hubiesen retrasado una veintena de años, esto es, hasta la edición parisina de sus Obras dramáticas y líricas en 1825 por Auguste Bobée, el balance que suponía ya la proyectada y nonata edición de aquel año de 1806. Donde en realidad anuncia el autor sin ambages su despedida «para siempre» es al final del prólogo de la traducción de La escuela de los maridos, en 1812, decisión que había de diferirse por la última traducción-adaptación de la segunda comedia de Molière.

Este prólogo de La escuela de los maridos, que dio paso en 1825 a un texto enteramente nuevo, en el que sólo se incluía la cita de un fragmento bastante largo del anterior, es un vibrante panegírico de Molière, en el que la crítica a los adversarios del dramaturgo francés se parece más bien a un ajuste de cuentas indirecto con los propios contemporáneos del traductor español. Además, como advertiría atinadamente el autor anónimo de un Juicio crítico que encabeza una reedición de las Obras dramáticas y líricas realizada por Antonio y Francisco Oliva, de Barcelona, en 1834, Moratín «escogió sin duda esta pieza de Molière por coincidir su objeto con el que tanto se proponía por blanco en sus piezas originales: es decir, los funestos resultados de un tratamiento demasiado rígido y opresivo, así en los padres como en los esposos». Y es que el argumento de la comedia francesa viene a ser como la síntesis de los problemas entonces fundamentales planteados por don Leandro desde 1790 con su primera obra teatral, El viejo y la niña, pues los dos tutores-educadores son en aquélla candidatos al matrimonio con la pupila respectiva. Ya observaba por su parte un contemporáneo, el militar Juan de Dios Gil de Lara, a principios del XIX, que La mojigata «muchas cosas tiene parecidas a La escuela de los maridos», y el propio Moratín se refiere significativamente a sí mismo en el prólogo de 1812 con la perífrasis: «el autor de La mojigata». Éstos son probablemente los motivos por los que, sintiéndose incapaz, a raíz del excepcional éxito de El sí de las niñas, de superarse o, como se lo aconsejaba Quintana en su periódico Variedades, de renovarse, Moratín elige «vestir con basquiña y mantilla», esto es, actualizar y adaptar a la España de los años 1800, una obra ajena, «una de las más estimadas de Molière».

Si nos hemos de fiar de la advertencia que encabeza la comedia en la edición de París, 1825, «ya estaba concluida esta obra cuando una pérfida invasión», perpetrada por «ejércitos enemigos» alteró la quietud de España en 1808, ofreciendo el usurpador al «pueblo oprimido» diversiones destinadas a hacerle cantar «al son de las cadenas». Evoca así un régimen que le favoreció, y bajo cuyo amparo pudo publicar el Auto de fe de Logroño, en cuyas notas, igual que en un prólogo destinado a una proyectada edición del Fray Gerundio, del padre Isla, se metía por fin sin peligro con la Inquisición y ensalzaba al nuevo régimen, celebrando incluso las victorias sucesivas de los ejércitos invasores en España. Supone una prudente palinodia de cuya sinceridad es lícito dudar, pues se publicó estando afincado el autor en Burdeos y sometido, por exafrancesado o liberal español, que era todo uno entonces, a la vigilancia constante de la policía y del ministerio del Interior. De manera que tampoco es seguro que la versión castellana fuese anterior a 1808: no se documenta entonces ni en el diario ni en el epistolario del autor; por otra parte, si bien da a entender éste que no faltaron presiones más o menos oficiales para que colaborase como dramaturgo con el régimen intruso y que, después de resistirse el «oprimido» hasta donde era razonablemente posible, consintió desdeñosamente en sacar por fin de algún cajón una triste traducción, presentando su decisión de despedirse del teatro ya no de forma incidental, entre paréntesis, como en el prólogo de 1812, sino como consecuencia de tal coacción, en realidad lo que hace es reescribir la historia para tener guardadas las espaldas.

Un año antes del estreno y publicación de La escuela de los maridos, el 9 de febrero de 1811, otro funcionario del gobierno josefino, el exrevolucionario José Marchena, hizo representar en el coliseo del Príncipe una traducción en verso de L'école des femmes (La escuela de las mujeres), cuya publicación «de orden superior» anunció la Gaceta de Madrid el 12 de marzo de 1812. La comedia se repuso varias veces durante la misma temporada del estreno. En el prólogo anunciaba el escritor que se habían de ir publicando las comedias de Molière, «cada una de por sí y a medida que se fueren representando», comprometiéndose a constituir, por medio de varias «disertaciones» que las encabezarían, una como «Poética de la comedia», incluyendo el teatro antiguo -igual que haría don Leandro después de trabajarlo durante años-, el francés y la poesía dramática en general. Ya en noviembre de 1810 se había puesto en cartel una primera traducción suya de Le Tartuffe (El hipócrita), que seguía representándose en 1811, fecha en que la editó el impresor del ejército francés. Además, exiliado ya en Burdeos, publicó Marchena en 1819 los cuentos de Voltaire, entre ellos, naturalmente, Cándido, y en 1820 -esto es, un año escaso antes de instalarse Moratín en la misma ciudad y cuatro antes de mandar éste a París el manuscrito de sus Obras dramáticas y líricas-, una a modo de antología titulada Lecciones de filosofía moral y elocuencia, en cuyo prólogo anunciaba que tenía traducidas las demás comedias de Molière. De manera que no se puede descartar la posibilidad de que a lo largo de aquel período se instaurase entre ambos escritores, o, por mejor decir, traductores, uno prácticamente de oficio, otro presuntamente constreñido, alguna forma de emulación más o menos larvada.

A pesar del silencio de seis años que separa el final de la producción dramática original de Moratín de su actividad de traductor para los teatros comerciales, La escuela de los maridos se inserta en el movimiento que va de la reforma iniciada por el conde de Aranda en los teatros de los Reales Sitios (paralelamente a la de Olavide en Sevilla) hasta la más general que trató de promover la autoridad, extendiéndola a toda España, de 1799 a 1803, año en que fracasó debido a una serie de medidas contraproducentes, y, sobre todo, por vulnerar demasiados intereses creados. La voluntad de reforma que animó a varios sectores intelectuales a menudo cercanos al gobierno y deseosos de promover un teatro moderno que estuviese a la altura de los proyectos políticos internos dio impulso a un intento de renovación del repertorio, primero, a falta de obras originales, por medio de traducciones y adaptaciones que se fueron multiplicando hasta finales de la centuria, las cuales contribuyeron a aclimatar géneros nuevos y propiciar la difusión de unos modelos en su mayoría franceses con sus propias normas de composición, y luego, de rebote, recurriendo a arreglos de comedias nacionales antiguas, cuyos originales seguían representándose con frecuencia, mientras por otra parte las tragedias y, mucho más que éstas, las comedias regulares trataban, mal que bien, de abrirse paso en medio de una producción mayoritariamente orientada hacia las preferencias del gran público. Entre los autores cómicos franceses entonces más traducidos destaca naturalmente Molière; sin embargo, si bien se estrenó en 1680, como fin de fiesta de una función cortesana en el teatro del Buen Retiro, un breve sainete intitulado El labrador gentilhombre en que se adaptan unas cuantas escenas de Le bourgeois gentilhomme (se representó en 1807 otro, El plebeyo noble, de Ramón de la Cruz o Juan de Mata, y antes se hizo en Barcelona una traducción literal con el título de El fanático por la nobleza), no se documenta ninguna versión nueva del autor francés hasta 1753, fecha en que se dio a luz El avariento, por Manuel de Iparraguirre. A finales del XVIII se estrenó otra versión de L'avare, por Dámaso de Isusquiza, intitulada El avaro (1800), publicada luego en el tomo V (1801) del Teatro Nuevo Español, colección patrocinada por la oficial Junta de Reforma. En 1768 llevó a las tablas Cándido M.ª Trigueros en Sevilla, bajo la intendencia de Olavide, una versión de Le Tartuffe: El gazmoño (o Juan de Buen Alma, o La hipocresía castigada), que años más tarde prohibió la Inquisición a pesar de las modificaciones efectuadas por el traductor; a ésta siguió El hipócrita, de Juan Vallés y Codes (1802), y la mucho más conocida y de título idéntico por Marchena, bajo el rey intruso (1810). El censor Santos Díez González, al menos si no equivoca la autoría Leandro Moratín, representó por su parte en 1802 el Anfitrión; a José López de Sedano se debe una versión muy libre de Le misanthrope (1771). Por aquellos años fue cuando tradujo Tomás de Iriarte, según dice él mismo, Le malade imaginaire, y de esta comedia francesa publicó su propia versión en verso Joaquín de San Pedro; por último, en 1812 se representó la de Alberto Lista en Sevilla, intitulada El enfermo de aprensión. Mención aparte merece Las travesuras de Escarpín (Les fourberies de Scapin), puesta en verso por José Ibarro a partir de la traducción de Pedro Calderón Bermúdez de Castro, por haber «apestado», según solían decir entonces, a los madrileños de 1776. Y ocioso es agregar que en varias comedias de Molière se inspiraron también, como ya se ha dicho, distintos saineteros, entre ellos Ramón de la Cruz. El recurso, algo tardío, de Moratín a la traducción, o más bien adaptación, de dos comedias de Molière se puede explicar, pues, a un tiempo por su admiración nunca desmentida por el comediógrafo galo, admiración que compartían, naturalmente, muchos escritores de su época, y -según creo también- por una ralentización en su actividad creadora propiamente dicha después de 1806 y años siguientes -particularmente los de la guerra-, compensada en cierto modo, y en parte, por varios intentos de publicación de textos ajenos, fracasado uno de ellos, que propiciaba la abolición del Santo Oficio, y, por fin, la dificultad de abandonar completamente el teatro, a pesar de lo afirmado demasiado rotundamente por el autor.

En el prólogo de la primera edición de La escuela de los maridos, Moratín definía ya, pero de forma general y sobre todo polémica, apuntando a sus habituales críticos, su manera de concebir la traducción. En oposición a la escrupulosamente literal, en la que se pierden -escribe- muchas bellezas del original, expone con algún detenimiento en la Advertencia a la edición de París (1825), las principales alteraciones que le parecieron necesarias en su adaptación del texto molieresco a «otros tiempos y otras costumbres»: son modificaciones de carácter técnico, estético, y también, digámoslo así, moral. Suprimió las digresiones del original relativas a los trajes que se usaban en Francia en 1661, «entonces y ahora impertinentes en la fábula», creando un nuevo ambiente por medio de referencias a la topografía madrileña (Prado, puerta de San Bernardino, puerta de Foncarral, la Florida; la plazuela de los Afligidos, con las casas de los personajes alrededor, permite observar, igual que antes la plaza pública parisina, la unidad de lugar, etc.), de la elección de nombres españoles para los personajes, de alusiones a sus quehaceres cotidianos, eligiendo, por fin, la prosa para mayor verosimilitud. Cuida además de motivar, justificar, «las salidas y entradas de los interlocutores, donde vio que Molière había descuidado este requisito»: si Enrique -antes: Valère-, natural de Córdoba, está en Madrid, es que ha venido a vigilar la tramitación del clásico pleito; don Gregorio-Sganarelle (II, 4) anuncia que va a casa del boticario a encargar un ungüento para los callos, de manera que su breve ausencia en la escena 6.ª del acto segundo y su regreso en la siguiente ya parecen naturales; Moratín «añadió a las ficciones de la astuta Isabel[le] (llamada en la traducción doña Rosa) todo el cúmulo de circunstancias indispensables, para hacer el engaño verosímil, y de consiguiente, disminuyó por este medio la estúpida credulidad de Sganarelle (D. Gregorio)», tutor al fin y al cabo y, como tal, cabeza de familia, matando así dos pájaros de un tiro. Sin embargo, las argumentaciones tan laboriosamente «lógicas» como falaces de doña Rosa, esa preocupación del adaptador por contestar en suma cualquier pregunta de un don Gregorio menos tontamente crédulo que su homólogo francés le hacen convertir, involuntariamente, a su personaje femenino en un ser algo más astuto que su antecesora gala. Para compensar la molestia que pudiese suscitar eventualmente en el público ese tipo de joven demasiado «desenvuelta», el autor español trata en general de hacer que las dos jóvenes pupilas obren, y digan que obran, con arreglo a las normas morales vigentes, igual que las heroínas bien educadas de sus comedias originales: antes de ir «du beau temps respirer la douceur», «a respirar del buen tiempo la dulzura», Leonor ruega a su tutor don Manuel que las acompañe a ella y a su hermana durante ese «desahogo inocente». Es la «decente libertad» que el autor de El sí de las niñas juzga conveniente conceder a las mozas, actitud que observa y ejemplifica don Manuel, pudiendo así recoger en el desenlace -dicho con palabras de don Diego en la citada comedia- los «frutos de la educación» que cuerdamente dispensó a su pupila. Es más: con toda minuciosidad se nos asegura en la traducción que Leonor se quedará a merendar en casa de una amiga («si usted quiere», añade ella dirigiéndose a D. Manuel), y que si no va por ella el tutor al anochecer, un criado de la huéspeda ha de acompañarla a casa; y así ocurre en la escena 6ª del acto tercero. En cuanto a la oprimida doña Rosa, se ahorra ya la «indecorosa desenvoltura» de irse a casa de su amante don Enrique, comportamiento éste que censuraban indignados los moralistas en no pocas comedias áureas de capa y espada; de manera que, por voluntad del traductor, quiere primero refugiarse en casa de su hermana, y sólo por perturbarla la llegada inesperada de don Gregorio opta, a petición de don Enrique, por la solución de Molière, pero tras garantizarle el amante que su ama de llaves, «mujer anciana y virtuosa», cuidará de su honra. En el acto tercero es donde se dan más innovaciones relativas al enredo; leamos la Advertencia de Moratín: «Nada hay tampoco de los incidentes violentos que preparan el desenlace, cuando escondida la pupila (sin dejarse ver de ninguno), el galán desde la ventana, los dos hermanos, el comisario y el escribano desde la calle, ajustan el casamiento sin que se averigüe quién es la que se casa, y a la luz de un farol atropellan y firman un contrato de tal entidad; en lo cual no parece sino que todos ellos han perdido el juicio, según son absurdas las inconsecuencias de que abunda aquella situación».

Don Leandro prefiere una vez más la verosimilitud: según el comisario, la solución legal, después del desliz de -según creen todos aún- Leonor, es el llamado «depósito» de la joven en casa de una familia honrada y el casamiento al día siguiente, medida que se solía tomar como un mal menor; y así lo considera, a todas luces, el traductor, el cual la pintó como reprensible cuando pretendió adoptarla su doña Clara en La mojigata, para obviar la negativa paterna, como antes hiciera el galán de La librería de Iriarte. Por algo puntualiza el comisario de La escuela de los maridos que la ley no sólo permite, sino que protege este tipo de casamiento entre personas libres y de igual calidad, lo cual suena más a atenuante que a aprobación: así, la honra de la supuesta Leonor -y la de su tutor- ha de quedar sin mancilla, pues no se ha de enterar la vecindad y va a ser como si el mismo cabeza de familia, como Dios manda, hubiera dispuesto la boda.

Don Leandro, sabedor, como dramaturgo y asiduo espectador, del efecto producido en el público por la presentación en las tablas de un casamiento demasiado desigual, con sus clásicas consecuencias, prefirió suprimir varias referencias burlonas de Sganarelle a la vejez de su hermano mayor, de manera que su don Manuel no le lleva ya más que dos años a don Gregorio en lugar de unos veinte, y se puntualiza además en la edición de 1825 que tiene sólo cuarenta y cinco, frente a los casi sesenta del Ariste molieresco, edad ésta, con poquísima diferencia, igual a la del don Diego de El sí de las niñas, cuyo proyecto matrimonial fracasó por tener ya la joven un amante más apetecible; los cuarenta y cinco se corresponden más bien con los del propio Moratín en tiempos de su «idilio» con Paquita Muñoz. En cambio, en la adaptación, se insiste, a partir del «mauvais œil» de Sganarelle, en que don Gregorio es tuerto, defecto físico cuya ridiculez, como explica en otro lugar Moratín, se suma a la que debe sancionar también la actitud del personaje criticado. Por otra parte, como queda dicho ya, expone don Leandro en la Advertencia al texto de 1825 que tuvo que idear las justificaciones, falsas, por supuesto, aunque bastante verosímiles, de la pupila para ver de atenuar la estúpida credulidad de Sganarelle, «que en la pieza francesa es notoriamente excesiva». Estos dos ejemplos permiten apreciar las dificultades que experimentaría Moratín al trasladar a su época y a su tierra una obra extranjera y ya antigua, y destinada a otro tipo de público, para conseguir un determinado equilibrio, un término medio, entre dos formas no necesariamente coincidentes, si bien tampoco inconciliables, de concebir la comicidad.

La adaptación del tema de L'école des maris a la España de principios del XIX supuso una reelaboración de la comedia original: varios pasajes de la escena 2.ª del acto primero pasaron a formar parte de la anterior, sustituyendo el parlamento, carente ya de interés, sobre la indumentaria del XVII, de manera que al alzarse el telón podían ya exponerse las dos concepciones de la educación de las niñas que forman el núcleo del enredo (la prótasis). El final del acto tercero, totalmente modificado, intenta atenuar las consecuencias peligrosas para la institución familiar de una educación demasiado opresiva; por ello hace Moratín que insista don Manuel en la necesidad del depósito no ya de Leonor, sino de doña Rosa, por fin descubierta, y de la celebración del matrimonio al día siguiente, para que todo vuelva a su cauce. El desenlace del dramaturgo francés, por su parte, muestra, como se ha escrito, que Molière, «por temperamento, está a favor del orden sólo en la medida en que excluye la coacción; [...] se trata para él menos de salvaguardar una institución que de hacerla tolerable, abrirla a las exigencias superiores de la vida». Se ve por lo tanto concluir la obra con la imagen de un Sganarelle despechado y ridículo, al que Isabelle «no quiere rogarle que acepte disculpas», mientras que las recriminaciones dirigidas por doña Rosa a don Gregorio, personaje «negativo» al fin, suponen a pesar de todo la pervivencia implícita de las relaciones de dependencia que unen, siguen uniendo, a la pupila con su tutor.

El estilo de La escuela de los maridos recuerda el de las dos comedias moratinianas en prosa, La comedia nueva y, sobre todo, por más próxima en el tiempo a La escuela de los maridos, El sí de las niñas, pues la prosa es la que permite crear mayor ilusión, conferir más naturalidad al diálogo; una prosa nutrida de modismos familiares, coloquiales, sin caer nunca en la vulgaridad: don Leandro prefiere multiplicar los eufemismos a escribir simplemente «cornudo», por lo cual es casi ocioso recordar que la ocurrencia final de Ergaste según la cual Sganarelle nació para cornudo, si bien no lo es más que en ciernes («Au sort d'être cocu son ascendant l'expose / Et ne l'être qu'en herbe est pour lui douce chose») no la oyeron los espectadores de 1812 porque «ya no lo sufría la decencia del teatro». Precisamente para compensar muchas supresiones de expresiones más propias de la farsa que de la comedia, Moratín, ayudado por su experiencia de dramaturgo, insiste más en la mímica de sus personajes, utiliza expresiones nuevas, actitudes y efectos escénicos, reiterándolos con frecuencia: «añadió -escribe- nuevos donaires cómicos y nuevos rasgos característicos, para suplir con ellos lo que podía perderse en los pasajes que le fue necesario variar o suprimir». Se mostraba más prolijo a este respecto en una página del prólogo de la primera edición, cuyo texto reproduce en la de 1825, confirmando por lo tanto que no han variado sus ideas al cabo de un decenio largo, pudiendo escribir con no poca satisfacción, y en tercera persona: «La comedia española (decía frecuentemente Moratín) ha de llevar basquiña y mantilla; y si en las piezas originales que compuso se advierte religiosamente observada esta máxima, puede asegurarse que en la Escuela de los Maridos no aparece el menor indicio de su procedencia: tal es la imitación fiel de las costumbres nacionales que en ella se advierte, y tal es el diálogo castellano con que supo animarla y hacerla española».

La tirada de La escuela de los maridos en 1812 fue de 2.000 ejemplares, más 30 en papel fino, cobrándose el impresor unos 2.700 reales. La «admirable traducción [...], tan superior a su original del Menandro de Francia», al decir de Emilio Cotarelo, se estrenó en Madrid durante el «año del hambre», el 17 de marzo, con ocasión de la onomástica del rey, con decoraciones nuevas, manteniéndose en cartel tres días seguidos, después de los cuales dio fin a sus representaciones la compañía y se clausuró la temporada teatral de 1811-1812. El sainete, Los viejos de moda, representado con cierta regularidad desde varios decenios atrás, era de Ramón de la Cruz. Al final de su Advertencia de 1825, elogia Moratín a Isidoro Máiquez, que hizo el papel de Enrique, «acostumbrado a sobresalir en otros de más difícil desempeño», a Josefa Virg (doña Rosa), Eugenio Cristiani (don Gregorio), María García y Gertrudis Torre. La comedia se repuso cuatro veces en 1812, esto es, durante el año cómico siguiente de 1812-1813, la tercera, estando en Madrid los ingleses, el 10 de septiembre; tres veces en 1813-1814, con dos días seguidos el 14 y el 15 de septiembre; otras tres en la temporada siguiente, mientras en el teatro de la Cruz se representaban casi todas las comedias originales del autor. No reaparece hasta el 31 de diciembre de 1816 en sesión de noche; después, ya no se pone en cartel, al menos hasta diciembre de 1818; de 1830 a 1839 se repuso tres veces, y una más en 1849. En Barcelona se documentan representaciones de la obra a partir del 8 de julio de 1814, y en 1815, 1817, 1818, 1820 y 1827; en Sevilla, a partir del 29 de diciembre de 1813 y hasta 1834, sin perjuicio de sesiones ulteriores. A raíz de su primera publicación por Villalpando, la comedia se editó en Valencia por José Ferrer de Orga (1815) y, a los pocos años, por Ildefonso Mompié (1822). Se incluyó en las Obras selectas de Molière en francés y español traducidas por D. Leandro Fernández de Moratín y continuadas por Estanislao de Cosca Vayo, Madrid, Repullés, 1834-1836 (segunda ed., 1849). También la dieron a luz, en Barcelona, N. Ramírez en 1864 («Museo dramático ilustrado») y, en 1906, A. López («Teatro antiguo y moderno»); y, en nuestra época, la reimprimió F. J. Hernández con dos comedias más de Molière por cuenta de la Editora Nacional (1977). Conviene señalar también una edición en Buenos Aires (Molino, 1942, col. «Literatura clásica»).

Ya se han citado las Obras dramáticas y líricas publicadas por Bobée, París, 1825 («Única edición reconocida por el autor», el cual había cedido sus derechos al abogado Vicente González Arnao); la siguiente, «en todo conforme con la única reconocida por el autor», fue realizada por A. Coniam, también en París, en 1826. En ambas ocupa La escuela de los maridos el tomo segundo, con El médico a palos y dos comedias originales de don Leandro. Las otras publicaciones de conjunto que merecen recordarse son la de la Real Academia de la Historia, 1830-1831, en cuyo tomo III, vol. V, están las tres traducciones realizadas por Moratín, y, de 1846, las Obras de Don Nicolás y Don Leandro Fernández de Moratín, por el benemérito Rivadeneyra en la BAE.






Bibliografía

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