«La escuela de los maridos» de Molière, en la traducción de Leandro Fernández de Moratín (1812)
René Andioc
Leandro Fernández de Moratín (trad.)
Si se prescinde de
algunas escenas de La
tirannia domestica, de su amigo italiano Pietro
Napoli-Signorelli, que se entretuvo en verter al castellano en 1796
durante su estancia en Bolonia, Leandro Moratín nos ha
dejado tres traducciones de obras teatrales: la de Hamlet,
de Shakespeare (1798), destinada a la lectura y no a la
representación, la de L'école des maris, del admirado
Molière (La escuela de los maridos, estrenada en
Madrid el 17 de marzo de 1812 en el teatro del Príncipe), y
la de Le
médecin malgré lui, del mismo, a la que
considera ya solamente «imitada» del modelo
francés (El médico a palos, estrenado en
Barcelona, 5 de diciembre de 1814). Las dos últimas se
realizaron después de dada implícitamente por
clausurada su producción original de dramaturgo con su
exitosa obra maestra, El sí de las niñas
(1806), y en circunstancias inhabituales, esto es, en plena guerra
de la Independencia, en el Madrid del rey intruso la primera
comedia, y la segunda durante el destierro del autor en Barcelona,
a las cuales se pueden añadir la traducción de un
cuento de Voltaire, Les deux consolés, que apareció
anónimo con el título Anécdota en el
Diario de Valencia de 29 de junio de 1813, y la del
Cándido, también del filósofo galo.
Unos meses después del estreno de El sí de las
niñas, ya escribía Moratín a
Napoli-Signorelli que no quería «gastar el tiempo en componer más obras de
esta especie»
, y que estaba preparando una
«edición magnífica» de las cinco que
tenía publicadas hasta entonces, encabezándolas con
un prólogo histórico. Por otra parte, el amigo y
biógrafo de don Leandro, Manuel Silvela, afirmaría
más tarde que las críticas y denuncias suscitadas por
El sí de las niñas fueron causa de que el
escritor se despidiese del teatro a pesar de tener en el telar
otros dramas nuevos. El caso es que parece como si las vicisitudes
políticas de principios del siglo XIX hubiesen retrasado una
veintena de años, esto es, hasta la edición parisina
de sus Obras dramáticas y líricas en 1825
por Auguste Bobée, el balance que suponía ya la
proyectada y nonata edición de aquel año de 1806.
Donde en realidad anuncia el autor sin ambages su despedida
«para siempre» es al final del prólogo de la
traducción de La escuela de los maridos, en 1812,
decisión que había de diferirse por la última
traducción-adaptación de la segunda comedia de
Molière.
Este
prólogo de La escuela de los maridos, que dio paso
en 1825 a un texto enteramente nuevo, en el que sólo se
incluía la cita de un fragmento bastante largo del anterior,
es un vibrante panegírico de Molière, en el que la
crítica a los adversarios del dramaturgo francés se
parece más bien a un ajuste de cuentas indirecto con los
propios contemporáneos del traductor español.
Además, como advertiría atinadamente el autor
anónimo de un Juicio crítico que encabeza
una reedición de las Obras dramáticas y
líricas realizada por Antonio y Francisco Oliva, de
Barcelona, en 1834, Moratín «escogió sin duda esta pieza de
Molière por coincidir su objeto con el que tanto se
proponía por blanco en sus piezas originales: es decir, los
funestos resultados de un tratamiento demasiado rígido y
opresivo, así en los padres como en los esposos»
.
Y es que el argumento de la comedia francesa viene a ser como la
síntesis de los problemas entonces fundamentales planteados
por don Leandro desde 1790 con su primera obra teatral, El
viejo y la niña, pues los dos tutores-educadores son en
aquélla candidatos al matrimonio con la pupila respectiva.
Ya observaba por su parte un contemporáneo, el militar Juan
de Dios Gil de Lara, a principios del XIX, que La mojigata
«muchas cosas tiene parecidas a La
escuela de los maridos»
, y el propio Moratín
se refiere significativamente a sí mismo en el
prólogo de 1812 con la perífrasis: «el autor de La mojigata»
.
Éstos son probablemente los motivos por los que,
sintiéndose incapaz, a raíz del excepcional
éxito de El sí de las niñas, de
superarse o, como se lo aconsejaba Quintana en su periódico
Variedades, de renovarse, Moratín elige «vestir con basquiña y mantilla»
,
esto es, actualizar y adaptar a la España de los años
1800, una obra ajena, «una de las
más estimadas de Molière»
.
Si nos hemos de
fiar de la advertencia que encabeza la comedia en la edición
de París, 1825, «ya estaba
concluida esta obra cuando una pérfida
invasión»,
perpetrada por «ejércitos enemigos»
alteró la quietud de España en 1808, ofreciendo el
usurpador al «pueblo oprimido»
diversiones destinadas a hacerle cantar «al son de las cadenas»
. Evoca
así un régimen que le favoreció, y bajo cuyo
amparo pudo publicar el Auto de fe de Logroño, en
cuyas notas, igual que en un prólogo destinado a una
proyectada edición del Fray Gerundio, del padre
Isla, se metía por fin sin peligro con la Inquisición
y ensalzaba al nuevo régimen, celebrando incluso las
victorias sucesivas de los ejércitos invasores en
España. Supone una prudente palinodia de cuya sinceridad es
lícito dudar, pues se publicó estando afincado el
autor en Burdeos y sometido, por exafrancesado o liberal
español, que era todo uno entonces, a la vigilancia
constante de la policía y del ministerio del Interior. De
manera que tampoco es seguro que la versión castellana fuese
anterior a 1808: no se documenta entonces ni en el diario ni en el
epistolario del autor; por otra parte, si bien da a entender
éste que no faltaron presiones más o menos oficiales
para que colaborase como dramaturgo con el régimen intruso y
que, después de resistirse el «oprimido» hasta
donde era razonablemente posible, consintió
desdeñosamente en sacar por fin de algún cajón
una triste traducción, presentando su decisión de
despedirse del teatro ya no de forma incidental, entre
paréntesis, como en el prólogo de 1812, sino como
consecuencia de tal coacción, en realidad lo que hace es
reescribir la historia para tener guardadas las espaldas.
Un año
antes del estreno y publicación de La escuela de los
maridos, el 9 de febrero de 1811, otro funcionario del
gobierno josefino, el exrevolucionario José Marchena, hizo
representar en el coliseo del Príncipe una traducción
en verso de L'école des femmes (La escuela de las
mujeres), cuya publicación «de orden
superior» anunció la Gaceta de Madrid el 12
de marzo de 1812. La comedia se repuso varias veces durante la
misma temporada del estreno. En el prólogo anunciaba el
escritor que se habían de ir publicando las comedias de
Molière, «cada una de por
sí y a medida que se fueren representando»
,
comprometiéndose a constituir, por medio de varias «disertaciones»
que las
encabezarían, una como «Poética de la
comedia», incluyendo el teatro antiguo -igual que
haría don Leandro después de trabajarlo durante
años-, el francés y la poesía dramática
en general. Ya en noviembre de 1810 se había puesto en
cartel una primera traducción suya de Le Tartuffe (El
hipócrita), que seguía representándose en
1811, fecha en que la editó el impresor del ejército
francés. Además, exiliado ya en Burdeos,
publicó Marchena en 1819 los cuentos de Voltaire, entre
ellos, naturalmente, Cándido, y en 1820 -esto es,
un año escaso antes de instalarse Moratín en la misma
ciudad y cuatro antes de mandar éste a París el
manuscrito de sus Obras dramáticas y
líricas-, una a modo de antología titulada
Lecciones de filosofía moral y elocuencia, en cuyo
prólogo anunciaba que tenía traducidas las
demás comedias de Molière. De manera que no se puede
descartar la posibilidad de que a lo largo de aquel período
se instaurase entre ambos escritores, o, por mejor decir,
traductores, uno prácticamente de oficio, otro presuntamente
constreñido, alguna forma de emulación más o
menos larvada.
A pesar del silencio de seis años que separa el final de la producción dramática original de Moratín de su actividad de traductor para los teatros comerciales, La escuela de los maridos se inserta en el movimiento que va de la reforma iniciada por el conde de Aranda en los teatros de los Reales Sitios (paralelamente a la de Olavide en Sevilla) hasta la más general que trató de promover la autoridad, extendiéndola a toda España, de 1799 a 1803, año en que fracasó debido a una serie de medidas contraproducentes, y, sobre todo, por vulnerar demasiados intereses creados. La voluntad de reforma que animó a varios sectores intelectuales a menudo cercanos al gobierno y deseosos de promover un teatro moderno que estuviese a la altura de los proyectos políticos internos dio impulso a un intento de renovación del repertorio, primero, a falta de obras originales, por medio de traducciones y adaptaciones que se fueron multiplicando hasta finales de la centuria, las cuales contribuyeron a aclimatar géneros nuevos y propiciar la difusión de unos modelos en su mayoría franceses con sus propias normas de composición, y luego, de rebote, recurriendo a arreglos de comedias nacionales antiguas, cuyos originales seguían representándose con frecuencia, mientras por otra parte las tragedias y, mucho más que éstas, las comedias regulares trataban, mal que bien, de abrirse paso en medio de una producción mayoritariamente orientada hacia las preferencias del gran público. Entre los autores cómicos franceses entonces más traducidos destaca naturalmente Molière; sin embargo, si bien se estrenó en 1680, como fin de fiesta de una función cortesana en el teatro del Buen Retiro, un breve sainete intitulado El labrador gentilhombre en que se adaptan unas cuantas escenas de Le bourgeois gentilhomme (se representó en 1807 otro, El plebeyo noble, de Ramón de la Cruz o Juan de Mata, y antes se hizo en Barcelona una traducción literal con el título de El fanático por la nobleza), no se documenta ninguna versión nueva del autor francés hasta 1753, fecha en que se dio a luz El avariento, por Manuel de Iparraguirre. A finales del XVIII se estrenó otra versión de L'avare, por Dámaso de Isusquiza, intitulada El avaro (1800), publicada luego en el tomo V (1801) del Teatro Nuevo Español, colección patrocinada por la oficial Junta de Reforma. En 1768 llevó a las tablas Cándido M.ª Trigueros en Sevilla, bajo la intendencia de Olavide, una versión de Le Tartuffe: El gazmoño (o Juan de Buen Alma, o La hipocresía castigada), que años más tarde prohibió la Inquisición a pesar de las modificaciones efectuadas por el traductor; a ésta siguió El hipócrita, de Juan Vallés y Codes (1802), y la mucho más conocida y de título idéntico por Marchena, bajo el rey intruso (1810). El censor Santos Díez González, al menos si no equivoca la autoría Leandro Moratín, representó por su parte en 1802 el Anfitrión; a José López de Sedano se debe una versión muy libre de Le misanthrope (1771). Por aquellos años fue cuando tradujo Tomás de Iriarte, según dice él mismo, Le malade imaginaire, y de esta comedia francesa publicó su propia versión en verso Joaquín de San Pedro; por último, en 1812 se representó la de Alberto Lista en Sevilla, intitulada El enfermo de aprensión. Mención aparte merece Las travesuras de Escarpín (Les fourberies de Scapin), puesta en verso por José Ibarro a partir de la traducción de Pedro Calderón Bermúdez de Castro, por haber «apestado», según solían decir entonces, a los madrileños de 1776. Y ocioso es agregar que en varias comedias de Molière se inspiraron también, como ya se ha dicho, distintos saineteros, entre ellos Ramón de la Cruz. El recurso, algo tardío, de Moratín a la traducción, o más bien adaptación, de dos comedias de Molière se puede explicar, pues, a un tiempo por su admiración nunca desmentida por el comediógrafo galo, admiración que compartían, naturalmente, muchos escritores de su época, y -según creo también- por una ralentización en su actividad creadora propiamente dicha después de 1806 y años siguientes -particularmente los de la guerra-, compensada en cierto modo, y en parte, por varios intentos de publicación de textos ajenos, fracasado uno de ellos, que propiciaba la abolición del Santo Oficio, y, por fin, la dificultad de abandonar completamente el teatro, a pesar de lo afirmado demasiado rotundamente por el autor.
En el
prólogo de la primera edición de La escuela de
los maridos, Moratín definía ya, pero de forma
general y sobre todo polémica, apuntando a sus habituales
críticos, su manera de concebir la traducción. En
oposición a la escrupulosamente literal, en la que se
pierden -escribe- muchas bellezas del original, expone con
algún detenimiento en la Advertencia a la edición de
París (1825), las principales alteraciones que le parecieron
necesarias en su adaptación del texto molieresco a «otros tiempos y otras costumbres»
: son
modificaciones de carácter técnico, estético,
y también, digámoslo así, moral.
Suprimió las digresiones del original relativas a los trajes
que se usaban en Francia en 1661, «entonces y ahora impertinentes en la
fábula»
, creando un nuevo ambiente por medio de
referencias a la topografía madrileña (Prado, puerta
de San Bernardino, puerta de Foncarral, la Florida; la plazuela de
los Afligidos, con las casas de los personajes alrededor, permite
observar, igual que antes la plaza pública parisina, la
unidad de lugar, etc.), de la
elección de nombres españoles para los personajes, de
alusiones a sus quehaceres cotidianos, eligiendo, por fin, la prosa
para mayor verosimilitud. Cuida además de motivar,
justificar, «las salidas y entradas de
los interlocutores, donde vio que Molière había
descuidado este requisito»
: si Enrique -antes:
Valère-, natural de Córdoba, está en Madrid,
es que ha venido a vigilar la tramitación del clásico
pleito; don Gregorio-Sganarelle (II, 4) anuncia que va a casa del
boticario a encargar un ungüento para los callos, de manera
que su breve ausencia en la escena 6.ª del acto segundo y su
regreso en la siguiente ya parecen naturales; Moratín
«añadió a las ficciones de
la astuta Isabel[le] (llamada en la traducción doña
Rosa) todo el cúmulo de circunstancias indispensables, para
hacer el engaño verosímil, y de consiguiente,
disminuyó por este medio la estúpida credulidad de
Sganarelle (D. Gregorio)»
, tutor
al fin y al cabo y, como tal, cabeza de familia, matando así
dos pájaros de un tiro. Sin embargo, las argumentaciones tan
laboriosamente «lógicas» como falaces de
doña Rosa, esa preocupación del adaptador por
contestar en suma cualquier pregunta de un don Gregorio menos
tontamente crédulo que su homólogo francés le
hacen convertir, involuntariamente, a su personaje femenino en un
ser algo más astuto que su antecesora gala. Para compensar
la molestia que pudiese suscitar eventualmente en el público
ese tipo de joven demasiado «desenvuelta»
, el autor español
trata en general de hacer que las dos jóvenes pupilas obren,
y digan que obran, con arreglo a las normas morales vigentes, igual
que las heroínas bien educadas de sus comedias originales:
antes de ir «du beau temps
respirer la douceur»
, «a respirar del buen tiempo la
dulzura»
, Leonor ruega a su tutor don Manuel que las
acompañe a ella y a su hermana durante ese «desahogo inocente»
. Es la «decente libertad»
que el autor de
El sí de las niñas juzga conveniente
conceder a las mozas, actitud que observa y ejemplifica don Manuel,
pudiendo así recoger en el desenlace -dicho con palabras de
don Diego en la citada comedia- los «frutos de la educación»
que
cuerdamente dispensó a su pupila. Es más: con toda
minuciosidad se nos asegura en la traducción que Leonor se
quedará a merendar en casa de una amiga («si usted quiere»
, añade ella
dirigiéndose a D. Manuel), y que si no va por ella el tutor
al anochecer, un criado de la huéspeda ha de
acompañarla a casa; y así ocurre en la escena 6ª
del acto tercero. En cuanto a la oprimida doña Rosa, se
ahorra ya la «indecorosa
desenvoltura»
de irse a casa de su amante don Enrique,
comportamiento éste que censuraban indignados los moralistas
en no pocas comedias áureas de capa y espada; de manera que,
por voluntad del traductor, quiere primero refugiarse en casa de su
hermana, y sólo por perturbarla la llegada inesperada de don
Gregorio opta, a petición de don Enrique, por la
solución de Molière, pero tras garantizarle el amante
que su ama de llaves, «mujer anciana y
virtuosa»
, cuidará de su honra. En el acto tercero
es donde se dan más innovaciones relativas al enredo; leamos
la Advertencia de Moratín: «Nada hay tampoco de los incidentes violentos que
preparan el desenlace, cuando escondida la pupila (sin dejarse ver
de ninguno), el galán desde la ventana, los dos hermanos, el
comisario y el escribano desde la calle, ajustan el casamiento sin
que se averigüe quién es la que se casa, y a la luz de
un farol atropellan y firman un contrato de tal entidad; en lo cual
no parece sino que todos ellos han perdido el juicio, según
son absurdas las inconsecuencias de que abunda aquella
situación»
.
Don Leandro
prefiere una vez más la verosimilitud: según el
comisario, la solución legal, después del desliz de
-según creen todos aún- Leonor, es el llamado
«depósito»
de la joven
en casa de una familia honrada y el casamiento al día
siguiente, medida que se solía tomar como un mal menor; y
así lo considera, a todas luces, el traductor, el cual la
pintó como reprensible cuando pretendió adoptarla su
doña Clara en La mojigata, para obviar la negativa
paterna, como antes hiciera el galán de La
librería de Iriarte. Por algo puntualiza el comisario
de La escuela de los maridos que la ley no sólo
permite, sino que protege este tipo de casamiento entre personas
libres y de igual calidad, lo cual suena más a atenuante que
a aprobación: así, la honra de la supuesta Leonor -y
la de su tutor- ha de quedar sin mancilla, pues no se ha de enterar
la vecindad y va a ser como si el mismo cabeza de familia, como
Dios manda, hubiera dispuesto la boda.
Don Leandro,
sabedor, como dramaturgo y asiduo espectador, del efecto producido
en el público por la presentación en las tablas de un
casamiento demasiado desigual, con sus clásicas
consecuencias, prefirió suprimir varias referencias burlonas
de Sganarelle a la vejez de su hermano mayor, de manera que su don
Manuel no le lleva ya más que dos años a don Gregorio
en lugar de unos veinte, y se puntualiza además en la
edición de 1825 que tiene sólo cuarenta y cinco,
frente a los casi sesenta del Ariste molieresco, edad ésta,
con poquísima diferencia, igual a la del don Diego de El
sí de las niñas, cuyo proyecto matrimonial
fracasó por tener ya la joven un amante más
apetecible; los cuarenta y cinco se corresponden más bien
con los del propio Moratín en tiempos de su
«idilio» con Paquita Muñoz. En cambio, en la
adaptación, se insiste, a partir del «mauvais
œil»
de Sganarelle, en que don
Gregorio es tuerto, defecto físico cuya ridiculez, como
explica en otro lugar Moratín, se suma a la que debe
sancionar también la actitud del personaje criticado. Por
otra parte, como queda dicho ya, expone don Leandro en la
Advertencia al texto de 1825 que tuvo que idear las
justificaciones, falsas, por supuesto, aunque bastante
verosímiles, de la pupila para ver de atenuar la
estúpida credulidad de Sganarelle, «que en la pieza francesa es notoriamente
excesiva»
. Estos dos ejemplos permiten apreciar las
dificultades que experimentaría Moratín al trasladar
a su época y a su tierra una obra extranjera y ya antigua, y
destinada a otro tipo de público, para conseguir un
determinado equilibrio, un término medio, entre dos formas
no necesariamente coincidentes, si bien tampoco inconciliables, de
concebir la comicidad.
La
adaptación del tema de L'école des maris a la España de
principios del XIX supuso una reelaboración de la comedia
original: varios pasajes de la escena 2.ª del acto primero
pasaron a formar parte de la anterior, sustituyendo el parlamento,
carente ya de interés, sobre la indumentaria del XVII, de
manera que al alzarse el telón podían ya exponerse
las dos concepciones de la educación de las niñas que
forman el núcleo del enredo (la prótasis). El final
del acto tercero, totalmente modificado, intenta atenuar las
consecuencias peligrosas para la institución familiar de una
educación demasiado opresiva; por ello hace Moratín
que insista don Manuel en la necesidad del depósito no ya de
Leonor, sino de doña Rosa, por fin descubierta, y de la
celebración del matrimonio al día siguiente, para que
todo vuelva a su cauce. El desenlace del dramaturgo francés,
por su parte, muestra, como se ha escrito, que Molière,
«por temperamento, está a favor
del orden sólo en la medida en que excluye la
coacción; [...] se trata para él menos de
salvaguardar una institución que de hacerla tolerable,
abrirla a las exigencias superiores de la vida»
. Se ve
por lo tanto concluir la obra con la imagen de un Sganarelle
despechado y ridículo, al que Isabelle «no quiere rogarle que acepte
disculpas»
, mientras que las recriminaciones dirigidas
por doña Rosa a don Gregorio, personaje
«negativo» al fin, suponen a pesar de todo la
pervivencia implícita de las relaciones de dependencia que
unen, siguen uniendo, a la pupila con su tutor.
El estilo de
La escuela de los maridos recuerda el de las dos comedias
moratinianas en prosa, La comedia nueva y, sobre todo, por
más próxima en el tiempo a La escuela de los
maridos, El sí de las niñas, pues la
prosa es la que permite crear mayor ilusión, conferir
más naturalidad al diálogo; una prosa nutrida de
modismos familiares, coloquiales, sin caer nunca en la vulgaridad:
don Leandro prefiere multiplicar los eufemismos a escribir
simplemente «cornudo»
, por lo
cual es casi ocioso recordar que la ocurrencia final de Ergaste
según la cual Sganarelle nació para cornudo, si bien
no lo es más que en ciernes («Au sort d'être
cocu son ascendant l'expose / Et ne l'être qu'en herbe est
pour lui douce chose»
) no la oyeron los
espectadores de 1812 porque «ya no lo
sufría la decencia del teatro»
. Precisamente para
compensar muchas supresiones de expresiones más propias de
la farsa que de la comedia, Moratín, ayudado por su
experiencia de dramaturgo, insiste más en la mímica
de sus personajes, utiliza expresiones nuevas, actitudes y efectos
escénicos, reiterándolos con frecuencia: «añadió -escribe- nuevos donaires
cómicos y nuevos rasgos característicos, para suplir
con ellos lo que podía perderse en los pasajes que le fue
necesario variar o suprimir»
. Se mostraba más
prolijo a este respecto en una página del prólogo de
la primera edición, cuyo texto reproduce en la de 1825,
confirmando por lo tanto que no han variado sus ideas al cabo de un
decenio largo, pudiendo escribir con no poca satisfacción, y
en tercera persona: «La comedia
española (decía frecuentemente Moratín)
ha de llevar basquiña y mantilla; y si en las
piezas originales que compuso se advierte religiosamente observada
esta máxima, puede asegurarse que en la Escuela de los
Maridos no aparece el menor indicio de su procedencia: tal es
la imitación fiel de las costumbres nacionales que en ella
se advierte, y tal es el diálogo castellano con que supo
animarla y hacerla española»
.
La tirada de
La escuela de los maridos en 1812 fue de 2.000 ejemplares,
más 30 en papel fino, cobrándose el impresor unos
2.700 reales. La «admirable
traducción [...], tan superior a su original del Menandro de
Francia»
, al decir de Emilio Cotarelo, se estrenó
en Madrid durante el «año del
hambre»
, el 17 de marzo, con ocasión de la
onomástica del rey, con decoraciones nuevas,
manteniéndose en cartel tres días seguidos,
después de los cuales dio fin a sus representaciones la
compañía y se clausuró la temporada teatral de
1811-1812. El sainete, Los viejos de moda, representado
con cierta regularidad desde varios decenios atrás, era de
Ramón de la Cruz. Al final de su Advertencia de
1825, elogia Moratín a Isidoro Máiquez, que hizo el
papel de Enrique, «acostumbrado a
sobresalir en otros de más difícil
desempeño»
, a Josefa Virg (doña Rosa),
Eugenio Cristiani (don Gregorio), María García y
Gertrudis Torre. La comedia se repuso cuatro veces en 1812, esto
es, durante el año cómico siguiente de 1812-1813, la
tercera, estando en Madrid los ingleses, el 10 de septiembre; tres
veces en 1813-1814, con dos días seguidos el 14 y el 15 de
septiembre; otras tres en la temporada siguiente, mientras en el
teatro de la Cruz se representaban casi todas las comedias
originales del autor. No reaparece hasta el 31 de diciembre de 1816
en sesión de noche; después, ya no se pone en cartel,
al menos hasta diciembre de 1818; de 1830 a 1839 se repuso tres
veces, y una más en 1849. En Barcelona se documentan
representaciones de la obra a partir del 8 de julio de 1814, y en
1815, 1817, 1818, 1820 y 1827; en Sevilla, a partir del 29 de
diciembre de 1813 y hasta 1834, sin perjuicio de sesiones
ulteriores. A raíz de su primera publicación por
Villalpando, la comedia se editó en Valencia por José
Ferrer de Orga (1815) y, a los pocos años, por Ildefonso
Mompié (1822). Se incluyó en las Obras selectas
de Molière en francés y español traducidas por
D. Leandro Fernández de Moratín y continuadas por
Estanislao de Cosca Vayo, Madrid, Repullés, 1834-1836
(segunda ed., 1849).
También la dieron a luz, en Barcelona, N. Ramírez en
1864 («Museo dramático ilustrado») y, en 1906,
A. López («Teatro antiguo y moderno»); y, en
nuestra época, la reimprimió F. J. Hernández
con dos comedias más de Molière por cuenta de la
Editora Nacional (1977). Conviene señalar también una
edición en Buenos Aires (Molino, 1942, col. «Literatura
clásica»).
Ya se han citado
las Obras dramáticas y líricas publicadas
por Bobée, París, 1825 («Única edición reconocida por el
autor»
, el cual había cedido sus derechos al
abogado Vicente González Arnao); la siguiente, «en todo conforme con la única reconocida
por el autor»
, fue realizada por A. Coniam,
también en París, en 1826. En ambas ocupa La
escuela de los maridos el tomo segundo, con El
médico a palos y dos comedias originales de don
Leandro. Las otras publicaciones de conjunto que merecen recordarse
son la de la Real Academia de la Historia, 1830-1831, en cuyo tomo
III, vol. V, están las tres
traducciones realizadas por Moratín, y, de 1846, las
Obras de Don Nicolás y Don Leandro Fernández de
Moratín, por el benemérito Rivadeneyra en la
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