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La tribu liberal

José María Ferri Coll

Enrique Rubio Cremades





A lo largo de estas dos últimas décadas, la crítica ha perseverado en mostrar las huellas literarias que Francia, Alemania e Inglaterra dejaron en el Romanticismo hispanoamericano. En sentido contrario se ha venido recalcando cierto desdén de la América hispana respecto de la influencia literaria y cultural de España. Es evidente que estos juicios de valor no son totalmente exactos, y merecen matizarse, pues tanto en la dramaturgia romántica, como en la poesía y prosa se observa un claro trasvase de contenidos, motivos y temas que forman parte del acervo cultural peninsular. Sabido es que los líricos medievales y renacentistas, Lope de Vega, Calderón y otros ingenios barrocos influyeron en las letras hispanoamericanas de la época virreinal. El romancero y el teatro nacional fundamentalmente pervivieron asimismo en las creaciones literarias españolas e hispanoamericanas de las primeras décadas del XIX. Ya en esa centuria, la impronta de Larra así como la de otros autores románticos (Zorrilla, Rivas o Espronceda), que fueron admirados en Hispanoamérica, ha sido difuminada por la crítica anglosajona y francesa, especialmente. Las leyendas de Zorrilla y Rivas encontraron feliz acogida en Hispanoamérica, aunque de estos autores solo se han señalado de forma tímida las posibles concomitancias de su producción teatral con la escena romántica hispanoamericana. Asimismo el escritor romántico hispanoamericano no difiere en nada del arquetipo de escritor europeo en su poliédrica trayectoria literaria, en sus incursiones en los distintos géneros que configuran el Romanticismo: novela, poesía y teatro. Esta polifacética trayectoria se da, prácticamente, en la casi totalidad de escritores del momento. Incluso entre periodistas afamados, como en el caso de Larra, que escribió novelas -El doncel de don Enrique el Doliente-, dramas -Macías- y poesías ajustadas tanto a la preceptiva neoclásica como al movimiento romántico. Este singular sello, el arquetipo del escritor romántico, se percibe también con nitidez en las letras hispanoamericanas.

Mención aparte merece la influencia del costumbrismo romántico, que vino como anillo al dedo al proceso de emancipación de las antiguas colonias españolas. Una sociedad que aspira a formar un estado político independiente debe ser capaz de catalogar y difundir los signos distintivos que la hacen diferente de la metrópoli. Ese nuevo caldo de cultivo en que se gestaba la nueva nación por fuerza tenía que divulgarse a través de los periódicos, por lo que el artículo de costumbres se convertía en el género más adecuado para conseguir tal fin. El escritor, en suma, ya veía viejos e inadecuados los temas coloniales, que habían sido el asunto principal de la literatura americana hasta el XIX, y se quería subir al tren de la actualidad narrando a sus lectores las costumbres del momento. Como dijo el cubano José Victoriano Betancourt (1843-1885), «las costumbres forman la fisonomía moral de los pueblos». Algunos artículos de este revelan su admiración por Fígaro. Léanse «Yo quiero ser novelista» o «Gente ordinaria», por dar dos títulos como botón de muestra. La nueva sensibilidad literaria fue acogida con gusto por otro paladín de Larra, el mexicano Guillermo Prieto (1818-1897), quien, en un significativo artículo de 1845 rotulado «Literatura nacional», afirmó que «los cuadros de costumbres eran difíciles, porque no había costumbres verdaderamente nacionales, porque el escritor no tenía pueblo, porque solo podía bosquejar retratos que no interesasen sino a un reducido número de personas». De hecho, cuando Alcalá Galiano, en un artículo titulado «Consideraciones sobre la situación y el porvenir de la literatura hispanoamericana», manifestó que esta se hallaba en mantillas por haber renegado de sus antecedentes españoles, recibió en 1846 la airada respuesta de Echeverría (1805-1851), quien consideraba que el español deseaba que los escritores hispanoamericanos volvieran a los asuntos coloniales desatendiendo los temas contemporáneos, es decir, aquellos de que se había hecho cargo ya el costumbrismo. Así el artículo de costumbres llega a ser el termómetro social y político de una comunidad que aspira a subrayar sus valores propios frente a los que se habían importado de la península. En este contexto, el contenido liberal de algunos artículos de Larra y su exaltación de los regímenes constitucionalistas y sufragistas se acomodaban perfectamente a las pretensiones de esta hornada de escritores costumbristas hispanoamericanos. Basta con leer esta frase de Alberdi (1810-1884), escrita tras la muerte de Fígaro: «Los que deseen ver una muestra cabal de una literatura socialista y progresista, lean a Larra» (La Moda, noviembre de 1837). Solo hay que recordar el júbilo con que Fígaro había saludado la proclamación del Estatuto Real del 34, o el estreno madrileño de La conjuración de Venecia, acontecimientos que el periodista interpretaba como signos de un nuevo tiempo: «¡Un Estatuto Real, la primera piedra que ha de servir al edificio de la regeneración de España, y un drama lleno de mérito! ¡Y esto lo hemos visto todo en una semana!». El costumbrismo hispanoamericano se convierte, siguiendo este camino, en la primera forma de compromiso que adopta el escritor de aquel continente con la sociedad en que vive, modo de concebir la literatura que no será abandonado hasta nuestros días. El Romanticismo aportaba los ingredientes necesarios, y especialmente el que Larra había divulgado en 1836 bajo el famoso aserto de que la literatura «debía ser expresión de la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo». En la ideación de las nuevas naciones americanas, la figura de Larra interesaba porque ofrecía a los escritores una nueva manera de entender la literatura que convenía para el desarrollo de las empresas políticas emancipadoras que estaban triunfando en casi todos los países de Hispanoamérica. La nómina de seguidores latinoamericanos de Fígaro es bastante amplia aun conformándose con apuntar a los escritores más significativos. Delmonte y Heredia en Cuba; Guillermo Prieto en México; Alberdi en Argentina; Montalvo, que se confiesa aprendiz de la escuela de Fígaro, en Ecuador; Lastarria en Chile; Hostos en Puerto Rico; González Prada en Perú. Aglutinante de todos estos fueron su afiliación al liberalismo y su convicción de que la emancipación cultural respecto de la metrópoli debía ser provechosa para ellos. Repárese si no en el artículo que firmó Alberdi en El Iniciador de Montevideo titulado «¿Qué nos ha hecho la España?», en cuyas páginas se puede leer que «después de habernos gobernado por su autoridad, hoy nos gobierna por su espíritu». El simbolismo romántico del nombre de dicha publicación es muy acorde con la idea de progreso de Larra expresada en frases como la conocida: «El liberal es el símbolo del movimiento perpetuo». Es probable que el italiano afincado en Montevideo Gian Batista Cúneo inspirara el apotegma colocado al frente de todos y cada uno de los números del periódico y que, en italiano, expresaba: «Bisogna riporsi in via» seguido de su traducción al español: «Es necesario ponernos en camino». Estos a su vez entendieron la necesidad de crear en América una literatura nacional en la que no se percibieran los puntos de sutura que la ligaban a la tradición española.

Del mismo modo, la novela de costumbres española influyó en la narrativa hispanoamericana a través de Fernán Caballero, escritora de tránsito entre el Romanticismo y el Realismo, al igual que Alarcón. Es el caso, por ejemplo, de la novelista boliviana Lindura Anzoátegui de Campero o de la colombiana Soledad Acosta de Samper, escritoras admiradoras de la autora española tanto en sus reflexiones como en su andadura novelística. Como es bien sabido, Fernán Caballero gozó de gran prestigio, y su obra fue traducida y elogiada fuera de España por ser considerada una excelente narradora. La intención moralizadora, la contraposición de tipos, la naturalidad y sencillez de la exposición así como el prurito de las reflexiones morales se hallan por doquier en la obra de una de las más fecundas escritoras bolivianas, Soledad Acosta.

Por su parte, la novela histórica hispanoamericana presenta huellas indelebles de los principales autores españoles adscritos al relato histórico-folletinesco, como en el caso de Fernández y González, imitado hasta la saciedad y leído en la América hispana con no poca fruición. Fue digno rival de Walter Scott y sus novelas, especialmente El cocinero de su Majestad, Men Rodríguez de Sanabria, El condestable don Álvaro de Luna, El bastardo de Castilla, Obispo, casado y rey y La Jura de Santa Gadea fueron reeditadas en Hispanoamérica y publicadas por entregas en los principales periódicos durante el segundo tercio del siglo XIX. Los célebres escritores mejicanos Juan Antonio Mateos y Vicente Riva Palacio son los máximos exponentes de esta influencia española, al igual que el conocido escritor puertorriqueño Alejandro de Tapia y Rivera, cuyas novelas Póstumo el transmigrado: historia de un hombre que resucitó en el cuerpo de su enemigo y Póstumo envirginado o historia de un hombre que se trasladó al cuerpo de una mujer guardan estrecho parentesco con la novela de Fernández y González Historia de un hombre contada por su esqueleto.

Respecto de los contenidos de trasfondo histórico español en la narrativa hispanoamericana cabe señalar la presencia de personajes infartados en una trama o peripecia argumental cuyo desarrollo tiene lugar en un país específico de la América hispana. Un ejemplo de los muchos existentes es la célebre novela Antonelli basada en la época colonial de Felipe II o la debida a Vicente Riva Palacio La vuelta de los muertos, cuyo argumento reconstruye la vida de Hernán Cortés. Incluso, se publican novelas en México, por ejemplo, con un contenido basado exclusivamente en la historia de España, como la titulada El misterioso, de Mariano Meléndez Muñoz, donde se narra la azarosa y misteriosa vida de don Carlos, hijo de Felipe II.

En las páginas que siguen, lector, hallarás un conjunto de estudios agrupados en cuatro apartados genéricos: costumbrismo y prensa (Andueza y su Isla de Cuba pintoresca-, colecciones costumbristas cubanas; El Iniciador; El Corsario; Museo de cuadros de costumbres; colaboraciones americanas sobre el Romanticismo de Pardo Bazán; La América; El Repertorio Americano; Linterna mágica); poesía (panorama de las relaciones entre poetas de los dos continentes; temas poéticos; influencia española en la obra de Mª. Josefa García Granados; la poesía satírica de Juan Martínez Villergas; nuevas noticias sobre Jacinto de Salas y Quiroga); novela (Dolores de Gertrudis Gómez de Avellaneda; El nigromante mejicano; ideario romántico del novelista José Rizal); y teatro (la figura del indiano romántico; el indiano don Álvaro; Higuamota de Patricio de la Escosura). Se ha pretendido así ofrecer una muestra panorámica de las relaciones literarias entre la América latina y la España romántica del XIX. En algunos casos se presentan estudios totalmente novedosos sobre obras, autores, publicaciones periódicas muy poco conocidas y raramente estudiadas. En otros, se analizan creaciones literarias más conocidas y escritores de más relumbrón intentando ofrecer datos nuevos y una interpretación sobre la base de estos. Y en todos se ha perseguido ir señalando aquí y allá los hitos fundamentales de unas relaciones culturales, literarias y lingüísticas que nunca cesaron. Firman cada uno de los trabajos investigadores pertenecientes al Centro Internacional de Estudios sobre Romanticismo Hispánico Ermanno Caldera, fundado por el insigne maestro italiano en 1979 y nombrado así en la actualidad en su honor y memoria. Desde 1982, los miembros de la mencionada institución han ido publicando diferentes monografías consagradas al análisis de variados aspectos dignos de estudio, y circunscritos siempre al ámbito del Romanticismo. Así han salido de las prensas libros sobre el teatro, el lenguaje, la narrativa, lo lúdico, el costumbrismo, la poesía, las teorías románticas, la literatura de los exiliados, etc.1Completa tal catálogo de estudios este que aquí se presenta consagrado a las relaciones entre Hispanoamérica y España en el momento en que las recién nacidas repúblicas americanas se habían sumado a la idea de progreso, divisa que aglutinaba a los jóvenes románticos españoles. El influyente escritor porteño Echeverría ya lo había hecho notar en unas páginas de gran interés histórico (Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37): «La palabra progreso no se había explicado entre nosotros. Pocos sospechaban que el progreso es la ley de desarrollo y el fin necesario de toda sociedad libre».





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