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Las perdidas «Cartas turcas» de Meléndez Valdés


Philip Deacon


University of Sheffield



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Para Georges Demerson

La publicación en 1973 de la monografía de Paul-Jacques Guinard, La Presse espagnole de 1737 à 1791. Formation et signification d'un genre, seguida en 1978 por el estudio bibliográfico y documental de Francisco Aguilar Piñal, La prensa española en el siglo XVIII. Diarios, revistas y pronósticos, han puesto de relieve de una manera contundente la importancia de la prensa en la vida cultural española de aquel siglo, especialmente a partir de 1762, año del primer número de El Pensador1. Las publicaciones periódicas del XVIII no sólo transmitían al público lector la información cultural del momento y las polémicas de la minoría ilustrada, sino que a veces servían de vehículo para los escritores de literatura de creación, si bien el formato se prestaba idealmente a géneros como el epistolar o el poético que se ajustan a los límites físicos de uno o dos pliegos.

La labor de descubrimiento, clasificación y análisis llevada a cabo por el profesor Guinard ha hecho patente que la prensa periódica abarcaba todos los tópicos literarios que se encuentran en publicaciones menos pasajeras, y que muchas veces los editores podían imprimir escritos que de otra manera   -448-   se hubieran visto mutilados por la censura e incluso prohibidos2. Un hecho ya puesto de relieve por investigaciones anteriores es que escritores de los más conocidos del dieciocho se sirvieron del anonimato de esta forma de publicación para dar a conocer algunos de sus escritos. Por ejemplo, a finales de 1787, el célebre poema de Juan Meléndez Valdés «La despedida del anciano» fue publicado por primera vez como Discurso CLIV de El Censor, seguido en el Discurso CLV por la «Segunda sátira a Arnesto» de Jovellanos3; y en 1788 dos de las Cartas marruecas de José de Cadalso aparecieron en las páginas del Correo de Madrid antes de su publicación seriada y casi completa el año siguiente en la misma revista4.

El género epistolar se presta fácilmente a la publicación por entregas, y no es de extrañar que se encuentre en muchas revistas5. En la década de 1780, como complemento a las Cartas marruecas, el joven amigo de Cadalso, Meléndez Valdés, compuso una obra que tituló Cartas turcas. Estas se suponían totalmente perdidas hasta que hace algunos años el crítico norteamericano Russell P. Sebold publicó lo que parece ser la primera de ellas como apéndice a una recopilación de artículos suyos titulada El rapto de la mente6. El texto allí impreso pertenece a un manuscrito que le regaló el poeta y profesor Germán Bleiberg, y lleva la fecha de 1788. Esta carta, sin embargo, ya había sido impresa, seguramente por primera vez, en el Diario de Madrid del 10 de diciembre de 17877, y, lo que es más importante, nueve   -449-   días más tarde apareció en el Correo de Madrid una contestación, hasta ahora desconocida, a la primera carta8. En ambos casos se omite el nombre del autor, pero dada la coincidencia de títulos y la presencia de obras de Meléndez en otras publicaciones durante el año de 1787, la atribución de estas dos composiciones al poeta extremeño parece fuera de duda.

La vida académica de Meléndez en la Universidad de Salamanca, donde ocupó la Cátedra de Humanidades desde 1781, fue descrita en un detallado estudio de Emilio Alarcos García, que ha sido complementado posteriormente en la magistral biografía del poeta hecha por Georges Demerson9. En ella se nos dice que durante los últimos años de su destino en Salamanca, Meléndez acudía a menudo a Madrid para pretender a otros cargos, y que aprovechaba sus estancias en la corte para promover su carrera literaria. El 14 de julio de 1787 habría atraído la atención del público culto con la recitación de una oda suya en la Academia de San Fernando10, y en el otoño del mismo año apareció «La despedida del anciano» en El Censor. La primera mención concreta de las Cartas turcas ocurre también en 1787 en las páginas que Juan Sempere y Guarinos dedica a Meléndez en el cuarto tomo de su Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reynado de Carlos III. Sempere no hace más que constar en una breve nota la existencia de la obra, titulada allí Cartas de Ibrahin, y parece indicar que todavía no había salido impresa11. La obra de Meléndez coincidía con un periodo de renovado interés por la nación turca en el plano   -450-   político. Los esfuerzos diplomáticos españoles condujeron en 1782 a una consolidación formal de la amistad entre las cortes de Madrid y Constantinopla. En 1784 Carlos III envió a la capital turca un barco cargado de regalos para el «Gran Señor», acción que se conmemoró en 1790 con la publicación del Viage a Constantinopla, que incluye una descripción de las costumbres y del sistema político de la nación otomana12.

A finales de 1788, después de la primera publicación de las dos cartas, Meléndez pide permiso al Consejo de Castilla, con otros dos profesores de la Universidad de Salamanca, para imprimir cuatro obras -la tercera de las cuales es la titulada Cartas marruecas- explicando así los orígenes y naturaleza de su propia composición:

Pero como estas cartas [las marruecas] no abrazan un juicio de todas nuestras cosas, y hay mucho de bueno y malo en nuestras costumbres, que debiera tener lugar en ellas muy oportunamente, uno de nosotros se ha tomado el trabajo de completarlas, añadiendo un tomo tercero de Cartas Turcas, en que con la misma ficción de un Turco viajante se suple y llena lo que el desgraciado Don Josef Cadahalso dejó de decir en sus Cartas Marruecas13.



La instancia demuestra desde el principio una timidez que pudiera parecer excesiva dado que ya se habían publicado extractos de las dos series de cartas. En el primer párrafo afirma que «los suplicantes [...] están dispuestos a corregir cuanto sus revisores más escrupulosos pudieren tropezar de reparable en estas obras», y más tarde añade, refiriéndose a las Cartas marruecas, que el autor no toca «a la Religión ni al Estado, dos puntos extraordinariamente delicados». Pese a la aprensión de los suplicantes, el Consejo de Castilla concede el permiso. Una justificación del recelo puede encontrarse en las nuevas ordenanzas sobre la prensa periódica promulgadas el 2 de octubre de 1788, en las que se adoptaba una postura mucho más dura contra obras supuestamente   -451-   satíricas y se prohibía la ocultación de nombres de autores y de títulos de obras traducidas14. Pero el hecho es que, a pesar de satisfacer todos los requisitos previos, ni las Cartas marruecas ni las Cartas turcas llegaron a publicarse enteras como resultado de esta tentativa de Meléndez15.

En el Correo de Madrid donde apareció la segunda carta, o Carta de Fátima en Constantinopla a Ibrahim en Madrid, la composición va precedida de unos versos y una carta introductoria:


   Madrid carta.
Así como la critica corrige,
la Satira desdora y vilipendia,
y de critica á Satira es forzoso,
distinguir en sus usos diferencia.

Muy Señor mio y mi dueño: desde que me hice su corresponsal constante, llueven en mi casa villetes y cartas de las quatro partes del Mundo. En el dia me hallo con una de Stamboul. Corte vastísima de Turquia, sin saber el Paquevót que la ha conducido. Su contexto puede muy bien ocupar alguna parte de su correo, y así, hay va en cuerpo y alma, para que Vm. la dé el uso que merezca, y espera su seguro y afecto servidor. Don Lucas Alemán y Aguado.



El firmante de la carta, Lucas Alemán y Aguado, es uno de los colaboradores más asiduos del Correo, como indican sus propias palabras. En las páginas preliminares al tomo segundo de la revista se explica que el nombre es anagrama de Manuel Casal, quien además de escribir para el teatro, contribuía en varias revistas de esta época16. En otra publicación suya se apoda «El postillón del Correo de Madrid», y la asiduidad de sus colaboraciones a esta revista lleva a suponerle uno de sus redactores. En el mismo folleto revela su tendencia, evidente también en el caso de la Carta de Meléndez, a atiborrar sus escritos con un sinfín de preliminares antes de entrar en materia. En un folleto de dieciséis páginas no inicia su argumento hasta la página seis, y las cuatro últimas   -452-   constan de versos que reiteran lo ya dicho en prosa17. Hasta el momento se desconocen las relaciones que pudieran haber existido entre Casal y Meléndez para explicar su papel intermediario en la publicación de la Carta.

De las declaraciones que contiene la Instancia al Consejo de Castilla se desprende que Meléndez concibió su obra como complemento a las Cartas marruecas, pero debemos tener en cuenta también la posible influencia de las Lettres persanes de Montesquieu, que a su vez sirvieron de modelo a la obra de Cadalso18. La veneración de Meléndez por el escritor francés databa de muchos años antes. En una carta de 1778 a su contertulio en Salamanca Ramón Cáseda, Meléndez pidió un retrato de Montesquieu, y en 1782 se encontró en su biblioteca una edición parisina en siete tomos de las obras del Barón. Siete años antes de que apareciera la primera Carta en el Diario de Madrid, Meléndez se había propuesto la idea de imitar las Lettres persanes. En una carta a Jovellanos fechada en Salamanca el 16 de julio de 1780, Meléndez proponía, para dar más interés a sus cartas personales:

escribir ya siempre en el gusto y estilo de los persianos [sic] de Montesquieu, eligiendo aquellos puntos que se me presentasen ó v.s. tal vez me propusiese [...] escribiendo precisamente cada semana ó cada quince dias, escribiendo de un estilo ligero y breve, bagatelas tal vez y tal vez cosas serias [...]. Mi modelo seria Montesquieu19.



Con sólo las dos cartas disponibles es imposible hacer suficientes comparaciones para emitir un juicio firme sobre las influencias que operaron en Meléndez, pero a juzgar por   -453-   las dos primeras Cartas turcas la impronta del autor francés parece más acentuada que la de Cadalso.

Una primera influencia de Montesquieu puede detectarse en la elección del nombre de Ibrahim. En la Lettre CXLI, Rica, uno de los viajeros persas, hace referencia a la historia de un marido celoso, llamado Ibrahim20. Uno de los rasgos del homónimo personaje de Meléndez es su carácter celoso y bien pudiera ser ésta la razón por la que lleva el mismo nombre. De acuerdo con el formato epistolar, Meléndez, al igual que Cadalso y Montesquieu, encabeza las cartas con los nombres del destinatario y del remitente, pero en contraste con Cadalso, acentúa la naturaleza orgánica de las cartas mediante las fórmulas epistolares empleadas al principio y final, cuyo tono, además de reflejar y llamar la atención sobre lo exótico de la persona que las utiliza, permite evocar un estado mental y sugerir así una caracterización particular.

Cuando prestamos atención a lo narrado en las Cartas turcas, vemos que el elemento más claramente influenciado por Cadalso es la justificación de la presencia de Ibrahim en España. Montesquieu, con un gesto típicamente ilustrado, utilizó como pretexto el deseo de Usbek de conocer las costumbres de otros países, mientras que en la obra de Cadalso, Gazel entra en España como parte de la comitiva del embajador marroquí, permaneciendo en el país tras la visita oficial21. Este es también el motivo de Ibrahim, aunque Meléndez sugiere que su observador turco es un visitante a regañadientes, cuyo deseo de obedecer a su «Gran Señor» es lo que le obliga a permanecer en tierras lejanas a su patria. La consecuencia de esta diferencia entre Meléndez y Cadalso es que este último hace uso del prolongado contacto de Gazel con España para justificar un examen más profundo del pasado y presente del país.

Por otra parte, Cadalso no explota -quizá porque no cuadra con sus intenciones- una de las técnicas características   -454-   de la literatura de viajes: la del testigo inocente que reacciona espontánea y a menudo ingenuamente ante lo que ve22. Ibrahim, sin embargo, al igual que Rica y Usbek, escribe como si todavía estuviera bajo la influencia de lo que ha presenciado. En Montesquieu esta técnica permite que los personajes modifiquen sus reacciones iniciales tras reflexión o nuevas experiencias, y es un recurso que posiblemente aprovechara también Meléndez en el resto de su obra. Asimismo, puede apreciarse una inmediatez en la presentación de las Cartas turcas. Tal como aparece en el Diario de Madrid, la primera carta sumerge al lector de golpe en el mundo ficticio de Ibrahim y Fátima, con sólo el título como orientación. Se impone al lector la tarea de ir recogiendo claves, a medida que va leyendo, para explicarse la existencia de la carta. Cadalso, por otra parte, precede sus Cartas marruecas de una Introducción que amortigua el impacto que pueda recibir el lector al verse expuesto directamente a la primera carta23.

A pesar de los acertados ataques que lanza Meléndez contra la falta de ilustración de sus compatriotas en «La despedida del anciano», la impresión que se desprende del conjunto de su obra poética no es la de un autor satírico. El tono de las dos Cartas turcas es más bien suave, y corresponde a la actitud crítica indicada en los versos que preceden la carta de Casal. El blanco principal de las dos cartas de Meléndez es la conducta femenina, y como crítica de costumbres es, según los versos preliminares, claramente incontrovertible. Mientras que Montesquieu no tiene inconveniente en poner al descubierto el despotismo del Rey, Luis XIV24, Meléndez no repara en elogios a la familia real española: Carlos III, el Príncipe de Asturias -futuro Carlos IV- y su esposa María Luisa. Las palabras de Ibrahim producen en el oído del lector moderno un impacto parecido al efecto que tiene en el espectador de hoy el cuadro de Goya La familia de Carlos IV25. La descripción de María Luisa «tan cubierta de ricas y preciosas joyas que parece que todas las minas del Oriente   -455-   se habían agotado para adornarla» trae a la memoria el retrato de Goya, y a la luz del debate sobre los artículos de lujo que se entabló en el siglo XVIII, este comentario incluso invita al lector a dar un sentido irónico a la descripción26. Sin embargo, la tentación de atribuirle tal intención al autor debe descartarse.

Otro comentario de Ibrahim, perteneciente al terreno político, que se había convertido en lugar común entre los extranjeros de carne y hueso que visitaron la España del siglo XVIII, hace referencia a la prosperidad de Cataluña, especialmente la zona de Barcelona. Para el viajero ficticio de Meléndez, al igual que para Gazel en la carta XLV de las Cartas marruecas, los barceloneses habían logrado la doble finalidad que se proponían los hombres de la ilustración: llegar a ser ricos y conseguirlo por sus propios esfuerzos27. El simple hecho de resaltar la laboriosidad de la población catalana sugiere, por contraste, que esta virtud no era compartida por los demás españoles y, en efecto, las actividades de los madrileños descritas en la segunda parte de la carta presuponen una sociedad dedicada a los placeres de una vida de ocio.

Mediante el uso de un estilo elevado, Meléndez consigue varios efectos irónicos y humorísticos en sus cartas. Se recordará que Cadalso apuntó al genio de la lengua árabe para excusar el estilo de sus corresponsales, de la misma manera que Montesquieu confiesa haber suavizado el tono de la «langage asiatique», nombre que se da también al estilo elevado en los manuales de retórica28. La elevación es más evidente en los principios y finales de las cartas, pero a veces Meléndez utiliza el juego dialéctico entre los dos corresponsales para poner de manifiesto la posible hipocresía encubierta bajo la hinchada retórica. Así, la frase de Ibrahim «que su santo Profeta te llene de consuelo en mi ausencia» cobra otro matiz cuando al final de la carta revela su preocupación por la seguridad del harén, y Fátima, en la suya, le   -456-   reprocha sus celos. Igualmente sus profesiones de fidelidad a Fátima se ven bajo una luz menos virtuosa cuando revela que, contrario a lo que esperaba, no se siente atraído por las españolas, punto recogido por Fátima, cuyas palabras al respecto dan más redondez a la caracterización de su marido.

A veces el estilo, por la dignificación de lo descrito, enmascara el tono crítico del autor a la vez que distancia a los dos corresponsales de la realidad que revelan. Cuando Ibrahim menciona las «mayores caricias» que dispensan las españolas a su señor, el lector atento puede interpretar estas palabras y darles el significado que encubre el eufemismo. De manera semejante, la referencia al carácter de los franceses que muestran «una alegría tan propia de su nación» encubre el lugar común dieciochesco que atribuía frivolidad a la nación francesa.

Meléndez crea un complejo caso de ironía a expensas de ambos corresponsales con motivo de la atracción que su jefe turco ejerce sobre las españolas que le frecuentan. El lector puede sentirse superior porque sabe que la causa de esta atracción no estriba en su barba -como cree Ibrahim- ni en su carácter y dignidad -como opina Fátima- sino en motivos más materialistas. El párrafo siguiente, en el que afirma que la esencia de rosas las enloquece hasta el punto de casi prostituirse por ella, refuerza la crítica, pues la comparación de su comportamiento con el de las bailarinas y cantantes que actúan en las bodas de los grandes señores turcos sería fácilmente comprendida por los lectores españoles. La atención de Ibrahim se centra en las mujeres y en el aspecto moral de su conducta, pero el lector, consciente del carácter de los corresponsales, es capaz de juzgar las críticas según otra escala de valores. Ibrahim califica la conducta de las mujeres españolas de «cierta libertad tan opuesta a nuestras costumbres» y finalmente la contrasta con las buenas cualidades de las mujeres turcas: «recato», «suavidad de trato», y «respeto a sus maridos». En realidad lo que Ibrahim llama libertad no es más que el hecho de que las españolas no vivan completamente subordinadas a sus maridos, y actúen de acuerdo con sus inclinaciones.

Las críticas de Ibrahim son típicas de cualquier texto de la época. La contestación de Fátima, sin embargo, revela un esfuerzo por parte del autor para mostrar la otra cara de la   -457-   moneda y responder a las críticas negativas de signo masculino. De la misma manera que las profesiones de fidelidad y devoción de Ibrahim condicionan su censura de las mujeres españolas, así también la respuesta de Fátima debe ser leída a la luz de lo que se percibe de su vida conyugal. A la reacción negativa de Ibrahim ante el supuesto descaro de las mujeres españolas, Fátima contrasta las «cualidades y potencias» de las mujeres turcas que «yacen extinguidas en los obscuros senos de la ignorancia, por falta de cultivo». Así, mientras Ibrahim ve confirmados sus prejuicios con respecto a las buenas cualidades de las mujeres turcas como resultado de su salida al extranjero, Fátima recluida en sus país, saca una lección distinta en cuanto al potencial de estas mujeres que no llega a realizarse debido a la falta de educación, tema que constituye un tópico característico de la ilustración dieciochesca29.

En realidad, Fátima no acepta ninguna de las críticas de su marido y es capaz en todo momento de encontrar una explicación válida a la conducta de las mujeres españolas, que puede sintetizarse en su frase «La que llamáis libertad en tales mujeres yo la diría vida sociable, sin la preocupación de la nuestra». Para ella, que no la disfruta, la libertad es algo «que dio naturaleza a todo ser viviente». Según Fátima, los maridos españoles gozan de «una razón más clara» que les hace tratar a sus mujeres en un plano más igualitario, y sus palabras dejan traslucir claramente que le duele la sujeción a que se ven forzadas las mujeres turcas, ella incluida. Considera que la actitud de los turcos revela un «indiscreto celo» o «imaginaria desconfianza» cuya consecuencia es que las mujeres sean tratadas como esclavas y los hombres actúen como tiranos. Teniendo en cuenta el desenlace de las Lettres persanes, que como sabemos terminan en la rebelión del harén de Usbek tras la ausencia de su autoritario dueño, es de lamentar que no tengamos el resto de esta obra de Meléndez para averiguar cómo se resuelve la tensión presente en las palabras de Fátima30. Es muy posible   -458-   que, de haber sobrevivido, las Cartas turcas hubieran representado una contribución significativa en la historia de la literatura narrativa del siglo XVIII31.





A continuación reproduzco las dos cartas según aparecen en el Diario de Madrid y en el Correo de Madrid. En el caso de la primera se notarán ligeras variantes con respecto al texto publicado por Sebold. A mi parecer el texto del Diario de Madrid es superior. Modernizo la ortografía, salvo en casos que indican una pronunciación distinta, y la puntuación.




Apéndice


Carta de Ibrahim en Madrid a Fátima en Constantinopla

Que el todopoderoso Alá colme tu corazón de verdaderos placeres, virtuosa Fátima, y que su santo Profeta te llene de consuelo en mi ausencia. ¡Oh! ¡ Cuán dolorosa es para tu esposo! Sabes muy bien los sollozos que me costó la separación del lado de la más amable de mis mujeres, y que fue un efecto de obediencia. Las generosas promesas del Gran Señor pudieron sólo vencerme a seguir su representante a tan remotos climas, y a dejar la capital del mundo. Apenas la perdí de vista cuando pensé morirme de dolor, creyendo que quizá no volvería a verte; pero los marineros32 que nos transportaban se esforzaron para mitigar mis penas, a usar de toda aquella alegría tan propia de su nación, y que no los abandona ni aun en los mayores peligros. Nuestra navegación fue feliz. Desembarcamos en una ciudad llamada Barcelona, poco mayor que Pera33, y no puedo pintarte la impresión que me hizo tanta variedad de objetos, tan extraños para un musulmán. Lo que más me sorprendió fue ver venir al puerto un crecido número de mujeres sin velo alguno y enteramente descubiertos sus rostros. Confiésote, bella Fátima, que aunque por los libros que había leído en mi juventud sabía ser ésta la costumbre de casi toda la Europa, no dejaba de admirarme a cada instante. Un día podré referirte por menor la idea que formé de esta primera ciudad de España, y hoy me limito a decirte que me pareció compuesta de gente industriosa   -459-   y rica. Nadie vi pobremente vestido y nadie ocioso. Sus inmediaciones están pobladas de casas de campo, entre las cuales hay alguna que podría servir para uno de nuestros bajáes. Desde esta ciudad nos encaminamos a la corte del gran monarca de las Españas. El país que atravesamos es muy desigual: no habíamos andado ochenta millas cuando creí estar en los dominios de otro soberano. Llegamos por fin al sitio en que demora el Emperador de las Españas, y quedé sorprendido de la sumptuosidad de su palacio y jardines. Te aseguro que serían dignos de que los poseyese el Gran Señor que nos manda. Días enteros te entretendré, querida Fátima, contándote el respeto que infundió en todos nosotros el aspecto de este gran Príncipe el día que dio audiencia a nuestro Jefe. Sentado en un trono guarnecido de perlas y piedras preciosas, y rodeado de infinitos bajáes cubiertos de oro y adornados con cintas de diferentes colores, distintivo, según nos dijeron nuestros dragomanes, del nacimiento o de grandes acciones en la guerra, inspiraba a todos la mayor veneración. En su semblante se dejaba ver una nobleza y una bondad que en aquel momento estoy para decir hubiera querido ser cristiano para ser su vasallo. Vimos el mismo día al Príncipe heredero, cuya noble figura indica una alma no menos bella; y nos presentaron a la Princesa su esposa. Aunque estaba tan cubierta de ricas y preciosas joyas que parece que todas las minas del Oriente se habían agotado para adornarla, no fue esto lo que atrajo nuestra principal atención. Su gracia y agrado cautivaron nuestros corazones, en quienes quedará grabada eternamente la representación de su majestuoso rostro. La magnificencia del Reis Effendi y su buen trato para con todos nosotros, podría hacer el asunto de una larga carta que te prometo para otra ocasión; pero en ésta quiero decirte algo de las mujeres españolas, imaginándome que estarás ansiosa de saber lo que me han parecido. Empiezo por jurarte por nuestro santo Profeta, bella Fátima, que ni por pensamiento te he ofendido con ninguna de ellas, en lo que no he hecho gran mérito, porque me ha repugnado bastante su modo de adornarse. Ninguna de ellas debe tener frente o, si la tiene, debe estar llena de excrescencias, pues todas llevan el pelo sobre las cejas; y así, lo primero que se descubre es su nariz. La que quiere pasar por más hermosa es la que más se la cubre. En cuanto al traje, no me atrevo a decir, pero hecho al de nuestras mujeres no me gusta el de éstas. Lo que más me disgusta es el observar cierta libertad tan opuesta a nuestras costumbres. Creerás, amada Fátima, que vienen a vernos a nuestra morada, que nos tienen casi sitiados... ¡y que pasan horas enteras mirándole a la cara a nuestro Jefe! He llegado a creer que su barba las electriza, pues me parece que es donde fijan más los ojos; bien es verdad que aquí los hombres parecen eunucos. La esencia de rosa tan común entre nosotros, es un poderoso talismán que hace todo género de milagros. Con sólo echar nuestro Jefe   -460-   unas gotas en el pañuelo de algunas de estas damas las he visto entrarse con él en el coche y hacerle las mayores caricias. Acostumbrados nosotros musulmanes a no ver mujeres juntas con hombres extraños, sino cuando acuden compañías de bailarinas y cantatrices a las bodas de grandes señores y eso aun con máscaras en la cara, nos hemos maravillado mucho de estas concurrencias. El recato de nuestras mujeres, la suavidad de su trato, y el respecto a sus maridos, podría servir de norma a las de estos países; pero sin duda no deben de querer mucho a los suyos cuando tanto apetecen la compañía de otros hombres.

A Zaira y a Zelmira dirás que tienen parte en mi corazón. Tú sabes, bella Fátima, que eres la que preferiré siempre a ambas, y que durará mi cariño hasta mi último aliento o hasta que pases a aumentar el número de las hurís, que el Profeta promete en premio de sus virtudes a los buenos musulmanes. A mi primer esclavo Ismael encargarás que vigile sobre que ningún mortal se acerque a mi harém, y que use de la fuerza si alguno lo intentare. No tengo celos: es de almas bajas el tenerlos; pero debo procurar que ningún hombre tenga la osadía de querer profanar con la vista las que he elegido para mi felicidad. Que Alá prolongue el hilo de tu vida, en lo que consiste el mayor bien de

Ibrahim.




Carta de Fátima en Constantinopla a Ibrahim en Madrid

El omnipotente Alá, que siempre fue, al cual no hallamos principio y que sostiene los cielos sin pilares, inflame tu magnánimo espíritu, Ibrahim amado; y su justo Profeta te conduzca a mis ojos con salud robusta. ¡Oh cuánto cuesta a tu esposa Fátima este cuidado! Sabes muy bien las tiernas lágrimas con que remuneré los sollozos, que en la tuya me pintas, a la dura separación de mi lado. La obediencia y amor a nuestro soberano vencieron tu cariñosa repugnancia. Y al aire de mis suspiros surcaste el undoso piélago para España. ¡Oh memoria para mí funesta! Desde este amargo día (puedes creerme) no doy al reposo su tributo. Sólo me es objeto grato mirar el mar que hospedó tu nave, y con la renovación de este sentimiento, dulcificar mi pena. Hoy es cuando alumbra para mí más benigno astro con tu carta, pues en ella calma mi tormento. Con la noticia de tu feliz arribo a esa metrópoli tranquiliza mi zozobra. No dudo tu sorpresa al ver al Emperador de   -461-   las Españas, con la majestad que le retratas. Ya yo tenía una idea de su magnificencia por una esclava que vino a mi compañía. De su bondad, virtud y nobleza vivo bien informada, no menos que de las bellas prendas del Príncipe heredero y su agradable, graciosa y benigna esposa. Sin duda alguna tú y tus compañeros íbais persuadidos a ser hijos de una exageración pomposa las noticias que del imperio español teníais. Sólo Constantinopla os parecía ser la opulenta, noble, hermosa y rica ciudad del universo, y en Madrid halláis otra nueva Constantinopla que os admire. Alégrame por vida mía vuestro desengaño. La representación del Reis Effendi, es forzoso corresponda a la de su gran monarca. De su integridad, amor patricio, caritativo celo y dulce trato, ya me hizo bien capaz la dicha esclava. No podía menos de corresponder a su plácida benevolencia el generoso estilo con que refieres os ha tratado. Esta expresión sola parece que atempera la acritud de mis sensibles pensamientos, pues sabes me son trascendentales tus satisfacciones. En cuanto a las damas españolas, no sé que te diga. Creo (sin que por nuestro Profeta santo lo jures) que ni por pensamiento me habrás ofendido con ninguna de ellas como dices. En esta parte te hago el honor que tú mereces; pero ¿quién sabe si este efecto le hace en ti el decoro a la religión musulmana, o la repugnancia que expones te han causado su adorno y trato? Yo sé que tales mujeres son generalmente afables, cariñosas y expresivas; sé que se hallan adornadas de bellas cualidades y potencias; sé que éstas brillan en la sociedad cuanto las nuestras yacen extinguidas en los obscuros senos de la ignorancia por falta de cultivo; y sé al fin que son españolas, a cuya natural y airosa gracia confiesan las demás europeas vasallaje. Tú mismo ibas persuadido a esta verdad cuando partiste, con que si ahora no te complacen, más será efecto de tu amor para conmigo que de su desmerecimiento tu disgusto. El pelo sobre las cejas que dices llevan y demás adorno en el traje, será acomodado a su país, como lo es al nuestro el que en vosotros admirarán esas gentes. Cada nación tiene su peculiar extrañeza respective a las otras, y el dominio de la moda en España hace semejantes mujeres. La que llamáis libertad en tales mujeres yo la diría vida sociable, sin la preocupación de la nuestra. Llevados vosotros de un indiscreto celo o acaso de una imaginaria desconfianza, fundáis vuestro cariño en un rigoroso extremo. Encerradas en nuestros harems toda la vida, privadas de aquella común prerrogativa que dio naturaleza a todo ser viviente y custodiadas de unos feroces y negros eunucos, representamos el papel de esclavas en calidad de esposas, y así admiráis que otros hombres, dictados de razón más clara, traten a sus mujeres como compañeras y las den lugar en sus comunicables placeres, festines y diversiones. Hácense noblemente cargo que no nacieron sus súbditas sino sus semejantes, y fuera del derecho que a su honor compete; en lo demás que el decoro permite, no obran tiranos sino apacibles,   -462-   fieles y amorosos. Que vayan a veros a vuestra posada y admiren en vuestro Jefe su respetable persona, no me admira. La novedad atrae la curiosidad en todas partes, y en una tan notable como la de tener unos huéspedes tan desconocidos, cabe la más sana disculpa. Dices que los hombres parecen eunucos porque carecen de barba larga, como si ella fuese el distintivo de un corazón magnánimo. El áspero y severo aspecto que ella representa sombrea en vosotros un alma generosa, dulce y agradable. El rostro, sin tal celaje, caracteriza más la nobleza de un héroe, mostrando desnudas sus facciones. Que la esencia de la rosa sea un poderoso talismán para esas damas no lo dudo, pues viven ajenas de los aromáticos perfumes que nuestra tierra nos rinde. Mas no por ella (como explicas) ni por otro interés villano juzgo tributen a vuestro Jefe los obsequios que indicas en la tuya. Conocen el carácter y dignidad de éste; ven su apacible trato; admiran un expresivo y dócil genio; consideran un heroico musulmán, vestido de humanos afectos; y examinan por fin un pecho desnudo de aquella ferocidad con que falsamente os pintan las historias. Por otra parte advierten el suntuoso recibo que el Emperador católico le dispensa, la aceptación con que la nobleza y plebe le admite, y el favor que a tan alto huésped corresponde: pues que mucho amado Ibrahim, que ambos sexos se esmeren en su obsequio en los términos que exigen la urbanidad y política. Acompañarle en el coche, llevarle a los saraos, conducirle a los teatros y demás demostraciones expresivas, no se verían en Constantinopla; pero en esa corte tan civilizada sería culpable dejar sin uso todo ceremonial político. Sé la censura que mereció cierta dama por haber tocado y cantado ante vuestro Jefe, y quedaba expuesta a más nota la inobediencia a su madre, a no haberlo así hecho, como su impolítica pública si hubiese desairado las instancias y ruegos de tan noble forastero. Del mismo modo juzgo su compañía en coche y teatros. Tal vez para estos extremos de buena crianza precederían importunaciones. Tú sabes que el inconstante vulgo forma la sátira sobre lo visible, sin serle visible lo que la satiriza. El recato de nosotras, la suavidad de nuestro trato y el respeto que os tenemos, y exageras, acaso en las más será violento y quizás muchas tomaran ser españolas mejor que musulmanas. No yo que te estimo y amo en nuestra ley santa. Persuádome a que las quieren mucho sus maridos cuando las prestan toda su confianza.

Zaira y Zalmira quedan satisfechas de tu afecto. Yo lo estoy de su preferencia. Tu harén queda seguro. Ismael, tu esclavo, te es tan fiel como yo amante. Descansa querido Ibrahim y depón tus celos, que aunque dices es de almas bajas tenerlos, no es de sublimes almas imaginarlos. Que Alá justo te conduzca breve a esta tu casa, es lo que solicita tu esposa,

Fátima.





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