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Lección IX

Continúa el examen de la cuestión del trabajo y de sus condiciones(6).

I

     El deseo, Señores, de adelantarme a prevenir las objeciones contra mis asertos, y de dar a conocer de antemano y de lejos -por decirlo así-, la tendencia de mis principios, me ha obligado a detenerme con preferencia en una condición originaria del trabajo, no tanto porque la crea la primera en revelarse, cuanto porque me parece que no ha sido hasta ahora demasiadamente observada, ni exacta y profundamente comprendida. Pero ciertamente en esta condición, por fundamental que sea, y por transcendentales que hayan de parecernos sus consecuencias, no se resumen todas las condiciones del trabajo individual. Claras son, sin embargo: a la vista de todos están. Son tan obvias y tan naturales, que no nos detendremos en explicarlas, ni tal vez las hubiéramos señalado siquiera, si la mayor parte de las cuestiones, que acerca de ellas se han suscitado, no tuvieran por objeto más bien que darlas a conocer, abolirlas o modificarlas.

     El trabajo del hombre, Señores, no es más que el empleo y ejercicio de sus fuerzas, dirigido por su voluntad y por su inteligencia, para la satisfacción de sus necesidades y deseos, y para el cumplimiento de sus obligaciones.

     El trabajo, pues, tiene, Señores, condiciones físicas, tiene condiciones morales, tiene un objeto, y debe tener un resultado. Su condición física es la lucha y la fatiga, cuyo extremo es el dolor y la penalidad. Emplear fuerzas, vencer resistencias, luchar a brazo partido con las fuerzas de la naturaleza, sufrir la acción de los elementos, y la inclemencia de las estaciones, arriesgar la salud, exponer la vida, arrostrar el dolor, sacrificar el reposo, privarse a veces del diario sustento, son las formas y accidentes físicos y naturales de la actividad humana en todas las variadas manifestaciones de su empleo.

     En esta parte, las lenguas son más filosóficas que la ciencia. En todos los idiomas, trabajo es sinónimo de dolor, de padecimiento; y es altamente significativo, Señores, aunque parezca una vulgaridad; es altamente digno de notarse, porque revela el sentimiento y el instinto del hombre, que en nuestra lengua, para significar desgracias y desventuras, y padecimientos y privaciones sufridas, se haya consagrado la frase pasar trabajos.

     Yo sé bien, Señores, que esta expresión, más que filosófica, es profundamente cristiana: ella explica la resignación al dolor: ella significa la conformidad del hombre a la ley de su miseria, y a la flaca condición de su existencia: ella quiere decir que los padecimientos y las tribulaciones no son una excepción monstruosa de la naturaleza, ni un rigor inmerecido de la suerte, ni un producto maléfico de la sociedad, sino la condición natural de su vida, tanto como cavar la tierra, tanto como arrostrar los furores del mar, o las inclemencias del cielo.

     Hay una piedad inefable, hay una moralidad sublime en esta sinonimia, que confunde los infortunios del alma y las calamidades de la vida, con las ocupaciones habituales, con las circunstancias ordinarias y comunes de la humana existencia. Pero siempre será cierto que esta paridad, si puede servir para endulzar la desgracia, quitándole la calidad de excepción, o de anatema, no sirve sino para identificar más y más al trabajo con la idea y con el sentimiento del dolor y de la fatiga.

     Lucha, fatiga, padecimiento, esfuerzo, violencia, dolor; -no hay que dudarlo, Señores- tales son las condiciones físicas del trabajo del hombre. En vano algunos sofistas elevarán clamores contra este riguroso principio, proclamando que intentamos hacer decreto del cielo, y condición de la naturaleza, lo que no es más que resultado de la sociedad, y obra del hombre mismo. La providencia de Dios, y el sentimiento universal del género humano protestarán eternamente contra esos sofismas de la inteligencia orgullosa y rebelde. Tanto valdría decir que las dolencias y enfermedades no estaban en nuestra naturaleza, ni en nuestra condición; sino exclusivamente en nuestros excesos, en nuestra educación, o en nuestra falta de precauciones.

     Hubo un hombre, Señores, en nuestros días, que pasó toda su larga y penosa vida en proclamar la doctrina de que el trabajo es placer; y en todas sus páginas -regadas las más de ellas con las lágrimas de la miseria y de la amargura-, se está revelando que su vida, empleada en el trabajo de predicar a los hombres lo que él creía la verdad, fue un continuo y prolongado martirio. Este hombre fue Carlos Fourrier, una de las más raras y poderosas inteligencias que ha visto el mundo. Demasiadamente olvidado y desconocido de la sociedad en que vivió, solamente porque no supo, como Juan Jacobo Rousseau, dar a sus pensamientos la forma de folletos elocuentes, o de novelas interesantes, descendió a la tumba, predicando el placer, y repleto de dolores.

     �Fuéraisle a demandar en el miserable lecho de su agonía, por la verdad de su principio! Tal vez no le hubiera querido desmentir: tal vez os hubiera contestado que su pasión por la verdad, había sido más grande que todos sus infortunios. �Su pasión! -También yo le respondería con la filosofía de la lengua...- �La pasión! Cuatro mil años de Historia han consagrado esta palabra. Pasión es el padecimiento; y pasión han llamado los hombres y los siglos a la exaltación de nuestros afectos, al desarrollo, al empleo, a la aplicación tenaz y exclusiva de las fuerzas morales. �Pasión, padecimiento, angustia, dolor, han llamado -�coincidencia admirable!- los hombres y los siglos al trabajo del alma, como han llamado trabajos a los dolores del cuerpo!

II

     Perdonadme, Señores, si, al parecer, insisto demasiado sobre verdades muy triviales; sobre principios y hechos demasiadamente conocidos. Vosotros, los que con atención tan bondadosa habéis escuchado desde el principio mis explicaciones, tenéis la experiencia de que otros, sin duda innumerables, podrán ser mis defectos y mis errores; pero que no ha sido mi costumbre detener por mucho tiempo la consideración sobre ideas muy conocidas, sobre principios muy vulgarizados. Si hoy insisto con tanta pesadez sobre estas nociones, sobre estas creencias, sobre estos sentimientos, que son hace tantos siglos, que son, desde el principio de los tiempos, patrimonio común del género humano, y que han sido en todos los países y en todas las edades, el catecismo práctico de los hombres, debéis sospechar que no en vano recuerdo estas verdades triviales y primitivas, y que de alguna manera vendrán a colocarse en el orden de las consideraciones, que forman el objeto de nuestros estudios.

     Sí Señores; no lo dudéis un momento. De estas verdades viejas y comunes, de estos aforismos triviales y repetidos por las eternas lamentaciones del género humano, es de donde tenemos que tomar nosotros la refutación de aquellos sofismas malévolos, o de aquellos sistemas bien intencionados, que aspiran a reformar las condiciones generales de las leyes sociales y económicas de la humanidad. Todos estos sistemas, Señores, resumidos, destilados, exprimidos, alquitarados y reducidos a la más tenue dilución, como dicen los médicos homeópatas, se reducen a suprimir la condición moral y la condición física, que es la penalidad y la fatiga. Todas las pretensiones del socialismo, por lo que toca a la cuestión de la cual nos ocupamos, se reducen a estos dos resultados, a estas dos consecuencias, hechas ya principios fundamentales de todos esos sistemas: convertir el trabajo en placer; asegurar de tal manera el trabajo productivo, que en ninguna condición pueda faltar al hombre la necesaria subsistencia.

     Debemos confesar, ante todo, que nada en verdad nos parece más filantrópico, nada más humano que estas pretensiones. Guardémonos, por tanto, de condenar el espíritu que les ha dado vida, la intención generosa que les ha comunicado impulso, que las ha lanzado en la arena de la discusión y de la teoría. Nadie cultiva las ciencias; nadie se consagra a las penosas tareas de un estudio profundo, sino con la intención del bien, y con la pasión de la verdad. Puede haber, Señores, en los instrumentos y agentes secundarios de toda reforma y de toda revolución, personas que no busquen otra cosa que el provecho de sus intereses, o la satisfacción de sus pasiones. Hay en todos los sistemas, como en todas las revoluciones, ciertos hombres, que vienen detrás de los de iniciativa o de doctrina, para recoger en bienes y ventajas personales, y en boga y proselitismo de interesados adeptos, los frutos de una situación, que otros han creado; de un principio, que otros han descubierto o extendido.

     Afortunadamente, Señores, estos hombres nunca son de ciencia; son de medianía o de ignorancia: lejos de extender principios, aborrecen, difaman, persiguen o combaten, ridiculizan o insultan a los que los profesan; y su acción -que se limita a desacreditar en el terreno de la práctica la causa que no sirven, pero de la cual se aprovechan; los principios que falsean o abjuran, pero a los que han debido su primera fama-, su acción, decimos, no puede alcanzar a envolver en su anatema a los que errada o acertadamente se arriesgan a ser los apóstoles, y con frecuencia los mártires, de una innovación política o de una reforma social.

     En estos hombres, que han consagrado su existencia con perseverancia y entusiasmo al culto de una idea, o al desarrollo de un principio, no seré yo jamás el que deje de reconocer el más noble, más loable, más generoso empleo de las facultades humanas, aunque el principio sea falso, aunque las consecuencias sean erróneas, aunque el intento sea una ilusión. Y si esto lo miro así, aun respecto de aquellas doctrinas, que pueden presentarse desde luego como peligrosas y trastornadoras, �cómo podremos dejar de hacer justicia al corazón y a la inteligencia de aquellos hombres, cuyo pensamiento constante, cuya idea capital, cuyo móvil eterno, cuya pasión de toda la vida fue sin duda el alivio de las miserias humanas, y la mejora y perfección de lo que ellos creían, de lo que ellos pudieron y debieron pensar que era efecto y resultado, no de la organización misma de la humanidad, sino de las instituciones sociales?

     Justicia, sí Señores; justicia para todos. Y justicia sobre todo para aquellos, que en el camino de una ilusión generosa, no dejaron de sembrar verdades fecundas, y de recoger observaciones luminosas, que podrán emplearse útilmente en provecho de la misma causa, a que con tanta abnegación y con tanto fervor se consagraron. Justicia, sobre todo, para el halago y la risueña perspectiva con que debió presentarse a sus ojos el objeto a que aspiraban, y los filantrópicos resultados a que sus estudios y trabajos les conducían.

     Convertir en placer el trabajo del hombre; quitarle toda su dureza y su fatiga; asegurar la subsistencia de las masas; hacer desaparecer la miseria y el embrutecimiento, que la acompaña, en las clases condenadas a los rudos trabajos mecánicos; dejar a todos los individuos de la especie humana ocio y tiempo para cultivar las facultades intelectuales, y los afectos de su corazón; asegurar a todos un puesto digno, noble y decoroso en lo que se ha llamado el banquete de la vida; quitar la incertidumbre del sustento y el temor de la miseria, y dar una esperanza segura al empleo de todas las fuerzas, a la dirección de todos los talentos, y hasta al impulso y natural desarrollo de todos los instintos y de todas las pasiones, era, Señores, un objeto tentador, tanto como un resultado glorioso; y la posibilidad de alcanzarle podía justamente presentarse a la imaginación, en cierta manera, como una nueva redención del género humano.

     La Redención del cristianismo había dado ya por consecuencia ostensible y material, la abolición de la esclavitud, y el ennoblecimiento y hasta la santificación de la pobreza. La redención del socialismo ha aspirado a mucho más todavía, proclamando la abolición de la miseria, la rehabilitación de las pasiones, y la desaparición de las grandes fatigas y penalidades, que acompañan al trabajo del hombre. Sólo que los socialistas debieran haber advertido, a lo menos, que si para lo primero había sido necesaria la intervención divina, la segunda no podría obtenerse de ninguna manera con los medios humanos.

     Para aquella redención se había necesitado la palabra de Dios y la sangre del HIJO DEL HOMBRE. La que ellos anunciaban, era demasiado radical y profunda para que fueran bastante a consumarla la inteligencia y la sangre de la humanidad entera. La divina sentencia había condenado al hombre a vivir en un valle de lágrimas con el sudor de su frente; le había desterrado de la presencia divina. La redención moral del Hijo de Dios, dejando subsistentes las condiciones físicas y materiales de la humanidad después de su caída, convirtió en rehabilitación y prueba la penalidad de su destino, imponiéndole la obligación, y ordenándole la esperanza de alcanzar una perfección, una grandeza y una gloria, de la cual el Edén primitivo no era más que un pálido reflejo, y un imperfecto símbolo. La redención socialista aspira a resucitar este Edén sobre la tierra; aspira a que se borre de las creencias y de las religiones la expresión valle de lágrimas; aspira a que desaparezca de la humanidad la doctrina y la ley del sacrificio; aspira a que no haya en el trabajo del hombre el sentimiento del dolor; aspira a que no penda sobre la cerviz de la humanidad, encorvada hacia la tierra, esa tremenda espada de Damocles que se llama incertidumbre.

     Enhorabuena, Señores, concedamos la generosidad, reconozcamos la nobleza de estas aspiraciones; pero la cuestión está en su posibilidad. Y sino �por qué al anunciar todos estos resultados, no proclamaron también la inmortalidad, la inmortalidad corporal y física, sobre el suelo que habitamos? �Qué más razón había para no purgar la tierra de cadáveres, que para purgarla de pobres? �Es más triste el espectáculo del dolor, que la presencia cuotidiana de la muerte? �Es por ventura, porque se vieron atajados por una ley indeclinable, física, mecánica, eterna, que regula, independientemente de la voluntad humana, la duración de nuestros órganos, y la extensión de nuestras fuerzas?

     �Y si la misma ley preside a su desarrollo y a su empleo! �Y si la misma condición, que está impuesta a nuestros endebles órganos, es la que regula nuestras limitadas facultades! Y si la ley del dolor y del trabajo es idéntica con la ley de la mortalidad humana �no vendríamos a concluir en que el principio de la moral de sacrificio es más consolador y más filantrópico que la triste idea de que la miseria del mundo es creación exclusiva del hombre, y que se sujeta a ella por su voluntad o por su ignorancia? Y también �cuánto más dulce, más bello, más consolador, y más verdadero es, Señores, padecer la muerte como una necesidad natural y como una ley divina, con la certidumbre de la inmortalidad del espíritu, y de su eterna felicidad, que si abrigáramos la aterradora y desesperada creencia de que el hombre llegaría a ser inmortal sobre la tierra; pero que hasta que descubriera este secreto, la muerte es y había de ser la nada!

     Por eso, Señores, estoy muy satisfecho con la que algunos seguramente llamarán mi triste creencia. El destino físico y moral del hombre representa en nuestra imaginación y en nuestra doctrina una unidad indisoluble; y por muy bellas que aparezcan las esperanzas de los que quieren la rehabilitación de la carne, y la realización de una especie de gloria milenaria sobre este mundo perecedero, estamos persuadidos de que en último resultado, el consuelo y la esperanza, la verdadera filantropía, la mejora y la perfectibilidad están de parte de éstas, que pretenden llamar tristes doctrinas; de estos, que pueden parecer místicos, ascéticos, duros y desconsoladores principios.

     Nosotros creemos, Señores, que esas aspiraciones, que esas tendencias, que esas pretensiones -por nobles, por generosas, por seductoras que sean-, no son más en la región moral, que en la esfera de la medicina el elixir de vida eterna; y vuelto el rostro con impavidez a la contemplación del hombre, como es, y de la humanidad, como Dios la ha hecho, tenemos que buscar la ley de su perfección y de su progreso en ese círculo fatal, trazado por el hambre, la muerte, el dolor y el trabajo, leyendo en cada uno de esos pilares del estadio de la vida, la triste y antigua, pero eterna y verdadera sentencia: Homo natus de muliere, brevi vivens tempore, repletur multis miseriis.

III

     Una de estas miserias, Señores, es el trabajo; una de estas condiciones, anexas a la misteriosa organización humana, el trabajo penalidad, el trabajo fatiga, el trabajo dolor, el trabajo lucha, el trabajo incertidumbre. -�Pues qué! �No es posible el trabajo diversión, el trabajo entretenimiento, el trabajo ocio?...- No, Señores, no. Esta es una ilusión que desaparece estudiando la historia del hombre, y consultando su corazón.

     Todo lo necesario que se ha hecho en el mundo, todo lo grande, todo lo bello, en toda la dilatada esfera de las facultades humanas, ha sido producto de la necesidad. Para el estudio de los grandes fenómenos sociales no pueden tomarse en cuenta existencias excepcionales y privilegiadas, producto, resultado, o más bien, anomalías de la civilización; sino los hechos generales, las fuerzas que obran con igual y uniforme peso sobre todos los puntos de la humanidad. Y no hay que dudarlo; sin ese primer móvil, sin ese primer despertador y estímulo de la actividad humana, ni su cabeza hubiera dado a luz un concepto, ni su brazo existencia a un sólo producto, como sin un estímulo instintivo y poderoso, las entrañas de la mujer no hubieran dado la vida a un sólo ser de su especie.

     Suprimid, Señores, la necesidad, la necesidad material, física, diaria, poderosa, irresistible, apremiante; y no existirían en el mundo ni riqueza, ni civilización, ni grandeza, ni hermosura: nada habría dejado el hombre a su paso por la tierra: nada habrían heredado, una de otra, las generaciones humanas. Consultad la historia de las ciencias: consultad los orígenes de las artes; examinad el principio y crecimiento de la industria humana, la acumulación de sus medios, el aprovechamiento de sus fuerzas, la formación de sus capitales, la invención y desarrollo de sus métodos, el progreso y extensión de sus descubrimientos; y no encontraréis nunca presidiendo a estos hechos fecundos, y al frente de esos resultados importantes o útiles, a esas existencias desocupadas y libres de los cuidados de la vida, que según la opinión de algunos, son las que pueden consagrarse más fácilmente al servicio de la humanidad.

     No, Señores, no. En la historia, en la práctica no ha sucedido así. Las eminencias de la industria han nacido en las regiones del trabajo penoso. Los grandes genios de las artes han sido criaturas necesitadas y desvalidas. Los maestros de las ciencias no han ilustrado al mundo, sobre la pluma de los cojines, ni bajo los artesones de la opulencia.

     Desde Homero a Cervantes; desde Thales y Pitágoras a Newton, y a Kant; desde los primeros inventos -que cuando se atribuyen a divinidades, dicho se está que no se debieron a los magnates del mundo-, hasta las maravillas de Arkwright, Jacquart y James Watt; desde Zéuxis a Goya, y desde Fidias a Thorvaldsen -reparadlo bien, Señores; seguro estoy que os servirá más de orgullo y de consuelo, que de desesperación-; veréis que todos los pasos que la humanidad adelanta, que todos los portentos con que se ilustra, que todas las comodidades con que se enriquece, que todas las luces con que se ilumina, salen de aquellos lugares, donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde todo triste ruido hace su habitación; y que son muy contados, muy excepcionales, insignificantes ciertamente, en el adelanto de la humanidad y en el progreso de las naciones, los frutos del ocio, y los trabajos de las existencias regaladas y tranquilas.

     Y no os hagáis, Señores, ilusión con que el trabajo tiene tales encantos, que la actividad humana vuelve de suyo a ejercitarse en las más rudas faenas; que si por falta de necesidad las abandona, quedan siendo enmedio de la civilización, fuentes y origen de los más vivos placeres, y a las veces, de ardientísimas pasiones las primitivas y rudas faenas del trabajo corporal más afanoso.

     Veréis todos los días entretener los ocios del rico las ocupaciones del campo: os hablarán de que el muelle habitante de las ciudades se lanza a las inclemencias y fatigas del placer de la caza, con el ardor que todos conocemos, y que alguna vez admiramos. Sí, Señores, hasta las industrias penosas, hasta los trabajos malsanos y ahogados del herrero, del mecánico, del ebanista, han venido a alojarse en los palacios opulentos; y hemos visto a algún Rey olvidar los graves cuidados del Gobierno, por asir con inexplicable deleite el torno del mecánico y las herramientas del cerrajero.

     Todo esto es verdad, Señores. Porque es tal la necesidad de acción y de fuerza, que forma el carácter de nuestra organización, que la naturaleza parece que se complace en hacer todos los días enérgicas protestas, y solemne reivindicación de sus derechos en favor de la primitiva condición y de la energía nativa de las razas humanas. Sí: el trabajo del hombre es placer muchas veces, aunque sea siempre fatiga: es placer moral, cuando deja de ser placer físico, la agitación que le arrebata en los peligros, y que le da el orgulloso sentimiento de sus fuerzas y de su superioridad en el orden de los seres que pueblan la tierra; y hasta el marinero sobre un frágil leño, en la inmensidad de los mares, siente con frecuencia el vértigo de la embriaguez del orgullo de ser hombre, y de poder hacer frente él -miserable y pigmea criatura-, al huracán que conmueve los elementos.

     Sí: hay placer, hay atractivo, hay fascinación en el trabajo, en el peligro, hasta en la muerte a veces. Pero en este placer no veis más que un lado, el lado luminoso de la condición humana. Extended un poco vuestra consideración. Dad a ese agricultor de la civilización la ocupación exclusiva, y la necesidad imperiosa de vivir del fruto de sus cosechas: esas fatigas halagüeñas y esos gozosos sudores del cazador de las ciudades, transportadlos al hombre que no tiene con qué mantener a su familia, sino con el precio del ave cogida o de la fiera despedazada: convertid a ese rico, que agita por entretenimiento los fuelles de su laboratorio, en el mísero trabajador que aviva, bañado en sudor y ennegrecido con el hollín, la chimenea de un vapor: destronad a ese Rey cerrajero, y ponedle en condición de que no coma otro pan que el que le den sus limas y sus tornos...

     �Qué más, Señores? �Las ocupaciones artísticas os parecen descansadas y deliciosas? -Pues a esa joven, que se embelesa y os encanta con sus dedos en el arpa, o con sus manos sobre las teclas de un piano, colocadla ganando el sustento con su habilidad o con su armonía; y veréis cómo varía en un momento de naturaleza y de perspectiva la condición del trabajador y la índole de su tarea. Veréis que ese Monarca os parece acaso menos digno de compasión en un patíbulo, que su hijo en la tienda de un zapatero: veréis cómo sobre ese instrumento melodioso hay por las noches otras lágrimas que las de la ternura!...

     �Ah, Señores! Hasta las caricias del amor, y los éxtasis más deliciosos de la vida, miradlos diariamente convertidos en medio de remediar la indigencia, y de subvenir al sustento de una mujer, de una familia, a veces de padres enfermos y desvalidos; y examinad después por qué y de qué manera sucede que todas esas ocupaciones -ora penosas, ora placenteras- se convierten en dolor, desde que se convierten en trabajo.

     No acuséis a la sociedad, no: acusad a la Providencia... Pero no acuséis a nadie, si después de habérseos desvanecido la ilusión de que los trabajos podían ser placeres, tenéis que desengañaros de otra alucinación no menos halagüeña, reconociendo en la historia de todos los tiempos y en la comparación de todos los trabajos del hombre, que los ejercicios de pasatiempo y de ocio, de conveniencia y de recreo, son estériles; y que sólo los de necesidad, y de fatiga y de anhelo, son verdaderamente fecundos, productores, progresivos, de individual recompensa, y de social y duradera utilidad. Al trabajador por recreo, que lo es en brazos del ocio, y contra el ocio mismo, nada le importa su resultado: al trabajador por necesidad, le va en ello la vida y la fortuna; y nunca está seguro ni de su conservación, ni de la estabilidad de su bienestar.

     He aquí, Señores, la diferencia inmensa, que crea un abismo entre ambas condiciones. He aquí, lo que hace al trabajo individual duro y aflictivo: he aquí lo que le da el estímulo de ser incesante, tenaz, expansivo, inteligente, codicioso; y he aquí, Señores, también lo que hace sus frutos tan preciosos, y sus adquisiciones tan queridas del hombre. Aún por eso ha dicho un hombre de talento, que vive en nuestra intimidad, que �la necesidad es la Musa de estos tiempos�.

     No en vano la Providencia reproduce en la obra de sus manos y de su inteligencia, en el hombre, lo que se consuma en las entrañas de la mujer. Ella concibe con deseo, y pare con angustiosos dolores, que la matan a veces. Nunca sabe si quedará viva: nunca si el fruto de sus entrañas será un cadáver o un monstruo; pero escrito está -así en la naturaleza como en el Libro de las verdades eternas- que, a la vista del hijo que nace, olvida todos sus dolores, y por la vida de aquella criatura, que ha puesto en peligro su vida, volverá a arriesgar mil veces la existencia.

     �No reconocéis, Señores, en estos caracteres, la identidad de una misma ley misteriosa y divina para todo lo que la criatura humana desea, para todo lo que la criatura humana produce, para todo lo que ama, para todo lo que posee? �No os parece necesario que todo sea fugaz, que todo sea transitorio, que todo, empezando por su propia existencia, sea incierto e inseguro, y que todo -y lo primero sus hijos- le cueste llanto y suspiros, y afán y dolor? �Es esto o no verdad, Señores? �Es esto -repito- una visión poética de la imaginación, o una verdad profunda y positiva, de notoria e irrecusable evidencia, que enlaza la historia de los fenómenos económicos con la región de las ideas morales? -Pues si es verdad... vosotros, los que pretendéis variar las condiciones del trabajo, �por qué no habéis de variar primero las condiciones de la maternidad y las del amor, y las de toda pasión humana, y las de toda la vida?

     �Oh Señores! Alguna vez hemos visto en los escritos de los socialistas modernos poéticas y deliciosas pinturas de la felicidad del ocio y del bienestar, que se prometían en el paraíso de sus utópicas creaciones: hemos visto animadísimos cuadros, en que se elevaban a la región de la más alta poesía las escenas más prosaicas de la vida, y en que se revestían de las ilusiones de un cuento de Hadas, o de una comedia de magia los trabajos, al parecer más penosos y repugnantes, a que vemos diariamente entregadas las nueve décimas partes de la población humana.

     Nosotros hemos visto las descripciones de esas siegas, de esas talas, de esas cortas, de esos desmontes, de esos descuajes, de esas explotaciones, de esos grandes trabajos industriales, como nos los pinta Fourrier, con todo el aparato de las evoluciones militares, con sus pendones al viento, con sus músicas al frente, con sus banquetes sociales, con sus cantos, y con sus fiestas, en cuya comparación nada serían los festines de los Baltasares modernos. Hemos visto, a favor de la aplicación de la maquinaria, convertida en una decoración teatral hasta la cocina de esos encantados palacios del pueblo, que llamó Falansterios, y hechos agradables y ennoblecidos hasta los sucios trabajos de la limpieza y aseo.

     He meditado también, Señores, en todo lo que, sin llegar a tan orientales ilusiones, han creído posible otros organizadores, teniendo en cuenta el impulso que reciben todos los días los adelantos de la mecánica y los maravillosos medios, que a cada momento adquiere el hombre; y ciertamente ni mi imaginación es de aquellas que repugnan la dilatación de lo bello, de lo grande, de lo maravilloso; ni mi corazón, Señores, es de los menos entusiastas por toda gran mejora, por toda innovación que afecte a la condición y bienestar del pueblo y de la humanidad; yo, Señores, que sólo por cruzar el suelo de mi Patria de caminos de hierro, sería capaz de ir vestido con el saco del penitente y con los pies descalzos, pidiendo de puerta en puerta, como decía Colbert a Luis XIV que podía hacerlo él para la expedición de la Polonia.

     Sí, Señores: yo he visto sin desdén esas pinturas, y sin repugnancia esas fantasías; y alguna vez, llevado por el entusiasmo de esas apocalípticas revelaciones, y admirando esa belleza y fausto, y hermosura, y suntuosidad, en que colocaban la morada del hombre y el taller de su trabajo, confieso, Señores, que he dicho en mi flaqueza, parodiando la sabida expresión de nuestro gran Poeta: �Ay! �por qué tanta belleza no ha de poder ser verdad? �Será acaso permitido que la imaginación del hombre vaya más allá de la bondad de Dios?...

     Pero, Señores, cuando hube meditado más fría, más profunda, más filosófica y más religiosamente sobre las condiciones del mundo, comprendí que aquella confianza sería tan irrisoria, como sacrílego este pensamiento y aseveración; y que si fuera dado al hombre realizar todo lo que su imaginación concibe, empezaría, como Luzbel, por querer usurpar al Criador el gobierno del mundo, y por arrebatarle su omnipotencia y su inmortalidad.

     Entonces comprendí cómo más allá de la posibilidad física, ciertamente muy grande en el hombre, porque es la aplicación de una inteligencia espiritual, hay leyes morales, que encadenan y limitan su pensamiento, como las leyes fisiológicas limitan la duración y alcance de sus fuerzas. Entonces comprendí que en esas pinturas ideales de la armonía social, de la civilización perfecta, del trabajo hecho con placer, del hombre vuelto al Paraíso por la fruta del árbol mismo que de él le había lanzado, hay no más que una belleza física, una belleza material, una belleza epicúrea e incompleta, como la belleza superficial de una estatua perfecta, que nada sin embargo tiene de humano, sino las líneas exteriores.

     En esa pintura del Edén civilizado falta la vida; en ese globo aereostático de la civilización, que atraviesa majestuosamente el éter, falta el hidrógeno: en ese convoy magnífico, que conduce la sociedad por un camino de hierro, falta el carbón de piedra, y el penacho de humo de la locomotora; falta el impulso; falta la resistencia. Y sin resistencia y sin impulso, yo no concibo el movimiento, Señores; y la resistencia y el impulso son en la vida humana la lucha, el combate, el temor, el peligro, la esperanza!... Y para todo esto, la necesidad, el dolor, la fatiga, el combate, el sudor de la frente que se encorva para el trabajo, el hervor del cerebro que batalla con el pensamiento; el jadear del pecho con el esfuerzo duro de la palanca o del martillo, y el palpitar del corazón, entre la esperanza de un resultado feliz, y el miedo de un desengaño o de una ruina.

     Y entonces, Señores, por último, vueltos mis ojos a consideraciones más graves, y mi imaginación a regiones de más alta belleza, comprendí cuánta vanidad, cuánta ilusión, cuánto error se encierra en ese mal entendido progreso del placer; cuánta esterilidad y mentira en esa pretendida poesía del ocio; y de cuánta mayor grandeza, y de cuánta más noble y más poética hermosura aparece revestido ese triste espectáculo, esa deplorable condición, esa infeliz y desventurada, prosaica y desastrosa empresa, que se llama ganar la vida; esa fatigosa condición, que se llama el trabajo, ese heroísmo de todos los días y de todas las noches, que se llama dolor y cansancio; y sin el cual, sin embargo, ni habría un esfuerzo noble ni útil en la humanidad, ni un instante de placer sobre la tierra, ni un sólo deseo, ni un sólo goce de los que la especie humana privilegiadamente saborea.

     No habría lucha, ni combate, ni esfuerzo; y sin esfuerzo, ni lucha, ni combate, no se desenvolverían en el hombre esas facultades prodigiosas, esas gigantescas fuerzas, que a veces hacen dudar de si es la raza de los mortales -como dijo un Poeta, un ángel desterrado, que se acuerda de los cielos-; esos descubrimientos portentosos en el orden físico, o esos actos extraordinarios en la región moral, que todos han nacido en el conflicto del dolor, en las angustias del peligro, a veces al contacto de la muerte misma; ninguno, en el descanso de la vida regalada, en el reposo de la abundancia, en el letargo del placer satisfecho.

     Por eso no extrañéis, Señores, que las invenciones de la guerra hayan precedido en tantos años a las de la industria; ni que haya rodado antes un carro de combate, que una carreta de labranza: que cuando apenas sabían construir una choza, fortificasen, como una ciudad, el campamento de una noche; que el mismo guerrero, que no tenía un lecho cómodo en que recostarse, ni un sillón decente en su cámara, revistiera sobre su caballo de batalla una prodigiosa armadura, maravilla de arte y de trabajo; y que siglos antes de empujar un carruaje o un navío a impulsos del vapor, se inventara el medio de arrebatar con explosión de pólvora una bala de hierro, a través de los muros o de las columnas enemigas. Y es que las invenciones de la guerra nacen entre la sangre, entre el dolor, entre la exaltación de los inauditos peligros, y siempre irán más allá que los pacíficos métodos de cultivo, y que las ocupaciones, más sedentarias, de la industria.

     Pero hoy la industria también es guerra -me diréis-: También tiene ejércitos de grandes masas: también tiene escaseces, y epidemias, y sitios, y bloqueos, y mortandades horribles. �También! �también!... Por eso ved cómo avanza; por eso todos los días inventa máquinas de producción, que son como proyectiles de guerra; por eso descubre diariamente nuevos e ingeniosos métodos, que son como estratagemas de campaña; por eso tiene ya en sus manos el vapor, la electricidad, el galvanismo: sí; por eso tiene ya su artillería.

IV

     Esta reflexión, Señores, que como otras muchas, podrá parecer una mera declamación, tal vez un adorno oratorio para amenizar la aridez de estas materias; nos podría, sin embargo, conducir a un campo de consideraciones, que por muy nuevas y extrañas que os parecieran, veríais que no eran ni estériles, ni perdidas para el objeto general de mi trabajo y de mis explicaciones, aunque os parecieran un episodio, o un extravío de la cuestión que en este momento debatimos.

     La actividad que dan a la industria y a la inteligencia humana la presencia del peligro, la enseñanza del dolor, el hábito de la fatiga, podía llevarnos a observaciones de la mayor transcendencia, sobre la situación y porvenir de las sociedades europeas, y sobre las condiciones necesarias para la prosperidad de los pueblos; y tal vez a desvanecer algunas preocupaciones muy generales de la época presente, algunas ilusiones de los que consideran siempre los fenómenos sociales por sus últimos resultados materiales, físicos y más aparentes, sin detenerse en las causas eficientes y más ocultas, que residen en las fuerzas y en los principios morales.

     Pero aquí creo conveniente anticiparme una objeción. Porque algunos acaso podrían decirnos, que según nuestros principios, las naciones más necesitadas y más combatidas serían las más industriosas y aplicadas; las más pacíficas y las más prósperas, las menos activas e industriosas; los tiempos de más riqueza y de más adelanto, los de guerra, de temores y de peligros; y los de bienandanza y calma, épocas de estancación y decadencia y retroceso.

     Y como corolario de esta deducción, si hubiéramos de venir a parar en ella, nos citarían los ejemplos, tan visibles de la civilización del presente siglo, el espectáculo extraordinario de la Francia y de la Inglaterra, nunca elevadas a mayor altura de prosperidad industrial, y de riqueza y de trabajo inteligente y productivo, que después de la terminación de aquellas grandes guerras y violentos trastornos, que ensangrentaron y conmovieron a la Europa en los primeros años del siglo presente; nunca más activas ni emprendedoras que a la sombra de esa paz, que quiere conservar a toda costa el interés mercantil, industrial y explotador de esos dos grandes centros de la actividad europea. Nos citarían además el singular fenómeno de la población anglo-americana, ofreciendo al mundo un ejemplo de maravilloso desarrollo, cual no lo presentan los anales de ninguna otra colonización, de ningún otro pueblo del mundo.

     Sin embargo, Señores, �cuánto no se ocurre a la imaginación del hombre pensador, cuando reflexiona un poco sobre la singularidad misma de los hechos que se nos señalan; y que precisamente la época más espléndida de estos dos pueblos, sea la que sigue inmediatamente a sus grandes guerras y a sus grandes peligros! Se nos habla solamente de la actividad de la raza anglo-sajona; yo por mi parte no la desconozco, ni hay nadie que de más importancia que yo -así en la historia pasada, como en los hechos contemporáneos-, a la condición de las razas, que es a mis ojos como la edad, el carácter y el temperamento de las sociedades.

     Pero �no era la misma raza, y aún más cercana a su origen, en los calamitosos tiempos de Enrique VIII, de Jacobo II, de Carlos I, y aún más modernamente en las vergonzosas administraciones de los Walpole y de la Cábala? �De dónde viene, Señores, ese nuevo vigor de carácter, ese rejuvenecido ardimiento, esa actividad expansiva y devoradora que quiere asimilarse todo el mundo; esa inteligencia siempre despierta, ese instinto profundamente calculador, ese admirable buen sentido por una parte, y por otra, esa romancesca y aventurera osadía, que les hace no ver imposibles en empresa alguna, ora se trate de llevar calles magníficas por debajo de los ríos caudalosos, ora de arrastrar centenares de vagones por encima de los techos de las ciudades, ora de llevar el pensamiento en minutos a través del Atlántico, ora de atravesar éste en ocho días en buques, grandes como magníficos palacios? �De dónde ha venido ese hervor de actividad, esa sed de creación, esa confianza en su voluntad y ese desprecio del riesgo y de los obstáculos? �De dónde, Señores? -De la paz, me diréis, de la seguridad, del deseo de gozar.

     -�Y por qué no de la guerra y de la costumbre de padecer, y de la conquista de la India, y de las expediciones desesperadas y penosas a los dos polos, y al Senegal, y a los horribles mares de la Australia? �Por qué no de sus titánicos esfuerzos contra Napoleón, y de sus temores y peligros durante tantos años, y de la sangre derramada en Trafalgar, en el Nilo, en la Península y en el tremendo duelo a muerte de Waterloo? �Sabéis qué educación y qué aprendizaje han tenido todos esos ancianos estadistas de su Cámara alta, todos esos negociantes de su banca poderosa, todos esos industriales y capitalistas de sus formidables talleres, todos esos ingenieros de sus ferrocarriles, de sus aéreos viaductos, de sus puentes tubulares, de su poderosa maquinaria?

     El cañón de todos los campos de batalla del mundo; la muerte, el trabajo y el sufrimiento bajo todas las formas horribles de que se reviste sobre la tierra; la inclemencia del cielo en todas las zonas; al aire libre de los campamentos y de los viajes temerarios; los naufragios y penalidades de esos expedicionarios, a quienes no asustan la muerte de Cook, ni el ignorado desastre de Franklin, y la ruda juventud que pasa el hombre para abrirse carrera y ganar su vida, desde el aventurero plebeyo, que va a la India o al Canadá a arrostrar las más duras fatigas, hasta el joven aristócrata que va a mandar su compañía en las calenturientas márgenes del Ganges, o en los páramos helados que devastan los vientos del Tíbet o del Himalaya.

     �Ah! Vosotros no veis a ese pueblo sino en su isla, en su retiro, en el lugar de su paz, de su descanso, de su fortuna; en el paraíso a donde no vuelven sino los escogidos, y a donde vienen a depositar, al fin de sus trabajos, todo el fruto de su penosa vida. Y no miráis que cada vara de tierra de aquel jardín, y cada parterre de aquellas flores, y cada bomba de aquellas manufacturas, y cada braza de aquellos carriles, y cada plato y cada copa de aquellos espléndidos festines, representa el duelo de Waterloo, y los desastres de Caboul, y las noches heladas del Cabo de Hornos y de la bahía de Hudson, y los ardores de la Arabia, y las fiebres del Senegal, y la pelea de todas las razas, y la lucha a brazo partido con todos los elementos; que cada hora de esos placeres, y cada una de esas glorias, se ha comprado con el dolor diario de millares de existencias, con el sufrimiento de millones de privaciones y martirios, con la inminencia cotidiana de otros tantos riesgos de muerte, con el desprendimiento habitual y desdeñoso de la vida.

     Esa, Señores, es la muelle paz, que da a la Inglaterra su riqueza, que ha templado tan enérgicamente los muelles de su carácter, y que ha dado tan gigantesco vuelo a su trabajo. Napoleón, la India y la América fueron sus escuelas: en la América Septentrional, luchó con una naturaleza llena de mil riesgos, y cuya virginidad poderosa ofrecía obstáculos sobrehumanos a la actividad del hombre: con la Francia de nuestros días, con la Francia revolucionaria, sangrienta, ebria, atormentada y belicosa, atravesó en constante peligro, y arma al brazo, los días de nuestros padres. Aquella actividad, aquella gloria, aquella sangre, aquella tormenta de treinta años, fue seguida de treinta años de prosperidad, de fausto, de industria, de vida, de trabajo productivo.

     Pero vedla ahora, Señores; mirad con ojos atentos a la Europa. El día que no tenga miedo a la guerra, y que el movimiento de aquella tremenda sacudida se haya apagado en otra generación, veréis lo que será el trabajo de la tranquilidad profunda del ocio y de las dulzuras de la paz; de la ausencia de todo peligro para las sociedades y de toda eventualidad de ruina para los intereses. Veréis, sí, veréis en mayor escala los resultados de la paz y de la riqueza del Imperio Romano, cuando le invadieron los bárbaros, y le prostituyeron los Emperadores. Veréis el resultado de la paz y riqueza de los españoles, cuando los godos se corrompieron en nuestro opulento suelo. Veréis, en fin, la pobreza de la degradación llenar de asombro a los que sólo creían en la pobreza de la guerra; y tocaréis en suma, cómo puede ser verdad, apreciada en resultados materiales, y en ventajas positivas, esta proposición, que me atrevo a lanzar enmedio del miedo, del egoísmo, y de las preocupaciones de este Bajo Imperio que nos rodea: �La paz a toda costa, es la barbarie a toda prisa�.

     Pero me he dejado llevar, Señores, a proferir una proposición, que sin otras explicaciones y correctivos, pudiera parecer aventurada o peligrosa, sólo para manifestaros por una parte cómo en las cuestiones económicas, y que parecen solamente de interés material, puede entrar por mucho la consideración de las causas y de los principios morales, a que -por lo común- se da poca importancia en esta clase de cuestiones, casi siempre tratadas aritmética o mecánicamente.

     Aspiraba también a indicaros, por otra parte, que hasta considerado el trabajo colectivamente, y en la extensión de la actividad de un siglo, y de una sociedad, no está exento de la ley general, que le ha hecho inseparable del dolor y del sufrimiento; para manifestaros que la fantasía humana puede crearse sin duda un ideal de reposo, de bienestar y de placeres, que tenga en la imaginación aquel encanto y hermosura con que naturalmente convidan el deleite y el regalo; pero esa, Señores, no es la belleza del sentimiento humano, ni la grandeza de nuestra especie, ni la ley del mundo, ni el designio de Dios.

     Esa, repito, podrá ser la belleza epicúrea; la belleza poética; de seguro, no es la verdad ni la belleza moral.

     Hay algo en nosotros que nos dice, y todo en derredor y como en coro, nos responde, que lo bello, lo grande, lo noble, lo fecundo, hasta lo útil, es esfuerzo, es lucha, es combate; y que sufrir, padecer, luchar, es el fondo de grandeza, de hermosura, de verdad de todos los sentimientos, de todas las acciones, de todos los progresos, de todas las creaciones del hombre y de la humanidad.

     Lucha y dolor, Señores, es no sólo el heroísmo, sino la virtud; preguntádselo a los que quieren ser hombres de bien: lucha y dolor, Señores, es la ciencia; preguntad a los sabios: lucha y dolor es la producción de la riqueza; preguntádselo no a los que la disfrutan, sino a los que la crean: lucha y dolor es la creación, la expresión, la imitación de la belleza; preguntadlo a los artistas. Lucha y dolor es gobernar a los hombres; que os respondan Moisés y Solón; Alfonso el Sabio y Cisneros; Richelieu y Luis Felipe; Cromwell y Pitt: lucha y dolor es la gloria; demandadlo a las sombras de César, de Carlos V y Napoleón: lucha y dolor es el amor y los sentimientos domésticos; consultadlo con todos los corazones tiernos, con todos los honrados y amantes Padres de familia: lucha y dolor es el trabajo; lucha y dolor es ganar la vida: lucha y dolor, Señores, el ganar el cielo. Regnum cælorum vim patitur, et violenti rapiunt illud, ha dicho la Verdad Eterna: El reino de los cielos padece violencia; y los que se hacen violencia, se alzan con él.

     El cielo no está aquí: ni él, ni la vida, o a lo menos la prolongación de la vida, se nos dan gratis. Y �por qué hemos de creer que se nos había de dar la felicidad sin sudor y sin sangre, cuando vemos que no es dado a la recién nacida criatura vivir un minuto de existencia sobre la tierra, sin llanto y sin dolor?

V

     Pero, �a lo menos, la seguridad� -me dirán los que se asusten o se extrañen de la aparente amargura y desconsuelo de mis doctrinas-, �a lo menos la certeza de que la lucha y el dolor, el sufrimiento y el trabajo han de tener una recompensa...�. -�Ah, Señores!: �que no hay esa recompensa tampoco!

     Yo la he buscado también con afán, y con esperanza; pero no he encontrado más que la misma ley de la vida física, repitiéndose inexorablemente en la existencia moral y en la existencia económica; la incertidumbre de nuestros días, por mucho que nos preservemos; la incertidumbre de nuestro sustento y de nuestro producto, por mucho que trabajemos. La sociedad y la civilización pueden llegar, como la higiene, a aumentar la probabilidad, a disminuir el número de las contingencias desgraciadas, de las eventualidades desastrosas; pero estad seguros de que todas las combinaciones de la filosofía y de la política, no serán capaces de impedir que el hombre vea malogrado en un día el fruto de sus afanes; como las prescripciones de la medicina jamás alcanzarán a evitar que la más vigorosa existencia no pueda caer en un segundo, tocada por el rayo del cielo, o por la explosión interna de la electricidad de su propio cerebro.

     Desde que es preciso lucha y combate, Señores, claro es que es necesaria -cuando menos- la duda; porque, por mucha fe que tengan los hombres en la superioridad de su valor, y en la santidad de su causa, nadie pelea con esfuerzo estando seguro de la victoria, y aún más desesperadamente se combate, cuando no se está cierto de la retirada. Por lo que se tiene por seguro y necesario, no se combate ni se trabaja: lo que ha de suceder irremediablemente, se olvida: por eso nos olvidamos de la muerte: por eso nos olvidamos de los muertos. Lo que ha de suceder infaliblemente no se espera siquiera.

     Dad al hombre la seguridad absoluta del día de mañana. �Sabéis lo que le quitáis? El más grande de los bienes de este mundo, el más santo de los consuelos de la humanidad, el alimento más fuerte, y el aire más vital de su corazón; el placer de la esperanza, que nunca es la certeza; de la esperanza, que siempre es el afán y el recelo; de la esperanza, que nunca puede ser de la dicha y de la fortuna, del logro o de la posesión, sin que haya probabilidades, o cuando menos, contingencias de desgracia y de miseria, de pérdida o de desventura; de esa esperanza, que hace que el hombre deba dar gracias a la Providencia por el bien que conquista; de esa esperanza y de esa incertidumbre, Señores, que ha santificado la Divina Palabra, cuando al enseñar a los hombres lo que debían pedirle, puso en su boca esta petición, que resume toda la filosofía económica, y que anonada ella sola toda la utopía antisocial: EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA, DÁNOSLE HOY.

     El Divino Maestro de los hombres santificó en esta oración sublime el cuidado que aqueja eternamente al hombre por su diario sustento. En esta oración, donde el hombre no pide al cielo la vida, sino, después de ella, el reino de Dios, tiene que demandarle todas las mañanas el pan de cada día. Siempre, Señores, siempre encontraréis al Evangelio elevado sobre todas las teorías de la ciencia; porque el Evangelio está fundado sobre la ciencia eterna de la verdad y de la moral, y sobre el conocimiento profundo y divino de la condición nativa del corazón humano, por el mismo que le hizo, y sabe medir sus abismos, y profundizar sus misterios.

     Nuestros contemporáneos han querido redimir de nuevo a la humanidad: han querido predicar un nuevo Evangelio; han querido formular un nuevo Padre nuestro: han protestado contra ese pesado yugo del temor diario de la subsistencia, y antes de llegar a la realización de ese sueño generoso de la riqueza universal, han procurado asegurar la existencia de las masas, o por mejor decir, la subsistencia de los individuos, organizando una sociedad, en la cual el más desvalido y mísero de los hombres tenga garantizado el derecho de obtener un mínimum de subsistencia.

     El pensamiento no es nuevo, Señores. El socialismo antiguo había tenido la misma pretensión: había querido asegurar el trabajo y la subsistencia de los trabajadores; y al arrebatarles la independencia de sus acciones y la disposición de sus medios, les había indemnizado ampliamente, apartando de su ánimo el cuidado y la inquietud de su subsistencia.

     Pero �no recordáis, Señores, cómo se llamaba, y qué era en resumen aquella humanísima y filantrópica organización? Todos lo sabéis: era y se llamaba la esclavitud.

     De cierto, el trabajador esclavo no vivía estrictamente del fruto de su trabajo; pero los frutos de su trabajo o de su inteligencia, no eran suyos jamás. Nunca podía faltarle lo estrictamente necesario; pero jamás llegaría a tener sobrante: no tenía miedo de ser pobre: era bestia de carga, o animal doméstico. No se despertaba con la inquietud de que el hambre pusiera término a sus días; pero su amo se había encargado de poderle echar por pasto a los peces de sus estanques. No tenía ciertamente la sociedad el miedo de que a aquellos desventurados les faltase la pobre pitanza que los igualaba con las otras reses pecuarias de sus ciudadanos; pero en cambio el trabajo del esclavo no sostenía los consumos del pueblo, ni fecundaba el capital social, ni adelantaba en una sola línea la industria, ni hacía ese fondo de actividad, prosperidad y movimiento, que distingue a las sociedades libres.

     El trabajo del esclavo no constituía una riqueza progresiva: el trabajo de la esclavitud no era productivo siquiera. La sociedad, en aquella condición y en aquel régimen, no vivía del trabajo, no vivía de la industria: la industria y el trabajo habían perecido; y se habían esterilizado, bajo el influjo de aquella indolencia servil del hombre a quien falta la responsabilidad de sus propias acciones, y de la certidumbre de una multitud, a la cual se hacían distribuciones gratuitas de pan en la plaza pública.

     Roma no pudo vivir de ese trabajo. Una ciudad sola era, y no pudo subsistir del trabajo y de la agricultura de una de las comarcas más favorecidas del mundo. Su trabajo, su subsistencia, su capital, su industria, su verdadera producción fue la guerra; la guerra, que bajo el aspecto económico, era la expoliación y el robo. Pero hay que notar, Señores, que la guerra se hacía bajo un régimen distinto de la organización interior de la sociedad romana. En la guerra había disciplina; pero no había esclavitud: al ejército iban los proletarios; pero no iban los esclavos: en la guerra había incertidumbre y peligros; pero los pobres de la plaza pública podían volver cargados de botín, y los veteranos de los conquistadores venían a repartirse las tierras y posesiones del labrador pacífico.

     Y todo esto no bastó, Señores, en aquella organización monstruosa y violenta. Un mundo entero no bastaba para subvenir a la subsistencia de una ciudad ociosa, y para los consumos de una muchedumbre esclava. Fue preciso robar más, conquistar más... y la esclavitud entró también en los ejércitos. Los esclavos fueron también soldados: los soldados entraron en la condición del esclavo y del ocioso. Y entonces, Señores, se acabó el Imperio romano: entonces el oro del mundo no bastó para alimentar aquellas turbas famélicas y degradadas. Habían empezado por vender su libertad personal: siguieron por vender sus votos y sus magistraturas: luego, vendieron por oro sus libertades y sus derechos políticos: luego, pusieron a pública subasta el Imperio, y el mando de las legiones, y concluyeron por otorgar el cetro del universo a los que les ofrecían un pan al día y una representación en el circo todos los meses.

     Entonces, sobre aquel mundo de ociosos y de esclavos, vino el fuego del cielo, el de Sodoma y Gomorra. La espada de Alarico y el caballo de Atila hicieron justicia de aquella sociedad y de aquella organización; y la Palabra divina no tuvo más que ennoblecer el trabajo, y restituir al esclavo a la dignidad de hombre, para renovar el mundo, y echar los cimientos de la nueva faz de las naciones modernas.

     Desde que supo el hombre que podía matarle la miseria todos los días, pero que ya no tenía un amo que pudiera darle una cruz por lecho, o el charco de las murenas por caja de ahorros, las condiciones de la humanidad, Señores, se han ennoblecido, las seguridades del trabajo han crecido en una proporción prodigiosa, y la condición del individuo, si no ha podido hacer frente a la necesidad de vivir, y al riesgo de perecer -que es su ley providencial sobre la tierra-, ha adquirido la confianza de que le es dado combatirlas con su fuerza, con su actividad, con su energía, con su parsimonia, con su templanza, con su virtud. Y en este combate, ha podido esperar del cielo la victoria, o soportar resignadamente la desgracia, como esperar tranquilo y humilde la dolencia o el golpe de la muerte.

     La humanidad ha conservado una memoria tan horrible de aquellos tiempos, en que por huir la aparente tiranía de las leyes de la creación, había librado la subsistencia de sus hijos en el capricho y el cuidado de otros hombres, que ha quedado en sus entrañas una horripilación instintiva a todo lo que sea abjurar el cuidado penoso de sus días, por el dominio de sus brazos y por el señorío de sus acciones. El mínimum de subsistencia, a costa de la esclavitud, no le quiere; y sin embargo, Señores, ved si los socialistas modernos, ved si los reformadores le dejan la libertad.

     No, Señores; lo que cambia es el nombre y la índole de la tiranía. �El dueño de esos nuevos esclavos no se llama Vitelio, no se llama Catón, no se llama Lúculo; no se llama sino la SOCIEDAD: la sociedad, Señores... la sociedad, que tantas veces se ha llamado Nerón y Calígula!

     Pero el tiempo ha pasado en demasía, y la cuestión de la libertad del trabajo bien merece mayor detenimiento que las apresuradas frases de mi fatiga y de vuestro cansancio.



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Lección X

Comparación de la esclavitud y la libertad de los pueblos con la infancia y la madurez en los individuos.

I

     Hay, Señores, en la vida humana, una edad de dolor, de necesidades, de flaqueza y de impotencia, en que el hombre perecería sin los cuidados maternos; y en la cual gran número de las humanas criaturas perece efectivamente, a pesar de ellos. Esta edad es la infancia. Hay otra época de más vigor, pero de mayores necesidades, de más grandes obligaciones, de más serios cuidados, de más penosos padecimientos, de pasiones, de infortunios, de peligros y de trabajos. Este período es la edad adulta.

     Hay en la vida de los pueblos una condición mísera y abyecta, degradada y envilecida, menesterosa y atormentada, que se llama esclavitud. Hay otra condición más noble, más elevada, más digna; pero penosa todavía, llena de cuidados, de afanes, de tribulaciones, de peligros, de deberes, de esperanzas, de alternativas, de contratiempos y de inquietudes, que se llama libertad. La una es la infancia, la otra es la edad adulta de las sociedades. La ambición, la esperanza, el ideal, la ventura del niño, no es ser feliz; es ser crecido, ser hombre. La esperanza, el afán, la aspiración eterna de la humanidad esclava, no es ser rica, no es ser feliz; es ser libre. Para la sociedad, ser libre es ser crecida, ser adulta, ser verdaderamente sociedad, ser humanidad, ser lo que Dios ha querido que sea.

     �Es más venturosa la edad viril que la infancia? Al niño le parece que sí; al adulto suele parecerle que no.

     �Es el bien supremo la libertad? �Es la felicidad de la vida hacerse hombre? Para el que estos bienes no obtiene, no es esto cuestión, ni problema; no es tampoco la esperanza, ni un objeto, ni un impulso. Es el destino, la necesidad. Era forzoso crecer; era forzoso emanciparse. Era necesario adquirir personalidad e independencia; era necesario llegar a una condición imprescindible y señalada de la existencia social. Era menester llegar a la libertad, o desaparecer; como llegar a la juventud, o morir. Sólo que después quedábale al hombre considerar que con la libertad, como con la juventud; con la emancipación social, como con la emancipación doméstica, se había dilatado su razón y su fuerza; pero que se había ensanchado más todavía el círculo de sus necesidades, de sus deseos, de sus trabajos, de sus padecimientos, y sobre todo, de sus obligaciones.

     Será desgracia mía, Señores, haber de parecer paradójico y exagerado; pero tened presente -os ruego- que cuando por una larga serie de años, ha sido principio reconocido entre los hombres una verdad incompleta o exagerada, el combate o la rectificación de este principio no puede dejar de presentarse como una paradoja. Así ha sucedido con todos los principios y sentimientos de libertad, donde quiera que se ha tratado de aplicarlos o de defenderlos. Habiendo sucedido su aparición a una época de servidumbre, no se les ha examinado sino desde un punto de vista reaccionario, y dicho se está que falso e incompleto.

     La libertad del hombre, Señores, ora se haya considerado en su origen metafísico, ora haya sido examinada en la región de la moral y de la política, siempre se ha presentado a nuestros ojos nada más que como un bien adquirido, como una fortuna lograda, como un placer que se alcanza, como un derecho que se conquista. Y es preciso reconocerlo y decirlo: esta manera de ver y de considerar a la libertad, es bastante parecida a lo que antes hemos dicho; a la manera con que los niños se representan la emancipación de su infantil dependencia.

     Es tiempo, Señores, de abandonar esta preocupación pueril; es tiempo de considerar a la libertad de una manera más formal, más grave, más profunda, más completa, más verdadera. La libertad es un cargo, es una obligación, es una responsabilidad, es una condición de la existencia, que impone deberes -por lo mismo que confiere derechos-; y que por consiguiente lleva consigo todas las penalidades, vicisitudes, contratiempos, infortunios e inquietudes, inherentes a la naturaleza humana.

     Consideradlo bien, Señores. La libertad no es un derecho sobre las cosas y sobre las personas ajenas; no es más que el derecho del hombre sobre sí mismo, la dirección de su propia voluntad, la posesión de sus medios, la regularización espontánea de su albedrío, el señorío independiente, de su moralidad; es el dominio absoluto de sus acciones, es la responsabilidad propia de su vida física y de su existencia moral delante de Dios, delante de la sociedad, y delante de su propia conciencia. El hombre es libre, a precio de cuidar y responder de todo aquello sobre lo cual le es dado por la Providencia y por la sociedad, tomar la iniciativa, y continuar la espontánea y cabal dirección.

     El hombre es libre moralmente, a precio del crimen; es libre intelectualmente, a precio del error y de la locura; es libre socialmente, a precio de que la sociedad le deseche o le extermine; es libre económicamente, a precio de la indigencia, del abandono, de la miseria; hasta es libre delante de Dios, a precio de la condenación de su alma.

     De otra manera, Señores, no se puede concebir ni puede significar cosa alguna la libertad humana. El libre albedrío ha supuesto siempre, en religión, la posibilidad de la culpa y la posibilidad de la virtud; la justicia del castigo; y la necesidad de la recompensa. La fatalidad, que es la servidumbre moral, sería una contradicción con la pena, o con la remuneración de la gloria. La esclavitud política y social implicarían de la misma manera una contradicción absurda con la desigualdad de la suerte, y con la diversa condición y destino de todos los asociados.

     El esclavo de la sociedad, como el esclavo de un dueño, tiene derecho a exigir de su señor la seguridad de su existencia y la conservación de sus días. La organización social ha sido declarada incompetente para alcanzar, por medio de la servidumbre, este quimérico resultado. La sociedad pudo proveer a su vida propia, a la existencia colectiva, que era su misión y su destino. Pero desde que en el mayor adelanto de su civilización, el individuo no podía contar con la seguridad de lo que la sociedad le prometía, el natural progreso del desarrollo de los medios físicos y de las nociones y sentimientos morales, ha conducido al resultado de trocar la insuficiencia absoluta y la inútil injusticia de la esclavitud, por la esperanza probable y por la justicia de la libertad individual.

     El hombre hubo de decir a la sociedad: �El cuidado individual no es tu destino, porque nunca podrás alcanzarle. Déjame la iniciativa de mi pensamiento, y la libre disposición de mis fuerzas; y yo te relevo del cuidado de mi subsistencia. Quédate tú con la protección de tus derechos, con la vigilancia de tus capitales; déjame a mí la libre fecundación y empleo de mi inteligencia y de mi industria. Ampárame contra la naturaleza, contra las fieras, y contra la fuerza de los demás hombres; pero abandóname la tutela de mí mismo, y déjame el fruto de mis medios y de mis afanes, ora me eleven mi aplicación o mi fortuna a la más alta cumbre de la opulencia, ora me sepulten la desgracia o mi torpeza en lo más hondo y abyecto del abismo de la miseria�.

     Este es el origen, Señores, esta es la genealogía, y la índole, y condición de la libertad. Este es el fundamento de esa admirable armonía entre el principio social y el individual: ésta es la combinación establecida por Dios entre las fuerzas sociales y los sentimientos del individuo, para que funcionen y giren en su movimiento de rotación las sociedades humanas, como giran en el espacio los sistemas planetarios, entre las fuerzas generales del mundo, y las afinidades químicas u orgánicas de los átomos. La insuficiencia del hombre para vivir y perpetuarse por sí propio, había hecho necesaria la asociación; había hecho que el hombre naciera asociado; la insuficiencia de la sociedad para proveer al mantenimiento de todos los hombres, ha sido la razón de que el hombre social sea declarado libre. La ley social es una necesidad del individuo; la libertad del hombre es una condición y una necesidad del progreso y de la justicia social.

     Veréis, Señores, cómo apreciados de esta manera los principios, son fáciles y claras las consecuencias; veréis cómo son menos aparentes, y sobre todo, menos reales las contradicciones; y veréis también cómo quedando siempre a la misma altura -o tal vez más realzada- la nobleza de ciertos principios, se reducen a sus naturales proporciones la exageración reaccionaria de ciertas consecuencias, y la ilusión alucinadora de ciertas perspectivas. Veréis cómo esa libertad, cuyos fundamentos morales, y cuya representación económica acabo de bosquejaros rapidísimamente, está muy lejos de ser un patrimonio suficiente y abundoso para todas las necesidades de la criatura humana. Está muy lejos de ser la posesión de todos los bienes que su corazón desea, la realización de todas las esperanzas que su fantasía alimenta; está muy lejos de ser el maná, que sepa a todos los manjares, que su paladar saborea; está, sobre todo, muy lejos de ser el título o el derecho a todos los goces de la fortuna, a todos los halagos de la riqueza, a todas las seguridades de su porvenir y de su suerte.

     No, Señores, no. La libertad individual no la emancipará de las eternas condiciones de su destino, de su flaqueza física, de su organización moral. Muy por el contrario: entonces es cuando toma más plenamente posesión de este destino: entonces es cuando tiene que habérselas más frente a frente, más cuerpo a cuerpo, con esas fatales condiciones. Al aceptar la soberanía de su individualidad propia, contrae la sagrada obligación de conservarla. No es éste en verdad el contrato que nos describe J. J. Rousseau para la organización de las sociedades libres, verdad que no. La libertad supone la posibilidad de la miseria individual; la libertad dispensa a la sociedad, del derecho de la asistencia individual.

     Con quien contrae grandes obligaciones y solemnes empeños el hombre libre, es consigo mismo, cuando al entrar en el disfrute de su medios y de su albedrío, renuncia a la asistencia ajena y obligatoria, y dice a la sociedad: �Nuestro patrimonio está dividido: nuestras particiones están hechas. Cuida tú de tu subsistencia; que yo cuidaré de la mía. Guárdame los muros de esa ciudad; que yo levantaré mi casa, o moriré a la inclemencia. Defiéndeme del robo a la salida de ese taller de trabajo; pero no pongas a ración mis brazos o mis fuerzas; que yo sabré trabajar un día para holgar seis�.

     Y la sociedad le responde: �Sea. Pero yo, que no podía asegurarte el sustento, cuando a ración trabajabas, ahora de seguro te dejaré morir de hambre, si el trabajo de siete días no te basta para el sustento de tres�.

II

     Yo creo, Señores, que habréis comprendido todos, sin necesidad de ninguna advertencia ni explicación, el enlace, que tienen las reflexiones que acabo de someteros, con la cuestión que nos ocupaba, y que habíamos dejado pendiente en las conferencias anteriores. Al tener que tratar de la libertad o de la obligación del trabajo, mal podíamos pasar ni una línea adelante en nuestras investigaciones, sin fijar la condición y la naturaleza de la libertad humana. Pero al hacer la explicación anterior, hemos debido quedar satisfechos de un resultado, en que sin duda al principio no pensábamos; a saber, que la libertad del trabajo y la libertad individual, no se derivan una de la otra; que no se puede decir eso de dos cosas, que son idénticas, de dos palabras que son sinónimas.

     En efecto, Señores, siendo el trabajo la condición necesaria de la vida humana, �comprendéis sin la libertad del trabajo, la libertad de la vida? -Y por mejor decir-: �comprendéis que pueda existir siquiera otra libertad? �Tendría sentido la libertad de las acciones humanas, sin la libre disposición de las facultades, que constituyen su ejercicio y su empleo? �Tendrían objeto, y serían más que una irrisión absurda, la libertad de la razón, la libertad de la inteligencia y de la palabra, desde el momento que pudieran admitirse la coerción, la violencia y la servidumbre, para todo lo que constituye en la humana vida la aplicación del pensamiento, y el empleo constante de la voluntad? Tal suposición, Señores, sería un absurdo, que no merece de nuestra parte una sola palabra de refutación.

     La libertad de trabajar no es otra cosa para nosotros que la libertad de vivir. La libertad de trabajar comprende desde la idea más espiritual y profunda, que podemos revelar a la enseñanza de los hombres, o aplicar al dominio de la naturaleza, hasta el último latido de nuestro corazón, cuyos objetos de amor se identifican con nuestra vida, y son el móvil de todas nuestras acciones y el estímulo de nuestras facultades. La libertad del trabajo es esencialmente toda la libertad del hombre. Lo que se llama libertad individual, y libertad de conciencia, libertad civil y libertad social, no es, Señores, si bien lo consideráis, otra cosa que el trabajo libre.

     Pero aún hay más, Señores: no solamente es la libertad del trabajo toda la libertad del hombre, sino que la libertad es la condición esencial y elemental de la misma acción del hombre, a que hemos dado el nombre de trabajo. Nosotros hemos reconocido en él las condiciones de que sea productivo; de que sea suficiente; de que es fatigoso, de que es incierto e inseguro.

     Pues bien, Señores, para la reunión de estas condiciones es menester que sea libre. Sin la libertad no tiene sus condiciones físicas: sin la libertad no llena sus condiciones morales. La violencia le quita su inseguridad; pero le quita su estímulo: la organización socialista le asegura una infalible recompensa, pero le despoja de su iniciativa. La esclavitud y la organización socialista son como los antiguos cielos de cristal para la armonía del mundo.

     Para que el planeta de la actividad humana ruede, es menester dejarle en el espacio. Eso, que os parece vacío, sólo puede llenarlo el impulso de su órbita. Sujetadle para que no se aparte de su carrera, y caerá en reposo. Dadle un límite a su actividad, y pronto tendréis que buscar una dilatación a su fuerza. Dad una amplitud calculada a su recompensa, y no tendréis en breve con qué hacer frente a la más escasa y diminuta repartición. Emplead la fuerza para el desarrollo del trabajo; pero id inventando primero unas máquinas de hacer trabajar, que no se llamen hambre, y un carril de vapor para conducirlas, que no se llame libertad. No lo dudéis, Señores: después de reconocer que la libertad del trabajo es toda la libertad del hombre, hay que reconocer todavía, que la libertad no es otra cosa que el trabajo mismo, con todas sus naturales, verdaderas y genuinas condiciones.

     Y después de asentadas estas proposiciones, �habrá todavía quien me pregunte, si dada la libertad del trabajo, no es posible que la sociedad deba poner un límite a la concurrencia de la producción? �Habrá quien me pregunte si lo que se ha llamado concurrencia libre, lo debemos considerar como una consecuencia natural, lógica, necesaria, imprescindible, de la misma libertad, que tan resueltamente proclamamos? -�Consecuencia! No, Señores, vuelvo a decir-: no admito siquiera esta palabra: para mí no es esto una consecuencia; es una identidad. Para mí no es consecuencia de un principio o de un fenómeno aquello que no es más que la manifestación misma, que la forma, que reviste el principio o el fenómeno de que se trata.

     Para mí la concurrencia libre no puede ser, de manera alguna, la consecuencia, ni la deducción de la libertad del trabajo, cuando no es más que la libertad misma, considerada bajo el punto de vista de las relaciones sociales; cuando no es otra cosa que el nombre mismo de la libertad de trabajo, aplicado al cambio de los productos, aplicado a la fecundación de los capitales, aplicado al ejercicio de las fuerzas físicas, aplicado al empleo de las facultades intelectuales, aplicado, en fin, a todos los ramos y diversificaciones de la actividad humana, y de aquella acción individual, que con una apelación genérica y colectiva, hemos comprendido bajo el nombre de trabajo.

     Para comprobar esta verdad, Señores, no es necesario comparar las ideas: basta averiguar sencillamente la significación de las palabras. Respecto a las cosas mismas que las palabras significan, las dejo al arbitrio del sentido común más vulgar, y menos experimentado. Os dejo concebir lo que significaría proclamar la libertad, y limitar la concurrencia. Os dejo explicarme de una manera, no ya satisfactoria, pero siquiera comprensible, cómo la limitación de la concurrencia no es una limitación de la libertad; cómo cuando no se pudiera concurrir con el trabajo o con el producto, podría decirse que libremente se trabajaba. Os dejo, sobre todo, que me expliquéis de qué manera aquellos sistemas de economía social, y sobre todo, de administración pública, cuyo principio, cuya tendencia, cuyo exclusivo objeto ha sido constantemente, y continúa siendo en Europa, y en el mundo entero, la regulación de la concurrencia y la disciplina de la industria, se han horripilado de espanto, y han creído ver desplomarse en derredor de ellos toda la máquina del edificio social, cuando se ha pronunciado a sus oídos el principio de la organización del trabajo.

     �Qué tenía de horrible, Señores, qué tenía de absurda y de anárquica esta palabra, para que pronunciara Luis Blanc en un escrito: �que había de durar tres meses lo que todos los estadistas de Europa habían estado escribiendo en códigos y en pragmáticas, en instrucciones y ordenanzas, en aranceles y en tratados, por espacio de tres siglos�?

     �Qué tenían de horrible y de monstruoso, Señores, aquellos talleres nacionales, limitados a cien mil obreros, en que se dijo que el erario público gastó sumas enormes para obtener un resultado mezquino, para sustentar la holgazanería y la pereza, para dejar sin freno ni moderación alguna, los instintos brutales y los groseros apetitos de las últimas clases obreras; cuando la tarea de la administración pública desde Colbert hasta nuestros días, no ha sido otra cosa, en materia de industria y de producción, que convertir al Estado en taller, asegurar consumo forzoso, y mercado de privilegio y Real orden, a los productos de determinadas industrias y de determinadas localidades, y hacer que Provincias y Naciones enteras no fueran otra cosa que talleres nacionales?

     �Sabéis en lo que consistía lo absurdo, lo monstruo, lo espantoso, del abortado engendro de los socialistas franceses? -En que, por lo pequeño y diminuto, por lo reducido y limitado de la escala en que aparecieron aquellos fenómenos, se podían medir y apreciar las consecuencias de lo que en la extensión de un Estado y de un país, se confunde, borra y desvanece entre las demás circunstancias de su situación general; así como se ve en un mapa reducido, la configuración y límites de las costas y de las montañas, que no puede abarcar de una sola mirada la vista natural de los ojos del viajero.

     En los talleres nacionales franceses se notaba la degradación de los hombres: no hubo tiempo, como en estotros talleres, organizados por las leyes fiscales, para que se notara la degradación de los productos y la miseria de los países. En aquellos establecimientos se vio despuntar en breve la altanería e insolencia de hombres audaces, que con su audacia sola demandaban la remuneración que los más tímidos y prudentes sólo podían obtener con su trabajo. Pero los que así obraban, no eran más que individuos: no eran clases enteras y provincias populosas, que vinieran a pedir con las armas en la mano, a las demás clases o a las demás provincias de una Nación el doble precio normal de sus mercancías.

     En los talleres de la Francia revolucionaria se consumía el capital mismo, para obtener una retribución mezquina: en los países regidos por el socialismo gubernamental, que se llama protección de la industria, la imposibilidad de formación de grandes capitales, fruto de la paralización y estancamiento de la industria misma, perpetúa la miseria general, aunque oculte algunas veces, por falta de puntos de comparación, la pobreza relativa.

     El sostenimiento de las manufacturas socialistas pareció costar sumas enormes al presupuesto de la nación francesa. Porque aquellas sumas fueron bastante reducidas para poderse contar, bastante limitadas para pasar por las manos de una administración, para inscribirse en las columnas de los libros de cuenta y razón de los gastos públicos. Pero los millones, a que asciende en cada día del año la contribución forzosa, con que todos los ciudadanos de un país concurren a sostener las industrias privilegiadas por la administración, no parecen enormes, porque no se lleva cuenta de ellas, porque salen del sudor y del bolsillo de otros trabajadores, sin pasar por la mano de ninguna administración intermedia, y sin que haya tenedor de libros que los anote en su cuenta, ni que pueda saldarlos en su balance.

     Los talleres de París no han sido monstruosos y absurdos, sino porque han condensado como un pequeño destilador, en su retorta transparente, algunas gotas del extracto corrosivo y deletéreo del principio sustentado, y del sistema seguido en tan dilatadas extensiones de territorio, como aquellas en que pesa todavía la organización de la concurrencia y la esclavitud de la industria. La diferencia entre la institución socialista de París y entre el sistema antisocial de los Gobiernos, no consiste sino en que una innovación absurda, local, tiene un aspecto más amenazador que una rutina desastrosa y envejecida, cuando es universal; en que un muladar infecto se percibe más que cuando hay gérmenes de pestilencia e infección en la atmósfera.

     Y sobre todo, señores, porque en aquellas circunstancias, los nombres de libertad y de emancipación, que se pronunciaban sacrílegamente en un ensayo de retroceso a la servidumbre, asustaban mucho más que la realidad de la continuación de la esclavitud y del servilismo feudal, con los especiosos nombres de mejoras administrativas y de limitaciones beneficiosas.

     El resultado -habida relación a la diferente escala de ambos fenómenos-, debía ser el mismo en sus efectos inmediatos, y en su irrisoria esterilidad, para el objeto apetecido. La condición de los obreros bajo aquella disciplina y organización unitaria y reglamentada, era más miserable y menos retribuida que bajo el régimen de la concurrencia libre: la seguridad de ese salario mezquino hubiera también llegado a faltar, sin una nueva violencia en proporcionar mercados y salidas; esto es, sin una organización forzosa y obligatoria de los consumos, o sin una diminución progresiva del capital, que llegaría en breve a su extinción completa. -He aquí, Señores, los dos resultados de la organización del trabajo y de la represión de la concurrencia: la esclavitud y la pobreza.

     Nosotros todavía comprendemos la primera, cuando los hombres hayan de resignarse a la segunda. Comprendemos el monaquismo espartano con la salsa negra y la túnica de sayal. Lo que no comprendemos en la organización socialista y en las combinaciones del comunismo, es que ofrezca a los asociados un progreso ilimitado de libertad, y una adquisición indefinida de riqueza. Lo que no comprendemos es que se diga al hombre trabajador: �Tú ahora eres víctima y esclavo, más o menos voluntario, del capitalista, que puede despedirte cuando no te necesite, o no pueda darte trabajo; en cambio de que tú puedes dejarle, cuando no necesites de su auxilio y cooperación. En reemplazo de esa incertidumbre continua, vas a obtener una seguridad completa: en lugar de esa tiranía múltiple, vas a colocarte bajo la dependencia unitaria de un solo y universal capitalista, que se llamará la sociedad.

     �Todas tus acciones, todas tus facultades, todas tus disposiciones estarán sujetas a una regla y a una escala; a una tarifa y a una recompensa, que no será arbitraria como ahora, porque no estará sujeta a tu voluntad. Tu voluntad y tu albedrío eran la anarquía y la concurrencia: tu juicio y tu pensamiento acerca de tu propio interés, eran la pobreza y el desamparo. La sociedad va a tomar la tutela de todas tus necesidades, y de todos tus medios: ella pensará por ti: ella dirigirá tu trabajo: ella será la dispensadora de tu capital: ella dispondrá de tus días y de tus horas: ella arreglará tus tareas, y te hará el pedido de tus productos. Ella te señalará las horas de tus trabajos, los días de tus ocios, el género de tus distracciones: ella fijará tus consumos, te repartirá tus alimentos, te señalará tu habitación, te modelará y te dará tus vestiduras: ella prevendrá todos tus deseos, y dará el compás y la orden de todos tus movimientos.

     �Ni un sólo pensamiento de tu mente, ni un sólo movimiento de tus músculos, ni un sólo latido de tu corazón, ni una sonrisa de tus labios, ni una lágrima de tus ojos estará fuera de su previsión, de su alcance y de su poder; y serás libre como el aire, porque no tendrás nunca que pensar en mañana; y serás rico, más que los potentados, porque nunca te alcanzará la miseria�.

     -�Libre en qué, Dios mío, cuando se estrecha la vida en un círculo de bronce, y se convierte la sociedad en un vasto presidio? �Rico en qué, si nunca podré tener sobrante, si nunca he de poder reunir capital, si no tengo ni motivo, ni aliciente para reunirlo, si puedo disipar sin temor todo el fruto de mi trabajo, cuando está asegurada mi subsistencia y la de mis hijos, y si cuando quisiera o pudiera reunirlo, no podría disponer de él, porque es la sociedad el único capitalista? �Feliz en qué, si hoy soy bastante feliz, y si quitándome de pensar en mañana, al quitarme la incertidumbre, me arrebatáis el bien de la esperanza!...

     Señores: tal vez creeréis que exagero, porque pongo de realce, e iluminadas con fuertes colores, la vanidad de estas promesas y la ilusión de estas insensatas esperanzas. Pero meditad bien todos los proyectos de organización socialista y comunista, aún los de aquellos, que han querido legitimarse a los ojos de sus impugnadores, protestando contra la legitimidad de estas deducciones; y no dudéis que en el término de sus teorías encontraréis siempre estos resultados; porque ellos no están tanto en los medios que proponen, como en los fines a que aspiran.

     La servidumbre no está en la cadena del esclavo, ni en el grillete del presidiario: está en la dirección forzosa que ha quitado la iniciativa a su pensamiento, y en la disciplina, que ha paralizado la espontaneidad de su acción. El retroceso está en la falta de actividad, de estímulo, de invención y de adelanto, que suceden a la limitación del pensamiento libre; la miseria está en la supresión de las necesidades, y en la certidumbre de la satisfacción de los deseos. La desaparición del capital está en que quitado a la actividad y temor individual el estímulo de acumular sobrante, tendría que hacer por cálculo la administración, sobre la masa de los productos, una deducción, que sería absurdamente mezquina, al lado de la que hace la actividad humana, en el régimen de libertad de sus inclinaciones. Tanto valdría aplicar el mismo sistema a la procreación de los hijos para el aumento de la población. Está en que esta deducción sería de todo punto irrealizable, desde que la sociedad se viera obligada a atender a todas las desgracias, a todas las contingencias, a todos los casos adversos, a todas las miserias, a todas las flaquezas, a todas las enfermedades del individuo que librara en ella su cuidado.

     Sí, Señores: la esclavitud y la pobreza de todos están en el fondo de ese intento sacrílego y antiprovidencial de querer anular las condiciones físicas y morales del trabajo del hombre, intentando organizar un poder sobre la tierra, capaz de impedir la miseria, la ruina y la infelicidad.

     �Sacrílego intento, he dicho, Señores; esfuerzo impotente e insensato!... �tanto valdría querer encadenar al sol en su carrera, para que no fuera jamás de noche; o encarrilarle en un signo del Zodíaco, para que fuera eternamente primavera!... La libertad de la actividad humana, como la armonía de los mundos, es el gobierno de la Providencia. �La libertad humana es el verdadero derecho divino!

III

     No decimos esto, Señores, como una frase sonora, como un pensamiento ya vulgar, para finalizar -como algunos podrán creer-, una paradoja con una declamación. Este pensamiento, al parecer hiperbólico y declamatorio, es el complemento de nuestro raciocinio, porque es la refutación de un error de nuestros adversarios.

     Ellos creen que lo que nosotros llamamos libertad, es la anarquía; que lo que llamamos concurrencia, es el caos; y que donde no hay prescripciones acordadas, resultados previamente calculados y sujetos a números, y reglamentos escritos en caracteres de imprenta, y sancionados con las penas humanas, o ejecutados por los funcionarios políticos, la sociedad y el mundo tienen que girar a merced del acaso y de la aventura.

     Ellos no saben que en la sociedad, como en la literatura y en las artes, sólo se pueden dictar reglas y leyes sobre lo que no debe hacerse. Pero que en el dominio de la creación artística, como de la actividad industrial, la producción humana sólo puede reconocer por leyes y por móviles aquellas fuerzas eternas, que ha conservado en sus manos el Legislador Supremo de las sociedades y de los mundos. Ellos ignoran que la libertad es un régimen; que la concurrencia es una organización. Ellos desconocen que las necesidades y las fuerzas de la sociedad humana están calculadas, reguladas y puestas en armonía, de la misma manera que las fuerzas mecánicas de los cuerpos; que la acción de los fluidos y de los gases; que las propiedades de la luz, del magnetismo y de la electricidad; que las afinidades de los elementos químicos; que la vitalidad de los seres orgánicos.

     Porque han visto que los hombres se enriquecen o se mueren de hambre, se elevan hasta la ciencia de Newton, o hasta la habilidad de Vauban, o de Arkwright y Jacquart; porque ven que hay Polonias, que desaparecen en la servidumbre y en la opresión, y Uniones americanas, que nacen de repente a la prosperidad y a la vida política, han llegado a figurarse que estas alternativas de los pueblos y de los individuos, eran un movimiento irregular y desordenado, como el de las arenas, que levanta un torbellino; y que escribiendo en un código ciertos artículos, se fijaría el período de las revoluciones, el curso de la ascensión y prosperidad de los pueblos, la existencia y la armonía de las clases, la concordia de los intereses, el antagonismo de la producción y del consumo, de la necesidad y del goce, de la pena de producir y del deleite de poseer; y se fijaría el carro de la Fortuna, y el cuerno de la Abundancia, cerrándose la caja de Pandora, y sus males, en contra de la existencia de los individuos.

     �Presunción satánica y orgullosa, sin duda, Señores: fuente emponzoñada de tantas instituciones calamitosas, como de tantas utopías absurdas! Tanto valdría querer sujetar a una ordenanza las facultades de nuestra inteligencia y los sentimientos de nuestro corazón: tanto valdría hacer códigos para la amistad, escuelas para el amor; establecer premios para los afectos de familia, o constituir en obligaciones positivas el heroísmo de la virtud y la sublimidad del talento: que todo esto -al decir de esta clase de filósofos-, está en anarquía, en desconcierto y en desequilibrio, porque está entregado a la Providencia y a la eterna lógica de sus medios.

     Es verdad que no vemos el código de estas leyes; que no conocemos, ni podemos sujetar a nuestro cálculo, y sobre todo, a nuestra individual voluntad, el conjunto de este misterioso organismo. Pero �podemos nosotros algo sobre nuestra misma organización interior? �Podríamos cambiar la circulación de nuestra sangre, la respiración de nuestros labios, la visión de nuestros ojos, la fuerza de nuestros músculos, y la electricidad misteriosa de nuestros nervios?

     El desempeño de estas funciones, y la concordancia de estos movimientos �dejará de ser un sistema admirable, y una organización indestructible, porque no nos es dado variarle, porque no nos es dado hacer dependiente de nuestra voluntad aquello que se ha reservado a la naturaleza; o porque, al revés, pueda hacerse involuntaria e igualmente por todos, con la misma fuerza y con igual medida, lo que Dios ha querido que necesitara el concurso de nuestro albedrío y la dirección de nuestra conciencia? �Será tal vez una anarquía de nuestra constitución orgánica, y un vicio o defecto, a que debamos poner término y norma algún día, el dolor y la enfermedad, la desorganización de una entraña, la perturbación de nuestro cerebro, la ruptura de un vaso, la parálisis de un músculo, el espanto de una muerte repentina, o los crueles sufrimientos de una agonía prolongada?

     Estas perturbaciones, Señores, estas anomalías, estos desórdenes entran en la misma organización: son sus consecuencias, no sus excepciones: son sus pruebas, no sus contradicciones: son la sanción misteriosa de sus leyes. Y la abolición de estas aparentes contrariedades y anomalías sería la variación, el trastorno, la muerte, y el caos de la obra maravillosa de la creación.

     De la misma manera que la naturaleza física, está organizada la naturaleza moral. De todos los fenómenos que constituyen la sociedad humana, ved y considerad cuán pocos quedan bajo el dominio y la acción de los reglamentos, de las ordenanzas, de las prescripciones escritas del poder social. Y sin embargo, la sociedad vive; y sin embargo, la sociedad funciona; y sin embargo, la sociedad adelanta; y sin embargo, la sociedad trabaja; y sin embargo, la sociedad progresa; y sin embargo, la sociedad se enriquece. �Y con todo eso -decís-: la sociedad declina, la sociedad se deprava, y la sociedad perece�. �Ah! �Pensáis que puede haber una organización inventada y calculada por vosotros, para que adelante con más rapidez, para que se enriquezca más, y para que no perezca nunca? �Capaces sois también de inventar un sistema, para que el niño sea adulto en seis meses, y para que sea robusto y potente al cabo de cien años!

     En esta parte, Señores, permitid que os diga que la más elevada y transcendental filosofía no se eleva tanto como el sentido común y vulgar de los hombres. En esta parte la razón y el instinto de la humanidad ven más claro que los ojos del genio.

     El error de esta clase de filósofos y de organizadores, está en desconocer hasta dónde el albedrío del hombre es impotente para comprender y dominar el conjunto de aquellas relaciones y fenómenos, cuya combinación no ha dejado Dios a su cálculo ni a su limitación. El error está en no comprender que la libertad del hombre, que parece el último grado del individualismo, es el primer principio de la organización social, y que tiene su razón de ser en el sistema general de la humanidad, que sin ella no existiría. El error está, por último, en creer que esta libertad y esta armonía no puedan desenvolverse y organizarse en virtud de sus propias leyes y de sus propias fuerzas, y que pueda haber un sistema y una organización que empiece por destruirlas o modificarlas, apelando a fuerzas y a medios distintos o contrarios de aquellos de que se vale la Providencia para continuar la obra sublime, cuya dirección inmediata se ha reservado, como se ha reservado la vida, como se ha reservado la perpetuidad de la especie, como se ha reservado el destino de la humanidad y la dirección del mundo, y como se ha reservado el corazón del hombre.

     También se ha reservado su libertad; y todos los esfuerzos para comprimirla o encadenarla, serán en el orden de su acción física, como en la esfera de su responsabilidad moral, estériles luchas contra los designios de la Omnipotencia, desde el momento en que la sociedad ha llegado a la posesión de sus medios de vida, y el individuo al sentimiento de responsabilidad propia, que hoy es ley del mundo. En esta época el hombre toma resueltamente la iniciativa en la fecundación del capital social para la producción de la riqueza, por medio de la concurrencia; como en la plenitud de sus fuerzas es llamado por un estímulo -espontáneo respecto a él, libre en su ejercicio respecto a la sociedad, pero dependiente de Dios y de la naturaleza-, a la multiplicación de la especie y a la perpetuidad de la familia.

IV

     -Pero se me dirá; que �por mi confesión propia, y sobre todo por la verificación histórica y estadística de tantos hechos, como se reproducen diariamente a nuestros ojos, la libertad del trabajo y la ilimitación de la concurrencia ofrecen riesgos y ruinas, desastres y miserias, siempre dolorosas, y hasta tal punto, a veces, lamentables, que sin acusarnos de ese ciego y brutal fatalismo, que hace a los turcos no tomar precauciones contra la peste, ni acudir a la extinción de los incendios, es posible que dejemos de oponer a su aparición o a su posibilidad, el concurso de aquellos medios, que la Providencia misma ha confiado a las sociedades humanas�.

     Esta es ciertamente una reflexión naturalísima y obvia; y esta pretensión ha dado lugar, sin duda, a una de las cuestiones más arduas y difíciles, que en nuestros días preocupan la atención de los poderes, y que más profundamente dividen y agitan las opiniones de los filósofos y de los economistas. Comprenderéis que no es mi intento, ni cabe en los límites de mi trabajo, tratarla en la inmensa extensión de sus proporciones, ni en la asombrosa variedad de sus datos; pero tampoco, después de lo que he dicho, cabe en mí rehuirla, y no dejar mentado acerca de la manera de considerarla, un principio, que deje a salvo nuestra conciencia y nuestra doctrina.

     Sí, Señores; yo creo, yo sé, yo reconozco que la libertad del trabajo y la concurrencia tienen inconvenientes y peligros: no me detendré en señalarlos. Sin salir de nuestro siglo, los anales de la historia contemporánea están llenos de la relación de sus desastres; y en las campañas de los ejércitos industriales y trabajadores, hasta la poesía ha cantado las dolorosas lamentaciones de los heridos y el numeroso martirologio de las víctimas. No seré yo, Señores, quien cierre los oídos para no escuchar estos tristes acentos; ni están -�loado sea Dios!- endurecidas mis entrañas a la compasión, que inspiran los sufrimientos acerbos de las clases menesterosas.

     Muy al revés, Señores: hay en la aparente dureza de mis palabras, y en el rigorismo, a veces misantrópico de mis doctrinas, una simpatía vivísima y profunda hacia las condiciones desatendidas, hacia las muchedumbres necesitadas. Muy al revés, Señores; yo siempre he creído ver en los apóstoles más ardientes y sinceros de las doctrinas de represión, de organización, de comunidad, de gremio, o de monopolio, de trabajo organizado, de producción reglamentada, de consumo obligatorio, la proclamación de principios y de medios, que vendrían en último resultado a extender el privilegio de los privilegiados, y a hacer más intensa la miseria de los menos favorecidos de la fortuna.

     Por eso, al reconocer la verdad de algunos hechos, y la posibilidad desastrosa de los fenómenos, que ha producido la libertad bajo su forma de concurrencia, séame permitido, sin embargo, exponer dos dudas, que me asaltan siempre que se ponen delante de mis ojos esas dolorosas tablas mortuorias de la producción libre. En primer lugar, Señores, no siendo todavía un hecho general, ni particular, de ningún país del mundo, la absoluta libertad del trabajo y la concurrencia ilimitada de la producción, tengo derecho a dudar si todas esas desgracias, que se cargan en cuenta a la libertad, son un producto natural e imprescindible de la libertad misma; o si, en gran parte, son efecto de la lucha de los dos sistemas coexistentes a un mismo tiempo y en un mismo lugar; a saber, el resultado de la perturbación monstruosa, que produce en las condiciones de un trabajo aparentemente libre, la coexistencia paralela de una producción privilegiada.

     En segundo lugar, Señores, dada la condición -sin la cual no puede haber en estas materias certidumbre-; dada la condición de una libertad general, y de una concurrencia universalmente desembarazada, yo me atrevo a preguntar -porque me atrevo a no creerlo-, si hay ejemplo, si hay riesgo, si hay contingencia, si hay posibilidad de que los males de la concurrencia alcancen a la esencia de la sociedad misma; si los adelantos, si las invenciones y los estímulos del espíritu de libertad, considerado como móvil y estímulo del trabajo, han causado alguna vez la ruina, el empobrecimiento, el retroceso o la decadencia de una sociedad entera; si ha podido temerse de ellos que comprometan o afecten profundamente la existencia y el esplendor de una civilización; y si todos esos desastres, pérdidas, ruinas y miserias, que se atribuyen al descubrimiento de nuevos métodos, a la introducción de nuevas máquinas, al amontonamiento de muchos productos, y a la imprevisión o mal cálculo de salidas y desagües para el cambio y venta de la producción, por grande que haya sido la escala en que se verifiquen, pueden pasar de la esfera de infortunios y desgracias individuales, para llegar a la extensión de calamidades públicas.

     Estoy seguro, Señores, de que estos fenómenos, detenidamente analizados; de que estos resultados desastrosos serían de menor extensión de lo que aparece, y que en un golpe de vista general podrían pasar por insignificantes, comparados con la suma de bienes, que la sociedad entera reporta de los adelantos mismos, producidos por aquellos cataclismos y perturbaciones.

     -�Pero, y si así fuera -se me dirá-, �no los tendríais en cuenta para nada? Y después de haberos mostrado escéptico en economía, antiutilitario en política, y muy poco positivo y materialista en moral y administración, volvéis a incurrir -al cabo de vuestros discursos y filosóficas aspiraciones-, en las mismas añejas vulgaridades, que poco ha combatíais, y pasáis de repente a hacer la apoteosis de la anarquía y desconcierto de la producción, del caos y de la guerra de la concurrencia; atento sólo al bienestar de la sociedad, a esa riqueza, que poco ha colocabais en segundo término; sumando y restando -como cualquier vulgar economista, como cualquier empedernido malthusiano-, las lágrimas de los trabajadores sin pan, las gotas de sudor de las pobres víctimas de un trabajo sin recompensa. �Son libres esos desventurados? �Son las consecuencias de la libertad esos infortunios? �Son las conquistas de la libertad esas espantosas saturnales de la miseria?�.

     Esto me decís, sin duda; pero escuchad: -�Os dije yo por ventura, ni en ésta ni en otra alguna de mis lecciones, que la libertad era el bien supremo; que la libertad era el goce de todos los bienes, y el maná de todos aquellos deseos y necesidades del desierto de la vida, como os la pintaron y prometieron un tiempo, y os la prometen y retratan todavía los falsos profetas de algunas religiones políticas? �Os dije yo, por ventura, otra cosa, sino que la libertad se os había presentado bajo un aspecto falso, cuando se os había hecho ver en ella el supremo bien y la beatificación terrenal del individuo? �Os dije yo otra cosa, sino que la libertad individual del hombre era la más penosa de sus obligaciones, la más costosa de sus conquistas, la más seria, la más ardua, la más arriesgada de sus obligaciones, y la más temeraria de sus responsabilidades? �Os dije yo, por último, que la libertad humana, en todas y en cada una de sus importantes manifestaciones, se explicaba, ni se comprendía, por la condición, por la naturaleza, por el destino, por el interés del individuo?- Ciertamente que no, Señores, y que, si de algo podéis culparme, es de ser inflexiblemente rígido en mis consecuencias.

     El resultado adonde ahora os conduzco, harto os lo había anunciado de antemano; y cualesquiera que sean los resultados que después vengan a contrarrestar la dureza de nuestras consecuencias, por ahora no me cumple desengañaros de que la libertad tiene peligros, de que la concurrencia tiene desgracias, de que la concurrencia y la libertad conducen todos los días a resultados tristes y lamentables para el individuo no más; para la sociedad en general y para la civilización, en ninguna manera. Peligros y calamidades y riesgos de miseria y de infortunio para el individuo, y no para la sociedad -os repito-, no con ánimo de endurecer vuestras entrañas a la contemplación de esas lástimas, ni para apartar vuestra inteligencia de buscar remedio a estos males; sino para haceros conocer y palpar cómo la libertad individual es un principio social; cómo la libertad del trabajo es un elemento necesario de progreso, de perfectibilidad, de civilización para la sociedad; mientras que para el individuo es a veces una carga harto pesada, y una obligación sobradamente penosa.

     Os he querido hacer comprender cómo en las victorias, que va ganando siempre el ejército de la humanidad en la conquista de la naturaleza, el estímulo y la iniciativa individual, que es el valor y la intrepidez de esta lucha, puede, como el heroísmo del combate, dejar tendidos muchos soldados en la pelea. Y en fin, os he querido conducir a que meditéis y contempléis por vosotros mismos, de qué manera el socialismo, queriendo prevenir los males de la concurrencia, invierte naturalmente su representación y su papel, haciéndose individualista, en nombre de la sociedad, para combatir desgracias y miserias, que sólo afectan intensamente al individuo; en esa guerra encarnizada, a que ha querido compararse la concurrencia libre, no era a la hueste, no era a los caudillos, a quienes cumplía reprimir el ardor: era a los combatientes. El individuo podía hacerlo: el interés limitado de los individuos puede buscar un refugio contra las eventualidades de la libertad; el individualismo puede llegar hasta la garantía de la organización. Vaya en buen hora, Señores; pero en el extremo de ese camino en que huye los riesgos y martirios de la libertad, seguros estamos de que se ha de encontrar con las mazmorras y las cadenas de la servidumbre.

     �Y qué, Señores! �No hay más que esta triste alternativa? �No hay más albergues para la humanidad, que la orfandad o la esclavitud; la inclemencia del campamento, o el horror de la prisión? Nosotros no lo creemos; no podemos de ninguna manera abandonarnos al fatalismo desesperado a que nos arrastraría esta creencia desconsoladora.

     Creemos, sí, que este problema, no lo ha de resolver la filosofía de los sabios con utopías de un día, ni la administración de los Gobiernos, con sus instituciones contradictorias, y fundadas en principios puramente materialistas, y en estadísticas y cálculos de productos y de intereses. Creemos que el problema han de resolverlo la humanidad y la civilización, apoyadas en principios morales y en sentimientos menos materialistas. La insuficiencia, que ofrecen los cálculos del interés positivo para la felicidad y adelanto del género humano, ya hemos dicho, tratando de la propiedad, que nos conducen a buscarla por otro camino que por el de esa riqueza indefinida, por el de esa opulencia universal, a cuya realización encontramos obstáculos por todas partes, y bajo toda forma de organizaciones.

     En la condición de la esclavitud encontramos a la sociedad pobre y al individuo degradado; en el campo de la libertad y de la concurrencia, vemos a la sociedad adelantada y floreciente; al individuo, rodeado de riesgos y de peligros, víctima muchas veces de esa misma concurrencia, de esa misma iniciativa, que reconocemos necesaria para el adelanto social. No tenemos, Señores, todavía motivo alguno para dejar de creer que esta triste alternativa, y que esta condición no sea una ley fatal del destino de la humanidad.

     Tememos mucho entregarnos a esperanzas engañosas, a quiméricas ilusiones, que se nos presentan como contradictorias a la historia de la humanidad, y a la organización física y moral del hombre. Donde quiera que le examinemos, encontramos que su destino sobre la tierra está muy lejos de ser la perfección y la bienaventuranza.

     Ora le contemplemos en la región de su desarrollo intelectual, ora en el dominio de sus sentimientos morales, ora en el ejercicio de su actividad física, siempre vemos que la ley del mundo no es el placer, no es la verdad, no es la riqueza. Esos son estímulos y móviles, pero no son destinos. La ley y la condición del mundo es la lucha, es el combate, es la fatiga; y para ella el obstáculo eterno, la necesidad renaciendo siempre, el deseo, siempre estimulado; la curiosidad, siempre despierta; la incertidumbre, siempre vigilante; la pobreza, siempre buscando trabajo; la ignorancia, siempre escudriñando la verdad; el estómago, pidiendo todos los días alimento; el corazón, variando en todas las edades sus necesidades de amor; la muerte, en fin, solicitando todos los días la reproducción de la vida.

     Y entretanto, para que un ser quede vivo, es preciso que otros ciento se destruyan; para que la sabiduría humana se aumente con una verdad, es menester que pululen enjambres de errores; para un adelanto útil, es necesario que aborten miles de ensayos quiméricos; para que haya un Homero, un Virgilio, un Tasso, un Cervantes y un Shakespeare, es preciso que se cuenten por toneladas las producciones de la medianía. Para que haya un héroe en los altares, es menester que haya cien criminales en el patíbulo; para que haya un rico en la opulencia, es necesario que combatan, y lloren, y suden, y trabajen millares de criaturas en la pobreza y en la esperanza.

     Vuelvo a decirlo, Señores. �Podrá el hombre variar esa ley? �Podrá la sociedad conseguir el que la verdad sea su patrimonio, la belleza su adorno, la virtud su culto, la grandeza su carácter, el bienestar su condición? Todavía seguiremos esta investigación. Entretanto, me atrevo a creer que sí; que la sociedad puede tener esperanza de alcanzar la posesión de todo esto.

     La sociedad, sí, Señores; pero no me lisonjea la idea de que dejen de ser nunca el error, el crimen, el egoísmo, la desgracia y la miseria, condición ordinaria y posibilidad natural del individuo.



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Lección XI

Del trabajo considerado en la sociedad, y de su concurrencia a la formación del capital.

I

     Dice, Señores, un Poeta alemán, que de todas las astucias y habilidades, que se han atribuido al Diablo para influir de una manera perniciosa en la suerte de los hombres, no tiene verdaderamente el Espíritu malo más que una, con la cual le basta y le sobra para la perdición de la humanidad; y que esta única e infernal astucia, este medio e instrumento de todo mal, consiste simplemente en separar de la luz el calor.

     �Quiere hacer de un hombre un malvado? Ilumina con vivísima luz sus ojos y su entendimiento, y le deja helado el corazón, y ateridas las entrañas. �Quiere que haya monstruos de crimen y de pasión, muchedumbres enfurecidas, revoluciones absurdas, guerras impías, y que corra la sangre a torrentes sobre la tierra devastada? Derrama torrentes de fuego en el corazón del hombre, y deja enteramente a oscuras su razón, en profundísimas tinieblas sus ojos, sin guía, sin fanal, sin dirección sus pasos. Luz fría y tinieblas ardientes, he aquí el origen del mal, la fuente del error para el género humano, en el singular lenguaje del poeta austriaco.

     Os dejo, Señores, meditar la profundísima verdad, que se encierra bajo la forma un poco estrafalaria de esta visión fantástica, para deciros a mi vez, que en la esfera de las doctrinas, en la región de los principios, en el vasto dominio de los sistemas, así filosóficos como políticos, una de las causas de error, que con más frecuencia se aparecen a nuestros ojos, uno de los errores más capitales, que han extraviado más a los filósofos y a los políticos, a los pueblos y a los Gobiernos, a los hombres de acción, como a los hombres de inteligencia, es la fatal manía de separar, en una cuestión o en un juicio, en un fin o en un resultado, en una solución o en un problema, en un sistema práctico o en una doctrina teórica; en separar -digo-, dos principios o dos verdades, dos cualidades o dos condiciones, que van juntas siempre, aunque parecen opuestas y contradictorias; ateniéndose en su criterio a la análisis ficticia, que en apariencia las excluye, en vez de buscar por la síntesis un vínculo que reúna en una conjunción armónica, ese dualismo de entidades contradictorias, que es la esencia, o, a lo menos, la forma de todo ser en la naturaleza, de toda verdad en la filosofía.

     Por eso, Señores, Hegel, en medio de sus desvaríos, y de las consecuencias lastimosas, que de sus doctrinas han derivado sus flamantes discípulos, ha dejado para la investigación de la verdad, una fórmula luminosa y un instrumento más eficaz que el silogismo de Aristóteles, en su famoso principio de que toda verdad se compone de una tesis y de una antítesis, esto es, de una afirmación y de la afirmación contraria, reunidas por la síntesis, que es la verdad absoluta, a diferencia del absolutismo analítico, que es el aislamiento de una sola de las contradicciones.

     Por eso este principio, que parece algo oscuro en la fraseología escolástica, y que alguna vez parece estéril en la limitación de nuestros conocimientos positivos, es claro, sencillo y luminoso en la práctica; y si no siempre nos revela la verdad, dejándonos frecuentemente en la perplejidad de la contradicción, nos pone en el camino de alcanzarla, o nos enseña lo que nos falta para conseguirla, siempre que la observación constante de dos contradicciones no nos conduce a anularla una, sino a buscar el vínculo que las encadena a entrambas.

     Kant había dicho: �El mundo soy yo�. Hegel dijo: �En el mundo hay lo que es yo, y lo que no es yo; la reunión de estos dos principios, es lo absoluto�. Y nosotros, elevándonos más, decimos: �Es Dios, es la creación�.

     En el mundo, �hay materia, o hay espíritu? La existencia exclusiva del uno es error de los unos; la negación del otro es la ilusión de los otros. La armonía de ambos es la ley del mundo, es la explicación de la naturaleza, es la síntesis de la creación; lo que algunos han dicho que era la hipótesis de la fantasía.

     Después de estas dos preguntas tan serias, permitidme que os proponga una cuestión ridícula. El género humano, �es macho, o hembra? �Qué instruido será el mundo cuando pueda responder con la misma carcajada a la mayor parte de las cuestiones que hoy le proponen la filosofía, la política, la economía, la ciencia social!... Hay muchos de esos problemas, Señores, tan difíciles y tan complicados, que no tienen otra solución, porque no tienen otra dificultad.

     La humanidad �es buena, o es mala? Los pueblos, �son por derecho libres, o es ley que sean esclavos? El hombre, �ha nacido para obedecer al hombre, o es soberano delante de Dios? �Ha nacido el hombre para ser venturoso sobre la tierra, o es verdad aquello de homo natus de muliere repletur multis miseriis? �Tiene derecho a ser rico y opulento, o es su condición indeclinable comer el pan con el sudor de su frente? El fin y objeto de las sociedades y de la vida humana, �es la material existencia de este flaco y desnudo animal bípedo, o dijo bien el que decía: Non in solo pane vivit homo, sed in omni verbo quod procedit de ore Dei?

     Las necesidades y derechos individuales �bastan para constituir justicia y derecho en la sociedad, o por el contrario, nunca hay razón ni justicia en el individuo contra el interés, el poder y la voluntad social? �Es natural, y justo, y sagrado el derecho de propiedad individual, o es la sociedad la soberana propietaria, y no hay en toda propiedad humana más que un precario usufructo o una abusiva e imprescriptible usurpación? �Es el trabajo libre, independiente, anárquico, concurrente, el modo único y natural de existir de las sociedades humanas, o reclama el progreso de la sociedad y de la inteligencia una organización en la industria, como hace tantos siglos que la ha recibido la guerra? �Es sólo inherente al individuo la condición y el derecho del trabajo, o es la sociedad a quien corresponde el plan supremo y la dirección de las campañas de la industria humana, como el orden y mando de aquellos otros trabajos, que se llaman defensa y conquista?

     Os parecen difíciles, espinosas, inmensamente arduas estas cuestiones todas. Pues bien, Señores, no titubeo en repetirlo, no vacilo en afirmar que dentro de algún tiempo estos problemas así presentados, esas verdades puestas en disyuntiva, esas soluciones formando sistemas opuestos, representarán el mismo ridículo papel que la pregunta de que poco hace os habéis justamente burlado: el género humano, �es macho o hembra?

     No, Señores; no es ociosa esta cuestión, en cuanto puede ser una fórmula o un símbolo de tantas otras, como se presentan y se proponen, por no considerar los hechos humanos y los fenómenos de la naturaleza moral como los de la naturaleza física, sino por uno de los puntos de su múltiple perspectiva. Y si queréis otra fórmula más material y menos extravagante, aunque no menos absurda, del modo de presentar estas cuestiones, y de analizar estos problemas, figuraos a dos viajeros, o a dos geógrafos, disputando sobre si la Suiza es un país de montes, o un país de valles. Al hombre de sentido común, Señores, le basta saber lo uno, para estar seguro de que no es lo otro; al filósofo que haya observado profundamente al dualismo de la naturaleza humana, también le basta saber la verdad de un hecho, para que se lo presente en evidencia el hecho contrario. En esa región, más escabrosa y desigual que las sierras de las gargantas de los Alpes, las eminencias son las que engendran los abismos; la nieve helada de las cumbres la que alimenta los puros cristales de los hondos lagos.

     No creáis, pues, Señores, inútiles, o de mero adorno y artificio estas reflexiones preliminares, que con frecuencia -y tal vez con extrañeza-, me tomo la libertad de haceros. En estos tiempos de anarquía filosófica y de tanta libertad de espíritu, en que hay que demostrar los principios más evidentes, o luchar contra errores acreditados por la autoridad de muchos siglos, las armas del raciocinio se gastan pronto, y estamos en el caso de aquellos trabajadores, que en ásperas faenas y con duros materiales, al dar principio cada vez a su tarea, tienen que afilar sus herramientas.

     Aplicad las consideraciones que acabo de hacer, a las materias que han sido objeto ya de nuestras investigaciones; y veréis cuánto os cumple tenerlas presentes para todas las demás cuestiones, que puedan presentarse en el camino de nuestros estudios.

     Así vosotros habéis visto desde luego que el individuo no constituía la sociedad; que la sociedad no bastaba para el individuo; y que los que consideraban a la sociedad absolutamente, así como los que consideraban aisladamente al individuo, iban a parar a consecuencias absurdas, y con frecuencia contradictorias a sus mismos intentos. Nosotros nos hemos procurado poner al alcance de la síntesis, que une la ley social con el derecho y con las necesidades individuales.

     Nosotros hemos visto a unos hombres, a una filosofía, y a una política decir al mundo: �El hombre no es nada delante de la grandeza, la fuerza, el derecho, el interés del poder social. Por la sociedad existe: para ella sólo le es dado existir�. -Y hemos oído a otra filosofía responder en eco a esta doctrina: �La sociedad es un ente de razón, que no es más que lo que el hombre quiere que sea, y todos los poderes de que la sociedad se reviste, no son más que concesiones que los asociados le han otorgado�. Nosotros, Señores, hemos visto ya cómo había verdad en lo que ambos decían, toda vez que había algo más que unos y otros no explicaban, y que explicaba lo que unos y otros no comprendían.

     Nosotros hemos visto a los unos afirmar que la propiedad es un derecho puramente individual, y que la sociedad y el poder nada podían sobre este derecho fundamental y orgánico de la naturaleza humana. Los otros, por el contrario, nos han probado que la sociedad -sin la cual no habría ni hechos ni derechos-, era la soberana propietaria de todo bien, el absoluto y supremo dueño de todo capital y de todo producto. �Y qué hemos encontrado nosotros, Señores? Que los individualistas y los socialistas tenían razón; que el error de unos y otros consistía en ver la cuestión a medias, y en encontrar contradicción donde sólo había dualismo y complexidad; que había propiedad individual y propiedad social; y que, lejos de excluirse, la una había nacido de la otra; que sin la propiedad social, el individuo no hubiera tenido capitales; que sin la propiedad individual, el capital social no se aumentaría, ni sería fecundo.

     �Qué hemos visto respecto de la riqueza? Que la opulencia universal sería la miseria de todos; que la posibilidad de la miseria es el principio de la prosperidad.

     �Qué hemos visto, en fin, Señores, en la cuestión tan debatida, del trabajo, que tenemos pendiente todavía? Hemos encontrado las mismas contradicciones, que encontraremos siempre en todo lo que se refiere a la naturaleza del hombre y a la ley de la humanidad. Hemos encontrado sus males engendrando sus bienes; sus dolores creando sus placeres; sus goces causando sus privaciones: hemos encontrado, como en todas partes, la luz produciendo la sombra; la agitación, el reposo; la vigilia, el sueño; la vida haciendo lugar a la muerte.

     Hemos visto la organización del trabajo social produciendo la esclavitud; hemos visto la independencia y la anarquía del trabajo individual dando por fruto la prosperidad social; hemos visto la libertad del individuo, perniciosa a veces y funesta para el individuo mismo; nunca para la sociedad. Y sólo nos falta para completar esta tarea, considerar el otro aspecto contradictorio o complementario de la cuestión, examinando hasta qué punto -además del trabajo individual, cuyas condiciones hemos descrito-, hay también en la humanidad, y en cada una de las sociedades humanas, trabajo social y colectivo, sin el cual no pudiera realizarse, ni por un solo día, la condición primera de la subsistencia del individuo. Y ved aquí, Señores, por qué en ésta, como en las demás cuestiones, nosotros no aspiramos a ser individualistas, ni nos contentamos con ser socialistas. Aspiramos a más: aspiramos a ser sintéticos. Por eso la contradicción no nos arredra; y lejos de conducirnos al exclusivismo, vamos siempre atentos a encontrar el principio superior de la armonía.

     Por eso, Señores, cuando encontramos que ninguna organización del capital y de la propiedad conducía a la riqueza general, nosotros no hemos insistido en buscar otra organización, que acallara todas las contradicciones del destino material del hombre. Hemos tomado estas contradicciones por su condición natural y necesaria; y lo que hemos sacado por conclusión, es que la humanidad tenía un destino más alto, y un objeto menos epicúreo, a que concurrían de consuno la opulencia de los pocos y la escasez y penuria de los muchos. Cuando después os he hecho conocer que la organización del trabajo era imposible sin la esclavitud, y que la libertad individual era la condición necesaria del trabajo del hombre, yo no pude arredrarme delante de las funestas consecuencias de esta libertad misma, cuya necesidad reconocía. Pero llevado por mi anterior criterio, las he reconocido fatales y necesarias, y espero de esta manera -más bien que rechazándolas o suprimiéndolas-, encontrar la ley que las concilia con la felicidad humana.

     Así, señores, un constructor de buques no pretende suprimir ni los huracanes ni las calmas; pero estad seguros de que si no construyera su buque para que resistiera a los temporales, o para que navegara sin vientos, no se hubiera llegado a atravesar el Océano con tanta seguridad y rapidez, aun en los viajes en que no hay tempestades ni riesgos sobre los mares.

II

     Hemos asentado, Señores, que la cuestión del trabajo la habíamos considerado solamente por una de sus fases, por una de sus perspectivas, cuando hemos investigado las principales condiciones del trabajo individual; y todavía, Señores, este examen es diminuto e incompleto.

     Sin embargo, este es el único punto de vista, bajo el cual le han considerado los filósofos y los políticos, cuando han querido organizarle.

     Cuando el poder social, tratando de someterle a su acción y a su régimen, se olvidó de su misión legítima, por buscar el cumplimiento de lo que estaba en su derecho, y en su posibilidad, quiso tomar por un camino donde sus esfuerzos y sus adelantos no habían de encontrar sino lo imposible, lo absurdo. Olvidó o desconoció que el trabajo, reducido una vez a la condición de trabajo individual, estaba ya organizado, y que este trabajo, esta función, sometida a la fuerza misma que le impelía y le desarrollaba, a la actividad e inteligencia del hombre, a su responsabilidad y libre albedrío, no podía tener otra organización que esa libertad misma, cuyos móviles y cuyas limitaciones, cuyos obstáculos y cuyos resortes, dejados a merced de cada individualidad humana, constituían el gobierno directo de la Providencia Divina sobre la economía social, y sobre el destino y situación de los pueblos y de los individuos.

     Para variar esta organización, para sustituirse a esta Providencia, para anular esta libertad, la organización política o filosófica tuvo que destruir las condiciones fundamentales de ese mismo trabajo, y esclavizar al individuo, total o parcialmente, en la dirección de sus fuerzas, en el empleo de sus medios, en el logro o en la esperanza de sus resultados. En esta tarea absurda ha encontrado el éxito que tendría el intento de quien, para dirigir mejor por la superficie de la tierra el agua de los ríos, quisiera variar a su antojo la disposición de las fuentes o lagunas, de donde beben sus aguas.

     La sociedad se ha creído la fuente, cuando le bastaba ser el cauce: ha querido sustituir su voluntad a la voluntad del trabajador, y el trabajo se ha paralizado: ha querido sustituir su conveniencia al interés del individuo, y el trabajo se ha tornado infecundo: ha querido sustituir su inteligencia a la necesidad individual, y la producción ha sido insuficiente: ha querido suplir con la confianza de su poder a la inseguridad de la naturaleza misma, y el trabajo ha sido inerte, improductivo: ha querido sustituir su ley al gobierno de la Providencia, encargándose de la subsistencia de las masas -o lo que es lo mismo-, de la repartición individual de los frutos del trabajo; y la pobreza, y la miseria, y la degradación de la servidumbre, y las revoluciones espantosas de las muchedumbres esclavas, y las hambres, y las epidemias, y la política de expoliación, y las guerras de rapiña y saqueo, y la venganza expiatoria de las naciones saqueadas, y el desenfreno de las muchedumbres corrompidas, y la decadencia rápida de las sociedades ociosas, epicúreas e inmorales, y la desaparición segura de las naciones sostenidas sólo por la fuerza, han venido siempre en tales casos, y bajo toda clase de formas, a hacer cumplida justicia contra aquel sacrílego y descaminado intento.

     �Pero se deducirá de esto que nuestros principios han de tomar un rumbo enteramente contrario? �Se ha de concluir de nuestras reflexiones, que la sociedad no tiene existencia colectiva, respecto a la necesidad, a la obligación, a la función del trabajo; y que, si la tiene, no tiene en ella representación, ni atribuciones, ni responsabilidad, ni deberes? -De ninguna manera, Señores.

     Tal juicio sería incurrir en el error que poco hace inculpábamos a los que no consideraban esta cuestión sino por uno, acaso por el más fácil y más perspicuo de sus aspectos; en el error general o común de los que en todas las cuestiones filosóficas tienen por contradictorio todo lo que es opuesto, antes de averiguar si esa oposición es complemento o integración de la cuestión propuesta y debatida.

     No, Señores, no: nosotros no podemos extraviarnos en un camino tan conocido, ni chocar contra unos escollos tan marcados ya en el derrotero de la filosofía. Nosotros nos hemos proclamado -y no en balde-, demasiado socialistas, para dejar esta cuestión encerrada en los límites estrechos de aquel incompleto e insuficiente individualismo. Nosotros hemos dado demasiada importancia a la vida, a la ley, al principio y al destino social, para dejar ahora a la sociedad, cuando se trata de su principal función externa y de su más ostensible empleo sobre la tierra, a merced de un principio y de una condición individual, cuando hemos empezado por afirmar que no fue así originariamente, y que es un resultado tardío y lento de la misma sociedad, que trabajó y vivió primitivamente en otras muy distintas condiciones.

     No, Señores, no: esta primitiva y originaria existencia siempre será una necesidad, siempre será la condición primera, fundamental, de toda asociación humana; y cuanto más la civilización progrese, y la vida individual se ennoblezca y asegure, tanto más la sociedad necesitará asegurar las condiciones de su duración, de su conservación, de su engrandecimiento, de su prestigio y de su imperio. Sí, Señores; la sociedad tiene hoy -como ha tenido antes, como tendrá siempre y cada vez más-, la obligación de todo ser vivo, y de todo ser inteligente; la obligación de conservar su existencia y de trabajar para conservarla; la obligación de emplear su vida en el destino, que Dios le ha repartido sobre la tierra, y la de dirigir sus fuerzas y su acción, su inteligencia y su trabajo al cumplimiento de este destino.

     Por eso, Señores, hemos dado principio a la cuestión del trabajo en una de las primeras lecciones, asentando como verdades de observación histórica y de necesidad metafísica, que hay trabajo social; que hay capital social; que el trabajo social había precedido al trabajo del individuo; que el capital era una creación de origen, pura y exclusivamente societario, y que era precisa la acción colectiva de la sociedad, para que el individuo llegara un día a tener medios y recursos, instrumentos y métodos, seguridad y tiempo, para emplear útil y productivamente su libertad y su inteligencia.

     Para este trabajo, Señores, sí que necesita organización; sí que necesita dirección; sí que necesita leyes; sí que necesita plan convenido y calculado; sí que necesita principios y sistemas; sí que necesita, por consiguiente, doctrina y filosofía; sí que necesita razón y sentimiento, porque necesita inteligencia y autoridad. La inteligencia y el sentimiento, que presiden a las acciones humanas en la esfera individual, están en el albedrío y en las necesidades del hombre, bajo la dirección de Dios, que se ha reservado su impulso y su desarrollo. Pero la acción social no tiene esta libertad; la acción social no tiene su centro y su guía en el entendimiento y en el corazón del hombre. La acción social tiene sus reglas y sus motivos, en aquellos principios y en aquellos hechos, que constituyen las instituciones de poder, y las instituciones de administración.

     La sociedad tiene su conciencia en lo que se llama Derecho público; tiene su inteligencia en lo que se llama razón de Estado; tiene su cabeza en lo que se llama poder y gobierno; tiene su corazón en lo que se llama patriotismo; tiene su actividad en lo que se llama con admirable y gráfica exactitud, espíritu público; sus motivos y sus resultados, en lo que se llama elevación, engrandecimiento y prosperidad de los pueblos y de las naciones.

     Permitidme, Señores, apelar otra vez a la fisiología -como lo hago con alguna frecuencia- en comparaciones que no son simplemente metáforas, porque son transportar a seres colectivos, como lo es una sociedad humana, las leyes, que vemos regir en un ser concreto e individual, que sin embargo es, a su vez, una colección de órganos. Hay en el hombre, fisiológicamente considerado, una serie de fenómenos, que no dependen de su inteligencia ni de su voluntad. La vida local de la mayor parte de sus órganos no se refleja en su conciencia, ni obedece a su razón. Nada puede la voluntad humana sobre la circulación de la sangre, sobre la digestión de su estómago, sobre la respiración de sus pulmones, sobre todas las funciones orgánicas de sus entrañas.

     Y sin embargo, para la dirección de su vida y para el empleo de sus fuerzas, para la percepción de sus sentidos, y para la aplicación de sus facultades y la combinación de sus ideas, tiene un centro, en que se da cuenta del conjunto de esta vida, y una razón que la dirige, y una voluntad que la mueve. Pues bien, Señores. El mismo fenómeno, que observamos fisiológicamente en el individuo, le observaremos filosóficamente en la sociedad. El trabajo individual, la libertad individual, la responsabilidad individual, son como las funciones de los órganos y como el movimiento de las moléculas orgánicas. Sin la vida general no vivirían, no funcionarían; y son, sin embargo, independientes de ella, en cuanto están fuera del alcance de su voluntad, de su conciencia, de su percepción, y sujetas solamente a las leyes de la vida, que su Dispensador eterno gobierna y rige.

     La inteligencia social, la actividad social, el trabajo social son como el cerebro y la razón del hombre; son como la voluntad, que dirige el conjunto exterior de sus fuerzas; son como la conciencia, que se da cuenta de sus afecciones y deseos; son como aquello que llamamos corazón, en donde obran nuestras pasiones y deseos; son como el pensamiento, que analiza y comprende aquello mismo que obra dentro de sí, como si fueran hechos exteriores; son como la razón, que modera, limita, estimula o refrena, reúne o gobierna las fuerzas generales, que le ponen en contacto con la vida física del mundo exterior, con la existencia moral de los otros seres, y con la misma fuerza de sus órganos y de sus miembros.

     Por eso no extrañéis, Señores, que después de haber puesto la actividad individual bajo el gobierno directo de la Providencia, haga dependiente la acción social de la filosofía humana. Ya lo veis. Este es un misterio de la creación que se reproduce en el individuo. El hombre no puede detener el curso de una gota de su sangre en la más delicada de sus arterias. Aquel movimiento obedece exclusivamente a la vida, que es obedecer inmediatamente a Dios; y aquel hombre mismo, por un esfuerzo de su inteligencia, conduce un buque a través del Océano; o por un extravío de su razón puede darse la muerte y derramar toda su sangre.

     En último resultado, Señores, no hay contradicción, sino sabiduría infinita en estos fenómenos. Dios gobierna la vida individual por medio del albedrío humano; y la vida general, por sus eternas leyes. Dios gobierna las sociedades por la razón y la filosofía de los hombres; pero también se ha reservado, o la exaltación o la decadencia, la ruina o la prosperidad de las naciones, por medios que se escapan a las teorías y a la lógica; como la salud y la muerte del individuo se escapan al albedrío y a la previsión de su limitado entendimiento y de su impotente voluntad.

     Dios ha depositado en el cerebro humano un agente inmaterial, que se llama el alma: también en esos cerebros sociales, que se llaman Gobiernos y poderes, hay un agente espiritual, a que hemos dado el nombre -un poco vago- de principios: alma y principios que aunque sean del hombre, son primero de Dios; alma, sin la cual la criatura humana sería un ser automático, como el árbol; principios, sin los cuales la fuerza del poder cesa, y la organización social se disuelve, como la vida material del individuo cuando el espíritu le abandona.

III

     Pero la analogía entre las dos existencias va más allá todavía, y no se limita solamente a la correspondencia que hemos encontrado entre la voluntad y la razón, que dirigen las fuerzas que obedecen, y los órganos que funcionan y ejecutan.

     La sociedad, como el individuo, tiene vida física y existencia moral; tiene vida propia interior, y tiene vida de relación; tiene necesidades materiales; tiene necesidades afectivas o intelectuales; tiene funciones de fuerza, de resistencia, de movimiento; tiene facultades de sabiduría, de justicia, de enseñanza, de ley, de entusiasmo; hasta de imaginación, hasta de fanatismo; tiene trabajo, Señores, tan variado, tan múltiple, tan continuo, tan penoso, como el trabajo individual en la dilatada esfera en donde se ejercita. La sociedad tiene la defensa de su independencia, que es su personalidad; la protección de su suelo y de sus mares, que es la custodia de su independencia; la administración de la justicia, que es el equilibrio de sus fuerzas; el cuidado de sus intereses morales, que constituyen su existencia en la esfera del sentimiento; la custodia de su religión, que da la sanción divina a la conciencia pública; la adquisición de las naturales conquistas, o el establecimiento de colonias, que son la dilatación natural, o la generación política de su vida; las funciones políticas y de gobierno, que constituyen los órganos de su pensamiento y su voluntad colectiva. Y después de todo, en la esfera de los intereses materiales, el capital social, sin el cual el trabajo del individuo sería escaso o infecundo; la construcción de los caminos, la apertura de los puertos, el encauzamiento y navegación de los ríos, la tala o conservación respectiva de los montes; la seguridad de los campos, la policía de las ciudades, la defensa y protección de su producción colectiva, la protección de sus colonias mercantiles, y la propiedad de sus minas, de sus tierras, de sus pesquerías, o de todos sus demás productos comunes y sociales.

     Ninguno de estos trabajos, Señores, es de la competencia, ni de la posibilidad del individuo: ninguno de estos trabajos, ninguna de estas funciones representa un interés individual. No importa, ni nos toca examinar a nosotros ahora, si en el estado de civilización de muchos pueblos, muchos trabajos materiales de interés social pueden encomendarse, o se encomiendan de hecho, en su ejecución, a individuos o asociaciones particulares.

     Esta es una cuestión muy secundaria, muy subalterna, que en nada desnaturaliza el carácter de aquellos. No llamamos nosotros solamente social a aquello que se ejecuta de hecho, dirige, explota o administra por los poderes políticos, o por los encargados oficiales de la administración pública. El espíritu y el interés de la sociedad puede llegar a obrar fuera de ese círculo, según la índole, carácter e instituciones de cada país, y crear transitoriamente sus órganos de acción fuera del círculo limitado y reconocido de sus funcionarios públicos; pero será siempre el interés social el que satisfagan, y al que correspondan estos esfuerzos individuales, estas asociaciones extraoficiales.

     Una carretera pública, un canal de navegación, un ferrocarril, pueden llevarse a cabo con fondos y por empresas particulares. Pero reparad en una circunstancia de estas obras mismas de que os hablo: la empresa del carril de hierro, o del canal navegable, no producirá al empresario particular más beneficio que si hubiera empleado sus fondos, su inteligencia o su trabajo en cualquier objeto de industria privada, en cualquiera construcción, en una fabricación cualquiera; y frecuentemente, muchísimo menos. Al paso que la sociedad reportará de aquella obra, de aquel trabajo, de aquella empresa, un beneficio, que centuplique tal vez sus intereses, sus productos y sus comodidades. Y es que estos trabajos son eminentemente sociales; y es que su interés es esencialmente social; y es que pertenecen a aquel capital colectivo de la asociación, cuyo beneficio, cuyo aprovechamiento, cuya ganancia está en la posibilidad de todos, pero que no se puede apreciar individualmente por cada uno, y del cual tal vez es posible que queden excluidos muchos.

     Estas obras y estas funciones constituyen el capital y el trabajo social: sus productos constituyen la conservación moral, política y material de la sociedad, y su adelanto y su progreso. En el círculo de esta acción no puede haber la libertad absoluta, que hemos proclamado como ley orgánica del trabajo individual: en la creación de estos productos no puede haber albedrío y arbitrariedad discrecional del individuo. La libertad, y el albedrío, y la espontaneidad individual quedan para su repartición, para su aprovechamiento, para su utilización, para su uso. En eso cabe la igualdad, la justicia, la democracia; en eso puede distinguirse una nación de privilegios y de monopolios, de injusticias y de tiranía, de otra sociedad libre, de un Estado democrático, o de una asociación jerárquicamente fraternal.

     Pero en el conjunto de los trabajos y funciones, que atañen y afectan a la existencia y ventajas de la sociedad misma, considerada como un ser colectivo, el pensamiento que crea, y el brazo que ejecuta; la inteligencia que predomina, y el esfuerzo que la obedece, estarán siempre subordinadas fatal y necesariamente, a la ley de la sociedad, a una organización que limite o encadene el interés y el trabajo individual, cualesquiera que sean las instituciones políticas y las formas administrativas de ese pueblo; cualquiera que sea la índole y carácter que predominen en su gobierno y en sus costumbres. Y esto, ora tenga esta dirección, este pensamiento, este trabajo y este sistema, sus agentes y sus órganos determinados y reconocidos en la jerarquía de sus funcionarios; ora la opinión y el interés público se identifiquen de tal manera en el ánimo y en el corazón de los individuos, que espontáneamente se constituyan en órganos y representantes suyos, todas las veces que habla muy alto la voz del interés general, o el estímulo generoso de la necesidad pública, de la mejora, de la civilización, del progreso y del engrandecimiento nacional. Sin esta organización, sin esta asistencia, sin este espíritu, sin esta mira y este fin social, el concurso del individuo sería improductivo y anárquico para la sociedad; así como sin esta cooperación de los medios y elementos sociales, el trabajo del individuo sería estéril, sería mísero, sería imposible, sería de todo punto insuficiente para su propia e individual subsistencia y mejora.

     Esto, Señores, es muy sencillo, es trivial, es vulgarísimo, y obedezco en este momento a una necesidad harto desagradable y penosa, cuando me estoy ocupando delante de vosotros en la explicación de verdades tan obvias y de principios tan triviales, con algún más detenimiento de lo que sabéis que acostumbro. Pero, Señores, esta necesidad -tan desagradable para mí, por lo que tiene de enojosa para vosotros-, no creo que sea enteramente estéril para el resultado a que van encaminadas nuestras explicaciones.

     Muy comunes son, en efecto, estos principios; muchas veces, y bajo diferentes formas, se han repetido estas distinciones, hasta llegar a ser el rudimental catecismo de todos los que hayan asomado sus ojos a los primeros estudios de las materias económicas o administrativas. Pero hay, Señores, en todos los ramos del saber humano, una distancia muy grande entre consignar principios, y derivar de ellos consecuencias; y yo me atrevo a creer que las consecuencias de la distinción vulgar, que acabo de haceros entre el trabajo social y el trabajo individual, no están todavía, o con bastante claridad deducidas, o con suficiente distinción apreciadas; y que la mayor parte de los filósofos o de los políticos, que se han aplicado a estas consideraciones, después de haber establecido esta diferencia, o la han desconocido, o la han olvidado, o la han confundido en sus aplicaciones.

     Así, Señores, nadie desconoce la existencia de un capital, pura y esencialmente social; pero de lo que se han olvidado algunos es de que siendo este capital, no solamente un hecho, sino una necesidad, esta necesidad constituía para la sociedad una obligación. Pocos han examinado cómo siendo necesario conservar este capital para la conservación social, y aumentarle para el adelanto y mejora de la condición individual, hay un trabajo a que la sociedad tiene derecho, hay un trabajo, a cuyas condiciones y a cuyas leyes, a cuyo ejercicio y a cuya ejecución no basta la libertad del hombre, porque no corresponde al estímulo diario y directo de sus necesidades y deseos. Poquísimos son, Señores -y yo casi no puedo citar a ninguno-, los que se hayan propuesto explicar de qué manera, y hasta qué punto, la sociedad puede desempeñar esta obligación; de qué manera, y hasta qué punto, la sociedad puede llevar el ejercicio de este derecho; de qué manera, y hasta qué punto, la sociedad podía asimilar a su obra la tarea y la libertad del individuo; de qué manera, y hasta qué punto, el individuo está empeñado en su producción y en su trabajo, para concurrir a la acción y a la obra de la sociedad.

     Ya lo veis, Señores: los economistas y los socialistas no han propuesto así la cuestión, cuando los unos han hablado de fomento, de protección, de dirección y de inteligencia central; cuando los otros han tratado del derecho al trabajo por parte del individuo. Los economistas han hecho descender el interés de la sociedad y la acción del Gobierno a la región de los intereses puramente individuales. Los socialistas han colocado al individuo demandando a la sociedad trabajo, cuando primeramente debían habernos explicado que el trabajo, que podía dar la sociedad, sólo podía suministrarlo en forma de capital; y cómo, y con qué fatigas, y bajo qué ley y con qué condiciones se había creado, formado y reunido este capital, que ni la sociedad ni el individuo poseen nunca, sin que sea la obra y el producto de un trabajo anterior. Por eso, Señores, antes del derecho al trabajo, ya he dicho en otra ocasión que había para nosotros, y hay para la ciencia, una cuestión más fundamental y difícil; que es el derecho de las sociedades al trabajo del individuo, y su obligación de conservar y aumentar y engrandecer la masa de ese capital público, cuya existencia y superabundancia es la que ha de dar, no el derecho, sino el hecho real y efectivo, al empleo, a la fuerza, a las facultades del trabajo del individuo.

     Sí, Señores; es cuestión ardua, espinosa: es explicación difícil. Para algunos tal vez no. Todos aquellos para quienes derecho corresponde inmediatamente a fuerza, concluirán sin vacilar que la sociedad tiene un derecho inconcuso de coerción sobre los individuos, y que la concurrencia del individuo a la obra social es desde luego una tarea irremisible y obligatoria. Pero deben considerar primero los que así concluyan, que donde la tarea es obligatoria, es obligada también, y rigurosamente debida, la remuneración y la recompensa. Por eso nosotros hemos desechado toda coerción, toda violencia, cuando hemos examinado simplemente el trabajo individual. La obligación y disciplina de este trabajo concluía rigorosamente a la obligación de satisfacer las necesidades y subsistencia de todos los individuos; lo cual ya hemos visto cuán imposible era y absurdo.

     Al trabajo social, Señores, �le corresponderá la misma obligación, las mismas condiciones; y vendremos a parar a lo absurdo de su organización, por lo imposible de su recompensa? -No, Señores; preciso es reconocerlo. La recompensa, la producción del trabajo social alcanza y puede alcanzar a todos, porque alcanza a la sociedad; porque constituye su existencia y su vida; porque conserva su organización; porque ensancha la esfera de su actividad por robustecer su fuerza; y porque a medida que se desenvuelve el crecimiento y adelanto social, se aumentan las esperanzas, los medios y las probabilidades del bienestar y del engrandecimiento del individuo.

     Pero cuenta, Señores, que esta recompensa, esta producción, este engrandecimiento, este resultado es social también y colectivo, como la acción que lo produce, y la inteligencia que lo dispone: esta recompensa, esta ganancia, esta riqueza no es directa e inmediatamente individual. No se puede distribuir entre todos por repartición alícuota, y por goce seguro; sino por participación de las ventajas sociales, y por la posibilidad cada vez mayor que todos adquieren, de aprovechar para el trabajo individual la acción del capital, patrimonio de la sociedad, sin cuya existencia el primero sería imposible; sin cuya extensión, sería insuficiente; sin cuyo aumento, todo progreso y toda mejora es irrealizable.

     Y he aquí la razón material -haciendo abstracción por ahora de las causas morales y políticas-; he aquí la razón material, la causa física y mecánica, que enlaza el bienestar social con la riqueza del individuo; al mismo tiempo que la explicación racional de la relación, que existe entre la riqueza social de las naciones, y su libertad individual. Pobre, limitado, reducido, insuficiente el capital social de una nación, la mayor parte de la acción de los individuos tiene que convertirse, ejercerse y aplicarse hacia el trabajo, hacia la existencia, hacia la vida social, precaria, mísera y necesitada. Por eso entonces hay poca libertad, porque el trabajo social no es libre: por eso las sociedades nacientes y pobres aparecen -como hemos visto en nuestras consideraciones históricas-, bajo un punto de vista eminentemente socialista; por eso la subsistencia individual es tan precaria, y su trabajo tan incierto; por eso la vida material del individuo es tan miserable; y su significación moral tan insignificante, aun en períodos en que la sociedad se presenta poderosa, y su representación colectiva, temible y respetable. Hasta que las necesidades absorbentes de la conservación social no aseguren el trabajo y la emancipación del individuo, no hallaréis en éste, ni la independencia, ni la grandeza, que le dan la disposición de su tiempo y de su trabajo, y la libre disposición de sus fuerzas, que constituye su libertad.

     Pero cuando el capital social crece y se ensancha; cuando la existencia de la sociedad está colectivamente asegurada; a medida que la vida social se agita menos premiosamente, y absorbe con menos rapidez y extensión ese trabajo del individuo, que socialmente no puede ser libre, el hombre encuentra más medios y más multiplicadas ocasiones de ejercitar su trabajo social; el hombre agranda la esfera de las probabilidades de proveer a su subsistencia, por medio de un trabajo, que encuentra en mayor abundancia capital y empleo. Entonces también el hombre, más abandonado al espontáneo ejercicio de su trabajo libre, contrae el sentimiento de su responsabilidad y de su acción, y reconoce la importancia de su personalidad; y por medio de esa armonía, que enlaza los individuos con la sociedad, como los ríos con el Océano, se encuentra en estado de concurrir con más desahogo a la obra social, sin tanta mengua y absorción de su independencia, de su albedrío, de su trabajo, como experimentaba con la condición originaria de la primitiva pobreza, y de aquella absorbente y socialista servidumbre.

     De la misma manera, Señores -por volver a mis comparaciones fisiológicas-, procede la vida en la naturaleza, en el desarrollo de los seres, y en la dilatación de las especies. De la misma manera, Señores, en la infancia de la humana criatura todas las fuerzas de la vida están ocupadas en la nutrición y crecimiento, y todas no bastan para que no sucumba con frecuencia en el conflicto con el mundo exterior. En ese período no hay más que el desarrollo orgánico, y no hay más que dependencia y flaqueza en lo físico; no hay más que ignorancia y aprendizaje en el orden moral.

     Pero llega el hombre al complemento de sus fuerzas y al término de su educación; y sólo entonces tiene acción; sólo entonces adquiere verdadera inteligencia y libertad; sólo entonces adquiere personalidad; sólo entonces ha llegado a su emancipación natural. Sólo entonces entra en relaciones de fuerza y de asimilación, de producción o de ciencia, con la naturaleza física, o con el mundo de las ideas. Sólo entonces sus pasiones y sus afectos ponen en relación fecunda y sensible con sus semejantes, aquellas facultades que han estado absorbidas en el egoísmo de su propia existencia. Sólo entonces puede aplicar al desarrollo parcial de sus sentidos, de su aptitud mecánica, o de su capacidad intelectual, aquellas disposiciones especiales, que no podían funcionar; cuando todas se empleaban en adquirir aquel capital disponible de fuerzas, de medios y de conocimientos, que constituye en la edad adulta la personalidad de un hombre, como el capital social constituye, en el progreso de los pueblos, la personalidad, la aptitud, la suficiencia de las naciones civilizadas.

     Pero, os veo, Señores, fatigados de este escabroso análisis. -Tomemos algún respiro, que yo también he menester; y en la próxima sesión todavía continuaremos este importante asunto, que ha de dar margen aún a consideraciones de algún interés, que habréis de deducir en gran parte por vosotros mismos.

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