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Parodiar rev(b)elar

José María Pozuelo Yvancos


Universidad de Murcia

A Túa Blesa



This article examines the possible causes of a revitalization of parody and links them to the movements and theorists of postmodernity. Emphasizing several aspects of the genre neglected by contemporary thought, the article proposes a revised ideology of discourse and goes on to trace, by means of a tripartite typology, the history and present expression of parody.

Este artículo examina las causas posibles de una revitalización del intergénero «Parodia», y las vincula a la nueva lectura que de este intergénero hacen los movimientos y teóricos de la posmodernidad. Se destacan diversos aspectos del género que han pasado desapercibidos al pensamiento contemporáneo y se propone una reideologización del fenómeno discursivo. Por último, se traza con una tipología de tres estadios la historia y la expresión actual de la «Parodia».



Introducción

La primera conclusión que obtiene quien se acerca en el terreno de la teoría literaria al concepto de parodia es la enorme amplitud que este concepto y lo que le rodea ha adquirido en los últimos quince años. De ser poco más que una entrada breve en los diccionarios de literatura, especializada en un uso retórico o histórico muy delimitado que apenas suscitaba mayor interés (véanse a este respecto las entradas de los Diccionarios más al uso, como el de Brioschi-Girolamo, Marchese-Forradellas, H. Morier e incluso el muy informado y actual de Estébanez Calderón), ha pasado a ser un término en el que algunos autores ven una metonimia de la literatura y que puede servir de puente a dominios de gran envergadura reflexiva e incluso a ser una especie de sinécdoque que vendría a dibujar un lugar privilegiado de la posmodernidad. Siendo así se piensa hoy que tener claros los límites de la parodia y el alcance de su significación podría ayudar a percibir también de modo más claro el rostro de nuestro tiempo. Hay pues en la parodia algo más que una figura literaria del discurso y algo más que un género de la burla, y trataré de enfocar esta intervención dando cuenta no sólo de la nueva complejidad, sino de mi propio punto de vista sobre tal desplazamiento. Domínguez Caparrós (1994. 97-103) ya dio cuenta del enorme ensanche teórico del fenómeno que él relacionó con diferentes lugares teóricos de la modernidad crítica, como el bajtiniano, el formalista, el estructuralista en las diferentes y sucesivas funciones histórica, estética, constructiva y antropológica, que la crítica y la teoría iban asignando al género, que pasó a ser de ese modo algo más que un género. Túa Blesa (1994:58) llega a entenderlo en el sentido metonímico de «Literatura»; consciente de las propuestas en tal sentido de linda Hutcheon (1985), si bien advierte sobre la posible desmesura que hay en tales extensiones de la teoría: «...Quizá sea esta la razón de que la parodia moderna llegue a parecer ubicua y del interés de la teoría -algo desmesurado también quizá-, la conciencia de que la parodia hunde la pluma en el centro de lo literario». Beltrán (1994) y F. Galván-González Doreste (1994) en las Actas del mismo Congreso de Zaragoza donde ese editaron las otras intervenciones citadas, comparten el diagnóstico de la nueva amplitud del fenómeno.

Comienzo considerando que habría que evitar los dos extremos de llevar la parodia al lugar casi marginal que ocupaba en los diccionarios literarios y el de considerarla el centro mismo de la literario, si bien es más fácil de evitar, ya lo adelanto, el primer extremo que el segundo, pues precisamente lo difícil que se hace luchar contra su extensión y ubicuidad resulta precisamente un síntoma de la nueva función que la posmodernidad le ha asignado, en razón de sus propias necesidades y concepciones, que antes de rechazar habría en todo caso que explicar y quizá comprender.

Queda claro a partir de la bibliografía actual sobre la parodia la convergencia de dos líneas de fuerza para el ensanche de su significación y las dos pasan, directa o indirectamente, por Bajtin. La primera línea de fuerza es la que Bajtin introduce al valorar históricamente de otro modo la significación de la parodia en su reconstrucción histórica de la formación del concepto de novela y de la palabra ajena en la novela y en la configuración de los estilos. El énfasis bajtiniano sobre el importante lugar del plurilingüismo como categoría constitutiva histórica y socialmente marcada dentro de una axiología particular ha llevado a ver en los discursos paródicos un elemento nada desdeñable del nuevo horizonte ideológico y textual que dio nacimiento a la novela moderna (Bajtin 1989:126 y ss., 310 y ss.) La segunda línea de fuerza más indirectamente bajtiniana, pero a él debida en suma, es la lectura que la modernidad crítica hizo del concepto de intertextualidad, que Kristeva (1969) trajo a la crítica glosando precisamente a Bajtin. Este nuevo concepto de intertextualidad, sobre el que obviamente no puedo extenderme y que ha sido ya aclarado ampliamente por la literatura teórica, tiene dos proyecciones o lecturas, a su vez: una restringida, que es la que lleva a cabo Genette (1982: 7-17) con su conocida ordenación taxonómica de los discursos transtextuales, reservando la parodia dentro de un lugar restringido, el de la que él llama hipertextualidad, distinguida de otras formas de comunicación transtextual: la intertextualidad, la paratextualidad, la metatextualidad y la arquitextualidad. Dentro de todo este universo transtextual las practicas hipertextuales son clasificadas por Genette con un afán muy descriptivo y exhaustivo dentro de un lugar específico: sitúa a la parodia como «práctica hipertextual» que supone transformación lúdica que un hipertexto B hace de un hipotexto A. (Genette, 1982: 36). Obviamente todo el sistema es hijo, como Genette reconoce en página 10 de la edición española de su libro, de la espita abierta por el concepto de intertextualidad que él remite a Kristeva pero que sabemos hoy bajtiniano en su origen.

Pero ha habido otra derivación menos restringida del concepto de intertextualidad: el que ha llevado a cabo la crítica y el pensamiento que calificaremos de posmoderno, que ha extendido tanto el concepto de intertextualidad que lo ha hecho metonímico de la propia textualidad: todo texto es de alguna forma intertextual, remite a un texto anterior. Borges en la creación literaria es argumento de autoridad, y Linda Hutcheon (1985) en la parcela que nos ocupa allega muchos otros argumentos, lo que le lleva a extender tanto la parodia que afecte al corazón mismo del sistema de definición y del funcionamiento literario.

Más tarde me referiré con más detalle a tales propuestas concretas; por ahora baste con mostrar que lo que tienen de sugestivas y cautivadoras, al considerar todo texto cita de uno anterior, pueden tener en contrapartida de estériles para un rendimiento distintivo: si llevamos todo a ser parodia, ¿qué podremos decir de la parodia? Vaya por delante mi resistencia intelectual a los conceptos totalizadores que nos elevan (o sumergen) con lucidez arrebatadora en una especie de aburrido paraíso intertextual donde comunicando todos con todos sin necesidad de lenguas separadoras, nadie se distingue de nadie, pero a costa de no significar cada uno su peculiar diferencia o hablar su dialecto. Si todo resulta a la postre intertextual nadie «se significa» en la propia intertextualidad, lo que queda demasiado lejos de un rendimiento operativo, y sobre todo acaba ese paraíso siendo tan aburrido como el infierno de los distingos estructuralistas, que con tantas casillas y subclasificaciones terminan cediendo un término a otro con tan excesiva facilidad e incontinencia metalingüística que nos hacen aborrecer, como infernales que son, y casi preferir los paraísos artificiales de la posmodernidad donde todo es uno y su contrario. Mi opción, se verá enseguida, es la del purgatorio, a condición de ser un purgatorio histórico, es decir, que tenga en cuenta cuando se trata de la parodia, no su esencia, sino su funcionamiento, (porque la una tiene que ver con el otro), su ejecución como fuerza histórica y social. Porque casualmente hay una zona donde aquel paraíso posmoderno y el infierno estructuralista se dan la mano: en la negación por ambos de la naturaleza histórica, ideológica, axiológica de la parodia, que ha funcionado de modo muy preciso a lo largo de toda su historia literaria para actuar como confrontación, como subversión, como desvelamiento, y como denuncia. Si caemos en el peligro de considerarla al margen de su constitución íntimamente burlesca nos ocurre que podemos llegar, a ello llegan tanto Genette como Hutcheon, al oxímoron de considerar una «parodia seria», por ejemplo y restar al concepto mismo de parodia su sentido burlesco de confrontación de textos que lo creo consustancial a su propio ser histórico, según argumentaré luego.

En suma, creo también que en el camino de las sucesivas ampliaciones del concepto hemos perdido una distinción que considero clave y que reivindicaré: la que hay entre «estilización» y «parodia». El concepto de «estilización» era fundamental en el pensamiento formalista de Tinianov (1921: 169) y se proyectó también sobre Bajtin (1979: 270-281), quien distinguió muy diversas formas de estilización de la palabra ajena o bivocal, correspondiéndole a la parodia un sentido preciso dentro de las estilizaciones de la palabra ajena objetivada, o convertida en fuente de discurso. El diálogo oculto, la réplica, la voz del personaje representado, etc. son otras diferentes estilizaciones. Situar como dos conjuntos no homogéneos ni de igual extensión el de estilización y el de parodia ayudaría mucho a entender la obviedad de que toda parodia es una estilización intertextual pero no toda estilización intertextual cumple función paródica. Para que haya parodia han de darse otras condiciones peculiares de la estilización. Se trata aquí de dar cuenta precisamente de ellas.

Otra conclusión: la resistencia que tendríamos que tener los que hacemos teoría literaria a concebir una distinción que fuera funcional y no fuera estructural e histórica a la vez, y a la inversa: no hay función ni estructura sin valor, sin axiología, sin dialéctica histórica, sin sentido en el eje de la diacronía. Es ese sentido el que defenderé luego desde mi convicción de que la parodia o es subversiva e implica no sólo cita, sino también confrontación burlesca y distancia respecto al texto parodiado o no es tal parodia. La parodia nace como otredad no sólo en el sentido de ser especular, sino de deformar, de rebajar, de actuar sobre el rostro de tal espejo, desvelando sus líneas y subvirtiendo su sentido, revelando y rebelándose respecto al texto originario. Es Calibán para Narciso y no-imagen sin más del Narciso originario. Comencemos a argumentarlo.






Del carnaval premoderno al escenario posmoderno

En la evolución y ampliación misma del concepto de parodia podemos seguir un camino que iría desde las formas del carnaval medieval, premoderno, hasta el simulacro posmoderno y que tendría como estadio intermedio la parodización moderna de la novela que tiene en el Quijote cervantino su mejor emblema. Tres estadios por tanto en los que se puede recoger una cierta tipología evolutiva de nuestra cultura.

a) En el estadio más bajo, inicial, estaría la subversión carnavalesca, que comienza siendo una parodia festiva de ritos litúrgicos y de personajes celebres. Pero lo fundamental y distintivo del carnaval es su vocación unificadora: en la misma fiesta carnavalesca lo que inicialmente eran dos textos (el del rito parodiado y su representación burlesca) tiende a convertirse en un solo texto, en el que la vida, la fiesta, irrumpe hasta borrar el escenario y evitar la distinción entre ambos textos. Los espectadores no asisten al carnaval sino que lo viven (Bajtin, 1937: 13), durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval y el espacio de fiesta y libertad invade como vida todo el escenario: «durante el carnaval es la vida misma la que juega e interpreta (sin escenario, sin tablado, sin actores, sin espectadores, es decir sin los atributos específicos de todo espectáculo teatral) su propio renacimiento y renovación sobre la base de mejores principios. Aquí la forma efectiva de la vida es al mismo tiempo su forma ideal resucitada» (ibidem, p. 13). Es por ello muy importante que el mundo alternativo que se construye en forma de parodia al oficial (al de la Iglesia o al Estado) coincida con ciclos concretos de renovación, como exaltación o figura de una nueva vida, en que se vive la utopía de un juego subversivo que guarda una profunda relación con el tiempo natural, biológico e histórico y con los ciclos de la renovación, muerte y resurrección. Esa universalizadora fusión prorrumpe también como exaltación del cuerpo y afecta a toda la colectividad. En el carnaval la risa no se sitúa fuera del objeto aludido, ni se le opone, sino que lo anula en su integridad, sustituyéndolo. Precisamente esa fusión es la que dificulta la proyección misma de Rabelais sobre la posteridad, reflexión con la que Bajtin inicia su libro, puesto que los contextos carnavalescos han perdido en buena parte el texto origen de la fiesta rabelesiana, que no era texto escrito, ni se ha conservado la mayor parte de las farsas, bufonadas y juegos en que Rabelais inscribe su obra. En síntesis: el carnaval ambiciona el triunfo de la vida sobre el de la textualidad.

b) La modernidad, en cambio, se edifica sobre la dualidad textual, en la permanente lección cervantina sobre dos textos enfrentados, y en la ironía o distancia con que Cervantes ofrece esa lucha, hasta convertir la parodia en un ingrediente más de la construcción meta-ficcional. El segundo estadio al que quiero referirme es el que recorre la distancia desde Rabelais a Cervantes, que es también la que hay entre el carnaval como fiesta unitiva y la parodia que permanece como confrontación no sólo de dos textos, sino de la vida y la textualidad misma, puesto que D. Quijote hubiera querido que su vida fuese igual al texto ideal, a la edad dorada de los caballeros andantes, y no lo consigue. A lo largo de toda la obra se percibe esta distancia, los dos textos, el de la parodia y el parodiado, puesto que es el eje constructivo del libro. Si el carnaval había pretendido romper con el escenario, ocupándolo por la vida, el Quijote no es carnavalesco, porque nos enseña constantemente el límite del escenario, vuelve sobre él para mostrarnos que ese escenario dual permanece y que la representación, el signo (el texto literario) no coincide con lo representado (el texto de la vida); esta dualidad no sólo se da en la parodia caballeresca, sino en la pastoril, en el retablo de Maese Pedro, en el engaño de Dulcinea y hasta en detalles mínimos según he recorrido en otro lugar (Pozuelo, 1993: 31-44).Vea el lector el tratamiento que Cervantes ofrece del mozalbete azotado a quien D. Quijote ayuda en el cap. 4 de la Primera Parte y la conclusión tremenda en el nuevo encuentro con tal muchacho en el capítulo I, 31; este zagal le espeta a D. Quijote la verdad fundamental del libro: el orden ideal que su juego pretende, restaurar la justicia en el mundo, es una ilusión que sólo le ha traído perjuicios, puesto que la vida y su verdad continuó cuando D. Quijote se marchó y el chico siguió recibiendo los azotes de su amo, incrementados. Tamaño desengaño es la urdimbre misma del libro, pero ofrece la dimensión total del sentido paródico: el orden ideal, que el carnaval había logrado, esa utopía festiva de la unión en que el juego lo ocupa todo y ya no hay escenario es llevada por Cervantes a la contradicción de la parodia: no sólo la vida continua al margen de la utopía textual-literaria, sino que permanece enfrentada a ella. El «mundo al revés» del carnaval es el que no logra D. Quijote, espejo donde rompen las diferentes utopías textuales, encarnaciones de Edad de Oro de la pre-modernidad. La risa espontánea del carnaval se sustituye por la ironía distanciada de Cervantes, que percibe y mide la distancia que hay entre el texto parodiado y la parodia, que es la que hay entre la textualidad y la vida. En el territorio de los géneros es muy importante la dimensión meta-discursiva, de la novela cervantina, en la medida en que dio origen por su desdoblamiento irónico a un nuevo estatuto intelectual del género, estatuto metadiscursivo que la Vida y opiniones de Tristan Shandy de Sterne continuó y luego toda la historia de la novela europea. Para ello es esencial que D. Quijote sea algo más y algo diferente a una mera parodia, precisamente porque hace complejo el estatuto de la credibilidad del propio héroe, y hay junto a una solidarización del héroe con la palabra parodiada, una autocrítica del propio héroe hacia la palabra parodiada y un desengaño final respecto de ella, lo que lo convierte en diferente a un loco sin remedio. La gran obra de Cervantes ha introducido el distanciamiento irónico incluso en el seno de la parodia, lo que ha dado imagen de una mayor profundidad que la que ofrecía el solo estatuto paródico inicial. Por eso la parodia y la ironía, que tantas cosas tienen en común, se diferencian en que frente a la dualidad textual de la parodia, el otro texto respecto al cual la ironía tendría lugar, no está explícito, es complejo, y hay que deducirlo de la actividad intelectual del lector. Para mí la ironía es una figura intelectual en el sentido más estricto y etimológico, puesto que resulta de intus legere, leer por dentro, leer lo que no está explícito, y que la actividad de lectura construye, por eso la ironía es el lujo de la hermenéutica y su lugar de despliegue, ya que solo vive en el espacio recepcional del intérprete capaz de percibir dos textos donde aparentemente solo hay uno. En eso se diferencia de la parodia, que sostiene el enfrentamiento de dos textos en el que el parodiado es explícito y reconocible.

c) El tercer estadio es el que denominamos posmoderno, y que desde mi punto de vista se caracteriza por proceder en sentido inverso al carnaval. Acentúa la línea abierta por D. Quijote, pero extrema la dimensión autorreflexiva del escenario. La posmodernidad vuelve a querer anular la diferencia entre el texto de la vida y el del arte, pero no como el carnaval, sino procediendo al contrario: sustituyendo la vida por el arte, identificándolos, no por ocupar con la vida el escenario, sino por ocuparlo con el arte, con el signo de la representación, haciendo que la vida misma sea dudosa, sea un simulacro, creando la impresión de que todo es arte, todo es signo, todo es escenario. En la posmodernidad los dos textos vuelven a desaparecer, unidos en uno, pero que es el del escenario artístico que suplanta y sustituye al vital. El libro de Baudrillard (1978) Cultura y simulacro comienza con la alegoría imaginada por Borges en que los cartógrafos de Imperio trazan un mapa tan detallado que llega a recubrir con toda exactitud el territorio. Hoy día se ha llegado incluso a más: la simulación puede incluso no corresponder ya a un territorio, a una referencia, sino ser un modelo autosuficiente, el de lo hiperreal en que la escena en el imperio de los signos sustituye a la referencia. Podríamos ver un ejemplo característico en el dispositivo montado por Andy Warhol en su película The Empire State Building filmada en plano fijo desde el piso cuarenta y cuatro del edificio Times-Life, en Nueva York, desde las ocho de la mañana durante ocho horas de un día del verano de 1964. Toda la película es un plano fijo de ocho horas. Una mirada ingenua podría deducir que hay aquí un homenaje a la vida filmada y en ese sentido un triunfo del realismo. Pero el exceso mismo, la duración interminable de un plano que dura ocho horas, no está señalando a la realidad sino al signo, este no es copia sino suplantación, no hay más realidad fuera que dentro de la imagen, ese plano domina todo. Tomemos otro ejemplo: el poema de Tristán Tzara: «Manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo» (1920), que dice así:


Tomad un periódico
Tomad unas tijeras.
Elegid en el periódico un artículo que tenga
La longitud que queráis dar a vuestro poema.
Recortad el artículo.
Recortad con todo cuidado cada palabra de las
Que forman tal artículo y ponedlas en un saquito.
Agitad dulcemente.
Sacad las palabras una detrás de otra,
Colocándolas en el orden que las habéis sacado.
Copiadlas concienzudamente.
El poema está hecho.
Ya os habéis convertido en un escritor
Infinitamente original y dotado de
Una sensibilidad encantadora.



J. A. Marina (1992:138) comenta el tremendo artificio destructivo y negativo de estas imágenes del arte en su lucha contra la realidad, al suplantarla, al convertirla en una ceremonia que predice su propio valor del contexto artístico en que se ejecuta. Igualmente los objetos cotidianos de los cuadros de Duchamp, un water por ejemplo o un grifo, no están subordinando el arte a la referencia, sino la cosa al propio escenario, solamente el espacio o contexto artístico, el escenario del Museo convierte tal objeto en objeto de arte. De ese modo el escenario de la representación ocupa toda referencia, la crea, la suplanta al simularla. Esta fiesta del happening posmoderno ha vuelto a unir la vida y el texto, pero en sentido contrario al del carnaval, no por hipertrofia de la vida, por exaltación de la utopía vital que ocupa y rompe los límites del escenario haciéndolo desaparecer (así ocurría en el carnaval) sino por hipertrofia de la convención, del propio escenario, que se sobredimensiona y subordina a él, suplantándolo, el dominio de la referencia. La vida que retrata ha perdido así toda su dimensión autónoma y se convierte en subordinada al arte, al signo. De los dos textos, el vital y el artístico, solo tenemos el último: el constructo artificial de palabras que proponía el poema de Tristán Tzara.

Porque el advenimiento de la posmodernidad ha resituado el lugar mismo de la parodia, asunto que nos ocupa, y el dibujo que acabo de trazar de la evolución en tres tipos, puede servirnos para entender la amplitud actual del concepto de parodia. Tanto Baudrillard, como Jameson se han referido explícitamente al asunto de la parodia, y no podía ser de otro modo tratándose de quienes postulan o censuran respectivamente la ideología posmoderna. Baudrillard (1978: 43-47) explica la omnipresencia de la parodia en el mundo contemporáneo por la idea de que la realidad toda se ha visto impregnada de una estética que la hace inseparable de su propia estructura, confundiendo realidad e imagen. Jameson (1984: 65) mostrando la protuberancia del pastiche y la preterición de los aspectos más directamente satíricos de la parodia, para subrayar máscaras estilísticas que remedan, que parafrasean, que citan, que se insertan, injertan, en otros textos, pero a condición de descreer incluso de su potencial satírico y renunciar a su impulso burlesco, evitando así la diferenciación entre parodia y pastiche (vid. F. Galván-D. González Doreste, 1994: 111- 113).

Es en estos contextos donde cabe interpretar el debate excelentemente desarrollado por Linda Hutcheon (1985: 41-75) a propósito de la parodia contemporánea. De él me voy a referir solamente a dos puntos: la extensión que ella hace de la parodia como metonimia del arte contemporáneo, en la línea que venimos desarrollando, y su insistencia en separar el ethos centrípeto de la parodia del ethos centrífugo de la sátira. El del primero sería un ethos no marcado, interpretando el prefijo para de parodia no como «frente a», sino como «junto a». La parodia sostiene dos modelos o códigos, el segundo remite al primero, desde luego, pero no necesariamente en el sentido satírico-burlesco, sino también en el remedo, en la parodia seria, en las muy diferentes formas del pastiche, etc. La parodia es entonces así un diálogo con el modelo que contiene la contradicción íntima de ser a la vez subversivo y normativo, puesto que dibuja perfectamente la naturaleza dialógica y polifónica de su representación. Hutcheon remite pues no sólo a Bajtin, sino a Harold Bloom y su tesis sobre la «ansiedad de la influencia» para inscribir el debate sobre la parodia en un sentido más general que el burlesco.




La parodia como texto alternativo: alteridad

El cuadro que vengo dibujando va ampliando tanto los límites de la parodia, que la hace generosa y ubicua para actuar como metonimia de la contemporaneidad, pero a condición siempre, muy sintomáticamente, de perder su carácter burlesco, de convertirse en otra cosa diferente de lo que ha sido en su caracterización tradicional. Beltrán (1994: 50) habló con razón de una «gramaticalización» de la parodia a medida que iba ganando espacios de desarrollo y con ellos una pérdida progresiva de su carácter burlesco. Veo aquí una lección interesante del decurso ideológico de la teoría, pero, me interesa menos eso, ya denunciado por Jameson, que la posible pérdida de claridad que supone la contradictoria mescolanza de categorías muy distintas y a la vez la nominación de lo mismo con diferentes términos. Para mí tiene interés distinguir la parodia de la sátira, del pastiche, de la cita intertextual, de la alteridad etc. Que la parodia tenga rasgos de cada una de estas categorías no le resta tener otras de las que esas categorías carecen. No voy, en tal distinción a seguir el camino descriptivo taxonómico de Genette, en parte porque para él la parodia se resuelve en un espacio «lúdico» de la hipertextualidad con transformación, y yo creo que la categoría de lo «burlesco» es algo más y algo diferente por tanto a la de «lúdico».

Tendríamos que comenzar por el principio, como siempre, por el primer texto teórico antiguo (Aristóteles) y el primer texto teórico renacentista (Scalígero) que han discurrido sobre la parodia e intentar en el intersticio de ambos encontrar algo de luz.

De la muy escasa acotación que Aristóteles hace en su Poética (1448ª 12-13) y de los escasos textos conservados por la tradición deduce G. Genette (1989: 22) tres posibilidades de sentido que tienen en común ser la parodia una cierta burla de la epopeya o eventualmente de cualquier género noble o serio, obtenida esa burla por una disociación y modificación bien de su espíritu, bien de su tema heroico transpuesto a uno vulgar, bien de su estilo vulgarizando lo noble. En los tres casos lo burlesco es lo distintivo y se deduce del enfrentamiento temático o estilístico de lo noble con lo vulgar. En el importante texto de Scalígero (1561, I, 42) en que se explica el origen y sentido de la parodia, éste la relaciona con la propia rapsodia del texto épico «en efecto, cuando los rapsodas interrumpían sus recitales, se presentaban cómicos, que, para alegrar los ánimos, invertían todo lo que se acababa de escuchar. A estos les llamaron parodistas, porque al lado del tema serio propuesto, introducían subrepticiamente otros temas ridículos. La parodia es, por tanto, una rapsodia invertida, que por medio de modificaciones verbales conduce el espíritu hacia los objetos cómicos» (apud. G. Genette, 1989: 24). Según esta tradición entonces la parodia acompañó siempre al texto serio, como su otro yo, siempre viva en el interior de ese texto serio invirtiendo su sentido y nobleza, puesto que se ofrecía alternativa al recitado de éste. No es por tanto un género más que ocuparía una casilla en el sistema de los géneros. Como advierte Túa Blesa (1994: 59): «hay que negar que la parodia sea un género como algunos dicen. La parodia siendo lo literario excedido, está en todos los géneros, atraviesa el sistema genérico, tanto el de las Naturformen como el de las Dichrtarten, y exige otro lugar, el de un tópico compositivo transgenérico».

La parodia emerge entonces como la imagen de una alteridad para cada uno de los géneros nobles, imponiendo su doblez, su contrafaz. Confirma esta función el recorrido histórico que Bajtin (1989: 422-424) hace de las parodias en la literatura antigua tardía de Aulo Gelio, Plutarco, Macrobio, Ateneo etc. Según las investigaciones de Dieterich, Reich, Cornford y otros puede Bajtin deducir que las formas paródico-transformistas se aplicaron a un material dispar y heterogéneo y que más que un género directo estricto se trataría de una contre-partie cómico irónica de diferentes tipos de palabra directa: artística, retórica, religiosa, filosófica etc. En el drama satírico conocido como «cuarto drama» que sigue a la trilogía clásica se abordaban los mismos temas y mitos de esa trilogía. Frínico, Sófocles y Eurípides fueron autores de dramas satíricos y por los fragmentos conservados del drama de Esquilo «El coleccionista de huesos» sabemos que en tal drama se hacia una representación paródica-transformista de los acontecimientos y héroes de la guerra de Troya. Fueron también los personajes epopéyicos objeto de parodias, pues tanto el «Ulises cómico» como el «Hércules cómico» fueron muy populares y de todos es conocido que al propio Homero se atribuyó tanto «El combate de los ratones y las ranas» como el poema cómico sobre Margites el Tonto.

Sin embargo de todos los textos conocidos o de la tradición reconstruida no se deduce simplemente una conciencia de la posible alteridad que cada género podía suscitar como su contre-partie, sino también la burla y el enfrentamiento reductor de tal tradición. La parodia no ha sido nunca una aserción locucional simplemente paralela al texto serio, sino una acción ilocucional con consecuencias perlocucionales de burla y enfrentamiento. El prefijo para de «junto a» se ejecutó también y sobre todo con su otro sentido de «frente a». Es el sentido doble de «paralelo», que va siempre a la vez junto y enfrentado a, como «parapeto» para su confrontación.




La doble dialéctica de la parodia

Para fijar un sentido no descriptivo sino explicativo y proyectivo de la parodia tendríamos que atender a una doble dialéctica en la que siempre la encontramos: 1) por una parte enfrenta a un lenguaje autoritario su contra-lugar, su contrapeso, combatiendo de tal modo esa autoridad de lo establecido, de lo canonizado y 2) por otra parte de tal enfrentamiento se sigue tanto una reducción del texto parodiado a su descripción más hipertrofiada (lo que sirve para revelarlo en sus líneas fundamentales) como también se sigue la intervención de la parodia en el esquema dialéctico de las formas arquitectónicas que ha dado lugar a una evolución y transformación de los géneros, pues los textos paródicos han estado en el quicio de la evolución de los géneros. Domínguez Caparrós (1994: 99) dice con razón en este sentido que «la parodia inscribe la historia en el interior del mismo artificio literario».

El primer sentido de la doble dialéctica al que me he referido es el que explica el fundamento mismo de su carácter burlesco y lo vincula a la teoría del humor como distancia respecto a la autoridad. Explicaré este rasgo a partir de la teoría que sobre la esencia de la risa y de lo cómico construyó Ch. Baudelaire (1852) en sus líneas fundamentales confirmada luego por Bergson (1900). Baudelaire parte del fenómeno de la «caricatura», que creo yo, es una de las realizaciones genéricas más claras de la parodia y construye su teoría de lo cómico a partir del análisis de la sentencia «Le Sage ne rit qu'en tremblant» (p. 526) subrayando cómo la Autoridad, la Doxa, el Verbo Encarnado, el Poder no soporta la risa ni es susceptible de ella, en tanto aspira a la intangibilidad, por eso añade Baudelaire «le comique disparaît au point de vue de la science et de la puissance absolues» (p. 527). Lo cómico resulta desde el punto de vista del espíritu ortodoxo siguiendo la argumentación de Baudelaire, el accidente, el resultado de una caída, el fruto de alguna forma de degradación física o moral (p. 528). En el Paraíso no hay risa, no hay esta duplicidad que supone una caída, hay en cambio la unidad estable de la felicidad eterna sin caídas posibles. La risa nace de una duplicidad, de dos textos, de la subversión del uno por el otro, de su enfrentamiento, en que la imagen del que ríe arrostra las consecuencias de su propia superioridad sobre el objeto de la risa (p. 530).

En el conjunto más amplio de prácticas textuales que Pere Ballart ha analizado relacionadas con la ironía se puede deducir que los textos paródicos como los irónicos tienen siempre una vinculación con la alazoneia sin la cual no habría la distancia ideológica necesaria para que se produzca el efecto irónico ni el paródico. Dice Ballart: «Es en relación a todo aquello que interesa a la ética y a la ideología cuando las personas proclaman sus juicios de un modo más circunspecto y tajante y, por la misma causa, más susceptible de ser traducido irrisoriamente a términos irónicos» (Ballart, 1994: 412)

La significación irónica, como la paródica, es a mi juicio inseparable de un ethos que implica una distancia entre los textos enfrentados, el paródico y el parodiado, en la que el primero afirma una suerte de superioridad sobre el segundo que permite la risa, la burla, la contra-faz. Para que tal enfrentamiento o caída se dé es preciso que el objeto de la risa o de la parodia esté en un nivel más alto, el de la autoridad. Con razón decía Sterne a propósito de su héroe Yorik: «a decir verdad Yorik experimentaba un rechazo espontáneo, irrefrenable hacia la seriedad no hacia la autentica seriedad, que es valiosa por sí sola... sino hacia la seriedad fingida que sirve para ocultar la ignorancia o la estupidez».

Ya veremos luego como esta distinción de Sterne entre auténtica y fingida seriedad será fundamental en nuestra caracterización de la parodia, toda vez que para nosotros la caída o burla es interdependiente con un sentido hipertrofiado de la imagen que es objeto de parodia, es decir, con el automatismo que se le supone. No es que sea lo serio lo parodiado, sino la seriedad como atributo o imagen. Pero ya iremos a esto después.

Por ahora baste con seguir el argumento de la inherente duplicidad que exige el universo del humor, según lo ha caracterizado Baudelaire, Bergson, y otros muchos. Y que esa duplicidad se da entre dos textos en el cual el objeto de burla es representativo de una autoridad. Para continuar con este argumento es muy valiosa toda la indagación hecha por Bajtin (1989: 159 y ss.) sobre la que él llamó «palabra autoritaria» que deduce en parte su autoridad de la distancia, de su enajenación respecto al valor de los otros. La palabra autoritaria era siempre una palabra pre-existente, frecuentemente en lengua ajena (por ejemplo el uso del latín en el lenguaje del culto, el uso de los tecnicismos burocráticos, el uso de las jergas de iniciados en la economía etc.) y es antigua, es heredera de una tradición en la que el individuo no participa creando lenguaje de ella, pero en la que puede participar creando lenguaje contra ella o en el margen, en la acotación de ella (los dos sentidos del prefijo para de parodia).

Para mí esta duplicidad, distancia y esta caída que supone la parodia explican un sentido de rebajamiento de lo que ha adquirido por su uso, por su técnica, por su valor un cierto carácter alto, autoritario, que mueve la reacción del texto paródico como irreverencia respecto a tal autoridad. Con la parodia se ejecuta un acto que no es sólo textual, ni solo intertextual sino interactivo, en que el segundo texto, el hipertexto, actúa frente al otro, para rebajar su autoridad. Para ello es fundamental que el texto parodiado sea también algo más que un texto, sea en cierto sentido representación o imagen de una textualidad que comparta el mismo sufijo que autoridad. No hay parodia que no distinga en el texto parodiado, que no subraye de él precisamente lo protuberante de su textualidad, de ahí la importancia que tendrá, como veremos enseguida, en el desarrollo de la parodia la hipertrofia del texto objeto de parodia, su textualidad subrayada, marcada, estabilizada, devenida textualidad autoritaria, preexistente y fija. De ahí también la contradictoria idea de un carácter reverencial, porque no hay parodia sin homenaje según Bajtin, Blesa y otros han subrayado. Para la irreverencia que va cumplir le es necesario el previo reconocimiento reverencial de una autoridad en el texto objeto de parodia. Como Túa Blesa (1994: 61) indica con un inteligente juego lingüístico: en la parodia hay sanción y ajusticiamiento del texto parodiado, siendo ambos términos dilógicos porque sanción a la vez es «castigo» y «confirmación», dilogía que también reúne el término «ajusticiamiento».

Para que esta acción burlesca irreverente respecto al texto autoritario tenga éxito es preciso que el espectador o lector se encuentre del lado del texto paródico y no del parodiado, se sitúe en el nivel del lenguaje que se crea y no en el nivel del lenguaje preexistente. Está en el lugar de Calibán no en le de Narciso, porque en la parodia hay siempre una representación implícita del deseo, de ser el otro no siéndolo, un homenaje y una reverencia que se ejecuta simultáneo a su ataque. El espectador obtiene el humor, la burla, y la satisfacción del rebajamiento en la misma medida de su reconocimiento en el texto elevado de tal nivel, de tal autoridad. Reducir la diferencia es reconocerla, mostrarla y admirarla en un cierto sentido. En la parodia se dan dos movimientos simultáneos: el desvelamiento (que muestra en la hipertrofia mostrarla y admirarla en un cierto sentid o. En la parodia se dan dos movimientos simultáneos: el desvelamiento (que muestra en la hipertrofia del texto parodiado su verdadero rostro) y también desvelamiento como ruptura del velo virginal del texto autoritario e intangible que se desea y se reconoce superior, pero que se mancilla. Sin esa dialéctica no se daría la catarsis de la subversión que yo veo inherente al placer del texto paródico. Subvertir es rebajar, desplazar de nivel, pero también es ofrecer una versión, una vuelta, otra vez el texto origen, metamorfoseado, sí, pero vuelto a encontrar en el giro paródico que lo subvierte, lo confirma y lo homenajea. Si algún valor o matiz semántico hay, y lo hay desde luego, entre destruir y deconstruir es aplicable aquí. La parodia no destruye el texto objeto, lo desplaza, ejecuta una difference respecto de él, pero a la vez lo dibuja, lo recorre, lo señala. La fuerza liberadora del humor radica en el reconocimiento y en el implícito homenaje al texto parodiado que se ve situado sin embargo al nivel en que puede, o quiere o simplemente está el espectador o lector del texto paródico.

Tras analizar diferentes formas de estilización escribe Bajtin en su libro sobre Dostoievski:

«En la parodia la situación es distinta. Igual que en la estilización el autor habla mediante la palabra ajena, pero a diferencia de la estilización introduce en tal palabra una orientación de sentido absolutamente opuesto a la orientación ajena. La segunda voz, al anidar en la palabra ajena, entra en hostilidades con su dueño primitivo y lo obliga a servir a propósitos totalmente opuestos. La palabra llega a ser arena de lucha entre dos voces... en la parodia las voces no sólo aparecen aisladas, divididas por la distancia, sino que también se contraponen con hostilidad. Por eso la palpabilidad deliberada de la palabra ajena en la parodia debe ser sobre todo ostensible y marcada»


(Bajtin, 1979: 270. El subrayado es mío.)                


Podríamos hacer un comentario de este bello texto, sobre todo de la imagen de una voz que anida en la palabra ajena, pero con lo dicho arriba basta para explicar la naturaleza de este enfrentamiento en el mismo nido de dos voces. Me interesa ahora más la parte final de la cita y los vocablos que he subrayado en ella. Con ello nos acercaremos a la que he llamado arriba segunda dialéctica que añadir a la de la autoridad y la subversión, la que implica una marca, un subrayado, una palpabilidad del texto parodiado en las propias formas del paródico, lo que ha llevado por otra parte a la parodia a ser escenario histórico privilegiado para la lucha entre formas distintas en la evolución de los diferentes géneros. Es el momento de asediar ese otro gran rasgo de la parodia: la denuncia de la textualidad como hipertrofia o exceso en el subrayado o marca que hace el texto paródico de los principales rasgos de la textualidad del texto parodiado. ¿De todos los rasgos? No. Hay un fenómeno muy interesante que Bajtin trata de pasada y en el que sin embargo me detendré algo: en las parodias antiguas analizadas por Bajtin la parodia carecía de negación nihilista, pues más que los héroes de la guerra de Troya en cuanto tales lo que se parodiaba era su heroización épica (Bajtin, 1989: 424). Ello quiere decir que lo que se parodiaba era el signo textual, el género mucho más que la referencia. Confirma pues el diagnóstico de Hutcheon (1985) y de Ziva Ben-Porat (1979: 247) de que el objeto de la parodia es ya una «realidad modelada», y que las representaciones paródicas exponen la convencionalidad del modelo para dejar al desnudo sus mecanismos artificiales. Siendo así la burla paródica conecta perfectamente con la teoría de Bergson (1900: 37-67) sobre la risa, pues Bergson insiste mucho y dedica el primer capítulo de su libro a indicar que una de las fuentes principales de lo burlesco es el automatismo del títere articulado como contrafigura de la persona viva y ágil, como si estuviera cosificada, lo que mueve el siguiente comentario de Pere Ballart (1994: 123): «Ello es lo que explica también indiscutiblemente la fortuna que pueden alcanzar ciertas parodias o imitaciones ya que, al remedar una inflexión de voz, un movimiento (o un determinado estilo de escritura) no hacen otra cosa que "extraer la parte de automatismo que [el imitado] ha dejado se introduzca en su persona"».

De ese modo se revela el automatismo del texto parodiado por medio de la hipertrofia que de sus rasgos hace el texto paródico y en ese automatismo radica una de las fuentes del efecto cómico. Hay pues una contigüidad fundamental entre parodia, hipertrofia y automatismo, pues el objeto de la parodia se convierte en cierto modo en estático, deja de proyectarse en el eje presente-futuro para vivir ya sólo en el eje presente-pasado, como si hubiera muerto a la referencia textual y fuese ya sólo espejo de la propia textualidad, como si sólo tuviera ya dimensión de signicidad, de modelo de género, de textualidad. Cuando Bajtin analiza los sonetos paródicos con que se abre el Quijote cervantino advierte que lo que tenemos ante los ojos no son sonetos propiamente dichos (aunque lo sean irreprochablemente) sino la imagen del soneto, el soneto ha pasado a ser no sólo signo sino ya sobre todo objeto de la representación y héroe de la parodia, digan lo que digan esos sonetos (Bajtin, 1989: 421)

De ahí que tengan en el texto paródico tanta importancia los rasgos de género del parodiado, la hipertrofia y el exceso de su forma, puesto que en toda parodia hay ya una relación especular en que el énfasis no se da hacia lo representado sino hacia la representación misma, es decir a la imagen del objeto como tal imagen. Ello motiva que en las parodias tengan tanta importancia los «rasgos de estilo», las estilizaciones literarias o mejor decir meta-literarias, puesto que esto último son. De esa forma la parodia verbal tiene como referente otra palabra y de ella obtiene la imagen de su signicidad. Creo que se encuentra aquí la explicación del enorme relieve que la posmodernidad ha dado a la parodia, puesto que es intrínsecamente metaficcional, en segundo grado, trate de lo que trate, y tal carácter especular meta-artístico es uno de los rasgos que interesan a la posmodernidad (vid. Hutcheon, 1988: 3-37 y Saldaña, 1997: 94-95). La raíz metaficcional de la parodia no está en relación con lo que la obra parodiada hable, sino con el hablar mismo de esa obra. Ello requiere un grado de escepticismo y de maduración muy notable, que la hace hija de un juego con los propios mecanismos de la representación y exige una competencia en ellos, para que el reconocimiento del receptor tenga lugar y con él su efecto cómico.

La hipertrofia textual tiene contigüidad con un cierto automatismo. Hacer palpable la forma, ostensibles y marcados sus rasgos, deviene un subrayado implícito de su convencionalidad. La parodia siempre incide no sobre lo que un signo tiene de verdadero, sino sobre lo que tiene de convencional, de ahí que guste tanto al pensamiento posmoderno. Decían los viejos formalistas que las marcas de un género literario siempre eran más evidentes en las obras epigonales que en las fundadoras del género. Y ello es así porque el epígono tiene ya, como la parodia, un doble referente: aquello de que habla (la vida) y el hablar mismo (el modelo u obra matriz de la que epigonalmente depende). La parodia no hace otra cosa que dar un paso más en el camino epigonal, con la vocación de hacerse, si se me permite el juego, epi-agonal estar detrás de la obra parodiada para denunciar la muerte de sus signos como tales signos, para mostrar su convencionalismo, su falta de verdad, en suma, su automatismo.

No creo por tanto que la función de la parodia sea la de un género más, como si se tratara en la parodia de añadir lenguaje, de aumentar las capacidades de significación del lenguaje primero del que depende. No. Su función es la denunciar en el texto origen una falta, una deflación, un automatismo un no-lenguaje. Quizá la parodia literaria venga a dar en el fondo la razón a la denuncia platónica en su íntima desconfianza respecto del arte verbal. Acompañando al signo verbal lo denuncia como convencional, como falso. Esta duplicidad de ser a la vez signo y mirada sobre el signo le es consustancial. Espeta la parodia a la obra literaria que no contiene paisaje sino ventana desde la que se mira el paisaje, es la parodia el otro, el doble que señala la duplicidad esencial del signo verbal, su conciencia de ser espejo y no rostro, imagen y no carne, signo y no cosa.

Concluyo: la parodia es más que un género y que un architexto, es la conciencia de la alteridad fundamental que acompaña al signo, como el doble que muestra su artificialidad, su ser imagen y no vida auténtica. El lenguaje directo de los signos deviene con la parodia indirecto: le arroja al signo la conciencia de que la vida que pretendía apresar puede ser dicha de otro modo menos optimista, quizá más escéptico y seguramente más sabio. Aquel modo en que la duda ha emergido en el seno de la fe hasta hacer perder la confianza en el propio signo. Para mí la parodia en tanto no se orienta hacia el objeto sino hada el signo es conciencia, es mirada que abre una brecha por la que penetra en el lenguaje el fantasma de la sospecha. Su forma hipertrofiada no es sólo una marca, sino también una denuncia. En toda parodia el signo parodiado cae, inflexiona hacia un lugar menos alto, se ve, al menos señalado como sospechoso de no decir toda la verdad o de ser artificial respecto de ella. Dice U. Wilamowitz-Moellendorf en su libro sobre Platón: «Sólo el conocimiento de otra lengua portadora de otro modo de pensar hace posible la correcta comprensión de la propia lengua» (apud. Bajtin ibidem p. 430).

La parodia es para la obra literaria, su otro modo de pensar, su espejo con la imagen deformada de su rostro, aquel rostro-lengua diferente y necesario para eso, para pensar.






Referencias bibliográficas

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