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El diablo cojuelo


Luis Vélez de Guevara


[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada de El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, Madrid, Imprenta Real, a costa de Alonso Pérez, 1641, basándonos en la edición de Francisco Rodríguez Marín (Vélez de Guevara, Luis, El diablo cojuelo, Madrid, La Lectura, 1918), cuya consulta recomendamos. La primera edición de Alonso Pérez se conserva en la Biblioteca Nacional con la signatura R/31689. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Rodríguez Marín.]


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Al Excelentísimo Señor Don Rodrigo de Sandoval, de Silva, de Mendoza y de la Cerda, Príncipe de Mélito, Duque de Pastrana, de Estremera y Francavila, etc.

Excelentísimo señor:

La generosa condición de Vuestra Excelencia, patria general de los ingenios, donde todos hallan seguro asilo, ha solicitado mi desconfianza para rescatar del olvido de una naveta, en que estaba entre otros borradores míos, este volumen que llamo El Diablo Cojuelo, escrito con particular capricho, porque al amparo de tan gran Mecenas salga menos cobarde a dar noticia de las ignorancias del dueño. A cuya sombra excelentísima la envidia me mirará ociosa, la emulación muda, y desairada la competencia; que con estas seguridades no naufragará esta novela y podrá andar con su cara descubierta por el mundo. Guarde Dios a Vuestra Excelencia, como sus criados deseamos y hemos menester.

Criado de Vuestra Excelencia, que sus pies besa,

LUIS VÉLEZ DE GUEVARA




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Prólogo a los mosqueteros de la comedia de Madrid

Gracias a Dios, mosqueteros míos, o vuestros, jueces de los aplausos cómicos por la costumbre y mal abuso, que una vez tomaré la pluma sin el miedo de vuestros silbos, pues este discurso del Diablo Cojuelo nace a luz concebido sin teatro original, fuera de vuestra jurisdicción; que aun del riesgo de la censura del leerlo está privilegiado por vuestra naturaleza, pues casi ninguno de vosotros sabe deletrear; que naciste para número de los demás, y para pescados de los estanques de los corrales, esperando, las bocas abiertas, el golpe del concepto por el oído y por la manotada del cómico, y no por el ingenio. Allá os lo habed con vosotros mismos, que sois corchetes de la Fortuna, dando las más veces premio a lo que aun no merece oídos, y abatís lo que merece estar sobre las estrellas; pero no se me da de vosotros dos caracoles: hágame Dios bien con mi prosa, entretanto que otros fluctúan por las maretas de vuestros aplausos, de quien nos libre Dios por su infinita misericordia, Amén, Jesús.




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Carta de recomendación al cándido o moreno lector

Lector amigo: yo he escrito este discurso, que no me he atrevido a llamarle libro, pasándome de la jineta de los consonantes a la brida de la prosa, en las vacantes que me han dado las despensas de mi familia y los autores de las comedias por Su Majestad; y como es El Diablo Cojuelo, no lo reparto en capítulos, sino en trancos. Suplícote que los des en su leyenda porque tendrás menos que censurarme y yo que agradecerte. Y, por no ser para más, ceso, y no de rogar a Dios, que me conserve en tu gracia.

De Madrid, a los que fueren entonces del mes y del año, y tal y tal y tal.

El autor y el texto




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De Don Juan Vélez de Guevara a su padre

SONETO


   Luz en quien se encendió la vital mía,
de cuya llama soy originado,
bien que la vida sólo te he imitado,
que el alma fuera en mí vana porfía,
    si eres el sol de nuestra Pöesía,
viva más que él tu aplauso eternizado,
y pues un vivir sólo es limitado,
no te estreches al término de un día.
    Hoy junta en el deleite la enseñanza
tu ingenio, a quien el tiempo no consuma,
pues también viene a ser aplauso suyo.
    Y sufra la modestia esta alabanza
a quien, por parecer más hijo tuyo,
quisiera ser un rasgo de tu pluma.






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Tranco I

Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles y, por faltar la luna, jurisdicción y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches en la última jornada de su paseo, y en los baños de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena que limpios del agua, decían el Ite, rio es, cuando don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos, caballero huracán y encrucijada de apellidos, galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le venía a los alcances por un estupro que no lo había comido ni bebido, que en el pleito de acreedores de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno, pretendiendo que el pobre licenciado escotase solo lo que tantos habían merendado; y como solicitaba escaparse del «para en uno son» (sentencia definitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso, juez de la otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buharda de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corría, en cuyo desván puso los pies y la boca a un mismo tiempo, saludándolo como a puerto de tales naufragios y dejando burlados los ministros del agarro y los honrados pensamientos de mi señora doña Tomasa de Bitigudiño, doncella chanflona que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las costas de aquellos tejados en su demanda y volvían corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada que llevaba cautiva la honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos, que juraba entre sí tomar satisfacción de este desaire en otro inocente, chapetón de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había caído tanto pájaro forastero.

A estas horas, el Estudiante, no creyendo su buen suceso y deshollinando con el vestido y los ojos el zaquizamí, admiraba la región donde había arribado por las extranjeras extravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubría sobre una mesa antigua de cadena papeles infinitos, mal compuestos y desordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas, dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente, como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión, a revolver los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos que, pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareciéndole que no era engaño de la fantasía, sino verdad que se había venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:

-¿Quién diablos suspira aquí?, -respondiéndole al mismo tiempo una voz entre humana y extranjera:

-Yo soy, señor Licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de la mágica negra, y es mi alcaide dos años habrá.

-Luego, ¿familiar eres?-dijo el Estudiante.

-Harto me holgara yo -respondieron de la redoma- que entrara uno de la Santa Inquisición para que, metiéndole a él en otra de cal y canto, me sacara a mí de esta jaula de papagayos de piedra azufre. Pero tú has llegado a tiempo que me puedes rescatar, porque este a cuyos conjuros estoy asistiendo me tiene ocioso, sin emplearme en nada, siendo yo el espíritu más travieso del infierno.

Don Cleofás, espumando valor, prerrogativa de estudiante de Alcalá, le dijo:

-¿Eres demonio plebeyo, o de los de nombre?

-Y de gran nombre -le repitió el vidrio endemoniado-, y el más celebrado en entrambos mundos.

-¿Eres Lucifer? -le repitió don Cleofás.

-Ese es demonio de dueñas y escuderos -le respondió la voz.

-¿Eres Satanás? -prosiguió el Estudiante.

-Ese es demonio de sastres y carniceros -volvió la voz a repetirle.

-¿Eres Bercebú? -volvió a preguntarle don Cleofás.

Y la voz a responderle:

-Ese es demonio de tahúres, amancebados y carreteros.

-¿Eres Barrabás, Belial, Astarot? -finalmente le dijo el Estudiante.

-Esos son demonios de mayores ocupaciones -le respondió la voz-: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo traje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona, el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, el avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; yo inventé las pandorgas, las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volatines, los saltambancos, los maesecorales y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

-Con decir eso -dijo el Estudiante- hubiéramos ahorrado lo demás: vuesa merced me conozca por su servidor, que hay muchos días que le deseaba conocer. Pero ¿no me dirá, señor Diablo Cojuelo, por qué le pusieron este nombre, a diferencia de los demás, habiendo todos caído desde tan alto, que pudieran quedar todos de la misma suerte y con el mismo apellido?

-Yo, señor don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, que ya le sé el suyo, o los suyos -dijo el Cojuelo-, porque hemos sido vecinos por esa dama que galanteaba y por quien le ha corrido la justicia esta noche, y de quien después le contaré maravillas, me llamo de esta manera porque fui el primero de los que se levantaron en la rebelión celestial, y de los que cayeron y todo; y como los demás dieron sobre mí, me estropearon, y así quedé más que todos señalado de la mano de Dios y de los pies de todos los diablos, y con este sobrenombre; mas no por eso menos ágil para todas las facciones que se ofrecen en los países bajos, en cuyas empresas nunca me he quedado atrás, antes me he adelantado a todos; que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento; aunque nunca he estado más sin reputación que ahora en poder de este vinagre, a quien por trato me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al retortero a todos, como dice el refrán de Castilla, y cada momento a los más agudos les daba gato por demonio. Sácame de este Argel de vidrio; que yo te pagaré el rescate en muchos gustos, a fe de demonio, porque me precio de amigo de mi amigo, con mis tachas buenas y malas.

-¿Cómo quieres -dijo don Cleofás, mudando la cortesía con la familiaridad de la conversación- que yo haga lo que tú no puedes siendo demonio tan mañoso?

A mí no me es concedido -dijo el Espíritu-, y a ti sí, por ser hombre con el privilegio del bautismo y libre del poder de los conjuros, con quien han hecho pacto los príncipes de la Guinea infernal. Toma un cuadrante de esos y haz pedazos esta redoma, que luego en derramándome me verás visible y palpable.

No fue escrupuloso ni perezoso don Cleofás, y ejecutando lo que el Espíritu le dijo, hizo con el instrumento astronómico gigote del vaso, inundando la mesa sobredicha de un licor turbio, escabeche en que se conservaba el tal Diablillo; y volviendo los ojos al suelo, vio en él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas, sembrado de chichones mayores de marca, calabacino de testa y badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en dos colmillos solos, que no tenían más muela ni diente los desiertos de las encías, erizados los bigotes como si hubiera barbado en Hircania; los pelos de su nacimiento, ralos, uno aquí y otro allí, a fuer de los espárragos, legumbre tan enemiga de la compañía, que si no es para venderlos en manojos no se juntan. Bien hayan los berros, que nacen unos entrepernados con otros, como vecindades de la Corte, perdone la malicia la comparación.

Asco le dio a don Cleofás la figura, aunque necesitaba de su favor para salir del desván, ratonera del Astrólogo en que había caído huyendo de los gatos que le siguieron (salvo el guante a la metáfora) y asiéndole por la mano el Cojuelo y diciéndole: «Vamos, don Cleofás, que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo», salieron los dos por la buharda como si los dispararan de un tiro de artillería, no parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San Salvador, mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo una prisa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones, basquiñas, verdugados, guardainfantes, polleras, enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y engestándose al camarada, el Cojuelo le dijo:

-Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, mal año para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fue esa otra con ella segunda de este nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras.




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Tranco II

Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo:

-¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea esta la menor.

Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:

-Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche; que eso les han quitado a los relojes no más.

Don Cleofás le dijo:

-Todas estas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servirlas.

-Hanse pasado a los extranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos -dijo el Cojuelo-, y se han quedado, con las caponas, sin ejercicio.

-Dejémoslos cenar -dijo don Cleofás-, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- como se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula, y don Toribio, su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en ese otro barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, como duerme con bigotera, torcidas de papel en las guedejas y el copete, sebillo en las manos, y guantes descabezados, y tanta pasa en el rostro, que pueden hacer colación en él toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos, como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. Vuelve allí, y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace el cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los diablos hay libro del duelo, porque el autor que lo compuso es hijo de vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel extranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancarle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrirle, y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás; y comenzando a desatarle, saca el tal extranjero (que estaba dentro de él guardando su dinero, por no fiarle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurrección de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron.

-Mejor fuera -dijo don Cleofás- que le hubieran llevado sin desatar en el capullo de su dinero, porque no le sucediera ese desaire, pues que cada extranjero es un talego bautizado; que no sirven de otra cosa en nuestra república y en la suya, por nuestra mala maña. Pero ¿quién es aquella abada con camisa de mujer, que no solamente la cama le viene estrecha, sino la casa y Madrid, que hace roncando más ruido que la Bermuda, y, al parecer, bebe cámaras de tinajas y come gigotes de bóvedas?

-Aquella ha sido cuba de Sahagún, y no profesó -dijo el Cojuelo- si no es el mundo de ahora, que está para dar un estallido, y todo junto puede ser siendo quien es: que es una bodegonera tan rica, que tiene, a dar rocín por carnero y gato por conejo a los estómagos del vuelo, seis casas en Madrid, y en la puerta de Guadalajara más de veinte mil ducados, y con una capilla que ha hecho para su entierro y dos capellanías que ha fundado, se piensa ir al cielo derecha; que aunque pongan una garrucha en la estrella de Venus y un alzaprima en las Siete Cabrillas, me parece que será imposible que suba allá aquel tonel; y como ha cobrado buena fama, se ha echado a dormir de aquella suerte.

-Aténgome -dijo don Cleofás- a aquel caballero tasajo que tiene el alma en cecina, que he echado de ver que es caballero en un hábito que le he visto en una ropilla a la cabecera, y no es el mayor remiendo que tiene, y duerme enroscado como lamprea empanada, porque la cama es media sotanilla que le llega a las rodillas no más.

-Aquel -dijo el Cojuelo- es pretendiente y está demasiado de gordo y bien tratado para el oficio que ejercita. Bien haya aquel tabernero de Corte, que se quita de esos cuidados y es cura de su vino, que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio en pena, con su embudo en la mano, y antes de mil años espero verle jugar cañas por el nacimiento de algún príncipe.

-¿Qué mucho -dijo don Cleofás- si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

-No hayas miedo -dijo el Cojuelo- que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles, inspirando una hornilla llena de lumbre, sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro; que ha diez años que anda en esta pretensión, por haber leído el arte de Reimundo Lulio y los autores químicos que hablan en este mismo imposible.

-La verdad es -dijo don Cleofás- que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios, y el Sol, con comisión particular suya.

-Eso es cierto -dijo el Cojuelo-, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí, y acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenan y duermen dentro de él, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir de él, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera de ellos la cabeza fuera de él, la vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano de esta estrecha religión; y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilarle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán con vivir en el caballete de él.

-Esos -dijo don Cleofás- se han de ir al infierno en coche y en alma.

-No es penitencia para menos -respondió el Cojuelo-. Diferentemente le sucede a ese otro pobre y casado que vive en esa otra casa más adelante, que después de no haber podido dormir desde que se acostó, con un órgano al oído de niños tiples, contraltos, terceruelas y otros mil guisados de voces que han inventado para llorar, ahora que se iba a trasponer un poco, le ha tocado a rebato un mal de madre de su mujer, tan terrible, que no ha dejado ruda en la vecindad, lana ni papel quemado, escudilla untada con ajo, ligaduras, bebidas, humazos y trescientas cosas más, y a él le ha dado, de andar en camisa, un dolor de ijada, con que imagino que se ha de desquitar del dolor de madre de su mujer.

-No están tan despiertos en aquella casa -dijo don Cleofás- donde está echando una escala aquel caballero que, al parecer, da asalto al cuarto y a la honra del que vive en él; que no es buena señal, habiendo escaleras dentro, querer entrar por las de fuera.

-Allí -dijo el Cojuelo- vive un caballero viejo y rico que tiene una hija muy hermosa y doncella, y rabia por dejarlo de ser con un marqués, que es el que da la escalada, que dice que se ha de casar con ella, que es papel que ha hecho con otras diez o doce, y lo ha representado mal; pero esta noche no conseguirá lo que desea, porque viene un alcalde de ronda, y es muy antigua costumbre de nosotros ser muy regatones en los gustos, y, como dice vuestro refrán, si la podemos dar roma, no la damos aguileña.

-¿Qué voces -dijo don Cleofás- son las que dan en esa otra casa más adelante, que parece que pregonan algún demonio que se ha perdido?

-No seré yo, que me he rescatado -dijo el Cojuelo-, si no es que me llaman a pregones del infierno por el quebrantamiento de la redoma; pero aquel es un garitero que ha dado esta noche ciento cincuenta barajas, y se ha endiablado de cólera porque no le han pagado ninguna y se van los actores y los reos con las costas en el cuerpo, tras una pendencia de barato sobre uno que juzgó mal una suerte, y los mete en paz aquella música que dan a cuatro voces en esa otra calle unos criados de un señor a una mujer de un sastre que ha jurado que los ha de coser a puñaladas.

-Si yo fuera el marido -dijo don Cleofás- más los tuviera por gatos que por músicos.

-Ahora te parecerán galgos -dijo el Cojuelo-, porque otro competidor de la sastra, con una gavilla de seis o siete, vienen sacando las espadas, y los Orfeos de la maesa, reparando la primera invasión con las guitarras, hacen una fuga de cuatro o cinco calles. Pero vuelve allí los ojos, verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en las tripas como en las demás facciones, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado; que pudiera irse más camino de la sepultura que de la cama. En esa otra casa más arriba está durmiendo un mentiroso con una notable pesadilla, porque sueña que dice verdad. Allí un vizconde, entre sueños, está muy vano porque ha regateado la excelencia a un grande. Allí está muriendo un fullero, y ayudándole a bien morir un testigo falso, y por darle la bula de la Cruzada, le da una baraja de naipes, porque muera como vivió, y él, boqueando, por decir «Jesús», ha dicho «flux». Allí, más arriba, un boticario está mezclando la piedra bezar con los polvos de sen. Allí sacan un médico de su casa para una apoplejía que le ha dado a un obispo. Allí llevan aquella comadre para partear a una preñada de medio ojo, que ha tenido dicha en darle los dolores a estas horas. Allí doña Tomasa tu dama, en enaguas, está abriendo la puerta a otro; que a estas horas le oye de amor.

-Déjame -dijo don Cleofás-: bajaré sobre ella a matarla a coces.

-Para estas ocasiones se hizo el tate, tate -dijo el Cojuelo-; que no es salto para de burlas. Y te espantas de pocas cosas: que sin este enamorado murciélago, hay otros ochenta para quien tiene repartidas las horas del día y de la noche.

-¡Por vida del mundo -dijo don Cleofás- que la tenía por una santa!

-Nunca te creas de ligero -le replicó el Diablillo-. Y vuelve los ojos a mi Astrólogo, verás con las pulgas e inquietud que duerme: debe de haber sentido pasos en su desván y recela algún detrimento de su redoma. Consuélese con su vecino, que mientras está roncando a más y mejor, le están sacando a su mujer, como muela, sin sentirlo, aquellos dos soldados.

-Del mal lo menos -dijo don Cleofás-; que yo sé del marido ochodurmiente que dirá cuando despierto lo mismo.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- aquel barbero, que soñando se ha levantado, y ha echado unas ventosas a su mujer, y la ha quemado con las estopas las tablas de los muslos, y ella da gritos, y él, despertando, la consuela diciendo que aquella diligencia es bueno que esté hecha para cuando fuere menester. Vuelve allí los ojos a aquella cuadrilla de sastres que están acabando unas vistas para un tonto que se casa a ciegas, que es lo mismo que por relación, con una doncella tarasca, fea, pobre y necia, y le han hecho creer al contrario con un retrato que le trujo un casamentero, que a estas horas se está levantando con un pleitista que vive pared y medio de él, el uno a cansar ministros y el otro a casar todo el linaje humano; que solamente tú, por estar tan alto, estás seguro de este demonio, que en algún modo lo es más que yo. Vuelve los ojos y mira aquel cazador mentecato del gallo, que está ensillando su rocín a estas horas y poniendo la escopeta debajo del caparazón, y deja de dormir de aquí a las nueve de la mañana por ir a matar un conejo, que le costaría mucho menos aunque le comprara en la despensa de Judas. Y al mismo tiempo advierte como a la puerta de aquel rico avariento echan un niño, que por partes de su padre puede pretender la beca del Antecristo, y él, en grado de apelación, da con él en casa de un señor que vive junto a la suya, que tiene talle de comérselo antes que criarlo, porque ha días que su despensa espera el domingo de casi ración. Pero ya el día no nos deja pasar adelante; que el agua ardiente y el letuario son sus primeros crepúsculos, y viene el sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida, y dorando la píldora del mundo, tocando al arma a tantas bolsas y talegos y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas, y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujulearlo por resquicios, claraboyas y chimeneas.

Y volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a las calles.




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Tranco III

Ya comenzaban en el puchero humano de la Corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba y otros hacia abajo, y otros de través, haciendo un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con designio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda de embustes y mentiras, que no se descubría una brizna de verdad por un ojo de la cara, y don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de diferentes posturas de bocas, guedejas y semblantes, ojos, bigotes, brazos y manos, haciéndose cocos a ellos mismos. Preguntole don Cleofás qué calle era aquella, que le parecía que no la había visto en Madrid, y respondiole el Cojuelo:

-Esta se llama la calle de los Gestos, que solamente saben a ella estas figuras de la baraja de la Corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que han de andar aquel día, y salen con perlesía de lindeza, unos con la boquita de riñón, otros con los ojitos dormidos, roncando hermosura, y todos con los dos dedos de las manos, índice y meñique, levantados, y esos otros, de Gloria Patri. Pero salgámonos muy aprisa de aquí; que con tener estómago de demonio y no haberme mareado las maretas del infierno, me le han revuelto estas sabandijas, que nacieron para desacreditar la naturaleza y el rentoy.

Con esto, salieron de esta calle a una plazuela donde había gran concurso de viejas que habían sido damas cortesanas, y mozas que entraban a ser lo que ellas habían sido, en grande contratación unas con otras. Preguntó el Estudiante a su camarada qué sitio era aquel, que tampoco le había visto, y él le respondió:

-Este es el baratillo de los apellidos, que aquellas damas pasas truecan con estas mozas albillas por medias traídas, por zapatos viejos, valonas, tocas y ligas, como ya no las han menester; que el Guzmán, el Mendoza, el Enríquez, el Cerda, el Cueva, el Silva, el Castro, el Girón, el Toledo, el Pacheco, el Córdoba, el Manrique de Lara, el Osorio, el Aragón, el Guevara y otros generosos apellidos los ceden a quien los ha menester ahora para el oficio que comienza, y ellas se quedan con sus patronímicos primeros de Hernández, Martínez, López, Rodríguez, Pérez, González, etcétera; porque al fin de los años mil, vuelven los nombres por donde solían ir.

-Cada día -dijo el Estudiante- hay cosas nuevas en la Corte.

Y, a mano izquierda, entraron a otra plazuela al modo de la de los Herradores, donde se alquilaban tías, hermanos, primos y maridos, como lacayos y escuderos, para damas de achaque que quieren pasar en la Corte con buen nombre y encarecer su mercadería.

A la mano derecha de este seminario andante estaba un grande edificio, a manera de templo sin altar, y en medio de él, una pila grande de piedra, llena de libros de caballerías y novelas, y alrededor, muchos muchachos desde diez a diecisiete años y algunas doncelluelas de la misma edad, y cada uno y cada una con su padrino al lado, y don Cleofás le preguntó a su compañero que le dijese qué era esto, que todo le parecía que lo iba soñando. El Cojuelo le dijo:

-Algo tiene de eso este fantástico aparato; pero esta es, don Cleofás, en efecto, la pila de los dones, y aquí se bautizan los que vienen a la Corte sin él. Todos aquellos muchachos son pajes para señores, y aquellas muchachas, doncellas para señoras de media talla, que han menester el don para la autoridad de las casas que entran a servir, y ahora les acaban de bautizar en el don. Por allí entra ahora una fregona con un vestido alquilado, que la trae su ama a sacar de don, como de pila, para darla el tusón de las damas, porque le pague en esta moneda lo que le ha costado el criarla, y aun ella parece que se quiere volver al paño, según viene bruñida de esmeril.

-Un moño y unos dientes postizos y un guardainfante pueden hacer esos milagros -dijo don Cleofás-. Pero ¿qué acompañamiento -prosiguió diciendo- es este que entra ahora, de tanta gente lucida, por la puerta de este templo consagrado al uso del siglo?

-Traen a bautizar -dijo el Cojuelo- un regidor muy rico, de un lugar aquí cercano, de edad de setenta años, que se viene al don por su pie, porque sin él le han aconsejado sus parientes que no cae tan bien el regimiento. Llámase Pascual, y vienen altercando si sobre Pascual le vendrá bien el don, que parece don extravagante de la iglesia de los dones.

-Ya tienen ejemplar -dijo don Cleofás- en don Pascual, ese que llamaron todos loco, y yo, Diógenes de la ropa vieja, que andaba cubierta la cabeza con la capa, sin sombrero, en traje de profeta, por esas calles.

-Mudáranle el nombre, a mi parecer -prosiguió el Cojuelo-, por no tener en su lugar regidor Pascual, como cirio de los regidores.

-Dios les inspire -dijo don Cleofás- lo que más convenga a su regimiento, como la cristiandad de los regidores ha menester.

-En acabando de tomar el señor regidor -dijo el Cojuelo- el agua del don, espera allí un italiano hacer lo mismo con un elefante que ha traído a enseñar a la Puerta del Sol.

-Los más suelen llamarse -dijo el Estudiante- don Pedros, don Juanes y don Alonsos. No sé cómo ha tenido tanto descuido su ayo o naire, como lo llaman los de la India Oriental; plebeyo debía de ser este animal, pues ha llegado tan tarde al don. Vive Dios que me le he de quitar yo, porque me desbautizan y desdonan los que veo.

-Sígueme -dijo el Cojuelo-, y no te amohínes, que bien sabe el don dónde está: que se te ha caído en el Cleofás como la sopa en la miel.

Con esto, salieron del soñado (al parecer) edificio, y enfrente de él descubrieron otro, cuya portada estaba pintada de sonajas, guitarras, gaitas zamoranas, cencerros, cascabeles, ginebras, caracoles, castrapuercos, pandorga prodigiosa de la vida, y preguntó don Cleofás a su amigo qué casa era aquella que mostraba en la portada tanta variedad de instrumentos vulgares, -que tampoco la he visto en la Corte, y me parece que hay dentro mucho regocijo y entretenimiento.

-Esta es la casa de los locos -respondió el Cojuelo-, que ha poco que se instituyó en la Corte, entre unas obras pías que dejó un hombre muy rico y muy cuerdo, donde se castigan y curan locuras que hasta ahora no lo habían parecido.

-Entremos dentro -dijo don Cleofás- por aquel postiguillo que está abierto, y veamos esta novedad de locos.

Y, diciendo y haciendo, se entraron los dos, uno tras otro; pasando un zaguán, donde estaban algunos de los convalecientes pidiendo limosna para los que estaban furiosos, llegaron a un patio cuadrado, cercado de celdas pequeñas por arriba y por abajo, que cada una de ellas ocupaba un personaje de los susodichos. A la puerta de una de ellas estaba un hombre, muy bien tratado de vestido, escribiendo sobre la rodilla y sentado sobre una banqueta, sin levantar los ojos del papel, y se había sacado uno con la pluma sin sentirlo. El Cojuelo le dijo:

-Aquel es un loco arbitrista que ha dado en decir que ha de hacer la reducción de los cuartos, y ha escrito sobre ello más hojas de papel que tuvo el pleito de don Álvaro de Luna.

-Bien haya quien le trujo a esta casa -dijo don Cleofás-; que son los locos más perjudiciales de la república.

-Ese otro que está en ese otro aposentillo -prosiguió el Cojuelo- es un ciego enamorado, que está con aquel retrato en la mano, de su dama, y aquellos papeles que le ha escrito, como si pudiera ver lo uno ni leer lo otro, y da en decir que ve con los oídos. En ese otro aposentillo lleno de papeles y libros está un gramaticón que perdió el juicio buscándole a un verbo griego el gerundio. Aquel que está a la puerta de ese otro aposentillo con unas alforjas al hombro y en calzón blanco, le han traído porque, siendo cochero, que andaba siempre a caballo, tomó oficio de correo de a pie. Ese otro que está en ese otro de más arriba con un halcón en la mano es un caballero que, habiendo heredado mucho de sus padres, lo gastó todo en la cetrería y no le ha quedado más que aquel halcón en la mano, que se las come de hambre. Allí está un criado de un señor, que, teniendo qué comer, se puso a servir. Allí está un bailarín que se ha quedado sin son, bailando en seco. Más adelante está un historiador que se volvió loco de sentimiento de haberse perdido tres décadas de Tito Livio. Más adelante está un colegial cercado de mitras, probándose la que le viene mejor, porque dio en decir que había de ser obispo. Luego, en ese otro aposentillo, está un letrado que se desvaneció en pretender plaza de ropa, y de letrado dio en sastre, y está siempre cortando y cosiendo garnachas. En esa otra celda, sobre un cofre lleno de doblones, cerrado con tres llaves, está sentado un rico avariento, que, sin tener hijo ni pariente que le herede, se da muy mala vida, siendo esclavo de su dinero y no comiendo más que un pastel de a cuatro, ni cenando más que una ensalada de pepinos, y le sirve de cepo su misma riqueza. Aquel que canta en esa otra jaula es un músico sinsonte, que remeda los demás pájaros, y vuelve de cada pasaje como de un parasismo. Está preso en esta cárcel de los delitos del juicio porque siempre cantaba, y cuando le rogaban que cantase, dejaba de cantar.

-Impertinencia es esa casi de todos los de esta profesión.

-En el brocal de aquel pozo, que está en medio del patio, se está mirando siempre una dama muy hermosa, como lo verás si ella alza la cabeza, hija de pobres y humildes padres, que queriéndose casar con ella muchos hombres ricos y caballeros, ninguno la contentó, y en todos halló una y muchas faltas, y está atada allí en una cadena porque, como Narciso, enamorada de su hermosura, no se anegue en el agua que le sirve de espejo, no teniendo en lo que pisa al sol ni a todas las estrellas. En aquel pobre aposentillo enfrente, pintado por de fuera de llamas, está un demonio casado, que se volvió loco con la condición de su mujer.

Entonces don Cleofás le dijo al compañero que le enseñaba todo este retablo de duelos:

-Vámonos de aquí, no nos embarguen por alguna locura que nosotros ignoramos; porque en el mundo todos somos locos, los unos de los otros.

El Cojuelo dijo:

-Quiero tomar tu consejo, porque, pues los demonios enloquecen, no hay que fiar de sí nadie.

-Desde vuestra primera soberbia -dijo don Cleofás- todos lo estáis; que el infierno es casa de todos los locos más furiosos del mundo.

-Aprovechado estás -dijo el Cojuelo-, pues hablas en lenguaje ajustado.

Con esta conversación salieron de la casa susodicha, y a mano derecha dieron en una calle algo dilatada, que por una parte y por otra estaba colgada de ataúdes, y unos sacristanes con sus sobrepellices paseándose junto a ellos, y muchos sepultureros abriendo varios sepulcros, y don Cleofás le dijo a su camarada:

-¿Qué calle es esta, que me ha admirado más que cuantas he visto, y me pudiera obligar a hablar más espiritualmente que con lo primero de que tú te admiraste?

-Esta es más temporal y del siglo que ninguna -le respondió el Cojuelo-, y la más necesaria, porque es la ropería de los abuelos, donde cualquiera, para todos los actos positivos que se le ofrece y se quiere vestir de un abuelo, porque el suyo no le viene bien, o está traído, se viene aquí, y por su dinero escoge el que le está más a propósito. Mira allí aquel caballero torzuelo cómo se está probando una abuela que ha menester, y ese otro, hijo de quien él quisiere, se está vistiendo otro abuelo, y le viene largo de talle. Ese otro más abajo da por otro abuelo el suyo, y dineros encima, y no se acaba de concertar, porque le tiene más de costa al sacristán, que es el ropero. Otro, a esa otra parte, llega a volver un abuelo suyo de dentro afuera y de atrás adelante, y a remendarlo con la abuela de otro. Otro viene allí con la justicia a hacer que le vuelvan un abuelo que le habían hurtado, y le ha hallado colgado en la ropería. Si hubieres menester algún abuelo o abuela para algún crédito de tu calidad, a tiempo estamos, don Cleofás Leandro; que yo tengo aquí un ropero amigo que desnuda los difuntos la primera noche que los entierran, y nos le fiará por el tiempo que quisieres.

-Dineros he menester yo; que abuelos no -respondió el Estudiante-: con los míos me haga Dios bien; que me han dicho mis padres que desciendo de Leandro el animoso, el que pasaba el mar de Abido


«en amoroso fuego todo ardiendo»,



y tengo mi ejecutoria en las obras sueltas de Boscán y Garcilaso.

-Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes.

-Si a mí me hicieran merced -prosiguió don Cleofás-, entre Salicio y Nemoroso se habían de hacer mis diligencias, que no me habían de costar cien reales; que allí tengo mi Montaña, mi Galicia, mi Vizcaya y mis Asturias.

-Dejemos vanidades ahora -dijo el Cojuelo-; que ya sé que eres muy bien nacido en verso y en prosa, y vamos en busca de un figón, a almorzar y a descansar, que bien lo habrás menester por lo trasnochado y madrugado, y después proseguiremos nuestras aventuras.




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Tranco IV

Dejemos a estos caballeros en su figón almorzando y descansando, que sin dineros pedían las pajaritas que andaban volando por el aire y al Fénix empanado, y volvamos a nuestro astrólogo regoldano y nigromante enjerto, que se había vestido con algún cuidado de haber sentido pasos en el desván la noche antes, y, subiendo a él, halló las ruinas que había dejado su familiar en los pedazos de la redoma, y mojados sus papeles, y el tal Espíritu ausente; y viendo el estrago y la falta de su Demoñuelo, comenzó a mesarse las barbas y los cabellos, y a romper sus vestiduras, como rey a lo antiguo. Y estando haciendo semejantes extremos y lamentaciones, entró un diablejo zurdo, mozo de retrete de Satanás, diciendo que Satanás su señor le besaba las manos; que había sentido la bellaquería que había usado el Cojuelo, que él trataría de que se castigase, y que entre tanto se quedase él sirviéndole en su lugar. Agradeció mucho el cuidado el Astrólogo y encerró el tal Espíritu en una sortija de un topacio grande, que traía en un dedo, que antes había sido de un médico, con que a todos cuantos había tomado el pulso había muerto. Y en el infierno se juntaron entre tanto, en sala plena, los más graves jueces de aquel distrito, y haciendo notorio a todos el delito del tal Cojuelo, mandaron despachar requisitoria para que le prendiesen en cualquier parte que se hallasen, y se le dio esta comisión a Cienllamas, demonio comisionario que había dado muy buena cuenta de otras que le habían encargado, y llevándose consigo por corchetes a Chispa y a Redina, demonios a las veinte, y subiéndose en la mula de Liñán, salió del infierno con vara alta de justicia en busca del dicho delincuente.

En este tiempo, sobre la paga de lo que habían almorzado habían tenido una pesadumbre el revoltoso Diablillo y don Cleofás con el figón, en que intervinieron asadores y torteras, porque lo que es del diablo, el diablo se lo ha de llevar, y acudiendo la justicia al alboroto, se salieron por una ventana, y cuando el alguacil de Corte con la gente que llevaba pensaba cogerlos, estaban ya de esa otra parte de Getafe, en demanda de Toledo, y dentro de un minuto en las ventillas de Torrejón, y en un cerrar de ojos, a vista de la puerta de Visagra, dejando la real fábrica del hospital de afuera a la derecha mano; y volviéndose el Estudiante al camarada, le dijo:

-Lindos atajos sabes: mal haya quien no caminara contigo todo el mundo, mejor que con el Infante don Pedro de Portugal, el que anduvo las siete partidas de él.

-Somos gente de buena maña -respondió el Cojuelo.

Y cuando estaban hablando en esto, llegaban al barrio que llaman de la Sangre de Cristo, y al mesón de la Sevillana, que es el mejor de aquella ciudad. El Diablo Cojuelo le dijo al Estudiante:

-Esta es muy buena posada para pasar esta noche y para descansar de la posada; éntrate dentro y pide un aposento y que te aderecen de cenar; que a mí me importa llegarme esta noche a Constantinopla a alborotar el serrallo del Gran Turco y hacer degollar doce o trece hermanos que tiene, por miedo de que no conspiren a la Corona, y volverme de camino por los Cantones de los esguízaros y por Ginebra a otras diligencias de este modo, por sobornar con algunos servicios a mi amo, que debe de estar muy indignado contra mí por la travesura pasada; que yo estaré contigo antes que den las siete de la mañana.

Y, diciendo y haciendo, se metió por esos aires como por una viña vendimiada, meando la pajuela a todo pajarote y ciudadano de la región etérea, a fuer de los de la jerigonza crítica, y don Cleofás se entró a tomar posada, que, aunque estaba llena de muchos pasajeros que habían venido con los galeones y pasaban a la Corte, con todo, al huésped nuevo hicieron cortesía, porque la persona de don Cleofás traía consigo cartas de recomendación, como dicen los cortesanos antiguos.

Convidáronle a cenar unos caballeros soldados aquella noche, preguntándole nuevas de Madrid, y después de haber cumplido con la celebridad de los brindis por el Rey (Dios le guarde), por sus damas y sus amigos, y haber dado las aceitunas con los palillos carta de pago de la cena, se fue cada uno a recoger a su aposento, porque habían de tomar la madrugada para llegar con tiempo a Madrid, y don Cleofás hizo lo mismo en el que le señaló el Huésped, sintiendo la soledad del compañero en algún modo, porque le traía tan entretenido; y haciendo varios discursos sobre su almohada, se quedó como un pajarito, jurando al silencio de las sombras, como lo demás del mundo, el mesón de la Sevillana, el natural vasallaje con el sueño, que solas las grullas, los murciélagos y lechuzas estaban de posta a su cuerpo de guardia, cuando a las dos de la noche unas temerosas voces que repetían: «¡Fuego, fuego!», despertaron a los dormidos pasajeros, con el sobresalto y asombro que suele causar cualquier alboroto a los que están durmiendo, y más oyendo apellidar «¡fuego!», voz que con más terror atemoriza los ánimos más constantes, rodando unos las escaleras por bajar más aprisa, otros, saltando por las ventanas que caían al patio de la posada, otros, que, por las pulgas o temor de las chinches, dormían en cueros, como vinagre, hechos Adanes del baratillo, poniendo las manos donde habían de estar las hojas de higuera, siguiendo a los demás, y acompañándolos don Cleofás, con los calzones revueltos al brazo y con una alfajía que, por no encontrar la espada, halló acaso en su aposento, como si en los incendios y fantasmas importase andar a palos ni a cuchilladas, natural socorro del miedo en las repentinas invasiones.

Salió, en esto, el Huésped en camisa, los pies en unas empanadas de Frenegal, cinchado con una faja de grana de polvo el estómago, y un candil de garabato en la mano, diciendo que se sosegasen; que aquel ruido no era de cuidado; que se volviesen a sus camas, que él pondría remedio en ello. Apretole don Cleofás, como más amigo de saber, que le dijese la causa de aquel alboroto; que no se habían de volver a acostar sin descifrar aquel misterio. El Huésped le dijo muy severo que era un estudiante de Madrid que había dos o tres meses que entró a posar en su casa, y que era poeta de los que hacen comedias, y que había escrito dos, que se las habían chillado en Toledo y apedreado como viñas, y que estaba acabando de escribir la comedia de Troya abrasada, y que sin duda debía de haber llegado al paso del incendio, y se convertía tanto en lo que escribía, que habría dado aquellas voces; que por otras experiencias pasadas sacaba él que aquello era verdad infalible como él decía; que para confirmarlo subiesen con él a su aposento y hallarían verdadero este discurso.

Siguieron al Huésped todos de la suerte que estaban, y entrando en el aposento del tal poeta, le hallaron tendido en el suelo, despedazada la media sotanilla, revolcado en papeles y echando espumarajos por la boca, y pronunciando con mucho desmayo: «¡Fuego, fuego!», que casi no podía echar la habla, porque se le había metido monja. Llegaron a él muertos de risa y llenos de piedad todos, diciéndole:

-Señor Licenciado, vuelva en sí y mire si quiere beber o comer algo para este desmayo.

Entonces el Poeta, levantando como pudo la cabeza, dijo:

-Si es Eneas y Anquises, con los Penates y el amado Ascanio, ¿qué aguardáis aquí, que está ya el Ilión hecho cenizas, y Príamo, Paris y Policena, Hécuba y Andrómaca han dado el fatal tributo a la muerte, y a Elena, causa de tanto daño, llevan presa Menalao y Agamenón? Y lo peor es que los mirmidones se han apoderado del tesoro troyano.

-Vuelva en su juicio -dijo el Huésped-; que aquí no hay almidones ni toda esa tropelía de disparates que ha referido, y mucho mejor fuera llevarle a casa del Nuncio, donde pudiera ser con bien justa causa mayoral de los locos, y meterle en cura; que se le han subido los consonantes a la cabeza, como tabardillo.

-¡Qué bien entiende de afectos el señor Huésped! -respondió el poeta, incorporándose un poco más.

-De afectos ni de afeites -dijo el Huésped- no quiero entender, sino de mi negocio: lo que importa es que mañana hagamos cuenta de lo que me debe de posada, y se vaya con Dios; que no quiero tener en ella quien me la alborote cada día con estas locuras: basten las pasadas, pues comenzando a escribir, recién llegado aquí, la comedia de El marqués de Mantua, que zozobró y fue una de las silbadas, fueron tantas las prevenciones de la caza y las voces que dio, llamando a los perros Melampo, Oliveros, Saltamontes, Tragavientos, etcétera, y el «¡Ataja, ataja!» y el «¡Guarda el oso cerdoso, y el jabalí colmilludo!», que malparió una señora preñada que pasaba de Andalucía a Madrid, del sobresalto; y en esa otra de El saco de Roma, que entrambas parecieron cual tenga la salud, fue el estruendo de las cajas y trompetas, haciendo pedazos las puertas y ventanas de este aposento a tan desusadas horas como estas, y el «¡Cierra, España!», «¡Santiago, y a ellos!», y el jugar la artillería con la boca, como si hubiera ido a la escuela con un petardo, o criádose con el basilisco de Malta, que engañó el rebato a una compañía de infantería que alojaron aquella noche en mi casa, de suerte que, tocando al arma, se hubieron de hacer a oscuras unos soldados pedazos con otros, acudiendo al ruido medio Toledo con la justicia, echándome las puertas abajo, y amenazó a hacer una de todos los diablos; que es poeta grulla, que siempre está en vela, y halla consonantes a cualquier hora de la noche y de la madrugada.

El Poeta dijo entonces:

-Mucho mayor alboroto fuera si yo acabara aquella comedia de que tiene vuesa merced en prendas dos jornadas por lo que le debo, que la llamo Las tinieblas de Palestina, donde es fuerza que se rompa el velo del Templo en la tercera jornada, y se oscurezca el Sol y la Luna, y se den unas piedras con otras, y se venga abajo toda la fábrica celestial con truenos y relámpagos, cometas y exhalaciones, en sentimiento de su Hacedor; que por faltarme los nombres que he de poner a los sayones no la he acabado. ¡Ahí me dirá vuesa merced, señor Huésped, qué fuera ello!

-Váyase -dijo el Mesonerazo- a acabarla al Calvario, aunque no faltará en cualquiera parte que la escriba o la representen quien le crucifique a silbos, legumbre y edificio.

-Antes resucitan con mis comedias los autores -dijo el Poeta-; y para que conozcan todas vuesas mercedes esta verdad y admiren el estilo que llevan todas las que yo escribo, ya que se han levantado a tan buen tiempo, quiero leerles esta.

Y, diciendo y haciendo, tomó en la mano una rima de vueltas de cartas viejas, cuyo bulto se encaminaba más a pleito de tenuta que a comedia, y arqueando las cejas y deshollinándose los bigotes, dijo, leyendo el título, de esta suerte:

-Tragedia Troyana, Astucias de Sinón, Caballo griego, Amantes adúlteros y Reyes endemoniados. Sale lo primero por el patio, sin haber cantado, el Paladión, con cuatro mil griegos por lo menos, armados de punta en blanco, dentro de él.

-¿Cómo -le replicó un caballero soldado de aquellos que estaban en cueros, que parece que se habían de echar a nadar en la comedia- puede toda esa máquina entrar por ningún patio ni coliseo de cuantos hay en España, ni por el del Buen Retiro, afrenta de los romanos anfiteatros, ni por una plaza de toros?

-¡Buen remedio! -respondió el Poeta-. Derribarase el corral y dos calles junto a él para que quepa esta tramoya, que es la más portentosa y nueva que los teatros han visto; que no siempre sucede hacerse una comedia como esta, y será tanta la ganancia, que podrá muy bien a sus ancas sufrir todo este gasto. Pero escuchen, que ya comienza la obra, y atención, por mi amor: Salen por el tablado, con mucho ruido de chirimías y atabalillos, Príamo, rey de Troya, y el príncipe Paris, y Elena, muy bizarra en un palafrén, en medio, y el rey a la mano derecha (que siempre de esta manera guardo el decoro a las personas reales), y luego, tras ellos, en palafrenes negros, de la misma suerte, once mil dueñas a caballo.

-Más dificultosa apariencia es esa que esa otra -dijo uno de los oyentes-, porque es imposible que tantas dueñas juntas se hallen.

-Algunas se harán de pasta -dijo el Poeta-, y las demás se juntarán de aquí para allí; fuera de que si se hace en la Corte, ¿qué señora habrá que no envíe sus dueñas prestadas para una cosa tan grande, por estar los días que se representare la comedia, que será, por lo menos siete u ocho meses, libres de tan cansadas sabandijas?

Hubiéronse de caer de risa los oyones y de una carcajada se llevaron media hora de reloj, al son de los disparates de tal Poeta, y él prosiguió diciendo:

-No hay que reírse; que si Dios me tiene de sus consonantes, he de rellenar el mundo de comedias mías, y ha de ser Lope de Vega (prodigioso monstruo español y nuevo Tostado en verso) niño de teta conmigo, y después me he de retirar a escribir un poema heroico para mi posteridad, que mis hijos o mis sucesores hereden, en que tengan toda su vida que roer sílabas. Y ahora oigan vuesas mercedes...: -amagando a comenzar (el brazo derecho levantado) los versos de la comedia, cuando todos a una voz le dijeron que lo dejase para más espacio, y el Huésped, indignado, que sabía poco de filis, le volvió a advertir que no había de estar un día más en la posada.

La encamisada, pues, de los caballeros y soldados se puso a mediar con el Huésped el caso, y don Cleofás, sobre un Arte poética de Rengifo, que estaba también corriendo borrasca entre esos otros legajos por el suelo, tomó pleito homenaje al tal poeta, puestas las manos sobre los consonantes, jurando que no escribiría más comedias de ruido, sino de capa y espada, con que quedó el Huésped satisfecho; y con esto, se volvieron a sus camas, y el Poeta, calzado y vestido, con su comedia en la mano, se quedó tan aturdido sobre la suya, que apostó a roncar con los Siete Durmientes, a peligro de no valer la moneda cuando despertase.




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Tranco V

Dentro de muy pocas horas lo fue de volverse a levantar los huéspedes al quitar, haciendo la cuenta con ellos de la noche pasada el Huésped de por vida, esperezándose y bostezando de lo trasnochado con el Poeta, y trataron de caminar, ensillando los mozos de mulas y poniendo los frenos al son de seguidillas y jácaras, y brindándose con vino y pullas los unos a los otros, ribeteándolas con tabaco en polvo y en humo, cuando don Cleofás también despertó, tratando de vestirse, con algunas saudades de su dama: que las malas correspondencias de las mujeres a veces despiertan más la voluntad; y antes que diesen las ocho, como había dicho, entró por el aposento el camarada, en traje turquesco, con almalafa y turbante, señales ciertas de venir de aquel país, diciendo:

-¿Hemos tardado mucho en el viaje, señor Licenciado?

Él le respondió sonriéndose:

-Menos se tardó vuesa merced desde el cielo al infierno, con haber más leguas, cuando rodó con todos esos príncipes que no han podido gatear otra vez a la maroma de donde cayeron.

-¿Al amigo, señor don Cleofás -respondió el Cojuelo-, chinche en el ojo, como dice el refrán de Castilla? ¡Bueno, bueno!

-Pocos hay -respondió el Estudiante- que en ofreciéndose el chiste, miren esos respetos; pero esto lo digo yo en galantería, y la amistad que hay ya entre nosotros. Mas dejando esto aparte, ¿cómo nos ha ido por esos mundos?

-Hice todo a lo que fui, y mucho más -respondió el genízaro recién venido-, y si quisiera, me jurara por Gran Turco aquella buena gente; que a fe que alguna guarda mejor su palabra, y saben decir verdad y hacer amistades, que vosotros los cristianos.

-¡Qué presto te pagaste! -dijo don Cleofás-. Algún cuarto debes de tener de demonio villano.

-Es imposible -respondió el Cojuelo-, porque descendemos todos de la más noble y más alta Montaña de la tierra y del cielo, y aunque seamos zapateros de viejo, en siendo montañeses, todos somos hidalgos; que muchos de ellos nacen, como los escarabajos y los ratones, de la putrefacción.

-Bien sé que sabes Filosofía -le dijo don Cleofás- mejor que si la hubieras estudiado en Alcalá, y que eres maestro en primeras licencias. Dejemos estas digresiones y acaba de darme cuenta de tu jornada.

-Con el traje del país, como ves -respondió el Diablillo-, por ensuciarlos todos, como cierto amigo que, por desaseado en extremo, ensució el de soldado, el de peregrino y estudiante, volví por los Cantones, por la Bertolina y Ginebra, y no tuve que hacer nada en estos países, porque sus paisanos son demonios de sí mismos, y este es el juro de heredad que más seguro tenemos en el infierno, después de las Indias. Fui a Venecia, por ver una población tan prodigiosa, que está fundada en el mar, y de su natural condición tan bajel de argamasa y sillería, que, como la tiene en peso el piélago Mediterráneo, se vuelve a cualquier viento que le sopla. Estuve en la plaza de San Marcos, platicando con unos criados de unos clarísimos, esta mañana, y hablando en las gacetas de la guerra, les dije que en Constantinopla se había sabido, por espías que estaban en España, que hay grandes prevenciones de ella, y tan prodigiosas, que hasta los difuntos se levantan, al son de las cajas, de los sepulcros para este efecto, y hay quien diga que entre ellos había resucitado el gran Duque de Osuna; y apenas lo acabé de pronunciar, cuando me escurrí, por no perder tiempo en mis diligencias, y, dejando el seno adriático, me sorbí la Marca de Ancona, y por la Romania, a la mano izquierda, dejé a Roma, porque aun los demonios, por cabeza de la Iglesia militante, veneramos su población. Pasé por Florencia a Milán, que no se le da con su castillo dos blancas de la Europa. Vi a Génova la bella, talego del mundo, llena de novedades, y, golfo lanzado, toqué a Vinaroz y a los Alfaques, pasando el de León y Narbona. Llegué a Valencia, que juega cañas dulces con la primavera, metime en La Mancha, que no hay greda que la pueda sacar, entré en Madrid, y supe que unos parientes de tu dama te andaban a buscar para matarte, porque dicen que la has dejado sin reputación; y lo peor es lo que me chismeó Zancadilla, demonio espía del infierno y sobrestante de las tentaciones: que me andaba a buscar Cienllamas con una requisitoria; y soy de parecer, para obviar estos dos riesgos, que pongamos tierra en medio. Vámonos a Andalucía, que es la más ancha del mundo; y pues yo te hago la costa, no tienes que temer nada; que con el romance que dice:


   «Tendré el invierno en Sevilla
y el veranito en Granada»,



no hemos de dejar lugar en ella que no trajinemos.

Y volviéndose a la ventana que salía a la calle, le dijo:

-Hágote puerta de mesón. Vamos, y sígueme por ella, don Cleofás; que hemos de ir a comer a la venta de Darazután, que es en Sierra Morena, veintidós o veintitrés leguas de aquí.

-No importa -dijo don Cleofás-, si eres demonio de portante, aunque cojo.

Y diciendo esto, salieron los dos por la ventana, flechados de sí mismos, y el Huésped, desde la puerta, dándole voces al Estudiante cuando le vio por el aire, diciendo que le pagase la cama y la posada, y don Cleofás respondiendo que en volviendo de Andalucía cumpliría con sus obligaciones; y el Huésped, que parecía que lo soñaba, se volvió santiguando y diciendo:

-Pluguiera a Dios, como se me va este, se me fuera el Poeta, aunque se me llevara la cama y todo asida a la cola.

Ya, en esto, el Cojuelo y don Cleofás descubrían la dicha venta, y, apeándose del aire, entraron en ella, pidiendo al Ventero de comer, y él les dijo que no había quedado en la venta más que un conejo y un perdigón, que estaban en aquel asador entreteniéndose a la lumbre.

-Pues trasládenlos a un plato -dijo don Cleofás-, señor Ventero, y venga el salmorejo, poniéndonos la mesa, pan, vino y salero.

El Ventero respondió que fuese en buen hora; pero que esperasen que acabasen de comer unos extranjeros que estaban en eso, porque en la venta no había otra mesa más que la que ellos ocupaban. Don Cleofás dijo:

-Por no esperar, si estos señores nos dan licencia, podremos comer juntos, y ya que ellos van en la silla, nosotros iremos en las ancas.

Y sentándose los dos al paso que lo decían, fue todo uno, trayéndoles el Ventero la porción susodicha, con todas sus adherencias e incidencias, y comenzaron a comer en compañía de los extranjeros, que el uno era francés; el otro inglés; el otro italiano, y el otro tudesco, que había ya pespuntado la comida más aprisa a brindis de vino blanco y clarete, y tenía a orza la testa, con señales de vómito y tiempo borrascoso, tan zorra de cuatro costados, que pudiera temerle el corral de gallinas del Ventero. El italiano preguntó a don Cleofás que de adónde venía, y él le respondió que de Madrid. Repitió el Italiano:

-¿Qué nuevas hay de guerra, señor Español?

Don Cleofás le dijo:

-Ahora todo es guerra.

-Y ¿contra quién dicen? -replicó el Francés.

-Contra todo el mundo -le respondió don Cleofás-, para ponerlo todo él a los pies del Rey de España.

-Pues a fe -replicó el Francés- que primero que el Rey de España...

Y antes que acabase la razón el Gabacho, dijo don Cleofás:

-El Rey de España...

Y el Cojuelo le fue a la mano, diciendo:

-Déjame, don Cleofás, responder a mí, que soy español por la vida, y con quien vengo, vengo; que les quiero con alabanzas del Rey de España dar un tapaboca a estos borrachos, que si leen las historias de ella, hallarán que por Rey de Castilla tiene virtud de sacar demonios, que es más generosa cirugía que curar lamparones.

Los extranjeros, habiendo visto callar al Español, estaban muy falsos, cuando el Cojuelo, sentándose mejor y tomando la mano, y en traje castellano que ya había dejado a la guardarropa del viento el turquesco, les dijo:

-Señores míos, mi camarada iba a responder, y a mí, por tener más edad, me toca el hacerlo; escúchenme atentamente, por caridad. El Rey de España es un generosísimo lebrel, que pasa acaso solo por una calle, y no hay gozque en ella que a ladrarle no salga, sin hacer caso de ninguno, hasta que se juntan tantos, que se atreve uno, al desembocar de ella a otra, pensando que es sufrimiento y no desprecio, a besarle con la boca la cola; entonces vuelve, y dando una manotada a unos y otra a otros, huyen todos, de manera que no saben dónde meterse, y queda la calle tan barrida de gozques y con tanto silencio, que aun a ladrar no se atreven, sino a morder las piedras, de rabia. Esto mismo le sucede siempre con los reyes contrarios, con las señorías y potentados, que son todos gozques con Su Majestad Católica; pero guárdese el que se atreviere a besarle la cola; que ha de llevar manotada que escarmiente de suerte a los demás, que no hallen dónde meterse, huyendo de él.

Los extranjeros se comenzaron a escarapelar, y el Francés le dijo:

-¡Ah, bugre, coquín español!

Y el Italiano:

-¡Forfante, marrano español!

Y el Inglés:

-¡Nitesgut español!

Y el Tudesco estaba de suerte, que lo dio por recibido, dando permisión que hablasen los demás por él en aquellas cortes.

Don Cleofás, que los vio palotear y echar espadañas de vino y herejías contra lo que había dicho su camarada, acostumbrado a sufrir poco y al refrán de «quien da luego, da dos veces», levantando el banco en que estaban sentados los dos, dio tras ellos, adelantándose el compañero con las muletas en la mano, manejándolas tan bien, que dio con el Francés en el tejado de otra venta que estaba tres leguas de allí, y en una necesaria de Ciudad Real con el Italiano, porque muriese hacia donde pecan, y con el Inglés, de cabeza en una caldera de agua hirviendo que tenían para pelar un puerco en casa de un labrador de Adamuz; y al Tudesco, que se había anticipado a caer de bruces a los pies de don Cleofás, le volvió al Puerto de Santa María, de donde había salido quince días antes, a dormir la zorra. El Ventero se quiso poner en medio, y dio con él en Peralvillo, entre aquellas cecinas de Gestas, como en su centro.

Volviéronse, con esto, a sentar a comer de los despojos que había dejado el enemigo, muy despacio, y estando en los postreros lances de la comida, entraron algunos mozos de mulas en la venta, llamando al Huésped y pidiendo vino, y tras ellos, en el mismo carruaje, una compañía de representantes que pasaban de Córdoba a la Corte, con gana de tomar un refresco en la venta. Venían las damas en jamugas, con bohemios, sombreros con plumas y mascarillas en los rostros, los chapines, con plata, colgando de los respaldares de los sillones; y ellos, unos con portamanteos sin cojines, y otros sin cojines ni portamanteos, las capas dobladas debajo, las valonas en los sombreros, con alforjas detrás; y los músicos, con las guitarras en cajas delante en los arzones, y algunos de ellos ciclanes de estribos, y otros, eunucos, con los mozos que le sirven a las ancas, unos con espuelas sobre los zapatos y las medias, y otros con botas de rodillera, sin ninguna, otros con varas para hacer andar sus cabalgaduras y las de las mujeres. Los apellidos de los más eran valencianos, y los nombres de las representantas se resolvían en Marianas y Anas Marías, hablando todo recalcado, con el tono de la representación. La conversación con que entraron en la venta era decir que habían robado a Lisboa, asombrado a Córdoba y escandalizado a Sevilla, y que habían de despoblar a Madrid, porque con sola la loa que llevaban para la entrada, de un tundidor de Écija, habían de derribar cuantos autores entrasen en la Corte. Con esto, se fueron arrojando de las cabalgaduras, y los maridos, muy severos, apeando en los brazos a sus mujeres, llamando todos al Huésped,


«y él de nada se dolía».



La Autora se asentó en una alfombrilla que la echaron en el suelo; las demás princesas, alrededor, y el Autor andaba solicitando el regalo de todos, como pastor de aquel ganado. Y dijo el Cojuelo:

-Con el señor Autor estoy en pecado mortal de parte de mis camaradas.

-¿Por qué? -dijo don Cleofás.

Respondió el Diablillo:

-Porque es el peor representante del mundo, y hace siempre los demonios en los autos del Corpus, y está perdigado para demonio de veras, y para que haga en el infierno los autores si se representaren comedias; que algunas hacen estas farándulas, que aun para el infierno son malas.

-Uno he visto aquí -dijo don Cleofás-, entre los demás compañeros, que le he deseado cruzar la cara, porque me galanteó en Alcalá una doncella, moza mía, que se enamoró de él viéndole hacer un rey de Dinamarca.

-Doncella -dijo el Cojuelo- debía de ser de allá; pero si quieres -prosiguió- que tomemos los dos venganza del Autor y del Representante, espera y verás cómo lo trazo; porque ahora quieren repartir una comedia con que han de segundar en Madrid, y sobre los papeles has de ver lo que pasa.

Al mismo tiempo que decía esto el Cojuelo, el apuntador de la compañía sacó de una alforja los de una comedia de Claramonte, que había acabado de copiar en Adamuz el tiempo que estuvieron allí, diciendo al Autor:

-Aquí será razón que se repartan estos papeles, entretanto que se adereza la comida y parece el Huésped.

El Autor vino en ello, porque se dejaba gobernar del tal Apuntador, como de hombre que tenía grandísima curia en la comedia, y había sido estudiante en Salamanca, y le llamaban el Filósofo por mal nombre; y llegando con el papel de la segunda dama a Ana María, mujer del que cantaba los bajetes y bailaba los días del Corpus, habiéndole dado la primera dama a Mariana, la mujer del que cobraba y que hacía su parte también en las comedias de tramoya, arrojándole, dijo que ella había entrado para partir entre las dos los primeros papeles, y que siempre le daban los segundos, y que ella podía enseñar a representar a cuantas andaban en la comedia, porque había representado al lado de las mayores representantas del mundo y en la legua la llamaban Amarilis, segunda de este nombre. Esa otra le dijo que no sabría mirar lo que ella con su zapato representaba, respondiéndole esa otra que de cuándo acá tenía tanta soberbia, sabiendo que en Sevilla le prestó hasta las enaguas para hacer el papel de Dido en la gran comedia de don Guillén de Castro, echando a perder la comedia y haciendo que silbasen la compañía.

-Tú eres la silbada -dijo esa otra-, y tu ánima.

Llegando a las manos y diciéndose palabras mayores, y tan grandes, que alcanzaron a los maridos; y sacando unos con otros las espadas, comenzó una batalla de comedia, metiéndolos en paz los mozos de mulas con los frenos que acababan de quitar; y dejándolos empelotados, se salieron don Cleofás y el Cojuelo de la venta al camino de Andalucía, quedándose abrasando a cuchilladas la compañía, que fuera un Roncesvalles del molino del papel si el Ventero no llegara con la Hermandad en busca de los dos que se fueron, para prenderlos, con escopetas, chuzos y ballestas; y hallando esta nueva matanza en su venta, y jarros, tinajas y platos hechos tantos en la refriega, los apaciguaron, y prendieron a los dichos representantes para llevarlos a Ciudad Real, habiendo de tener otra pelaza más pesada con el alguacil que los traía a Madrid por orden de los arrendadores, con comisión del Consejo.



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