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Tranco VI

En este tiempo, nuestros caminantes, tragando leguas de aire, como si fueran camaleones de alquiler, habían pasado a Adamuz, del gran Marqués del Carpio, Haro y nobilísimo descendiente de los señores antiguos de Vizcaya, y padre ilustrísimo del mayor Mecenas que los antiguos ingenios y modernos han tenido, y caballero que igualó con sus generosas partes su modestia. Y habiéndose sorbido los siete vados y las ventas de Alcolea, se pusieron a vista de Córdoba por su fertilísima campiña y por sus celebradas dehesas gamonosas, donde nacen y pacen tanto brutos, hijos del Céfiro más que los que fingió la antigüedad en el Tajo portugués; y entrando por el Campo de la Verdad (pocas veces pisado de gente de esta calaña) a la Colonia y populosa patria de dos Sénecas y un Lucano, y del padre de la Poesía española, el celebrado Góngora, a tiempo que se celebraban fiestas de toros aquel día y juegos de cañas, acto positivo que más excelentemente ejecutan los caballeros de aquella ciudad, y tomando posada en el mesón de las Rejas, que estaba lleno de forasteros que habían concurrido a esta celebridad, se apercibieron para ir a verlas, limpiándose el polvo de las nubes; y llegando a la Corredera, que es la plaza donde siempre se hacen estas festividades, se pusieron a ver un juego de esgrima que estaba en medio del concurso de la gente, que en estas ocasiones suele siempre en aquella provincia preceder a las fiestas, a cuya esfera no había llegado la línea recta, ni el ángulo obtuso ni oblicuo; que todavía se platicaba el uñas arriba y el uñas abajo de la destreza primitiva que nuestros primeros padres usaron; y acordándose don Cleofás de lo que dice el ingeniosísimo Quevedo en su Buscón, pensó perecer de risa, bien que se debe al insigne don Luis Pacheco de Narváez haber sacado de la oscura tiniebla de la vulgaridad a luz la verdad de este arte, y del caos de tantas opiniones las demostraciones matemáticas de esta verdad.

Había dejado en esta ocasión la espada negra un mozo de Montilla, bravo aporreador, quedando en el puesto otro de los Pedroches, no menos bizarro campeón, y arrojándose, entre otros que la fueron a tomar muy aprisa, don Cleofás la levantó primero que todos, admirando la resolución del forastero, que en el ademán les pareció castellano, y dando a su camarada la capa y la espada como es costumbre, puso bizarramente las plantas en la palestra. En esto, el Maestro, con el montante, barriendo los pies a los mirones, abrió la rueda, dando aplauso a la pendencia vellorí, pues se hacía con espadas mulatas; y partiendo el andaluz y el estudiante castellano uno para otro airosamente, corrieron una ida y venida sin tocarse al pelo de la ropa, y a la segunda, don Cleofás, que tenía algunas revelaciones de Carranza, por el cuarto círculo le dio al andaluz con la zapatilla un golpe de pechos, y él, metiendo el brazal, un tajo a don Cleofás en la cabeza, sobre la guarnición de la espada; y convirtiendo don Cleofás el reparo en revés, con un movimiento accidental, dio tan grande tamborilada al contrario, que sonó como si la hubiera dado en la tumba de los Castillas. Alborotáronse algunos amigos y conocidos que había en el corro, y sobre el montante del señor Maestro le entraron tirando algunas estocadillas veniales al tal don Cleofás, que con la zapatilla, como con agua bendita, se las quitó, y apelando a su espada y capa, y el Cojuelo a sus muletas, hicieron tanta riza en el montón agavillado, que fue menester echarles un toro para ponerlos en paz: tan valiente montante de Sierra Morena, que a dos o tres mandobles puso la plaza más despejada que pudieran la guarda tudesca y española, a costa de algunas bragas que hicieron por detrás cíclopes a sus dueños, encaramándose a un tablado don Cleofás y su camarada, muy falsos, a ver la fiesta, haciéndose aire con los sombreros, como si tal no hubiera pasado por ellos; y acechándolos unos alguaciles, porque en estas ocasiones siempre quiebra la soga por lo más forastero, habiendo desjarretado el toro, llegaron desde la plaza a caballo, diciéndoles:

-Señor Licenciado y señor Cojo, bajen acá, que los llama el señor Corregidor.

Y haciendo don Cleofás y su compañero orejas de mercader, comenzaron los ministros o vaqueros de la justicia a quererlo intentar con las varas, y agarrándose cada uno de la suya, a vara por barba, dijeron a los tales ministros, quitándoselas de las manos de cuajo:

-Sígannos vuesas mercedes si se atreven a alcanzarnos.

Y levantándose por el aire, parecieron cohetes voladores, y los dichos alguaciles, capados de varas, pedían a los gorriones: «¡Favor a la justicia!», quedándose suspensos y atribuyendo la agilidad de los nuevos volatines a sueño, haciendo tan alta punta los dos halcones, salvando a Guadalcázar, del ilustre Marqués de este título, del claro apellido de los Córdobas, que dieron sobre el rollo de Écija, diciéndole el Cojuelo a don Cleofás:

-Mira qué gentil árbol berroqueño, que suele llevar hombres, como otros fruta.

-¿Qué columna tan grande es esta? -le preguntó don Cleofás.

-El celebrado rollo del mundo -le respondió el Cojuelo.

-Luego ¿esta ciudad es Écija? -le repitió don Cleofás.

-Esta es Écija, la más fértil población de Andalucía -dijo el Diablillo-, que tiene aquel sol por armas a la entrada de ese hermoso puente, cuyos ojos rasgados lloran a Genil, caudaloso río que tiene su solar en Sierra Nevada, y después, haciendo con el Darro maridaje de cristal, viene a calzar de plata estos hermosos edificios y tanto pueblo de abril y mayo. De aquí fue Garci Sánchez de Badajoz, aquel insigne poeta castellano; y en esta ciudad solamente se coge el algodón, semilla que en toda España no nace, además de otros veinticuatro frutos, sin sembrarlos, de que se vale para vender la gente necesitada; su comarca también es fertilísima. Montilla cae aquí a mano izquierda, habitación de los heroicos marqueses de Priego, Córdobas y Aguilares, de cuya gran casa salió, para honra de España, el que mereció llamarse Gran Capitán por antonomasia, y hoy a su Marqués ilustrísimo se le ha acrecentado la casa de Feria, por morir sin hijos aquel gran portento de Italia, que malogró la Fortuna, de envidia; cuyo gran sucesor, siendo mudo, ocupa a grandezas en silencio elocuente las lenguas de la Fama. Más abajo está Lucena, del Alcaide de los Donceles, Duque de Cardona, en cuyo océano de blasones se anegó la gran casa de Lerma. Luego, Cabra, celebrada por su sima, tan profunda como la antigüedad de sus dueños, pregona con las lenguas de sus almenas que es del ínclito Duque de Sesa y Soma, y que la vive hoy su entendido y bizarro heredero. Luego Osuna se ofrece a la demarcación de estos ilustres edificios, blasonando con tantos maestres Girones la altivez de sus duques; y veintidós leguas de aquí cae la hermosísima Granada, paraíso de Mahoma, que no en vano la defendieron tanto sus valientes africanos españoles, de cuya Alhambra y Alcazaba es alcaide el nobilísimo Marqués de Mondéjar, padre del generoso Conde de Tendilla, Mendozas del Ave María y credo de los caballeros. No nos olvidemos, de camino, de Guadix, ciudad antigua y celebrada por sus melones, y mucho más por el divino ingenio del doctor Mira de Mescua, hijo suyo y arcediano.

Cuando iba el Cojuelo refiriendo esto, llegaron a la Plaza Mayor de Écija, que es la más insigne de Andalucía, y junto a una fuente que tiene en medio de jaspe, con cuatro ninfas gigantas de alabastro derramando lanzas de cristal, estaban unos ciegos sobre un banco, de pies, y mucha gente de capa parda de auditorio, cantando la relación muy verdadera que trataba de cómo una maldita dueña se había hecho preñada del diablo, y que por permisión de Dios había parido una manada de lechones, con un romance de don Álvaro de Luna y una letrilla contra los demonios, que decía:


    «Lucifer tiene muermo:
       Satanás, sarna,
y el Diablo Cojuelo
       tiene almorranas.
    Almorranas y muermo,
       sarna y ladillas,
su mujer se las quita
       con tenacillas.»



El Cojuelo le dijo a don Cleofás:

-¿Qué te parece los testimonios que nos levantan estos ciegos y las sátiras que nos hacen? Ninguna raza de gente se nos atreve a nosotros si no son estos, que tienen más ánimo que los mayores ingenios; pero esta vez me lo han de pagar, castigándose ellos mismos por sus propias manos, y daré, de camino, venganza a las dueñas, porque no hay en el mundo quien no las quiera mal, y nosotros las tenemos grandes obligaciones, porque nos ayudan a nuestros embustes; que son demonias hembras.

Y sobre la entonación de las coplas metió el Cojuelo tanta cizaña entre los ciegos que, arrempujándose primero, y cayendo de ellos en el pilón de la fuente, y esos otros en el suelo, volviéndose a juntar, se mataron a palos, dando barato, de camino, a los oyentes, que les respondieron con algunos puñetes y coces. Y como llegaron a Écija con las varas de los alguaciles de Córdoba, pensando que traían alguna gran comisión de la Corte, llegó la justicia de la ciudad a hacerles fiesta y a lisonjearlos con ofrecerles sus posadas, y ellos, valiéndose de la ocasión, admitieron las ofertas, con que fueron regalados como cuerpos de rey; y preguntándoles qué era el negocio que traían para Écija, el Cojuelo les respondió que era contra los médicos y boticarios, y visita general de beatas; y que a los médicos se les venía a vedar que después de matar un enfermo, no les valiese la mula por sagrado; y que, cuando no se saliese con esto, por lo menos, a los boticarios que errasen las purgas, que no pudiesen ser castigados si se retrajesen en los cementerios de las mulas de los médicos, que son las ancas; y que a las beatas se les venía a quitar el tomar tabaco, beber chocolate y comer gigote.

Pareciole al Alguacil Mayor, que no era lerdo y tenía su punta de hacer jácaras y entremeses, que hacían burla de ellos, y quiso agarrarlos para dar con ellos en la trena, y después sacudirles el polvo y batanarles el cordobán, por embelecadores, embusteros y alguaciles chanflones; y levantando el Cojuelo una polvareda de piedra azufre y asiendo a don Cleofás por la mano, se desaparecieron, entre la cólera y la resolución de los ministros ecijanos, dejándolos tosiendo y estornudando, dándose de cabezadas unos a otros sin entenderse, haciendo los neblíes de la más oscura Noruega puntas a diferentes partes; y dejando a la derecha a Palma, donde se junta Genil con Guadalquivir por el vicario de las aguas, villa antigua de los Bocanegras y Portocarreros, y de quien fue dueño aquel gran cortesano y valiente caballero don Luis Portocarrero, cuyo corazón excedió muchas varas a su estatura, y luego a la Monclova, bosque deliciosísimo y monte de Clovio, valeroso capitán romano, y posesión hoy de otro Portocarrero y Enríquez, no menos gran caballero que el pasado, y a la hermosa villa de Fuentes, de quien fue marqués el bizarro y no vencido don Juan Claros de Guzmán el Bueno, que, después de muchos servicios a su rey, murió en Flandes con lástima de todos y envidia de más, hijo de la gran casa de Medina-Sidonia, donde todos sus Guzmanes son Buenos por apellido, por sangre y por sus personas esclarecidas, sin tocar el pelo de la ropa a Marchena, habitación noble de los duques de Arcos, marqueses que fueron de Cádiz, de quien hoy es meritísimo señor el excelentísimo duque don Rodrigo Ponce de León, en quien se cifran todas las proezas y grandezas heroicas de sus antepasados, columbrando desde más lejos a Villanueva del Río, de los marqueses de Villanueva, Enríquez y Riberas, y hoy de don Antonio Álvarez de Toledo y Beamonte, marqués suyo y duque de Huesca, heredero ilustre del gran Duque de Alba, Condestable de Navarra, llegaron de un vuelo los dos pajarotes de camarada, no siendo esta la mayor pareja que habían corrido, al pie de la cuesta de Carmona, en su dilatada, fértil y celebrada vega, donde les anocheció, diciéndole don Cleofás al amigo:

-Camarada, descansemos un poco, que es mucho pajarear este, y nos metemos a lechuzas silvestres; que la serenidad de la noche y el verano brindan a pasarla en el campo.

-Soy de ese parecer -dijo el Cojuelo-: tendamos la raspa en este pradillo junto a este arroyo, espejo donde se están tocando las estrellas, porque aguardan a la madrugada visita del Sol, Gran Turco de todas esas señoras.

Y don Cleofás, poniendo el ferreruelo por cabecera y la espada sobre el estómago, acomodó el individuo, y estando boca arriba, paseando con los ojos la bóveda celestial, cuya fábrica portentosa al más ciego gentil obliga a rastrear que la mano de su artífice es de Dios, y de gran Dios, le dijo al camarada:

-¿No me dirás, pues has vivido en aquellos barrios, si esas estrellas son tan grandes como esos astrólogos dicen cuando hablan de su magnitud, y en qué cielo están, y cuántos cielos hay, para que no nos den papillas cada día con tantas y tan diversas opiniones, haciéndonos bobos a los demás con líneas y coluros imaginados, y si es verdad que los planetas tienen epiciclos, y el movimiento de cada cielo, desde el primer móvil al remiso y al trepidante, y dónde están los signos de estos luceros escribanos, porque yo desengañe al mundo y no nos vendan imaginaciones por verdades?

El Cojuelo le respondió:

-Don Cleofás, nuestra caída fue tan aprisa, que no nos dejó reparar en nada; y a fe que si Lucifer no se hubiera traído tras de sí la tercera parte de las estrellas, como repiten tantas veces en los autos del Corpus, aún hubiera más en que haceros más garatusas la Astrología. Esto todo sea con perdón del antojo del Galileo y el del gran don Juan de Espina, cuya célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio; que yo hablo de antojos abajo, como de tejas, y salvo la óptica de estos señores antojadizos que han descubierto al Sol un lunar en el lado izquierdo, y en la Luna han linceado montes y valles, y han visto a Venus cornuta. Lo que yo sé decir, que el poco tiempo que estuve por allá arriba nunca oí nombrar la Bocina, el Carro, la Espica Vírginis, la Ursa major ni la Ursa minor, las Pléyades ni las Helíades, nombres que los de la Astrología les han dado, y esa que llamaron Vía Láctea, y ahora los vulgares Camino de Santiago, por donde anda tanto el cojo como el sano; que si esto fuera así, yo también, por lo cojo, había de andar por aquel camino, siendo hijo de vecino de aquella provincia.

Ya en estas razones últimas se había agradecido al sueño el tal don Cleofás, dejando al compañero de posta como grulla de la otra vida, cuando un gran estruendo de clarines y cabalgaduras le despertó sobresaltado, recelando que se le llevaba a otra parte más desacomodada el que le había agasajado hasta entonces; pero el Diablillo le sosegó, diciendo:

-No te alborotes, don Cleofás; que, estando conmigo, no tienes que temer nada.

-Pues ¿qué ruido tan grande es este? -le replicó el Estudiante.

-Yo te lo diré -dijo el Cojuelo-, si acabas de despertar y me escuchas con atención.




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Tranco VII

El Estudiante se incorporó entonces, supliendo con bostezos y esperezos lo que le faltaba por dormir, y prosiguió el Diablillo, diciendo:

-Todo este estruendo trae consigo la casa de la Fortuna, que pasa al Asia Mayor a asistir a una batalla campal entre el Mogor y el Sofí, para dar la victoria a quien menos la mereciere. Escucha y mira; que esta que pasa es su recámara, y en lugar de acémilas van mercaderes y hombres de negocios que llaman, cargados de cajas de moneda de oro y plata, con reposteros bordados encima con las armas de la Fortuna, que son los cuatro vientos, y un arpón en una torre, moviéndose a todos cuatro, sogas y garrotes del mismo metal que llevan, y, con ir con tanto peso, van descansados, a su parecer. Esta tropa innumerable que pasa ahora mal concertada es de oficiales de boca, cocineros, mozos de cocina, botilleres, reposteros, despenseros, panaderos, veedores, y la demás canalla que toca a la bucólica. Estos que vienen ahora a pie, con fieltros blancos terciados por los hombros, son lacayos de la Fortuna, que son los mayores ingenios que ha tenido el mundo, entre los cuales va Homero, Píndaro, Anacreonte, Virgilio, Ovidio, Horacio, Silio Itálico, Lucano, Claudiano, Estacio Papinio, Juvenal, Marcial, Catulo, Propercio, el Petrarca, Sannazaro, el Taso, el Bembo, el Dante, el Guarino, el Ariosto, el caballero Marino, Juan de Mena, Castillejo, Gregorio Hernández, Garci Sánchez, Camoes y otros muchos que han sido en diferentes provincias príncipes de la Poesía.

-Por cierto que han medrado poco -dijo el Estudiante-, pues no han pasado de lacayos de la Fortuna.

-No hay en su casa -dijo el Cojuelo- quien tenga lo que merece.

-¿Qué escuadrón es este tan lucido, con joyas de diamantes y cadenas y vestidos lloviendo oro y perlas -prosiguió el Estudiante-, que llevan tantos pajes en cuerpo que los alumbran con tantas hachas blancas, y van sobre filósofos antiguos que les sirven de caballos, de tan malos talles, que los más son corcovados, cojos, mancos, calvos, narigones, tuertos, zurdos y balbucientes?

-Estos son -dijo el Cojuelo- potentados, príncipes y grandes señores del mundo, que van acompañando a la Fortuna, de quien han recibido los estados y las riquezas que tienen, y, con ser tan poderosos y ricos, son los más necios y miserables de la tierra.

-¡Buen gusto ha tenido la Fortuna, por cierto! -dijo don Cleofás-. ¡Bien se le parece que tiene nombre de mujer: que escoge lo peor!

-Primero lo debieron a la naturaleza -respondió el Cojuelo, y prosiguió diciendo-: Aquel gigante que viene sobre un dromedario, con un ojo, y ese ciego, solamente, en la mitad de la frente, con un árbol en las manos de suma magnitud, lleno de bastones, mitras, laureles, hábitos, capelos, coronas y tiaras, es Polifemo, que después que le cegó Ulises, le ha dado la Fortuna a cargo aquella escarpia de dignidades, para que las reparta a ciegas, y va siempre junto al carro triunfal de la Fortuna, que es aquel que le tiran cincuenta emperadores griegos y romanos, y ella viene cercada de faroles de cristal, con cirios pascuales encendidos dentro de ellos, sobre una rueda llena de arcaduces de plata, que siempre está llenándolos y vaciándolos de viento, y ese otro pie, en el elemento mismo, que está lleno de camaleones que le van dando memoriales, y ella rompiéndolos. Ahora vienen siguiéndola sus damas en elefantes, con sillones de oro sembrados de balajes, rubíes y crisólitos. La primera es la Necedad, camarera mayor suya, y aunque fea, muy favorecida. La Mudanza es esa otra, que va dando cédulas de casamiento, y no cumpliendo ninguna. Esa otra es la Lisonja, vestida a la francesa de tornasoles de aguas, y lleva en la cabeza un iris de colores por tocado, y en cada mano cien lenguas. Aquella que la sucede, vestida de negro, sin oro ni joya, de linda cara y talle, que viene llorosa, es la Hermosura: una dama muy noble y muy olvidada de los favores de su ama. La Envidia la sigue y la persigue, con un vestido pajizo, bordado de basiliscos y corazones.

-Siempre esa dama -dijo don Cleofás- come grosura: que es halcón de las alcándaras de palacio.

-Esa otra que viene -prosiguió el Cojuelo-, que parece que va preñada, es la Ambición, que está hidrópica de deseos y de imaginaciones. Esa otra es la Avaricia, que está opilada de oro, y no quiere tomar el acero, porque es más bajo metal. Aquellas que vienen, con tocas largas y antojos, sobre minotauros, son la Usura, la Simonía, la Mohatra, la Chisme, la Baraja, la Soberbia, la Invención, la Hazañería, dueñas de la Fortuna. Los que vienen galanteando a estas señoras todas y alumbrándolas con antorchas de colores diferentes son ladrones, fulleros, astrólogos, espías, hipócritas, monederos falsos, casamenteros, noveleros, corredores, glotones y borrachos. Aquel que viene sobre el asno de oro de Lucio Apuleyo es Creso, mayordomo mayor de la Fortuna, y a su mano izquierda, Astolfo, su caballerizo mayor. Aquellos que van sobre cubas con ruedas y velicómenes en las manos, dando carcajadas de risa, son sus gentileshombres de la copa, que han sido taberneros de Corte primero. Aquella escuadra de salvajes que vienen en jumentos de albarda son contadores, tesoreros, escribanos de raciones, administradores, historiadores, letrados, correspondientes, agentes de la Fortuna, y llevan manos de almireces por plumas, y por papel, pieles de abadas. Tras de ellos viene una silla de manos, bordada de trofeos, para las visitas de la Fortuna; los silleros son Pitágoras, Diógenes, Aristóteles, Platón, y otros filósofos para remudar, con camisolas y calzones de tela de nácar, herrados los rostros con eses y clavos. Aquéllos que vienen ahora de tres en tres, sobre tumbas enlutadas, a la jineta y a la brida, son médicos de la cámara y de la familia, boticarios y barberos de la Fortuna. Ahora cierra todo este escuadrón y acompañamiento aquella prodigiosísima torre andante, que es la de Babilonia, llena de gigantes, de enanos, de bailarines y representantes, de instrumentos músicos y marciales, de voces, de algazaras, que se ven y oyen por infinitas ventanas que tiene el edificio, coronadas de luminarias y flechando girándulas y cohetes voladores; y en un balcón grande de la fachada va la Esperanza: una jayana vestida de verde, muy larga de estatura, y muchos pretendientes por abajo, a pie, soldados, capitanes, abogados, artífices y profesores de diferentes ciencias, mal vestidos, hambrientos y desesperados, dándole voces, y con la confusión no se entienden los unos a los otros, ni los otros a los unos. Y por otro balcón del lado derecho va la Prosperidad, coronada de espigas de oro y vestida de brocado de tres altos, bordado de las cuatro estaciones del año, sembrando talegos sobre muchos mentecatos ricos, que van en literas roncando, que no los han menester y piensan que los sueñan. Ahora sigue todo este aparato una infinita tropa de carros largos, llenos de comida y vestidos de mujeres y de hombres, que es la guardarropa de la Fortuna; y con ir tantos como la siguen desnudos y hambrientos, no les da un bocado que coman ni un trapo con que se cubran, y aunque los repartiera con ellos, no les vinieran bien; que están hechos solamente a medida de los dichosos.

Seguía este carruaje un escuadrón volante de locos, a pie, y a caballo, y en coches, con diferentes temas, que habían perdido el juicio de varios sucesos de la Fortuna por mar y por tierra, unos riéndose, otros llorando, otros cantando, otros callando, y todos renegando de ella; y no tomaba de otros parecer, diligencia, para no acertar nada, desapareciendo toda esta máquina confusa una polvareda espantosa, en cuyo temeroso piélago se anegó toda esta confusión, llegando el día, que fue mucho que no se perdiera el Sol con la grande polvareda, como don Beltrán de los planetas, subiéndose los dos camaradas la cuesta arriba a la recién bautizada ciudad de Carmona, atalaya de Andalucía, de cielo tan sereno, que nunca le tuvo, y adonde no han conocido al catarro si no es para servirle; y tomando refresco de unos conejos y unos pollos en un mesón que se llama de los Caballeros, pasaron a Sevilla, cuya Giralda y Torre tan celebrada se descubre desde la venta de Peromingo el Alto, tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas.

Admiró a don Cleofás el sitio de su dilatada población, y de la que hacen tantos diversos bajeles en el Guadalquivir, valla de cristal de Sevilla y de Triana, distinguiéndose de más cerca la hermosura de sus edificios, que parece que han muerto vírgenes y mártires, porque todos están con palmas en las manos, que son las que se descuellan de sus peregrinos pensiles, entre tantos cidros, naranjos, limones, laureles y cipreses; llegando en breve espacio a Torreblanca, una legua larga de esta insigne ciudad, desde donde comienza su Calzada y los caños de Carmona, hermosísimo puente de arcos, por donde entra el río Guadaíra en Sevilla, cuya hidrópica sed se le bebe todo, sin dejar apenas una gota para tributar al mar, que es solamente el río en todo el mundo que está privilegiado de este pecho; haciendo mayor la belleza de esta entrada infinitas granjas, por una parte y por otra, que en cada una se cifra un jardín terrenal, granizando azahares, mosquetas y jazmines reales. Y al mismo tiempo que ellos iban llegando a la puerta de Carmona, atisbó el Cojuelo entrar por ella a caballo, con vara alta y los dos corchetes que sacó del infierno, a Cienllamas; y volviéndose a don Cleofás, le dijo:

-Aquél que entra por la puerta de Carmona es comisario de mis amos, que viene contra mí a Sevilla: menester es guardarnos.

-No se me da dos blancas -dijo don Cleofás-; que yo estoy matriculado en Alcalá, y no tiene ningún tribunal jurisdicción en mi persona; y fuera de eso, dicen que es Sevilla lugar tan confuso, que no nos hallarán, si queremos, todos cuantos hurones tienen Lucifer y Bercebú.

Entrándose en la ciudad los dos a buen paso y guiando el Cojuelo, la barba sobre el hombro, fueron hilvanando calles, y, llegando a una plazuela, reparó don Cleofás en un edificio suntuoso de unas casas que tenían una portada ostentosa de alabastro y unos corredores dilatados de la misma piedra. Preguntole don Cleofás al Cojuelo qué templo era aquel, y él le respondió que no era templo, aunque tenía tantas cruces de Jerusalén del mismo relieve de mármol, sino las casas de los duques de Alcalá, marqueses de Tarifa, condes de los Molares y adelantados mayores de Andalucía, cuya grandeza ha heredado hoy el gran Duque de Medina Celi, por falta de hijos herederos, que aunque fuera mayor, no le hiciera más: que por Fox y Cerda es lo más que puede ser.

-Ya conozco ese príncipe -dijo don Cleofás-, y le he visto en la Corte, y es tan generoso y entendido como gran señor.

Con esta plática llegaron a la Cabeza del Rey don Pedro, cuya calle se llama el Candilejo, y atravesando por cal de Abades, la Borciguinería y el Atambor, llegaron a las calles del Agua, donde tomaron posada, que son las más recatadas de Sevilla.

En este tiempo, a nuestro Astrólogo o Mágico se lo había llevado de una apoplejía el demoñuelo zurdo que sustituía al Cojuelo, y bajó a pedir justicia a Lucifer en el hueso del alma, sin las mondaduras del cuerpo, del quebrantamiento de su redoma; y doña Tomasa, no olvidando los desaires de don Cleofás, trataba con otra requisitoria de venir a Sevilla, con un galán nuevo que tenía, soldado de los galeones, para tomar venganza casándose con el licenciado Vireno de Madrid la Olimpia de mala mano, sabiendo que se había escapado allá. Don Cleofás y su camarada no salían de su posada, para desmentir las espías de Cienllamas y de Chispa y Redina, y subiéndose a un terrado una tarde, de los que tienen todas las casas de Sevilla a tomar el fresco y a ver desde lo alto más particularmente los edificios de aquella populosa ciudad, estómago de España y del mundo, que reparte a todas las provincias de él la sustancia de lo que traga a las Indias en plata y oro (que es avestruz de la Europa, pues digiere más generosos metales), espantándose don Cleofás de aquel numeroso ejército de edificios, tan epilogado, que si se derramara, no cupiera en toda la Andalucía, le dijo a su compañero:

-Enséñame desde aquí algunos particulares, si se descubren a la vista.

El Cojuelo le dijo:

-Ya por aquella torre que descubrimos desde tan lejos discurrirás que esa bellísima fábrica que está arrimada a ella es la Iglesia Mayor y mayor templo de cuantos fabricó la antigüedad ni el siglo de ahora reconoce. No quiero decirte por menudo sus grandezas; basta afirmarte que su cirio pascual pesa ochenta y cuatro arrobas de cera, y el candelero de tinieblas, de grandeza notable, es de bronce, y de tanta ostentación y artificio, que si fuera de oro no hubiera costado tanto. Su custodia es otra torre de plata, de la misma fábrica y modelo; su trascoro no perdonó piedra exquisita y preciosa a los minerales; su monumento es un templo portátil de Salomón. Pero salgámonos de ella; que aun con las relaciones ni los pensamientos no podemos los demonios pasearla, y vuelve los ojos a aquel edificio que se llama La Lonja, cortada del pernil de San Lorenzo el Real, diseño de don Felipe II, y a mano derecha de ella está el Alcázar, posada real y antigua de los reyes de Castilla, fértil albergue de la primavera, de quien es ilustrísimo alcaide el Conde Duque de Sanlúcar la Mayor, gran Atlante de Hércules de España, cuya prudentísima cabeza es el reloj del gobierno de su monarquía; que a no estar labrado el Buen Retiro, fábrica de inimitable ejemplar por el edificio, los jardines y estanques, tuviera este palacio sevillano la primacía de todas las casas reales del mundo, poniendo en primer lugar el real salón que la majestad del rey don Felipe IV el Grande ha copiado de su divina idea, donde todas las admiraciones vienen cortas, y las mayores grandezas enjaguadas. Más adelante está la Casa de la Contratación, que tantas veces se ve enladrillada de barras de oro y de plata. Luego está la casa del bizarro Conde de Cantillana, gran cortesano, galán y palaciego, airoso caballero de la plaza, crédito de sus aplausos y alegría de sus reyes; que esto confiesan los toros de Tarifa y Jarama cuando cumplen con sus rejones, como con la parroquia. Luego está, junto a la puerta de Jerez, la gran Casa de la Moneda, donde siempre hay montones de oro y de plata, como de trigo, y junto a ella el Aduana, tarasca de todas las mercaderías del mundo, con dos bocas, una a la ciudad y otra al río, donde está la Torre del Oro y el muelle, chupadera de cuanto traen amontonado los galeones en los tuétanos de sus camarotes. A mano derecha está el puente de Triana, de madera, sobre trece barcos. Y más abajo, en el margen del celebrado río, las Cuevas, monasterio insigne de la Cartuja de San Bruno, que, con profesar el silencio mudo, vive a la lengua del agua. A esta otra parte, sobre la orilla del Guadalquivir, está Gelves, donde todos los romances antiguos de moros iban a jugar cañas, y hoy da sus ilustres condes, y del gran Duque de Veragua, hijo y retrato de tan gran padre;


que es, para no tener a mundos miedo,
Portugal y Colón, Castro y Toledo.



-Soltáronsete -dijo don Cleofás- los consonantes, camarada.

-Cuidado fue, y no descuido -respondió el Cojuelo-, porque me deba más que prosa el dueño de estas alabanzas.

Y prosiguió diciendo:

-Allí es el Alamillo, donde se pescan los sábalos, albures y sollos, y más abajo cae el Algaba, de los esclarecidos marqueses de este título, de Ardales, y condes de Teba, Guzmanes en todo. De esa otra parte cae el Castellar, de los Ramírez y Saavedras, y a la vuelta, Villamanrique, de las Zúñigas, de la gran casa de Béjar, cuyo último malogrado marqués fue Guzmán dos veces Bueno, sobrino del gran Patriarca de las Indias, capellán y limosnero mayor del Rey, cuya generosa piedad se taracea con su oficio y con su sangre, y hermano del gran Duque de Sidonia, cuyo solio es Sanlúcar de Barrameda, corte suya, que está ese río abajo, siendo Narciso del Océano y Generalísimo de Andalucía y de las costas del mar de España, a cuyo bastón y siempre planta vencedora obedece el agua y la tierra, asegurando a su Rey toda su monarquía en aquel promontorio donde asiste, para blasón del mundo. Y pues ya llega la noche, y de estas alabanzas no puedo salir menos que callando para encarecerlas, dejemos para mañana lo demás; -bajándose del terrado a tratar que se aderezase la cena, y a salir un poco por la ciudad a su insigne Alameda, que hizo y adornó con las dos columnas de Hércules el Conde de Barajas, asistente de Sevilla, y después, de Castilla dignísimo presidente.




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Tranco VIII

Ya, para ejecutar su designio, había tomado doña Tomasa (que siempre tomaba, por cumplir con su nombre y su condición) una litera para Sevilla, y una acémila en que llevar algunos baúles para su ropa blanca y algunas galas, con las del dicho galán soldado, que metiéndose los dos en la dicha litera, partieron de Madrid, como unos hermanos, con la requisitoria que hemos referido. Y a nuestro Astrólogo no le habían dado sepultura, sobre las barajas de un testamento que había hecho unos días antes y descubrieron en un escritorio unos deudos suyos, y estaba la justicia poniendo en razón esta litispendencia. Y el Cojuelo y don Cleofás, que habían dormido hasta las dos de la tarde, por haber andado rondando la noche antes, la mayor parte de ella, por Sevilla, después de haber comido algunos pescados regalados de aquella ciudad y del pan que llaman de Gallegos, que es el mejor del mundo, y habiendo dormido la siesta (bien que el compañero siempre velaba, haciendo diligencias para lisonjear a su dueño en razón de su delito), se subieron al dicho terrado, como la tarde antes, y enseñándole algunos particulares edificios a su compañero, de los que habían quedado sin referir la tarde antes en aquel golfo de pueblos, suspiró dos veces don Cleofás, y preguntole al Cojuelo:

-¿De qué te has acordado, amigo? ¿Qué memorias te han dividido esas dos exhalaciones de fuego desde el corazón a la boca?

-Camarada -le respondió el Estudiante-, acordeme de la calle Mayor de Madrid y de su insigne paseo a estas horas, hasta dar en el Prado.

-Fácil cosa será verle -dijo el Diablillo- tan al vivo como está pasando ahora: pide un espejo a la Huéspeda y tendrás el mejor rato que has tenido en tu vida; que aunque yo, por la posta, en un abrir y cerrar de ojos, te pudiera poner en él, porque las que yo conozco comen alas del viento por cebada, no quiero que dejemos a Sevilla hasta ver en qué paran las diligencias de Cienllamas y las de tu dama, que viene caminando acá, y me hallo en este lugar muy bien, porque alcanzan a él las conciencias de Indias.

A este mismo tiempo subía a su terrado Rufina María, que así se llamaba la Huéspeda, dama entre nogal y granadillo, por no llamarla mulata, gran piloto de los rumbos más secretos de Sevilla, y alfaneque de volar una bolsa de bretón desde su faldriquera a las garras de tanta doncelliponiente como venían a valerse de ella. Iba en jubón de holanda blanca acuchillado, con unas enaguas blancas de cotonía, zapato de ponleví, con escarpín sin media, como es usanza en esta tierra entre la gente tapetada, que a estas horas se subía a su azotea a tocar de la tarántula, con un peine y un espejo que podía ser de armar; y el Cojuelo, viendo la ocasión, se le pidió con mucha cortesía para el dicho efecto, diciendo:

-Bien puede estar aquí la señora Huéspeda; que yo sé que tiene inclinación a estas cosas.

-¡Ay, señor! -respondió la Rufina María-, si son del nigromancia, me pierdo por ellas; que nací en Triana, y sé echar las habas y andar el cedazo mejor que cuantas hay de mi tamaño, y tengo otros primores mejores, que fiaré de vuesas mercedes si me la hacen, aunque todos los que son entendidos me dicen que son disparates.

-No dicen mal -dijo el Cojuelo-; pero, con todo eso, señora Rufina María, de tan gran talento se pueden fiar los que yo quiero enseñar a mi camarada. Esté atenta.

Y tomando el espejo en la mano, dijo:

-Aquí quiero enseñarles a los dos lo que a estas horas pasa en la calle Mayor de Madrid, que esto solo un demonio lo puede hacer, y yo. Y adviértase que en las alabanzas de los señores que pasaren, que es mesa redonda, que cada uno de por sí hace cabecera, y que no es pleito de acreedores, que tienen unos antelaciones a otros.

-¡Ay, señor! -dijo la tal Rufina-, comience vuesa merced, que será mucho de ver; que yo cuando niña estuve en la Corte con una dama que se fue tras de un caballero del hábito de Calatrava que vino a hacer aquí unas pruebas, y después me volvieron mis padres a Sevilla, y quedé con grande inclinación a esa calle, y me holgaría de volverla a ver, aunque sea en este espejo.

Apenas acabó de decir esto la Huéspeda, cuando comenzaron a pasar coches, carrozas, y literas y sillas, y caballeros a caballo, y tanta diversidad de hermosuras y de galas, que parecía que se habían soltado abril y mayo y desatado las estrellas. Y don Cleofás, con tanto ojo, por ver si pasaba doña Tomasa; que todavía la tenía en el corazón, sin haberse templado con tantos desengaños. ¡Oh proclive humanidad nuestra, que con los malos términos se abrasa, y con los agasajos se destempla! Pero la tal doña Tomasa, a aquellas horas, ya había pasado de Illescas en su litera de dos yemas.

La Rufina María estaba sin juicio mirando tantas figuras como en aquel teatro del mundo iban representando papeles diferentes, y dijo al Cojuelo:

-Señor Huésped, enséñeme al Rey y a la Reina; que los deseo ver y no quiero perder esta ocasión.

-Hija -le respondió el Cojuelo-, en estos paseos ordinarios no salen Sus Majestades; si quiere ver sus retratos al vivo, presto llegaremos adonde cumpla su deseo.

-Sea en hora buena -dijo la tal Rufina, y prosiguió diciendo-: ¿Quién es este caballero y gran señor que pasa ahora con tanto lucimiento de lacayos y pajes en ese coche que puede ser carroza del sol?

El Cojuelo le respondió:

-Este es el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco y conde de Módica, terror de Francia en Fuenterrabía.

-¡Ay, señor! -dijo la Rufina-. ¿Aquel nos echó los franceses de España? Dios le guarde muchos años.

-Él y el gran Marqués de los Vélez -respondió el Cojuelo- fueron los Pelayos segundos, sin segundos, de su patria Castilla.

-¿Quién viene en aquella carroza que parece de la Primavera? -preguntó la Rufina.

-Allí viene -dijo el Cojuelo- el conde de Oropesa y Alcaudete, sangre de Toledo, Pimentel y de la real de Portugal, príncipe de grandes partes; y el que va a su mano derecha es el Conde de Luna, su primo, Quiñones y Pimentel, señor de la casa de Benavides en León, hijo primogénito del Conde de Benavente, que es Luna que también resplandece de día. El Conde de Lemos y Andrade, marqués de Sarriá, pertiguero mayor de Santiago, Castro y Enríquez, del gran Duque de Arjona, viene en aquel coche, tan entendido y generoso como gran señor. Y en ese otro, el Conde de Monterrey y Fuentes, presidente de Italia, que ha venido de ser Virrey de Nápoles, dejando de su gobierno tanto aplauso a las dos Sicilias y sucediéndole en esta dignidad el Duque de las Torres, marqués de Liche y de Toral, señor del castillo de Aviados, sumiller de corps de Su Majestad, príncipe de Astillano y duque de Sabioneta, que este título es el más compatible con su grandeza; a quien acompaña, con no menos sangre y divino ingenio, en Italia, el marqués de Alcañizas, Almansa, Enríquez y Borja. Allí viene el Condestable prudentísimo Velasco, gentilhombre de la cámara de Su Majestad, con su hermano el Marqués del Fresno. El Duque de Híjar le sigue, Silva, y Mendoza, y Sarmiento, marqués de Alenquer y Ribadeo, gran cortesano y hombre de a caballo grande en entrambas sillas, que por el último título que hemos dicho tiene privilegio de comer con los Reyes la Pascua de este nombre. Va con él el Marqués de los Balbases, Espinola, cuyo apellido puso su gran padre sobre las estrellas. Allí va el Conde de Altamira, Moscoso y Sandoval, gran señor y caballero en todo, caballerizo mayor de Su Majestad de la Reina. Allí pasa el Marqués de Pobar, Aragón, con don Antonio de Aragón, su hermano, del Consejo de Órdenes y del supremo de la Inquisición. Los que atraviesan en aquel coche ahora son el Marqués de Jódar y el Conde de Peñaranda, del Consejo Real de Castilla, ambos Simancas de la jurispericia como de la nobleza.

-¿Quién son aquellos dos mozos que van juntos -preguntó Rufina-, de una misma edad al parecer, y que llevan llaves doradas?

-El Marqués de la Hinojosa -respondió el Cojuelo-, conde de Aguilar y señor de los Cameros, Ramírez y Arellano, es el uno, y el otro es el Marqués de Aytona, favorecedor de la Música y de la Poesía, que heredó, hasta la posteridad, de su padre, entrambos camaristas.

-¿Qué coche es aquel tan lleno, que va espumando sangre generosísima en tantos bizarros? -preguntó la tal Huéspeda.

-Es del Duque del Infantado -dijo el Cojuelo-, cabeza de los Mendozas y Sandoval de varón, marqués de Santillana y del Cenete, conde de Saldaña y del Real de Manzanares, hijo y retrato de tan gran padre. Los que van con él son el Marqués de Almenara, el más bizarro, galán y bien visto de la Corte, hijo del gran Marqués de Orani, el Almirante de Aragón, perfecto caballero, el Marqués de San Román, caballero de veras, heredero del gran Marqués de Velada, rayo de Orán, de Holanda y Gelanda, y su hermano el Marqués de Salinas, que iguala el alma con el cuerpo, copias vivas de tan gran padre, y don Íñigo Hurtado de Mendoza, primo del Duque del Infantado, grandes caballeros todos y señores, que ellos solos pueden alabarse a ellos mismos con decir quién son; que todas las lenguas de la Fama no bastan. Va con ellos don Francisco de Mendoza, gentilhombre cortesano, favorecido de todos y diestro en entrambas sillas de la espada blanca y negra.

-¿Qué tropa es esta que viene ahora a caballo? -preguntó la Rufina.

-Si pasan a espacio, te lo diré -dijo el Cojuelo-. Estos dos primeros son el Conde de Melgar y el Marqués de Peñafiel, que llevan en sus títulos sus aplausos; don Baltasar de Zúñiga, el Conde de Brandevilla, su hermano, hijos del Marqués de Mirabel, y que lo parecen en todo; el Conde de Medellín, Portocarrero de varón, y el Príncipe de Arambergue, primogénito del Duque de Ariscot; el Marqués de la Guardia, que tiene título de ángel; el Marqués de la Liseda, Silva y Manrique de Lara, y don Diego Gómez de Sandoval, comendador mayor de Calatrava, marqués de Villazores, Añover y Humanes, don Baltasar de Guzmán y Mendoza, heredero de la gran casa de Orgaz; Arias Gonzalo, primogénito del Conde de Puñonrostro, imitando las bizarrías de su padre y afianzando las imitaciones de su muy invencible abuelo. Allí viene el Conde de Molina y don Antonio Mesía de Tobar, su hermano, siendo crédito recíprocamente el uno del otro. Y entre ellos, don Francisco Luzón, blasón de este apellido en Madrid, cuyo magnánimo corazón hallará estrecha posada en un gigante. Va con él don José de Castrejón, deudo suyo, gran caballero, y ambos, sobrinos del ilustrísimo Presidente de Castilla. En este coche que los sigue viene el Duque de Pastrana, cabeza de los Silvas, estudioso príncipe y gran señor, con el Marqués de Palacios, mayordomo del Rey y descendiente único de Men Rodríguez de Sanabria, señor de la Puebla de Sanabria, mayordomo mayor del rey don Pedro; el Conde de Grajal, gran señor, y el Conde Galve, su hermano del Duque, molde de buenos caballeros, y en quien se hallara, si se perdiera, la cortesía. Los demás que van acompañándole son hombres insignes de diferentes profesiones; que este es siempre su séquito. Viene hablando en otro coche con el Príncipe de Esquilache, su tío, y con el Duque de Villahermosa don Carlos, su hermano, este del Consejo de Estado de Su Majestad, y ese otro, príncipe de los ingenios. Va con ellos el duque mozo de Villahermosa, don Fernando, en quien lo entendido y lo bizarro corren parejas, y don Fernando de Borja, comendador mayor de Montesa, de la cámara de Su Majestad, con veintidós cursos de virrey, que se puede graduar de Catón Uticense y Censorino. Allí viene el Marqués de Santa Cruz, Neptuno español y mayordomo mayor de la Reina nuestra señora. Aquel es el Conde de Alba de Liste, con el Marqués de Tabara y el Conde de Puñonrostro. Y tras ellos, el Duque de Nochera, Héctor napolitano y gobernador hoy de Aragón. En ese coche que se sigue viene el Conde de Coruña, Mendoza y Hurtado de las Nueve Musas, honra de los consonantes castellanos, en compañía del Conde de la Puebla de Montalbán, Pacheco y Girón. Allí, el Marqués de Malagón, Ulloa y Saavedra, y el Marqués de Malpica, Barroso y Ribera, y el de Frómista, padre del Marqués de Caracena, celebrado por Marte castellano en Italia, y el Conde de Orgaz, Guzmán y Mendoza, de Santo Domingo y San Ildefonso, todos mayordomos del Rey. Aquel que va en aquel coche es el Marqués de Floresdávila, Zúñiga y Cueva, tío del gran Duque de Alburquerque, que hoy está sirviendo con una pica en Flandes, capitán general de Orán, donde fue asombro del África levantando las banderas de su Rey veinticinco leguas dentro de la Berbería. Allí va el Conde de Castrollano, napolitano Adonis. Allí va el Conde de Garcíes, Quesada y andaluz gallardo, y Marqués de Velmar, el Marqués de Tarazona, Conde de Ayala, Toledo y Fonseca, el Conde de Santisteban y Cocentaina y el Conde de Cifuentes, divinos ingenios; el conde de la Calzada, y tras él, el Duque de Peñaranda, Sandoval y Zúñiga. Y en ese otro coche, don Antonio de Luna y don Claudio Pimentel, del Consejo de Órdenes, Cástor y Pólux de la amistad y de la generosidad.

-¡Ay, señor!, aquel que pasa en aquel coche -dijo la Rufina-, si no me engaño es de Sevilla, y se llama Luis Ponce de Sandoval, marqués de Valdeencinas, y como que me crié en su casa.

El Cojuelo respondió:

-Es un muy gran caballero y el más bien quisto que hay en esta tierra ni en la Corte; que no es pequeño encarecimiento. Y aquel con quien va es el Marqués de Ayamonte, estirado título de Castilla y Zúñiga de varón; y no menos que él es ese que viene en ese coche, el Conde de la Puebla del Maestre, que tiene más maestres en su sangre que condes, mozo de grandes esperanzas, y lo fuera de mayores posesiones si tuviera de su parte la atención de la Fortuna. Allí pasa el Conde de Castrillo, Haro, hermano del gran Marqués del Carpio, presidente de Indias, y tras él, el Marqués de Ladrada y el Conde de Baños, padre y hijo; Cerdas, de la gran casa de Medinaceli. Ese otro es el Marqués de los Trujillos, bizarro caballero. Y tras ellos, el Conde de Fuensalida, con don Jaime Manuel, de la cámara de Su Majestad y hermano del Duque de Maqueda y Nájara, que hoy gobierna el tridente de ambos mares.

-Dígame vuesa merced, señor Licenciado -dijo la Rufina-: ¿qué casas suntuosas son estas que están enfrente de estas joyeras?

-Son del Conde de Oñate -dijo el Diablillo-, timbre esclarecidísimo de los Ladrones de Guevara, Mercurio Mayor de España y Conde de Villamediana, hijo de un padre que hace emperadores, y es hoy presidente de Órdenes.

-Y aquellas gradas que están allí enfrente -prosiguió la tal Rufina María-, tan llenas de gente, ¿de qué templo son, o qué hacen allí tanta variedad de hombres vestidos de diferentes colores?

-Aquellas son las gradas de San Felipe -respondió el Cojuelo-, convento de San Agustín, que es el mentidero de los soldados, de adonde salen las nuevas primero que los sucesos.

-¿Qué entierro es este tan suntuoso que pasa por la calle Mayor? -preguntó don Cleofás, que estaba tan aturdido como la mulata.

-Este es el de nuestro Astrólogo -respondió el Cojuelo-, que ayunó toda su vida, para que se lo coman todos estos en su muerte, y siendo su retiro tan grande cuando vivo, ordenó que le paseasen por la calle Mayor después de muerto, en el testamento que hallaron sus parientes.

-Bellaco coche -dijo don Cleofás- es un ataúd para ese paseo.

-Los más ordinarios son esos -dijo el Cojuelo-, y los que ruedan más en el mundo. Y ahora me parece -prosiguió diciendo- que estarán mis amos menos indignados conmigo, pues la prenda que solicitaban por mí la tienen allá, hasta que vaya esta otra mitad, que es el cuerpo, a regalarse en aquellos baños de piedra azufre.

-¡Con sus tizones se lo coma! -dijo don Cleofás.

Y la Rufina estaba absorta mirando su calle Mayor, que no les entendió la plática, y volviéndose a ella el Cojuelo, le dijo:

-Ya vamos llegando, señora Huéspeda, donde cumpla lo que desea; que esa es la Puerta del Sol y la plaza de armas de la mejor fruta que hay en Madrid. Aquella bellísima fuente de lapislázuli y alabastro es la del Buen Suceso, adonde, como en pleito de acreedores, están los aguadores gallegos y coritos gozando de sus antelaciones para llenar de agua los cántaros. Aquella es la Victoria, de frailes mínimos de San Francisco de Paula, retrato de aquel humilde y seráfico portento que en el palacio de Dios ocupa el asiento de nuestro soberbio príncipe Lucifer; y mire allí enfrente los retratos que yo le prometí enseñar; -sin estar la dicha mulata en la plática que hacia don Cleofás había dirigido el tal Cojuelo, y diciendo:

-¡Qué linda hilera de señores, que parece que están vivos!

-El Rey nuestro señor es el primero -dijo el Cojuelo.

-¡Qué hombre está! -dijo la mulata-. ¡Qué bizarros bigotes tiene y cómo parece rey en la cara y en el arte! ¡Qué hermosa que está junto a él la Reina nuestra señora, y qué bien vestida y tocada! ¡Dios nos la guarde! Y aquel niño de oro que se sigue luego, ¿quién es?

-El Príncipe nuestro señor -dijo don Cleofás-, que pienso que le crió Dios en la turquesa de los ángeles.

-Dios le bendiga -replicó Rufina-, y mi ojo no le haga mal; y viviendo más que el mundo, nunca herede a su padre, y viva su padre más siglos que tiene almenas en su monarquía. ¡Ay, señor! -prosiguió Rufina-, ¿quién es aquel caballero que, al parecer, está vestido a la turquesca, con aquella señora tan linda al lado, vestida a la española?

-No es -dijo el Cojuelo- traje turquesco; que es la usanza húngara, como ha sido rey de Hungría: que es Ferdinando de Austria, cesáreo emperador de Alemania y rey de Romanos, y la emperatriz su esposa María, serenísima infanta de Castilla, que hasta los demonios -volviéndose a don Cleofás- celebramos sus grandezas.

-¿Quién es aquel de tan hermosa cara y tan alentadas guedejas -preguntó la mulata-, que está también en la cuadrilla vestido de soldado, tan galán, tan bizarro y tan airoso, que se lleva los ojos de todos y tiene tanto auditorio mirándole?

-Aquel es el serenísimo infante don Fernando -respondió el Cojuelo-, que está por su hermano gobernando los estados de Flandes y es arzobispo de Toledo y cardenal de España, y ha dado al infierno las mayores entradas de franceses y holandeses que ha tenido jamás después que se representa en él la eternidad de Dios, aunque entren las de Jerjes y Darío, y pienso que ha de hacer dar grada a mujeres de las luteranas, calvinistas y protestantes que siguen la seta de sus maridos, tanto, que los más de los días vuelve el dinero al purgatorio.

-Gana me da, si pudiera -dijo la mulata-, de darle mil besos.

-En país está -dijo don Cleofás-, que tendrá el original bastante mercadería de eso; que esta ceremonia dejó Judas sembrada en aquellos países.

-¡Oh, cómo me pesa -dijo la Rufina- que va anocheciendo y encubriéndose el concurso de la calle Mayor!

-Ya todo ha bajado al Prado -dijo el Cojuelo-, y no hay nada que ver en ella; tome vuesa merced su espejo; que otro día le enseñaremos en él el río de Manzanares, que se llama río porque se ríe de los que van a bañarse en él, no teniendo agua, que solamente tiene regada la arena, y pasa el verano de noche, como río navarrisco, siendo el más merendado y cenado de cuantos ríos hay en el mundo.

-El más caudal de él es -dijo don Cleofás-, pues lleva más hombres, mujeres y coches que pescados los dos mares.

-Ya me espantaba yo -dijo el Cojuelo- que no volvías por tu río. Respóndele eso al vizcaíno que dijo: «O vende puente, o compra río.»

-No ha menester mayor río Madrid -dijo don Cleofás-, pues hay muchos en él que se ahogan en poca agua, y en menos se ahogara aquel regidor que entró en el ayuntamiento de las ranas del Molino quemado.

-¡Qué galante eres -dijo el Cojuelo-, don Cleofás, hasta contra tus regidores!

Bajándose con esto de la azotea, y la Rufina protestando al Cojuelo que le había de cumplir la palabra el día siguiente. Todo lo cual y lo que más sucediere se deja para ese otro tranco.




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Tranco IX

Y saliéndose al ejercicio de la noche pasada, aunque las calles de Sevilla, en la mayor parte son hijas del Laberinto de Creta, como el Cojuelo era el Teseo de todas, sin el ovillo de Ariadna, llegaron al barrio del Duque, que es una plaza más ancha que las demás, ilustrada de las ostentosas casas de los Duques de Sidonia, como lo muestra sobre sus armas y coronel un niño con una daga en la mano, segundo Isaac en el hecho, como ese otro en la obediencia, el dicho que murió sacrificado a la lealtad de su padre don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, alcaide de Tarifa; aposento siempre de los asistentes de Sevilla, y hoy del que con tanta aprobación lo es, el conde de Salvatierra, gentilhombre de la cámara del señor infante Fernando y segundo Licurgo del gobierno. Y al entrar por la calle de las Armas, que se sigue luego a siniestra mano, en un gran cuarto bajo, cuyas rejas rasgadas descubrían algunas luces, vieron mucha gente de buena capa sentados con grande orden, y uno en una silla con un bufete delante, una campanilla, recado de escribir y papeles, y dos acólitos a los lados, y algunas mujeres con mantos, de medio ojo, sentadas en el suelo, que era un espacio que hacían los asientos, y el Cojuelo le dijo a don Cleofás:

-Esta es una academia de los mayores ingenios de Sevilla, que se juntan en esta casa a conferir cosas de la profesión y hacer versos a diferentes asuntos; si quieres (pues eres hombre inclinado a esta habilidad), éntrate a entretener dentro; que por huéspedes y forasteros no podemos dejar de ser muy bien recibidos.

Don Cleofás le respondió:

-En ninguna parte nos podemos entretener tanto: entremos en hora buena.

Y trayendo en el aire, para entrar más de rebozo, el Diablillo dos pares de antojos, con sus cuerdas de guitarra para las orejas, que se los quitó a dos descorteses, que con este achaque palían su descortesía, que estaban durmiendo, por ejercerla de noche y de día, entraron muy severos en la dicha Academia, que patrocinaba, con el agasajo que suele, el conde de la Torre, Ribera, y Saavedra, y Guzmán, y cabeza y varón de los Riberas. El presidente era Antonio Ortiz Melgarejo, de la insignia de San Juan, ingenio eminente en la Música y en la Poesía, cuya casa fue siempre el museo de la Poesía y de la Música. Era secretario Álvaro de Cubillo, ingenio granadino que había venido a Sevilla a algunos negocios de su importancia, excelente cómico y grande versificador, con aquel fuego andaluz que todos los que nacen en aquel clima tienen, y Blas de las Casas era fiscal, espíritu divino en lo divino y humano. Eran, entre los demás académicos, conocidos don Cristóbal de Rozas y don Diego de Rosas, ingenios peregrinos que han honrado el poema dramático, y don García de Coronel y Salcedo, fénix de las letras humanas y primer Píndaro andaluz.

Levantáronse todos cuando entraron los forasteros, haciéndolos acomodar en los mejores lugares que se hallaron, y, sosegada la Academia al repique de la campanilla del Presidente, habiendo referido algunos versos de los sujetos que habían dado en la pasada, y que daban fin en los que entonces había leído con una silva el Fénix, que leyó doña Ana Caro, décima musa sevillana, les pidió el presidente a los dos forasteros que por honrar aquella Academia repitiesen algunos versos suyos que era imposible dejar de hacerlos muy buenos los que habían entrado a oír los pasados; y don Cleofás, sin hacerse más de rogar, por parecer castellano entendido y cortesano de nacimiento, dijo:

-Yo obedezco con este soneto que escribí a la gran máscara del Rey nuestro señor, que se celebró en el Prado alto, junto al Buen Retiro, tan grande anfiteatro, que borró la memoria de los antiguos griegos y romanos.

Callaron todos, y dijo en alta voz, con acción bizarra y airoso ademán, de esta suerte:




Soneto


    Aquel que, más allá de hombre, vestido
de sus propios augustos esplendores,
al Sol por virrey tiene, y en mayores
climas su nombre estrecha esclarecido,
    aquel que, sobre un céfiro nacido,
entre los ciudadanos moradores
del Betis, a quien más que pació flores
plumas para ser pájaro ha bebido,
    aquel que a luz y a tornos desafía,
en la mayor palestra que vio el suelo
cuanta le ve estrellada monarquía,
    es, a pesar del bárbaro desvelo,
Filipo el Grande, que, árbitro del día,
está partiendo imperios con el Cielo;

aplaudiéndolo toda la Academia con vítores y un dilatado estruendo festivo; y apercibiéndose el Cojuelo para otro, destosiéndose como es costumbre en los hombres, siendo él espíritu, dijo de este modo:




A Un sastre tan caballero, que no quería cortar los vestidos de sus amigos, remitiéndolos a su masebarrilete


Soneto

    Pánfilo, ya que los eternos dioses,
por el secreto fin de su juicio,
no te han hecho tribuno ni patricio,
con que a la dignidad del César oses,
    razón será que el ánimo reposes,
haciendo en ti oblación y sacrificio;
que dicen que no acudes a tu oficio
estos que cortan lo que tú no coses.
    Los ojos vuelve a tu primer estado:
las togas cose, y de vestirlas deja;
que un plebeyo no aspira al consulado.
    Esto, Pánfilo, Roma te aconseja;
no digan que de plumas que has hurtado
te has querido vestir, como corneja.

El soneto fue aplaudido de toda la Academia, diciendo los más noticiosos de ella que parecía epigrama de Marcial, o en su tiempo compuesto de algún poeta que le quiso imitar, y otros dijeron que adolecía del Doctor de Villahermosa, divino Juvenal aragonés, pidiendo el conde de la Torre a don Cleofás y al Cojuelo que honrasen aquella junta lo que estuviesen en Sevilla, y que dijesen los nombres supuestos con que habían de asistirla, como se usó en la Corusca1 en la academia de Capua, de Nápoles, de Roma y de Florencia, en Italia, y como se acostumbraba en aquella. Don Cleofás dijo que se llamaba el Engañado, y el Cojuelo, el Engañador, sin entenderse el fundamento que tenían los dos nombres; y repartiendo los asuntos para la academia venidera, nombraron por presidente de ella al Engañado, y por fiscal al Engañador, porque el oficio de secretario no se mudaba, haciéndoles esta lisonja por forasteros y porque les pareció a todos que eran ingenios singulares. Y sacando una guitarra una dama de las tapadas, templada sin sentirlo, con otras dos cantaron a tres voces un romance excelentísimo de don Antonio de Mendoza, soberano ingenio montañés y dueño eminentísimo del estilo lírico, a cuya divina música vendrán estrechos todos los agasajos de su fortuna. Con que se acabó la Academia de aquella noche, dividiéndose los unos de los otros para sus posadas, aunque todavía era temprano, porque no habían dado las nueve, y don Cleofás y el Cojuelo se bajaron hacia el Alameda, con pretexto de tomar el fresco en la Almenilla, baluarte bellísimo que resiste a Guadalquivir, para que no anegue aquel gran pueblo en las continuas soberbias avenidas suyas. Y llegando a vista de San Clemente el Real, que estaba en el camino, a mano izquierda, convento ilustrísimo de monjas, que son señoras de todo aquel barrio, y de vasallos fuera de él, patronazgo magnífico de los Reyes, fundado por el santo rey don Fernando, porque el día de su advocación ganó aquella ciudad de los moros, le dijo el Cojuelo a don Cleofás:

-Este real edificio es jaula sagrada de un serafín, o Serafina, que fue primero dulcísimo ruiseñor del Tejo, cuya divina y extranjera voz no cabe en los oídos humanos, y sube en simétrica armonía a solicitar la capilla empírea, prodigio nunca visto en el diapasón ni en la naturaleza; pero no por eso privilegiada de la envidia.

A estas hipérboles iba dando carrete (verdades pocas veces ejecutadas de su lengua), cuando, al revolver otra calle, pocas veces paseada a tales horas de nadie, oyeron grandes carcajadas de risa y aplausos de regocijo en una casa baja, edificio humilde que se indicaba de jardín por unas pequeñas verjas de una reja algo alta del suelo, que malparía algunos relámpagos de luces, escasamente conocidos de los que pasaban. Y preguntole al Cojuelo don Cleofás qué casa era aquella donde había tanto regocijo a aquellas horas. El Diablillo le respondió:

-Este se llama el garito de los pobres; que aquí se juntan ellos y ellas, después de haber pedido todo el día, a entretenerse y a jugar, y a nombrar los puestos donde han de mendigar ese otro día, porque no se encuentren unas limosnas con otras. Entremos dentro y nos entretendremos un rato; que sin ser vistos ni oídos, haciéndonos invisibles con mi buena maña, hemos de registrar este cónclave de San Lázaro.

Y con estas palabras, tomando a don Cleofás por la mano, se entraron por un balconcillo que a la mano derecha tenía la mendiga habitación, porque en la puerta tenían puesto portero por que no entrasen más de los que ellos quisiesen y los que fuesen señalados de la mano de Dios; y bajando por un caracolillo a una sala baja, algo espaciosa, cuyas ventanas salían a un jardinillo de ortigas y malvas, como de gente que había nacido en ellas, la hallaron ocupada con mucha orden de los pobres que habían venido, comenzando a jugar al rentoy limetas de vino de Alanís y Cazalla, que en aquel lugar nunca lo hay razonable, y algunos mirones, sentados también, y en pie. La mesa sobre que se jugaba era de pino, con tres pies y otro supuesto, que podía pedir limosna como ellos, un candelero de barro con una antorcha de brea, y los naipes con dos dedos de moho hacia cecina, de puro manejados de aquellos príncipes, y el barato que se sacaba se iba poniendo sobre el candelero. Y a esta otra parte estaba el estrecho de las señoras, sobre una estera de esparto, de retorno del invierno pasado; tan remendados todos y todas, que parece que les habían cortado de vestir de jaspes de los muladares. Y entrando don Cleofás y su compañero y diciendo una pobra, fue todo uno: «Ya viene el Diablo Cojuelo», alterose don Cleofás y dijo a su camarada:

-Juro a Dios que nos han conocido.

-No te sobresaltes -respondió el Diablillo-; que no nos han conocido, ni nos pueden ver, como te previne; que el que ha dicho la pobra que viene es aquel que entra ahora, que trae una pierna de palo y una muleta en la mano, y se viene quitando la montera, y entre ellos le llaman el Diablo Cojuelo por mal nombre, que es un bellaco, mal pobre, embustero y ladrón, y estoy harto cansado con él y con ellos porque le llaman así, que es una sátira que me han hecho con esto, y que yo he sentido mucho; pero esta noche pienso que me lo ha de pagar, aunque sea con la mano del gato, como dicen.

-Muy grande atrevimiento -dijo don Cleofás- ha sido quererlas apostar contigo, siendo tú el demonio más travieso del infierno, y no te la hará nadie que no te la pague.

-Estos pobres -dijo el Cojuelo-, como son de Sevilla, campan también de valientes, y reñirán con los diablos; pero no se alabará, si yo puedo, este de haber salido horro de esta chanza; que en el mundo se me han atrevido solamente tres linajes de gente: representantes, ciegos y pobres; que los demás embusteros y gente de este género pasan por demonios como yo.

En esto, se había acomodado o sentádose en el suelo el Piedepalo, Diablo Cojuelo segundo de este nombre, diciendo muchas galanterías a las damas, y entró el Murciégalo, llamado así porque pedía de noche a gritos por las calles, con Sopaenvino, que le había encontrado agazapado en una taberna y sacado por el rastro de los mosquitos que salían de él, como de la cuba de Sahagún. Convidolos con su asiento el Chicharro y el Gallo, el uno, que cantaba pidiendo por las siestas en verano y despertando los lirones; el otro, mendigaba por las madrugadas; y tomando el suelo por mejor asiento, porque cualquiera cosa más alta los desvanecía, y estando en esto, entró un pobre en un carretón, a quien llamaban el Duque, y todos se levantaron, ellos y ellas, a hacerle cortesía; y él, quitándose un sombrerillo que había sido de un carril de un pozo, dijo:

-Por mi amor que se estén quedos y quedas, o me volveré a ir.

Temieron el disfavor, y llegándole el muchacho que le traía el carretón a la mesa donde se jugaba, pidió cartas. Faraón, que era uno de los del juego, llamado de esta suerte porque pedía con plagas a las puertas de las iglesias, y el Sargento, nombrado así porque tenía un brazo menos, le dijeron que los dejase jugar su excelencia, que estaban picados; que después harían lo que les mandaba; viniéndose el Duque con el Marqués de los Chapines, que era un pobre que andaba arrastrando, y de la cintura arriba muy galán, y estaba entreteniendo las damas, diciendo:

-Con usía me vengo, que está más bien parado.

Y a ninguno de los dos les habían las damas menester para nada.

La Postillona, llamada de este nombre porque pedía a las veinte limosna, no dejando calle ni barrio que no anduviese cada día, tuvo palabras con la Berlinga, tan larga como el nombre, que había sido senda de Esgueva a Zapardiel, sobre celos del Duque; y la Paulina, que apellidaban así porque maldecía a quien no le daba limosna, se picó con la Galeona, que llamaban de esta suerte porque andaba artillada de niños que alquilaba para pedir, sobre haber dicho unas palabras preñadas al Marqués sin dar causa su señoría a ello, metiéndose la Lagartija y la Mendruga a revolverlas más, y el Piedepalo a las vueltas, con las Fuerzas de Hércules, que eran dos pobres, uno sobre otro, que a no meterse Zampalimosnas, que era el garitero, de por medio, y Pericón el de la Barquera, y Embudo el Temerario, Tragadardos, Zancayo, Peruétano y Ahorcasopas, hubiera un paloteado, entre los pobres y pobras, de los diablos. El Duque y el Marqués interpusieron sus autoridades, y para quietarlo de todo punto enviaron por un particular, que trajo luego Piedepalo, para pagarlo de bonete, que fueron unos ciegos y una gaita zamorana que muy cerca de allí se recogían, que fue menester pagárselo adelantado por que se levantasen, y se concertó en treinta cuartos, y dijo el Duque que no se había pagado tan caro particular jamás, por vida de la Duquesa. Y al mismo tiempo que entró Piedepalo con el particular, se entró tras ellos Cienllamas, con la vara en la pretina, y Chispa y Redina con él, preguntando:

-¿Quién es aquí el Diablo Cojuelo? Que he tenido soplo que está aquí en este garito de los pobres, y no me ha de salir ninguno de este aposento hasta reconocerlos a todos, porque me importa hacer esta prisión.

Los pobres y las pobras se escarapelaron viendo la justicia en su garito, y el verdadero Diablo Cojuelo, como quien deja la capa al toro, dejó a Cienllamas cebado con el pobrismo, y por el caracolillo se volvieron a salir del garito él y don Cleofás.

-Este es -dijo el Duque, señalando a Piedepalo-; que nosotros, ni hombres como nosotros, no hemos de defender de la justicia a hombres tan delincuentes; -tomando venganza de algunos embustes que les había hecho en las limosnas de la sopa de los conventos; y agarrando con él Chispa y Redina, comenzó a pedir iglesia a grandes voces Piedepalo, que en un bodegón hiciera lo mismo, queriendo darles a entender que era ermita, y no garito, donde estaban, y que todos y todas habían venido a hacer oración a ella. El tal Cienllamas y Chispa y Redina comenzaron a sacarle arrastrando, diciéndole, entre algunos puñetes y mojicones:

-No penséis, ladrón, que os habéis de escapar con esos embustes de nuestras manos; que ya os conocemos.

Entonces el Marqués, metiendo las manos en los chapines, dijo:

-¿Por qué hemos de consentir que no contradiga el Duque que lleve preso un alguacil a un pobrete como el Cojuelo? ¡Por vida de la Marquesa que no lo ha de llevar!

Y haciéndose los demás pobres y pobras de su parte, y apagando las luces, comenzaron con los asientos y con las muletas y bordones a zamarrearle a él y a sus corchetes a oscuras, tocándoles los ciegos la gaita zamorana y los demás instrumentos a cuyo son no se oían los unos a los otros, acabando la culebra con el día y con desaparecerse los apaleados.




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Tranco X

En este tiempo llegaban a Gradas su camarada y don Cleofás, tratando de mudarse de aquella posada, porque ya tenía rastro de ellos Cienllamas, cuando vieron entrar por la posta, tras un postillón, dos caballeros soldados vestidos a la moda, y díjole el Cojuelo a don Cleofás:

-Estos van a tomar posada y apearse a CaldeBayona o a la Pajería, y es tu dama y el soldado que viene en su compañía, que, por acabar más presto la jornada, dejaron la litera y tomaron postas.

-¡Juro a Dios -dijo don Cleofás- que lo he de ir a matar antes que se apee, y a cortarle las piernas a doña Tomasa!

-Sin riesgo tuyo se hará todo eso -dijo el Cojuelo-, ni sin tanta demostración pública; gobiérnate por mí ahora; que yo te dejaré satisfecho.

-Con eso me has templado -dijo don Cleofás-; que estaba loco de celos.

-Ya sé qué enfermedad es esa, pues se compara a todo el infierno junto -dijo el Diablillo-. Vámonos a casa de nuestra mulata, almorzarás y conmutarás en sueño la pendencia; y acuérdate que has de ser presidente de la Academia, y yo fiscal.

-Pardiez -dijo don Cleofás-, todo se me había olvidado con la pesadumbre; pero es razón que cumplamos nuestras palabras como quien somos.

Y habiéndose mudado de la posada de Rufina otro día a otra de la Morería, más recatada, pasaron los que faltaron para la Academia en estudiar y escribir los sujetos que les habían dado y en hacer don Cleofás una oración para preludio de ella, como es costumbre y obligación de las presidencias de tales actos; y, llegado el día, se aderezaron lo mejor que pudieron, y al anochecer partieron a la palestra, donde les esperaban todos los ingenios con admiraciones de los suyos, y con los mismos antojos de la preñez pasada se fueron sentando en los lugares que les tocaban; y haciendo señal con la campanilla para obligar al silencio, don Cleofás, llamado el Engañado en la Academia, hizo una oración excelentísima en verso de silva, cuyos números ataron los oídos al aplauso y desataron los asombros a sus alabanzas. Y en pronunciando la última palabra, que es el Dixi, volviendo a resonar el pájaro de plata, dijo:

-Yo quiero parecer presidente en publicar ahora, después de mi oración, unas premáticas que guarden los divinos ingenios que me han constituido en esta dignidad; -leyendo de esta manera un papel que traía doblado en el pecho:

«PREMÁTICAS, Y ORDENANZAS QUE SE HAN DE GUARDAR EN LA INGENIOSA ACADEMIA SEVILLANA DESDE HOY EN ADELANTE.

»Y por que se celebren y publiquen con la solemnidad que es necesaria, sirviendo de atabales los cuatro vientos y de trompetas el Músico de Tracia, tan marido, que por su mujer descendit ad inferos, y Arión, que, siendo de los piratas con quien navegaba arrojado al mar por robarle, le dio un delfín en su escamosa espalda, al son de su instrumento, jamugas para que no naufragase, et coetus, et Amphion Thebanae conditor urbis; y pregonero la Fama, que penetra provincias y elementos, y secretario que se las dicte Virgilio Marón, príncipe de los poetas, digan de esta suerte:

»Don Apolo, por la gracia de la Poesía rey de las Musas, príncipe de la Aurora, conde y señor de los oráculos de Delfos y Delo, duque del Pindo, archiduque de las dos Frentes del Parnaso y Marqués de la Fuente Cabalina, etc., a todos los poetas heroicos, épicos, trágicos, cómicos, ditirámbicos, dramáticos, autistas, entremeseros, bailinistas y villancieres, y los demás de nuestro dominio, así seglares como eclesiásticos, salud y consonantes. Sepáis: como, advirtiendo las grandes desórdenes y desperdicios con que han vivido hasta aquí los que manejan nuestros ritmos, y que son tantos los que, sin temor de Dios y de sus conciencias, componen, escriben y hacen versos, salteando y capeando de noche y de día los estilos, conceptos y modos de decir de los mayores, no imitándolos con la templanza y perífrasis que aconseja Aristóteles, Horacio y César Escalígero, y los demás censores que nuestra Poética advierten, sino remendándose con centones de los otros y haciendo mohatras de versos, fullerías y trapazas, y para poner remedio en esto, como es justo, ordenamos y mandamos lo siguiente:

»Primeramente se manda que todos escriban con voces castellanas, sin introducirlas de otras lenguas, y que el que dijere fulgor, libar, numen, purpurear, meta, trámite, afectar, pompa, trémula, amago, idilio, ni otras de esta manera, ni introdujere posposiciones desatinadas, quede privado de poeta por dos academias, y a la segunda vez confiscadas sus sílabas y arados de sal sus consonantes, como traidores a su lengua materna.

»Item, que nadie lea sus versos en idioma de jarabe, ni con gárgaras de algarabía en el gútur, sino en nuestra castellana pronunciación, pena de no ser oídos de nadie.

»Item, por cuanto celebraron el Fénix en la academia pasada en tantos géneros de versos, y en otras muchas ocasiones lo han hecho otros, levantándole testimonios a esta ave y llamándola hija y heredera de sí propia y pájaro del Sol, sin haberle tomado una mano ni haberla conocido si no es para servirla, ni haber ningún testigo de vista de su nido, y ser alarbe de los pájaros, pues en ninguna región ha encontrado nadie su aduar, mandamos que se ponga perpetuo silencio en su memoria, atento que es alabanza supersticiosa y pájaro de ningún provecho para nadie, pues ni sus plumas sirven en las galas cortesanas ni militares, ni nadie ha escrito con ellas, ni su voz ha dado música a ningún melancólico, ni sus pechugas alimento a ningún enfermo; que es pájaro duende, pues dicen que le hay, y no le encuentra nadie, y ave solamente para sí; finalmente, sospechosa de su sangre, pues no tiene abuelo que no haya sido quemado; estando en el mundo el pájaro celeste, el cisne, el águila, que no era bobo Júpiter, pues la eligió por su embajatriz, la garza, el neblí, la paloma de Venus, el pelícano, afrenta de los miserables, y, finalmente, el capón de leche, con quien los demás son unos pícaros. Este sí que debe alabarse, y mátenle un fénix a quien sea su devoto, cuando tenga más necesidad de comer. Dios se lo perdone a Claudiano, que celebró esta necedad imaginada, para que todos los poetas pecasen en él.

»Item, porque a nuestra noticia ha venido que hay un linaje de poetas y poetisas hacia palaciegos, que hacen más estrecha vida que los monjes del Paular, porque con ocho o diez vocablos solamente, que son crédito, descrédito, recato, desperdicio, ferrión, desmán, atento, valido, desvalido, baja fortuna, estar falso, explayarse, quieren expresar todos sus conceptos y dejar a Dios solamente que los entienda, mandamos que se les den otros cincuenta vocablos más de ayuda de costa, del tesoro de la Academia, para valerse de ellos, con tal que, si no lo hicieren, caigan en pena de menguados y de no ser entendidos como si hablaran en vascuence.

»Item, que en las comedias se quite el desmesurarse los embajadores con los reyes, y que de aquí adelante no le valga la ley del mensajero; que ningún príncipe en ellas se finja hortelano por ninguna infanta, y que a las de León se les vuelva su honra con chirimías, por los testimonios que las han levantado; que los lacayos graciosos no se entremetan con las personas reales si no es en el campo o en las calles de noche; que para querer dormirse sin qué ni para qué no se diga: «Sueño me toma», ni otros versos por el consonante, como decir a rey, «porque es justísima ley», ni a padre, «porque a mi honra más cuadre», ni las demás: «A furia me provocó», «Aquí para entre los dos» y otras civilidades, ni que se disculpen sin disculparse diciendo:


    «Porque un consonante obliga
a lo que el hombre no piensa».



Y al poeta que en ellas incurriera de aquí adelante, la primera vez le silben, y la segunda sirva a Su Majestad con dos comedias en Orán.

»Item, que los poetas más antiguos se repartan por sus turnos a dar limosna de sonetos, canciones, madrigales, silvas, décimas, romances y todos los demás géneros de versos a poetas vergonzantes que piden de noche, y a recoger los que hallaren enfermos comentando o perdidos en las Soledades de don Luis de Góngora; que haya una portería en la Academia, por donde se dé sopa de versos a los poetas mendigos.

»Item, que se instituya una Hermandad y Peralvillo contra los poetas monteses y jabalíes.

»Item, mandamos que las comedias de moros se bauticen dentro de cuarenta días, o salgan del reino.

»Item, que ningún poeta, por necesidad ni amor, pueda ser pastor de cabras ni ovejas, ni de otra res semejante, salvo si fuere tan Hijo Pródigo que, disipando sus consonantes en cosas ilícitas, quedare sin ninguno sobre qué caer poeta; mandamos que en tal caso, en pena de su pecado, guarde cochinos.

»Item, que ningún otro poeta sea osado a hablar mal de los otros sino es dos veces en la semana.

»Item, que al poeta que hiciere poema heroico no se le dé de plazo más que un año y medio, y que lo que más tardare se entienda que es falta de la musa; que a los poetas satíricos no se les dé lugar en las academias, y se tengan por poetas bandidos y fuera del gremio de la poesía noble, y que se pregonen las tallas de sus consonantes, como de hombres facinerosos a la república. Que ningún hijo de poeta que no hiciere versos no pueda jurar por vida de su padre, porque parece que no es su hijo.

»Item, que el poeta que sirviere a señor ninguno, muera de hambre por ello.

»Y, al fin, estas premáticas y ordenanzas se obedezcan y ejecuten como si fueran leyes establecidas de nuestros príncipes, reyes y emperadores de la Poesía. Mándanse pregonar, porque venga a noticia de todos.»

Celebradísimo fue el papel de el Engañado por peregrino y caprichoso, sacando, al mismo tiempo que le acababa, otro del pecho el Engañador, llamado así en la Academia y en los tres hemisferios, y fiscal de la presente, que decía de esta manera:

«PRONÓSTICO Y LUNARIO DEL AÑO QUE VIENE, AL MERIDIANO DE SEVILLA Y MADRID, CONTRA LOS POETAS, MÚSICOS Y PINTORES. COMPUESTO POR «EL ENGAÑADOR», ACADÉMICO DE LA INSIGNE ACADEMIA DEL BETIS, Y DIRIGIDO A PERICO DE LOS PALOTES, PROTODEMONIO Y POETA DE DIOS TE LA DEPARE BUENA»;

interrumpiendo estas últimas razones un alguacil de los veinte, guarnecido de corchetes (y tantos, que si fueran de plata pudiera competir con la capitana y almiranta de los galeones cuando vuelven de retorno con las entrañas del Potosí y los corazones de los que los esperan y los traen), doña Tomasa y su soldado, como entraron por la posta para estar a la vista de la ejecución de su requisitoria; la Academia se alteró con la intempestiva visita, y el atrevido Alguacil dijo:

-Vuesas mercedes no se alboroten; que yo vengo a hacer mi oficio y a prender no menos que al señor Presidente, porque es orden de Madrid y la he de hacer de Evangelio.

Palotearon los académicos, y don Cleofás se espeluzó tanto cuanto, y el Fiscal, que era el Cojuelo, le dijo:

-No te sobresaltes, don Cleofás, y déjate prender, no nos perdamos en esta ocasión; que yo te sacaré a paz y a salvo de todo.

Y volviendo a los demás, les dijo lo mismo, y que no convenía en aquel lance resistencia ninguna; que si fuera menester, el Engañado y él metieran a todos los alguaciles de Sevilla las cabras en el corral.

-Hombre hay aquí -dijo un estudiantón del Corpus, graduado por la Feria y el pendón verde-, que, si es menester, no dejará oreja de ministro a manteazos, siendo yo el menor de todos estos señores.

El Alguacil trató de su negocio sin meterse en más dimes ni diretes, deseando más que hubiese dares y tomares, y doña Tomasa estuvo, empuñada la espada y terciada la capa, a punto de pelear al lado de su soldado; que era, sobre alentada, muy diestra, como había tanto que jugaba las armas, hasta que vio sacar preso al que le negaba la deuda, libre de polvo y paja. El Cojuelo se fue tras ellos, y la Academia se malogró aquella noche y murió de viruelas locas.

El Cojuelo, arrimándose al Alguacil, le dijo aparte, metiéndole un bolsillo en la mano, de trescientos escudos:

-Señor mío, vuesa merced ablande su cólera con este diaquilón mayor, que son ciento cincuenta doblones de a dos.

Respondiéndole el Alguacil, al mismo tiempo que los recibió:

-Vuesas mercedes perdonen el haberme equivocado, y el señor Licenciado se vaya libre y sin costas, más de las que hemos hecho; que yo me he puesto a un riesgo muy grande habiendo errado el golpe.

El soldado y la señora doña Tomasa, que también habían regalado al Alguacil, por más protestas que le hicieron entonces, no le pudieron poner en razón, y ya a estas horas estaban los dos camaradas tan lejos de ellos, que habían llegado al río y al Pasaje, que llaman, por donde pasan de Sevilla a Triana y vuelven de Triana a Sevilla, y, tomando un barco, durmieron aquella noche en la calle del Altozano, calle Mayor de aquel ilustre arrabal, y la Vitigudino y su galán se fueron muy desairados a lo mismo a su posada, y el Alguacil a la suya, haciendo mil discursos con sus trecientos escudos, y el Cojuelo madrugó sin dormir, dejando al compañero en Triana, para espiar en Sevilla lo que pasaba acerca de las causas de los dos, revolviendo de paso dos o tres pendencias en el Arenal.

Y el Alguacil despertó más temprano, con el alborozo de sus doblones, que había puesto debajo de las almohadas, y, metiendo la mano, no los halló; y levantándose a buscarlos, se vio emparedado de carbón, y todos los aposentos de la casa de la misma suerte, porque no faltase lo que suele ser siempre del dinero que da el diablo, y tan sitiado de esta mercadería, que fue necesario salir por una ventana que estaba junto al techo, y en saliendo, se le volvió todo el carbón ceniza; que si no fuera así, tomara después por partido dejar lo alguacil por carbonero, si fuere el carbón de la encina del infierno, que nunca se acaba, amén, Jesús.

El Cojuelo iba dando notables risadas entre sí, sabiendo lo que le había sucedido al Alguacil con el soborno. Saliendo, en este tiempo, por cal de Tintores a la plaza de San Francisco, y habiendo andando muy pocos pasos, volvió la cabeza y vio que le venían siguiendo Cienllamas, Chispa y Redina; y, dejando las muletas, comenzó a correr, y ellos tras él, a grandes voces diciendo:

-¡Tengan ese cojo ladrón!

Y cuando casi le echaban las garras Chispa y Redina, venía un escribano del número bostezando, y metiósele el Cojuelo por la boca, calzado y vestido, tomando iglesia, la que más a su propósito pudo hallar. Quisieron entrarse tras él a sacarle de este sagrado Chispa, Redina y Cienllamas, y salió a defender su jurisdicción una cuadrilla de sastres, que les hicieron resistencia a agujazos y a dedalazos, obligando a Cienllamas a enviar a Redina al infierno por orden de lo que se había de hacer; y lo que trajo en los aires fue que, con el Escribano y los sastres, diesen con el Cojuelo en los infiernos. Ejecutose como se dijo, y fue tanto lo que los revolvió el Escribano, después de haberle hecho gormar al Cojuelo, que tuvieron por bien los jueces de aquel partido echarlo fuera, y que se volviese a su escritorio, dejando a los sastres en rehenes, para unas libreas que habían de hacer a Lucifer a la festividad del nacimiento del Antecristo; tratando doña Tomasa, desengañada, de pasarse a las Indias con el tal soldado, y don Cleofás de volverse a Alcalá a acabar sus estudios, habiendo sabido el mal suceso de la prisión de su Diablillo, desengañado de que hasta los diablos tienen sus alguaciles, y que los alguaciles tienen a los diablos. Con que da fin esta novela, y su dueño gracias a Dios porque le sacó de ella con bien, suplicando a quien la leyere que se entretenga y no se pudra en su leyenda, y verá qué bien se halla.





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