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ArribaAbajoLa habitación del autor

Al alojarme en la Alhambra me arreglaron una serie de habitaciones de arquitectura moderna, destinadas para residencia del gobernador. Estaban enfrente del Palacio mirando hacia la explanada: lo más apartado de ellas comunicaba con otros varios aposentos -parte moriscos, parte modernos- que ocupaban la tía Antonia y su familia, y terminaban en el salón grande antes mencionado, que servía a la buena de la anciana de gabinete de descanso, cocina y sala de recibo. Por estos sombríos departamentos se sale a un ángulo de la Torre de Comares, atravesando un estrecho corredor sin salida y una oscura escalera en caracol, pasando la cual, y abriendo una puertecilla en el fondo, queda el viajero sorprendido al salir a la brillante antecámara del Salón de Embajadores, con la fuente del Patio de la Alberca, que se destaca en primer término.

No estaba muy satisfecho con verme instalado en una habitación moderna, contigua al Palacio, y deseé trasladarme al interior del edificio. Paseábame cierto día por los moriscos salones, cuando encontré junto a una apartada galería una puerta que no había notado anteriormente y que comunicaba -al parecer- con algún extenso departamento reservado. Aquí, pues, había misterio; era, sin duda, el sitio encantado de la fortaleza. Me procuré la llave, no sin gran dificultad; la puerta conducía a unas habitaciones vacías, de arquitectura europea, aunque edificadas sobre una galería árabe contigua al Jardín de Lindaraja. Eran dos soberbias habitaciones, cuyos techos, divididos formando casetones, tenían macizas ensambladuras de cedro figurando frutas y flores rica y hábilmente talladas y entremezcladas con grotescos mascarones. Las paredes habían estado, sin duda, en otros tiempos, tapizadas de damasco, pero ahora se encontraban desnudas y garabateadas con las firmas de los turistas noveles, sin nombre ni importancia; las ventanas, que se encontraban desmanteladas y abiertas al aire y la lluvia, daban al Jardín de Lindaraja, extendiéndose las ramas de los naranjos y limoneros por dentro de la habitación. Al lado de estos departamentos hay otros dos salones menos suntuosos, que caen también al jardín, y en los casetones de sus techos ensamblados hay canastillos de frutas y guirnaldas de flores, pintadas por no imperita mano, y en un estado regular de conservación. Las paredes estuvieron antes pintadas al fresco, al estilo italiano; pero las pinturas estaban casi borradas; y las ventanas destrozadas, como en las cámaras antedichas. Esta caprichosa serie de habitaciones termina en una galería con balaustradas que seguía en ángulos rectos los lados del jardín. Tal delicadeza y elegancia presenta esta habitacioncita en su decorado, y tiene tal carácter de rareza y soledad por su situación junto a este oculto jardincito, que tuve curiosidad por conocer su historia. Después de varias preguntas, supe que era un departamento decorado por artistas italianos a principios del siglo pasado, en la época de Felipe V y la hermosa Isabel de Parma, con motivo de su venida a Granada, y se le destinó a la reina y damas de su comitiva. Una de estas hermosas cámaras fue su dormitorio; la estrecha escalera que conduce a él -ahora tapiada- daba al delicioso pabellón, antes mirador de las sultanas moras, y posteriormente decorado para peinador de la bella Isabel, por lo cual conserva todavía el nombre de Tocador de la Reina. El dormitorio que he mencionado deja ver desde una ventana el panorama del Generalife y sus arqueadas azoteas y desde otra se contempla la fuente de alabastro del Jardín de Lindaraja. Este jardín transportó mis pensamientos a los tiempos antiguos del reinado de la hermosura: a los días de las sultanas y odaliscas.

«¡Qué bello es este jardín - dice una inscripción árabe- donde las flores de la tierra rivalizan con las estrellas del cielo! ¿Qué podrá compararse con la taza de la fuente de alabastro llena de agua cristalina? ¡Nada más que la luna en su apogeo, en medio del firmamento sin nubes!»

Siglos han pasado y, sin embargo, resta mucho todavía de esta incomparable aunque frágil belleza. El Jardín de Lindaraja hállase aún engalanado de flores y luce la fuente todavía su espejo cristalino. Es verdad que el alabastro ha perdido su blancura, y que el tazón inferior, cubierto de hierbas, se ha convertido en nido de lagartos; pero aun este mísero estado aumenta el interés de semejante sitio, pregonando la inestabilidad, el inevitable fin de las obras humanas. También la desolación de los regios aposentos, residencia en otros días de la altiva y espléndida Isabel, ofrecían mayor encanto ante mis ojos que si los hubiera visto en su posterior suntuosidad, brillando con la pompa de la Corte. Determiné, pues, fijar mis reales en este departamento.

Mi determinación causó gran sorpresa a la familia, que no podía imaginar ningún aliciente racional para haber elegido un sitio tan apartado, solitario y abandonado. La buena de doña Antonia creyó esto altamente peligroso.

-La vecindad -decía- está infestada de perdidos; las cuevas de los cercanos montes son nidos de gitanos; el Palacio está ruinoso y es de fácil escalo por muchas partes. Por otro lado, el rumor de un extranjero alojado solo, en un sitio semejante, lejos de la defensa de los restantes individuos de la casa, podría despertar la codicia de algunos de los mismos entrantes y salientes, sobre todo durante la noche, porque a los extranjeros se les supone siempre bien provistos de dinero.

Dolores, por su parte, me hizo pensar en la espantosa soledad del Palacio a tales horas, sin más que murciélagos y mochuelos revoloteando alrededor de él, diciéndome, además, que había una zorra y un gato garduño que andaban por las bóvedas y merodeaban durante la noche.

No quise, a pesar de todo, desistir de mi propósito, por lo cual llamé a un carpintero y al siempre servicial Mateo Jiménez, los que me pusieron las puertas y ventanas en un estado regular de seguridad. A pesar de todas estas precauciones, confieso que la primera noche que pasé en estos alojamientos fue inexplicablemente triste. Acompañome hasta mi cuarto toda la familia; y cuando se despidieron de mí, volviéndose por las extensas antecámaras y resonantes galerías, me acordé de aquellas mágicas historias en que el héroe es abandonado para llevar a cabo la aventura de algún castillo encantado.

Hasta los recuerdos de la hermosa Isabel y las bellezas de su corte, que en otros tiempos adornaron aquellas estancias, les añadían entonces, por una aberración tal vez del gusto, cierto bello tinte melancólico. Éste fue el teatro de su transitoria alegría y hermosura, y allí estaban las huellas de su elegancia y regocijo. ¿Qué ha sido de ellos y dónde están? ¡Polvo y cenizas!... ¡Habitantes de las tumbas!... ¡Fantasmas del recuerdo!...

Un vago e indescriptible terror se apoderó de mí, tal vez infundido por la conversación nocturna de los ladrones, aun comprendiendo que todo era vana ilusión y absurdo. Es decir, que sentí revivir en mi imaginación las olvidadas impresiones terroríficas de la nodriza; con tal poder arraigan en ella. Todas las cosas, los objetos todos, tomaban el ser y forma que les daban mi quimérica fantasía: el rumor del siniestro gemido: los árboles que veía en el Jardín de Lindaraja me presentaban un aspecto amenazador, y la espesura, confusas y horribles formas. Me apresuré a cerrar la ventana de mi alcoba, pero en todas partes veía las imágenes fantásticas: un murciélago se metió dentro de mi aposento y vertiginosamente revoloteaba alrededor mío y en torno de mi lámpara, en tanto que los grotescos mascarones tallados en el artesonado de cedro parecía que me miraban mofándose de mí.

Levantándome, pues, y casi sonriéndome por esta flaqueza momentánea, resolví arrostrar el peligro, y, lámpara en mano, salí a hacer un reconocimiento por el antiguo Palacio. Pero, a pesar de todo el poder y esfuerzos de mi razón, la empresa parecíame arriesgada. Los resplandores de mi lámpara no se extendían más que a una limitada distancia a mi alrededor, andaba como en una aureola de luz, y fuera de ella todo era oscuridad. Los embovedados corredores parecían cavernas, y las bóvedas de los salones se perdían en las tinieblas: ¿qué invisible enemigo me estaría acechando por un lado o por otro? Mi propia sombra, dibujándose en las paredes de alrededor, y el eco de mis pisadas mismas me hacían temblar de miedo.

En este estado de excitación, y conforme iba atravesando el Salón de Embajadores, oí rumores verdaderos que no eran ya imaginaria ilusión mía. Sordos quejidos y confusas articulaciones parecían salir como de debajo de mis pies. Me paré y escuché. Entonces me figuré que resonaban por fuera de la torre. Unas veces semejaban aullidos de un animal; otras, gritos ahogados mezclados con sofocados ruidos. El mágico efecto de estos gemidos a tal hora y en sitio tan extraño destruyeron todo deseo de seguir mi solitario paseo. Volví a mi cuarto con más prisa que había salido, y respiré con más libertad cuando me vi dentro de sus paredes, cerrando la puerta detrás de mí. Cuando desperté por la mañana y percibí los resplandores del sol en mi ventana e iluminado todo el edificio con sus alegres y vívidos rayos, empecé a recordar las sombras e ilusiones conjuradas en la oscuridad de la pasada noche, y me parecía imposible que aquellos objetos que me rodeaban y que entonces veía en su sencilla realidad pudieran haber estado velados con tan imaginarios horrores.

Sin embargo, los lastimeros quejidos y sollozos que había oído no fueron fantásticos, pues pronto tuve de ellos explicación con el relato que me hizo mi ayuda de cámara Dolores. Eran los gritos de un pobre maniático, hermano de su tía, que padecía de violentos paroxismos, durante los cuales lo encerraban en un cuarto abovedado que se hallaba debajo del Salón de Embajadores.




ArribaAbajo La Alhambra a la luz de la luna

Ya he descrito mi departamento cuando tomé posesión de él por primera vez, pero unas cuantas noches más produjeron un cambio total en el sitio de mis sueños. La luna, que había estado invisible hasta entonces, fue apareciendo poco a poco por la noche y después brillaba con todo su esplendor sobre las torres, derramando torrentes de suave luz en los patios y salones. El jardín de debajo de mi ventana se iluminó dulcemente; los naranjos y limoneros se bañaron del color de la plata, y la fuente reflejó en sus aguas los pálidos rayos de la luna, haciéndose casi perceptible el carmín de la rosa.

Pasábame largas horas en mi ventana aspirando los aromas del jardín y meditando en la adversa fortuna de todos aquellos cuya historia está débilmente retratada en los elegantes testimonios que me rodeaban. Algunas veces me salía a medianoche, cuando todo estaba en silencio, y me paseaba por todo el edificio. ¿Quién se figurará tal como es una noche al resplandor de la luna en este clima y en este sitio? La temperatura de una noche de verano en Andalucía es enteramente etérea. Parecíame elevado a una atmósfera más pura; se siente tal serenidad de corazón, tal ligereza de espíritu y tal agilidad de cuerpo, que la existencia es un puro goce. Además, el efecto del resplandor de la luna en la Alhambra tiene cierto mágico encantamiento. Todas las injurias del tiempo, todas las tintas apagadas y todas las manchas de las aguas desaparecen por completo; el mármol recobra su primitiva blancura; las largas filas de columnas brillan a la luz del astro de la noche; los salones se bañan de una suave claridad, y todo el edificio semeja un encantado palacio de los cuentos árabes.

En una de estas noches subí al pabelloncito denominado el Tocador de la Reina para gozar del extenso y variado panorama. A la derecha veía los nevados picos de la Sierra Nevada, que brillaban como plateadas nubes sobre el oscuro firmamento, percibiéndose, delicadamente delineado, el perfil de la montaña. ¡Qué delicia tan inefable sentía apoyado sobre aquel murallón del Tocador, contemplando abajo la hermosa Granada, extendida como un plano bajo mis pies, sumida en profundo reposo y viendo el efecto que hacían a la blanca luz de la luna sus blancos palacios y convento!

Ya oía el ruido de castañuelas de los que bailaban y se esparcía en la alameda; otras veces llegaban hasta mí los débiles acordes de una guitarra y la voz de algún trovador que cantaba en solitaria calle, y me figuraba que era un gentil caballero que daba una serenata bajo la reja de su dama; bizarra costumbre de los tiempos antiguos, ahora desgraciadamente en desuso, excepto en las remotas ciudades y aldeas de la poética España. Con tales escenas me entretenía largas horas vagando por los patios o asomado a los balcones de la fortaleza, y gozando esa mezcla de ensueños y sensaciones que enervan la existencia en los países del Mediodía, sorprendiéndome muchas veces la alborada de la mañana antes de haberme retirado a mi lecho, plácidamente adormecido con el susurro del agua de la fuente de Lindaraja.




ArribaAbajoHabitantes de la Alhambra

He observado que, generalmente, cuanto más ricos han sido los habitantes de un edificio en los días de su prosperidad, tanto más pobres y humildes son los que viven en los de su decadencia, y que los palacios de los reyes concluyen con frecuencia sirviendo de asilo a los mendigos.

La Alhambra se encontraba en ese triste estado de decadencia. Cuando alguna torre empezaba a desmoronarse, venía a instalarse en ella alguna andrajosa familia, que se hacía la propietaria de sus dorados salones en compañía de los murciélagos y búhos, y colgaban sus guiñapos, emblema de la pobreza, en las ventanas tragaluces.

Me quedaba atónito viendo los variados tipos que habían tomado por asalto las antiguas moradas de los califas, pues parecía que se habían asentado allí, dando un desenlace terrible al drama del orgullo humano. Uno de estos habitantes era una viejecita llamada María Antonia Sabonea, que tenía el apodo de la Reina Coquina; tan diminuta, que parecía una bruja, y debía de serlo, según pude colegir, pues nadie conocía su origen. Su habitación era una especie de zaquizamí debajo de la escalera primera del Palacio, y se sentaba en las frías piedras del corredor, dándole a la aguja y cantando desde por la mañana hasta la noche, y bromeándose con todos los que pasaban, pues, aunque muy pobre, era la vieja más alegre del mundo. Su principal mérito consistía en contar cuentos, teniendo, según creo, tantas historias a su disposición como la inagotable Scheherazada, la de Las mil y una noches, y alguno de los cuales le oí contar en las tertulias nocturnas de doña Antonia, a las que asistía con frecuencia. La extraordinaria suerte de esta misteriosa vieja ponía de manifiesto que debía tener ribetes de bruja, pues, a pesar de ser muy pequeña, muy fea y muy pobre, había tenido cinco maridos y medio -según contaba-, refiriéndose a un soldado que murió cuando la cortejaba. El rival de esta pequeña reina bruja era un orgulloso viejo de nariz chata, que iba vestido con un harapiento traje y un sombrero mugriento con una escarapela encarnada. Era hijo legítimo de la Alhambra y vivía allí toda su vida, desempeñando varios oficios, tales como alguacil, sacristán de la iglesia parroquial y marcador de un juego de pelota que había al pie de una de las torres. Era tan pobre como las ratas y tan altivo como desharrapado, blasonando de su alcurnia, pues decía ser de la ilustre casa de Aguilar, de donde salió el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba. Efectivamente, llevaba el nombre de Alonso de Aguilar, tan renombrado en la historia de la Reconquista, aunque la gente maleante de la fortaleza le puso por apodo El Padre Santo, nombre usual del Papa, que creí demasiado venerable a los ojos de los verdaderos católicos para ser puesto como mote. Era un verdadero sarcasmo de la fortuna el presentar bajo la grotesca persona de este harapiento un tocayo y descendiente del valeroso Alonso de Aguilar, espejo de la caballería andaluza, arrastrando una existencia miserable por la que fue en otro tiempo arrogante fortaleza, y que ayudó a tomar su antecesor; sin embargo, ¡tal hubiera sido la suerte de los descendientes de Agamenón y Aquiles si hubiesen permanecido dentro de las ruinas de Troya!

En esta abigarrada compañía la familia de mi charlatán escudero Mateo Jiménez formaba -al menos por su número- un papel muy importante. Su orgullo por ser hijo de la Alhambra no era infundado, pues su familia habitaba en la fortaleza, sin interrupción, desde el tiempo de la Reconquista, legándose una pobreza hereditaria de padres a hijos, y sin que se sepa que haya tenido ninguno de ellos jamás un maravedí. Su padre era de oficio tejedor de cintas, y sucedió al histórico sastre como cabeza de la familia, tenía entonces cerca de setenta años de edad y vivía en una casilla de caña y barro hecha por él mismo encima de la Puerta de hierro. Sus muebles consistían en una desvencijada cama, una mesa y dos o tres sillas. Un arca de madera contenía su ropa y el archivo de familia, es a saber: unos cuantos papeles que trataban de pleitos antiquísimos, que él no podía descifrar; pero el orgullo de su casa consistía en el escudo de nobleza de su familia, rabiosamente pintado, y colgado de un marco en la pared; demostrando claramente por sus carteles las varias casas nobles de que descendía esta familia.

El mismo Mateo hizo todo lo posible por perpetuar la rama genealógica, teniendo una esposa y una numerosa prole que habitaban un desmantelado rincón de la casilla. Cómo se las arreglaban para vivir sólo lo sabía Aquél que profundiza todos los misterios; la vida de una familia de esta clase en España fue siempre un enigma para mí; y, sin embargo, viven, y, lo que es más extraño, gozan de una feliz existencia, al parecer. La mujer bajaba los domingos al paseo de Granada con un chiquillo en brazos y media docena detrás, y la hija mayor, que había entrado en la adolescencia, se adornaba el cabello con flores y bailaba alegremente tocando las castañuelas.

Hay dos clases de gente para quienes la vida es un perpetuo día de fiesta: los muy ricos y los muy pobres; unos porque no carecen de nada, y los otros porque no tienen nada que hacer; pero no hay nadie que entienda mejor el arte de no hacer nada y vivir sobre el país que los pobres de España, pues el clima les da la mitad y su temperamento lo restante. Déle usted a un español sombra en el verano y sol en el invierno, un poco de pan, ajos, aceite, garbanzos, una capa de paño pardo y una guitarra, y ande el mundo como quiera. ¡Hable usted de pobreza!... A él no le hace efecto; vive en ella tan grandemente: él lleva su capa andrajosa, pero se tiene siempre por un hidalgo, aun con sus harapos.

Los hijos de la Alhambra son una demostración elocuente de esta filosofía práctica. Creen, como los moros, que el paraíso terrenal está en esta tierra favorecida, y me inclino a presumir que hay todavía vestigios de la Edad de Oro entre sus pobrísimos habitantes. Nada tienen, nada hacen, nada les preocupa. Sin embargo, al parecer no hacen nada durante la semana, son fieles guardadores de todas las festividades y días santos, como el más laborioso artesano. Celebran los días festivos bailando en Granada y sus contornos y haciendo hogueras en los cerros la víspera de San Juan, y suelen pasarse bailando las noches de luna cuando recogen la cosecha del pequeñísimo Secano que poseen en el recinto de la fortaleza, que no da más que unos cuantos celemines de trigo.

Antes de concluir estos apuntes mencionaré uno de los entretenimientos de este sitio que más me sorprendieron: Había notado repetidas veces que un largo y flacucho individuo, subido en lo alto de una de las torres, meneaba dos o tres cañas como si tratara de pescar las estrellas. Quedeme perplejo un buen rato, viendo las contorsiones de este pescador aéreo, y creció mi perplejidad cuando vi a otros ocupados en la misma faena en diferentes sitios de las murallas y baluartes, y no pude resolver este misterio hasta que consulté a Mateo Jiménez.

Parece que la pura y ventilada situación de esta fortaleza la ha hecho -como el castillo de Macbeth- un fecundo criadero de golondrinas y aviones, que revoloteaban a millares alrededor de sus torres, con la alegría de un travieso chicuelo en día de fiesta cuando le dejan salir de la escuela. El atrapar estos pájaros en sus vertiginosas vueltas por medio de anzuelos encebados con moscas es la diversión predilecta de los desharrapados hijos de la Alhambra, que en su ingenio de hombres ociosos han inventado el arte de pescar en el firmamento.




ArribaAbajo El Patio de los Leones

Este antiguo y fantástico Palacio posee una magia singular, un especial poder para hacer recordar sueños y cuadros del pasado, y para presentarnos desnudas realidades con las ilusiones de la memoria y de la imaginación. Sentía yo, pues, una inefable complacencia paseándome entre aquellas «vagas sombras», buscando los sitios de la Alhambra que más se prestaban a estas fantasmagorías de la imaginación; y nada era tan adecuado para el caso como el Patio de los Leones y sus salones adyacentes. Aquí ha sido más benigna la mano del tiempo: los adornos moriscos, elegantes y primorosos, existen casi en su primitiva brillantez. Los terremotos han conmovido los cimientos de esta fortaleza y agrietado sus más fuertes muros; sin embargo, ¡ved!, ni una de estas delgadas columnas se ha movido, ni se ha desplomado ningún arco de ese ligero y frágil templete; toda la obra de hadas de estas cúpulas, tan delgadas -al parecer- como los delicados cristales de la mañana de escarcha, se conserva, después de un período de siglos, en tan perfecto estado como si acabase de salir de la mano del artista musulmán. Escribía yo en medio de estos recuerdos del pasado, en las plácidas horas de la mañana y en el fatal Salón de los Abencerrajes; la fuente manchada de sangre, monumento legendario de la degollación de aquellos magnates, estaba delante de mí, y el elevado surtidor de ella salpicaba sus gotas sobre mi escrito. ¡Cuán difícil se hacía el armonizar la antigua tradición de sangre y de violencia con la dulce y apacible escena que me rodeaba! Todo parecía preparado de antemano para inspirar buenos y dulces sentimientos, porque todo era allí delicado y bello: la luz penetraba plácidamente por lo alto, al través de las ventanas de una cúpula pintada y decorada como de mano de hadas; por el amplio y labrado arco del pórtico contemplaba el Patio de los Leones iluminado por el sol, que enviaba sus rayos a lo largo del peristilo, reverberando en las aguas de la fuente; la alegre golondrinilla revoloteaba en torno del patio y después se elevaba y partía trinando melodiosamente por encima de los tejados; la laboriosa abeja libaba zumbando por los jardines, y las pintadas mariposas giraban de flor en flor, jugando unas con otras en el embalsamado ambiente. No se necesitaba más que un débil esfuerzo de la imaginación para figurarse alguna pensativa beldad de harén paseándose por aquella apartada mansión de la voluptuosidad oriental.

Sin embargo, el que quiera contemplar este sitio bajo un aspecto más conforme con sus vicisitudes, visítelo cuando las sombras de la noche roban su luz a aquel hermoso patio y echan también un velo a los salones contiguos. Entonces nada hay tan dulcemente melancólico ni tan en armonía con la historia de su pasada grandeza.

A esas horas del ocaso visité en cierto día la Sala de la Justicia, cuyas soberbias y oscurecidas arcadas se extienden a un extremo del patio. En tal sitio se celebró ante Fernando e Isabel y su triunfante comitiva la solemne ceremonia de una misa de gracias al tomar posesión de la Alhambra. La cruz puede todavía verse en el punto donde se levantó el altar y en el que ofició el gran cardenal de España y otros dignatarios eclesiásticos del país. Me imaginaba yo entonces la escena que presentaría esta regia estancia cuando se vio ocupada por los ufanos conquistadores; la mezcla de mitrados obispos y tonsurados frailes, caballeros cubiertos de acero y cortesanos vestidos de seda, el cómo cruces y báculos y religiosos estandartes se confundirían con los arrogantes pendones y banderas de los altos personajes de Aragón y de Castilla, desplegados en señal de triunfo en los moriscos salones; me figuraba también a Colón, al futuro descubridor del Nuevo Mundo, humilde y olvidado espectador de la fiesta, ocupando un modesto sitio en un apartado rincón; y veía, por último, allá en mi mente, a los Católicos Soberanos postrándose delante del altar elevando un himno en acción de gracias por su victoria, y resonando en las bóvedas los sagrados acordes y la grave entonación del Tedeum.

Pero la pasajera ilusión, el vano fantasma de la imaginación huyó, como los pobres musulmanes sobre quienes habían triunfado. El salón donde se celebró la victoria estaba derruido y solitario, no oyéndose sino el aleteo del murciélago en las oscuras bóvedas, o la lechuza lanzando sus gritos siniestros desde la vecina Torre de Comares.

Al entrar en el Patio de los Leones uno de los días siguientes me sorprendí sobremanera viendo un moro cubierto con su turbante, pacíficamente sentado junto a la fuente. Creí al pronto ver tornada en realidad alguna de las supersticiones de aquel sitio y que algún antiguo habitante de la Alhambra habría roto el manto de los siglos, volviéndose ser visible. Pero no tardé en reconocer que era un simple mortal, un tetuaní de Berbería, que tenía una tienda en el Zacatín de Granada, donde vendía ruibarbo, quincalla y perfumes. Hablaba correctamente el español, y conversé con él, pareciéndome despejado e inteligente. Me dijo que subía la Cuesta muy a menudo en el verano para pasar una parte del día en la Alhambra, en donde recordaba los antiguos palacios de Berbería construidos y ornamentados de un modo semejante, aunque nunca con tanta magnificencia.

Mientras nos paseábamos por el Palacio, me llamó él la atención sobre algunas inscripciones arábigas, que encerraban gran belleza poética.

-¡Ah, señor! -me dijo-. Cuando los moros dominaban en Granada eran una gente más alegre que hoy. No se cuidaban más que del amor, de la música y de la poesía. Componían versos con pasmosa facilidad, y los cantaban al son de la música. Los que hacían mejores estrofas y los que tenían mejor voz podían estar seguros de obtener favor y preferencia. En aquellos tiempos, si alguno pedía pan, se le respondía que compusiese una canción, y el más pobre mendigo, si pedía limosna en verso, era recompensado a menudo con una moneda de oro.

-Y esa afición popular a la poesía -le pregunté-, ¿se ha perdido completamente entre ustedes?

-De ningún modo, señor; la gente de Berbería, aun los de las clases más bajas, componen todavía canciones bastante buenas, como en otros tiempos, pero no se recompensa hoy el talento como entonces; el rico prefiere en la actualidad el sonido del oro al de la poesía y la música.

Hallábase hablando así cuando se fijó en una de las inscripciones que profetizaban el poderío y la imperecedera gloria de los monarcas musulmanes, señores de esta fortaleza. Movió su cabeza, se encogió de hombros y la vertió al español.

-Así hubiera sucedido -exclamó-, y los musulmanes reinarían todavía en la Alhambra, si Boabdil no hubiese sido un traidor y no hubiera entregado la ciudad a los cristianos; pues los Monarcas Católicos no habrían podido nunca conquistarla por la fuerza.

Traté de vindicar la memoria del desgraciado Boabdil contra esta difamación, y demostrar que las disensiones que acarrearon la caída del trono musulmán fueron debidas a la crueldad de su padre, que tenía el corazón de un tigre; pero el moro no admitió esta disculpa.

-Muley Hassan -dijo- pudo ser cruel; pero fue bravo, activo y patriota. Si le hubieran ayudado, Granada sería todavía nuestra; pero su hijo Boabdil desbarató sus planes, quebrantó su poder y sembró la traición en su Palacio y la discordia en sus huestes. ¡La maldición de Dios caiga sobre él por su traición!

Pronunciadas estas palabras, el moro se retiró de la Alhambra.

La indignación de mi compañero el del turbante venía bien con la siguiente anécdota que me contó un amigo mío, y fue: «que durante un viaje por Berbería tuvo una entrevista con el Pachá de Tetuán. El gobernador morisco le significó particular interés en sus preguntas sobre este país, y con especialidad en lo que concernía a las hermosas provincias de Andalucía, a las delicias de Granada y a los restos de la regia Alhambra. Las respuestas de mi amigo despertaron en él todos esos recuerdos, tan profundamente adorados por los moros, del poder y esplendor de su antiguo imperio en España; y, volviéndose a sus servidores musulmanes, el Pachá se mesó la barba y exhaló tristes y apasionadas lamentaciones porque centro tan poderoso se hubiera caído de las manos de los verdaderos creyentes. Se consoló, sin embargo, cuando supo que el poder y prosperidad de la nación española estaban en decadencia, creyendo que vendría un tiempo en que los moros reconquistarían sus perdidos dominios, no estando quizá muy lejano el día en que los ritos de Mahoma se celebrarían en la Mezquita de Córdoba, y en que algún príncipe mahometano tuviera de nuevo su trono en la Alhambra».

Tal es el deseo y la creencia general de los moros de Berbería. Ellos consideran a España, y especialmente a Andalucía, como su legítimo patrimonio, del cual fueron despojados por traición y violencia. Estas ideas se confirman y perpetúan entre los descendientes de los proscritos moros de Granada diseminados por las ciudades de Berbería. Algunos de ellos residen en Tetuán, conservando sus antiguos nombres, tales como Páez y Medina, y uniéndose en matrimonio con familias que presumen ser del mismo elevado origen. Su ponderado linaje es mirado con cierta popular deferencia, rara vez demostrada entre las familias mahometanas por ningún rango hereditario, excepto por la familia real.

Los vástagos de estas estirpes -según se dice- continúan suspirando por el terrestre paraíso de sus antecesores, y entonan preces en sus mezquitas todos los viernes, implorando de Allah que llegue el tiempo en que Granada vuelva a ser restituida a los fieles, suceso que esperan con tanta avidez y confianza como tenían los cruzados cristianos en recobrar el Santo Sepulcro. Añadamos aún que algunos de ellos conservan los antiguos planos y escrituras de las posesiones y jardines de sus antepasados de Granada, y aún tienen las llaves de sus casas, enseñándolas como testimonio de su hereditario derecho, para presentarlas en el soñado día de la restauración.

El Patio de los Leones tiene también su repertorio de leyendas maravillosas. Ya he mencionado la vulgar creencia en los lúgubres ecos y ruidos de cadenas producidos de noche por los espíritus de los degollados Abencerrajes. En una de las reuniones nocturnas en la casa de doña Antonia contó Mateo Jiménez un hecho que ocurrió en tiempos de su abuelo, el famoso sastre:

«Había un soldado inválido que estaba encargado de enseñar la Alhambra a los extranjeros. Cierta noche, entre dos luces, pasando por el Patio de los Leones, oyó pasos en la Sala de los Abencerrajes.

»Suponiendo que se hallaba dentro algún curioso, se llegó para acompañarle, cuando vio con gran asombro cuatro moros ricamente vestidos, con brillantes corazas y cimitarras y puñales cuajados de piedras preciosas. Movíanse de un lado a otro con paso grave y solemne, súbitamente se pararon y le hicieron señas para que se acercase; pero el viejo militar echó a correr, y no pudo nadie hacer que volviera a entrar jamás en la Alhambra.» De este modo los hombres vuelven algunas veces la espalda a la fortuna, pues -según la firme opinión de Mateo- los moros querían revelarle el sitio donde se hallaban escondidos sus tesoros. «Un descendiente del inválido fue más avisado que él; vino a la Alhambra, pobre; y, al cabo de un año, se fue a Málaga, compró casas, echó carruaje, y todavía vive allí, siendo uno de los hombres más respetados y poderosos de aquella ciudad.» Todo lo cual -según sospechaba sabiamente Mateo- fue por consecuencia de haber encontrado el tesoro de los fantásticos moros aparecidos.




ArribaAbajo Boabdil el Chico

Mi conversación con el moro en el Patio de los Leones me hizo reflexionar sobre el singular destino de Boabdil. No ha habido sobrenombre más bien aplicado que el de «Zogoibi» o el desgraciado, que le pusieron sus súbditos. Sus infortunios principiaron casi desde su cuna. Durante su tierna infancia fue reducido a prisión y amenazado de muerte por un inhumano padre, de lo que pudo escapar por la estratagema de una madre; pasados algunos años, su vida estuvo amargada y repetidas veces puesta en peligro por las hostilidades de un tío usurpador; su reino se vio turbado por extranjeras invasiones y por las luchas interiores; él fue el enemigo, el prisionero, el amigo y casi la víctima de Fernando, hasta que se vio sometido y destronado por aquel astuto monarca. Desterrado de su país natal, se acogió a uno de los príncipes del África, y murió oscuramente en el campo de batalla, peleando por la causa de un extranjero. Sus desgracias no cesaron con su muerte; si Boabdil abrigaba el deseo de dejar un nombre honroso en las páginas de la Historia, ¡cuán cruelmente han sido defraudadas sus esperanzas! ¿Quién ha fijado su atención en la romántica historia de la dominación musulmana en España sin encenderse de indignación por las atrocidades atribuidas a Boabdil? ¿Quién no se ha sentido conmovido ante las penas de la hermosa y gentil reina, sometida a un proceso de vida o muerte por una falsa acusación de infidelidad? ¿Quién no se ha aterrorizado ante el asesinato que se le imputa, y cuyas víctimas fueron su hermana y sus dos hijos, en un arrebato de pasión? ¿Y quién no ha sentido hervir la sangre por la inhumana matanza de los gentiles Abencerrajes en número de treinta y seis, y que, según se afirma, él mandó que fueran decapitados en el Patio de los Leones? Todas estas inculpaciones han sido repetidas de varios modos; se han puesto en baladas, dramas y romances, y hasta han pasado al dominio público de tal modo que no pueden ya desarraigarse. No hay extranjero ilustrado que visite la Alhambra que no pregunte por la fuente en que fueron decapitados los Abencerrajes, y mire con horror la enverjada galería donde se dice que fue encerrada la reina; no hay campesino de la vega o de la sierra que no cante esta historia en rudas canciones, acompañadas de su guitarra, mientras que sus oyentes aprenden a odiar el nombre de Boabdil.

No ha habido, en verdad, nombre más injustamente calumniado. He examinado todas las crónicas y cartas auténticas escritas por los autores españoles contemporáneos de Boabdil, algunos de los cuales gozaron la confianza de los Monarcas Católicos y estuvieron presentes en el campo de batalla durante la guerra; he examinado también todas las autoridades arábigas que pude hallar a mano ya traducidas, y no he encontrado nada que justifique tan negras y repugnantes acusaciones. El origen de tales fábulas parte de una obra muy popular, Las guerras civiles de Granada, que contiene la supuesta historia de las rivalidades entre los Zegríes y los Abencerrajes durante la última lucha del imperio morisco. Este trabajo apareció últimamente en español, indicando ser traducción del árabe, por un tal Ginés Pérez de Hita, vecino de Murcia; después fue vertido a varias lenguas, y Florián tomó mucho de él para la fábula de su Gonzalo de Córdoba; de este modo se ha desautorizado en gran parte la verdadera historia, siendo aquel libro tenido como verídico por el pueblo y más particularmente por la gente rústica de Granada. Sin embargo, el contenido de éste es un tejido de falsedades zurcidas con algunos acontecimientos auténticos que le dan al todo cierto carácter de veracidad. Lleva en sí mismo, además, el sello interno de su falsedad; los usos y costumbres de los moros están descritos de un modo extravagante; las escenas que presenta son del todo incompatibles con sus hábitos y religión, y no es posible que puedan ser de tal modo referidos por ningún escritor mahometano.

Creo francamente que hay un fondo criminal en las premeditadas falsedades de la obra: es indudable que la ficción novelesca admite amplias licencias; pero éstas tienen sus límites, de los cuales no se puede pasar, y los nombres de los difuntos distinguidos que pertenecen a la Historia no deben calumniarse, como se hace, por desgracia, con los contemporáneos. ¡Harto pagó el infortunado Boabdil su justificable hostilidad con los españoles, siendo desterrado de su reino, quedando su nombre injustamente calumniado, llevado de acá para allá y tenido por el vulgo como un padrón de infamia, y esto en su propio país natal y en el mismo palacio de sus padres!

No se pretenda por esto afirmar que las inculpaciones que se hacen a Boabdil carezcan totalmente de fundamento histórico; pero, tal como están formuladas, parece que deben dirigirse con más razón a los actos de su padre. Aben Hassan, a quien representan -contestes los cronistas árabes y cristianos- dotado de un carácter cruel y feroz. Él fue quien dio muerte a los caballeros del ilustre linaje de los Abencerrajes, por sospechas de que estaban comprometidos en una conspiración para arrojarle del trono.

La historia de la acusación de la madre de Boabdil y de su prisión en una torre también puede explicarse como uno de los incidentes de la vida de su sanguinario padre. Aben Hassan, en su edad provecta, casó con su bella cautiva cristiana de noble linaje, y que tomó el nombre morisco de Zorayda, de la cual tuvo dos hijos. Estaba dotada de un espíritu ambicioso, y anhelaba el que éstos heredasen la corona. Con este objeto amargó el corazón del desconfiado rey, encendiéndolo de celos contra los hijos de las otras esposas y concubinas, a quienes acusó de conspirar contra su trono y su vida. Algunos de ellos fueron muertos por su feroz padre. Ayxa la Horra, la virtuosa madre de Boabdil, que había sido en otro tiempo la adorada favorita de aquel tirano, fue también el blanco de sus sospechas. La encerró con su hijo en la Torre de Comares, y hubiera sacrificado en su furia a Boabdil si su madre no le hubiera descolgado de la Torre cierta noche, valiéndose de su ceñidor y de los de sus esclavas, con lo que quedó en condiciones de poder huir a Guadix.

Éste es el único fundamento que he podido encontrar para la historia de la acusada y cautiva reina, y de ella se desprende que Boabdil fue perseguido, en vez de perseguidor.

En medio de su breve, turbulento y desastroso reinado Boabdil deja ver un carácter tierno y amable. Desde un principio se ganó el cariño de su pueblo por sus afables y dulces modales; fue siempre clemente y nunca impuso severos castigos a aquellos que se le rebelaban a cada instante. Era bravo físicamente, pero carecía de valor moral, y en los momentos de dificultad e incertidumbre se mostraba perplejo e irresoluto. Está debilidad de espíritu apresuró su caída y lo despojó al mismo tiempo de aquel heroísmo que le hubiera engrandecido y dignificado, haciéndole merecedor de finalizar el brillante drama de la dominación musulmana de España.




ArribaAbajoRecuerdos de Boabdil

Preocupada mi imaginación con la historia del malaventurado Boabdil, me puse a ordenar los recuerdos referentes a su historia, y que existen todavía en esta mansión de su regio poder y de sus infortunios. En la Galería de cuadros del Palacio de Generalife está colgado su retrato; su semblante es dulce, hermoso y algo melancólico, de color sonrosado y rubios cabellos. Si el retrato tiene verdadero parecido, pudo ser ciertamente inconstante y veleidoso, pero de ningún modo cruel ni sanguinario.

Después visité la prisión donde fue encerrado en los días de su niñez, cuando su cruel padre meditaba su muerte. Es un cuarto abovedado, en la Torre de Comares, debajo del Salón de Embajadores; una habitación semejante y separada por un estrecho pasadizo fue la prisión de su madre, la virtuosa Ayxa la Horra. Las paredes tienen un espesor prodigioso y las ventanas están aseguradas con barras de hierro. Una estrecha galería de piedra con un pequeño parapeto se extiende por dos lados de la torre, debajo de las ventanas, pero a una altura considerable de la tierra. Desde esta galería cuentan que la reina descolgó a su hijo con los ceñidores de ella y los de las fieles mujeres de su servidumbre, al amparo de la oscuridad de la noche, por la parte de la colina, al pie de la cual esperaba un criado con un caballo, veloz en la carrera, para escapar rápidamente con el príncipe a las montañas. Mientras me paseaba por esta galería figurábame estar viendo en aquel momento a la inquieta y desasosegada sultana echada sobre el parapeto, escuchando con las ansias de su dolorido corazón de madre los últimos ecos de las herraduras del caballo en que corría su hijo a lo largo del estrecho valle del Dauro.

Luego dirigí mis pesquisas en busca de la puerta por donde salió Boabdil de la Alhambra, poco antes de entregar la ciudad. Con el melancólico acento de un espíritu abatido, dicen que rogó el infortunado príncipe a los Monarcas Católicos que no se permitiera a nadie, en adelante, pasar por esta puerta. Su ruego -según las antiguas crónicas- fue respetado, por la mediación de Isabel, y aquélla se tapió. Por algún tiempo anduve preguntando, en vano por ella, hasta que, por último, Mateo, mi humilde guía, oyó decir a los habitantes más ancianos de la fortaleza que existía todavía un portillo, por el cual -según la tradición- salió el rey moro de la ciudadela, pero que no recordaban que hubiera estado jamás practicable.

Me condujo después al indicado sitio de la referida famosa puerta, la cual se encuentra en el centro de la que fue en otro tiempo una inmensa torre llamada La Torre de los Siete Suelos, sitio afamado de las historias supersticiosas de la vecindad, de extrañas apariciones y moriscos encantamientos. Esta torre, inexpugnable en otro tiempo, es hoy un montón de ruinas, por haber sido volada por los franceses cuando abandonaron la fortaleza. Grandes bloques de muralla derrumbados hállanse allí enterrados entre la frondosa hierba, y cubiertos de vides e higueras. El arco de la puerta existe todavía, aunque agrietado por la voladura; sin embargo, el último deseo del infortunado Boabdil ha sido respetado, aunque no de intento, pues la puerta está cegada con los escombros de piedras formados por las ruinas y completamente intransitable. Siguiendo el camino del monarca musulmán, tal como se indica en las crónicas, crucé a caballo el Campo de los Mártires, pasando a lo largo de la huerta del convento del mismo nombre, y bajando desde allí por un agrio barranco rodeado de pitas y chumberas y ocupado con cuevas y chozas pobladas de gitanos. Este fue el camino que tomó Boabdil para evitar el cruzar por la ciudad. La bajada es tan violenta y escabrosa que tuve necesidad de apearme del caballo y llevarlo de la brida.

Saliendo del barranco, y pasando por la Puerta de los Molinos, entré en el paseo público llamado el Salón y, siguiendo la corriente del Genil, llegué a una pequeña mezquita morisca, convertida ahora en Ermita de San Sebastián. Una lápida incrustada en la pared refiere que Boabdil entregó en aquel sitio las llaves de Granada a los monarcas castellanos. Desde allí crucé despacio la Vega, y llegué a un pueblecito donde la familia y la servidumbre del infeliz monarca lo esperaron, y adonde las había enviado con antelación la noche de la víspera, desde la Alhambra, para que su madre y su esposa no participaran de su propia humillación ni estuvieran expuestas a las miradas de los conquistadores. Siguiendo adelante el camino del melancólico cortejo de la real familia destronada llegué al extremo de una cadena de áridos y tristes cerros que forman la base de las montañas de la Alpujarra. Desde la cumbre de uno de éstos el infortunado Boabdil contempló por penúltima vez a Granada, por lo que lleva el expresivo nombre de su tristeza: la Cuesta de las Lágrimas. Más allá de ésta sigue un camino arenoso: escabrosa y árida llanura doblemente triste para el desdichado monarca, puesto que era el camino de su destierro.

Guié, por último, mi caballo hacia la cima de una roca, desde la cual Boabdil lanzó su última exclamación, volviendo los ojos para mirar por vez postrera a Granada; todavía se llama este paraje El último suspiro del Moro. ¿Quién se extrañará de la inmensidad de su dolor, saliendo expulsado de tal reino y de tal morada? Con la Alhambra perdió todos los honores de su linaje y todas las glorias y delicias de la vida.

Aquí también fue donde su aflicción se acrecentó con las reconvenciones de su madre Ayxa, que tantas veces le animó en los momentos del peligro, y que en vano quiso inculcarle su firmeza de ánimo. «Llora -le dijo- como mujer el reino que no has sabido defender como hombre.» Frase que participaba más del orgullo de princesa que de la ternura de madre.

Cuando el obispo Guevara refirió esta anécdota al emperador Carlos V éste añadió a aquella expresión de desprecio lanzada a la debilidad del irresoluto Boabdil: «Si yo hubiese sido él o él hubiese sido yo, antes habría hecho de la Alhambra mi sepulcro que vivir sin reino en la Alpujarra.»

¡Cuán fácil es para los que gozan de poder y prosperidad predicar el heroísmo a los vencidos! ¡No comprenden que la vida es más estimada del ser infortunado cuando no le resta ya otra cosa sino ella en el mundo!




ArribaAbajo El balcón

En el hueco central del Salón de Embajadores hay un balcón, que antes he mencionado, el cual semeja en la pared de la torre una como jaula suspendida en medio del aire y por encima de las copas de los árboles que crecen en la pendiente ladera de la colina. Servíame este ajimez como una especie de observatorio, en donde solía sentarme a contemplar ya el cielo por arriba y la tierra por debajo. Además del magnifico paisaje que se ofrecía ante mis ojos, montaña, valle y vega, contemplaba un cuadro, en pequeño, de la vida humana dibujado ante mi vista, constantemente debajo. Al pie de la colina hay una alameda o paseo público, que, aunque no tan de moda como el moderno y espléndido del Genil, atrae, sin embargo, una varia y pintoresca concurrencia. Aquí acude la gente de los barrios, y los curas y frailes que pasean para abrir el apetito o para hacer la digestión, majos y majas (los guapos y guapas de las clases bajas, vestidos con trajes andaluces), arrogantes contrabandistas, y tal cual vez algún tapado y misterioso personaje de alto rango, que acude a alguna cita secreta.

Esto presenta una viva pintura de la vida y del carácter español, que me deleitaba en estudiar; y como el naturalista tiene su microscopio para ayudarse en sus investigaciones, así yo tenía un anteojo de bolsillo, que me aproximaba los rostros de los abigarrados grupos tan de cerca, que me creía algunas veces hasta adivinar su conversación por el fuego y la expresión de sus facciones. Con lo cual era yo un invisible observador que, sin dejar mi retiro, me encontraba a la vez y prontamente en medio de la sociedad, ventaja rara para el que tiene carácter reservado observar el drama de la vida sin desempeñar el papel de actor en la escena.

Hay una considerable barriada debajo de la Alhambra, que comprende la estrecha garganta del Valle y se extiende por el opuesto cerro del Albaicín. Muchas de estas casas están construidas al estilo morisco, con patios alegres abiertos a cielo raso y fuentes en medio que les prestan frescura; y como los habitantes se pasan la mayor parte del día viviendo en estos patios o subidos en los terrados durante la estación del verano, ocurre que se pueden observar muchos detalles de su vida doméstica por un espectador aéreo como era yo, que podía mirarlos desde las nubes.

Disfrutaba yo maravillosamente las ventajas de aquel estudiante de la famosa y antigua novela española que tenía todo Madrid sin tejados abierto a su vista; y mi locuaz escudero Mateo Jiménez hacía el papel de Asmodeo con gran frecuencia, contándome anécdotas de las diferentes casas y de sus moradores.

Sin embargo, prefería formarme yo mismo historias conjeturales, y de este modo me distraía sentado horas enteras, deduciendo de incidentes casuales e indicaciones que pasaban ante mis ojos un completo tejido de proyectos, intrigas y ocupaciones de los afamados mortales de debajo. Difícilmente había lindo rostro o gentil figura que yo viera más de un día, acerca de la cual no formase poco a poco alguna historia dramática; hasta que alguno de los personajes hacía de pronto algo en directa oposición con el papel que le había yo asignado y me desconcertaba todo el drama. Uno de estos días en que me hallaba mirando con mi anteojo las calles del Albaicín vi la procesión de una novicia que iba a tomar el hábito, y noté varias circunstancias que me despertaron una gran simpatía por la suerte de la tierna joven que iba a ser enterrada viva en una tumba. Me cercioré a mi satisfacción de que era hermosa, y que, a juzgar por la palidez de sus mejillas, era una víctima más bien que profesa voluntaria. Estaba adornada con vestidos de novia y ceñida la cabeza con una guirnalda de flores, pero evidentemente se resistía de su desposorio espiritual y se apartaba con dolor de sus amores terrenales. Un hombre alto y de fruncido ceño iba junto a la novicia en la procesión; era sin duda el tiránico padre, que por fanatismo o sórdida avaricia la había compelido a este sacrificio. En medio de la multitud había un joven moreno y de buen aspecto, que parecía dirigirle miradas de desesperación. Éste debía ser, sin duda alguna, el secreto amante de quien le separaban para siempre. Mi indignación creció de punto cuando noté la maligna expresión pintada en los semblantes de los frailes y monjas que la acompañaban. La procesión llegó a la iglesia del convento; el sol derramaba sus pálidos reflejos por vez postrera sobre la guirnalda de la pobre novicia, la cual cruzó el fatal atrio, desapareciendo dentro del edificio. La multitud entró detrás del estandarte, la cruz y el coro; pero el amante se detuvo un momento en la puerta. Adiviné el tropel de ideas que le asaltaron; pero se dominó al cabo y entró. Pasó un largo intervalo, durante el cual me imaginé lo que pasaba dentro: la pobre novicia fue despojada de sus transitorias galas y vestida con los hábitos conventuales; la guirnalda de novia arrancada de su frente, y su hermosa cabeza despojada de sus largas y sedosas trenzas; la oí murmurar el irrevocable voto; la vi tendida en el féretro cubierta con el paño mortuorio; vi hacer sus funerales, que la proclamaban muerta para el mundo, y sentí ahogarse sus sollozos con el grave sonido del órgano y con el plañidero Requiem de las monjas; todo lo cual presenció el padre sin conmoverse y sin derramar una sola lágrima. El amante..., ¡no!, mi imaginación no quiso figurarse la agonía del desdichado amante; aquí la pintura quedó desvanecida.

Al poco tiempo la multitud salía otra vez, dispersándose en todas direcciones para gozar de los rayos del sol y mezclarse en las bulliciosas escenas de la vida; pero la víctima, la de la guirnalda de novia, no estaba ya allí. La puerta del convento que la separaba del mundo se le había cerrado para siempre.

Vi al padre y al amante que se retiraban sosteniendo una animada conversación. Este último hablaba acaloradamente, y estuve esperando de un momento a otro algún fin desagradable del drama; pero un ángulo del edificio se interpuso, y terminó la escena. Desde entonces volvía los ojos frecuentemente hacia aquel convento con cierto penoso interés, y noté a deshora de la noche una solitaria luz que fulguraba en la apartada celosía de una de sus torres. Allí -me dije- la desdichada monja estará sentada en su celda, llorando, en tanto que, quizá, su amante paseará la calle contigua entregado a un horrible tormento.

El oficioso Mateo interrumpió mis meditaciones y destruyó en un segundo la tela de araña tejida en mi fantasía. Con su celo acostumbrado, había reunido todos los datos concernientes a este episodio, echando por tierra mis ficciones. La heroína de mi novela no era joven, ni hermosa, ni mucho menos tenía amante; había entrado en el convento por su voluntad, buscando un asilo responsable, y era una de las más felices que había dentro de sus paredes.

Pasó largo tiempo para que yo pudiera perdonar a la monja el chasco que me había dado, viviendo perfectamente dichosa en su celda, en contradicción con todas las reglas de la novela.

Pero calmé mi disgusto muy en breve, observando uno o dos días las lindas coqueterías de una morena de ojos negros que, desde un balcón cubierto de flores y oculto por una cortina de seda, sostenía misteriosa correspondencia con un gentil mancebo con patillas, que paseaba a menudo por la calle debajo de su ventana. Unas veces lo veía rondando por la mañana temprano, embozado hasta los ojos en una manta; otras se ocultaba en una esquina, con diferentes disfraces, aguardando -al parecer- alguna seña particular para entrar en la casa. Después se oía el sonido de una guitarra por la noche, y un farol que cambiaba a cada instante de sitio en el balcón, imaginé que sería alguna intriga como la de Almaviva; pero me quedé desconcertado otra vez en todas mis suposiciones cuando me informaron que el imaginado amante era el marido de la joven, y un famoso contrabandista; y que todas aquellas misteriosas señales y movimientos obedecían, sin duda, a algún plan ya concertado.

Solía entretenerme también observando desde mi balcón los cambios graduales que se verificaban en la vida de aquel vecindario, según las diferentes horas del día.

Aún no había teñido el cielo la purpurina aurora, ni se había oído el canto de los madrugadores gallos de las casas del vecindario, cuando ya por aquellos alrededores se empezaban a dar señales de vida, pues las frescas horas del amanecer son muy agradables en el verano en los climas cálidos. Todos deseaban levantarse antes de salir el sol para desempeñar las faenas del día. El arriero hacia salir su cargada recua para emprender su camino; el viajero ponía su escopeta detrás de la silla, y montaba a caballo en la puerta de la posada; el tostado campesino arreaba sus perezosas bestias cargadas de hermosas frutas y frescas legumbres, mientras que su hacendosa mujer iba ya camino del mercado.

El sol salía y brillaba en el valle, atravesando el transparente follaje de los árboles; las campanas resonaban melodiosamente al toque del alba en la pura y fresca atmósfera, anunciando la hora de la devoción; el trajinero detenía su cargado ganado delante de alguna ermita, metía su vara por detrás de la faja y entraba, sombrero en mano, arreglándose su cabellera negra como el ébano, a oír misa y a rezar una plegaria para que su viaje fuese próspero por el corazón de la sierra. Luego salía una señora, con lindos pies de hada, vestida de preciosa basquiña y con el inquieto abanico en la mano, con unos ojos de azabache que fulguraban por debajo de su mantilla graciosamente plegada; iba en pos de una iglesia bien concurrida para rezar sus oraciones matinales; pero, ¡ay!, el gracioso y ajustado vestido, el bien calzado pie, con medias como la tela de la araña, sus negras trenzas elegantemente peinadas, la fresca rosa cogida hacía un momento y que lucía entre sus cabellos, demostraban que la tierra compartía con el cielo la posesión de sus pensamientos. ¡Ojo alerta, celosa madre, solterona tía, vigilante dueña, o quienquiera que seas tú, la que va detrás de la linda dama!

Conforme avanzaba la mañana se acrecentaba por todos lados el ruido del trabajo; las calles se llenaban de gente, caballos y bestias de carga, y se notaba un clamor o murmullo como el de las olas del mar. Cuando el sol estaba sobre el meridiano este rumoroso movimiento iba cesando, y al mediodía todo quedaba en calma. La cansada ciudad se entregaba al reposo, y durante algunas horas había un rato de siesta general; se cerraban las ventanas, se corrían las cortinas, los habitantes se retiraban a las habitaciones más frescas de sus casas. El rollizo fraile roncaba en su celda, el robusto mozo de cordel se acostaba en el suelo junto a la carga, el campesino y el labrador dormían debajo de los árboles del paseo arrullados por el monótono chirrido de la cigarra; las calles quedaban desiertas, transitando sólo por ellas los aguadores, que a voces pregonaban las excelencias de la cristalina agua «más fresca que la nieve de la Sierra». Cuando el sol declinaba la animación empezaba otra vez, pareciendo como que al lento toque de la oración de nuevo se regocijaba la Naturaleza porque había desaparecido el tirano del día. Entonces principiaba el bullicio y la alegría, y los habitantes de la ciudad salían a respirar la brisa de la tarde y a esparcirse en el breve rato que duraba el crepúsculo en los paseos y jardines del Darro y del Genil.

Cuando cerraba la noche las caprichosas escenas tomaban nuevas formas. Una luz tras otra iban centelleando poco a poco; aquí un farol en el balcón; más allá una votiva lámpara alumbrando la imagen de algún santo. Así, por grados, salía la ciudad de su tenebrosa oscuridad y brillaba salpicada de luces como el estrellado firmamento. Entonces se oían en los patios y jardines, calles y callejuelas, el sonido de innumerables guitarras y el ruido de castañuelas, mezclándose en esta gran altura en un imperceptible pero general concierto. «¡Disfrutar un rato!» Tal es el credo del alegre y enamorado andaluz, y nunca lo practica con más devoción que en las plácidas noches de verano, cortejando a su amada en el baile con coplas amorosas y con apasionadas serenatas.

Una de las noches en que me hallaba sentado en el balcón, disfrutando de la suave brisa que venía de la colina por entre las copas de los árboles, mi humilde historiógrafo Mateo, que estaba a mi lado, me señaló una espaciosa casa en una oscura calle del Albaicín, acerca de la cual me relató -con poca diferencia de como yo la recuerdo- la siguiente tradición.



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