Indice


Abajo

Testimonio y poema en la novela española contemporánea

Gonzalo Sobejano





Presentando la primera edición de La colmena, en 1951, declaraba su autor que esta novela no era otra cosa que «un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad», «un trozo de vida narrado paso a paso». «Su acción, precisaba, discurre en Madrid -en 1942- y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices y a veces no»1.

Pocos años más tarde, y sólo uno después de la publicación de El Jarama (1956), definía así su autor, en una entrevista, el propósito que le había movido: «Un tiempo y un espacio acotados. Ver simplemente lo que sucede allí»2.

Narrar paso a paso un trozo de vida, o ver simplemente lo que sucede en un tiempo y un espacio acotados, serían oportunas equivalencias de aquello que puede entenderse por «testimonio».

He aquí, a continuación, las primeras palabras de Saúl ante Samuel, novela de Juan Benet publicada en 1980: «El lugar se podía haber llamado..., ¿a qué seguir? Eso es lo de menos. No se llamó nunca de ninguna manera acaso porque sólo existió un instante, sin tiempo para el bautizo. De haber prolongado su existencia se podría haber llamado Re..., pero de alguna manera se llamaría si un día llega a existir»3. Difícil es que tal comienzo predisponga al lector a recibir testimonio alguno sobre una realidad determinada. Y si el lector prosigue la lectura, experimentará impresiones muy semejantes a las que sintiera leyendo un «poema».

Los autores de La colmena y de El Jarama querían visiblemente atestiguar. El autor de Saúl ante Samuel no es ya que no quiera atestiguar: es que quiere no atestiguar. «Novela testimonio», allí; «novela poema», aquí. Son dos modelos que el análisis literario permite sin dificultad reconocer. Y son los extremos de dos tendencias entre las cuales se ha desenvuelto la novela española de los últimos treinta años; extremos que pueden mantenerse muy lejos, aproximarse y aun llegar a coincidir en algún caso.

Se trata aquí, sencillamente, de ilustrar (no de historiar) el proceso de la novelística española entre el testimonio y el poema, partiendo del supuesto teórico o (¿para qué mentir?) arrancando del convencimiento empírico de que la mejor novela testimonial es siempre un poema y la mejor novela poemática es siempre un testimonio.

Con los términos elegidos no se pretende ninguna novedad, pues las nociones que ellos designan existen desde antiguo. Pero la polaridad se acentúa a partir del romanticismo, cuando empiezan a señalarse múltiples oposiciones: exterioridad-interioridad, presente-pasado, mundo-alma, prosa-poesía. Haber escogido aquellos términos obedece a la observación de que en España, en los años cincuenta y sesenta, se ponderaba mucho el valor testimonial de la novela, mientras en los años setenta y ochenta se viene estimando su actualidad por el valor creativo y la calidad de obra artística autónoma que demuestre.

Examinaré primero los dos modelos como tales; luego, las dos tendencias históricas; después, la novela testimonio entre su mayor acercamiento al poema (El Jarama) y su estricta observancia de la función atestiguadora (ejemplo: La otra cara, de José Corrales Egea); más tarde, algunos casos de transición o ruptura; y finalmente, la novela poema entre su mayor aproximación al testimonio (Saúl ante Samuel) y su mínima voluntad testificativa (ejemplo: El jardín vacío, de Juan José Millás).


Dos modelos

Quizá pueda admitirse, como punto de partida, la siguiente definición de novela: una obra literaria en prosa, de necesaria extensión, que mediante la narración, la descripción y la interlocución desarrolla una historia formalmente fingida a través de la cual se expone a la conciencia del lector todo un mundo en la complejidad de sus relaciones individuo-sociedad desde una actitud crítica orientada a mostrar los valores de esas relaciones en busca del sentido de la realidad.

La historia que la novela cuenta es siempre «formalmente fingida», aun si sus datos pertenecen a la realidad histórica. Se presupone, pues, la imaginación del artífice que finge (construye) la historia con un fin estético. La novela testimonio y la novela poema son, por tanto, ambas por igual, novelas, obras de ficción, creativas o «poéticas». Por ello parece mejor hablar de novela poema que de «novela poética», ya que toda novela es poética si es novela. De otro lado, «novela lírica», término ya consagrado4, no es exactamente lo mismo, sino la suprema especie imaginativo-musical de la novela poema. Esta designará la novela superlativamente poética que tiende a integrar un conjunto saturado de las virtudes del texto poético por excelencia: el texto en verso (épico, dramático, lírico), en el cual los estratos de la obra de arte de lenguaje, desde el sonido al sentido, cumplen un máximo de concentración y de perdurabilidad. La novela testimonio, satisfaga o no aquella calidad superlativa, aspira primordialmente a otro fin: dar forma de novela a un contenido histórico experimentado y verificable fuera del cerco narrativo5.

Advertido esto, veamos qué rasgos -en actitud, temática, estructura y lenguaje- caracterizan el modelo testimonial y el poemático de la novela.

Si la actitud distintiva del género novela es la representación de todo un mundo a la conciencia del lector, la actitud de la novela testimonio no puede ser otra que la representación épica (detenida en cada momento de su trayecto) de un mundo histórico-social actual, atenta a las relaciones y circunstancias que forman lo que Hegel llamaba la prosa de la vida real6, mientras que la actitud de la novela poema tiende a la compenetración de sujeto y objeto que signa el género lírico. El novelista testimonial parece percibir experiencias y transcribirlas; el poemático parece generar situaciones o relaciones, combinarlas y transfigurarlas. Allí, voluntad de realismo fehaciente; aquí, rendición a lo íntimo y abertura a lo fantástico y lo maravilloso. Mímesis frente a arte autónomo. Mensaje más o menos explícito, allí; sentido medulado en el texto, aquí. Parece el novelista testigo participar en la sociedad a la que se dirige, y el novelista poeta contemplarla desde sí solo. Aquél prefiere la revelación de estados colectivos y atiende a los aspectos económicos, sociales, políticos, a las costumbres y a los acontecimientos históricos; éste prefiere el realce de la conciencia individual y atiende a las emociones, los sentimientos, las ideaciones y ensoñaciones singulares, y a la posibilidad. Descubre aquél, a través de la novela, causas y fines; propende éste a abstenerse de analizar unas y otros. Trascendencia ideológica frente a concentración estética. La novela testimonio desfamiliariza por su insistencia en lo cotidiano; la novela poema, a través de lo insólito. Y el lector lee el testimonio con voluntad de confirmarse reconociéndose, y lee el poema con anhelo de acceder a otro conocimiento.

El tema genérico de la novela es «todo un mundo», y si la novela testimonio da fe de un mundo irrepetible, situado en la historia, la novela poema sumerge en el ámbito operativo de la conciencia (del alma) un mundo suscitado como problema de representación. Lo testimoniado es particularidad actual o digna de actualización; lo poetizado asume una opulencia connotativa inagotable. Al «trozo de vida» que allí se quiere reflejar opónese aquí un universo autónomo. El espacio es real en el primer caso: lugares nombrados de un país nombrado identificable en el mapa; imaginario, simbólico o mitificado en el segundo. En los términos de este esquema, el mundo de la novela testimonial es normalmente España, de la cual la novela poemática se distancia hoy, no por cosmopolitismo (como en la narrativa de Vanguardia), sino por universalidad. Interesan al novelista atestiguador los personajes medios en su vivir diario, en tanto que al poeta le importan los caracteres señeros. La novela poemática no suele plantear problemas sociales en demanda de solución, sino epistemológicos y formales, y su meta es revelar en la composición de la novela misma la difícil representabilidad del mundo7. Por eso es novela autotemática -aventura de la escritura- y no heterotemática -escritura de la aventura-8. La provocación que la novela de los años cincuenta a sesenta buscaba en los temas, la busca la novela ulterior, según Juan Goytisolo, en el lenguaje9. Y, aparte otras divergencias que pudieran alegarse, de la novela testimonio podría decirse, con Baroja, que es «porosa», abierta a la vida por todos los lados, y a la novela poema, con Ortega, podría calificársela de «hermética»10.

Reduciendo al mínimo el examen de la escritura, cabe notar que sí la novela testimonio cumple la estructura genérica de la novela, o sea, un «consaber» (entre autor, actor y lector) acerca del mundo representado, la novela poema tiende a la estructura rítmica (arte combinatoria). Aquélla no se propone ser, como ésta, neonovela ni antinovela, para usar los términos recordados por Carlos Otero11. Describe claramente, para marcar que la escena pertenece al mundo por todos conocido, a diferencia de la descripción poemática, que se hace problema de sí misma alejando o acercando su óptica en busca de efectos estilizadores. Entre las formas de concentración del tiempo, la novela testimonio prefiere la lineal y la simultaneista, mientras la novela poema, tan arraiga da en la memoria, favorece la reducción retrospectiva12. De la relación de la conciencia instantánea y la memoria (voluntaria o no), más las aberturas a la fantasía, surge un tiempo compositivo, ucrónico o pan crónico, y no es extraño que Juan Benet prefiera la «novela-corpúsculo» a la «novela-onda», o sea, la que comprende desde el instante en vez de referir paso a paso13. «L'instant nie la continuité», afirma Robbe-Grillet, poeta por excelencia14. Practica la novela testimonial la narración singulativa, y procede la poemática por iteraciones y repeticiones (Una meditación; San Camilo, 1936). La reducción tempo-espacial de novelas como El Jarama o Con el viento solano no está en desacuerdo con la marcha evolutiva de la «novela-onda», pues aunque la duración sea breve (un día, una semana), la instancia narrante la observa hora tras hora, día por día, como si se tratase de un largo periodo o de una vida entera. En cambio, la novela poema empieza por en medio, y su trama de pensamiento no se desenlaza: se agota. Refiriéndose al film, dice Robbe-Grillet lo que vale igualmente para la novela: «L'oeuvre n'est pas un témoignage sur une réalite extérieure, mais elle est à elle-même sa propre réalité. [...] Après le mot "fin", il ne se passe plus rien du tout, par définition»15. Por lo que hace a los personajes, el protagonismo colectivo del testimonio contrasta con el individual, a veces solipsista, del poema; y las puntuales nóminas de La colmena o de La otra cara, con la anonimia o con la inestabilidad nominal de Saúl ante Samuel, Un viaje de invierno o Juan sin Tierra. Y los personajes son allí, por su poca profundidad, semiplanos, como son aquí semiesféricos por su hondura insondable. En la novela testimonio los humanos parecen contagiarse de la impersonalidad de las cosas, en tanto que la novela poema hace que las cosas se tomen imágenes o fantasmas de la conciencia. Allí son precisos los informes, y los indicios los percibe directamente el lector en el habla, el paralenguaje y la kinésica; aquí los informes son a menudo equívocos, y los indicios pueden y suelen resultar enigmáticos, discordantes y aun contradictorios. Cualesquiera que sean los modos y las voces del relato, en la novela testimonial el enfoque puede asimilarse al de la «cámara» (mirada que asiste), mientras en la novela poemática podría reducirse al ritmo dimanado de la conciencia unipersonal. Esta presidencia del ritmo en desventaja del «consaber» poematiza la novela: el narrador lo sabe todo, y el lector conoce imperfectamente lo que el narrador no siente necesidad de aclarar. Se llega así, del máximo objetivismo atestiguador, al máximo subjetivismo creativo. No es difícil advertir, por otra parte, que el narrador testimonial considera su objeto como un simulacro de la realidad práctica, por todos compartida: la focalización externa, el diálogo plural, la conversación, el «aparte» son medios presentativos derivados de tal objetivismo. Por el contrario, el narrador poemático se aproxima a lo narrado hasta hacer muy difícil el deslinde entre sujeto y objeto, y en su obra las funciones emotiva y conativa del lenguaje actúan con especial vigor. Por impersonal que aparente ser en algunos casos, su visión es interna en grado sumo, por lo que prevalecen aquí el monólogo, el auto-diálogo, el diálogo dual, o el no-diálogo (se ha dicho de las novelas de Benet que carecen de diálogo)16. En fin, la relación es derecha en un caso y oblicua y digresiva en otro, y si la discontinuidad del texto testimonial responde al intento de revelar partes o particularidades del conjunto social, la del texto poemático a la necesidad de descubrir la diversidad, a veces proteica, de un personaje, de un destino.

Al fondo de la dualidad planteada se halla otra más antigua: novela-romance; dualidad que el Quijote puso en juego, creando la novela moderna. Ésta lleva en sí el dilema prosa-poesía, sin el que serían inconcebibles lo mismo una novela de Zola (émula de la ciencia) que una de Kafka (émula del sueño). Es significativo que el novelista testimonial (Juan Goytisolo, un día) invocara el realismo de la picaresca, mientras un novelista poemático como Caballero Bonald adujese la literatura maldita y Vargas Llosa saliera a la palestra para ensalzar los libros de caballerías. Pero la novela poemática sería bien poco si representase una vuelta al «romance». Su posición más avanzada es la exploración cognoscitiva del mundo y del hombre en forma distinta y más integral que la historia, la filosofía o la ciencia. Y excusado es decir que las dos categorías han llegado a extremos de desnovelización: la una, en el mero documental (libros de andar y ver, protocolos magnetofónicos de Osear Lewis, reportaje penal de Traman Capote); la otra acabará por no ser novela ni poema si, hipertrofiando la «metaficción», se transforma en crítica literaria.

Finalmente: el lenguaje. No se trata, como en la tradición clásica, de rangos: estilo humilde, medio, elevado. «Nos livres sont écrits avec les mots, le phrases de tout le monde, de tous les jours», para citar de nuevo a Robbe-Grillet17. Benet cultiva, sí, el estilo más alto, pero puede servirse de otros niveles. La calidad poemática no depende hoy, en todo caso, del léxico, sino de la traza textual completa. Como creía hacer el naturalista del XIX, el novelista testimonial contemporáneo busca una expresión modesta, a ser posible diáfana. En un célebre ensayo de 1948, precisaba Sartre que la actitud poética «considère le mots comme des choses et non comme de signes», por lo cual sería necedad «réclamer un engagement poétique». La prosa, en cambio, era para él utilitaria por esencia, y el prosista «un homme qui se sert des mots». Comprometerse era comprender que «la parole est action» y que «se taire ce n'est pas être muet, c'est refuser de parler, done parler encoré». Sin olvidar la importancia decisiva del cómo, de la manera de escribir, afirmaba Sartre que «le style [...] doit passer inaperçu»18. Inadvertido quiere pasar el lenguaje de la novela testimonio, mientras en la novela poema hay más simbolismo fónico, constructivo y total. Y otra nota diferenciadora: allí es normal la concisión y aquí la longitud laberíntica. La principal oposición entre uno y otro tipo de novela consistiría en el lenguaje analítico, puntualizador, sucesivo, de la novela testimonial, y el lenguaje sintético, simbólico, sinestésico de la novela poemática (como ideal, claro está). Aquella novela hace hablar a los personajes según el «decorum», mientras en la novela poema si alguien habla fuera del sujeto, habla como él, ya que el sujeto no se adapta al objeto: lo resuelve en su mente. La prosa testimonial tiende a la relación metonímica y usa el lenguaje apropiado a la realidad que se supone fuera de la novela; la prosa poemática, erigiendo como principio un estilo elaborado e innovador, prodiga las relaciones de semejanza, las comparaciones y metáforas (Juan Benet y Luis Goytisolo son ejemplos eminentes, y muy diversos entre sí, de la taumaturgia de la analogía que tuvo sus astros en Flaubert, Proust y Faulkner). Frente a una novela que dice lo que se ve, cabe distinguir la novela que canta lo que se sueña: Tiempo de destrucción empezaba describiendo en estilo objetivista una escena ordinaria, y sus últimos fragmentos eran prorrupción lírica irracional; Señas de identidad comenzaba con un extracto de opinión pública y terminaba en un monólogo desatado en versículos.




Dos tendencias históricas

Del siglo XIX al nuestro la antigua discordia entre la verdad y la ficción no ha hecho sino agravarse. Es el naturalismo el primer movimiento que postula una novela testimonial, y lo hace sobre la base de la ciencia positivista. La reacción sobreviene pronto, y el fin de siglo abre paso a la novela idealista, espiritualista, simbolista («novela novelesca» la llamaba Clarín, pero entendiéndola como obra de sentimiento y de poesía)19.

De manera sinóptica, podría contrastarse la novela del siglo XIX con la de nuestro siglo, diciendo que aquella daba predominio a la «historia» y la nuestra lo da al «discurso». El contraste se ha intensificado en los últimos lustros, al colidir la novela testimonio subsiguiente a la guerra mundial con la novela poema que, a partir del «noveau roman», ha tratado de delatar la insuficiencia de aquélla. Pero la tensión viene de lejos, y no es cosa de resumir la información que sobre todo esto puede obtenerse consultando, para la teoría, las obras de Henri Bonnet y de Ralph Freedman, y para la historia, la vasta exposición de Michel Raimond, donde se estudia el «roman poétique» a partir de la crisis del naturalismo a través de autores como Barrès, D'Annunzio, Alain-Fournier, Giraudoux y otros, hasta Gide y Proust20. La reciente compilación de Darío Villanueva (La novela lírica [Azorín, Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Benjamín James], Madrid, Taurus, 1983, 2 tomos) contiene trabajos del mismo Villanueva, Ricardo Gullón y otros, que analizan e interpretan el proceso en España. Más atención merecen en nuestro contexto la teoría y la práctica de Butor y de Robbe-Grillet, de Martín-Santos, Juan y Luis Goytisolo, y de Benet.

El realismo ochocentista diferenciaba los géneros hasta llegar, en el naturalismo, a un menosprecio de la poesía que tuvo después su réplica en el desdén hacia la novela manifestado por Valéry («la Marquise sortit à cinq heures»). Sí, el siglo XX, en su primer tercio cuando menos, pone sobre todos los géneros el «signo lírico» formulado en 1940 por Pedro Salinas, y ello es consecuencia de la estética simbolista. Escribía Mallarmé a Rodenbach: «Toda tentativa contemporánea de lectura consiste en hacer desembocar el poema en novela, la novela en poema»21. Pero la «novela lírica» no constituye más que una especie -eminente- de la novela poema.

Hacia 1950 la novela lírica de Gide, Hesse o Virginia Woolf, y la de Azorín o Miró para España, ocupaba dignísimo lugar en el aprecio crítico, pero carecía de virtud estimulante. Sería inadecuado calificar de «líricas» novelas testimoniales tan artísticamente logradas como La colmena o El Jarama, y aun otras tan ceñidamente poemáticas como las dos de Millás: Visión del ahogado y El jardín vacío. El acorde entre mundo y alma, la preponderancia del ritmo, la aptitud sintética del lenguaje, son calidades líricas; pero se trata sólo de tendencias, y el peso que en la novela última tiene el mundo, la consciencia, el análisis, es mucho mayor que en la novela lírica de los años veinte o en el impresionismo de Azorín y de Miró: ahí existía ante todo una complacencia estética, y ahora lo que decide es un afán de conocimiento; el subjetivismo no es hoy emotivo sino autoproblemático, más prometeico que narcisista; y la música opera más en la disposición que en la elocución. La novela poema comprende, además del estrato lírico, otros de naturaleza épica, dramática o tematizadora (ensayística).

No es ocioso recordar, sin embargo, que el modernismo, rehuyendo la distinción de géneros, indujo a un tipo destinado al malogro. Rafael Gutiérrez Girardot ha observado que en esa época, al extenderse los principios estéticos modernistas -creados exclusivamente para la lírica- a la prosa, ésta terminó por incapacitarse para expresar adecuadamente los estados prosaicos, de los que, según Hegel, había nacido la «epopeya burguesa», esto es, la novela22. Entre los años 10 y 30 tal propensión tomó nuevos rumbos, y se impuso el fanatismo de la metáfora. Por ese tiempo se llegó a resultados exquisitos en las últimas obras de Gabriel Miró o en las «novelas poemáticas de la vida española» de Pérez de Ayala, pero también a los caprichos de Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés y otros, cuya «iconomanía», según ha documentado Luis Fernández Cifuentes, desintegraba la novela posible acogiendo bajo su rúbrica productos más o menos ingeniosos o inanes23.

Pero también el testimonialismo subsistía antes de la guerra civil. Hay en la novela testimonio variedades y gradaciones. Aunque la novela naturalista pretendiese incorporarse a la ciencia, no fue ella la que se distanció más de la poesía, y escritores apenas comparables como Jules Lemaître y Francisco Ayala han podido considerar a Zola, ante todo, un poeta24. El mayor grado de verismo es el de los diarios, memorias, crónicas y reportajes destinados a exponer lo vivido por el autor: Ciges Aparicio, Sender, Giménez Caballero. En la novela social de preguerra no faltan obras de esta clase (Sender, Benavides, Carranque), y, terminada la guerra, fueron apareciendo no pocas novelas testificativas de la experiencia en el frente, en la retaguardia o a poca distancia del fin de la contienda: obras de novelistas observadores (Concha Espina, Fernández Flórez, León, Anaya, Foxá, Borrás), militantes (García Serrano, Benítez, Alfaro, Reguera) o intérpretes (Barea, Aub, Masip, Sender, Ayala, Gironella). Aunque histórica en el propósito, era una narrativa por fuerza tendenciosa (como en la Restauración lo había sido la novela de tesis), sólo que más preocupada del proceso político que de otros aspectos ideológicos. El caso habría de reiterarse, a otra luz, en la novela testimonial objetivista, que define en su mayor pureza el tipo, pero que pronto pasó a la denuncia: La colmena o El Jarama sirvieron de guías a las novelas llamadas «sociales» (La piqueta, La mina, Nuevas amistades), cuyo testimonio fue «tendencioso» en la medida de lo posible. Y es que el testigo, ya en aquellas primeras novelas, no podía ser sino testigo de cargo. Tal resultado impulsa luego a Martín-Santos a un realismo dialéctico que, para evitar las simplificaciones del «socialista», propone otro modo de atestiguación: persona y totalidad social como materia, y como forma objetivismo y subjetivismo en fecundo entrejuego. A partir de ahí se propugna un testimonio que no sea sólo colectivo, sino también personal, y aun «metafísico» (entre los novelistas que tan alto atributo se arrogaron), y la designación «testimonio» va desapareciendo, para dejar paso al otro modelo: la novela poema.




La novela testimonio. El Jarama. La otra cara

Lo mejor del testimonialismo bélico en los años cuarenta se publicó fuera de España, pues dentro de ella lo característico fue la evasión (El bosque animado, La isla sin aurora) y un realismo incipiente (Cela, Laforet, Delibes) de efectos no inmediatos. Novelas del año 1950 como Calle de Echegaray, Lola, espejo oscuro o Las últimas horas, testificativas del fracaso y la corrupción, anuncian el cambio, previsto años antes por Max Aub cuando desde México escribía que la misión del novelista había de ser «dar cuenta de los sucesos»25.

En 1951 salen a luz La colmena, testimonio, y Alfanhuí, poema. Triunfó La colmena, cuyo relativo objetivismo estimuló el más absoluto de Los bravos y de El Jarama. En la obra de Cela distinguía Castellet tempranamente dos valores básicos: «revelación y propuesta», «revelar la totalidad de la vida del hombre español actual, para proponérsela como tarea al lector español»26.

El Jarama muestra casi todos los rasgos del modelo testimonial: presentación, intrahistoria actual, prosa de la vida, cronología, espacio concreto, revelación de un estado de cosas (el inmovilismo), protagonista colectivo, asunto ordinario, configuración de un mundo inscrito en la realidad histórica que lo contiene, escenas sucesivas o simultáneas, presencia de las cosas en concisos detalles, tiempo reducido pero en decurso, acción en apariencia insignificante pero llena de intensidad y de valores sintomáticos, personajes semiplanos, distancia de la cámara-testigo, enfoque externo, prosa transparente, lenguaje coloquial. Fijémonos, por vía de ejemplo, en un solo factor: el tiempo. Se trata aquí de un tiempo preciso. Más aún: se trata de la absoluta precisión del tiempo.

El principio organizador es el día, cuyas partes se marcan sutilmente, cuyas horas van desgranándose hasta que el oscurecer las anega en la sombra, el afán de vida decae y la muerte se consuma. Opera el tiempo como temporalidad y como historicidad. El presente ocupa la superficie enfocada, pero pasado y futuro se perciben también.

El pasado como temporalidad se destaca al comienzo, a manera de enlace del hoy con un «antes» todavía memorable: referencias al año pasado, a algún cambio, al recuerdo que de los jóvenes guardan los mayores; y al final, cuando ha muerto ahogada Lucita, se insinúa otra vez la sensación de pretérito: ha pasado una vida, se ha desvanecido un día. Por lo que hace a la historia, se recuerdan miserias de los años cuarenta, penalidades a consecuencia de la guerra, se alude a la batalla del Jarama; y la catástrofe civil prolonga sus efectos: enfermedad, escasez, recelos y temores.

El presente domina la novela de un extremo a otro. Se van contando las horas: por la mañana en fórmula defectiva («Las diez menos veinticinco»), al mediodía en su plenitud («Las mismas doce en punto»), por la tarde en fórmula de rebose («las tres y media dadas», «las siete dadas») y al final por aproximación («Tiene que ser ya muy tarde»), lo cual parece sugerir la condición elíptica de la mañana del domingo, el paso lento pero preocupante de la tarde y la aceleración hacia la noche. Un largo pasaje, coincidente con el anochecer, no trae precisiones horarias, pero sí indicios del avance de la sombra, confusión en torno al ahogamiento de la joven y confluencia de gentes que andaban separadas. Y, aparte otras indicaciones (luz, sol, calor, oscuridad, enfriamiento, color de la tierra, del agua, del cielo y de la luna) hay expresiones que enuncian la fugacidad: «Se va la tarde como agua», «Verla y dejarla de ver; lo mismo que un relámpago». Intensifican la temporalidad el retemblar del tren por el puente, los «ahora», «ya» o «todavía», y las alusiones al domingo que corre y al inminente lunes.

Esta temporalidad se aloja en una historicidad transparente. Se trata de un domingo de agosto de 1954 (la ventera tenía encendida una lamparilla por la novena de la Virgen, aquella tarde toreaba Rafael Ortega, los americanos vendrían pronto a Torrejón). Efectos de realidad diseminados son las alusiones a determinadas bebidas (gaseosa, orange, coca-cola, pina tropical), al café «especial» (que valía tres pesetas), a los vasitos de vino (que costaban treinta céntimos). Surgen nombres de futbolistas y de toreros. Estaban en la cumbre de su fama artistas de cine como Marilyn Monroe, Esther Williams, Rita Hayworth, Cantinflas, Negrete... Espaciadamente, a lo largo del día, suenan en radios o gramolas, o por la voz de un cantante animado, cierta pegadiza estudiantina portuguesa de Celia Gámez, el inmarcesible Siboney, una jota o un tango envejecidos, el pasodoble Islas Canarias, cante flamenco y aun «una marcha alemana, de cuando los nazis» vibrada en una armónica. Los excursionistas de la mañana vinieron en bicicletas; el sufrido Ocaña se vale de su viejo taxi renqueante pero habla de Renoles y de Peugeot; mientras el juez se dirige al río en una Balilla marrón, el velocísimo Chrysler de algún americano se le adelanta «con un gemido de neumáticos nuevos»; se aprecian mucho las máquinas de retratar «Boy», las Vespas, y hay una esperanza de motorización para el inválido. Casi todos fuman negro; sólo una chica gasta «Bisontes», un estudiante usa «Chester» y el juez abusa de los «Philip Morris». A un joven de rutilante dentadura se le apoda «Profidén». De Churchill hablaba mucho la prensa, como que desde 1953 era «Sir Winston Churchill» y Premio Nobel. A una joven achinada se le da el sobrenombre de «la Coreana». Poco se hablaba de política en aquella España, entre los muchachos por ignorancia, entre los mayores por precaución. Lucita vendía helados en «Usa». El tullido de la silla de ruedas se lee de cabo a rabo el «ABC» dominical. Los guardias civiles vigilaban con rigor el decoro, y la crítica de los jóvenes apenas lamentaba otra cosa que la prohibición del carnaval. Entre los mayores: pérdidas, malogros, temores y un resignado aguante.

En mundo tan mal comunicado, poco relieve cobra el futuro. Como sentimiento temporal, se hace notar a la hora de las despedidas, cuando el río se va quedando solo y la venta sin nadie. Lucio, el último en marcharse como había sido el primero en llegar, se ilusiona con un modesto empleo pero teme que no le acepten por su edad. Como posibilidad histórica, el futuro apenas se dibuja sino por la creciente afluencia de americanos y la lúcida previsión que hace un chófer de la sociedad consumista.

Tiempo tan preciso en mundo tan concreto determina que el lector capte estremecido ese presente que, conforme pasa, se decanta en la memoria, circuido por ella, salvado. Como en las estrofas de Jorge Manrique comentadas más tarde por Sánchez Ferlosio, acerca del rey don Juan y los infantes de Aragón, así ocurre en El Jarama: «tan verdad como que sólo lo que vive muere es que tan sólo lo que muere vive. Y sólo porque era un ayer verdadero del poeta puede seguir sonando hoy -¡todavía!- también para nosotros, como un verdadero ayer»27. En El Jarama lo perecedero nos asalta. Los nombres concretos conjuran la presencia de aquellas gentes con su ajuar, su atmósfera, su paisaje. Son nombres «todavía realmente habitados», y es el día habitado lo que el autor creó atestiguándolo. Al final de la novela se habla de unas «casitas nuevas, de ladrillo a la vista, y aún la mayoría sin habitar». En contraste con este «sin habitar» que cierra el texto, el día ha ido surgiendo ante el lector como un día densamente habitado: las orillas, la venta, el jardín, los caseríos, los alrededores, todo ha estado poblado, ha sido vivido, ha funcionado como morada de relación humana, donde hemos visto moverse y oído hablar a personas de varias edades y condiciones, con sus vestidos, sus olores, sus amores y temores, sus músicas acordadas, su paisaje; porque «también la naturaleza es histórica»28, y aquellos troncos de la ribera del Jarama «estaban atormentados de incisiones, y las letras más viejas ya subían cicatrizando, connaturándose en las cortezas»29. Remortalizar lo que pasa es el propósito cumplido en la novela. Sólo porque aquel domingo de agosto de 1954 era un ayer verdadero del poeta puede seguir siendo aún, para nosotros, el verdadero ayer.

Porque, este testigo es un poeta. Lo prueban los valores simbólicos de tal obra (tan fielmente señalados por la crítica: Riley, Villanueva, Risco, Gullón, García Sarriá) que adensan el texto en forma necesaria y perdurable, y lo prueba en cada página el sentimiento profundamente humano del preciso, único e irrepetible tiempo histórico: el respeto veraz y amoroso a la pura evidencia de la vida. La novela testimonio alcanza así su cima poética en la forma de esta bucólica gregaria, de esta égloga suburbana donde ni aun falta la «ninfa delicada / cuya vida mostraba que había sido / antes de tiempo y casi en flor cortada».

La colmena, Los bravos y El Jarama encontraron pronto el entusiasmo de Castellet y de Juan Goytisolo, entre otros críticos jóvenes: aquél ponderaba el valor de la literatura como «testimonio del hombre y de la sociedad de su tiempo», y éste veía en las tres novelas, veraces «retablos de la vida española contemporánea»30. Cuando en 1962 se publica el tercer tomo de la magna obra de Eugenio de Nora, donde éste presenta a la entonces «nueva oleada» bajo el epígrafe «Entre el relato lírico y el testimonio objetivo», bien puede decirse que queda establecida la dualidad que aquí nos ocupa: poema y testimonio. Veía Nora a esos escritores oscilar entre un lirismo subjetivo (Matute, Lacruz, las primeras novelas de Ferlosio, Aldecoa o Juan Goytisolo) y una objetividad despersonalizada, aunque a todos fuesen comunes la orientación realista, la intención crítica y el deseo de insertar en el tronco español vástagos de la nueva novela americana, italiana, rusa, inglesa y francesa31. En 1963 llamaba Castellet a esos novelistas «la generación testimonial», designación adoptada por Curutchet32. En adelante, por varios años, se encuentran los términos «testimonio», «testimoniar», en conocidos estudios de Benítez Claros (1963), García Vino (1967), Buckley y Gil Casado (1968)33. De 1967 son dos conferencias sintomáticas de la crisis del testimonialismo. En una («La novela entre el arte y el testimonio»), Gregorio Salvador advertía que a los lectores de Oscar Lewis o Truman Capote les iba importando más la realidad que el realismo. En otra («De la objetividad al subjetivismo en la novela española actual»), Antonio Vilanova recordaba cómo Natalie Sarraute, al señalar las insuficiencias del «testimonio documental» y recomendar la vuelta a la introspección, a Joyce y a Proust, había impulsado el «nouveau roman» y con él la novela subjetivista a ultranza34. Ve la luz en 1970 la sonada polémica entre Isaac Montero y Juan Benet35, y ya para entonces la causa de la novela testimonio está en derrota y no cabe glosar aquí lo debatido en estudios tan próximos corno los de Corrales Egea, Gómez de la Serna, Moran y García Rico (1971), en el artículo «Del realismo al testimonio» de Tomás Oguiza (1972), que tiene de éste un concepto quizá demasiado judicial, y en estudios posteriores de Esteban Soler y de Curutchet (1973), de Aranguren (1976) y otros, hasta desembocar en la monografía minuciosa de Sanz Villanueva sobre la novela social y en el lúcido y hospitalario panorama de Ignacio Soldevila36. Sólo piden atención algunos aspectos.

Uno es la confusión entre «novela testimonio» y «novela social». Las novelas testimoniales más capaces de poesía son las primeras (de La colmena a Gran Sol), pero de ahí se derivó a otras que, defendiendo al pueblo y atacando a la clase ociosa, cultivaron el alegato o la denuncia. Hacia 1969, con el mote de «generación de la berza», se desprestigia la novelística de orientación atestiguadora; más la derivada que la primitiva, pero también la primitiva.

Otro punto notable es que el término «testimonio» se usó principalmente entre 1957 (Pérez Minik, Castellet) y el final de los años 60, siendo poco a poco desplazado por «novela social» o «realismo social». Tal desalojo revela que aquélla fue una designación apropiada a los ejemplos tempranos, los que hoy se levantan a más altura desde el recuerdo.

Finalmente: la causa del testimonialismo. Archiconocida es la explicación de Juan Goytisolo (1964) acerca de por qué España, a pesar de la censura, producía la literatura más «realista» y «comprometida» del momento. Lo atribuía él a que la censura había servido de involuntario catalizador y terminaba aseverando: «la novela cumple en España una función testimonial que en Francia y los demás países de Europa corresponde a la prensa, y el futuro historiador de la sociedad española deberá apelar a ella si quiere reconstruir la vida cotidiana del país a través de la espesa cortina de humo y silencio de nuestros diarios»37.

Indudable es la buena fe que movía a Goytisolo en esta declaración. Pero reducir la novela testimonial a honrado sustituto de una prensa mendaz y ocultadora no hace justicia al novelista ni al lector. La información que transmite la prensa más libre jamás hará inútil el testimonio de la novela. La prensa informa y enjuicia provisionalmente, de un día para otro, sobre la realidad; la novela no informa sobre la realidad sino sobre la experiencia de la realidad, configurándola en la conciencia como un todo. Otra respuesta al argumento de Goytisolo es la que revindica la inteligencia y comprensión del lector, y la formuló Juan Benet años más tarde: «La desgracia de esa literatura fiscal es que ni siquiera podía hablar de la tragedia en toda su extensión; estaba casi amordazada, y lo que se leía en las novelas de la acusación era un pálido remedo de lo que pasaba en el país. En cuanto a información, suministraba menos que lo que el hombre despierto podía recoger en la calle»38.

Ecos abundantes de la desinformación de la prensa y pruebas curiosas de la existencia de hombres despiertos podemos hallar en la novela testimonial La otra cara, escrita por José Corrales Egea en 1954-56 y no publicada hasta 1960 (en francés)39.

Aunque la «otra cara» del título es «el envés, el fondo de la realidad» (p. 132), o sea, la intrahistoria española de unos tiempos enunciados en los títulos de las partes de la novela (invierno de 1950 a 1951, la primera parte; primavera y verano de 1945, el «Intermedio»; otoño de 1954, la parte segunda), su atestiguación es principalmente política: fracaso de la huelga en 1951, fracaso anterior de las esperanzas de cambio alentadas al fin de la guerra mundial, fracaso último en aquel otoño de 1954 en que los pactos americanos, el año mariano, las consecuencias del Concordato con la Santa Sede y el corrompido estacionamiento de la política oficial en su afán de sostenerse a cualquier precio volvían a obstruir toda esperanza. Precisamente la alteración de la línea sucesiva por el «Intermedio» de 1945 se debe al propósito de resaltar entre el segundo fracaso y el tercero aquel primer fracaso hacia el que volvían los ojos quienes esperaban. Pero no por reconocer que los fracasos se repiten, dejan algunos de reaccionar con ánimo, sobre todo Gabriel Ribas, el joven científico frustrado, que al fin recobra su conciencia protestataria, iniciada en 1945, decaída en 1950 y reavivada cuatro años más tarde, cuando decide incorporarse a un grupo de oposición. No es un protagonista tan destacado como el médico de Tiempo de silencio lo sería, pero sí el personaje más atendido entre los muchos que pueblan el vasto retablo, no muy lejano, en su concepción, de La colmena, aunque de estructura más sencilla. Porque todo es aquí un dar cuenta de realidades vividas socialmente: los transportes de prisioneros, la rutina burocrática, el estraperlo, las privaciones, la sevicia de la policía, la enseñanza y la cultura censuradas, el desengaño de la Falange primitiva, el opio del fútbol, el intervencionismo americano con sus cautelas, el paro, la miseria, la enfermedad, y entre otros muchos, el testimonio sobre la literatura testimonial. A quien le achaca incurrir en lo que el naturalismo defendiera ochenta años atrás contesta un joven airado: «¿Entonces qué nos propones, que nos encerremos en un invernadero y nos pongamos a cantar con metáforas las cuatro estaciones del año?», «de bien poco sirve al escritor triunfar como artista si se malogra como hombre». La joven generación -comenta la impasible voz narrativa- «rechazaba todo lo que pudiera significar arte puro» (pp. 364-65).

De acuerdo con el modelo descrito de novela testimonio, La otra cara muestra en todo su intención de crónica de una época, y su desenlace pone de relieve el empeño, a prueba de fracasos, de oponerse a los establecido y luchar a largo plazo por un orden justo. No hay en la novela un designio estético que aventaje a la voluntad de dejar fiel constancia de la historia vivida. La prosa de las relaciones ordinarias comparece sin ambages ni embozos, y si algún efecto lírico se encuentra es ocasional.

Un testimonio tan veraz sobre aquellos «años de silencio, de pavoroso silencio» (p. 224) pudo escribirse dentro del país, pero no publicarse en él, y por esto mismo se ha preferido aquí a cualquier otra novela editada en la España de aquel tiempo. En ninguna de éstas se hubiera podido leer que la victoria en la guerra civil no lo fue para nadie, sino «una derrota nacional completa, un fracaso como nación y como Estado» (p. 351), ni la evocación de la voz «gangosa y aflautada» del Caudillo proclamando por la radio la consagración del pueblo español al inmaculado Corazón de María (p. 266). En esta novela, además, desempeña la prensa papel muy acusado. A un minero se le prende y castiga por haberse dejado fotografiar en su chabola por una revista extranjera en un reportaje que el ABC denunciaba como información denigrante que hacía el juego a los agentes de Moscú (p. 47). El periodista Nogueras, para hacer públicos ciertos actos de gamberrismo, tenía que interpretarlos, cara a la censura, como sucesos propicios a ser explotados por el comunismo internacional (p. 106). Y los diarios, que comentaban por extenso el pleito taurino hispano-mexicano, sobre las huelgas del invierno de 1951 seguían callados, e incluso por muchos días no llegaba a Madrid la prensa foránea (pp. 118, 160, 166). A pesar de ello, la gente mira rodar vacíos los tranvías, sabe que las huelgas se propagan, conoce las componendas del Gobierno español con el americano y, sometida a la escasez, el desamparo sanitario, la represión policial y la corrupción política, aparece consciente de la explotación y la mentira. El hombre despierto, pues, podía recoger en la calle la información que la prensa le hurtaba, y lo que la novela testimonial, dentro y fuera de España, quería hacer era mantenerlo despierto, haciéndole sentir mediante la exposición de unos estados de conciencia el haz y el envés de la realidad.




Transición, ruptura

Entre 1951 y 1962 la novela estuvo polarizada hacia el testimonio, pero el modelo poemático atrajo también a algunos escritores. Mrs. Caldwell habla con su hijo (1953), si es algo, es un poema surrealista. En El camino (1950) combinaba Miguel Delibes la atestiguación de un mundo aldeano con el poema rememorativo de la niñez en trance de perder su cobijo, y de ahí en adelante el novelista procedería a esa forma de subjetivismo por infusión casi integral en la conciencia ajena que tan altos ejemplos lograría en Cinco horas con Mario o en Parábola del náufrago. De las muchas novelas sociales de aquellos años, unas serían más testificativas (La resaca, Nuevas amistades, La zanja, etc.) y otras, sin perjuicio del testimonio, más poemáticas (todas las novelas de Aldecoa, Duelo en el Paraíso, Las afueras, Ritmo lento, Dos días de septiembre). El ejercicio fantástico del Don Juan, de Torrente Ballester, aparece como un caso más bien excepcional en 1963.

Especial atención merecen en esta coyuntura las obras de Martín-Santos, Juan y Luis Goytisolo, y Gonzalo Torrente Ballester.

En Tiempo de silencio, como es de sobra sabido, el discurso cobra violento realce, planteando un nuevo modo de testimonio lo suficientemente vasto y sarcástico para, «españadesahogándose», cambiar el panorama. Pero, sobre todo, la segunda novela, Tiempo de destrucción, fue concebida en principio por Martín-Santos como una obra en la que deseaba ofrecer al lector, junto a la escritura de la aventura, reflexiones sobre la aventura de escribirla. Y en esas reflexiones meditaba el autor, entre otras cosas, acerca de las varias técnicas pertinentes. No subsistieron las reflexiones, pero sí la variedad de técnicas y, como se ha recordado ya, la novela empieza casi (capítulo 2) con el objetivismo del testimonio y en su estadio final se produce como la emisión clamante de una subjetividad transgresora de todo límite40.

Juan Goytisolo, lírico en sus primeras novelas, adoptó incómodamente el realismo objetivista entre 1956 y 1962, pero con Señas de identidad (1966) se propuso conjugar, como en la novela misma puede leerse, «la búsqueda interior y el testimonio objetivo»41. De ahí en adelante, con sus otras novelas y con sus disquisiciones teóricas dentro y fuera de ellas, es Juan Goytisolo consciente promotor y cultor de la novela poema.

Caso aún más ejemplar el de Luis Goytisolo, que, después de 1963, abandona el testimonialismo de sus dos novelas primeras y elabora en las cuatro unidades de Antagonía (1973-81) el más completo modelo metafictivo. La ruptura con el testimonio se expresa con sarcasmos en Recuento, en cuyo capítulo final el protagonista descubre en la soledad de la cárcel el goce de «estar creando una realidad nueva en lugar de contar una historia más o menos acomodada a la forma de contar cualquier otra, el triunfo de una huelga que sea al mismo tiempo el triunfo de una toma de conciencia, o el vacío moral de quienes llevan una vida disoluta al margen de todo compromiso con la sociedad y demás cosas que se escriben». Tiene entonces «la sensación de estar configurando, con sólo palabras, una realidad mucho más intensa que la realidad de la que toda esa literatura pretende ser testimonio o réplica», y el ideal que le anima es componer un libro que fuera «no referencia a la realidad, sino, como la realidad, objeto de posibles referencias, mundo autónomo sobre el cual, teóricamente, un lector con impulsos creadores, pudiera escribir a su vez una novela o un poema, liberador de temas y de formas, creación de creaciones»42. La palinodia es paladina, y el proyecto diáfano: la novela poema.

Por último, Gonzalo Torrente Ballester, realista en gran parte de su producción intermedia aunque con excepciones como el mencionado Don Juan, se remonta a partir de La saga/fuga de J. B. (1972) hacia la fantasía más libre, la invención lúdica y la metaficción. En su novela más fantástica y más lírica, La Isla de los Jacintos Cortados (1980), hay sin embargo una reflexión muy reveladora. Escribe el inagotable fabulador a su amada: «¿Sabes que cansa la fantasmagoría?, ¿que de pronto te destiendes de Aldobrandini, y que a viajar por el tiempo prefieres el movimiento en este pobre espacio nuestro, remoloneando y todo eso que parece pecado mortal? Lo haría yo de buen grado, a estas horas de la tarde, casi el crepúsculo ya, si supiera que al final estabas tú, lo único real de este tumulto de palabras: no imagen vana, sino tangible, en carne y sangre»43. Porque, sin duda, los ensueños falaces pueden fatigar tanto como las verídicas sombras, el sándalo prodigado no menos que la berza, la nube casi lo mismo que el polvo.




La novela poema: Saúl ante Samuel. El jardín vacío

No fueron los que a sí mismos se llamaron novelistas «metafísicos» quienes, como tales o en función de críticos, entronizaron la novela poemática. Juan y Luis Goytisolo, y otros escritores más jóvenes, parecen tan poco inclinados a la metafísica como Robbe-Grillet a los ultramundistas, aunque éstos se llamaran Sartre y Camus. Quienes más eficazmente fomentaron la novela poema fueron Pere Gimferrer, el Castellet renovadísimo, Ricardo Gullón, Luis Suñén, Andrés Amorós, Darío Villanueva, Félix de Azúa y, sobre todo, los hermanos Goytisolo y Juan Benet desde sus propias novelas o en páginas de crítica y teoría. Alrededor de 1970 el testimonialismo viene descalificado mediante sinónimos trivializadores como «fotografía», «costumbrismo», «sociologismo», y es entonces cuando triunfa la novela creativa, autónoma, autosuficiente, la novela «poema»44. Pero, trazado ya su nuevo rumbo, Juan Goytisolo declaró que el compromiso no quedaba abandonado, sino trasladado a otro nivel45, y Juan Benet, aludiendo a la novela social-realista de los años cincuenta, dijo que ésta «colaboró no poco a una mayor independencia de la cultura y fue el acicate para una reacción que para ser duradera ha de basarse en algo más que en la oposición a la primera tendencia»46. Esto es: la novela poema debe crecer desde su propia urgencia, no por oposición. Pasamos así a Saúl ante Samuel, alto poema y hondo testimonio.

Novela poema en todos los aspectos. Imagina un mundo irradiado desde el instante, pero con calidades no sólo líricas, sino épicas y dramáticas. Expresa posibilidades que toman consistencia únicamente en la palabra. La conciencia creadora (sea la del narrador absoluto, sea la del monologante central, el primo Simón) es una conciencia exiliada, y lo que a través de ella va apareciendo, remite a la esencia de la historia. La relación del texto se entabla con un contexto histórico-social pasado (no presente) y con múltiples intertextos culturales: musical, poético, plástico, mitológico, bíblico. La estilización prodiga recursos desfamilarizadores en tomo a un asunto en sí provocativo (adulterio de un hermano con la mujer del hermano mayor, fratricidio tramado contra éste por los dos primeros y reiteración mimética del adulterio por parte del primo de ambos hermanos, Simón, cuya pasividad le vincula al fratricidio). Lo evocado, aunque único, destella simbolismo. Tiempo total, o no-tiempo. Espacio de nombres inventados, poblado por personajes de varias clases y por ciertos individuos descomunales. La problemática estriba en el conocimiento. Aunque todas las novelas de Benet rechazan la metaficción, la forma de ésta es tan provocadora como su contenido, o el contenido cobra insólita fuerza gracias a un lenguaje inspirado en la gloria de su propia angustia. Su texto de cuatrocientas páginas se distribuye en tres partes y cinco capítulos, el tercero o central integrado por el monólogo de Simón, que consta de sólo dos párrafos. Discontinuidades de toda especie se disimulan bajo la grafía seguida. Las descripciones pueden ser panorámicas (escenas de tierras y batallas) o enfocadas sobre determinados objetos o partes obsesionantes: la cadera, el lóbulo, los pechos, el ceño, un magnolio, la ropa vieja guardada en el arca. Tiempo estallado desde dentro, repetitivo. Trama mental que se sobrepone a cualquier acción, pues consiste en la espera del hermano superviviente por el enclaustrado primo durante veinte, treinta, cuarenta años. Esa espera resurge sin fin, y el ausente está siempre al volver y nunca vuelve: el texto no se desenlaza, se agota. La mayoría de las escenas destacan a individuos, pero sin nombre (salvo Simón y unos pocos comparsas). Indicios e informes, por detallados que algunos parezcan, flotan en la inseguridad, y nadie más enigmático que el narrador «absoluto», subjetivista en grado tan hondo que todo lo traspasa. Los personajes parecen hablar solos y, si alguna vez dialogan, lo hacen en forma de diálogo intransitivo. Abundan en el discurso las sentencias, las digresiones trascendentales, las citas crípticas. Ingredientes legendarios, mitológicos y fantásticos transfiguran un mundo pasado y ruinoso, del que viene a ser miniatura simbólica la escena del aprisco donde el relevo asesina al durmiente, filigrana del fratricidio argumental y del fratricidio de la guerra civil. Metáforas y símiles hacen fulgir la analogía y la diferencia en conexiones inesperadas.

Cuatro palabras aún sobre la categoría ya escogida para apreciar El Jarama: el tiempo. Juan Benet ha hablado del «misterio del tiempo absoluto, ese es y no es, que lo es todo y va a ser nada o poco, que lo fue todo y apenas es algo, que lo que queda de aquél fue ya, no es lo que fue sino que es una parte de lo que es, que una parte de lo que es es una parte de lo que fue, y lo que será, etcétera»47. No podría definirse mejor que con estas palabras el funcionamiento del tiempo en Saúl ante Samuel.

Ya conduzca el discurso el narrador absoluto, ya el narrador testigo (ese primo Simón, ese mirón de realidades, trasrealidades e irrealidades), el procedimiento es el mismo: volver y volver a lo que pasó una vez y siempre está pasando. Repitiendo, ocultando y variando motivos musicalmente, el texto gira en torno a un momento, y es así, en la terminología del autor, «corpúsculo» y no «onda», intensa visión desde una parte, no biografía. Pero las vidas emergen por fragmentos, alumbradas por el relámpago del instante (como en la lírica).

El tratamiento del tiempo, fundado en la suspensión de sus vigencias como sucesión y en el reconocimiento de su potencialidad como ámbito de la conciencia total, introduce al lector en un laberinto que vendría a ser la explosión virtualmente infinita del instante.

Ningún transcurso organiza la novela, sino sólo el tiempo resuelto o revuelto en conciencia, la conciencia del tiempo tal cual. De ahí que no haya sensación de temporalidad subjetiva, ni sentimiento histórico, sino comprensión de todo (incluido el tiempo) en la mente. Ni fechas apenas, ni indicios claros de un ayer o un hoy. Todo fundido o confundido, como en esa falta de distancia con que el lírico canta lo que sueña.

Y, sin embargo, este poeta que no intenta la remortalización de lo que pasa, sino la inmortalización de lo que no pasa (aunque parezca pasar), es, como todo gran poeta, un testigo. No sólo porque edifique un penetrante testimonio de la condición humana, el cual pudiera cifrarse en el rechazo de las motivaciones reacionalizables y en el reconocimiento del instinto como primer motor (entrar en la verdad, no analizar las causas), sino porque, además de esta indagación en lo que pueda estar más allá de los linderos de la razón (comparable a la de Martín-Santos en los últimos fragmentos de su novela póstuma), testifica el destino de España en su guerra y postguerra, relatando batallas y situaciones colectivas, pero sobre todo haciendo sentir la tragedia ética y política de aquel y de todo fratricidio: del cometido entre los luchadores y del infligido por los inactivos a los luchadores. La figura adquiere aquí magnitud incomparable en la del solitario Simón, ese nuevo Samuel que se abstuvo de participar en la lucha. Y algo parecido ocurre en otros personajes de la narrativa de Benet (el doctor Sebastián de Volverás a Región, el meditador de Una meditación, la Demetria de Un viaje de invierno, Cristino Mazón, o el Numa), como si la tragedia más honda del mundo en que vivimos consistiese en la pérdida, o en el olvido, de la finalidad que justifique el obrar. Todas esas máscaras parecen componer la silueta de una sola persona cuya tragedia última no fuera otra que la soledad contemplativa, la inacción, la imparticipación: el verdadero fratricidio.

Si en El Jarama podían hallarse muchos factores de tensión poética, en Saúl ante Samuel se cumple a cada paso la «poésie romanesque» propuesta por Michel Butor: la destrivialización de todo a la luz de las formas fuertes y las estructuras irrevocables, a todos los niveles, desde la prosodia hasta lo más íntimo de la ideación48.

Junto a una novela poema tan capaz de testimonio como Saúl ante Samuel podrían situarse algunas, desde Volverás a Región y Una meditación hasta otras de diferentes autores que van imponiendo el nuevo tipo de novela (nuevo en su acento, no en su especie). Densas de testimonio son novelas poemáticas como La saga/fuga de J. B., El príncipe destronado, Retahílas, Escuela de mandarines (a pesar de su excesivo alegorismo), las novelas de Juan Goytisolo y de Luis Goytisolo posteriores a 1970, o El parecido, de Álvaro Pombo. Todas logran el acabamiento propio del poema sin renunciar a la atestiguación histórica.

En cambio, pueden estimarse novelas poemáticas casi puras (o mínimamente atestiguadoras) Un viaje de invierno, Leitmotiv, Oficio de tinieblas 5, Ágata ojo de gato, Visión del ahogado, Fragmentos de apocalipsis, La comunión de los atletas, La Isla de los Jacintos Cortados, Toda la noche oyeron pasar pájaros, Gramática parda, o el tríptico neomodernista de Esther Tusquets, a endecasílabo por título: El mismo mar de todos los veranos, El amor es un juego solitario, Varada tras el último naufragio. (Más endecasílabos en Castillo-Puche: El amargo sabor de la retama, 1979; Conocerás el poso de la nada, 1982). No se olvide, por otra parte, la aparición, durante todo este tiempo, de obras testimoniales sin marcada voluntad poemática, como las novelas de Juan Marsé, e incluso testimonios apenas novelados, desde Tres días de julio (1967), de Luis Romero, hasta Días de llamas (1979), de Juan Iturralde. Pero lo que prevalece es la novela poema.

Como ejemplo de novela poema casi puramente tal, valga El jardín vacío (1981), de Juan José Millás49. Texto concebido desde la actitud compenetrativa con un mundo más que desde la representadora, parafrasea los secretos de una conciencia que gira alrededor de sí misma según un ritmo, y su lenguaje persigue un sugestivo concierto de imágenes. Sería, así, una novela lírica, cuyo lirismo admite sin embargo pormenores prosaicos y sórdidos en una trama (si de tal puede hablarse) orientada del odio a la venganza.

Román (casi el único personaje con nombre) vive vida mínima para vengar en animales (palomas primero, ¿hombres al fin?) todo el odio asimilado. Parece ser el culpable de la huida de su padre, el instigador de la aversión materna, el torpe enamorado de su hermana, y es el propagandista de una campaña, supuestamente difundida por correo, de exterminio de criaturas por envenenamiento, asfixia y otros medios. Habitante del barrio -apenas poblado- de una capital devoradora, en un tiempo impreciso (aunque posterior a la guerra civil), este sujeto recuerda, delira o agoniza en sueños, y ama y mata en estos sueños a la madre y a la hermana, como antes envenenara palomas.

La novela se dispone en pauta laberíntica. Aunque un par de veces se aluda a la madrileña calle de López de Hoyos o al Pilar de Zaragoza, espacio y tiempo aparecen teñidos de abstracción. La voluntad inventiva, y tenebrosamente onírica, despoja cualquier dato puntualizador de otra función que la sorpresa. Las situaciones son pocas y repetidas: el hijo ante la anciana madre; saliendo, volviendo, siguiendo a su hermana; las circulares enviadas por el maniático envenenador a una organización ilusoria; fantasmales memorias de una infancia atormentada; soledad sepulcral. ¿Qué presencia cobra el mundo histórico? Ninguna. El macabro espectrograma de Millás evoca de algún modo, sin menoscabo de su originalidad, los orbes postrimeros de Kafka y Beckett, y no aparece testimoniar nada que no sea la silenciosa aproximación del espanto. Algo recuerda también esta novela la infrahumanidad de Juan sin tierra o de Makbara, y la última de Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla (1982), tiene sintomáticas afinidades con El jardín vacío: metrópolis = necrópolis, epistolografía solitaria, dispersión, pesadilla de la hecatombe, mundo-monstruo. Las novelas de Juan José Millás (Visión del ahogado y El jardín vacío) podrían situarse entre la novela poema de Benet (lírico-épico-dramática) y la novela poema de Juan Goytisolo (onírico-elegíaco-grotesca). Entre estas dos modalidades (neonovelesca una y antinovela otra) parece alentar la narrativa española más avanzada. Pero Benet y Goytisolo son más testimoniales, y Millás, con otros de su edad, pertenece a aquella juventud que de la protesta pasó abruptamente a la inhibición.

Lo característico de la novela española de esta segunda mitad de siglo aún incompleta no es la polaridad entre el testimonio y el poema, sino el radicalismo con que se ha querido adoptar uno y excluir otro. Cuestión de voluntad extremosa, antes que nada. Ni La colmena era «un trozo de vida narrado paso a paso», ni el propósito de El Jarama «ver simplemente lo que sucede allí»; pero, por otro lado, el preludio hipotético de Saúl ante Samuel parece excesivamente desrealizador cuando se comprende que «Re...» es Región y que Región no puede ser sino España.

Lo que el novelista nos cuenta -afirmaba Butor- es inverificable, y ya empezamos por reconocer que, en efecto, la novela es siempre «una historia formalmente fingida»50. ¿Pero habría de apartarse también de toda verificabilidad la materia que la novela formaliza en un contenido expreso? Esa materia -una realidad histórica- se hace sensible y digna de memoria sempiterna en El Jarama gracias a una voluntad testimonial tan intensa como la voluntad concorde de componer un texto irrevocable y duradero. Pese a su planteamiento enfáticamente fictivo, Saúl ante Samuel, genuina obra de arte a todos los niveles, no deja de entrañar un testimonio acerca de la más grave tragedia española contemporánea. Despojado de esta referencia a un mundo vivido en su proceso o en sus consecuencias, ¿tendría el poema la misma eficacia? Y no se trata de que quienes hoy lean El Jarama o Saúl ante Samuel hayan vivido sus fechas internas y puedan recordarlas, pues lo que sucedió, sucedió, y lo que existió históricamente, existe para siempre con el peso de una realidad irreversible que es herencia y continuación en todos los hombres, de cualquier patria, de cualquier época. Y si el testimonio que de ello se deja ha alcanzado la plenitud del poema, vivirá siempre y será revivido, por ser verdad en poesía, y no sólo prosa historial, ni sólo ritmada celebración de imágenes.

Una represión demasiado larga y una quizá última esperanza en la revolución alentaron en los años cincuenta el testimonio que da fe, describe, desvela, denuncia. Un desarrollo económico tardío pero rápido y la creciente desesperanza respecto a cualquier redención revolucionaria han ido conduciendo a otros novelistas, o a los mismos que quisieron aliar política y estética, a una postura de autonomismo artístico, claramente estimulada por la teoría estructuralista así como por el adelantado ejemplo de Borges y Rulfo, Cortázar y Vargas Llosa, García Márquez o Lezama Lima. Dice Juan Benet, quien por cierto debe más a Conrad y a Proust, a Faulkner y a Beckett, que a esos hermanos de lengua: «La obra literaria no evoluciona, no es sustituida por otra, no dialoga, no encierra verdad alguna, no puede ser contradicha y al quedar inmersa en el medio anterior a la muerte donde sólo el error es soberano, preserva su ontogenética condición a resguardo de cualquier investigación»51. Para Benet la misión de la novela no es otra que «dar testimonio de la poca fortuna y mucha desgracia que el hombre puede esperar lo mismo en 1980 que en 1680»52.

Pero lo verdadero no es solamente la sociedad ni solamente el yo, sino el todo53. Y en la tensión perpetua entre autonomismo y mímesis (entendiendo ésta no como copia, sino como reflejo de la realidad o relación a la realidad), la teoría autonomista podrá responder acerca de si la obra está bien hecha, no sobre si era digna de hacerse54. Importa mucho la función de la realidad en el arte; no importa menos el valor del arte para la realidad.

Toda novela perdurable, ya se incline al testimonio, o sea, a la novela histórica del presente irrepetible (como ocurrirá cuando apremien el hambre, la guerra, la enfermedad, la muerte y el silencio opresor), ya se reconcentre en el poema, o sea, en la novela mítica del pasado-futuro, del siempre-siempre (como sucederá cuando las circunstancias permitan al escritor consagrarse sin remordimientos al arte por sí mismo) tiene, además de su propia verificabilidad (la inmanente al texto), un horizonte de verificación total: el de la realidad histórica de la que brotó con el estremecimiento germinativo de lo que es -a un tiempo- necesario y libre. En otros términos: la finalidad más generosa es poder elegir libremente, con entera libertad, lo necesario.

1986.







 
Indice