El problema converso: clave interpretativa de la cultura española

Fue a consecuencia de ese modo nuevo de enfocar la investigación como Américo Castro descubrió la importancia de los conversos en la historia de España. La situación de desgarro personal tras la guerra y la larga soledad en la que vivió durante el exilio en América le permitieron deshacerse del esquema mental asimilado en los años de trabajo en España. Su nuevo enfoque histórico y sus nuevos métodos de análisis le posibilitaron apreciar la compleja situación que subyacía en la literatura española. La problemática personal del creador y del medio social en el que éste vivió estaba presente, escondida o encriptada, en las manifestaciones literarias. La singularidad del caso español, explicaba Castro, radicaba en esta realidad problemática generada por la difícil integración de las tres castas. Un proceso histórico traumático, que tardó siglos en cerrarse y que durante su prolongado proceso creó un vivo y profundo conflicto colectivo y personal. La historia de la literatura y, por extensión, de la cultura española no podía entenderse sin relacionarla con esta singular conflictividad.

El problema converso se convertiría en una de las claves con las que Américo Castro construyó su nueva interpretación de la historia de España y en este aspecto se volvía a encontrar con Marcel Bataillon. Fue un descubrimiento tardío en la vida de Castro, insinuado tempranamente por Bataillon, y sobre el que ambos se volcaron conjuntamente en sus trabajos de madurez y vejez. Tiempo atrás, Castro había criticado la relación que Bataillon establecía entre los descendientes de judíos y las corrientes mesiánicas del siglo XV y XVI396. «Creí excesiva su idea de la influencia judía». Pero ahora le reconocía su error: «Ud. estaba en lo cierto», y aún iba más allá: «resulta que ambos nos quedamos cortos»397. Para Castro, el problema converso se convertiría a partir de entonces en la clave con la que se podía explicar la singularidad de la cultura española del llamado Siglo de Oro. «Eso de los judíos conversos es como Ud. dice». Castro animó a Bataillon a continuar conjuntamente por ese camino398.

La cuestión conversa, utilizada como nueva clave interpretativa, les llevó a volver sobre los hombres de aquellos siglos y a descubrir nuevos sentidos a su obrar. «Ud. me ha forzado a ver toda la importancia de la entrada en juego de los conversos, no solamente en el plano social, sino también en el de la espiritualidad», le escribía Bataillon a Castro399. El intercambio de hipótesis y hallazgos interpretativos a través de la comunicación epistolar, intensa y creciente a partir de los años cincuenta, generó provechosas sinergias y un efecto de retroalimentación muy fecundo para ambos. Los frutos de aquella colaboración epistolar fueron apareciendo en forma de conferencias, cursos, artículos y libros. «Vamos a usar nuestras claves interpretativas antes de que sea demasiado tarde»400.

A principios de los años cincuenta, Marcel Bataillon publicaba un estudio sobre la novela pastoril en el que planteaba las conexiones entre la melancolía que se expresa en este género y la problemática de los descendientes de los judíos401. «Buenísima su nota sobre la melancolía pastoril, y le agradezco mucho que haya ahondado con tanta perspicacia en esa cuestión. Cuanto más se reduzca el área genérica de un fenómeno humano tanto mejor mostrará su realidad viva». A continuación Castro le comunicaba sus propias averiguaciones, aún sin publicar, referidas a la novela pastoril Menina y Moça del supuesto converso Bernardino Ribeiro, editada tres veces en el siglo XVI, una de ellas por judíos en Italia (1554): «En mi inédito trabajo sobre lo pastoril (en el libro sobre Cervantes que me va a faltar vida para publicar), noto el curioso hecho de haber sido editada Menina y Moça por judíos españoles»402.

Conforme avanzaban los años, más convergían las investigaciones de Marcel Bataillon y Américo Castro en torno al problema converso. «Me llegan sus sobretiros que en parte conocía. No el de Alonso Núñez de Reinoso, un magnífico trabajo de detectivismo, sumamente divertido». El trabajo citado se adentraba en los círculos culturales creados por los exiliados ibéricos en Italia, de los que salió aquella edición referida arriba de Menina y Moça: «¡Pobres marranos! Lo que me hace gracia es su dedicatoria. Ahora se ha acentuado el chisme (¡hay tantos sobre mi modesta persona!) de que yo soy de familia judía»403. La dedicatoria divertida que firmaba Bataillon se refería a ese chisme que algunos hicieron circular sobre las supuestas razones por las que Castro se empeñaba en destacar lo semítico en el pasado español. La patraña decía que la familia de Castro descendía de los judíos de Lucena404.

El humanista Luís Vives había concitado el interés de ambos desde tiempo atrás. Ahora, a raíz de una publicación que Bataillon le enviaba a Castro sobre las reflexiones de Vives acerca de la beneficencia, éste las conectaba con su origen converso, probado en esos días por la aparición de los procesos inquisitoriales contra su familia. «Las páginas sobre Vives muy penetrantes. La relación de Vives con los intentos estraburgueses para suprimir la mendicidad, y su falta de conexión con Pérez de Herrera y Cía., sitúan al judío valenciano en su verdadero lugar. No es la gota y el artritismo el motivo de la desesperación de Vives (ya lo rechazaba en mi libro, al final), sino el no tener postura en su vida privada y pública. Los médicos suelen tender a dar explicaciones mecánicas de los actos humanos. Viendo ahora el horror de la persecución de toda la familia de Vives en Valencia, se da uno cuenta de cómo sentirían aquellas gentes»405. La angustia, una experiencia vital común a tantos conversos a causa del acoso social, de la persecución y de la baja estima que tenía su condición en la opinión general, servía para explicar su singular comportamiento y el carácter de sus obras. Luís Vives era un ejemplo evidente.

Se repiten también por los años cincuenta y sesenta los comentarios epistolares en torno al Dr. Laguna, médico converso originario de Segovia, verdadero autor del libro Viaje a Turquía según explica Marcel Bataillon en los sucesivos estudios que le dedica al tema406. Las confidencias epistolares revelan retazos de las conversaciones que mantuvieron durante sus esporádicos encuentros, como aquel en París en los días invernales de 1953 y 1954. «Me encanta verle después de años, y de conversar de nuestros comunes intereses históricos. Lo del Dr. Laguna era de esperar. La clase intelectual en España era toda judía, y los que no lo eran se dejaban aconsejar por ellos. Estoy seguro que D. Juan Manuel escribía rodeado de un cenáculo de hebreos»407. Tres años después, en otra carta, volvía sobre el mismo tema acusando recibo del envío que le hizo Bataillon de algunos otros trabajos sobre el Dr. Laguna: «Creo, además, que el estilo personalista y autobiográfico-integralista del Dr. Laguna no es separable de su posición como hispano-hebreo. Las relaciones de aquellas gentes con su conciencia poseían una forma especial. De no ser así, ¿qué valor hondamente informativo tendría el descubrir el hecho de ser de ascendencia-conciencia israelita el Dr. Laguna? Por ser esto así fue posible barruntar el hebraísmo de Diego de Valera, Teresa de Jesús, Luis Vives, y otros, sin necesidad de ver documentos»408. La obra de arte -la literatura- se plegaba a la realidad vital del autor, lo que permitía encontrar en ella las palpitaciones de su vida, su propia experiencia vivida. Castro defendía esta manera de abordar el estudio de la literatura, que aplicó en su investigación y que quiso trasmitir a Bataillon: «En último término la literatura como arte y forma expresiva de la vida (no del pensamiento, de la moral, de las costumbres, etc.) apenas ha interesado a quienes la estudian "técnicamente"»409.

La arrogancia del Dr. Laguna, su empeño en destacarse -en «empinarse»- respondía a su singular «estado vital» como converso. «Muy bien su análisis, no solo de la arrogancia erudita de nuestro buen doctor, sino de lo que había detrás de ella. Ese es el camino: la erudición, además de erudición, es algo que le acontece a alguien, en su vida»410. El alarde de erudición que hace el Dr. Laguna en su obra -vía personal para alzarse sobre una sociedad rústica y opresiva- responde a su situación como converso, condición infamante que en cada uno motivó diferentes reacciones personales, presentes en sus obras. La obra del autor converso expresaba una manera singular de reacción frente a esa situación vital. Finalmente, según Castro, el autor está dentro de su obra y la obra es expresión de la vida del autor. Arrogancia erudita en Laguna y afán de alzarse, de «empinarse», dirá Castro. «Creo que se aclararía la cuestión si en lugar de hablar de "psychología", nos fijáramos en lo que hicieron aquellas gentes angustiadas y sin salida. La "psychología" es estática y abstracta, y va a dar en tipologías y caracterologías. La casta judía (como tal, o como conversa) procuraba "empinarse", como muy bien sabía Bernáldez, y otros, que los conocían muy de cerca. Las Casas, como Laguna y todos ellos, aspiraban a alzarse de ser "hijos de nadie", a las cimas más altas. Vea que lo mismo que a Las Casas, le pasaba a José de Acosta (y a otro jesuita que citaré algún día, empeñado en altas empresas también con un papa, y que la Inquisición trataba de anular en vista de lo bajo de su linaje judío, etc.) Si traspone la psicología a la conducta, todos ellos se parecen; son náufragos, afanosos de tocar tierra y trepar por ella»411.

La angustia, el «vivir desviviéndose», era un sentimiento propio de muchos conversos e imprimió su huella en sus obras, expresándose en cada uno de ellos en modos diferentes. Unas veces como nostalgia - la novela pastoril -y otras como arrogancia erudita- la del converso Dr. Laguna. También se expresó como «furia proselitista» - la de Anchieta, el beato Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús o fray Bartolomé de Las Casas, que «-lo sabe Ud. mejor que yo- era una cosa de conversos412». Bartolomé de Las Casas, el célebre fraile dominico, concitó el interés de ambos también por esos años. A él dedicaron detallados estudios para desentrañar el significado de su personalidad y obra. Para Castro, la condición conversa del fraile dominico explicaba su actitud vital ante el problema indiano: «era un caso de automagnificación inseparable de su casticismo»413.

Castro había escrito un trabajo sobre el dominico, todavía sin publicar, en el que daba sus razones: «Hice lo de Las Casas por haber prometido al infeliz Sarrailh moribundo que colaboraría a su Homenaje»414. La condición de converso la había anticipado un estrecho colaborador de Américo Castro, Claudio Guillén, el hijo de su amigo íntimo Jorge Guillén. «Como Claudio Guillén ha encontrado que los Las Casas eran como los Lagunas de Ud., pues esto me llevará a presentar al famoso apóstol como lo que fue». «Cuánto me habría gustado hablar de estas cosas con Ud.; la cooperación en estos asuntos es importante. Claudio y Paco Márquez van encontrando cosas excelentes. Y Ud. ya nos ha dado muy preciosas informaciones»415. Bataillon, que había trabajado años atrás sobre la obra de fray Bartolomé de Las Casas, sentía interés por esta nueva hipótesis: «Me habló Ud. -le escribe Castro- del interés que le inspiraba mi sugestión de ser Las Casas, el gran resentido, otro ex illis [ex-judío]. Ahora puedo afirmarlo»416. El resentimiento y la automagnificación que caracterizaron la obra del dominico eran frutos de su condición conversa. Castro la había detectado en su peculiar manera de argumentar: su visión paulina del cristianismo, por la que los conversos debían ser incluidos en un solo Cuerpo Místico de Jesucristo e Iglesia, como resultado de los beneficios universales otorgados por Cristo en su la Pasión. Tales argumentos no procedían de su erasmismo, sino que eran un recurso dialéctico habitual en los conversos.

Castro anticipaba a Bataillon estas ideas, que luego saldrían publicadas en su artículo «El "nosotros" de las historias» (1964)417: «Pues bien, ahí digo, tangencialmente, que Las Casas era converso; oculta su verdadero nombre con eso de Casaus o Casa; pero sobre todo lucha para redimir a los indios (¡Habla del linaje de los indios!) a fin de redimirse a sí mismo de la consabida mácula, gracias a la "Encarnación y Pasión de Jesucristo", y a lo del "cuerpo místico", etc. Si me ocupo de eso más en detalle, haré ver que ya irse a las Indias, es un síntoma, por sí solo no significativo, pero muy elocuente cuando se junta a todo el sentido de la obra de aquél ansioso de prestigio. Por falta de tiempo no he puesto de acuerdo su inteligente observación de que todo el humanismo de Laguna, es bambolla, más aparente que real, para darse importancia. Y eso es lo que hizo Las Casas, alborotar, hacerse oír de los príncipes, etc., etc. Alguien tendrá que escribir sobre los "conversos y sus salidas" -como escritores, inquisidores, místicos, ascetas, erasmistas, funcionarios públicos, etc. En primer lugar, como gente ansiosa de figurar en primer término, en las candilejas, a fin de pasar inadvertidos, a fuerza de deslumbrar, de causar escándalo, y armar ruido»418.




Teatro y conversos

En la carta anterior, Castro le explicaba a Bataillon su nuevo enfoque del teatro español. Para llegar a tales conclusiones se había valido también de algunos de los hallazgos de Bataillon. En 1962 le escribía: «Cuanto me anuncia, en cuanto a sus nuevas producciones, es muy apetitoso. [...] Para la Segunda Parte de mi obra [De la Edad Conflictiva] todo eso vendrá muy bien (acabo de darme cuenta de ser converso Diego Sánchez de Badajoz, lo mismo que lo era T.[orres] Naharro: basta leer despacio sus obras)»419. En otra carta de ese mismo mes insistía: «Hablando de cosas más de nuestro oficio, la obra de Diego Sánchez de Badajoz es sin duda alguna la de un converso, y de uno muy desesperado por el asunto "cristianos viejos, cristianos nuevos". Estoy convencido de que casi todo el teatro, de fines del siglo XV a mediados del XVI, es ex illis»420.

Hablando de cosas del oficio -hilo conductor de un epistolario y de una amistad de medio siglo-, Castro le confesaba a Bataillon su hipótesis. En una carta fechada en diciembre de 1962 le escribía: «Voy a Washington hacia la misma fecha que el año pasado, para hablar sobre el teatro español con miras [a] entender a Lope. Comenzaré con J. de la Encina. El nuevo y futuro género nació de la posición, como expresión más bien de la situación de los conversos. Lo era Encina, claro, y L. Fernández, y T. Naharro y D. Sánchez de Badajoz. Imagino que casi, todos los de aquella primera época. El reactivo de la Trinidad es muy eficaz. Dos de ellos dan como prueba de estar ya presente la Sma. Trinidad en el Antiguo Testamento, Génesis, 18: 1,3, en donde Abraham llama Señor de los tres ángeles. Meteré la cosa, o en la Segunda Parte de La realidad, o en la continuación de la Edad Conflictiva, si antes no me han llevado al Santo Oficio»421.

Al mes siguiente volvía a escribir a Bataillon, ahora desde Madrid, tras conferenciar en Washington y Austin, y le comentaba sus disertaciones sobre el primer teatro español: «Lo único "exciting" es haber establecido la relación entre el nuevo género literario iniciado por Juan de la Encina y la cuestión de las castas. Resulta que Juan de la Encina, Lucas Fernández, Diego Sánchez de Badajoz, otros, eran conversos. Usaban la Natividad como carta constitucional que garantizaba, que debía garantizar sus libertades, su derecho a no ser despreciados por los cristianos viejos. Una vez cogida la clave de la vida española, todo eso aparece con su verdadera realidad»422. Dos meses después insistía en otra carta: «Me he metido en un interesante lío con esos del teatro llamado primitivo, obra de conversos. Me van a lapidar, pero qué claro aparece, una y otra vez cogido el tranquillo al asunto. La obra de [Joseph E.] Gillet sobre T. Naharro es lo más monumental que se ha hecho como comentario a un texto; pero él y su continuador [Otis H.] Green no han tenido noción de que T. Naharro era un poeta. Con llamarlo medioeval, se quedan contentos. Y ni sospecha de que aquel sujeto era un converso, que manejaba la religión a su modo. Cuando tenga esto más articulado, le diré más»423.

Ésa era la clave de la vida española -el reactivo- con el que Castro se lanzaba a releer la literatura española para examinar cómo se expresaba, qué nuevos significados y sentidos le ofrecía. Por su parte, Marcel Bataillon también se encaminaba por esa misma senda.




Picaresca y conversos: Bataillon y Castro por caminos convergentes

Marcel Bataillon dedicó largas y continuadas investigaciones a La Pícara Justina y a su autor. A esta difícil y controvertida obra de la picaresca española le dedicó los cursos que impartió en el Collège de France entre los años 1958 y 1961. Como resultado de sus trabajos sacó algunas publicaciones que le fue enviando a Castro, quien le animó a introducir la clave conversa en esta investigación: «Creo que le dije que me interesó mucho su estudio de La Píc. Justina; me agradaría ver su pensamiento final acerca del "conversismo" del autor». Se refería al médico converso Juan de Úbeda, hechura del célebre Rodrigo Calderón424.

Américo Castro se había centrado por entonces en sus estudios sobre el tema del honor en la sociedad y cultura de los siglos XVI y XVII. Sus resultados aparecieron en 1961 en el libro De la Edad conflictiva, cuyo subtítulo decía El drama de la honra en España y en su literatura425. El logro conseguido le animaba a continuar por esa senda y a invitar a Bataillon que le siguiera por ella. Ese era el mejor método para interpretar la literatura española del Siglo de Oro -creía Castro-, y no el que Bataillon había aplicado en su estudio sobre La Celestina, cuyo libro aparecido en 1961 tan poco le había gustado426. Se sentía mucho más cercano a Bataillon en su modo de abordar La Pícara Justina: «Se me olvidó decirle que me interesó y divirtió mucho lo de "Ríoseco". Cuánta cosa escondida habrá en esa "época conflictiva"»427.

«Le digo, en confirmación que acaba Ud. de publicar sobre La Pícara Justina un espléndido estudio. Su conclusión de ser la novela de pícaros una forma literaria que "dénonce toute l'ampleur du malaise espagnol" sirve para estructurar una cantidad de detalles sueltos y anecdóticos por sí solos sin sentido. Los antropólogos nunca comprenderán que las expresiones humanas no son reductibles a lo expresado en ellas. De ahí la importancia de reconocer, como Ud. hace, que el "malaise" halló expresión en "une nouvelle littérature", en una creación singular, que muere cuando los sujetos del "malaise" o no saben renovar su expresión, o ni siquiera pueden ya relacionar su malestar con sus motivos y circunstancias»428.



Con estas palabras, Castro se refería al trabajo publicado por Bataillon en 1963 sobre el género de la picaresca a propósito de La Pícara Justina429. Tras este artículo Bataillon escribiría otros más sobre este texto enigmático: «Su artículo sobre los asturianos justinescos es en verdad estupendo. Ha llegado Ud. a una agudeza de interpretación sorprendente. [...] Admiro que pueda "atar cabos" con tanto arte (lo de cubrirse los grandes y los hábitos de las órdenes militares es muy bueno). Para mi propósito todo ello es de utilidad. Las jerarquías sociales no eran respetables, porque tras las burlas había unas grandes veras. Todo lo cual arranca de estar fundado el orden social sobre la hidalguía, y carecer ésta de fundamento estimable. De ahí, inclinaciones anárquicas, no respeto por la autoridad. La literatura pisoteó simbólicamente la literatura. La cosa se inicia en la Celestina (según digo en el librillo de la Rev. de Occidente). Celestina entra en la iglesia en el lugar, dejado vacío, por la Bella en misa, del romance. Hace años lo venía diciendo en clase, durante más de 20. Sempronio hace para conquistar a Elicia todas las "caballerías" que Calisto no hace para lograr a Melibea. Valoraciones invertidas. Sus paralelos son los "Disparates" de J. de la Encina, las pinturas del Bosco, etc. Lo cual no quita que La Celestina pueda tener muchas otras significaciones, todas ellas posibles y permisibles. Pero de ahí procede la visión invertida de la literatura picaresca. Gracias a Ud. entenderemos ahora la Píc.[ara] Just.[ina], que ha de situarse en la perspectiva del autor, descubierta por Ud.»430.

Marcel Bataillon remataba estos trabajos en torno a La Pícara Justina y la literatura picaresca con un artículo en el que expresaba su convicción en la influencia que tuvo el problema converso en el auge de este singular género literario español. Esa era su última conclusión, en sintonía con la tesis de Castro. Todo el género, desde El Lazarillo de Tormes hasta La vida del Buscón de Quevedo, pasando por Guzmán de Alfarache y La Pícara Justina, debía ser interpretado desde la problemática situación de los conversos, estigmatizados por la impureza de su sangre. Bataillon reconocía en este texto haber cambiado de enfoque sobre el tema: «[...] tengo que confesar que, en estos años, he debido cambiar, en gran manera, de opinión»431. En realidad, pensaba ahora, el tema central de la picaresca no era la pobreza, el hambre, la indigencia o el ingenio delictivo de sus protagonistas, sino la obsesión social de la honra, puesta en cuestión por los pícaros. El género picaresco no tenía un fin moralizante, sino que era la creación literaria de autores que sacaban pícaros a la vida para poner sobre la mesa la obsesión española por la limpieza de sangre432. Los autores picarescos y sus criaturas expresaban la amarga concepción que tantos conversos tenían del mundo por su condición marginal. Marcel Bataillon afirmaba que los estudios de Américo Castro sobre Mateo Alemán, fundador de la dinastía pícara con su Guzmán de Alfarache, habían asentado una «categoría» fundamental para entender la sociedad y cultura española.

Castro le agradecía por carta sus palabras elogiosas para con él: «[...] su artículo, tan denso de fecundas y exactas observaciones sobre la picaresca y su significación histórico-humana. Además, muy generoso para conmigo. El sistema del "team work", "travail d'équipe" (no hay expresión corriente y consagrada en español, y ya es significativo) multiplica la eficacia». Ese equipo que se había puesto a revisar la literatura española bajo la nueva perspectiva del problema converso estaba formada todavía por muy pocos: «Me parece que el punto de vista adoptado por Ud., Márquez [Villanueva], [Stephen] Gilman y un servidor acabará, muy a la larga (no lo veré yo), a mudar la imagen histórica de los españoles»433.

Américo Castro le propuso a Marcel Bataillon publicar ese conjunto de estudios dispersos suyos sobre la picaresca y La Pícara Justina en un volumen conjunto («estoy seguro que Taurus lo publicaría»434): «Querido Bataillon: escribo hoy a García Pavón rogándoles encarecidamente (una vez que Ud. acceda a ello) arme un volumen de estudios sobre literatura picaresca, centrados en lo descifrado por Ud. en La Pícara»435. Y así fue como salió a la luz en 1969 el libro de Marcel Bataillon Pícaros y Picaresca: La Pícara Justina, que le dedicó a Castro: «A mi admirado amigo Américo Castro, renovador de los problemas de la picaresca y de la honra y de mucho más»436. Con aquella cariñosa dedicatoria, decía Bataillon, no pagaba la «nueva» deuda que había contraído con su viejo amigo. Esta deuda era la ayuda que Castro le venía proporcionado desde 1948 para dar el justo valor a la influencia que tuvo la obsesión española por la limpieza de sangre en la literatura437. Sus palabras eran una manera de hacer público su reconocimiento.

La limpieza de sangre era un problema clave para entender la sociedad y cultura españolas. «Algún día -yo no lo veré-, dirán los libros que la limpieza de sangre contribuyó indirectamente a crear algunas obras geniales (ante todo el Quijote), e indirectamente a paralizar culturalmente a los españoles y a empobrecerlos»438. Era en los efectos de este fenómeno donde había que buscar las razones que produjeron eso que Ortega y Gasset calificó como la «tibetanización» de España, y no en las medidas políticas de Felipe II. Tanto Bataillon como Castro, se dicen el uno al otro, ya habían sobrevolado por este asunto en sus primeros años de investigación, pero sólo ahora, en los días de vejez, daban sentido a aquellas primeras inquietudes y publicaciones de 1916 sobre el tema de la honra439.




De vuelta a Cervantes

El método aplicado por Bataillon en el análisis de La Pícara Justina era el apropiado para alcanzar una interpretación más cercana al verdadero sentido de la literatura española. La novela pastoril, el teatro, la mística, la proyección americana, todo iba encajando en ese nuevo enfoque histórico. «En suma, los hilos y las mallas de este telar van labrando un tapiz, que algún día ofrecerá la "vera efigie" de aquella extraña sociedad»440. Castro quiso dar un paso más en su esfuerzo reinterpretativo. Tenía en su cabeza, le anunciaba a Bataillon, un futuro libro sobre Cervantes y el Quijote, en el que pensaba aplicar el nuevo método: «Hay que hacer con él [Cervantes] algo de ese trabajo estupendo de Ud. sobre La Pícara. Qué mundo aquél»441.

Una vez resueltos todos los compromisos editoriales, Castro se sentía libre para abordar su nuevo estudio sobre Cervantes. «Es un poco agónico trabajar así, siempre apremiado y entrampado con los editores. Pero si después de esto puedo echar fuera el nuevo Cervantes, quedaré más tranquilo. Toda mi vida anda envuelta y revuelta con estos temas. Viendo el fin de mi trabajo próximo, quisiera poner en claro...»442. Esfuerzo agónico, repetía en otra carta: «La familia tiene razón en que debía suspender mi tarea, voy a sufrir las consecuencias, lo sé. Al mismo tiempo -continúa- la seguridad de que se está terminando mi tiempo "útil" me fuerza a terminar lo comenzado»443.

Castro le va anticipando sus nuevos descubrimientos sobre el Quijote: «[...] he visto nuevas cosas en Cervantes, y como no me gusta que aparezcamos discrepando en ciertos detalles -si es evitable-, le anticiparé lo que saldrá dentro de algunos meses»444. Le escribía entonces sobre algunos detalles del Quijote que le resultaban claves: ahí estaba el episodio en el que nuestro hidalgo se encuentra con Diego de Miranda y con don Lorenzo, o aquel otro del «tocino» que como salvoconducto lleva el morisco Ricote, y que Castro pone en relación con el tocino que lleva en su faldriquera el Bretón del Coloquio de los perros. Además estaba eso de los «duelos y quebrantos» que come don Quijote los sábados, llamados por Covarrubias «merced de Dios» y por Lope de Vega «nombre hidalgo». Pero, Américo Castro todavía dudaba en extraer las últimas consecuencias a estos y otros detalles: «No digo que don Quijote fuera un converso. Pero Cervantes no podía ser cristiano viejo». «Un cristiano viejo no hubiera escrito nunca El retablo de las maravillas y Los alcaldes de Daganzo»445.

Por esos meses Castro andaba metido de lleno en Cervantes y su hipótesis maduraba. Iba dibujándose cada vez con mayor evidencia. Dan muestra de ello las palabras que confía a Bataillon en una de esas cartas que le escribe por el placer de hablarle a él epistolarmente, el único amigo con quien puede compartir tales confidencias: «Estoy metido de cabeza en el Quijote, y se me dibuja ahora como nunca antes, el cuadro en el cual se funden la expresión literaria y los reflejos que sobre ella proyecta la experiencia vital de Cervantes, opuesta vivamente a la de Guzmán. Como creo le dije, me haría falta charlar con Ud. (ojalá podamos vernos en junio). ¿Por qué come don Quijote "duelos y quebrantos" y no "la merced de Dios"? Esos contrarios nombres marcan la división de los "viejos" y los "nuevos" en cuanto al tocino, un tema en que Cervantes está metido hasta el cogote. Teresa Panza manda a Sanchica cortar "tocino adunia" para el Paje de la Duquesa. Adunia es puro árabe, "en abundancia", un "hapax" en la literatura de aquel tiempo, y en la anterior. Sancho y los suyos están orientados "du côté du lard" (lo primero que Sancho huele en las bodas de Camacho es el tocino). Don Quijote surge, antes de serlo, como persona sin ascendencia, con nombre inseguro, pero a los torreznos que come les llama "duelos y quebrantos". El cristianismo de don Quijote es de cristiano nuevo: vertido a lo íntimo, paulino, antiteológico y antilegalista (don Diego [Miranda] quiere que su hijo [don Lorenzo] sea teólogo y leguleyo...». Tras estos detalles conclusivos que enumera Castro, pregunta a Bataillon: «¿Estoy viendo visiones, o pisando en tierra firme?». Y él mismo se responde, anunciando a Bataillon la que será su última conclusión interpretativa del Quijote, tesis nueva y bella, quién sabe si cierta: «Si no estoy errado (sin h) la oposición-armonía de don Quijote y Sancho se haría más vitalmente comprensible (dadas las verdaderas circunstancias de la época) presentándolos como una ideal superación del conflicto central de la época y de la literatura»446.

Castro se había lanzado a una nueva inmersión en las páginas de Cervantes: «Después de estar sumido en Cervantes durante estos meses, el más crítico y constructivo de los españoles...»447. Confesaba a Bataillon sus conclusiones. Miguel de Cervantes, un converso de vida acosada por las contradicciones sociales en la que tuvo que vivir, instalado vitalmente en medio de una sociedad en guerra abierta consigo misma a causa del problema de la limpieza de sangre, resolvió en la ficción literaria del Quijote un conflicto irresoluble en la realidad de su tiempo. A diferencia de Mateo Alemán, otro converso coetáneo suyo, Cervantes no se hundiría en el nihilismo del Guzmán de Alfarache -con su sentencia de que Díos se equivocó al crear al hombre. Al contrario, Cervantes sacó a andar por las tierras de España a un hidalgo cristiano nuevo -don Quijote- junto a un rústico cristiano viejo -Sancho Panza- para reconciliarlos. En la novela uno salva al otro, el cristiano viejo al cristiano nuevo y viceversa, cuando en la realidad social española aquel drama se mostraba entonces sin solución.

Un viejo compromiso editorial que rescató de su cajón le servía de excusa para continuar en su último reto intelectual. Hacía años la editorial Random House, de Nueva York, le pidió un trabajo sobre Cervantes dirigido al público de habla inglesa. En 1967 Castro le escribe a Bataillon seguro de sus conclusiones. ¡Qué bien se ve en su correspondencia el tiempo y modo en la maduración de sus ideas! En una carta de principios de año le dice confidencialmente: «Le diré (entre nosotros, por el momento) que ese atroz Cervantes se burla con un sarcasmo "esperpéntico" de los hallazgos granadinos en 1588 (¡la Torre Turpiana!) al final de la primera parte del Quijote»448. Se refería Castro al asunto de los plomos del Sacromonte. A finales de año se reafirma, ahora ya muy seguro de sus conclusiones: «Cervantes era converso, porque los Quijadas, parientes de su mujer lo eran; porque la probanza de hidalguía de su padre era tan falsa como la de tantos otros; porque don Quijote era cristiano nuevo y Sancho cristiano viejo; porque elogia a los jesuitas que acogían a los conversos, lo mismo que hizo Mateo Alemán. No entiendo cómo pueda creerse que la atroz situación de los españoles, desde el siglo XV, no se reflejara en cuanto aquellos hicieron en armas y letras, en cultura y en ignorancia buscada»449.

Para Américo Castro, la confrontación de sus ideas con Marcel Bataillon fue un recurso permanente. Sus críticas le estimulaban a mejorar sus investigaciones. Sus coincidencias de opinión le resultaban reconfortantes, pues con ello acreditaba sus ideas frente a tanto ataque. Pero además, y esto no era menos importante para él, el asentimiento de Bataillon le confirmaba el sentido que había dado a su vida en aquel último tramo de existencia. Su carta del 29 de noviembre de 1967 es bien expresiva en este sentido: «Mi querido Bataillon: Su admirable carta, en verdad fraternal, exigía darle gracias enseguida, por la Western Union, nuestro telégrafo. En el caso suyo, y en muy, muy pocos más, lo decisivo para mí es la amistad, no la coincidencia mayor o menor de nuestras ideas. La naturaleza de mi problema (ligado a desventuras de amplio radio) implica choques, no precisamente por mi combatividad, sino por la misma índole del tema -la vida propia, ensanchada en la colectiva en cuyo ámbito tuvo uno la suerte o la desdicha de nacer. Hasta ahora el tema español fue tratado "culturalmente", como algo que está ahí. Al encontrarme el motivo de tal situación, no tuve más remedio que alarmar a la gente, como si se tratara de una epidemia cuya causa antes se desconocía. [...] En España pasan de bostezar indolentemente a dar alaridos. [...] Su carta es de una generosidad y de una amplitud de alma más que bienvenidas. [...] Que Ud. admita que don Quijote-Sancho simbolizan, o personifican, a un cristiano viejo y a uno nuevo es para mí como agua de mayo. Lo corriente es no admitirlo, y por eso Dámaso [Alonso] se niega a ver en Góngora a un cristiano nuevo, cosa que salta a la vista. Pero toda su carta de Ud. rebosa bondad clara e inteligente, ¡y alentadora!»450.




Conclusiones

Comenzábamos este texto preguntándonos sobre el sentido de husmear en el epistolario de Marcel Bataillon y Américo Castro y si ello podría tener algún valor que fuera más allá de la simple curiosidad que atrapa en estos casos al investigador. Creo, con sincera humildad, que es provechoso escuchar el diálogo epistolar que, durante más de cincuenta años, sostuvieron estos dos historiadores de nuestra cultura. Tal lectura trae hasta nosotros temas todavía abiertos sobre nuestra historia, reflexiones vivas y profundas que deben alumbrar nuestros trabajos. Temas referidos a los siglos de la llamada Edad Moderna, pero también temas relativos a la preocupación intelectual de los hombres del siglo XX. Serán los estudiosos de hoy quienes tendrán que decir qué valor tiene para nuestro presente la aportación de Américo Castro. Por mi parte, he intentado que fuera su propia voz, que se oye todavía viva en sus cartas, la que nos condujera por sus pensamientos, siempre confrontados con su colega y amigo Marcel Bataillon. Mi propósito fue interferir lo menos posible en su conversación.

Como don Quijote y Sancho Panza, los personajes con los que convivieron en su larga aventura intelectual, Bataillon y Castro aparecen ante nosotros unidos, perfilándose sobre el horizonte de la historia de España. Coincidiendo y discrepando, pero yendo juntos sobre aquella España de los siglos XVI y XVII, y entreteniendo su viaje con diálogos escritos que por suerte también nos han llegado.






ArribaAbajoAmistades peligrosas: Américo Castro y Camilo José Cela

Julio Rodríguez Puértolas.
Universidad Autónoma de Madrid



- I -

En julio de 1962 el general Franco cesaba a su ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias-Salgado, que lo había sido, con mano dura, desde 1951, y designaba en su lugar a un brillante y joven Manuel Fraga Iribarne, que permanecería en tal puesto hasta octubre de 1969. Su sucesor fue Alfredo Sánchez Bella, hasta junio de 1973451. Estos ministros de la Dictadura se enfrentaron, cada uno a su manera, con el problema de los intelectuales y artistas republicanos exiliados, la mayoría de ellos desde 1939, y pusieron en marcha campañas de atracción para el regreso de los que no fueran radicalmente irreductibles. Ya en 1956, Luis Fernández del Amo (Director del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid desde 1952) emprendió un plan de adquisición de obras de artistas exiliados, que terminó en rotundo fracaso452. Y curiosamente, también en 1956, en abril, se publicaba el primer número de Papeles de Son Armadans, calificada tiempo después por su creador y director, Camilo José Cela, como:

«[...] la primer revista liberal de esta etapa española -con mis exhaustas arcas al quite y sin subvenciones de nadie [sic453.



Lo de la independencia no subvencionada de PSA lo dice Cela en más de una ocasión en sus cartas a diversos desterrados; lo de «revista liberal» se lo escribe tal cual a Corpus Barga el 7-X-61454. PSA se especializó de inmediato en atraer a sus páginas y a España a numerosos intelectuales y escritores republicanos, como se verá. Y todavía en los tiempos de Arias-Salgado nos encontramos con el comienzo del incidente de Viridiana, tan buñuelesco como la propia película. Rodado en España -lo que le atrajo al aragonés las iras de algún compañero del exilio- el filme fue premiado con la Palma de Oro del Festival de Cannes, donde fue exhibido en 1962. El galardón fue recogido por el propio Director General de Cinematografía y Teatro español, José Muñoz Fontán (el mismo que había «recomendado» un cambio en el final de la película, aceptado gozosamente por Buñuel, que lo consideró más perverso que el suyo propio). Dicho Director General sería ignominiosamente cesado; Franco no aceptó la dimisión del ministro Arias-Salgado, el cual, por lo demás, fue relevado al poco455.

También en 1962, José Ramón Marra-López publicaba un libro que causaría sensación en los medios literarios: Narrativa española fuera de España, 1939-1961 (Madrid, Guadarrama). Comienza así a conocerse en el interior algo de lo que el título del libro dice456. Pero será la época de Fraga Iribarne -«la primavera de Fraga», como llegó a decirse- cuando el aparato del estado franquista organice realmente sus planes de captación. Además de ser Fraga el impulsor de las conmemoraciones de los llamados «XXV años de la Paz Española», con gran parafernalia propagandística457, es básico el hecho de que durante su paso por el Ministerio de Información y Turismo, en marzo de 1966 concretamente, se promulgó una nueva Ley de Prensa e Imprenta que venía a sustituir a la vigente desde 1938, en plena guerra civil458. En cuanto a la captación de exiliados mencionaré sólo dos casos muy disímiles, ambos de novelistas. En 1966, una escritora desterrada en México -donde había publicado diversas obras- y de no excesivo renombre, Cecilia G. de Guilarte (1915-1989), regresa a España, «donde el régimen franquista la recibió con los brazos abiertos»459; en 1969 obtuvo el Premio Águilas con Cualquiera que os dé muerte, en que la temática de la guerra civil se centra en la rivalidad entre anarquistas y comunistas, con evidentes y duras críticas de los segundos; el premio conseguido no parece en modo alguno sorprendente460.

Algo mucho más notorio y significativo ocurrió en 1968 con Ramón J. Sender (1901-1982), y de lo cual yo mismo fui testigo. En esas fechas yo era profesor del departamento de Español y Portugués en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA). El director de dicho departamento era a la sazón un inteligente y excepcional exiliado gallego, José Rubia Barcia. En cierto momento del año antedicho recibimos la visita de un novelista español que andaba en gira de conferencias por los Estados Unidos, Ángel María de Lera. Si no recuerdo mal, Lera nos ofreció un panorama de la novela española del momento -en el interior- y, ¡oh, asombro!, un barroco elogio de la censura, ya que según él, servía para refinar y agudizar el ingenio y la expresividad de los escritores461. Lera quería conocer a Sender, amigo de Rubia Barcia y de quien esto escribe; el aragonés vivía en California, no lejos de Los Ángeles. Supimos después que Lera tenía la misión de convencer a Sender para que presentase un original al Premio Planeta, asegurándole que sería premiado y que ello le permitiría regresar a España. Lo hizo, en efecto, con En la vida de Ignacio Morel, y también en efecto le dieron el premio. Sender recogió la sustanciosa cantidad, visitó su tierra natal y otros lugares, pasó a Francia y entregó el importe del premio a una asociación benéfica de viejos exiliados republicanos de Toulouse. Años después Cela intentaría también seducir al autor de Siete domingos rojos, intento que acabaría desastrosamente para Cela. Téngase en cuenta: ambos premios, el de Cecilia G. de Guilarte y el de Ramón J. Sender, son del mismo año, 1969.

En lo anterior he presentado un breve panorama histórico -sin duda susceptible de mayor amplitud- de la «recuperación» de exiliados por parte del franquismo. En ese contexto hay que enmarcar la aparición de PSA en 1956 y su línea «aperturista» y seductora para con los escritores del destierro, todos añorando la República asesinada, la España perdida y -también- un público (español) del que carecen. El caso de Fernando Arrabal es muy diferente; aparte de él, la lista de esos escritores que sostienen una relación epistolar con Cela en su citada Correspondencia, es impresionante: Américo Castro, María Zambrano, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Max Aub, Emilio Prados, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, León Felipe, Corpus Barga, Francisco Ayala y Ramón J. Sender.




- II -

En abril de 1956 aparecía en Palma de Mallorca el primer número de Papeles de Son Armadans, revista que, dirigida por Camilo José Cela, llegaría a hacerse famosa por muchas razones. PSA, según una habitual y equivocada opinión:

«[...] pretendía servir de cauce a la expresión literaria, crítica e intelectual en un momento sociopolítico en el que la censura franquista restringía y limitaba el acceso al público general de algunas voces de la cultura española».


Y la autora de tales palabras continúa de modo impertérrito con una comparación que -como casi todas ellas- resulta en verdad odiosa:

«Papeles de Son Armadans, al igual que otras revistas de la época como Ínsula, se comprometieron con la cultura española albergando escritos de autores exiliados o que no eran del todo bien vistos en la península por las autoridades dirigentes»462.


Los anteriores son comentarios a la sección de la citada Correspondencia dedicada a Cela-Castro. Se incluyen aquí 319 cartas cruzadas entre ambos desde el año 1956 hasta 1971, más otras varias entre el novelista y Carmen Castro, una vez muerto su padre, y dos apéndices con sendas epístolas castrís a otros recipiendarios. No puedo resistirme a citar aquí la «explicación» (verdadera deformación profesional) que la autora del trabajo que vengo mencionando considera pertinente para situar -supongo que «científicamente»- el epistolario en cuestión:

«Desde el punto de vista de la estilística formal del texto, la sistematización de los indicadores afectivos y amistosos explícitos, durante el primer año de intercambio epistolar, parecen doblegarse a una necesidad, por parte de ambos interlocutores, de mostrarse conocedores de la preceptiva de la retórica clásica, dado que los discursos de uno y otro recogen buena parte de los formulismos que aquella imponía al ars dicendi».


(ibid., pp. 149-150)                


Quizá se trate de una incapacidad personal, pero no puedo imaginarme ni a don Américo ni a Cela -en cada caso por distintas razones- atendiendo a las fórmulas del ars dicendi de la retórica clásica. En todo caso, no es este el tema que me ocupa, aunque me ha parecido importante mencionarlo y recuerda de algún modo aquello de la «crítica hidráulica» que dijera Pedro Salinas.

Así pues, PSA inicia su andadura en abril de 1956. Al poco, escribe Cela su primera carta a don Américo, fechada el 24 de mayo, y en la cual ya le solicita «un texto inédito», y ello con una inicial salvedad o advertencia: «por razones obvias, preferiría, claro es, que ese texto no fuese polémico sino científico» (p. 163). Cabe preguntarse, si es que Cela realmente conocía la obra de Castro, qué significaban para él los términos polémico y científico. Pero dejemos esta cuestión, que considero de respuesta tan obvia como clarificadora de la intencionalidad celiana. Lo que Castro le responde merece ser citado con alguna extensión:

«Le agradezco muy de veras su cordial invitación, pero... me tracé hace años una línea de conducta, a costa de desgarros y dolores muy punzantes, y la línea sigue ahí, como una cicatriz bien marcada. No puedo, querido amigo [...], hay que estar en donde se está [...]. Desde hace 20 años no he escrito nada para ser publicado ahí; me gustaría poder cambiar esa línea antes de terminar mi vida, pero no veo signos de tolerancia ni de comprensión».


(1-VI-56; p. 164)                


Habría de pasar más de un año antes de que Cela se atreviera a insistir (aunque sesgadamente), al tiempo que invitaba a don Américo, así como a su esposa, a pasar unos días en su casa de Palma; le pide, además:

«[...] una foto suya, dedicada, para poner en la pared de mi estudio. Créame si le digo que, en todo caso, siempre me servirá de ánimo y ejemplo».


(pp. 165-166)                


Al llegar aquí, el lector del epistolario no podrá por menos de asombrarse. ¡Don Américo Castro sirviendo de ánimo y de ejemplo a Camilo José Cela! No será necesario, sin duda, explicitar la vida y la obra de cada uno de ellos. En todo caso, no sabemos nada más de la fotografía solicitada, pero sí que el matrimonio Castro pasó seis días del mes de agosto de ese 1957 en Mallorca, rodeado de atenciones por parte de los Cela. Previamente (25-VII-57) y sin duda ablandado por las cartas del novelista, don Américo le dice:

«Si estoy con gana de escribir, me gustaría intentar hacer algo sobre La Celestina, con destino a su revista, si logro hacer lo que deseo y si luego dejan publicarlo».


(p. 169; la cursiva es mía)                


Como puede verse, aparece ya aquí el fantasma de la censura franquista, que será una de las obsesiones de Castro en su epistolario (como de todos los corresponsales exiliados de Cela), y en ello insiste el 16 de agosto, ya de regreso en la Península (pp. 170-171). Y así le escribe Cela (19-VIII-57):

«Le tendré puntualmente informado de la suerte de sus dos artículos. Para no alarmar, no envío -en esta ocasión- sino uno: el de "[Santiago y] los Dioscuros". Para este número he escrito un editorial que titulo El viejo profesor; en él no le cito, pero sí, claro es, le aludo desde el principio hasta el fin. Veremos también si navega con viento propicio. Ojalá todo marche y usted -"con tiempo y en forma"- me escriba sobre La Celestina. Soy paciente y cabezón [...] y no suelo entregarme con facilidad. Lo digo a cuenta de la lidia de sus papeles con nuestra siempre benemérita y tutelar censura».


(pp. 171-172; la cursiva es mía)                


Cela utiliza muy a menudo el símil taurino al tratar de la censura con Castro y con otros exiliados: «la lidia con la censura será un día de éstos» (marzo 1958; p. 207). Véase este curioso ejemplo más desarrollado:

«La lidia con la censura también es ya historia; es ganado manso y reservón que requiere un toreo especial pero de técnica ya conocida. Del toro de la censura pudieran decirse aquellas ibéricas palabras que firmó el cronista del Heraldo: salió el sexto de la tarde, berrendo en negro, con andares de monja de la Caridad pero con más mala leche que Dios... Su artículo pasó íntegro e incólume. A más de uno le va a escocer»463.


(30-III-58; p. 210)                


En alguna ocasión se habla de «si la estupidez oficial no se interpone» (Cela, 12-VII-70; p. 271). En cierto momento, don Américo ha aceptado publicar en Alfaguara -de los Cela- un Don Quijote con prólogo suyo, y le escribe al novelista, en términos admonitorios, lo que sigue:

«Ahora bien, mi prólogo no ataca a ninguna religión ni a ninguna política, aunque dice lo que pasaba en l600, ni más ni menos. Si por arte de la diosa de la imbecilidad la censura pretende quitar UNA SOLA PALABRA, con harto dolor por Alfaguara, mi prólogo no se publicará en España, sino fuera, y diciendo en la portada lo que pasó. Lo digo porque en una cosa publicada por Destino en Barcelona, la censura, en mi frase "la dimensión imperativa de la persona", tacharon imperativa (tengo la foto). Y la verdad, no»464.


(1-XII-65; p. 413)                


Al trabajo castrí publicado -censurado- en Destino se refiere Cela al poco (7-I-66; p. 417), y aprovecha la ocasión pro domo sua y proclamar la independencia de PSA:

«Ni en Papeles ni en Alfaguara se tropezará usted con tales inhibiciones... llamémosle inhibiciones. Le devuelvo la galerada que me envía. La actitud del censor es científicamente estúpida. Pero la actitud de la revista es:

  1. Científicamente cobarde al no tirar por la calle de en medio y publicar lo tachado. O bien:
  2. Científicamente irrespetuosa con su persona al publicar el texto mutilado».

Al llegar aquí no estará de más recordar algo que muy probablemente ni don Américo ni el resto de los exiliados que se carteaban con Cela conocían. Esto es, que como funcionario de Prensa y Propaganda ejerció de censor oficial entre 194l y 1945, protegido por el notorio falangista Juan Aparicio y sustituyendo en el puesto a otro camarada de camisa azul, Eugenio Suárez (todavía hoy asiduo colaborador de El País). El propio Cela dirá años después en sus Memorias: «de mis conductas censorias no he de hablar, todo menos pedir disculpas por algo que no me avergüenza»465.

Hay momentos en los que Castro parece ceder ante los embates censores, aunque en cuestiones que pueden considerarse minúsculas:

«Le mandaré mi artículo sobre Las Casas, suavizando alguna frase gruesa del final; aun así, no sé si la censura teológica lo dejará pasar».


(24-III-66; p. 429)                


Y por último:

«Ahí va el "Las Casas" con leves correcciones, y una sola enmienda al final; en lugar de "estúpida" -vocablo negativo que nada dice-, "poco cristiana", que da en el clavo».


(29-III-66; p. 431)                


En última instancia, la opinión de Castro es bien clara:

«El público, no la autoridad policiaca, es quien debe juzgar de si una interpretación histórica es más aceptable que otra».


(10-IV-66; p. 436)                


Desde diferentes laderas, la antología celiana que puede hacerse de autoelogios, de elogios impresionantes de Castro -que alcanzan un incómodo grado de adulación-, de insistencias para que regrese a España y otras cuestiones con todo ello relacionadas, resulta tan interesante como asombrosa y espectacular, conociendo la biografía, actitudes y servidumbres de Cela. Comienzo por lo laudatorio-adulatorio. Por ejemplo. Acusa recibo del envío de La realidad histórica de España:

«¿Qué le voy a decir, pobre de mí? Gracias, mil gracias. Lo entiendo como un prodigio de claridad, de probidad y de amor a España. Su lectura, sobre aleccionadora, me ha emocionado».


(30-XI-57; p. 194)                


Y leemos en otras cartas de Cela a Castro:

«-Póngame a los pies (q. b.) de ambas Cármenes y reciba el respetuoso y cariñoso abrazo de su fiel escudero».


(19-VIII-59; p. 252)                


«-Usted no me enseña sabiduría, riqueza a la que estoy cerrado, sino hombría, venero en el que nunca me cansaré de beber».


(23-XII-59; p. 265; es aquí donde se ofrece a don Américo
para «hacerle recados», si viene a vivir a Mallorca)
               


«-De todas formas, don Américo, a usted, el hombre a quien más quiero y respeto después de mi padre, quiero decirle, emocionadamente, que estoy a su mandar, que para mí siempre será el mejor».


(20-X-61; p. 307)                


Y así sucesivamente.

Aparte de esto hay un curioso texto en la carta de Cela del 30-IX-61 (p. 298) en que menciona un discurso del general Franco (que don Américo no comenta, esto es, que -como diría un castizo -no entra al trapo):

«Cuando Franco, en uno de sus discursos primeros, dijo que venía a desterrar a los políticos profesionales, me eché a temblar porque, como entonces me temí, fueron sustituidos por los políticos amateurs, que tienen que empezar por aprender el oficio. Con los editores pasa lo mismo».


Como tampoco comenta Castro (y ¿cómo iba a hacerlo?) esta extraordinaria autodefinición de Cela:

«Uno [...] nació leal sin mayor mérito [sic], nació leal como otros nacen chinos».


(27-V-65; p. 393)                


Parece obvio que al novelista se le había olvidado ya la famosa instancia que el 30 de marzo de 1938 dirigió al Comisario General e Investigación y Vigilancia del Caudillo ofreciéndose, una vez tomado Madrid, a informar «sobre personas y conductas, que pudieran ser de utilidad», pues «cree conocer la actuación de determinados individuos»466.

En el catálogo de adulaciones que Cela organiza en honor de Castro ocupa un lugar especial (por su sentido, por lo repetitivo y porque también se lo dice a casi todos sus corresponsales exiliados) esa oferta-afirmación de que PSA constituye un verdadero consulado en España de don Américo y otros varios desterrados; basten dos ejemplos:

«-Su consulado en España -que es mi casa y mi revista- no puede ni quiere prescindir de su presencia».


(6-II-58; p. 201)                


«-Papeles, su consulado español».


(20-IX-60; p. 276)                


Otro leit-motiv celiano es el de convencer a Castro para que regrese definitivamente a España, lo mismo que hace con sus corresponsales:

«-Déjese de andar por el mundo, que ya anduvo usted bastante. Cómprese una casa en el campo mallorquín, y permítame que, al menos, pueda hacerle recados».


(23-XII-59; p. 265)                


«-Piénselo, don Américo. En España -¡pobre España!- su tiempo, aun para holgar, sería suyo [...]. Porque le quiero se lo repito: una casa en Mallorca le costaría menos dinero del que se imagina. Y Mallorca, pese a todos los pesares, sigue inmersa en la paz y en el sosiego [...]. Y aquí están mis libros, que son suyos. Y la revista, de cuyas páginas usted dispone [...]».


(9-X-61; p. 303)                





- III -

Queda por ver el contenido de las cartas de don Américo a Cela, un contenido riquísimo que va de lo privado y personal hasta un verdadero ideario sobre España y los españoles del pasado y del presente, además de proyectos editoriales y opiniones sobre la obra literaria de Cela. Todo ello, y más, de muy subido interés y abundante, lo que precisa de una sistematización, clasificación y -al menos en el presente momento- selección467. Y puesto que estamos hablando del epistolario Castro-Cela, veamos primero las opiniones que don Américo manifiesta sobre su flamante amigo y sobre algunos aspectos de su obra literaria. Lo que le dice en su carta del 19-III-65 (pp. 385-386) constituye un impresionante y espectacular ejemplo del error en que el autor de La realidad histórica de España estaba:

«Ud. es un noble ejemplo de superación de la estupidez sangrienta entre el 36 y el 39. Su obra fue recibida, dentro y fuera de España, con alegría».


Pero mucho antes ya manifestaba Castro sus opiniones al respecto de esta manera:

«Se ve que su arte se ha formado en el aire de lo que llamo el "sinsentidismo" hispano de los años de la guerra: sangre y dolor desorbitados, vidas de topos que hacen del aire caminitos oscuros bajo la tierra»468.


(26-X-57; p. 188)                


Con lo que no puede transigir don Américo es con el lenguaje malsonante, soez y grosero en que en ciertos momentos de su narrativa parece complacerse Cela. Castro se ocupa de esta cuestión en varias de sus cartas, comenzando de forma más bien delicada (7-XI-63; pp. 347-348). Cela le contesta (17-IX-63; p. 349) que renuncia a «las malsonancias y las palabras gruesas», lo cual, obviamente, no era cierto; don Américo se congratula con lo que el novelista le dice, y le escribe (30-IX-63; p. 350):

«No sabe el bien que hace al desterrar los vocablos detonantes -incluso expurgando sus reediciones, porque están incrustados, no encarnados- [...], las dichosas palabrejas le habían creado a Ud. una reputación de hombre del extrarradio [...]».


No puedo, sin duda, desarrollar aquí más por extenso este tema. Me limito a añadir que don Américo continuó insistiendo en sus puntos de vista, llegando a hacer una crítica socio-estética del estilo malsonante celiano. El autor de Izas, rabizas y colipoterras se defendió como pudo, y llegó a diluir sus respuestas; como se ha dicho, Castro:

«[...] a lo largo de una minuciosa serie de tanteos puede llegar a plantear ante Cela cuestiones tan incómodas como para que sea Cela quien mire para otro lado y deje para otro día el examen de unos planteamientos quizá demasiado cruciales para la explicación y el análisis de sus concepciones literarias»469.


Pues, en efecto, ¿qué podía responder Cela a, por ejemplo, lo siguiente?:

«Me parece que esa es pendiente peligrosa, porque la estructura artística cede al peso de lo no artístico. La realidad de la experiencia inmediata por muy llamativa que sea, como objeto sexual o maloliente, no basta. En Rabelais (que fue más lejos que Ud. en esa vía) había magnitud y resonancias cósmicas. En Joyce, que habla de "shit" ('mierda') y de "fuck" ('joder'), hay un simbolismo muy bien notado por su paisano G[arcía]-Sabell».


(9-IX-64; p. 377)                


Y añade don Américo:

«No me parece que el manierismo de repetir los nombres de sus figuras literarias sea bastante para neutralizar, o para realzar la visión quieta de lo carente de trascendencia (humorística, inquietante, perspectivística, simbólica, etc.».


(Véanse también 17-IX-64, pp. 378-380; 2-X-64, pp. 381-382; 7-III-65, pp. 382-383)                


Sin embargo, Cela respondió a Castro saliéndose por la tangente más inesperada (o acaso no tanto):

«Su opinión sobre mi obra [...] es válida, por suya, y me ha dado no poco que cavilar y pensar. En España ha recibido no pocos palos de la extrema derecha católica e inquisitorial (el nefando Opus Dei, por ejemplo) y no dejar de decirle que me ha dolido -y mucho- el considerar que a lo mejor estaban en lo cierto, cuando persona tan liberal y aplomada como usted venía a coincidir, en la esencia de sus apreciaciones, con los supuestos de estos malvados que tanto daño nos están haciendo a todos».


(ésta y las siguientes citas, en carta del 14-III-65; pp. 383 y 384)                


Señala Cela a continuación que las motivaciones de Castro y del Opus Dei «son distintas -y aun encontradas-»; declara «de la manera más humilde» ser hombre «que ensaya su oficio, mañana a mañana con cierta aplicación y buenos deseos de atinar». Y concluye:

«Pienso, a veces, si no sería mejor colgar la pluma y dejar el campo libre a los del Opus y a los comunistas, que son una y la misma cosa, aunque procuren disfrazarse con diferentes ropajes».


La intencionalidad de Cela es tan evidente que no precisa de comentario alguno, sabiendo cómo pensaba don Américo.

Temas diferentes son las observaciones de tipo privado que Castro hace sobre sí mismo y sobre quienes considera sus amigos y (mucho más por extenso) sus enemigos. Acerca de lo primero, basten algunas muestras. Así:

«Yo no debo poner los pies en España, cosa que estaba en mi programa y del cual me aparté a causa de la salud de mi mujer».


(21-XI-57; p. 192. Pero cf., por ejemplo, 20-VII-67, pp. 459-460)                


Un párrafo del 9-I-63 (p. 327) es particularmente conmovedor, por todo lo que evoca:

«Por un azar imprevisto, he pasado en Madrid una semana, a fin de que los doctores de la familia vieran a Carmen, que no se sentía bien desde hacía tiempo [...], me he dado una vuelta por Madrid -mi hija, el Prado, Toledo [...]».


Y no sin humor dice el 19-II-66 (p. 421):

«Ya he dispuesto que me lleven -llegado el fausto momento- al crematorio de San Diego, pero denme algún respiro a ver si puedo soltar unas cuantas cosas, compromisos que mis cenizas no podrán cumplir».


No fue así. Don Américo Castro fue enterrado en el Cementerio Civil de Madrid en julio de 1972. Y no puedo dejar de pensar que Don Claudio Sánchez Albornoz, su histórico contrario, yace, de manera bien ortodoxa, en la catedral de Ávila. La dialéctica, sin duda, tiene sus leyes, incluso en el más allá.

Un hombre capaz de hablar de su propio «realismo vital» (27-XII-57; p. 196), lo fue también para decir lo que sigue:

«Me habría encantado escribir unas breves cosas, aunque esenciales [...], lo que significaría meterse de cabeza en el asunto español, en lo de ahora, llamando las cosas por mi nombre. Tendría que dejar la tarea que me ahoga en este momento».


(8-XI-59; p. 259)                


Y fue asimismo capaz de considerarse «un marginal» (27-XII-57; p. 197), pero un marginal total:

«Mi librillo [sobre La Celestina], que dice lo nunca antes dicho, va a chocar, ha chocado, con las restricciones de publicidad ahí ordenadas por quienes pueden [...]. La Sacra Institución que hoy rige eso, tiene más fuerza que cualquier razón o merecimiento [...]. Vivo aquí -en muy pequeña escala- como Spinoza en Amsterdam; quiero decir que yo que no soy judío [...] estoy tratado como tal por los asnos consabidos o consagrados; los judíos me dejan a un lado, porque les molesta la cultura y el alto valor histórico de los conversos, para ellos "traidores"; para los hispanoamericanos, he dejado de tener interés por ser americano; para estos, como digo en público (según hice aquí en inglés) que la corrupción de la niñez se ha vuelto una industria nacional..., pues verá quién demonios va a querer tener trato con un tipo tan estrafalario. Y luego, las flechas de los rojos y de los negros me toman como blanco».


(19-III-65, p. 387; cf. también 5-XII-67, pp. 465-466)                


En cierto momento, Cela le pregunta a don Américo quién podría hacer una reseña de La realidad histórica de España (30-XI-57; p. 194), lo que provoca pesimistas comentarios de Castro, que se considera aislado, esto es, «marginal», como antes dijera: «pues no lo sé» (27-XII-57; p. 197). En todo caso, a lo largo del epistolario vamos descubriendo a quienes Américo Castro consideraba enemigos suyos o simples pusilánimes, y la lista es tan extensa como fascinante. La doy a continuación también sin comentarios, añadiendo que los nombres citados no lo son siempre y exactamente por los motivos mencionados. Para mayor brevedad, no incluyo las fechas de las cartas):

«Dámaso Alonso (pp. 198, 369-371, 410), Vicente Cacho Viu (p. 466), Ramón Carande (p. 371), José M. Gallegos Rocafull (pp. 333. 335), Pedro Laín Entralgo (p. 372; pero cf. p. 217), Rafael Lapesa (p. 213, 217; le defiende Cela, p. 215), Salvador de Madariaga (pp. 366, 371, 372, 414), José María Maravall p. 371), Julián Marías (pp. 362, 372, 389), Ramón Menéndez Pidal (pp. 217, 235, 346, 371, 466), Claudio Sánchez Albornoz (p. 218), Antonio Tovar (p. 2l6, pero cf. 466)».


No se salvan instituciones como el Collège de France (p. 451) o publicaciones como ABC (pp. 268, 271, 469), Destino (p. 413, por ejemplo) o Ínsula (pp. 217, 350, por ejemplo). Y tampoco, aunque por razones diferentes sin duda, el arquitecto Antonio Gaudí:

«[...] soy incapaz de escribir ni cien ni diez palabras sobre el arte de Gaudí. Nunca me ha gustado; ahora no fui a verlo a Barcelona. No sé si un nuevo examen de la iglesia esa me permitiría cambiar de parecer. No lo sé».


(24-IX-59; p. 256)                


No. Don Américo no cambiaba fácilmente de parecer. Y luego, claro, el Opus Dei (p. 387; la ortodoxia católica y la marxista (sic; passim); el judaísmo israelí también ortodoxo (pp. 413, 415-416, 419), etc. Pero asimismo podemos hacer una lista -más breve- de amigos, simpatizantes o colaboradores, casi todos no españoles, sino hispanistas: J. R. Andrews (p. 266), Marcel Bataillon (p. 308), Julio Caro Baroja (p. 354), Manuel Durán (p. 307); Paulino Garagorri (p. 455); Domingo García Sabell (pp. 350-351; Stephen Gilman (pp. 266, 379, 414, 485), Francisco Márquez Villanueva (pp. 423, 460-461; Alonso Zamora Vicente (pp. 217, 438-439, 463, 465).

Detalle final. A lo largo de esta correspondencia aparecen una serie de observaciones acerca de una posible nueva edición de El pensamiento de Cervantes, publicada originalmente en 1925 (cf. pp. 357, 361, 362, 366, 404, 409, 420). Pero en carta a Cela desde Barcelona el 12-I-70 (p. 480) dice don Américo:

«Vine esta mañana a traer a la Editorial Noguer El pensamiento de Cervantes, prometido hace unos diez años, y que hasta ahora no he tenido posibilidad de retocar -gracias a la ayuda de un devoto colaborador-».


Ese colaborador es quien ha escrito el presente trabajo; la edición de ese Pensamiento, Barcelona, Noguer, 1972470.

Y para ir terminando. Un tema harto interesante en las cartas de don Américo es el relativo a los conceptos que va desgranando a lo largo de su correspondencia con Cela sobre España y los españoles. No hago otra cosa que anotar algunos de sus conceptos clave por orden cronológico de las cartas:

«-Llegar aquí [a Princeton] ha sido como despertar del sueño hispánico».


(2-X-57, p. 184)                


«-Cuánto que sentir en esa España querida y terrible [...]. Lo que apena es que con tanta persona estupenda no salga una España más vivible... para todos».


(ibid., p. 185)                


«-[...] innumerables ilusos que desde el siglo XIII vienen confundiendo los habitantes de la Península con su tierra -una visión casi geologizada de la vida humana».


(22-X-60, p. 277)                


«-Me he encontrado en un mundo de dementes hispanos (1936) que se desgarran mutuamente en la tiniebla».


(10-XI-62, p. 325)                


«-[...] transformar en páginas legibles lo traído por la vida -la de hoy, la de ayer, la del aire».


(29-I-63, p. 333)                


«-[...] ponerse de acuerdo acerca de cómo establecer modos de autoridad que el español no odie y desprecie».


(23-V-63, p. 339)                


«-[...] la segunda "destrucción de España" -así considero yo la funesta guerra civil».


(2-X-64, p. 381)                


«-Una forma que [...] el artista se invente hoy, como se la inventaron en su tiempo Rojas y Cervantes. Un arte a la vez absurdo y... plausible, asequible al lector».


(19-III-65, p. 388)                


«-Los españoles no son así como dicen los libros».


(24-V-65, p. 392)                


«-Me han mandado una foto de la estatua de Séneca donada por su compatriota el Cordobés. Tal es el indiferentismo hispano».


(26-X-65, p. 410)                


«-Alguna vez había de decir yo qué pienso, qué siento acerca del Quijote, una de las pocas cosas seguras y esperanzadas que poseemos».


(18-XII-65, p. 414)                


«-Pero vaya Ud. con sutilezas a mentes adoquináceas».


(31-XII-65, p. 415)                


«-El hallazgo de ser Cervantes y... Don Quijote no cristianos viejos, levantará adoquines en la cabeza de quienes así la tienen pavimentada».


(3-IV-66, p. 433)                


«-Kant dijo que España era el país de los antepasados; debió decir, del embuste y de la alucinación petrificados».


(15-XI-67, pp. 463-464)                


En la carta del 9-XI-69, don Américo Castro señala -y con sus magistrales palabras acabo- que en De la España que aún no conocía (México, Finisterre, 1972; tres volúmenes):

«[...] intento explicar (ya que no puedo evitar) el cainismo de la contienda civil, del recíproco asesinato de los españoles. Tal es el propósito de mis libros. Los españoles se han hecho añicos por haber pretendido ser lo que no podían ser por falta de correlación entre su grandiosidad (puro sentir íntimo) y lo que es, existe y funciona fuera de ellos. En tal caso falta el orteguiano "yo y mi circunstancia". Lo español ha sido, "yo soy mi circunstancia". Gracias a ello, sin embargo, poseemos una secular literatura [...]».


Mientras tanto, «con la grande polvareda / perdimos a Don Beltrane». Y también a Cela471.