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Los exorcizadores

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- I -

     Allá por los años de 1850 a 1853, los jóvenes de la colonia literaria y artística, que llamábamos del Pensamiento, éramos todos tan pobres de dinero y renombre, que con dificultad pagábamos a nuestras respectivas patronas el hospedaje de seis o siete reales diarios, y con más dificultad aún se recordaban nuestros nombres en los círculos literarios y artísticos; pero, andando el tiempo, todos los de la colonia, excepto yo, fueron alcanzando puestos muy elevados y honrosos en la literatura, en las bellas artes, en la política y en la administración del Estado; de modo que unos han sido ministros, otros son o han sido altos empleados, los más han adquirido un nombre ilustre como escritores o artistas, y los que menos son académicos, que es tanto como reventar de gloria y desmayar de hambre. Sólo yo, por mi encogimiento, me encuentro al cabo de treinta años de trabajos literarios teniendo que ganar hoy los garbanzos de mañana; y digo por mi encogimiento y no por falta de talento, porque sabido es que la falta de talento no es inconveniente para ser rico ni ministro ni académico.

     Si éramos pobres de dinero, de fama y de influencia, aún lo era mucho más Gumersindo, un pobre chico de algunos años menos que nosotros, que vivía y estudiaba y esperaba, si no al calor de nuestra liberalidad, a lo menos al calor de nuestro cariño.

     Gumersindo era de Murcia. Pertenecía a una familia muy honrada, pero tan pobre de bienes de fortuna, que no hubiera podido enviarle a seguir una carrera literaria o científica en Madrid, a no concederle la Diputación de aquella provincia (que se ha distinguido siempre por su protección a la juventud apta para el estudio y cultivo de las letras y las artes) una pensioncilla de tres o cuatro mil reales anuos.

     Gumersindo estudió durante el primer curso con mucho aprovechamiento, y era chico que nos enamoraba por lo dichoso que se creía con sus esperanzas de terminar una carrera honrosa, ser el sostén de su familia y alcanzar la estimación pública con sus conocimientos y su honradez.

     Todos nosotros, en medio de la locuacidad y alegría que caracterizan a la juventud, teníamos con frecuencia días de ensimismamiento y tristeza, y más que ninguno los tenía Luis, uno de los concolonos que más influencia ejercían en nosotros por su talento y sus legítimas esperanzas de gloria; pero Gumersindo era una excepción de esta regla, o al menos se esforzaba por que a nosotros nos lo pareciese: siempre estaba alegre y contento con su suerte.

     Era tan modesto y desconfiaba tanto de su ingenio y gracia, que, por más que todos nosotros éramos siempre benévolos con él, nunca se atrevía a contar un cuento o una anécdota de aquéllas con que todos los demás amenizábamos nuestras reuniones. Por eso, más que por su novedad y agudeza, se nos había quedado a todos en la memoria el único cuentecillo que Gumersindo se había atrevido a contar un día que discutíamos el grave tema de «por qué la gente huye de los teatros y de las librerías».

     El cuentecillo que nos refirió Gumersindo fue éste:

     -«Una pobre mujer tenía el diablo en el cuerpo, en el que se le había entrado, no se sabía si por la boca o por dónde se les entra el diablo a las señoras mujeres.

     Muchos exorcistas habían sudado tinta para echársele fuera, pero no lo habían conseguido, y en vista de esto y a costa de grandes empeños y promesas de limosnas al convento, la familia hizo venir, para que exorcizase a la endemoniada, a un fraile de muchas campanillas que tenía fama universal de exorcizador, a quien el diablo no podía resistir.

     El fraile, que llegó acompañado de un lego, empezó los conjuros intimando al diablo que saliera por bien del cuerpo de la poseída, porque si no, le haría salir por mal.

     El diablo soltó una insolente carcajada al oír esta intimación, y contestó al exorcista:

     -No se moleste vuestra paternidad en querer sacarme por medio de conjuros del cuerpo de esta mujer, porque soy un diablo ilustrado, aunque me esté mal el decirlo, y lejos de echar a correr oyendo conjuros de sabor oratorio y literario tan clásico como son los de vuestra paternidad, me he de estar aquí escuchándolos embobado.

     En efecto, por más que el fraile agotaba su elocuencia, el diablo no salía.

     Dolida la familia de la endemoniada de la fatiga del exorcista, que estaba ya ronco de perorar y sudoroso de gesticular y bracear, le invitó a que suspendiese la tarea y fuese a descansar un poco y tomar un piscolabis.

     Al lego se le alegraron los ojos al oír lo del piscolabis, porque creyó que rezaría también con él.

     Aceptó el exorcista la invitación, y dijo al lego al retirarse:

     -Hermano, quédese con la poseída por si el diablo quisiere en mi ausencia pasar con ella a mayores, que yo pronto vuelvo a terminar mi tarea.

     -Padre -dijeron a su vez los de la casa-, mejor fuera que el hermano lego viniese también a tomar alguna cosilla.

     -No, que es mozo y ayuna, y sólo a los ancianos nos es lícito quebrantar el ayuno. Hermano -añadió el reverendo dirigiéndose al lego-, no se meta a exorcizar y eche a perder con sus estulteces lo que yo he adelantado.

     A corto rato el diablo trajo a las narices del lego una deliciosa tufarada de jamón frito y otras porquerías por el estilo, que hizo caer al lego en irresistible tentación de rebelarse contra su superior, que le privaba de saborear lo que tan ricamente olía.

     Y el espíritu de la desobediencia se apoderó de lo que tenía más a mano el lego, que era el libro de los exorcismos.

     El lego leía tan mal, que sólo leía deletreando, y sólo deletreaba estropeando horriblemente las palabras y los conceptos.

     El diablo se retorcía y se daba a todos los demonios en el cuerpo de la poseída escuchando los exorcismos del lego.

     -¡Calla, calla, condenado a muerte, y no me martirices con tus barbaridades! -gritaba el diablo, hecho una furia del infierno.

     Pero el lego continuaba barbarizando.

     Y al fin el diablo dio un espantoso bramido y salió del cuerpo de la poseída, gritando:

     -¡Me voy por no oírte!»

     Esto contó Gumersindo un día que tratábamos de averiguar por qué se iba la gente del teatro y de las librerías.

     Pero el pobre Gumersindo no tardó en no estar para cuentos, porque una tarde fue a vernos tan triste que se le saltaban las lágrimas.

     Era que la nueva Diputación provincial le había suspendido la pensioncilla que le había concedido la anterior, por no haberse llenado en la concesión todos los requisitos legales.



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- II -

     Gumersindo continuaba en Madrid, estudiando con gran aprovechamiento, y probablemente ayunando muchos días. Se guardaba muy bien de decírnoslo; pero nosotros, que lo adivinábamos, solíamos obligarle a participar de nuestra pobreza.

     ¡Con qué humildad, con qué agradecimiento, con qué amor nos pagaba lo poco que podíamos hacer para que no desmayase en la vía dolorosa que iba recorriendo!

     Y en medio de sus tristezas y privaciones, ¡qué dichoso se creía viendo que todos nosotros le considerábamos, no como inferior y protegido, sino como igual y compañero! Y cuando nos reuníamos para leer o discutir un trabajo literario o para regocijarnos en el campo con una pobre meriendilla, siempre contábamos con él, y lejos de tratarle como si fuera el último, le tratábamos como si fuera el primero.

     Ninguno de nosotros había mejorado considerablemente en dinero, pero casi todos habíamos mejorado en honra literaria o artística. Ya había algunos a quienes se había representado una comedia, o se había aplaudido la música de una zarzuela, o se había publicado un libro, o se había dado un puñado de duros por un cuadro, y los demás se iban haciendo conocidos y aun amigos del público con trabajos menos importantes.

     No era Gumersindo el único agregado a la colonia del Pensamiento. Era lo también un joven, un niño de diez y seis años, que hay honra con sus trabajos literarios y sus virtudes domésticas a la patria y a la familia.

     Juanito (que así le llamábamos) era de muy buena índole, y mostraba ya felices disposiciones para el cultivo de las letras, al que tenía gran afición; pero tenía el defecto de hombrear antes de tiempo, como que ya soltaba de vez en cuando sus artículos de crítica literaria.

     Casi todos los jóvenes que se dedican a escribir para el público, empiezan precisamente por donde debieran concluir: empiezan por meterse a críticos, oficio que requiere experiencia, conocimientos, gusto literario y artístico, fijeza de opiniones y autoridad, que no puede tener un jovenzuelo, por grandes que sean su talento e instrucción.

     Así se cuenta que Bretón de los Herreros, pocos días después de estrenarse una de sus mejores comedias, y cuando ya había conquistado el título de Terencio español, estaba muy triste, y notándolo un amigo suyo, le reconvino, preguntándole la causa.

     ¡Ah, señor don Fulano! -contestó el ilustre poeta-. ¿Cómo quiere usted que no me entristezca, viendo que hasta su chico de usted se cree con derecho a aconsejarme?

     -¿Qué es lo que dice usted, señor don Manuel?

     -Lo que usted oye.

     Y Bretón de los Herreros enseñó a su amigo un artículo de crítica teatral firmado por el chico de su amigo, que a la sazón no pasaba de diez y seis años, y terminaba su trabajo crítico diciendo: «Aconsejamos al señor Bretón de los Herreros», etcétera.

     Juanito era aún más dichoso que Gumersindo con que le permitiéramos hombrearse con nosotros porque eso de llenarse la boca entre sus condiscípulos de la Universidad o en las redacciones de los periódicos, adonde se colaba aunque fuera por el ojo de la cerradura, diciendo: «Mi amigo Fulano» «Mi amigo Mengano» refiriéndose a alguno de la colonia, y con preferencia a los que habían visto representar una de sus comedias o zarzuelas, o les habían publicado un libro, o habían recibido un puñado de duros por un cuadro, eso era para él la suprema felicidad y el supremo orgullo.

     Cualquier encargo que recibiese de nosotros le hacía, como suele decirse, de cabeza; no tanto porque naturalmente era servicial y bondadoso, como porque se creía soberanamente honrado con que se supiese que merecía nuestra confianza.

     El padre de Juanito era uno de los hombres más notables de España. Querido y respetado de todos, naturalmente lo era más de su familia y parientes, entre los que había no pocos que debían a su protección los puestos que ocupaban en la administración del Estado. Juanito era el niño mimado de la casa, o mejor dicho, de la parentela, por la principal y sencilla razón de que lo era de su padre.

     Don Nicolás, uno de los tíos de Juanito y jefe de negociado en la Dirección General de Instrucción pública, cuyo destino debía, no tanto a sus indudables merecimientos como a la protección de su cuñado, era hombre de genio vivo y carácter áspero, pero se guardaba muy bien de responder con un sofión a las impertinencias de su sobrino, porque sabía que ofender a éste era ofender donde más le dolía a su cuñado, que estaba chocho con el chico.

     Ya he dicho que Luis era uno de los jóvenes que más honraban a la colonia. Ésta había fundado en él sus más legítimas esperanzas; y no se había equivocado, porque la representación de la primera comedia de Luis había dado al autor un puesto envidiable entre los dramáticos españoles.

     Luis estaba una mañana trabajando en su casa cuando se le presentó Gumersindo.

     Luis recibió al muchacho con el cariño y la amistosa expansión con que todos los colonos le recibíamos siempre, y le hizo sentar a su lado.

     -Don Luis -le dijo Gumersindo-, yo vengo a pedirle a usted, o más bien a exigirle un favor tan grande, que quizá dependan de él mi porvenir y el de mi familia.

     -Ya sabes, querido Gumersindo -le contestó Luis-, que puedes contar con él si está en mi mano el hacértele.

     -En el Instituto de Vergara se va a proveer una plaza de ayudante, para la que tengo títulos literarios suficientes. Si se proveyese en mí, sería yo feliz y lo sería mi familia, porque me permitiría terminar, sin gravamen de nadie, los estudios que necesito para ingresar en uno de los Cuerpos facultativos del Estado. He solicitado esa plaza, pero para conseguirla necesito una buena recomendación, y no tengo más que la que usted puede proporcionarme.

     -Pues, amigo Gumersindo, haz cuenta que no tienes ninguna, porque yo no conozco a nadie que pueda apoyar tu pretensión.

     -Debo recordar a usted, querido don Luis, que don Nicolás, el tío de Juanito, es el jefe del negociado, y usted, que entre todos los colonos es el más respetado, pudiera encargar a Juanito que hablase a su tío.

     -Se lo encargaré inmediatamente, pero será inútil, porque su tío le recibirá con mucho mimo, y no te dará la plaza.

     Gumersindo calló, desconsolado con la pérdida de su única esperanza, y Luis calló también, meditando y buscando en su fecunda imaginación y en su corazón, más fecundo aún para el bien, algún medio verdaderamente eficaz de favorecer al pobre Gumersindo.

     De repente se animó la fisonomía de Luis, que exclamó, estrechando la mano de Gumersindo:

     -No te desanimes, que estoy ya casi seguro de que será para ti la plaza que has solicitado.

     -¿Por qué medio, don Luis? -preguntó Gumersindo lleno de alegría.

     -Por medio de ingenio.

     -¡Bien sabía yo que el de usted era grande!

     -No se trata del mío. Al tuyo deberás la plaza que solicitas.

     -¿Cómo, don Luis?

     -En su día lo sabrás. Ahora, lo único que debes saber es que inmediatamente debes ir a decir a Juanito que haga el favor de venir a verme lo más pronto posible.

     -Voy a la Universidad, allí le veré, le diré que venga, y vendrá después de clase.

     Gumersindo se fue, y Luis quedó pensando que no hay cuento, por malo que sea, que no sirva para algo bueno, pues a uno de los menos ingeniosos, aunque no de los menos oportunos, debía él el medio de favorecer al que le había contado. Habiendo contado yo más de ciento, ¡figúrense ustedes si me habrán salido favorecedores, y, por tanto, si estaré medrado!



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- III -

     Juanito se presentó después de mediodía en el despacho de Luis.

     Dióle éste un cigarro, pues ya sabía que Juanito estimaba en mucho este obsequio, no tanto por lo que el cigarro valía como por poder decir entre sus condiscípulos: «¡Señores, para cigarro bueno,.el que me ha dado hoy mi amigo Luis!»

     -Oye, Juanito: te he llamado porque me vas a hacer un favor.

     -Con muchísimo gusto, don Luis.

     (Juanito sólo suprimía el don cuando Luis no estaba presente.)

     -Vas a ver ahora mismo a tu tío don Nicolás, y le vas a decir que tienes gran interés en que se dé a Gumersindo una plaza de ayudante en el Instituto de Vergara, que ha solicitado. Si te contesta que se le dará, vienes inmediatamente a decírmelo, y si no, te estás allí lo menos una hora dando conversación a tu tío, de quien te despides hasta mañana.

     -Está muy bien, don Luis -contestó Juanito.

     Y echó a correr hacia el ministerio de Fomento, chupando su cigarro. Poco más de una hora después volvió a casa de Luis.

     -¿Qué te dijo tu tío?

     -Me dijo que era imposible dar a Gumersindo la plaza, porque la solicitan otros que tienen grandes recomendaciones.

     -Bien. ¿Y qué hiciste después que te dijo eso?

     -Nada, lo que usted me mandó: estarme en el despacho más de una hora dando conversación a mi tío, aunque mi tío me decía que estaba muy ocupado...

     -Perfectamente, Juanito. Mañana, a la misma hora, vuelves, preguntas a tu tío qué hay de la plaza, y si no te dice que es para Gumersindo, te estás allí otra hora dándole conversación, te despides con un «Hasta mañana», y vienes a decirme lo que ha habido.

     -Pierda usted cuidado, don Luis, que así lo haré.

     A la tarde siguiente volvió Juanito a casa de Luis, y éste le preguntó.

     -¿Has visto a tu tío?

     -Sí, señor.

     -¿Y qué te ha dicho?

     -Me ha dicho: «Pero, hijo, ¿por qué te has molestado en venir, si te dije ayer que era imposible complacerte?»

     -¿Y qué has hecho después?

     -Nada, lo que usted me mandó: estarme allí dando conversación a mi tío.

     -¿Y tu tío estaba muy contento con que se la dieses?

     -¡Qué sé yo qué le diga a usted, don Luis! Se movía en su asiento como si tuviera hormiguillo, y todo era decir que estaba muy ocupado.

     -¡Bien, hombre, bien! Mañana vuelves a verle, le preguntas qué hay de la plaza, y si te dice lo mismo, te estás allí también dándole conversación, y pasada una hora, te despides con un «Hasta mañana», y vienes a decirme lo que ha ocurrido.

     -Pues hasta mañana, don Luis.

     -Hasta mañana, Juanito.

     La tarde siguiente entró Juanito muy alegre en el despacho de Luis.

     -¿Qué hay, amigo Juanito?-le preguntó Luis dándole un cigarro, que aumentó la alegría del aprendicillo de escritor.

     -Pues nada, don Luis; llegué y le pregunté a mi tío qué había de la plaza, y me contestó muy incomodado: «¡Hijo, qué molino eres! ¿No te he dicho y redicho que no se le puede dar a ese joven, porque hasta amigas íntimas del señor ministro la han pedido para otro de los que la han solicitado?»

     -¿Y qué hiciste en vista de esa contestación?

     -Nada, me puse a darle conversación a mi tío, aunque se movía en su asiento con tan mal humor, que parecía que le estaban pinchando, y así que pasó, la hora, le dije: «Adiós, tío, hasta mañana, que volveré a ver si hay algo».

     Entonces mi tío dio un puñetazo en la mesa muy enfadado y me dijo: «Sí, hijo, vuelve mañana y te llevarás la credencial que voy a extender ahora mismo para presentarla hoy a la firma».

     -¡Venga un abrazo, amigo Juanito -exclamó Luis-, que te has portado como un hombre!

     Y no pudiendo regalar a Juanito una caja de cigarros habanos, porque no la tenía, y aunque la hubiera tenido no se la hubiera regalado, porque el pulmón de Juanito no estaba aún para purear, le regaló una cajetilla de pitillos de esos que saben a rejalgar de lo fino.

     Juanito salió a escape por esas calles de Dios en busca de condiscípulos suyos a quienes dar a probar los cigarros que le había regalado su amigo Luis.



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- IV -

     Gumersindo recibió llorando de agradecimiento y alegría la credencial que le entregó Luis.

     -¡Gracias, don Luis, Gracias! -exclamó queriendo besar la mano de su protector, que la retiró y le dijo abrazándole:

     -Dáselas al recuerdo de tu cuento de los Exorcizadores. Lo que ha pasado, todo es consecuencia de tu cuento.

     Gumersindo salió para Vergara.

     Pasaron años. Los colonos nos fuimos dispersando, sentándonos unos en los escaños del Congreso y otros en las poltronas ministeriales, otros en las Academias, otros en el templo de la gloria literaria o artística, y otro, que era yo, en el apartado y humilde hogar de la casa nativa, en los valles de Vizcaya, y no volvimos a saber de Gumersindo.

     Sin embargo, Luis y Diego, otro de los colonos, inseparable amigo de Luis, habían sabido de él hacía años.

     Una tarde, hacia el de 1858, estaban sentados en una alameda del Puerto de Santa María, y vieron que dos capitanes de Infantería de Marina se paraban junto a ellos, contemplándolos con mucha atención. Uno de los capitanes se decidió a pronunciar el ya ilustre apellido de Luis, y como éste le contestase, el capitán abrió los brazos y estrechó en ellos a Luis y a Diego, lleno de alegría.

     -No tenemos el gusto de conocerle a usted -le dijo Luis.

     -Yo sí les conozco a ustedes. ¡Y cómo no, don Luis, si a usted debo todo lo que soy, todo lo que espero y toda la felicidad que he proporcionado y espero proporcionar a mi familia! Yo soy Gumersindo.

     Es inútil decir el gozo que Luis y Diego experimentaron con este inesperado encuentro.

     Gumersindo les dijo que ya sabía que estaban en aquel país, porque se lo había dicho su amigo y compañero el otro capitán, que lo sabía por ser de Sanlúcar de Barrameda, compatriota de Luis y primogénito del marqués de Espínola.

     Militares y paisanos pasaron la tarde juntos y se separaron para no volverse a ver.

     A mediados del año 1874, Luis estaba enfermo, y Diego y yo pasábamos las primeras horas de la noche junto a su lecho. Conversábamos y hasta leíamos los periódicos de la noche, porque el mal de Luis, aunque grave, no le impedía la conversación ni la lectura. Muchas veces nos habíamos acordado de Gumersindo, y Luis y Diego me habían contado su encuentro con él y el hijo del marqués de Espínola en el Puerto de Santa María; pero lo único que habían vuelto a saber de ellos era que juntos habían peleado como leones en la guerra de Santo Domingo, y en la batalla de Monte Cristi había muerto Espínola al lado de Gumersindo.

     Una noche leíamos La Correspondencia de España, y encontramos en ella la triste e inesperada noticia de que el bravo coronel de infantería de Marina don Gumersindo Boronat había fallecido regresando de Filipinas a España.

     Los tres rezamos y lloramos por Gumersindo, y pocos días después Diego y yo rezamos y lloramos por Luis, que acababa de morir en nuestros brazos; y mientras no se maldiga en España el culto de las letras, como se ha empezado a maldecir el culto de Dios, será reverenciado en el catálogo de los españoles ilustres (aunque la Academia Española de la Lengua le haya dejado morir sin llamarle a su seno) con el nombre de don Luis de Eguílaz.



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Traga sardinas

Al señor don Raimundo de Miguel

     Como usted, mi querido y respetado amigo, es autor de la mejor colección de fábulas morales que se ha escrito en lengua castellana, el recuerdo del fabulista Samaniego, que evoco en este cuento, ha traído a mi memoria el de usted, siempre grato para mí, porque además de ser el de un maestro benemeritísimo, el de un poeta esclarecido y el de un ciudadano tan honrado en la vida privada como en la vida pública, es para mí el de un excelente amigo. Una humilde florecilla del campo salpicada de rocío es recuerdo tan tierno como una flor de oro salpicada de brillantes, y por eso me atrevo a ofrecerle a usted esta humilde florecilla de mi ingenio.



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- I -

     El insigne fabulista alavés don Félix María de Samaniego casó en Bilbao, donde vivió mucho tiempo y dejó muchos recuerdos de su donoso ingenio. Samaniego es en Bilbao algo parecido a lo que es Quevedo en Madrid, o mejor dicho, en España; no hay agudeza de ingenio que no se le atribuya con más o menos verosimilitud. Sin embargo, se cuentan allí muchas que indudablemente son suyas, y a este número pertenece la anécdota que voy a contar. Es posible que esta anécdota no sea original del mismo Samaniego, y sí sólo una de aquellas imitaciones de que tan discreto ejemplo nos dio en muchas de sus fábulas, cuyo pensamiento pertenecía a los fabulistas que le precedieron, desde Esopo a Lafontaine; pero no por eso tiene menos gracia, a pesar de lo pícaramente que yo la voy a contar.

     Samaniego tenía mucha afición a la villa de Marquina, que aunque chiquitita, es muy linda, apacible y honrada, y es en Vizcaya el pueblo de más recuerdos literarios, como que de allí eran los Mogueles, que escribieron en vascuence libros piadosos muy buenos y en castellano disertaciones filológicas muy discretas, y hasta hubo en la misma familia una señora que tradujo en lindos versos vascongados una colección de fábulas; de allí procedían los Astarloas, uno de los cuales dio a luz la Apología de la lengua vascongada, y dejó inéditos trabajos importantísimos sobre el mismo asunto(11); allí residió largo tiempo el ilustre Guillermo de Humboldt, estudiando y aprendiendo la lengua vascongada, para publicar luego sus doctísimas demostraciones de que aquella lengua es resto venerable y apenas adulterado de la que se habló en la generalidad de la península ibérica antes de la dominación romana; y, por último, de allí proceden los Munibes, uno de ellos fundador de la famosa Sociedad Vascongada, que dio origen a las de Amigos del País, y en cuya patriótica empresa invirtió la enorme suma de noventa mil ducados, dato histórico que yo he tenido ocasión de comprobar en el archivo del señor conde de Peñaflorida, digno nieto de aquel ilustre patricio que tiene su patriarcal hogar en Marquina.

     No es extraño, pues, que Samaniego, con sus aficiones literarias y su amor a lo apacible, honrado y hermoso, gustase de pasar largas temporadas en Marquina, dejando a su hacendosa y varonil mujer el cuidado de la casa y cuantiosos bienes que tenía en Bilbao y sus cercanías, tanto más, cuanto que su mujer estaba siempre en sus glorias con el tráfago de criados e inquilinos.



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- II -

     En Vizcaya hay grandes trabajadores, pero también hay grandes comedores. Si yo fuese a contar las historias de Heliogábalos vizcaínos que he recogido andando por allí de villa en villa, de aldea, en aldea, y de camisería en camisería, escribiría un libro muy curioso; pero como dicen que para muestra basta un botón, me contentaré con mostrar, no uno, sino un par de botones.

     En una taberna de Munitibar, que es al pie del monte Oiz, donde se inicia el valle de Lequeitio, hay un letrero hecho a punta de cuchillo, en una puerta, y su historia es la siguiente:

     Un anochecer llegaron a la taberna tres lequeitianos, uno de ellos eclesiástico, y determinaron pernoctar allí, porque iban de Bilbao y se les hacía ya tarde pa a continuar a Lequeitio, que está de allí cosa de dos leguas.

     -Por supuesto -dijeron a la tabernera-, tendrá usted cena abundante que darnos.

     -¡Ojalá que no tuviera tanta! -contestó la tabernera-. Esta mañana han pasado por aquí trece pícaros canteros marquineses, que decían iban a Guernica y volverían a mediodía, y después de haberme encargado que les tuviera dispuesta una buena comida, no han vuelto, y ha quedado todo, como quien dice, para los cerdos.

     -Aquí estamos nosotros para cenarnos lo de los trece, y mas que fuera -dijeron los lequeitianos.

     La tabernera tornó esto a broma, pero una hora después se había convencido de que no lo era, pues los tres lequeitianos no habían dejado ni los huesos de la comida preparada para los trece canteros.

     Y no contentos con esto aquellos bestias (salva la corona del que la tenía), al irse la mañana siguiente, después de almorzar fuerte, escribieron en la puerta del comedor con la punta de un cuchillo:

     «El día tantos de tal mes y de tal año se cenaran aquí Fulano, Zutano y Mengano, la comida dispuesta para trece».

     Como el hecho es histórico y público y notorio en el valle de Lequeitio, no he querido callar, por más que me pese, la circunstancia de que el héroe principal de esta hazaña fue un señor cura, para tener ocasión de honrar a los buenos sacerdotes, que abundan en Vizcaya, y todo por rogar a los lectores que pidan a Dios le hayan perdonado su glotonería, pues murió hace años, poco menos que reventado a fuerza de comer.

     El otro botón que voy a presentar de muestra es un caballero de Marquina, llamado don Lesmes, aunque más conocido por Traga sardinas y célebre por su incansable apetito. Cuéntase que don Lesmes apostó un día a que se comía dos docenas de sardinas frescas y se bebía un azumbre de vino mientras el reloj de la villa daba las doce, y ganó la apuesta, pues al dar el reloj la undécima campanada, don Lesmes se quitaba con el último trago de vino el dejo de la última sardina. A esta hazaña debía el apodo de Traga sardinas.



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- III -

     Don Lesmes era uno de aquellos que viven para comer, en lugar de comer para vivir. A pesar de ser un caballero de casa solariega bastante rica, era solterón, porque todos sus efectos estaban en el estómago y no un poquito más arriba. Un poquito más arriba ni un poquito más abajo no tenía afecto alguno. No consistía su celebridad sólo en su incansable apetito, sino también en su creencia de que el día que le perdiese ya podía ponerse bien con Dios, porque sin remedio era hombre muerto. Esta creencia tenía su origen en una broma que habían querido darle sus amigos. Como fuese hombre que dividiese su amor a la manducatoria con su amor a la vida, sus amigos habían querido darle un susto tremendo haciéndole creer que se hallaba en eminente peligro de muerte. Puestos de acuerdo al efecto con el médico de la villa, éste le anunció que en el momento en que le faltase el apetito debía disponerse a morir, porque su muerte estaba próxima. Don Lesmes creyó a pies juntillas al médico, porque era tan crédulo y candoroso cuanto comilón, y preparado así, sus amigos se dedicaron a hacerle perder el apetito; pero quienes se llevaron chasco fueron ellos y no don Lesmes, a quien nunca lograban ver harto.

     Fue por Marquina el insigne don Félix María de Samaniego, que ya he dicho gustaba de pasar allí largas temporadas, y como le contasen lo inútiles que habían sido sus esfuerzos para asustar a don Lesmes y apelasen a su ingenio para conseguirlo, el buen don Félix les dijo:

     -Déjenlo ustedes a mi cargo, que yo apretaré un poco mi flojo ingenio a ver si cumplo con una fábula en acción el precepto de Horacio.

     Samaniego vivía en una casa aislada en las cercanías de la villa.

     Don Félix y don Lesmes se encontraron al anochecer al retirarse del paseo.

     - ¡Oh, señor don Félix!

     -¡Oh, señor don Lesmes! ¿Cómo va esa humanidad?

     -Bien, a Dios gracias, pues el apetito se conserva excelente. Hoy después de comer me fui a dormir la siesta acostumbrada, que nunca baja de un par de horas; pero no había pasado una, cuando me despertó el pícaro gusanillo...

     -Le envidio a usted el buen apetito, porque yo te tengo fatal.

     -Dios me le conserve, porque el día que le pierda me voy inmediatamente al otro barrio, según me ha dicho el médico.

     -Hombre, ya podía usted acompañarme mañana a comer, porque mañana es mi cumpleaños y me voy a aburrir comiendo solo, y sobre todo con la falta de apetito que tengo estos días.

     -Pues acepto el convite.

     -Y no le pesará a usted, amigo don Lesmes, pues me han mandado de Laguardia un barril de vino rancio y una docena de perdices, que deben ser cosa buena.

     -¡Je! ¡je! ¡je! ¡Cómo se regala este pícaro de don Félix! Pues allá me tendrá usted, y haremos por sacar el escote.

     -Váyase usted temprano, que quiero que almorcemos, comamos y cenemos juntos, porque na le suelto a usted hasta el día siguiente.

     -¡Je! ¡je! ¡je! Así que despache el chocolate, las paminchas y el vaso de lecho, y duerma la reposada, me tiene usted por allá. Ahora vamos a ver si nos dan de cenar, que me voy cayendo de debilidad con el paseíto que hemos dado hasta Urberoaga.

     -Pues lo dicho, señor don Lesmes.

     -Lo dicho, señor don Félix.



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- IV -

     A las ocho de la mañana siguiente subía don Lesmes las escaleras de la casa de Samaniego. Se levantaba temprano, sirviéndole de despertador el estómago, cuya debilidad forticaba con un tazón de cuatro onzas de chocolate, tres o cuatro paminchas (que son unas tortas de pan muy sabrosas, como de cuarterón cada una), y la leche que cabía en uno de aquellos tremendos vasos de asa que suele haber en las aldeas. Lo que llamaba don Lesmes la reposada era una hora de sueño en el sillón, porque hasta después del chocolate había de dormir siempre el buen don Lesmes, si bien entonces se contentaba con dormir en el sillón y no en la cama, como hacía después de almorzar y comer.

     A las nueve terminaban Traga sardinas y Samaniego un abundante almuerzo, en cuya preparación había hecho prodigios de habilidad y esmero la cocinera.

     Samaniego era buen comedor, pero excitó vivamente la compasión de don Lesmes con su falta de apetito, que decía haber perdido hacía algunos días.

     -Ea -dijo don Félix a su huésped-, ¿supongo que ahora querrá usted echar el sueñecillo acostumbrado?

     -Eso ya se sabe; sin la reposada ni aun el chocolate me sienta bien.

     -Pues venga usted a su cuarto, y duerma a sus anchas.

     Don Félix acompañó a don Lesmes a uno de los cuartos más hermosos y retirados de la casa; don Lesmes se desembarazó de la ropa exterior y se acostó, y don Félix, después de cerrar cuidadosamente la ventana para que la luz no le molestara, se salió del cuarto llevándose recatadamente el reloj de don Lesmes, que éste había colocado sobre la mesita de noche.

     Hecho esto, Samaniego adelantó la hora, así del reloj del comedor como del de don Lesmes, haciendo que ambos señalaran la una, y acercándose de puntillas al cuarto de don Lesmes escuchó, y como notase que éste roncaba ya como un marrano, entró y colocó el reloj sobre la mesa de noche.



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- V -

     Media hora después, es decir, antes de las diez de la mañana, don Félix entró en el cuarto de don Lesmes, gritando al mismo tiempo que abría la ventana:

     -¡Arriba, señor don Lesmes!

     -¿Qué hay, señor don Félix? -preguntó don Lesmes, despertando sobresaltado.

     -¡Qué ha de haber, hombre! Que está ya la sopa en la mesa.

     -¿Pues qué hora es?

     -¡La una dada!

     -¡La una! ¡No puede ser, hombre!

     -Vea usted el reloj.

     -En efecto -dijo don Lesmes mirando su reloj-.¡Pero hombre, me parecía que acababa de quedarme dormido!

     -Es que tiene usted un sueño de ángel, y se conoce que le ha sentado bien el almuerzo.

     -Hombre, sí, a Dios gracias.

     -¿Supongo que habrá buen apetito?

     -Ése, a Dios gracias, no le he perdido yo nunca.

     -Y eso que el almuerzo fue muy fuerte. Vamos a la mesa, que la comida no lo será menos.

     Don Félix y don Lesmes pasaron al comedor.

     Todavía parecía al segundo como que no habían transcurrido cuatro horas desde que terminó el almuerzo; pero el reloj del comedor, que, como el suyo, señalaba más de la una, acabó de disipar sus dudas. Por casualidad, el de la villa estaba aquel día parado.

     La comida fue magnífica. Cada vez que salía un nuevo plato, el rostro de don Lesmes se iluminaba de alegría, porque aquellos manjares eran capaces de abrir el apetito a un muerto, por más que ni esto ni el ejemplo del buen diente de don Lesmes bastasen a vencer la parquedad de Samaniego, que la explicaba con lo desganado que andaba hacía días.

     Terminada la comida antes de las tres, don Lesmes, reventando de lleno, se fue a dormir la siesta, acompañándole al cuarto don Félix, que cerró cuidadosamente la ventana para que no le molestara la luz, y salió, apoderándose del reloj del tragaldabas y diciendo que él iba también a dormir una buena siesta.

     Pero en lugar de ir a dormir la siesta, Samaniego se entretuvo en poner el reloj de don Lesmes y el del comedor las nueve, en cerrar con el mayor esmero todos los balcones y ventanas de la casa y encender la lámpara del comedor, mientras las criadas hacían todas las transformaciones necesarias para la cena.

     Acercóse don Félix a oscuras al cuarto de Traga sardinas, y como oyese a éste roncar, entró, y dejando el reloj sobre la mesa de noche, salióse y fue a recibir y encerrar en el cuarto contiguo al comedor a una porción de amigos suyos y de don Lesmes, incluso el médico de la villa, a quienes sintió subir sigilosamente la escalera.

     Poco después tomó una luz y se dirigió al cuarto de Traga sardinas.



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- VI -

     -¡Señor don Lesmes! ¡Señor don Lesmes! -gritó don Félix desde la puerta.

     -¿Qué ocurre? -contestó don Lesmes, despertando sorprendido con la luz artificial y aquellas voces.

     -¿Está usted malo?

     -No, a Dios gracias. ¿Por qué me lo pregunta usted?

     -Porque tanto dormir me va dando malísima espina.

     -¿Cómo que tanto dormir, si no hace media hora que me acosté?

     -¡No tiene usted mala media hora, cuando lleva durmiendo cerca de seis!

     -¿Pues qué hora es?

     -Las nueve.

     -¿Las nueve?

     -Sí, señor; y si no, vea usted el reloj.

     -¡En efecto! -exclamó don Lesmes, consultando el reloj-. ¡Pero si se me había hecho la siesta un cuarto de hora!

     -¡Dichoso usted, que tan apacible sueño tiene! Ea, arriba, vístase usted y vamos a cenar.

     -¡A cenar!... -murmuró don Lesmes poniéndose malhumorado, porque creyó que su estómago no recibía aquella noticia con la satisfacción de costumbre.

     - Sí, señor, a cenar. ¡Pues qué! ¿No le parece a usted aún hora? Yo mismo me estoy cayendo de debilidad, a pesar de lo desganado que ando estos días. Ya veo que del decantado apetito de usted hay que rebajar mucho.

     Don Lesmes se vistió, y un poco caviloso se dirigió al comedor, cuyo reloj marcaba, como el suyo, más de las nueve, y don Félix y él se sentaron a la mesa.

     Sirviéronles una ensalada de lechuga con rajas de huevo, que por aquella tierra suele servir de introducción, así como en otras suele servir de postre, y ambos le hicieron los honores correspondientes.

     Tras la ensalada vino una enorme fuente de perdices estofadas, que eran el manjar más codiciado de don Lesmes. Éste sonrió de alegría al ver las perdices; pero Samaniego notó que al llevarse a la boca un trozo de tentadora pechuga, se puso descolorido y masticaba como con repugnancia.

     -Amigo don Lesmes -dijo don Félix trinchando con delicia el tercer muslo de perdiz-, es necesario convenir en que a ataque de perdiz no hay inapetencia que resista.

     Don Lesmes, que a su vez se llevaba a los labios otra pechuga, dejó caer al plato tenedor y presa, exclamando con terror y desesperación:

     -¡Ay, señor don Félix!... ¡Soy hombre perdido!

     -¿Por qué, señor don Lesmes?

     -Porque ha llegado mi última hora. ¡Que venga el médico, o mejor dicho, que venga mi confesor!

     -¿Ha perdido usted el juicio, señor don Lesmes?

     -¡No, lo que he perdido es el apetito, que es en mí tanto como perder la vida!

     Y don Lesmes, llorando y aterrado, clamaba por que llamaran al médico, o más bien a su confesor, porque se moría sin remedio.

     Una de las criadas hizo que salía precipitadamente, y un instante después entró en el comedor, seguida del médico, a quien decía haber tenido la fortuna de encontrar apenas puso el pie en la calle.

     En efecto, Traga sardinas sentía ansias de muerte y creía llegado su postrer instante.

     -¿Qué ocurre, señor don Lesmes? -le preguntó el médico.

     -Que he perdido el apetito.

     -¿Comiendo a las horas regulares?

     -¡Sí señor!

     -Si es así, ¡caso desesperado tenemos!

     Oyéronse pasos precipitados en el corredor, y entraron los amigos de Traga sardinas fingiéndose profundamente consternados.

     -Don Lesmes, ¿qué es lo que ocurre?

     -¡Que ha llegado mi última noche!

     -Dirá usted su último día.

     -¡Ay! ¡Ya no veré el de mañana!

     -Pero verá usted el de hoy -dijo el médico.

     -Que abran esos balcones para que el moribundo respire el aire libre.

     Una criada abrió de par en par el balcón del comedor, y el sol, que todavía estaba muy lejos del ocaso, inundó el comedor de luz e hirió el rostro de don Lesmes, que dio un grito de alegría y sorpresa, al mismo tiempo que todos los circunstantes prorrumpían en ruidosas carcajadas y aplausos a Samaniego, calificando de su más ingeniosa fábula la que acababa de poner en acción.

     -Señor don Félix -exclamó el médico-, falta la moraleja de la fábula.

     -Entre la fábula y la moraleja debe haber algún espacio -contestó don Félix.

     Poco tiempo después los amigos de don Lesmes y de don Félix fueron a dar al segundo la noticia de que el primero, al terminar una comilona, había reventado de lleno.

     -¡Ahí tienen ustedes la moraleja de la fábula! exclamó el señor don Félix con tristeza.



FIN DE LOS CUENTOS DEL HOGAR

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