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- XIX -

Pues un domingo por la tarde, volviendo de una placentera visita en Caballerizas, se corrieron Doña Leandra y Doña Cristeta hacia —181→ la Encarnación con ánimo de rezar; pero tuvo más fuerza en el ánimo de la camarista el apetito de golosinas que la devoción, y lo que hicieron fue comprar torrados y avellanas, y sentarse a roer y mascullar y escupir en los propios escalones de la iglesia, como dos chiquillas. A entrambas era muy grata aquella libertad, el perderse entre la multitud sin que nadie las conociera, y respirar el ambiente popular en que habían nacido. Con sus vestiditos de merino negro y su facha de honradas y limpias menestralas, creían desenvolverse mejor en el humano carnaval; y si Doña Leandra se conceptuaba siempre palurda manchega, en medio del bullicio y galas de la Villa y Corte, Doña Cristeta era una demócrata inconsciente, sin sospechar que pudiera existir incompatibilidad entre sus aficiones plebeyas y su intensísima fe monárquica.

«¡Qué bien estamos aquí -dijo a su amiga-, y cómo me gusta que la tengan a una por nadie, y que no nos hagan ningún rendibú! Cuando una ha vivido años y años dentro de la etiqueta, gran suplicio, coge con más gana la libertad... y hasta se alegraría de ser pueblo, como quien dice».

-Pero los que se regostan a palacios -observó Doña Leandra-, no se hallan en cabañas. —182→ Y a usted la tira tanto el señorío, que si no pudiera de vez en cuando meter la nariz en la casa grande y oler lo que allá guisan, se moriría de pena.

Agregó Doña Leandra que le interesaba el casamiento de Su Majestad, por las esperanzas que tenía de trasladarse a Peralvillo en cuanto aquel se celebrara, y pidió a su amiga informes veraces acerca del novio preferido, pues nadie como ella debía de estar al tanto, por la razón de su mete y saca en Reales cámaras y camarines.

«Claro es que lo sé todo, amiga mía -dijo Cristeta-; pero el hábito de la reserva, que fácilmente se adquiere en los palacios, como se aprende la fineza del oído, nos cierra la boca. Si usted quiere que yo abra la mía y le cuente las verdades que sé, ha de prometerme no repetir lo que me oiga, y guardarlo de todo el mundo, hasta de su propio marido».

-Bien puede tener confianza, Cristeta, que yo soy un pozo. A todo me ganarán otras; pero a callar no ha nacido quien me gane.

-Habrá usted oído hablar por ahí de Trápani, de Montemolín, de Aumale, de Coburgo...

-De sin fin de príncipes oigo hablar, que quieren que los casemos con nuestra Reina. —183→ Parece un cuento de niños. Y la verdad, por lo que me dijo Lea, yo creí que el preferido era el de D. Carlos.

-¡Patraña! Los carlistas son tan cándidos que se creen las mentiras que ellos mismos echan a volar. Es un partido de hombres valientes, pero sin malicia. En cuanto a Trápani, si en un tiempo se pensó en él y lo apoyaba su hermana la Reina Cristina, ya está desechado. Es un pobre seminarista de tan poco meollo, que no sabe más que ayudar a misa, y eso mal. ¡Vaya un Rey consorte que nos querían traer! Aumale es muy guapo, muy galán; pero como hijo del Rey de Francia, no puede dar su mano a Isabel, porque las otras potencias son muy celosas entre sí, y si vieran a un francés en el Trono español, no era cisco el que se armaba. Del Coburgo ¿qué quiere usted que le diga? Pertenece a una familia ducal de Alemania que se dedica a la cría de maridos de Reinas, y los proporciona y suministra de todos precios, bien educaditos. Los chicos esos tienen mérito; pero que perdonen por Dios: la Reina de toda una España no es bien que a surtirse vaya en ese mercado. Tampoco hacen camino los príncipes portugueses, por ser de una nación chica, que nos tiene comida toda la parte del occidente de nuestra Península, y además se hallan muy —184→ unidos a la enemiga de toda la cristiandad, que es la Inglaterra, esa puerca, ya lo sabe usted, a quien dan el mote de la pérfida Albión.

-He oído ese mote y otros: a la Francia la llaman la Monarquía de Julio. Pártame un rayo si lo entiendo.

-Son maneras de decir de los periodistas. Hay que fijarse mucho para estar al tanto de las muletillas que ahora se usan para nombrar las cosas. ¿Sabe usted lo que es La Puerta? ¿Y el Gabinete de las Tullerías, sabe lo que es?... Pero no nos entretengamos en esto, y vamos al casamiento, que será conforme a la voluntad de Dios, y tendremos de Rey a un príncipe español, de quien puedo dar informes como no los dará nadie, pues estos brazos le han zarandeado de niño, y estas manos le han dado las sopitas más de tres y más de cuatro veces... ¿y quién sino yo le puso los primeros calzones?

-Ya sé de quién habla usted, Cristeta, pues ya me ha contado que sirvió a esa señora princesa, de cuyo nombre no me acuerdo, hermana de la Reina Madre, la cual fue esposa del Don Francisco que vive en la calle de la Luna, y madre de unos principitos y princesas que no sé cómo se llaman, porque en todo esto de personas Reales estoy yo poco fuerte.

—185→

-Es la Infanta Carlota, mi señora, a quien serví desde que a España vino, la que tiene celebridad en todo el mundo por haberle dado a Calomarde la más tremenda bofetada que ha recibido cara de ministro.

-Ya recuerdo lo que usted me contó... Fue brava acción, poner patas arriba a un ministro del Rey, y no creo que se haya visto otra en Cortes de la Europa universal.

-Era un genio tan vivo la Infanta, que no podía ver injusticias y maldades sin correr a ponerles remedio. Su hermana era entonces una cuitada, y si no es por mi señora, le birlan aquellos culebrones la corona de su hija. ¡Ay qué Doña Carlota! Tan fácilmente se le remontaba la sangre a la cabeza por cualquier motivo, que teníamos que contenerla y amansarla: su prontitud nos asustaba, su resolución no admitía réplicas, y si no hubo discordias y altercados en la familia, fue porque mi señor Don Francisco era y es tan bueno, que no ha conocido usted pedazo de pan que se le iguale. Murió la señora en mis brazos hace un año y nueve meses, y aún le llevo luto, porque la quería, y ella por mí tuvo siempre debilidad. Fui yo la persona de su mayor confianza. Tan buena era conmigo, que me daba licencia para que la aconsejara y aun para que la reprendiera, y yo —186→ fui quizás la única persona que se atrevió a decirle: «Señora, es cosa muy fea que Vuestra Alteza se ponga de puntas con su hermana, y que una y otra se tiroteen con pullas y sarcasmos muy inconvenientes y muy impropios, aunque sean dichos en lengua italiana. ¡Vaya, que dos princesas, la una en el escalón más alto del Trono, la otra en el segundo, tratarse como tales y cuales, siendo además hermanas, y habiendo nacido de Reyes, y en un Trono como el de las Dos Sicilias!...». Su mismo marido no se cuidaba de cortarle los vuelos, porque también él estaba muy quemado con Cristina y los Muñoces, que de ahí le venía la tos al gato, de los intrusos de Tarancón que nos revolvieron todo Palacio... Le cuento a usted, querida Leandra, estas menudencias para que las sepa y calle, pues no es bien que se divulguen, aunque, por arte del diablo, ya salieron en papeles de Francia y de España... Las dos hermanas se adoraban, y luego vinieron a ser el agua y el fuego, porque desde que se casó secretamente, Doña María Cristina daba de lado a mi señora y a los hijos de mi señora... cosa natural, ¿verdad?, porque cada cual mira por lo suyo... A Carlota le decía yo: «Resígnese Vuestra Alteza y admita lo que llaman los políticos los hechos consumados. Cierto que la ventolera de Su Majestad —187→ por el buen mozo de Tarancón no está bien si la miramos por el lado Real, o dígase divino, que cierta divinidad tiene el derecho de los Reyes; pero si miramos el caso por lo humano, pues el fuero de humanidad no puede negarse a las personas coronadas, ¿qué hay que decir? Joven es Cristina y hermosa como un sol, llena de salud y de vida, y tan lozana que no sería discreto negarle segundas nupcias. Y no me diga Vuestra Alteza que fue el demonio quien puso en su camino al D. Fernando Muñoz, joven como ella, guapo y fuerte. Estas cosas no las hace el diablo, que todo ello es composición y concierto de las leyes que llaman naturales. Pues qué, ¿había de estar condenada una mujer como Cristina a recrearse con la memoria del feísimo y mal encarado Rey D. Fernando, que santa gloria haya, y a tener toda su vida el pensamiento embebecido en el recuerdo de las narizotas de Su Majestad y de su Real cuerpo, que en vida dicen que estaba medio corrupto? Esto no podía ser. Pongámonos en lo juicioso y natural. Si Doña Cristina gustaba de alegrar su juventud con un nuevo matrimonio, ¿qué remedio tenía más que tomar hombre, eligiendo el que cautivaba su alma? Dicen que por qué no eligió novio de más alta alcurnia. ¡Ay!, el corazón no entiende de jerarquías, y una —188→ vez metida Su Majestad en lo morganático, ¿qué más daba que tuviese cuatro cuarteles o que no tuviese ninguno? ¿De dónde arranca la nobleza más que de la voluntad de los Reyes? Pues desde el momento en que D. Fernando se introducía en el corazón de la Reina, allí se encontraba todas las ejecutorias, grandezas y blasones, y podía libremente coger lo que más le agradase...». Esto le decía yo a mi señora para sosegarla; pero ¡ay de mí!, no me hacía ningún caso, y a mis razones contestaba con las desvergüenzas de la murmuración corriente acerca de Muñoz. Que si el estanquero su padre, que si la tía Eusebia su madre, que si los hermanos, que si vino, que si fue, que si estuvo de mozo en una tienda para barrer el suelo y fregar el mostrador. Mentiras todo ello, y hablillas de la gente envidiosa, pues con mirar al marido de la Reina Madre y ver su figura, sus modales y elegancia, se ve que es de buena familia y que le han criado en finos pañales.

»Lo peor del caso, amiga querida -prosiguió Cristeta, tomado aliento y limpiado el gaznate-, es que yo, con la mayor inocencia, fui la primera persona que supo en Palacio el devaneo de Cristina, y no sólo fui quien primero lo supo, sino algo más, Leandra, pues a —189→ mí me escogió la Providencia, ¡triste sino el mío!, para que abriese la puerta por donde entró la flecha de Cupido que había de traspasar el corazón de la Reina. Yo llevé a Palacio a la modista Teresa Valcárcel, fundamento de todo este enredo; tras de la modista fue el guardia D. Nicolás Franco, que la cortejaba, y con Franco se coló su amigote Muñoz, bien inocente de que la Reina, sólo con verle, se prendaría de él. De modo que aquí me tiene usted oficiando de causa histórica, porque si yo no hubiera llevado a la modista... saque la consecuencia... a estas horas la historia de España llevaría en sus hojas cosas diferentes de las que lleva. Pues bien: cuando ocurrió lo de Quitapesares... ya se lo he contado a usted... la escena preparada por la Reina para vencer la gravísima dificultad de romper el silencio de amor, y hablar... vamos, a cualquiera le doy yo este compromiso... pues quien primero tuvo en Palacio noticia de tal escena fui yo, por un guarda que vio pasear solos a la Reina y a D. Fernando, y lo refirió a mi marido, que entonces era contador segundo de la Intendencia, y naturalmente, Nicolás me trajo el cuento... Yo, que siempre he mirado a la conciencia antes que a nada, me guardé muy bien guardado el secreto, hasta que empezaron a —190→ correr por Madrid y por Palacio rumores graves, malignos de toda malignidad, como que Muñoz paseaba en una berlina muy elegante y tenía casa puesta, lujosísima; que llevaba en la pechera y en la corbata alhajas pertenecientes al difunto Rey... qué sé yo... Lo de las alhajas lo dudo... yo no las vi, ni he conocido a nadie que las viera... Pero ¡ay!, es tan malo el público... ¡Qué perro es el público ¿verdad?, y cómo le gusta ver caídas las cosas más bellas, y pisotearlas si le dejan...! No le quiero decir lo volada que se puso mi señora. Finalmente, por las relaciones y amistades de mi marido supe que nuestro amigo D. Marcos Aniano González y el Sr. D. Miguel de Acevedo, pariente de mi Nicolás, andaban arreglando el negocio de casar a la Reina, y la casaron, sí, el día de los Santos Inocentes de aquel año de 1833, lo que no fue poco dificultoso, pues el Nuncio se lavó las manos, y un Obispo a quien trataron de catequizar dijo fu... Pero, en fin, hubo matrimonio, y la ley de Dios vino a santificar el caso, y a poner a nuestra Gobernadora en el punto de honradez que le correspondía. Cuando la Infanta lo supo, hube de echar todos los registros para calmarla. 'Pero repare Vuestra Alteza en que más que de vituperio es digna de alabanza la Reina, porque de otras hablan las —191→ historias que se divirtieron cuanto les dio la gana, guardando el desvarío debajo de siete capas, o haciendo de él público alarde, con desvergüenza, y esta empieza por mirar a Dios, por temerle y guarecerse dentro del Sacramento, para que nadie pueda poner en su fama el borrón más mínimo. Celebremos que ello vaya por los caminos cristianos'. Y viendo que estas y otras razones no bastaban a moderarle el genio, se encalabrinó el mío, que también lo tengo, sí señora, cuando me apuran, y cegándome más de lo que el respeto consentía, me arranqué con la verdad y le dije: 'Señora, no sea Vuestra Alteza tan gazmoña, que si Vuestra Alteza se encontrase en caso semejante al de su hermana, lo haría peor'.

»Creí que me mandaría salir de su presencia; pero no fue así. Apagados de repente por aquel súpito mío tan irreverente los fuegos de su enojo, masculló algunas palabras, echose a reír y hablamos de otro asunto.

- XX -

»Volvieron a un trato cariñoso, aunque no muy íntimo, las dos hermanas -prosiguió Doña Cristeta-; pero la enormísima caterva de Muñoces —192→ que se nos fue metiendo en la servidumbre, trajo nuevos disgustos. Cuentan que quedó despoblado Tarancón. Los padres, viendo tan bien casado al chico, no habían de ser tan zotes que desperdiciaran la buena ocasión de colocar a todita la familia. Yo me pongo en su caso. A una hermana, la Alejandra, la tuvimos de Camarista; a D. José Muñoz, de Contador del Real Patrimonio, y con ellos vino una reata de parientes, amigos y allegados que no se acaba nunca. Mil desazones ocurrieron, y todo era enojos, piques, desabrimientos; que cuanto más grande es una casa, más fácilmente extienden por ella los malignos la máquina de chismes y enredos. A mi señora la perdió su propio genio desmandado, y de tal modo se descompuso, que ella y su marido el Infante hubieron de salir a destierro, por razón política... ¡Que si Don Francisco de Paula había hocicado o no había hocicado con los del Progreso...! Embustes, hija, pretextos para echarles de aquí. No pude yo seguir a la Infanta porque mi Nicolás, que atacado venía del pecho desde el año anterior, se me agravó en aquellos días, y su enfermera tuve que ser hasta que se le llevó Dios. Fue un dolor, ¡ay! Figúrese usted, Leandra, un hombre como un castillo... Pero vamos al cuento. En París, donde no tenía Doña Luisa Carlota quien —193→ le moderase los ímpetus, hizo esta señora ¡pobrecita de mi alma!, desatinos enormes. Perdida toda discreción, no sólo contaba sin rebozo a cuantos oírla querían la historieta de su hermana con el caballero de Tarancón, sino que permitió que alguien la escribiese con tales pormenores y malicias, que ello parecía obra del demonio... Se me olvidaba decir a usted que cuando salió desterrada mi señora, no caí yo en desgracia semejante, pues la Reina Cristina, sabedora de los buenos consejos que yo daba a la Infanta, en la casa me dejó, y sirviéndola yo con rectitud, le di pruebas de mi lealtad a la Real Familia, sin distinción de hermanas. Por esto fue mayor mi rabia cuando me enteraron de las inconveniencias de la otra en París... Vino después la caída de Cristina, despojada de la Regencia por ese pillo de Espartero; la Reinita y su hermana quedaron en Palacio como prisioneras del Progreso, hasta que los buenos vinieron a libertarlas y a poner las cosas de la Nación en su lugar. Volvió a Madrid Doña Luisa Carlota, y yo a su intimidad. ¡Ay, qué arrepentida estaba de sus ligerezas! Tal era su pena, que no debemos atribuir a otra causa su muerte prematura. Y motivos tenía la pobre para desesperarse y poner el grito en el cielo. Reñida con su hermana, ya era punto menos que —194→ imposible colocar a uno de sus hijos en el Trono casándole con Isabel II. 'Pero, señora -le decía yo, no menos desconsolada que ella-, ¿por qué no hizo Vuestra Alteza caso de mí, que mil veces tuve el honor de advertirle que previera este matrimonio?'. Y ella bajaba la cabeza humillada, y decía: 'tienes razón: he sido una bestia, sí, Cristeta, una bestia...'. Pero ya no tenía remedio: la Reina Cristina, que no quería ya cuentas con su hermana, hizo la cruz a los hijos de esta, Paco y Enrique, borrándolos de la lista de maridos probables de Isabel. Mi señora, que si no modelo de hermanas, fue madre excelente, devoraba su amargura por la condenación de sus queridos niños, y tanto quiso contener, tanto quiso amarrar su genio dentro del alma para no escandalizar, que de ello le vino el arrebato de sangre que remató su vida. ¡Pobre, desgraciada señora! Si pecó de imprudencia y de ira, le habrá valido contra esos pecados su grande amor de madre, y lo buena y generosa que fue siempre para su servidumbre... En fin, Dios la tenga en su santo seno».

Suspiraron las dos mujeres, y Doña Leandra, que grandemente en aquellas historias se interesaba, preguntó la razón de que habiendo sido descartados los dos infantitos en vida de su madre, —195→ hubieran vuelto a figurar en la lista con probabilidades de triunfo.

«Vámonos de aquí -dijo Doña Cristeta, ya dolorida de la dureza del asiento-, que corre un aire demasiado fresco, y además viene mucha gente a la iglesia: alguien nos ha mirado como extrañando que dos señoras nos sentemos en estos escalones entre la pobretería y los chiquillos. Si a usted le parece, subiremos por la Plazuela de Santo Domingo a la calle de Los Preciados, y en la bollería de Lucas, esquina a la calle de la Ternera, compraré media libra de ciento en boca, para llevamos a casa y tener algo en que ir picando por el camino». Así lo hicieron, y metidas en la trastienda de la bollería, donde solas se encontraron sentaditas junto a una redonda mesa que allí había para los golosos amigos de la casa, Cristeta prosiguió su cuento: «Pues ya verá usted por qué Doña María Cristina, que desde el 44 viene diciendo Trápani, nada más que Trápani, ahora dice Paquito, y nada más que Paquito. La Providencia, hija, es la Providencia, que protege a España entre todas las naciones, y siempre la saca de sus apuros; es Dios, hablando con mas propiedad, quien ha señalado a España el único camino, y quien pone en el Trono, al lado de la Reina, el marido que ha de —196→ hacerla feliz a ella y a todos los españoles...».

Y ávida de cosas dulces, dijo al hombracho que servía: «Mira, Fulgencio, si no tenéis aquí licor de rosa, tráenos dos copitas de la botillería de Beranga». Paladeando las dos señoras el menjurje, Doña Leandra, toda oídos, se iba enterando de lo que su amiga relataba, que fue así palabra más o menos: «No había quien de la cabeza le quitase a mi Doña Cristina la obstinación por Trápani, que es su hermanito más pequeño. Según cuentan, los Reyes de Nápoles le criaban para la Iglesia, y en Roma le tenían en una casa de jesuitas; pero, hija, al ver que Cristina quería traérnosle al Trono de las Españas, se les remontaron los humos, y ya no se pensó más que en enseñar al niño a montar a caballo y a tirar las armas, cosas muy distintas de la santa religión. El chico es bueno, según parece; pero aquí no ha caído bien su candidatura, por lo que dicen de que gastaba sotana. Ni España quiere acá más napolitanos, ni a las potencias, que son las naciones, para que se vaya usted enterando, tampoco les hace gracia que sea esposo de Isabel II ese doctrino. Cuando llegó aquí la Reina Madre, se nos dijo en Palacio que era un hecho lo de Trápani, y no ha sabido la señora tocar otra tecla hasta hace pocos días. El Rey de Francia y su mujer —197→ la Reina Amelia, tía de Cristina, dijeron: 'fuera Trápani', y por sí y ante sí entraron en tratos con las Reinas, sin hacer caso del Gobierno español. ¿Recuerda usted, Leandra, que hace unos días, cuando pasábamos del patio de Palacio a la plaza de la Armería, vimos a un señorón que bajaba por la escalera grande, seguido de unos caballeros elegantes, y entraba en su lujoso coche...?».

-Me dijo usted que era el Embajador de Julio, digo, de Francia.

-El señor Conde de Bresson, un caballero que es la misma finura, más listo que la pólvora, y de tanta agudeza que si España fuera el ojo de una aguja, por él se meterían con la mayor sutileza el Embajador, el Rey Luis Felipe y toda la Francia. Este señor es el que lleva la intriga de los casamientos por sí y ante sí, sin cuidarse para nada del Gobierno, atento sólo a su rival y contrincante el Embajador de Inglaterra, que es un tal Mister Bullwer.

-Como una no sabe de estas cosas -dijo Doña Leandra con la mayor candidez-, yo ¿qué me creí?, que la Reina primero, y después su familia y el Gobierno de acá, determinaban lo del casorio, y que las potencias terrenales no tenían por qué meterse en ello.

-¡Ay, amiga mía!, no se casa una Reina en —198→ lo que se persigna un cura loco. El Rey de Francia puede mucho, y tiene que mirar por su reino y por la familia de Borbón, y antes que consentir que la Inglaterra meta el rabo en las cosas de esta familia, armaría una gran guerra... ¡Ay!, estemos bien con la Francia, que nos quiere, y por lo mucho que nos quiere nos pegará si nos descuidamos. El viejo de las Tullerías, como en la casa grande se le llama, ha cerrado ya trato con nuestra Familia Real. Ha eliminado a todos los príncipes extranjeros y al D. Carlitos Luis... Eliminar es lo mismo que decir quitar de en medio... ha decidido que Isabel se case con uno de sus primos, los hijos de D. Francisco y de mi señora, y que Luisa Fernanda dé la mano a un príncipe francés... Esto lo ha determinado ayer, y todavía no se ha hecho cargo el público, ni el Gobierno mismo, ni nadie. Yo lo sé, y a usted se lo cuento con encargo especial de que no diga esta boca es mía.

-¡Quitar de en medio al hijo de D. Carlos! -exclamó Doña Leandra con susto-. ¿Y qué dirá de esto el Austria?

-¡El Austria! Valiente caso hacemos aquí del Austria.

-¿Pues no es una nación de muchísimo poder, y con un gran ejército de tropas austríacas?

—199→

-Puede ser y es de cuidado, sí señora; pero está muy lejos.

-¿Cae hacia la parte de las Dos Sicilias?

-No señora; más arriba: sube usted por la Italia; tuerce usted a mano derecha, y detrás de los Alpes, allí está. La Francia es vecina nuestra, y puede más, más; como que la tenemos ahí...

-¿Dónde?

-Hija, en la frontera de Francia, asomada a las ventanas o almenas de unos murallones que llamamos Pirineos.

-Pues las calabazas que dan a D. Carlos Luis no le sabrán bien al Padre Santo.

-Ya se arreglará todo por nuestros obispos, que no son ranas. Hoy por hoy, téngalo usted por tan cierto como que este es día, no hay más consorte de la Reina que Paquito, lo que no es corta felicidad, pues de sus condiciones excelentes puedo dar fe, y de sus virtudes para Rey y marido.

-¿Y no hubo cuestiones por si preferían a este hermano o al otro?

-No, señora, porque a Enrique le dio de lado el Rey de Francia. Es también muy bueno, y sabe mucho, vaya... los dos estudiaban sus leccioncitas a competencia... ¡qué gozo de hijos!, y no desmerecen uno de otro en aplicación y —200→ caballerosidad. Pero Francisco, que siempre fue muy metido en sí, tuvo el acierto de cerrar el pico en estas cuestiones y no meterse en nada, mientras que Enrique, soliviantado seguramente por malos consejeros, se puso a jugar a la politiquilla, y enredando, enredando, como quien dice, largó un manifiesto a la Nación... ¡pobre ángel! Lo que yo digo: ¡quién meterá a estos muchachos en la simpleza de echarles chicoleos a la Nación!... No crea usted que se anduvo en chiquitas. Que si la Libertad, que si los principios, que si tal... que si la Europa... Vino a decir que los reyes deben tener en una mano el Progreso y en otra el Orden. En fin, que por estas pamplinas el pobre chico se cayó en la fosa y le han descartado. La plaza de marido de Isabel II se la gana el primogénito por no meterse en dibujos. Dios protege a los callados. ¡Viva Isabel y Francisco!, y dennos una cáfila de príncipes robustos, guapos, listos, buenos españoles y buenos cristianos. El Trono, el Orden y la Religión están de enhorabuena, que para mirar por todo le sobran virtudes al niño... Así le llamo porque su infancia graciosa no se aparta de mis recuerdos, y para mí, aunque grande le vea, sentado en el Trono, con todo el arreo correspondiente, siempre será el que tantas veces arrullé en la —201→ cuna; el que cargué en mis brazos, entreteniéndole con cualquier juguetillo; el que vi luego tan aplicadito a las lecciones, tan bien ordenado en sus cosas, que todo lo guardaba y coleccionaba, libros, estampitas, papeles, sin permitir que nada se le tocara; el que nunca pronunció palabra fea, ni gustó de compañía de mujeronas ni de juegos indignos entre hombrachos; el que siempre fue la misma pulcritud, y por lo tocante al alma, piadoso como ninguno, con una constancia en las devociones impropia de su edad...

Tanto prodigó Doña Cristeta los toques lisonjeros en la pintura, que a Doña Leandra se le despertó curiosidad de conocer al bello y virtuoso joven, presunto dueño de Isabel II, y manifestó a su amiga deseos de verle, aunque fuese por la rendija de una puerta; a lo que respondió la camarista que a la sazón estaba el infantito fuera de Madrid, en militar servicio; pero ya se le había mandado venir, para que él y su novia se tratasen y viesen a menudo, aproximación necesaria de dos almas que debían arder juntas en la llama del amor conyugal...

Ya no hablaron más en la bollería, porque se vino encima la noche, y las dos señoras, con sendos paquetes de ciento en boca, tomaron la vuelta de Jacometrezo para dirigirse, no al domicilio —202→ de la Carrasco, sino al de la Socobio, en el número 14 y 16 del Caballero de Gracia, donde habían concertado cenar juntas. Así lo hicieron, esmerándose la palaciega en dar todo el esplendor posible al obsequio, y mientras cenaban y de sobremesa, no cesaron de picotear, hasta que llegó el chico mayor de Carrasco a buscar a su madre. Eran las doce. Casi al mismo tiempo que Doña Leandra entraron en la casa Eufrasia y Lea, que venían del Circo, donde habían visto el estreno de Juana la Prie, de Donizetti, por el gran Moriani. La ópera, según dijeron, era ligerita; Moriani había cantado como un ruiseñor, y la Gruitz lució un traje de superior gusto y elegancia.

- XXI -

Si el ardiente amor a la tierra natal y la fatalidad de vivir lejos de ella no fueran bastante motivo para que la pobre Doña Leandra aborreciese a Madrid, seríalo la confusión de ideas y el laberinto de opiniones que hacían de la Corte de las Españas un pueblo de locos. Vivían aquí las personas para pelearse de continuo por lo chico y lo grande, disparando unas contra —203→ otras fuego mortífero de recriminaciones, ironías y dicharachos, ya por un desacuerdo en el modo de apreciar las piruetas de la Guy Stephan, ya por el problema político y monárquico del casorio de la Reina, y por el valimiento y calidades de cada uno de los novios o candidatos. En su propia casa vio la buena señora una muestra de la general discordia, que fue para ella motivo de gran amargura, porque eran sus hijas las que reñían, y casi casi se tiraron de los pelos en una furiosa Reyerta y examen de pretendientes al regio tálamo. Con autoridad enérgica las hizo callar mandándoles que mirasen a las obligaciones domésticas y no se metieran en lo que no les importaba. Y el mismo día en que estas terribles querellas ocurrían, en ocasión que la señora remendaba su ropa, única labor que aliviaba sus tristezas, llegose a ella Eufrasia, y revolviendo trapos y rebuscando botones, le dijo:

«Ya no volveré a reñir con Lea, porque ella es algo simple de por sí, y ese retrógrado de Tomasito, ahora metido entre carlistones, le ha llenado la cabeza de viento. ¡Miren que hablarnos de D. Carlos Luisito como el único consorte posible! ¡Y salirnos con que así será porque lo quiere el Austria! Yo, que estoy enterada de todo, le contaré a Su Merced lo que —204→ hay, si me promete guardar el secreto. No debe conocerlo padre, porque se le escapará decirlo en el café, y corrida la noticia por Madrid antes de tiempo, armarse podría una gran trapatiesta entre las naciones que andan en el ajo... No, no, madre: tengamos reserva, que esto es muy delicado».

-Sí, hija: cada cual calle lo suyo, hasta que venga la verdad a sacarnos a todos de confusiones. ¿Y eso que sabes te lo ha contado Terry? No es mala autoridad la de quien tanto priva en la Embajada del inglés.

-Como que el Embajador es su gran amigo y todo se lo dice. Donde quiera que se encuentran hablan en inglés para que no los entienda nadie. Pues verá Su Merced lo que hay. Ello es ya cosa convenida entre la Corte de Londres y la Corte de Madrid; pero no quieren que se entere la Francia para que ese títere de Bresson no nos arme un enredo. La Reina se casará con Coburgo, el Príncipe D. Leopoldo de Coburgo y Gotha, que así se llama.

-Hija, ¿qué me dices?... ¡Pero si entendía yo que ese duque de la Gota era el más eliminado de todos!

-No haga caso Su Merced. La Inglaterra es la que puede más, y ha dicho el Lord primer Ministro que como casen a Isabel II con —205→ un Borbón, habrá la más terrible guerra que se ha visto... Y la Inglaterra está en lo firme, porque el casar a la Reina con uno de la misma familia, en la cual vienen uniéndose ya, de tiempo atrás, primos con primas, y tíos con sobrinas, es traer la degeneración... ¿Su Merced me entiende? Sí, porque nadie sabe mejor que Su Merced que a los ganados de ovejas y cochinos se les muda de padres para que no desmedre la raza.

-Sí, hija; ¿pues no he de entenderlo? Lo mismo que en los animales pasa en las personas, y también en el trigo, que si no mudamos de simiente, pronto empeora la casta... Pero el Sr. Terry me dispense... no van las tornas por el lado de ese Comburgos, o como quiera que se llame.

-Madre, le aseguro a Su Merced que sí. La Gran Bretaña trabaja bajo cuerda por fastidiar al francés, que quiere meternos aquí a uno de sus príncipes, para que luego se alce con el santo y la limosna y nos convierta en provincia francesa... A eso van. Pero los ingleses, que como nosotros tienen Reina, y esta casada con uno de los de Coburgo, no consienten que Francia meta el hocico. Ya se han entendido la Reina Cristina y Mister Bullwer, y concertada tienen la boda. Se cree, esto no lo sabe Terry a —206→ punto fijo, que la Inglaterra no ha venido con las manos vacías, y que cede a España unas islas de no sé qué mares... De modo que hasta por ese lado vamos ganando. Y hay más: el príncipe Leopoldo es ilustrado, a diferencia de los de acá y de los de Nápoles, criados en el absolutismo y en las ñoñerías; es un muchachote robusto, que es lo que nos conviene, de ideas liberales...

-Cállate, hija; cállate por Dios, y ¡no hables de liberalismo!... ¡Lucido estaría el Trono si ahora saliéramos con que se sentaba en él un miliciano nacional, que haría de nuestra Reina una miliciana nacionala, y nos metería otra vez en los enredos de los patrióticos y de la libertad de la imprenta...! Quita, quita; el Sr. Terry está soñando. ¡Pues digo, si a más de patriota es hereje, y nos viene acá con la libertad de los cultos, y a predicarnos que seamos ateos...!

-No, madre: eso no puede ser, porque se le ha puesto la condición de que abrace el catolicismo...

-Y ¿qué sacamos de que lo abrace?... Vamos, que le da un abrazo y después se queda tan fresco... ¡Si creerá la Inglaterra que aquí estamos en Babia!... ¿Y el Papa qué haría? Pues descomulgarnos a todos y dejarnos con un —207→ pie en el Infierno... Quita, quita: el Sr. Terry ha oído campanas y no sabe dónde. Elegido está ya el marido de Isabel; pero no es extranjero ni Bocurgo, ni nada de eso.

-A Su Merced -dijo Eufrasia con burla respetuosa-, le ha trastornado el seso esa ardilla de Doña Cristeta, haciéndole creer que el esposo elegido es D. Francisquito, el mayor de los chicos del Infante... ¡Pero si la Socobio no sabe más que lo que le cuentan en las cocinas de Palacio, a donde va todos los días en busca de las tajadas de sobra!

-Calla, simple, y no digas tal de Cristeta, que come en el mismo plato de Su Majestad Madre, y esta la convida todos los días a tomar chocolate del que le mandan de Nápoles o de las Sicilias, hecho con más canela que el que aquí gastamos. ¿Quién le pone las medias a Cristina más que Cristeta? ¿Y quién le hace la mascarita a la Reina Isabel cuando ella y su hermana juegan a carnavales? No vuela una mosca en aquellos aposentos sin que se entere mi amiga, y hasta olfatea lo que hablan Cristina y el Embajador de Francia.

-Pues yo le aseguro a Su Merced que el tal Bresson anda de capa caída y ya no le hacen caso, y que el negociado de casamientos está en la casa de míster Bullwer... Dígale Su Merced —208→ a la Socobio que vaya recogiendo velas en lo de D. Paquito, que a este, como a su hermano el Enrique, les ha hecho Inglaterra la cruz. En Londres les tienen por poca cosa. Usted no sabe, yo sí lo sé, que D. Francisco pidió al Rey de Francia la mano de su hija la Princesa Clementina, y Luis Felipe se la negó con desprecio. ¡Y ahora le iban a dar la mano de la Reina! Madre, no crea usted las papas que le cuenta Cristeta.

-Para papas las tuyas, Eufrasia. El señor Terry, como todos los españoles de ahora, está trastornado, y el trastorno le hace ver y leer periódicos que no existen. Pero sea lo que quiera, D. Francisco es un joven ilustrado, tan ilustradillo como cualquier otro príncipe, y además un modelo de virtudes... para que lo sepas.

-Sí, madre; es tan virtuoso, que en Pamplona, donde está su regimiento de guarnición, se pasa todo el tiempo en compañía del obispo, que es un carlistón rancio, y en visitas de monjas y frailes.

-¿Y eso qué?

-Nada... Un periódico de Londres ha dicho que en su casa de la calle de la Luna tenía un cuarto con altarito, todo lleno de imágenes y estampas, y que allí se pasaba las horas de rodillas rezando y haciendo novenitas... ¡Bonita —209→ cosa para un Rey ocuparse en vestir y desnudar a un Niño Dios de talla! No dice Terry que esto sea verdad; puede que no lo sea; pero en Inglaterra así lo cuentan, y ello basta para que se burlen de los españoles si le tomamos de Rey marido.

-Te prohíbo -dijo Doña Leandra severamente-, que hables del primo hermano de Su Majestad con tan poco miramiento, dando oídos a las calumnias y chismes de esos perros protestantes. Sea o no esposo de la Isabel, es el tal un príncipe español, y los manchegos, como la mejor y más antigua sangre española, le debemos respeto y veneración. Que no vuelva yo a oír en tu boca esos disparates de que viste y desnuda al Niño Jesús, no porque sea razón de que le tengamos en poco, pues tales actos son meritorios, sino porque esas hablillas las echan a volar los ingleses para desacreditarnos y abrirle los caminos al alemanote o animalote.

-Algo habrá de esto -replicó Eufrasia con timidez-, y ya empecé por decir que yo no lo creía, como no creo tampoco lo que se cuenta... ¿lo digo?... pues que entre el Obispo de Pamplona y una monja muy lista, cuyo nombre se me ha ido de la memoria, han inducido al tal Francisco a ver claros los derechos de Don Carlos y turbios los de Isabel... Esto no será verdad; —210→ pero la Inglaterra le ha tomado entre ojos, porque hace morisquetas al absolutismo, y antes que consentir que se siente en el Trono, armará una guerra con Francia, y entonces veremos quién puede más.

-Pues en ese caso -dijo Doña Leandra con turbación y enojo, soltando la costura-, las naciones nos ponen la pata en el cuello, y no nos dejan casar a Isabel a nuestro gusto, o al gusto de ella, que es lo natural. Ya veo que hay más mal en el aldegüela del que se suena, y que con tantas querellas y pareceres distintos los españoles corremos a la perdición y al acabamiento. El mejor día, disputándose la mano de la niña, vienen aquí el Austria por un lado, la Inglaterra por otro, de esta parte la Francia, de aquellotra el Papado y las Dos Sicilias, todos armados hasta los dientes, y nos hacen polvo, nos parten y nos reparten, llevándose cada uno el pedazo que le acomode. No dejarán más que la Mancha, que como está en el centro, hasta ella no han de llegar los dientes de esos lobos carniceros... y de ello me huelgo yo, porque así seremos los manchegos los únicos españoles que sostengan la decencia y el punto castellano. Sí, sí: guerras tendremos, por ser aquí tan locos y estar siempre a la greña negros y blancos, ya debajo de la bandera del Progreso, —211→ ya de otra bandera, y hoy te pronuncias tú, mañana yo... Razón hay, créelo, hija mía, para que nos merienden las naciones y pongan aquí de Rey a cualquier extranjero hi de tal, atravesado y hereje. Dejémonos quitar a nuestros verdaderos Reyes, dando crédito a la malicia de que aquí los príncipes se entretienen en vestir y desnudar al Niño Jesús... Sí, sí: creamos eso, ayudemos a que corra esa ridiculez, y buenos quedaremos ante el mundo, como quien dice, la Europa, o verbigracia, el universo ilustrado. Mejor estaríamos nosotros en el África que en la Europa, si el África es, como cuentan, tan parecida a la Mancha... y aunque en ella hay moros, mejor nos entenderíamos con estos que con tanto civilizado perverso de las Austrias y de las Inglaterras...

Levantose iracunda la señora, y moviendo sus flacos brazos causó a la hija no poca sorpresa y susto, por ser de grandísima novedad que con tanta vehemencia y criterio tan exclusivo hablase de cosas y personas políticas. Algo más quiso decir Eufrasia, ampliando sus referencias y queriendo echar de sí la responsabilidad que en la difusión de ellas pudiera caberle; pero Doña Leandra, con vivo gesto, le puso en la boca la mano huesuda y en el oído esta terrible admonición:

—212→

«Ni una palabra más te consiento, boba, que al no respetar la fama de nuestros Príncipes, faltas al respeto a tus padres, que todo es uno, padres y Reyes, y no siendo así no hay grandeza, no hay poder en la Nación. Guárdate de traerme más cuentos y de marearnos con la Inglaterra, pues si tu novio es inglesado, con su pan se lo coma, y menos mal si es hombre de bien, como creo. Cuando os caséis, hazte tú, si quieres, inglesada, por lo de no con quien naces, sino con quien paces; pero en el entretanto, no nos hurgue el Sr. Terry a los españoles, si no quiere ver el pie de que cojeamos. Y también le dices de mi parte, de mi parte, ¿entiendes?, que aunque deseamos ver bien casada a nuestra querida Reina, para su felicidad y la nuestra, miramos antes por la familia; que no se caliente la cabeza con tantos Coburgos y Cabargos, ni con las intriguillas del Míster de la Inglaterra, sino que piense, pues ya es hora, en cumplir su promesa y determinación de matrimonio, que no es bueno que las muchachas honestas y de buena familia se eternicen en los noviazgos. Si fuera D. Emilio un pelón, no nos quejaríamos de la tardanza; pero bien sabemos que de nadie necesita licencia para casarse, ni es de los que tienen que juntar algunos duros para mercar cuatro sillas y una —213→ cama. Con que... que no te entretenga más. Tu padre y yo nos creemos muy honrados con que un señor tan pudiente te tome por mujer; pero no debemos tampoco achicarnos, que si a ti te envidian el esposo que te llevas, él no sale mal librado; y si tu educación no es a lo extranjero, ni sabes lo que otras, le llevas un buen palmito, le llevas tu honestidad, tus cristianos sentimientos y el buen nombre de nuestra casa. Cierto que tu hacienda no iguala con la suya; pero tampoco eres de las que van con lo puesto. Bien puedes apretarle, hija mía, para que se decida pronto, y ponte muy enfurruñada si no lo hace. Ya ves cómo estoy de flaca y consumida; es que no vivo, no puedo vivir mientras mis dos hijas no se coloquen... ¿Llegará ese día, Señor? No lo deseo por vosotras tan sólo, sino por mí, por mi salud, por mi existencia, que no es tan despreciable para que yo no mire un poco por ella. Espero a que os caséis para largarme a la Mancha y llevarme mis pobres huesos, que este Madrid quiere robarme: él a quitármelos, y yo a que no. Veremos quién gana. Decídanlo vuestros novios, hijas mías, y no consientan que me robe mis huesos esta tierra maldita».

—214→

- XXII -

Si la opinión de Doña Leandra, cuando de política trataban en la familia, había sido hasta entonces de muy escasa autoridad, ya D. Bruno y las hijas empezaban a oírla con respeto, observando que cuantos vaticinios hacía la señora se cumplían estrictamente. No había más razón de esto que la amistad de Cristeta, puntual proveedora de noticias traídas del propio cosechero, dígase de Palacio. Según rezaba el catecismo del Régimen, debían dirigir la política la opinión y el Parlamento; pero una y otro, viviendo de acaloradas pasiones, carecían de poder para dar impulso a la gran máquina. Meneaban ésta manos obscuras, desconocidas entonces, pero que andando los meses y los años habían de ser descubiertas y sacadas a luz, como verá el que leyere. La inocente Reina, lanzada en el torbellino sin guía, sin consejeros leales, sin maestros de alta virtud y práctico saber, no hacía más que desatinos. No es justo culpar a la pobre niña, sino a los que pusieron la Nación en sus manos, como un juguete complicado cuyo manejo se reservaban el interés y la ambición.

—215→

Sustituido Narváez por Miraflores, no pasó mucho tiempo sin que la nueva sibila, Doña Leandra, vaticinara que los días del buen Marqués estaban contados. «Ya veréis -dijo a la familia-, cómo con todo su aparato de decretos y su mayoría de Cortes le ponen en la calle para que vuelva Narváez, el único que sabe aquí meter en cintura a toda esta pillería». Cumpliose el vaticinio, y no llevaba el de Loja quince días de mando, cuando la profetisa volvió a entrar en funciones, diciendo: «Veréis al temerón patas arriba antes de una semana, porque, según parece, no ha dado gusto a las señoras, que ahora querían fundar un reino nuevo en un país de América que lo llaman Méjico, y poner en él a cierto caballero príncipe de la familia de Muñoz». Realizose también aquel atrevido pronóstico, y de la noche a la mañana, como por juego caprichoso, mandaron a Narváez a su casa, de allí a una embajada, que era como destierro, y en el gobierno de la Nación le sustituyó D. Javier Istúriz, el más ferviente partidario y adorador de la Reina Cristina, tan devoto de la hermosa Reina italiana, que a ella sometía por entero su voluntad y sus ideas. Fue Istúriz uno de estos hombres de viva inteligencia que jamás hicieron cosa de provecho, por falta de carácter —216→ y de ideales patrióticos. Liberal de abolengo, criado en el volterianismo y en la cultura moderna, tiraba a lo reaccionario por odio a las groserías del Progreso y aborrecimiento de la Milicia Nacional. La corrección y las buenas formas, la pureza de la palabra y la finura de los modales se habían sobrepuesto en su entendimiento a las ideas y al saber político estudiados en los libros y en los hechos. Su adhesión idolátrica, pasional, a la Reina Cristina, especie de culto caballeresco, más ardiente cuanto más platónico, le llevó a consentir y autorizar cuantas extravagancias políticas se le ocurrían a la orgullosa dama, que habiendo vuelto de su destierro con ardor de autoridad, veíase estorbada por la enérgica manipulación de Narváez. Las dos máquinas no podían funcionar juntas, y se rozaban con chirrido áspero y entorpecimiento enojoso. Mangoneando a sus anchas la ex-Gobernadora, ayudada de tan dócil mecanismo como Istúriz, ya podía entenderse libremente con su tío Luis Felipe para condimentar a gusto de ambos el guisote de los casamientos.

En una misma página de los anales de esta Nación aparecen la subida de Istúriz y la terrible trapatiesta entre Lea Carrasco y Tomás O'Lean, por nada, por un sí y un no. Germen —217→ de discordias es para los individuos, así como para las colectividades, la opinión política, y por causa de esta monstruosa fiera, o hidra, para decirlo mejor, han llorado y lloran grandes desdichas, cuando no tragedias, los humanos. A los amantes también les desazona esta bestia cruel, y por ella se han visto rotos los más dulces lazos y desconcertados los matrimonios más felices. ¿Quién creería que Lea y Tomasito, empalagosos amantes y tórtolos honestos, habían de pelearse por si se casaba o no se casaba Montemolín con nuestra Reina? ¿Qué les iba ni qué les venía en ello? Pues sí. Repitiendo conceptos de su padre, había dicho la joven que Don Carlos Luis era el representante de la teocracia obscurantista, y que ningún gobierno que tuviera vergüenza consentiría en la boda de semejante tipo con Isabel II. Mas lo dijo sin intención de mortificarle, riendo y como echándolo a broma. No pensó la chica que su novio lo tomase tan por la tremenda, ni que se pusiera como se puso, lo mismo que un león. Poco faltó para que le pegase, y por fin, después de soltar por aquella boca términos iracundos y despreciativos, se despidió con un hemos concluido y un gesto de teatro, que sumieron en gran consternación a la pobre manchega. El motivo aparente de la ruptura no era bastante —218→ poderoso; parecía más bien pretexto aguardado con ansia y aprovechado con diligencia para romper un pacto de amor que la familia de O'Lean no estimaba conveniente. No tardó en recibir la pobre señorita confirmación oficial del rompimiento en una esquela, que entre otras cosas por demás amargas decía: «Tus conceptos execrables han abierto un abismo entre nosotros... La revolución y la Monarquía no pueden aliarse, ni cabe unión sólida entre las tinieblas y la luz, entre la obscuridad de los errores y el resplandor de los principios... ¡Todo ha concluido entre nosotros!... Ciegos tú y yo, hemos creído que era posible la conciliación de nuestros caracteres. No mil veces... Has ultrajado mis sentimientos, y has hecho befa de mi leal adhesión al Altar y al Trono...». No pudo Leandrita acabar de leer tan ridículo documento, y estrujándolo lo arrojó lejos de sí. ¡Vaya, vaya!, ¿qué tenía que ver el Altar y el Trono con los amores de una chica y un chico?... ¿Cuándo se había visto farsa semejante?

Sabido el caso por D. Bruno, no pudo contener su indignación, y salió de casa en busca del tránsfuga, decidido a pedirle satisfacciones en el terreno del honor. ¿Pues qué, así se entretenía, ¡vive Dios!, meses y años a una señorita de familia honrada, y por un quítame —219→ allá esos Montemolines se rompían relaciones en vísperas de casorio, con los trapitos preparados? Fue de primera intención D. Bruno a descargar su furor con Doña Ignacia, madre de Tomasito; pero la señora había partido para Azpeitia, llevándose al héroe de aquel desconcertado drama. Pronto se supo que la señora vasca, que era como un lingote de hierro en humana figura, renegaba ya de los amores del D. Tomás con Lea, y había decidido casarle a escape, para evitar recaídas, con una heredera rica, de los Goenagas de Azcoitia. El desastre no tenía ya remedio, y así lo comprendió Carrasco retirándose a su casa con las manos en la cabeza. Comprendía que España entera se lanzase a una nueva guerra civil para castigar tal desafuero, y que corriesen ríos de sangre, no dejando piedra sobre piedra en las enriscadas provinciales, baluarte del absolutismo y nido de todos los males de la Nación.

Más comedida y resignada que su esposo, Doña Leandra lo llevó con paciencia, diciendo que Dios no les abandonaría, y que si la chica no se aferraba tontamente al cariño de aquel mal hombre, no sería difícil que se le presentase nuevo partido. No había de faltar un muchacho honrado y decente entre tantos como hay; ni era indispensable que todas las chicas —220→ buscasen marido en la clase de tenientes coroneles. Contentárase con lo que saliese, y no fuera melindrosa con los de cepa humilde, que entre estos, más que en la camada de empleadillos y militronches, estaba lo bueno. Hablando de esto, hija y madre pasaban largas horas. Absolutamente se retraía ya la desairada Leandrita de los paseos y de toda diversión mundana, y a ratos llorando, a ratos ayudando a Doña Leandra en la costura y remiendo de inútiles trapos, veía correr los lentos, tristísimos días. De estos coloquios nació en la joven el sentimiento del país natal, como consuelo de tristezas y reparación del organismo gastado por las cortesanas luchas; la común pena hizo una sola llama de la nostalgia de una y otra mujer, y ambas desearon lo mismo: huir de Madrid, respirar los aires manchegos y reanudar la vida del campo con todas sus delicias y pacíficas dulzuras. El refuerzo que la nueva querencia de su hija llevó a Doña Leandra, fue para esta motivo de grande animación y júbilo: gozaba lo indecible viendo la reproducción de cuanto pensaba y sentía, y oyendo un eco de su terrible odio a todo lo matritense.

Aunque más atado a la Corte cada día por amistades y costumbres, no se oponía D. Bruno a la repatriación, con carácter temporal, por —221→ supuesto. Y que no le vendría mal ciertamente echar un vistazo a sus propiedades y teclear un poco la opinión de los amigos para una nueva campañita electoral. Habría deseado el jefe de la familia que Doña Leandra y Lea se fuesen solas, quedando él en Madrid con Eufrasia y los chicos, hasta que estos salieran de sus exámenes; pero Doña Leandra, que sobre el amor a la tierra ponía siempre el culto idolátrico del esposo, y el deseo de no ceder a nadie su cuidado y asistencia, dijo que prefería esperar a que Bruno ultimase los asuntos que en Madrid embargaban su tiempo. Acordose, pues, diferir en un mes el viaje. Cuando la ocasión de este llegara, los chicos quedarían al cuidado de María Luisa Cavallieri, que a ello se prestó por un convenido estipendio, y Eufrasia viviría con Rafaela Milagro, que muy a gusto la hospedaba, más como hermana que como amiga. Harto comprendían los Carrascos que no era conveniente llevarse a Eufrasia, hallándose Terry tan maduro, y casi casi comprometido a que las bodas se celebraran a entrada de invierno. Entre San Antonio y San Juan, libres ya los muchachos del ahogo de sus exámenes, partirían alegres para Peralvillo. Eufrasia, gustosa de agradar a sus padres, convino en ir también, siempre y cuando los negocios llamasen —222→ a Terry al extranjero en los meses caniculares. Mientras el novio despachaba en París y Londres sus asuntos, sin olvidar las compras indispensables para la boda, todo ello proporcionado a su riqueza y exquisito gusto, la novia, en sus posesiones de la Mancha, trabajaría en el ajuar, que debía ser combinación feliz de la modestia y la elegancia.

- XXIII -

Quería Nuestro Señor poner a prueba la gran virtud y sublime paciencia de Doña Leandra, privándola de ver los campos manchegos, porque transcurrido el plazo de un mes que se había fijado para emprender el viaje, surgieron nuevas dificultades y entorpecimientos. Quebrantaba la salud de D. Bruno una irritación al hígado, que a más de producirle inapetencia mortal, le ocasionaba tristeza y molestias crueles. Era una razón más para largarse; pero el buen señor, lejos de sentir impaciencia, mostrábase cada día más perezoso y alegaba ocupaciones inopinadas. Veinte veces habían hecho y deshecho los equipajes la hija y la madre, engañando su anhelo con estos trajines, hasta que una mañana volvió D. Bruno a proponer —223→ a su esposa que partiera con Lea, dejándole a él en Madrid con los chicos y Eufrasia. Poco le faltó a la señora para caer con un síncope; tales fueron el desagrado y estupor de semejante propuesta; y después de muchas lágrimas y suspiros, hija y madre declararon, la mano puesta sobre los respectivos corazones, que a pesar de sus vehementísimas ganas de ponerse en camino, no lo harían dejando al padre y esposo amagado de cruel enfermedad, la cual requería más que otra alguna la medicina de los aires natales. Pareció flaquear el ánimo del manchego con estas manifestaciones, y pidió dos días más para decidirse, sin dar a conocer los motivos de su inercia ni los negocios cuya tramitación y arreglo le amarraban a Madrid. Llegado el término fijado para partir o explicarse claramente, encerrose D. Bruno con su esposa en el despacho, y se franqueó en los términos que puntualmente se transcriben:

«Vaya, mujer, para que no te devanes los sesos cavilando en los motivos de que yo no tenga prisa por irme con vosotras, voy a poner en tu conocimiento cosas reservadísimas, a condición de que me guardarás el secreto, pase lo que pase y venga lo que viniere».

Tanto se asustó Doña Leandra con este exordio, que hubo de llevarse las manos a la frente —224→ viendo venir una noticia muy mala; mas no le dio tiempo Carrasco a formular pregunta ni queja, anticipándose a la curiosidad de su mujer con estas razones: «Bien sabes tú mejor que nadie que un hombre de arraigo se debe a la Patria, a los grandes principios...».

-¡Ay, ay, ay, Bruno mío! -exclamó la pobre mujer tranquilizándose-. Me habías asustado, hijo... Y ahora salimos que ello es cosa de política. ¡Vaya una simpleza! ¿Y qué tenemos nosotros que ver con la muy puerca política?

-Espérate un poco.

-¡Pero tú has perdido el juicio por lo que veo! ¡Que un hombre se debe a su patria! Claro que sí; pero primero se debe a su familia, a sus hijos, a su salud.

-Según y conforme; y tales pueden ser los males de la Nación, que no pueda librarse el buen ciudadano de acudir a ellos antes que a los suyos y a sí mismo. Ejemplo, lo que pasó en la antigüedad, en tiempos de... No recuerdo el nombre de aquel que mandó a sus hijos a perecer... En fin, sea como quiera, yo estoy obligado a prestar mi ayuda a los que intentarán salvarnos de esta ignominia despótica. Habrás visto que el país está perdido.

-Perdido, tan perdido hoy como ayer, y como mañana, si os descolgáis vosotros con otra —225→ revolución. Pero dime, desventurado: ¿has vuelto al rebaño del Progreso; te has limpiado ya de la nota cangrejil, como decís en vuestro lenguaje, que parece de presidiarios? Porque los del partido de Milagro te habían puesto el sambenito...

-Ya nos hemos reconciliado; ya los que fuimos víctimas de un error, hemos vuelto al sacrosanto redil de la Libertad.

-Dios nos tenga de su mano.

-Y reunidos varios amigos, que no hay para qué nombrar, hemos acordado mancomunarnos para echarle la zancadilla al despotismo... Mujer, no te asustes... ¿Crees que lo intentaríamos sin contar, como contamos ya, con algunos individuos de nuestro valiente ejército?... Porque digan lo que quieran, Leandra, el ejército español ha sido siempre liberal; el ejército español ha sido el primero en sustentar la soberanía nacional; el ejército español ama al Duque de la Victoria, y si engañado un día por cuatro pillos, pudo hacer lo que hizo, ahora... ahora...

-Bruno, quisiera reírme, y la risa se me convierte en llanto, y las burlas en ira contra ti y toda esa recua de mentecatos que no sueñan más que con trifulcas: esos son los Milagros y Centuriones, que por pescar el pececillo de —226→ un destinejo son capaces de secar un río si pueden; y por coger la fruta de un árbol le dan por el tronco... Según veo, Bruno de mi alma, te has metido a conspirar. ¡Bonita cosa! Estamos como queremos. Pero di: ¿El pescuezo no te huele a cáñamo? ¿No temes que tus hijitos se queden sin padre? Ya ves... ¿cómo quieres que yo me vaya tranquila? Esto no puede ser... Aquí me planto, aquí moriremos todos, viéndote metido en esas mojigangas. ¡El Señor tenga piedad de esta pobre familia!

No impresionó a Carrasco la aflicción de su cara esposa tanto como debía, porque confiaba en la eficacia lógica de lo mucho y bueno que aún tenía que decir... «No te aturrulles, mujer -prosiguió sin descanso-, que oyéndome algo más podrá ser que cambien por completo tus pareceres. Para quitarte el susto, sabrás que mi conspirar no es de los que traen peligro, pues no soy yo de los que llevan el hilo con nuestros emigrados, ni me toca el tratar secretamente con los oficiales y sargentos que han de pronunciarse. No sirvo para esto; ni mi figura ni mi carácter son para obra de tapujo, en que tenga yo que disfrazarme y andar, ya por los desagües y alcantarillas, ya por los tejados, burlando a la policía. No: no me den a mí ese trabajo. Para que lo entiendas de una vez, mujer, te —227→ diré con la mayor reserva que el partido...».

-Pero si tú me dijiste que ya no hay partido; que los que llamáis corofeos están por extranjis, y aquí sólo quedan unos caballeros que son la ojalatería de la Libertad y no hacen más que decir ojalá, ojalá... preguntando cuándo viene el Duque. Y ese Duque vendrá el día en que yo sepa hablar inglés, o en que me salgan pelos en el cielo de la boca...

-Déjame acabar... Decía que el partido, pues partido hay otra vez, los de acá en perfecto acuerdo con los de allá, y todos en relación con Londres, ha determinado tomar cartas en el asunto del casamiento, rechazando las candidaturas corrientes de Trápani, Coburgo, Montemolín, D. Francisco, y apoyando con todas sus fuerzas la del Infante liberal D. Enrique.

Una cuarta de boca abrió Doña Leandra, y D. Bruno, teniendo por satisfactoria tal demostración de asombro, dijo: «De seguro piensas, como yo, que este candidato es el mejor, el candidato verdaderamente patriótico, dada la ilustración del Príncipe y el amor que ha demostrado a nuestras ideas».

-No sólo creo que no es el mejor -afirmó Doña Leandra-, sino que te sostengo y te apuesto lo que quieras a que ese no cuaja.

-¿Por qué?

—228→

-Porque no le tragan en Palacio, porque reniegan de él, motivado a que echó un manifiesto ensalzando el liberalismo.

-Pues por eso, bruta, por eso.

-La Reina madre no le puede ver ni en pintura.

-¿Qué importa que no guste a la madre si gusta a la hija, y de ello hay pruebas, Leandra?

-Si, como dices, a la niña gusta, ya se lo quitarán de la cabeza. Una madre despabilada, como es Doña Cristina, quita y pone en las almas de sus hijas lo que quiere... Y así como te digo que en Palacio no le tragan, también aseguro que no le tragan las Potencias.

-¿Tú qué sabes de potencias? -indicó Don Bruno desdeñoso y enfático-. ¿Has hablado con la Francia, con la Inglaterra?... ¿Crees que tu amiga Cristeta posee los secretos del Gabinete de San James y del Gabinete de las Tullerías?

-Yo no sé lo que son esos gabinetes ni esas alcobas de Tullirías o del Infierno; sí sé que Cristeta está bien enteradita, como quien día y noche tiene metidos los morros en todo el secreteo de Palacio, y lo que ella cuenta óyelo como el mismo Evangelio... Y vamos a ver, ahora que crees estar en autos: ¿qué potencias terrenales apoyan a ese D. Enrique?

—229→

-Pues la que menos lo parece, Francia.

-Déjame que me ría, Bruno. Eres un alcornoque. ¿Con que Francia?... Anda, vete al Musiú ese, conde de no sé qué, y pregúntale por la cara que puso el Rey D. Luis Felipe cuando le hablaron de D. Enrique.

-Francia digo; que hay allá un partido democratista que apoya nuestro candidato, y el Rey, con más miedo que vergüenza, no ha tenido otro remedio que hocicar... Dile a Cristeta que se vaya con sus cuentos al Nuncio... Precisamente, querida Leandra, los que acá trabajamos el negocio estamos ahora en relación con personajes muy encopetados de París y de Londres, los cuales nos tienen al corriente de lo que en aquellas Cortes se piensa y se dice. No quiero extenderme en esto, no vaya a escapársete alguna indiscreción, y me comprometas... Lo único que te digo es que quieren a D. Enrique para marido de la Reina la Libertad y el Progresismo, parte del Ejército, la Marina y un poco de clero... Convéncete, mujer, de que ese D. Francisco no puede ser Rey de España. Averiguado está que reconoció secretamente los derechos de D. Carlos a la Corona de España, por pura superstición, que es lo más grave... Ello fue obra de un clérigo llamado el Padre Fulgencio y de una monja medio santa, cuyo —230→ nombre se me ha olvidado, los cuales poseían el don de hacerse invisibles, y de pasar de este mundo a los otros, en lenguaje de religión Infierno y Purgatorio...

-Calla, calla, Bruno, y no tomes en tu boca tales disparates... Vele ahí lo que habláis en los cafés, en vuestras tertulias de bigardones holgazanes.

-Aguarda, mujer. Lo que te cuento es para que sepas por qué teocracia vino D. Francisco a reconocer los derechos de su tío... Pues la monja y el fraile, cuando no tenían gran cosa que hacer en este mundo, se ponían en éxtasis, y extasiaditos se iban de paseo al Purgatorio, donde echaban un párrafo con la infanta Carlota, y esta les decía: «Hacedme el favor de veros con mis queridos hijos, y advertidles que reconozcan a mi cuñado Carlos Isidro como legítimo Rey de España, pues si así no lo hicieren no saldré nunca de estas llamas. Ordenado está que mientras no se dé al buen Rey la reparación debida, no acabaré de purgar mi grandísimo pecado de La Granja, cuando le aticé la bofetada al Ministro y deshice la trama salvadora por la cual mi cuñado Fernando, moribundo, determinó que no reinasen las hembras. Llevadles, por amor de Dios, esta súplica de su madre, que si escapó del Infierno por el —231→ arrepentimiento que tuvo en sus últimos instantes de vida, no acabará de purificarse mientras su descendencia no restablezca la verdad y el derecho en la Real Familia».

-¡Jesús!, da miedo eso, aunque bien sabe una que es un cuento ridículo.

-Volvían al mundo los viajeros, fraile y monjita, se desextasiaban, que era como limpiarse el polvo del camino, y presentándose al punto a los dos Infantes, les comunicaban la embajada que de su mamá traían. La miga del cuento es que D. Francisco daba crédito a la historia, y el D. Enrique no... Ahí tienes la diferencia: el uno, como dice Centurión, es un cerebro fácilmente accesible a las paparruchas teocráticas; el otro, como dice Milagro, es un caletre robusto, educado en lo que llaman el Enciclopedismo... Sean o no verdad estas públicas referencias, existan o no ese fraile y esa monja que con sortilegios vanos quieren embaucar a nuestros príncipes, ello es que la corriente de maquiavelismo milagrero es un hecho, querida Leandra, y que se ha trabajado y se trabaja por poner en el Trono a Montemolín... Probado está que D. Francisco se cartea con su primo, y que anda muy alborotadillo de la conciencia, creyendo que Doña Isabel II usurpa el Trono, y que Dios desatará sobre el —232→ país todas las calamidades mientras no se dé a cada uno lo suyo y no reine quien debe reinar. Con que ya ves si puede ser marido de Isabel un joven que tal piensa, aunque adornado esté, como dices, de tantas virtudes y sea tan piadoso... También te digo que mejor le sienta a un Rey el coraje que la devoción, y que eso de pasarse las horas adorando a la Virgen del Olvido será muy bueno para ganar el Cielo; pero a mí no me des Reyes de esta condición santurrona, porque los Reyes, hija, aun siendo maridos o consortes, han de ser capitanes Generales y han de mandar tropas, y figurar como ejemplo de valentía y de calzones muy apretados... Pues esto es nuestro D. Enrique, al cual verás en su bergantín Manzanares, hecho un marino intrépido, desafiando las olas. Además de bravo es liberal, y más se entretiene en lecturas de filósofos, como dice Milagro, que en libros de religión y de mística; y no le verás haciendo novenas, sino echando discursos muy avanzados, y en los puertos donde su barco fondea, le verás platicando con los hombres del Progreso y rodeado de patriotas. Este es D. Enrique, este es nuestro candidato al Tálamo, y hemos de poder poco, o al Tálamo ha de ir ¡ajo!, para que veamos a un hombre en el pináculo de la Nación.

—233→

No se dio por convencida Doña Leandra, y sostuvo con enérgicas razones la primacía de D. Francisco sobre su hermano, fundada en las cristianas virtudes con que agraciado le había Nuestro Señor.

- XXIV -

Blasonando de conspirador que en su mano tiene la clave de secreta intriga y el hilo con el cual se mueven misteriosamente las voluntades, D. Bruno acogió con incredulidad risueña lo que su mujer había dicho del amor de Isabel, y lo contradijo con suficiencia y seguridad. «¡A buena parte vienes tú con esas historias que le cuentan a tu amiga los cocineros y lacayos, mujer! ¡Si acá todo lo sabemos, y en nuestro poder obra un tesoro de informaciones del origen más alto, del propio cosechero como quien dice! No hay tal amor de la Reina por el D. Francisco. ¡Buena es la niña para no saber distinguir entre sus primos! Sabrás que más de cuatro veces ha mostrado Isabelita su querer al D. Enrique, dando en ello una prueba concluyente, como dice Milagro, de su mucha discreción y agudeza. Perfectamente enterada de todos los pueblos de la costa donde va tocando —234→ el bergantín Manzanares, que, entre paréntesis, es un barco que navega por la mar adelante, movido del viento que sopla en las velas... para que te vayas enterando... pues informada la augusta señorita de todos los parajes en que fondea el bergantín... y el fondeo se hace, para que te enteres, echando a lo hondo del mar un gancho de hierro que llaman ancla, con el cual se agarra, etcétera... pues, como te digo, sabiendo la Reina que esta semana toca en Barcelona, y la otra en la Coruña... que son puertos en fila unos después de otros en la misma mar... le manda a su primo un mensajero con regalitos y cartas, todo ello a escondidas de su madre, y en las cartas le dice que le espera, que no desmaye, que sí... y pon tú luego todas las etcéteras que quieras».

-Dime tú cómo y por qué cabo sabes esas cosas, Bruno, y veré yo si debo o no debo creerlas.

-No es un cabo solo; muchos cabitos vienen a las manos de los que andamos en este negocio, mujer. Para no cansarte, te diré que toda la gente liberal que bulle por aquí desperdigada está en el ajo; que nuestros emigrados trabajan con las cortes europeas, mientras los de acá vamos formando la opinión y dando cada día más fuerza, como dice Milagro, al partido —235→ enriquista. Cierto que María Cristina cerdea; pero ya se quitará los moños la señora napolitana cuando vea que la popularidad de D. Enrique se lleva de calle a las intrigas de Palacio; cuando la Reina, que mira con simpatía nuestro juego, alce el gallo y se pronuncie, y diga: «alto ahí»; que lo dirá, pierde cuidado... motivos tenemos para creerlo.

-Verás tú todo eso, Bruno, gran bestia, cuando vuelen los bueyes y se afeiten las ranas. Estás alucinado, emborrachado con las conversaciones que tenéis en el café. Entiendo yo que los cafés son las parroquias del embuste, y que la catedral del mentir es el Casino, esa taberna fina y de señores a donde tú vas a perder el tiempo y a llenarte de sinrazones. ¿Qué sabes ni qué saben esos casineros de nada tocante a Real Familia, o a príncipes y princesas; qué saben del manejo que traen entre sí de Corte en Corte, este Palacio con el de las Dos o las Tres Sicilias, la España con la Francia de Tullirías, y con la misma Inglaterra, que es toda de herejes, con perdón, o con el Papa Santo nuestro Pontífice, cabeza de todos los coronados?

-En el Casino -replicó D. Bruno dándoselas de muy pillo, entendedor de toda la miseria humana-, sabemos que la muerte repentina de —236→ la Infanta Carlota, a quien vimos paseando a caballo por la Casa de Campo dos días antes de su fallecimiento, no tiene explicación.

-Quita allá, mastuerzo... ¿Qué quieres decir, que la pobre Infanta no se murió de muerte natural?

-Me guardaré muy bien -replicó D. Bruno con ínfulas de rectitud- de acusar a nadie, no teniendo, como dice Milagro, pruebas que conviertan nuestra sospecha en certidumbre. No hago más que señalar el hecho, como dice Centurión, de que la Infanta Carlota era una Princesa liberal, muy liberal.

-Quita, quita, harto de ajos.

-Y que por ser liberal, protectora del Progreso, y por haberse declarado enemiga de esos malditos Muñoces, la tomó su hermana entre ojos, y la echó de aquí poco menos que a patadas, olvidando que si no es por Doña Carlota y su célebre bofetón, la Corona habría pasado a D. Carlos. Motivos tenemos para creer en el liberalismo de aquella señora, y estamos bien persuadidos de que en el Purgatorio, donde ahora está, sigue siendo liberal, y que no tienen sentido común las embajadas que de ella traen frailes y monjas al volver de los abismos infernales o purgatoriales. Si algún recado envía esa señora a sus hijos, será recomendándoles —237→ que no hagan ascos al Progreso, y que sean príncipes ilustrados, filósofos, y se penetren bien, como dice Milagro, del espíritu del siglo.

-Al diablo tus espíritus, Bruno... ¿Crees tú que esos señores se cuidan del siglo, ni de otro espíritu que el Espíritu Santo, el único que a ellos les ilumina?

-Déjame seguir. Sabemos también que si liberal fue Doña Luisa Carlota, no lo fue menos su augusto marido, el Infante D. Francisco de Paula, el cual, por lo callado y circunspecto, parece menos agudo de lo que es. Yo siempre le tuve por hombre de mucho asiento, y buena prueba de ello dio a toda la Europa cuando felicitó a nuestro D. Baldomero por su elevación a la Regencia... Pues los amigos de Madrid me han contado que en los tiempos en que regentaba la napolitana, D. Francisco honró con su presencia las reuniones masónicas, queriendo de este modo mostrar su gusto del filosofismo, y le pusieron de mote Dracón, por ser costumbre antigua en las logias llamar a las personas con nombres que no fueran de santos... De aquí vino que la Corte se alborotara; pero aquello no pasó adelante, porque Su Alteza, hombre de gran prudencia, no quiso traer más turbaciones al Reino. Lo evidente es que las ideas avanzadas del de Paula las ha heredado su hijo —238→ D. Enrique, el cual nos parece muy digno de ser esposo de nuestra Reina, y por tanto, el primer hombre de la Nación.

-Bueno, hijo, bueno: allá te las hayas con tu candidato y tus conspiraciones -dijo Doña Leandra, fatigada ya del largo coloquio, que no terminaba ni terminar podía con una concordancia de los opuestos pareceres-. Lo que saco en limpio de todo esto, es que Dios, por las faltas vuestras y por los enredos de estos príncipes, en vez de castigarlos a ellos y a vosotros, arroja todo los castigos sobre mí, que soy una pobre rústica y en nada me meto. Resulta que porque tú manipulas en el casorio de Enriquito, yo no puedo irme a mi querida Mancha, y aquí he de vivir consumiéndome, agostándome como una planta con las raíces fuera de la tierra. ¡He resistido, Señor, he tragado mis amarguras, he agotado toda la fuerza de mi resignación, y ya no puedo más, ya no más, Dios mío, Virgen Santa de Calatrava!...

Terminó la señora con entrecortadas sílabas y un llorar infantil, tapándose la cara con las flaquísimas manos. Trató de consolarla el esposo, asegurándole que si se difería el viaje por razones de peso, no se renunciaba a la dicha de realizarlo. Lo harían pronto en condiciones de completa felicidad, resueltos, si no —239→ todos, los más importantes problemas que afectaban a la familia. No debía Leandra entregarse a la desesperación por una tardanza inevitable, de fuerza mayor, sino mecerse, como decía Milagro, en dulces esperanzas, pues no estaba lejos el día en que hijos y padres tuvieran motivos para dar gracias a Dios por la felicidad que les deparaba. Dicho esto, retirose D. Bruno dejando a su cara mitad sumida en lúgubre congoja, y a darle consuelo acudió Lea, poniendo en ello todo su cariño y los recursos de su galana fantasía. Secando sus lágrimas y respirando con menos opresión, señal de alivio de su duelo, la infeliz señora decía: «Es el Destino, hija, o hablando con cristiandad, es Dios, que no quiere que veamos a nuestra tierra, sin duda porque no nos conviene. Conformémonos con la divina voluntad, y pidámosle que lo que no es hoy, pueda ser mañana. ¡Mañana! ¡Ay, tú eres joven y puedes esperar!... El esperar de los viejos, el mañana de los viejos, suele ser el día negro... la muerte».

Aunque no acababa de persuadirse Lea de que era verdad lo de la conjura por D. Enrique, sino más bien pantalla política que su padre usaba para que no le descubriesen los verdaderos móviles de su pereza, no pasaba día sin que tratase de vencer, ya con razonamientos, ya con —240→ carantoñas, la obstinación del buen manchego. Una tarde, viéndole venir sofocado a deshora, entrar en su cuarto y salir al punto llevándose bajo el brazo un rimero de papeles, extrañó tal conducta, contraria a sus hábitos metódicos y a la parsimoniosa lentitud de sus movimientos y andares. ¿Qué ocurría? ¿Qué significaban aquellas prisas, y aquel entrecejo y el hablar brusco, esquivando explicaciones y respuestas? ¿Andaría efectivamente en los malos pasos de una conspiración?... Grande fue el susto de toda la familia aquella noche cuando transcurrió la hora de la cena, y una hora más, sin que D. Bruno pareciese... ¡Y avanzando seguía la noche ¡Jesús!, sin verle entrar!... Puntualísimo era el buen señor a las horas de comida y cena, y su tardanza no podía ser motivada más que por un suceso grave. Al fin, cerca de las doce llegó un hombre de mala traza con el recado de que no se molestase la familia en esperar al Sr. de Carrasco, porque no vendría en toda la noche: ocupaciones de mucha importancia le retenían en casa de unos amigos. Recomendaba, todo ello por la boca y representación de aquel malcarado sujeto, que no se asustasen las señoras, pues no tenía el menor daño en su persona y preciosa salud... No quiso decir más el maldito por más que las tres —241→ mujeres, echándole la zarpa, trataron de hacerle explicar el porqué de tal ausencia y el lugar donde D. Bruno se hallaba; mas ni los clamores de las hembras ni los pellizcos y empujones con que acentuaban su enojo movieron al emisario a mayor claridad, y se fue presuroso, dejándolas en la mejor disposición para pasar toda la noche de claro en claro. No quiso Doña Leandra que su hijo mayor saliese a ver si había barricadas, o si andaban por algún barrio tropas en estado de sedición, y aguardaron ansiosas el día. Ningún vecino de la casa tenía conocimiento de que se hubiese alterado el orden en la capital de las Españas, y el que más hablaba de rumores; pero como estos eran el pan cotidiano, no dieron valor a los dichos de la gente. Hablar de trastornos presentes o futuros era en aquellos tiempos tan elemental y sencillo como dar los buenos días o las buenas noches.

Por fin sacó de sus crueles dudas a la señora y señoritas manchegas Rafaela del Milagro, que sabedora de su intranquilidad, en la casa se personó muy temprano. «No se asusten -les dijo-, que en Madrid no hay nada. En donde ha estallado una revolución gorda, de las más gordas, es en Galicia».

-¡Pero, hija, también los gallegos!... -exclamó —242→ la de Carrasco, que se aliviaba de su ansiedad viendo tan lejos la marimorena-. Pero dime, hija: ¿no se correrá para acá?

-Aquí, según parece, lo tenían dispuesto para estos días: batallones comprometidos, generales en el ajo... pero ya se considera la revolución abortada.

-Y el mal parto -dijo Doña Leandra-, se debe a que unos faltaron por miedo y otros por desconfianza. ¡Es lo de siempre! ¿Y mi pobre marido es de los abortados o de los abortadores?... El Señor le ilumine para que vea la infamia y la necedad de estos preñados...

-Pues la que han armado en Galicia -dijo melancólica Rafaela, que siempre perdía el color y la vivacidad cuando hablaba de pronunciamientos- es espantosa, según los despachos que han venido de allá esta noche. Y comprenderán ustedes que la cosa trae malicia cuando sepan el grito... ¡Si parecen locos! Oigan el grito y échense a temblar: «¡Abajo la napolitana! ¡Viva la Reina libre! ¡Muera la camarilla! ¡Fuera extranjeros! ¡Libertad, Constitución, Milicia Nacional, y D. Enrique marido de la Reina!».

No se aterraron gran cosa las manchegas con el grito de Galicia, porque en él vieron las ideas que D. Bruno sustentaba en sus conversaciones. —243→ Hartas estaban de oír en casa el tal programa, que era por lo visto, según la feliz expresión de Milagro, el verbo del Progreso.

- XXV -

Claramente vieron ya Lea y su madre que resultaba cierta la conjura, y que el buen señor estaba metido hasta el cuello en aquel enjuague revolucionario. Por Rafaela y por Jenara, así como por la cariñosa amistad del señor de Socobio, sabían a diario todos los incidentes de la sublevación gallega, y del punto que más les interesaba les dio noticias tranquilizadoras el mismo D. Serafín. Carrasco no había ido a Galicia, como al principio se temió: en Madrid permanecía, y en lugar tan seguro que bien podía la familia desechar toda inquietud. Por el lenguaje y la sonrisa de Socobio al expresar estas seguridades, comprendieron las manchegas que en la propia casa del tal se guarecía el conspirador abortado, y Doña Leandra daba gracias a Dios por tan notorio beneficio, pensando que obran cuerdamente los políticos que antes de conspirar se proveen de buenas amistades en uno y otro partido. Así son más —244→ eficaces los alumbramientos que vienen bien y menos temibles los malos partos.

De la marcha del alboroto gallego tenía diariamente Eufrasia fieles noticias en casa de la viuda de Navarro, a donde iban Rafaela y su marido las más de las tardes al volver de paseo. Sabíase que al frente del movimiento figuraba un comandante llamado Solís, joven, entendido, valiente, liberal y caballeresco. Según la pintura hecha por Terry, que de sus viajes le conocía, era el nuevo adalid tan poeta como algunos de sus predecesores, no porque hiciera versos, sino porque veía la política y las revoluciones en artística y sentimental forma, imaginando las acciones y los principios antes que razonándolos. Su juventud, su hermosa figura melancólica, dábanle más semejanza con los vates que con los políticos. Oído esto, todos los presentes empezaron a enumerar las distintas celebridades de nuestra tierra que habían poetizado la vida pública, resultando al fin que antes que alzarse como héroes caían como mártires, sacrificados por su propia fantasía y generosidad. A todos agradaba este coloquio, menos a Rafaela, que palidecía y pestañeaba, como turbada de los nervios, al oír tales comentarios de la historia de su tiempo, y si algo decía era para llevar a otro asunto la conversación. ¡Y —245→ qué hermosa estaba la Perita después de su casamiento! Algo más abultada de carnes, sin perder su esbeltez ni la flexibilidad de su airoso talle, en su cuello de alabastro y en su rostro de perfecto estilo Pompadour o Watteau, parecían haber colaborado como artífices todos los amorcillos de abanicos y porcelanas. Entre el artificio y la verdad, entre los afeites y el colorido y pasta naturales, ninguna crítica, por sagaz que fuera, podría encontrar diferencias ni separar lo vivo de lo pintado.

Por Socobio, cuyas visitas constantes agradecía mucho Doña Leandra, supo esta que la conjura de Madrid se daba por fracasada, y que a los autores de ella no se les perseguiría más que de fórmula, en razón de su candidez inofensiva; supo también que lo de la Coruña, imponente al principio, se descompuso felizmente por la impericia y sentimentalismo de Solís, cuyas delicadezas eran impropias de la violencia revolucionaria; que por considerar demasiado a Puig Samper, su jefe antes de la rebelión, hubo de cederle Solís las ventajas de una excelente posición estratégica; que divididos los rebeldes y fatigándose en marchas y contramarchas, dieron tiempo a que el Gobierno se previniese, cambiando a Puig Samper por Villalonga, y mandando contra los gallegos a un general joven, —246→ ganoso de adelantos en su carrera, D. José de la Concha; que el sublevado de Vigo, comandante Rubín, que al parecer operaba en combinación con Solís, resultó un rebelde incoloro y equívoco, dando lugar a que se le creyese traidor a la causa; que si en efecto el infante D. Enrique alentaba con su presencia en la Coruña, a bordo del bergantín Manzanares, el descabellado alzamiento, tuvo el Gobierno buen cuidado de mandarle levar anclas, conminándole con severos castigos si a la vela no se daba prontito para las costas de Francia; que avanzó Concha; que cogido entre dos fuegos, no lejos de Santiago, el pobre romántico Solís, fue derrotado, quedando cautivo con los oficiales que seguían su rebelde bandera liberal, enriqueña y antinapolitana, y gran parte de sus infelices soldados; y por fin, supo que al ser conducidos a la Coruña los pobres vencidos, se dio orden de que les remataran en el camino, para evitar el duelo y consternación de una grande hecatombe en la capital gallega. En un pueblo antes desconocido, el Carral, célebre desde entonces como teatro de una de las mayores barbaries del siglo, fueron sacrificados por tandas Solís y sus compañeros, jóvenes todos, llenos de vida y de ilusiones generosas, víctimas de una idea, culpables de un delito cometido —247→ impunemente una y otra vez por los que les mandaron fusilar. Veintidós víctimas cayeron, inmoladas por leyes que carecían de toda virtud y de toda majestad, y no eran más que un convencionalismo hipócrita, espantajo que figuraba el rostro y vestidura de la Justicia. Con dichas leyes fusilaban hoy los fusilables de ayer, y mataban los moralmente muertos. La fortuna y el éxito eran la razón única de que entre tantos criminales, unos fueran asesinos justicieros y otros víctimas culpables.

Mes y medio y algunos días más, según los documentos más autorizados, duró el eclipse del buen D. Bruno, y también anduvo haciendo la mascarita D. José del Milagro, que sólo se dejaba ver de sus hijas a las altas horas de la noche, embozado hasta los ojos, con peluca y sombrero estrafalario que a un figurón de teatro le asemejaban. Más seriamente guardaron su incógnito Carrasco y Centurión, haciendo el papel airoso de andar en negocios por países extranjeros, sin comunicarse más que con sus familias, y esto con remilgadas precauciones. Salieron al fin de sus escondrijos, afectando un cierto paso y actitud teatrales, pues aunque el Gobierno no se metía con ellos, ni les temía, bueno era que se revistieran de aquel encogimiento que da una tenaz persecución policíaca. —248→ La primera vez que D. Bruno se presentó a su familia después de tan larga ausencia, fue grande el alboroto y júbilo de la esposa y de los hijos, que aceptaban con cierto orgullo aquel misterio pomposo de que el padre se revestía. A todos expresó su cariño D. Bruno como si de un dilatado viaje a los antípodas volviese, y les preguntó si le conocían, si no veían en su rostro las huellas de horribles sufrimientos. Por darle gusto respondían que sí, y le incitaban a contar las peripecias de aquella lucha tenebrosa con el Poder público. A su manera, hinchando los sucesos y coloreando las impresiones, refirió Carrasco la tremenda conjuración, que habría dado al traste con la napolitana y la palaciega camarilla, si la debilidad y doblez de algunos comprometidos no malograran en ciernes, como decía Milagro, el más hermoso complot que fraguaran hombres en el mundo. Había que dar tiempo al tiempo antes de emprender otra campañita libertadora, y así lo recomendaban los centros de París y Londres, ordenando a todos que permanecieran a la expectativa, viendo venir las contingencias favorables que había de traer el matrimonio de la Reina.

Después de dos días de descanso en su casa, guardando con los vecinos una reserva del mejor gusto, para que todos alabaran su prudencia —249→ y seriedad, volvió Carrasco a la vida ordinaria, y reapareció en las tertulias de café y casino, acudiendo puntual a su domicilio a las horas de comer. A la semana de esta existencia metódica, creyó Doña Leandra que pues el grande obstáculo de la conspiración no existía ya, y parecía D. Bruno absolutamente desocupado y sin ningún negocio, revelándose en todo como hombre aburridísimo de puro holgazán, llegada era la ocasión de marcharse todos a descansar de tantos afanes. Así lo propuso a su marido en los términos más expresivos y con razones muy enteras, sin obtener más que una negativa en crudo. «No podía ocurrírsete la idea de esa viajata en peor coyuntura -le dijo-. ¿Qué razón hay, qué motivos?, me preguntas. Querida Leandra, no puedo satisfacerte por hoy: ten paciencia, y pronto sabrás que sería disparate garrafal ausentarnos ahora de los Madriles».

Y no dijo más: salió de estampía, dejando a la pobre mujer afligida y pasmada, lamentándose de que su esposo, después de haber andado en pasos de conjuración, no hablaba de cosa alguna sin envolver su palabra en ridículos y enfadosos misterios. A la sorpresa de Doña Leandra siguió una pena hondísima, un desconsuelo que abatía su alma y la incapacitaba para —250→ toda resolución. Aún fue su dolor más punzante, y se le clavó en el corazón la espada más aguda, viendo que su hija Lea, ordinariamente su paño de lágrimas, no le prodigó aquel día los consuelos que necesitaba, y en vez de lamentar con ella los entorpecimientos que al viaje ofrecía Carrasco, la sorprendió con esta despiadada salida: «No llore, madre, porque nos quedemos algún tiempo más en Madrid, que ya vendrá el día de irnos al pueblo. Lo que es ahora, más vale que en ello no piense». ¡Vaya un modo de consolar! Vencida de su tristeza, y desdeñando el pedir a la hija explicaciones de mudanza tan brusca en su actitud y lenguaje, encerrose en su pena silenciosa, y así estuvo toda la tarde, condoliéndose de la ingratitud de Lea, que sin duda se le había torcido por el melindre de un nuevo noviazgo... ¿Pero cómo podía ser esto, si no se apartaba de la compañía de su madre, ni recibía cartas? A no ser que en ello anduviera Eufrasia, trayéndole mensajes de un flamante, desconocido amador... ¡No eran maldiciones las que Doña Leandra echaba mentalmente a cuantos novios existían en todo el linaje humano, peste de la sociedad y azote de las familias! ¡Que no estuviera el Infierno empedrado de novios!... Debían las familias, los padres, los hermanos, concertarse —251→ para emprender contra tales sabandijas una campaña de destrucción, como las que ella había visto en la Mancha contra la terrible plaga de langosta.

- XXVI -

En estas malquerencias y confusiones estaba Doña Leandra aquella noche, cuando su marido, viéndola poco menos que dada a los demonios, apresurose a poner en su conocimiento un hecho de segura eficacia para sosegar su ánimo. «No quise hablarte de ello esta mañana -le dijo-, porque Lea me encargó que guardase el secreto hasta que supiéramos a ciencia cierta las intenciones del sujeto. Ya traigo lo que nos faltaba, porque he hablado con él esta tarde, y vengo seguro de que hay formalidad... Tenemos, sí, otro novio en puerta. Ya que has adivinado el caso, adivíname la persona... ¿Pero no caes, mujer?... No te devanes los sesos, y entérate de que el nuevo pretendiente de nuestra hija es Vicente Sancho, distinguido mancebo de la botica de Palacio, y por añadidura paisano nuestro y pariente».

No pareció Doña Leandra disgustada de la noticia, y D. Bruno completó sus —252→ informes relatando el cuándo y cómo de la emergencia de aquel noviazgo. A diferentes personas había manifestado Vicentillo que Lea le gustaba, y que a pedirle relaciones se atrevería si le asegurasen acogida benévola. Pocas palabras habían mediado a solas entre el boticario y la niña, en la casa de los padres, un domingo que estuvo de visita; pero las cortas expresiones, dichas con tartamudeo y poniéndose el hombre más rojo que las amapolas, bien claramente daban a conocer la intensidad de su amorosa llama. Por confidencias de varios amigos con quienes Vicente se franqueaba, enterose del caso D. Bruno, el cual, después de hablar con su hija, apercibió al mancebo para una conferencia sobre materia de tal importancia. Efectuada en la botica de Palacio aquella misma tarde la entrevista, resultó que Vicente Sancho sentía la más honesta de las inclinaciones hacia Leandra, en quien veía su bello ideal (así como suena), y decidido estaba a unirse con ella en santo vínculo.

Declaró Doña Leandra que estimaba en más a Vicente, boticario, que a todos los señoriticos de Madrid llamados dandiles, presumidos, farsantes y embusteros que no hacían más que divertirse con las chicas y entretenerlas, escapando de ellas en cuanto se les exigía celebración —253→ de matrimonio. Por humilde no habían de despreciar a Vicente, el cual a todos los novios del orbe cristiano llevaba la ventaja de ser manchego. La Farmacia, profesión de hombres honrados era, amén de muy lucrativa. Si Lea gustaba de su pariente, debían los padres darse por muy satisfechos, porque la niña, después de tanto noviazgo fallido, no estaba ya para perder el tiempo. Y pues el chico venía con formalidad y fijaba en dos o tres meses la temporada de amoríos decorosos, recibiérasele con los brazos abiertos, y preparárase la boda para principios de otoño. Por fin, como solución risueña para el porvenir, debían todos hacer diligencias para conseguirle a Sancho la botica de Peralvillo, de Piedrabuena o de cualquier otro pueblo de la Mancha, con lo que se colmaría la felicidad de toda la familia. Quedó, pues, recibido de oficial novio con entrada en la casa, y Lea, que había picado más alto, hallándose ya la pobre caída y con las alas rotas, aceptó a su pariente con un cierto afecto de gratitud que esperaba ver convertido en más apasionado sentimiento. Y ¡cosa más rara!, mirando bien a Sanchico reparaba que no era feo... ¿Qué había de ser feo, si más bien merecía calificación de guapo, con aquellos ojos sentimentales y aquel bigotito que parecía de —254→ seda? Y lo que es de tonto no tenía un pelo. Ya se le irían quitando la cortedad y encogidas maneras que Lea, mal acostumbrada al despejo de otros galanes, encontraba poco airosas y desconformes totalmente con su bello ideal. Pero en suma, ¿qué importaba la timidez si era signo de mansedumbre, cualidad de que Generalmente procede la perfección de maridos? Adelante, repitiendo el castellano aforismo: Al buen día meterle en casa.

Con estas y otras filosofías templaba Doña Leandra el ánimo de su hija, asegurándole que ambicionar no podía ni debía más felicidad de la que Dios le deparaba, y la chica, que era buena y no tonta, iba entrando por el aro de aquellas prudentes ideas. La conformidad y el buen criterio hiciéronla dichosa. No podía decir lo mismo la madre, pues aunque tenía por un buen hallazgo y solución la conquista de Vicente Sancho, ello es que por fas o por nefas, por los sucesos buenos así como los malos, la realización del deseo que le llenaba toda el alma era más problemática cada día. Cuando ya creía tocar con su flaca mano el suelo manchego, este se alejaba, y como un fantástico paisaje acababa por desvanecerse en el horizonte. Sin duda Dios había decidido que su humilde sierva, Leandra Quijada, se consumiese en el indecible —255→ tormento de no ver ni gustar los aires y la luz de la tierra natal. Cumpliérase la voluntad de Dios, contra la cual nada podían los anhelos de las criaturas. Envolviéndose en su manto con cristiana dignidad, la manchega se preparó al martirio, pensando que a la magnitud del terrestre sacrificio correspondería la hermosura y grandeza del premio celestial.

Manifestose en la señora desde aquel día visible inclinación a la pereza y al silencio. No se ocupaba en labor alguna; permanecía largas horas sentadita en un sillón de gutapercha, de asiento muy bajo, las manos cruzadas sobre el regazo, en el suelo fija la vista dormilona; no hablaba más que lo preciso, tomándose tiempo entre la pregunta que le hacían y la respuesta que daba, como si las palabras, no menos perezosas que el pensamiento, se amodorraran al paso por la boca. No apetecía tertulia, y sus hijas, así como Doña Cristeta Socobio, tenían que llamar con insistencia a la puerta del castillo para que la castellana voz de Doña Leandra respondiese desde la tronera más alta: «¿quién es?». Comía tan poco como hablaba, pues aquel seco y delgado cuerpo con muy escaso alimento se sostenía, y con el aire que tomaba en el suspirar frecuente. Suspiraba hacia dentro, espirando menos de lo que aspiraba, como —256→ las aves que inflan el buche para volar mejor. Rezaba al anochecer uno y dos tercios de rosario, ella sola, entre labios, descuidándose en marcar las Avemarías con el pase de cuentas; dormía de un tirón toda la noche, roncando desaforadamente con diversidad de sones musicales, como trémolos de violoncellos, chirridos de veletas castigadas por el viento, rumor de un salto de agua, y acordes perfectos de fagot y clarinete con tónica, tercera, quinta y séptima disminuida.

Una mañana calurosa, como tardase la señora en levantarse, entró en su alcoba Lea y encontrola despierta con el brazo derecho extendido sobre el embozo. «Chica -dijo Doña Leandra-, ven acá y estírame este brazo para que se me despierte, pues estoy que no puedo moverlo a mi gusto». Obedeció Lea; mas como no le tirara bien fuerte por temor de hacerle daño, la incitó a desplegar mayor fuerza: «Tira, hija, tira con ganas, pues no me duele nada. Esto debe de ser un aire que he cogido anoche por haberme destapado, ahogadita de calor. Y verás que tengo los dedos tiesos, que no puedo coger con ellos la sábana. Tráete un alfiler gordo y pínchamelos, a ver si se despabilan». Lo que hizo Lea fue llamar a D. Bruno y a Eufrasia, medrosa de ver a su madre en aquella torpeza —257→ de sus antes ágiles remos. Entre todos la vistieron, pues no gobernaba de la pierna derecha ni valerse podía, y la sentaron en el sillón. «Vaya, estoy mejor. ¿Veis cómo ya muevo el brazo y arqueo los dedos? La pierna es la que no quiere entrar en razón... Pero no os asustéis, que esto no es nada. Ni pienses en traerme acá médico, Bruno, que si le veo entrar me figuraré que estoy enferma, y acabaré por estarlo de verdad. Nada de médicos, hijo, y con que Vicente me vea y me traiga cualquier toma o emplasto, que bien sabrá él lo que obra con provecho contra este achaquillo, me bastará para quedar bien».

Animarles quería con esto; pero hijos y padres, muertos de susto y pena, trajeron al médico que asistirles solía, y este ordenó lo más urgente para contener la parálisis o atenuar sus tristes efectos. Por la tarde, si no se manifestó en ella mejoría corporal sensible, del espíritu mejoraba notablemente, pues se le había despertado la locuacidad, su palabra era fácil, los ojos recobraban su viveza, en la mirada y la voz había grande animación, casi casi alegría. Las hijas y Doña Cristeta sostuviéronle la conversación, en la cual no nombró a la Mancha, concretándose a decir algo de los precios que tenían en la plaza los principales —258→ artículos de comer... Todo se ponía por las nubes, y la vida en Madrid iba siendo un problema difícil. Con suficiencia apuntó Cristeta la idea de que cuando funcionaran los caminos de fierro que se iban a establecer, vendrían a Madrid todos los artículos a tan bajo precio como el que en los pueblos tienen, y se comería en la Corte pescado del día; y los madrileños podrían trasladarse a la Coruña o a Santander con tanta presteza y facilidad como iban entonces a veranear a Miraflores o a Villaviciosa de Odón. Sorprendida de estas novedades Doña Leandra, y creyendo que por entretenerla contábanle paparruchas su amiga y sus hijas, dijo que no podía comprender a qué santo venía el correr tan desaforadamente, y que ella por nada del mundo se metería en tales carricoches voladores y endemoniados. Añadió que era soberbia sacrílega de los hombres el meterse a enmendar la obra de Dios. Si Dios, autor de tantas maravillas, había hecho también las distancias para que el hombre pecador en ellas se cansase, y con el cansancio sintiese su pequeñez, ¿a qué ese empeño de acercar lo remoto? Condenado fue el hombre al trabajo y a ganarse la vida con el sudor de su frente. ¿Pues el caminar no es también trabajo, y de los más duros? El hombre orgulloso —259→ se resiste al trabajo: para el descanso de sus brazos inventa máquinas, y para el de las piernas ferroscarriles, que son como caballerías de fuego. De modo que ya no habría trabajo, ni cansancio, ni sudor, ni nada de lo mandado por Dios... ¿Y querían los hombres salvarse sin sudar? Esto no podía ser.

Sobre materia tan interesante expusieron pareceres muy ingeniosos las interlocutoras de la enferma, distinguiéndose Eufrasia, decidida partidaria del progreso material. Inspirada en sus ideales, que así llamaba a las ideas recientemente adquiridas, dijo a su madre que, quisiéralo o no, la llevaría consigo en un viaje a París y Londres, para que viese poblaciones grandes y costumbres de muchísima ilustración. Pero no se daba a partido la señora, que moviendo la cabeza tristemente respondió que si su hija, una vez casada, quería correrla por países tan distantes y distintos del nuestro, no contase con ella, que malditas ganas sentía de ver ciudades grandes y raras costumbres. Ni le quitaba nadie de la cabeza que todo lo de España era superior a lo de allende: mejor el pan y el vino, más finos los aceites y el jabón. Terminó afirmando que su cuerpo no le pedía ya movimiento, sino descanso, y que descanso le daría ella muy pronto. Cuando esto decía, —260→ llegó en su coche la viuda de Navarro para llevarse a Eufrasia. Paró en la puerta; viéronla desde arriba los muchachos; vistiose a toda prisa la señorita, y con su amiga se fue. Doña Leandra la vio partir con pena; mas no dijo nada. Lea suspiraba, aguardando la llegada de su modestito farmacéutico, y Cristeta Socobio, a quien sugería los más variados tópicos su entendimiento inagotable, sostuvo el ánimo de la pobre enferma con esta entretenida conversación:

«Querida Leandra, en cuanto mejoren esas piernas, nos vamos usted y yo solitas a visitar a una amiga mía, monja de gran virtud y saber, que a más de consolar a usted con su palabra, más divina que humana, la curará de ese maleficio del músculo perezoso. ¿No lo cree? Pues sepa que el año pasado me cogió todo el lado izquierdo un aire de perlesía, que me dejó sin gobierno, y arrastrándome fui a ver a mi amiga, la cual me pasó la mano suavemente por la cintura y caderas, y pronunciando palabras santísimas, púsome buena del todo».

-¿Qué me dice, amiga Cristeta? Curanderos he visto en mi tierra que componían estos desperfectos de la carne; pero no lo hacían sin añadir a las oraciones alguna toma de medicina que obraba por dentro.

—261→

-Esta no necesita de medicinas ni pócimas, con lo cual se dice que obra en la naturaleza por la virtud sola de su santidad y del buen acogimiento que tienen en el cielo sus oraciones. Pasa la vida en penitencias tan duras, que no podemos imaginar los martirios cruelísimos que se impone. Ha tenido su cuerpo cubierto de llagas dolorosas, y cuanto más le dolían, más risueña ella y más alegre de su padecer. Cuentan que se ha pasado meses sin probar comida, y a pesar de abstinencia tan bárbara, la veía usted con el semblante animado y los ojos muy vivos, obra de la grandísima luz y fuego de piedad que la caldeaban por dentro... Es tal su hermosura, que se pasmará usted cuando la vea, y tan dulce y delicado el timbre de su voz, que se quedará usted atónita y suspensa como si oyera sonido de arpas celestiales.

-¡Cristeta, por amor de Dios! -dijo Doña Leandra, fascinada con tan maravillosa pintura-, no me engañe, y si esa sacra mujer existe, y no es artificio de usted para consolarme, lléveme a donde pueda yo verla y gozarla.

-Iremos, sí; y como no se despabilen pronto las piernas, la llevaré a usted en coche, aunque de aquí al convento de Jesús no es grande la tiradita. Será un consuelo extraordinario, mi —262→ querida Leandra, porque de la santidad de mi amiga puede usted esperar no sólo la salud del cuerpo, sino la del alma. A las personas buenas, de corazón limpio y de conciencia pura, concede Dios, por mediación de esa mujer ejemplarísima, la satisfacción de todos sus deseos.

-¡Ay, ay!, no me lo diga, si luego no ha de confirmarse -manifestó la manchega con colosal esfuerzo para levantarse del sillón-. ¡Que satisface los deseos justos, naturales! Pues los míos son de esa calidad, y por tanto, ¿qué menos pueden hacer Dios y esa señora que satisfacérmelos? Vamos, vamos ahora mismo. Me arrastraré como pueda. Y si no, mandaré a la muchacha que nos traiga un coche.

-Calma, calma, querida Leandra, y no nos precipitemos -dijo cautelosa la Socobio, asustada por el ruido de puerta y pasos que acababa de oír-. Paréceme que entra Bruno, y no conviene que de esto se entere. Es un excelente hombre; pero no se haría cargo de la intención pura, edificante, con que yo la llevo a usted a tal visita. Estos hombres del día, todos, todos, están dañados de volterianismo, que es como decir impiedad, y no comprenden... Hasta podría suceder que se burlara de nosotras... No, no, Leandra; que no meta las narices su pariente... Otro día, sin que nadie nos atisbe —263→ ni nos estorbe, escaparemos como unas chiquillas, y... Chitón, que ya está aquí el hombre público.

- XXVII -

Quería Dios que hija y madre estuvieran en aquellos días bajo la acción de fenómenos o casos maravillosos, pues mientras Doña Leandra encendía su imaginación con la idea de la visita a un ser que conceptuaba ultraterrestre, Lea veía cosas tan extraordinarias, que le costaba trabajo creer que pertenecieran al mundo real. En una misma alcoba dormían las dos hermanas, y allí y en el próximo gabinete, tenían su ropa, sus secretos, las cartas de sus novios, el tocador y cuantos adminículos y menudencias necesitaban para componerse. Luego que se encerraban en sus habitaciones para acostarse, hablaban solitas de los sucesos del día, pertinentes a ellas o a sus amadores, y se confiaban todos sus secretos y se consultaban todas sus dudas. Una noche, poco antes de manifestarse en Doña Leandra la parálisis, Eufrasia, como quien desea y teme revelar algo muy delicado, anunció a su hermana una confianza; —264→ arrepintiose luego, dudando, entre risas y síes y noes muy infantiles; sacó por fin de su bolsillo un estuche, y mostró a su hermana un sol... un haz de rayos luminoso, deslumbrantes. Lea no dijo más que ¡ah!, echando en aquel hálito toda su admiración y algo de susto. No pronunció palabra alguna hasta pasado un ratito. «¡Qué magnífico brillante!... ¿Pero di, no es esto falso? ¿Es de ley?... ¡y tan grande!...».

-No es de los mayores -dijo Eufrasia rebajando, por afectación de modestia-; pero fíjate... ¡qué perfección de facetas! Dice Maturana que es de la mejor talla de Amsterdam, y una pieza de mérito grandísimo.

-¡Bonito, bonito... superior! -exclamó Lea absorta, moviéndolo entre sus dedos ante la luz, para recrearse en los destellos.

-Está montado en plata como alfiler -dijo Eufrasia-; pero se puede usar como adorno magnífico para el pelo... Aplicación no le faltará...

-¿Pero es tuyo de veras?... ¿Y cómo...? Si es tuyo, te lo habrá dado Terry.

-Naturalmente: yo no había de robarlo...

-Pero...

No sabía Lea cómo pedir explicaciones a su hermana de la posesión de alhaja tan magnífica. Enmudecieron ambas y se acostaron, permaneciendo —265→ silenciosas larguísimo rato. Ninguna de las dos dormía.

«Debes enseñárselo a padre y a madre, a ver qué dicen...» -indicó tímidamente Lea, a la media hora de acostadas.

-No, por Dios... Padre y madre no deben saberlo... no por nada, sino porque creerían lo que no es... Ya lo verán a su tiempo. Por hoy, no me preguntes más.

Obedeció la hermana mayor, y no habló más de tal asunto hasta que, dos noches después, encerraditas y ya seguras de que ni los padres ni los hermanos las sorprenderían en su grata intimidad, hizo Eufrasia a su hermana la señal de que le preparaba nueva sorpresa; aproximose a la cómoda, y del seno sacó un envoltorio; desplegó el papel finísimo que lo formaba, y aparecieron a los espantados ojos de Lea dos esmeraldas soberbias, hermosísimas, iguales en el tamaño y la forma oval, montadas en plata dentro de un cerco de diamantes...

«¡Ay, qué preciosidad!... Esto es divino... -exclamó la joven con arrobamiento-. Y son pendientes... Déjame que me los ponga».

Ayudó Eufrasia a clavar las joyas en las orejitas de Lea, y cuando esta se vio en el espejo adornada de tanta hermosura, no acababa de extasiarse en la admiración de su propio rostro, —266→ y lo ladeaba para ver los diferentes efectos en esta y la otra postura.

«Como estas esmeraldas -indicó Eufrasia, menos risueña que su hermana-, hay pocas. ¡Cosa más soberbia no se ve! ¡Qué bien estás! La esmeralda montada en plata sienta muy bien a las morenas».

-A las morenas les sienta bien todo -afirmó Lea quitándose los pendientes y llevándolos a las orejas de la otra-. Póntelos ahora tú, para que yo vea el efecto.

Así se hizo, y las ponderaciones de tanta belleza no tenían fin. Guardó Eufrasia su tesoro; Lea, dando un gran suspiro, le dijo: «También te las ha dado Terry. ¿Eran de su familia?».

-No: las ha comprado. Ya sabes que está riquísimo. El mes pasado ganó medio millón de reales, y ahora, si traspasan lo del Gas a la Compañía francesa, no se puede calcular los dinerales que ganarán entre Emilio, Gándara y Safón...

-Pero no acabo de convencerme, te lo digo como lo siento, de que puedan hacérsele a una soltera estos regalos sin comprometerla. ¿Acaso en el extranjero se usa que los novios regalen joyas, así, de tapadillo...?

-Seguramente, en el extranjero hay otras —267→ costumbres, otra libertad. Pero aquí, con tanta ñoñería y sujeciones tan ridículas, no se puede, no... lo reconozco. Si la gente se enterara, creería que hay malicia donde no la hay.

-¿De veras que no la hay?

-¡Mujer, qué cosas tienes!... ¡A ti había yo de ocultarte...! ¡Jesús!, no oiga yo de ti tal suposición.

Pareció Lea convencida; pero no durmió en toda la noche, atormentada por la idea de que su querida hermana no tenía ya en su conciencia la debida pulcritud. «Aunque ella no lo crea, pecado hay aquí -se decía-, o principios de pecado y de grandísima deshonra».

A la mañana siguiente, ambas en el tocador, dominada Lea por una idea fija, hizo a su hermana esta pregunta: «¿Y no te ha dado perlas?».

-Tiene en tratos un collar muy bonito; pero yo le he dicho que no lo quiero, que no y que no... A su tiempo recibiré todas las alhajas que se le antoje poner sobre mí.

-¿Cuándo os casáis? ¿Ha fijado al fin Emilio la fecha?

-El mes de Octubre, seguro, seguro.

-En Octubre dicen que se casa la Reina. También fijó Tomás esa fecha para nuestro casamiento, y ya ves, ya ves.

—268→

-Pero lo mío es infalible. Emilio es un hombre de bien y un caballero. En todo me complace.

-Pues si en todo te complace, ¿por qué no fijáis el casorio para la semana que viene? Estos hombres que eternizan las bodas no son de fiar... Cierto que el darte prendas de tanto valor es, como tú dices, señal de un amor grande... Pero... Digo que en último caso... vamos, que otros hay peores, pues plantan, y no dan nada, ni un triste alfiler de dos reales.

Pasaron días sin que Eufrasia mostrase más joyas, ni a su hermana hiciese confidencia alguna tocante a sus amores o a la boda con Terry. Tan sólo dijo que el galán partía para París; pero que su ausencia, motivada del negocio del Gas, no duraría más de dos semanas. Lea notaba en ella tristeza y cavilación algunos días; otros, un alborozo demasiado parlero, sin decir nada de provecho. Y los que observar pudiesen y supiesen en las interioridades de la casa, habrían notado que Lea padecía también en aquellos días turbaciones muy raras en su carácter, comúnmente de una ecuanimidad feliz. Algunas noches, en la visita oficial de Vicente, trataba a este con tal despego, que el pobre chico no volvía de su asombro, un aflictivo y patético asombro por cierto. Mas de improviso —269→ se iniciaba un radical cambio en el temple, si así puede decirse, de la señorita, y viéraisla tan cariñosa y tierna con el mancebo que los ojos de este revelaban una satisfacción beatífica. Y en aquellos ratos dichosos, infaliblemente hablaba Lea del casamiento, de la conveniencia de celebrarlo cuanto antes para irse todos a la Mancha y hacer la cruz por siempre a este Madrid tan perverso y corrompido. Las corrientes psicológicas, como el sube y baja de mareas, que determinaban en la joven manchega estas oscilaciones afectivas, permanecen indeterminadas. Son hechos, formas, desarrollos orgánicos que se pierden en la insondable caverna obscura del querer mujeril.

Cuando a la oreja de Doña Leandra llegaban palabras de Sancho y Lea referentes a casorio, o a la probabilidad de conseguir la botica de Almodóvar del Campo, excitábase horrorosamente, como con una corriente eléctrica, y recobraba por instantes el fácil uso de sus remos. Aún no había podido ir, por causa de las ocupaciones de Cristeta en Palacio, a la visita de la prodigiosa monja, y aguardando aburrida este acontecimiento se pasaba las tardes sentadita en su sillón, presidiendo la charla de la hija con el boticario. Comúnmente el tal palique era para Doña Leandra un narcótico, cuya enérgica —270→ virtud la desligaba de la realidad triste, permitiéndole ausencias y descansos muy agradables. Dormida o mal despierta se montaba en el Clavileño o en la escoba, y se iba por esos mundos de Dios, tomándose el espíritu toda la libertad de que el cuerpo estaba privado. No era la primera vez que la infeliz señora, mal avenida con su trasplante, volaba espiritualmente a sus tierras y casas manchegas, recreándose en ellas como en la misma verdad; pero desde que se inició la parálisis, los viajes imaginativos al país natal fueron más frecuentes y de mayor duración, así como de una intensidad maravillosa en el repetir y vivificar objetos y personas, los animales, el suelo, el aire y el olor de todo lo de allá. Del tiempo hacía mangas y capirotes, pues en media hora efectiva de Madrid, vivía manchegamente días y aun semanas; y al volver de estas excursiones, hallábase durante un mediano rato en penosa ignorancia del lugar donde se encontraba. ¿Estaba en su casa de Peralvillo, o en el sillón caliente y blanducho de Madrid?...

Mecida por el runrún soñoliento de Vicentillo y Lea, Doña Leandra salió del comedor de su casa manchega, pasó al cuarto próximo, donde tenía la algarroba para las palomas, un resto de la cosecha de judías, dos montones de patatas —271→ para simiente con los brotes ya muy crecidos, manojos de hierbas colgados del techo, que despedían un olor fortísimo entre farmacéutico y culinario. Anduvo por allí la señora trasteando; salió seguida de dos gatos, y pasando por delante de la cocina, donde estaba la Fabiana delante de los peroles, bajó por la escalera, cuyos peldaños de romo ladrillo ofrecían un resbalón a toda persona que no tuviera el pie bien habituado a sortear las desigualdades. Llegó a una especie de portalón o vestíbulo empedrado de viejo, pues no se había tocado en él una piedra desde el siglo anterior; todo era hoyos y guijarros duros; obstruían el paso diversos objetos, sacos llenos y vacíos, aperos inservibles, manojos de varas, yugos abandonados por inútiles y una tinaja rota, boca abajo. Todo estaba en aquel sitio provisionalmente hacía ochenta años, y con la pátina de mugre y polvo tenía ya ese carácter especial de la petrificación doméstica, allí donde nada se remueve ni se cambian las cosas de sitio. Salió Doña Leandra al corralón, tan grande como una mediana plaza, y al punto se le pegó a las faldas un perro corpulento, León, moviendo la enroscada cola, y enseñándole los colmillos que no habían de hacerle daño. Más allá, otro can que sentado roía un hueso teniéndolo entre las —272→ patas delanteras, la miró pasar y siguió royendo... un pavo hacía la rueda entre cuatro gallinas que ni siquiera le miraban, y un burro atado a una argolla junto a la puerta de la cuadra, soltó un rebuzno majestuoso. Entró la señora en el cuarto del pan, donde había un hombre calvo, que preparaba el horno, y ya tenía las hogazas amasadas, cubiertas con un paño. «Mira, Blas: en cuanto saques la hornada, coges la Capitana (esta capitana era una burra) y los dos machos que llegarán luego de Torralba; comes, y te vas a Piedrabuena, y me compras cuarenta o más arrobas de patata para simiente. Dicen que Lino Pascual la tiene superior. Si le queda una partida de sesenta o setenta arrobas y no quiere descabalarla, te la traes toda. Llevarás trescientos reales, y si te faltase dinero, ya sabes que el boticario D. Enrique te dará por mi cuenta lo que necesites... Estarás aquí mañana temprano, que mañana hemos de sembrar la patata en la huerta del Fraile...». Poco después de esto, la señora estaba junto al pozo y pilón de abrevar: al mozo que sacaba el agua para dar de beber a los cerdos de recría, le dijo: «Navarro, enciérrame este ganado en cuanto beba, y no me lo tengas aquí, que es muy dañino, y ya ves que me azuza los pollos: tres me mataron ayer a pisotones». —273→ Apaleada por el mozo se arremolinó la piara, compuesta de un gran contingente de cochinitos negros, todos iguales, y pegados unos con otros se fueron hacia su cobertizo, cantando una deliciosa música... Doña Leandra se encaro con un viejo petiseco, cuya cara parecía la piel de encuadernación de un libro de coro. Vestía de paño pardo, con calzón corto, cinturón de cuero, y usaba sucias gafas de cristales muy convexos montados en cuerno. Era Perantón, el hombre de confianza, la personificación de la honradez y la lealtad, que llevaba de servicio en la casa tres cuartos de siglo, y andaba próximo a los noventa, conservado como un corcho viejo de colmena. Sus abejas eran la vida que aún zumbaba dentro de aquel madero lleno de arrugas. Había sido mozo de mulas, después de labranza, criado luego al inmediato servicio de los señores, y por último, mayordomo con honores de intendente, pues sabía garabatear en un cuaderno de marquilla las cifras de compra y venta, el consumo de paja y leña, el comestible de animales y personas, y usaba un tintero de asta con petrificaciones de tinta contemporánea de Carlos III. «Antón -le dijo la señora-, me parece que la pinta castellana ha puesto hoy también entre el montón de leña. Que Tomasilla se meta y busque allí los huevos. —274→ Tenemos lluecas a la parda y a la moñuda... Mándale a tu nieto Roque que del palomar de arriba me traiga tres pares de palominos para mañana...». En la servidumbre y personal labriego de Peralvillo había dos hijas de Antón, una de ellas cocinera, que ya no hacía más que dirigir, y era plaza casi jubilada como su padre, y catorce nietos, ocupados en distintas labores. Los que allí nacían, al amparo de la casa y noble familia quedábanse toda la vida. «Oye, Antón, dile a tu nieto Felipe el gordo que no me dé bromicas a la Pepilla, que apalabrada está por sus padres con Robustiano el del Tuerto, y no quiero en casa cuestiones...».

En esto, traída bruscamente por el Clavileño a su sillón, Doña Leandra, suspirando fuerte, dijo a Lea y Vicentico: «¡Eh de casa!... ¿Hace mucho que estáis aquí, hijos? Sacadme de esta gran confusión: ¿cuánto tiempo hace que dejé de veros?».

Los chicos, acostumbrados ya a las ausencias de la triste señora, le contestaron que hacía un ratito, tan largo como ella quisiese.

«No me entendéis. Cuando os ponéis a ser brutos, no hay quien os gane... Os pregunto si estamos en hoy o en ayer, si ayer os vi y hoy vuelvo a veros. Porque a mí me parece que he estado fuera de un día para otro; quiero deciros, —275→ el tiempo que va de un hoy a un mañana con noche de por medio... ¿No me contestáis? Pues quedaos aquí, que yo me vuelvo. Adiós, hijos míos».

- XXVIII -

Salió Doña Leandra del corral al campo por una puerta grande y torcida, como ruina que jamás acaba de desplomarse, y se encontró frente a las eras. Llegaba el ganado de pastar en el soto del Maestre, y el pastor y zagales, que eran como unas apariencias de persona con sus caras ennegrecidas, las piernazas entre zahones, las espaldas con la joroba del zurrón, daban voces a las ovejas para que no se desviasen, llamando a cada una por su nombre entre ajos, silbidos y pedradas. Respiró Doña Leandra la polvareda que las reses levantaban, y las miró con maternal regocijo, recreándose en el olor montuno que despedían... Vio venir luego a Carrasco hecho un cafre, con barba de seis días, el morral a cuestas, la escopeta terciada, precedido de tres ágiles perros, que en cuanto vieron a la señora, a ella se fueron, y echáronle con el rabo salutaciones cariñosas, —276→ filiales. Venía D. Bruno de mal temple, porque en el barranco de Giles se había encontrado a Rufo Corchuelo y habíale dicho que todo el vino de Torralba se estaba volviendo vinagre, y que era menester quemarlo... Doña Leandra dirigiose con su marido a la casa; sentáronse los esposos con Perantón en un poyo a tomar la fresca, y llegaron los mozos de mulas que labrando las tierras habían estado de sol a sol, y mientras unos abrevaban a los animales, reuníanse los otros en torno a los amos a contar las faenas del día. Doña Leandra no cesaba de rascarse la cabeza, lo mismo que D. Bruno, pues a entrambos les picaba bastante. De la cocina de la casa venía un olor fortísimo de fritanga y el vaho de sopas caldudas y bien impregnadas de ajo. Eufrasia y Lea estaban en la ventana de su cuarto, con la Tomasa y la Pepa, tarareando canciones nuevas que en aquellos días habían traído de Daimiel unos chicos como gran novedad, y luego descendieron al corral arrastrando chinelas, e improvisaron un baile...

Avanzada la noche, Doña Leandra se acostaba en la cama donde habían nacido sus tatarabuelos, tan alta, que a los colchones se subía por escalera, y desde arriba fácilmente se cogía con la mano el ahumado techo, con las vigas —277→ en panza. Entre los pliegues de las blancas cortinas, y en el cristal de unas laminotas de la Virgen de Calatrava, muy hueca de vestido y con tiara en la cabeza, lucían unos puntos negros, obra de las moscas al parecer; pero en realidad eran las miradas de los tatarabuelos, que allí permanecían contemplando la rotación majestuosa de la casa al través de los siglos. Doña Leandra dormía profundamente, y a su lado D. Bruno, sin que ninguno oyera los sinfónicos ronquidos del otro ni los cánticos de gallos que cuidaban de cantar de dos en dos las nocturnas horas. La del alba no era todavía cuando saltaba de los ociosos colchones la señora diligente, y lavándose la cara con dos o tres puñados de agua fresca que de una jofaina cogía, comenzaba sus quehaceres. Aún estaba obscuro, y las luminarias de la noche no se habían apagado en el cielo. Apenas descorría la aurora las cortinas del manchego horizonte, abría Doña Leandra la ventana para respirar el aire puro y dar gracias a Dios, lo que hacía rascándose los sobacos y también la cabeza, que le picaba. Ya día claro, desde un tejadillo frontero a la ventana, la saludaba la gentil avutarda. Era un pájaro petulante, vestido a hora tan matutina con su casaca de color de canela, galonada de terciopelo negro con —278→ botones de plata, y en la cabeza el gran sombrero de tres picos con plumas blancas y negras. Mirando a la señora, el ave hacía tres reverencias, acompañadas de tres sonidos graves, que eran su fórmula usual de ofrecer sus respetos. Tras él levantaban el vuelo las palomas, dando los buenos días con sus arrullos, y muchedumbre de gorriones salían por aquellos aires a robar lo que podían...

En la cocina estaba el ama desplumando palominos, y a su lado Eufrasia dobladillando un pañuelo. La cocinera, majando cominos en el almirez, hacía un ruido tal que apenas se entendían las voces de la hija y la madre... Entraba Perantón renegando del precio de la partida de aceite que acababa de llegar, como si fuera él quien perdía en ello. Decíale Doña Leandra que tuviera paciencia y no fuese tan regañón, que a su edad no le haría provecho que se le encendiera la sangre... Al anochecer, no de aquel día, sino de otro, que debía de ser el siguiente, aunque de ello no hay seguridad, hallándose en el poyo del corral la señora y Lea, que por mas señas estrenaba un cuerpo nuevo del vestido muy majo hecho por ella misma, llegose allí Ramón, que era el mozo encargado de la persecución de topos, con diez de estos dañinos animales. Al olor del rico botín —279→ acudieron los gatos, y las señoritas Eufrasia y Lea se encargaron de hacer el reparto equitativamente. No bajaban de ocho los pretendientes: los dos de casa, el de la panadería, el de la mayordomía y tres o más de las cuadras y gallineros. Después de distribuir a topo por cabeza, Lea consintió que Morita, la gata de casa, como parida, se llevase tres para su prole, y así lo hizo... En esto llegaba D. Bruno; pero no debió de ser aquella misma noche, sino la siguiente, o quizás otra noche cualquiera de las muchas que trae el tiempo. Se le vio apearse del caballo, y oyeron el tin-tin de sus espuelas acercándose. Había ido a Daimiel a reñir con los de la Junta de Pósitos, porque no le pagaban su anticipo, y a comprar correas para el arreglo de los tiros de mulas, tabaco y un poco de aguardiente. Traía el buen señor una noticia estupenda. La Reina Isabel II se había casado, y ya teníamos a nuestra Reina hecha una señora de su casa. ¿Y quién era el marido? Pues un D. Francisco, a la cuenta como su primo carnal, primogénito de unos señores infantes, mozo muy galán, de bello rostro sonrosado, muy metido en religión, cualidad primera de todo gran Rey... Pero no había sido floja tracamundana la ocurrida en Madrid antes de la boda. La Inglaterra y la Francia asaltaron con tropas —280→ el Palacio, llevando cada una un príncipe para casarle a la fuerza con nuestra Soberana. Y por otras partes de la casa grande embistieron el Papado y el Austria con la misma pretensión de meternos consorte Real. Apurada estuvo la cosa con esta canallada de las potencias, y si no se salieron con la suya fue porque el D. Francisco, al frente de un batallón de tropa española, blandiendo en la mano derecha su espada y enarbolando con la izquierda un crucifijo, cerró contra la extranjera turba, y a este quiero, a este no quiero, hiriendo y matando, deshizo en la escalera y en el Real patio a toda la caterva, quedando triunfante el derecho de darnos el Rey consorte que más neto acomode, siempre que sea español neto. «Celebrose el casorio -añadía D. Bruno-, con pompa grandísima, en una iglesia que llaman de Atocha, y ya podéis figuraos vosotros, grandes mostrencas y mostrencos, el lujo y aparato que en las ceremonias habería... Ello fue cosa sorprendente. Lucían allí los próceres del Reino sus magníficos túnicos de gala bordados de oro, y las Reinas, la Infanta y sus damas unos trajes tan opulentos, que cada uno representaba el valor de una provincia, si las provincias se vendieran. Dícenme que una de las próceras más guapas y mejor emperifolladas —281→ era la esposa de D. Emilio Terry, nuestra querida hija Eufrasia Carrasco y Quijada de Terry, que ahora así se llama, la cual lucía collar de perlas como garbanzos, y unos brillantes en el pescuezo y en la cabeza que eran como soles, y en las orejas esmeraldas tan grandes como huevos de paloma... no tanto, como huevos de avutarda...».

Amaneció, y salieron para el campo los mozos con los pares de mulas, y para el soto las ovejas con sus pastores... Sucediéronse plácidamente tardes y mañanas. A Doña Leandra le hacían sus hijas un vestido nuevo, cortado por patrones de última moda que facilitó una amiga de Ciudad Real. Ponían en ello las chicas gran esmero, para que su madre apareciese en misa con toda la elegancia que a su holgada posición correspondía donde quiera que se presentase... Más interés que en el corte y costura del nuevo traje ponía la señora en la siembra de patatas, que fue a vigilar con D. Bruno rodeando la casa y las eras, y saliendo por un sendero angosto hasta la tierra llamada de Claveros, tras de las primeras casas de Peralvillo. Pasaron junto a una noria desmantelada, después cerca de otra movida por un macho con los ojos vendados. Lloraban los cangilones chorritos de agua con que se regaba un plantío de —282→ hortalizas para el gasto de casa... Acompañando a los amos iban León, Turco, la Majita y otros seres caninos, cachazudos, holgazanes, hartos de una felicidad bobalicona. El mayor gusto de Doña Leandra era soltar la mirada, como se suelta un ave, para que corriese por toda la horizontalidad majestuosa del suelo sin parar hasta la línea en que tierra y cielo se juntaban. Tras aquella línea había más Mancha, más, hasta llegar a los montes de Toledo, donde todo era cuestas, subidas y bajadas. No estorbaban al libre vuelo de la mirada de la señora árboles ni sombrajo alguno, fuera del bulto que hacían las casas del pueblo y la torre gallarda de su iglesia. El sol lo bendecía todo con su luz esplendente; la tierra se tendía boca arriba cuan larga era, los miembros estirados con indolencia voluptuosa, y no hacía más que mirar al cielo, que sobre ella planeaba con las alas abiertas en toda su magnitud...

«Madre -le dijo Lea-, dos veces le hemos preguntado si quiere ya la medicina, y no nos responde...».

-¿Medicina yo?... Lo menos hace una semana que no la tomo, y ya ves qué buena estoy... He andado legua y media con Bruno, y no me he cansado. Hola, Vicente: ¿cómo estás? —283→ ¿Cuántos días hace que no te veo? Lo menos diez, por mi cuenta.

-Me vio usted ayer, y me vio esta tarde a primera hora.

-No estás tú en lo cierto, Vicente. Decidme, ¿no ha parecido Cristeta? ¿Qué demonios la entretiene tantos días en Palacio? Será que la Reina Cristina no sabe gobernarse sin ella... Bueno: dadme la medicina, y sepamos pronto si os dan o no la botica de Almodóvar del Campo.

Por la noche, en cuanto la ponían en su cama, emprendía despierta la paralítica sus viajes, y despierta se le iban los días, las semanas y hasta los meses, sin sentirlo. Solía volver de sus correrías con un humor endiablado, que desahogaba en sus hijas y en su marido, diciéndoles que no eran ellos ya como les había hecho Dios, sino como les transformaba el Demonio en este maldito Madrid. Mirándolo bien, sus hijas no eran honradas, pues no había honradez con tanto manoseo de novios y tanto andar al zancajo en teatros y paseos. En los teatros se aprendían cosas malas, y los paseos y tertulias no eran más que escuelas de deshonestidad. Y en cuanto a Bruno, también estaba horriblemente echado a perder. ¿Qué se había hecho de la sencillez de sus costumbres, de su amor al trabajo, de su modestia y probidad? —284→ Un muestrario de vicios era ya, y él solo gastaba en un mes más que había gastado toda la familia en seis años cuando en la Mancha vivían. Lo menos media hora empleaba todas las mañanas en lavarse, y para él solo y sus malditos lavatorios tenía que subir el aguador una cuba más. ¿A qué tanta presunción de lavados, planchados y afeitados? Hasta usaba perfumes ¡qué asco!, como las mujeres de mal vivir, y a todas horas guantes, como si tuviera que visitar al Rey. No, no; no era aquella su familia. ¡Mentira, engaño! Las personas que veía no eran sino una infernal adulteración de sus queridos hijos y esposo. La verdad radicaba en otra parte, allá donde vivía despierta, que en Madrid no era la vida más que una soñación. Y esto se probaba observando que en Madrid estaba baldadita y sin movimiento, mientras que en su pueblo iba de un lado para otro con los remos muy despabilados sin cansarse...

Solía padecer la desdichada manchega estos trastornos de la mente por las mañanas, y su marido y sus hijos rodeábanla afligidos, respondiendo con frases cariñosas a las injurias que les dirigía, ya iracunda, ya burlona. A medida que tomaba alimento, íbase serenando, y no recordaba ni uno solo de los enormes disparates —285→ que había dicho a su cara familia. Y como algo recordase, pedía perdón del agravio en los términos más humildes. Una tarde, cuando Eufrasia, ya vestidita y bien dispuesta, aguardaba a la viuda de Navarro, que en su coche había de venir a buscarla, Doña Leandra le estrechó las manos diciéndole: «Habrás tomado a risa, hija del alma, los desatinos que escuchaste, y de los cuales sólo uno se me quedó en la memoria. Yo también me río, porque ello es cosa muy disparatada... que tus cortejos, ¡ay!, te regalaban diamantes gordos y esmeraldas verdes, y que merecías que te arrancasen las orejas al arrancarte los pendientes, que eran el pregón de tu ignominia. Perdóname, y no me hagas caso cuando me pongo así, que verdaderamente no estoy en mi sentido... A Dios gracias, con la medicina que ahora me da Vicente, se me van quitando los grandes enojos que me entran por las mañanas... Vete con tu amiga, y no olvides lo que te recomiendo: darle mucha prisa al Sr. de Terry, hija, lo cual que no es un decir, sino la realidad, pues esa cara paliducha y ahilada que se te está poniendo declara las ganas que tienes de tomar estado, para satisfacción tuya y de tus padres...».

—286→

- XXIX -

Ni aun delirando mentía Doña Leandra en lo de la transformación de D. Bruno, pues desde la frustrada conjura, en que había hecho papel real o figurado de indudable relieve, tomó el hombre actitudes de seriedad, que sobre él atraían la pública atención. O por habilidad instintiva o por estudio de gramática parda, adoptó el sistema de hablar muy poco, casi nada, y de decir todo en forma obscura, enigmática, dejando entrever o adivinar un hondo pensamiento. En las conversaciones políticas, nadie oía de sus labios más que reticencias discretísimas, y sus juicios eran velados, más que juicios, protestas de que no convenía formularlos de ninguna manera. Sus frases usuales eran: «Ya se verá eso...». «Se hará lo que convenga...». «Esto no puede seguir así...». «Vamos al abismo...». «Estamos preparados...». «Los hombres de arraigo siempre están en sus puestos...». «Mi opinión es que vendrá lo que debe venir». Con esta manera de hablar no tardó en adquirir reputación de entendido, y como al propio tiempo adoptaba modos de tolerancia, —287→ respetando las ideas ajenas y aprendiendo a ser fino y bien educado, extremando los saludos a cuantos personajes encontraba, fueran del suyo o del opuesto bando, pronto le dieron la nota de sensato. Su importancia crecía rápidamente, y cuantos le trataban veían en él una autoridad innegable, merecedora del mayor respeto. Grandes ventajas llevaba a Milagro en el público concepto, todo ello sin trabajo alguno, pues el manchego, callando siempre o diciendo a medias inepcias vacías, que el auditorio interpretaba como sublimes pensamientos inéditos, era tenido en más que Milagro, que decía todo lo que pensaba, y a veces cosas atinadísimas. Pero no habría llegado D. Bruno a esta preponderancia si a los artificios de la palabra y del silencio no agregara otro muy eficaz para el realce de su persona. Dio en gastar unos sombreros de extraordinaria magnitud, con el ala más larga que los de la moda corriente, y un poquito encorvada formando teja. Era el modelo que usaban D. Alejandro Mon, Buschental, un francés que había venido de París a lo del Gas, y otras personas de viso, muy contadas. Encajaba muy bien la colmena de fieltro, tan imponente y elevada, en la ventajosa estatura de D. Bruno, y con esto y la larga levita negra, hacía una figura de tanta respetabilidad, que la gente se paraba para mirarle —288→ cuando iba por la calle entre dos amigos, oyéndoles atentamente y contestándoles con la cabeza. El sombrero contribuía no poco a que los transeúntes que le conocían dijesen a los ignorantes: «Es Carrasco, persona entendida... Es D. Bruno, uno de los hombres más sensatos que hay en este país».

Milagro no comprendía que iba más rápidamente a su negocio D. Bruno, calladito debajo de un tubo de chimenea, que él hablando por los codos, vestido de cualquier modo, y con un sombrero viejo mal planchado y de corta elevación. Ved aquí por qué la gente veía en Milagro a un hombre de gran talento, que no servía para nada por falta de sensatez, a un hombre ligero, simpático, cuya gracia y amenidad sólo se apreciaban como méritos secundarios. De D. Bruno, viéndole entrar un día en el café con un célebre banquero y un no menos famoso general, hubo alguien que dijo: «Parece que este Carrasco es un gran hacendista». De Milagro hacían los más afectos a su persona elogios de otra clase, por ejemplo: «Si como tiene chispa este D. José, tuviera seriedad, ya habría sido ministro».

No dejaba de reconocer la pobre Leandra, en sus momentos lúcidos, que a su marido le sentaba muy bien el sombrerote y la levita —289→ luenga. Si en Peralvillo le vieran con aquella facha, caerían todos de rodillas, teniéndole por el representante de la justicia humana, o por ministro universal. Un día, antes de salir para sus diligencias de la tarde, sentose Carrasco un momento al lado de su oíslo y le dijo: «Tengo que comunicarte lo que pienso acerca del niño mayor, que pronto está en disposición de empezar una carrera. Este año se creará una nueva de gran porvenir, que llaman Ingenieros de montes, y ello tiene por objeto estudiar y dirigir la replantación de arbolado, para que llueva más y no tengamos tanta sequía. Nuestro hijo será de los primeros que entren en esa brillante carrera, para lo cual le pondremos en una escuela donde nos le preparen de toda la matemática y toda la botánica que sea menester».

-Sea lo que tú quieras -dijo Doña Leandra-: miremos a que sea hombre de provecho. Pero yo creí que la botánica no era más que para los boticarios.

-No, mujer: que en la botánica entiendo yo que entra también la vegetación grande, pongo por caso, alcornoques y fresnos. En España tenemos pocos árboles, y el Gobierno que nos plante algunos miles de millones será un Gobierno sensato y entendido... Con que... no dejes de tomar —290→ la medicina, que yo me voy a mis quehaceres.

Aunque nada más dijo, no se quedó muy conforme la señora con que su hijo aprendiera oficio de plantar árboles, a los cuales miraba la señora con prevención, porque sólo servían para albergue de pájaros dañinos y para dar sombra a la tierra. En la Mancha pocos árboles había, y no hacían falta para nada; plantáranlos en Madrid, donde no había cosechas que defender de los malditos pájaros. En las ciudades, buena era la sombra; pero ¿para qué quería sombras el campo? La tierra quería mucho sol, y agua cuando Dios la diese. Pensaba también, y así lo dijo por la tarde a Lea y a Vicentico, que si se moría en los infames Madriles, no la enterraran en nicho, sino en el suelo; pero en suelo sin árboles, que no gustaba ella de estar a la sombra ni viva ni muerta.

Atención escasa, más bien nula, prestaban los novios a estas desconcertadas razones de la manchega, por hallarse apenadísimos con cierta novedad lastimosa que en la familia ocurría. Mientras el hombre público explicaba a su señora las ventajas de la carrera de Montes, las dos hermanas, encerraditas en su alcoba, sofocaban las voces para poder hablar de un grave asunto, promovido por Eufrasia. Una vez partido —291→ D. Bruno bajo su gran sombrero, hablaron las señoritas con más desahogo, cuidando de no alborotar, para que no se enterase la enferma, que conservaba un sutil oído. Pasó luego Eufrasia a ver a su madre después de lavarse los ojos, porque no advirtiese que había llorado; mas no logró engañarla, que la señora, hecha de antiguo a la observación y examen de los rostros de sus hijas, notó en el de Eufrasia un viso muy particular, y así se lo dijo, manifestando la señorita que la puntada que sentía sobre la ceja izquierda le estiraba los músculos de aquel lado, desfigurándole la fisonomía. No satisfizo a Doña Leandra esta explicación, y seguía mirándola con persistente seriedad, lo que turbó más a la señorita, que a punto estuvo de echarse a llorar... «¿No viene a buscarte Doña Jenara?» -preguntole la madre; y contestó la joven que hallándose en cama su amiga con un fuerte catarro al pecho, ella (Eufrasia) se constituiría en su enfermera, trasladándose allá en cuanto tuviera quien la llevara, su padre o alguno de los chicos. Con admirable sentido díjole Doña Leandra: «Estando tú también indispuesta, debes empezar por cuidarte a ti propia, en casita». Por no chocar, hizo la señorita demostración de seguir tan sabio consejo, y se metió en su alcoba.

—292→

Dormitaba la enferma, cuando Lea y Eufrasia reanudaron su disputa. Sofocada salió de la alcoba la hermana mayor, y hallándose a Sancho en el pasillo atisbando la escena, le dijo: «Entra, Vicente, y háblale, a ver si tú la convences: yo no puedo. Mientras tú estás aquí, yo tendré cuidado con madre». Halló Vicente a Eufrasia muy afanada en meter en un maletín diferentes objetos de su uso, ropa interior, pañuelos y alhajas, y apartándole las manos de aquel trajín, le dijo: «Mira bien lo que haces, Frasia, y no seas mala hija ni mala hermana; repara que en tu familia no hubo jamás afrenta, y con la que tú traes ahora matarías de vergüenza a tus señores padres».

-Déjame, déjame, Vicente, por Dios te lo pido -replicó la joven consternada, delirante, a punto de estallar en ira o en dolor, que de todo había-. Tengas o no razón en lo que me dices... puede que la tengas, puede que no... tengas razón o no, ya no puedo volverme atrás, ni quiero, Vicente. Este deseo de irme puede más que yo... Me tiraré por el balcón si no me dejas salir... Ya sé que estoy loca; pero déjame con mi locura, hombre... ¿Qué sabes tú si de esta locura saldrá la razón?...

-No saldrá más que la deshonra, no saldrá más que la desdicha de tus padres, Frasia —293→ -dijo Vicente con firmeza, pues aunque parecía muy poquita cosa, dábanle presencia y alientos sus ideas elementales en puntos de moral-. Tú harás lo que quieras; pero si no te quedas en casa, yo me voy a ese D. Emilio o D. Demonio, y le desafío... ¡vaya si le desafío! Aunque me ves con tan pocas carnes, y aunque oyes esta voz que parece salir de un botijo, soy un hombre que sabe su obligación y que no se deja acoquinar.

-¿Qué has de desafiar tú -indicó Eufrasia con desprecio-, ni a cuenta de qué viene ese desafío...? Emilio es una persona decente; sólo que... En fin, que me dejes salir.

-Que no te dejo: dirás tú que no soy quién para cortarte el paso; pero yo me considero de los tuyos porque me casaré con Lea. Tu madre enferma, tu padre fuera de casa: pues aquí estoy yo, Vicente Sancho, para mirar por la familia.

Entró en aquel instante la otra señorita muy alarmada, diciendo: «Vaya, que alborotáis más de la cuenta. Madre parece que duerme, pero yo creo que se hace la dormida. Vete allá, Vicente, y estate al cuidado de ella».

Obedeció el bondadoso mancebo, no sin rezongar un poquito, pues aunque de traza quebradiza, de corto aliento y delgada voz, en el —294→ fondo de su mezquina naturaleza guardaba, como tesoro de avaro, un carácter entero, una voluntad irreductible en asuntos de honor y de conducta... Volvió a la carga Lea, tratando de vencer a su hermana con cariños y ternuras, ya que los razonamientos no habían sido eficaces, y media hora larga empleó en este sistema de expugnación, a ratos creyéndose victoriosa, después abatida y desalentada por los revuelos que hacía la otra, movida de una pasión irresistible.

«Convéncete -dijo Lea llorando-, de que ese hombre no se casará contigo».

-No sé por qué lo dudas -replicó Eufrasia, no muy segura de lo que afirmaba-. Yo creo en sus promesas, porque le conozco; sé las razones que tiene para no casarse ahora: razones de familia...

-Todo eso de las razones de familia es embuste... Pero, ya se ve, estás ciega, y vas a la perdición sabiendo que te pierdes. No serás esposa de Terry: si él tuviera intenciones de casarse, ya lo habría hecho...

-Bueno -dijo Eufrasia en un rapto de orgullo, proclamando el imperio de la pasión sobre toda moral y toda conveniencia-: pues aunque no se case... Los casamientos los hace la sociedad, y el amor ¿quién lo da, sino Dios?...

—295→

Callaron una y otra hermana después que la pecadora y enloquecida Eufrasia sentó aquel rebelde principio, y antes de que reanudaran su disputa, llegose a la alcoba el mancebo, muy despacito, diciendo a Lea: «Chica, tu madre, que en este mismo momento acaba de llegar de la Mancha, extraña mucho no verte, y pregunta dónde te has metido».

Corrió allá la señorita, y con gozosa voz y alargando el brazo útil, preguntole su madre si le había ido bien en Torralba. Como respondiera Lea que sí, siguiéndole la manía, dijo la señora: «Y la sobrina del señor cura Don Andrés, a quien has hecho compañía, ¿está ya consolada de las calabazas que le ha dado Gaspar Bono, el de Valdepeñas?... Y dime otra cosa: ¿tu padre se ha quedado por allá para cazar con el cura?... Luego tú has venido con Perantón... ¿Qué tal paso tiene la burra de Tomasa?... ¿Dices que bueno?... Y ahora me sacarás de una duda que hace rato me está mortificando. ¿Cómo es que siendo tan baja la puerta de la rectoral pudo entrar tu padre con aquel sombrero tan grandísimo?... No ceso de pensar en ello: o Carrasco se quitó la colmena, o el D. Andrés, para dar a la entrada de tu señor padre la solemnidad correspondiente, pues... mandó que agrandaran la puerta...».

—296→

Respondió Lea que así se había hecho, que los albañiles trabajaron todo el día anterior para darle media vara más al hueco de la puerta, y con esto se tranquilizó la señora.

Temía Lea que su madre le preguntase por Eufrasia; pero Doña Leandra no la nombró, y sacando su rosario, se puso a rezar. A cada rato, pretextando ocupaciones, salía Lea y cuchicheaba con su hermana, la cual no cedía... Si no lograba escabullirse por la tarde, haríalo por la noche, pues dada su palabra de acudir a una entrevista, no podía faltar. Hizo propósito la hija mayor de afrontar el difícil trance de informar a su padre en cuanto viniese, para que con su grande autoridad sujetase a la demente; pero permitió Dios o tramó el Diablo que a la hora en que solía venir el hombre público, llegase un mozo del casino con el recado de que no esperaran al señor, convidado a cenar por unos amigos. En conferencia rápida que tuvieron en el pasillo, acordaron Lea y Vicente que este saldría en busca de D. Bruno, para enterarle del riesgo que su honra amenazaba... Al cuarto de hora de salir el mancebo, hallándose Lea en la santa ocupación de dar a su madre unas sopitas claras y un huevo casi crudo, que eran su habitual cena en aquellos días, sintió el gemido lejano de los goznes de la puerta —297→ de la escalera. A este gemido seguía infaliblemente el golpe del resbalón. Pero aquella vez falló el tiro, como quien dice. Se había sentido amartillar el arma, y nada más. «Parece -dijo Doña Leandra con sutil atención-, que alguien sale y deja la puerta abierta. ¿No había salido la muchacha?».

-No, señora -replicó Lea dominando su azoramiento-. La muchacha debe de estar hablando en la puerta con el que trae el periódico, que es su novio.

-Anda con Dios... el repartidor de El Clamor...

-Que trae ahora también El Correo de las damas.

-Ya te dije que ese papel no me gusta. ¿Correo... y de las damas? Me huele a tercería...

Sospechó Lea que la pájara había volado, y así era en efecto.

- XXX -

No iba descaminada Doña Leandra en abominar de El Correo de las damas, porque el repartidor de este semanario, que también lo era de El Clamor, porteaba las cartitas que acabaron —298→ de soliviantar a la desdichada Eufrasia. En cuanto cenó la enferma, pudo Lea confirmar el vuelo fugaz de su hermana, a quien ayudó en su evasión la bestial Maritornes. Llegó Vicente un poco tarde con la triste noticia de haber revuelto medio Madrid sin encontrar al sensato D. Bruno. «Mi opinión -dijo el mancebo a su amada-, es que nos lavemos las manos. Hemos hecho cuanto podíamos por contenerla. Sus ganas de perderse han podido más que nuestros esfuerzos porque se salvara».

Cuidose Lea de acostar a su madre, y esta le dijo: «Mira si estaré trastornada: he creído hace un rato que oía la voz de Vicente. Bien sé que me engaño: es tan comedido el pobre chico, que no hará la tontería de comprometerte viniendo aquí de noche, en ocasión que yo no puedo valerme... tu hermana en casa de la viuda y los chicos en el teatro. De Vicente nada temo, porque es un santo, y aunque le tuvieras ahí escondidito, como si no...».

Cuando Doña Leandra, con los preludios de su roncar tempestuoso, anunciaba el primer sueño, fue Lea al gabinete de las hermanas, deseando mirar de nuevo las huellas de la fugitiva y ver si había dejado algún indicio por donde se conociera el lugar de su paradero. Tras ella entró Vicente, y a su lado se sentó. —299→ La luz estaba a punto de extinguirse. De Eufrasia había quedado un perfume intenso, de los más delicados, como si en la precipitación de recoger y empaquetar sus cosas se le rompiese y vaciara un frasquito de esencias. Trastornada por la fragancia se sintió Lea, y además tan vencida del cansancio y de las emociones de aquel día, que apenas podía tenerse. Habríase echado de buena gana en el sofá, si no estuviera presente el honrado farmacéutico. Callaban ambos, cada cual sumergido en sus propias meditaciones. Lea llegó a imaginar que ya no había familia, que ya no había sociedad, que los padres no eran nadie, y que toda ley estaba rota y por el suelo. Pensó asimismo que quizás ella, en el caso de su hermana, habría hecho lo mismo que esta hizo... Gran cosa era, sin duda, la libertad... Estos pensamientos en su magín revolvían, cuando Vicente, no creyendo decorosa su presencia tan a deshora y en tal soledad, se levantó para despedirse... Mirole ella un rato, dudando si retenerle con alguna frase coquetil o echarle con una glacial expresión amistosa. Esto era lo correcto; pero si Vicente no hubiera sido lo que era, un santo, al decir de Doña Leandra, la señorita no le habría despedido con una protestación de moralidad, que sonaba ligeramente a menosprecio.

—300→

Una hora después, Lea se congratulaba de que Dios y Vicente hubieran estado de acuerdo para llevarla al fracaso de su mal pensamiento. Entraron los chicos, entró D. Bruno, el cual, mientras la hija recibía de sus manos bastón y sombrero, le dijo: «Ya sé que Eufrasia se queda esta noche en casa de la viudita. Tu madre le dio licencia, según creo». Afirmó la hija mayor con la cabeza, y el padre con la boca expresó parte de sus ideas. «No se la hubiera dado yo, ¡ajo! Ya son estas muchas libertades... ¡Ajo!, me ha contado esta noche Rafaela Milagro unas cosas, ¡ajo!... En fin, chica, vete a dormir... Tu madre ¿qué tal?... Eh, niños, a la cama, y que no oiga yo más ruidito de recitación de versos, ni de altercados y disputas... Si tuvierais seriedad, no pensaríais tanto en dramas y comedias... El hombre debe ser serio, y dejar a los poetas y cómicos que se entiendan para todo lo de risa o farsa... Vamos, a la cama todo el mundo...».

Acostada en la alcoba de su madre, para mejor cuidar de esta, Lea velaba, anticipando en su abrasada mente la espantosa escena del próximo día, cuando grandes y chicos se percataran de... ¡Jesús, Jesús! ¡Lo que diría su padre, que tan mirado fue siempre, ¡ay!, tan puntoso en todo lo tocante al decoro de la —301→ familia!... Daría ella cualquier cosa por no hallarse presente cuando padre y madre se enteraran de la ignominia de Eufrasia... ¿Llorarían, o se pondrían muy encolerizados? Las dos cosas. Puede que a su madre le costara la vida. ¿No sería generoso y humano ocultarle la verdad? ¿Qué adelantaba la pobre señora con saber lo que no había de remediar?... En fin, que el día próximo sería en la casa día sonado, de esos que hacen época por lo tristes... ¿A qué se devanaba ella los sesos figurándose lo que había de pasar? Sucedería lo que Dios quisiese y lo que venía preparado por la realidad... Bien claro revelaban las palabras de su padre que a este no había de causarle sorpresa el golpe, pues ya tenía la pulga en el oído, sin duda. Rafaela, con verdades maliciosas o mentiras muy bien compuestas, habíale preparado para el conocimiento de su desgracia... En estas ideas y en sus lógicas derivaciones se le pasó la noche a la chica mayor de Carrasco, y el amanecer la sorprendió en cavilaciones tristes: «Ya estamos en el día de la catástrofe... Aguardémosla... Diré a Vicente que traiga mucha flor de tila y algunos azumbres de antiespasmódica, pues yo también, sabiendo lo que sé, pienso que he de necesitarla».

No hay exacta noticia del conducto por donde —302→ llegó a D. Bruno la certidumbre de su deshonra: algo hubieron de indicarle en el casino dos amigos, el uno leal, oficioso el otro; Rafaela, que fue a visitarle después de comer, le dio más amplios pormenores, y lo demás lo supo por su hija Lea y por el propio Vicente. Tan grande y dolorosa fue la herida que el hombre recibió en lo más delicado de su ser, que hubo de amilanarse en los primeros momentos, y los ayes de su pena no dieron espacio al furor hasta que pasaron horas lentas de la noche y el día. Felizmente, en medio de tal desgracia, recaída la enferma en una taciturnidad parecida al idiotismo, de nada pudo enterarse, y lo poco que habló fue para decir que estando Perantón malo de sarpullo y comezón en todo el cuerpo, había mandado por zaragatona para darle cocimientos refrescantes... Pasada la primera crisis de abatimiento y estupor dolorosísimo, D. Bruno saltó a los tonos dramáticos de la ira paternal, y no pensó más que en lavar su honra, si no se le daba con prontitud la reparación debida. Un día empleó en conferencias con amigos que se ofrecieron a ser sus paladines en aquella empresa de honor, y preparando pistolas, tomó informes del paradero de Terry... Si al principio se dio por cierto que el gavilán había huido a Francia con su presa, luego corrió la voz de —303→ que los prófugos estaban en el Soto del Señorito, propiedad del amigo Safón, en término de San Fernando. Oír esto Carrasco y querer plantarse allí, fue todo uno. A la Cava Baja corrió en busca de un buen coche... ya se le hacían largas las horas que dilataran la reparación de su afrenta, o una cruel venganza si la reparación se le negaba. Ros de Olano y Fernando Córdoba, sus amigos, trataron de calmarle. El mismo Serrano intervino en el asunto con efectivas ganas de resolverlo pacíficamente. Amigo era de los Terrys... Entre todos convencieron a D. Bruno de que no debía tomar resoluciones dramáticas, impropias de un hombre sensato y al mismo tiempo entendido. Convenía, pues, a la seriedad del lastimado padre evitar el escándalo, el cual sería mayor y de consecuencias más graves por tratarse de un hombre público. Los amigos tomarían a su cargo el arreglo por la buena del delicado negocio, y entre tanto que daban los pasos conducentes a tan noble fin, estuviérase D. Bruno quieto y calladito en su casa, fiado en la gestión de los que verdaderamente le estimaban. A regañadientes accedió el manchego, pues le pedía el cuerpo pendencia y jarana; se sentía popular, español de sangre, y de la tradicional casta de padres inflexibles, celosos de su honra.

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Las sutiles precauciones tomadas por el esposo y la hija para que ningún indiscreto llevase a Leandra el terrible cuento, fueron burladas por el locuaz ingenio de Cristeta, que hablando a su amiga de la monja de los milagros, del matrimonio de la Reina y de otras cosillas privadas y públicas, halló manera de meter entre col y col la escandalosa liviandad de Eufrasia. No fue menester que la camarista diera razón detallada del caso, que media frase maligna y otra media consoladora bastaron para que su amiga lo entendiese todo. Creyérase que la Socobio no hacía más que confirmar una sospecha, o dar realidad a un drama imaginado en la turbación cerebral de la perlesía. Hallábanse una noche D. Bruno y sus hijos en compañía del bonísimo Vicente comiendo silenciosos, sin exhalar una queja contra la detestable cena que la Maritornes les ponía, cuando vieron aparecer en la puerta del comedor a Doña Leandra en aterradora facha y actitudes de espectro. Renqueando con ayuda del bastón que usaba, y echándose por la cabeza la manta con que abrigar solía su cuerpo de rodillas abajo, presentose a la familia cuando esta la creía traspuesta y adormecida en manchegas visiones. Los ojos de la señora como ascuas relumbraban, y su rostro competía con las calaveras en escualidez —305→ y amarillo matiz de hueso recién exhumado. La voz nada tenía que envidiar a las voces más sepulcrales que en el teatro se oyen, simulacro de la oratoria de ultratumba, y toda la familia se estremeció espantada oyéndole decir: «Tomad Madrid... ¿No querías Madrid, y grandezas muchas y suposición? Pues tomad Madrid, tomad bambolla de corte, pedid más miel, que más se os dará. Carrasco, tú, animal, ahí tienes tu Madrid; yo perlática de tanto ir a mi tierra, dejándome las piernas aquí; tú sin cabeza para sombrero tan grande, todos arruinados, todos perdidos, y las hijas hechas unas...». Soltó la palabra picante y soez, y repitiola hasta tres veces: «las hijas... tales», riéndose luego de su bárbaro chiste con lúgubre carcajada. D. Bruno, transido de pena y avergonzado de que su esposa pronunciase vocablos tan feos delante de sus hijos, por más que lo hacía sin conciencia de ello, miraba al plato, y un color se le iba y otro se le venía. Levantose Lea para sosegar a su madre en aquel delirio y llevársela; pero Doña Leandra le rechazó cruel y brutalmente con el palo, diciendo: «Quítate tú también de aquí, tal... Eres peor que la otra... porque no has tenido la vergüenza de irte a pecar lejos de la casa. ¿Crees que no te he visto aquí de noche jugando a los casamientos —306→ con ese hipócrita, con ese cigarrón mortecino de Vicente?... La otra, la otra siquiera se ha ido a los infiernos cubierta de diamantes, esmeraldas y tropacios; pero vosotros, ¿qué lleváis más que alhajas de diaquilón, parches de belladona, y por perlas, píldoras de ruibarbo y de asta de ciervo molida?... Tú, gran bestia, marido mío, toma Madrid, toma bambolla: tus hijas tales, y yo... también lo sería para confundirte, que ahí está Perantón suspirando por mí. Pero ¿cómo quieres que yo le haga caso a Perantón, si él cumple los noventa el día de San Mateo, verbigracia pasado mañana, puesto que hoy estamos a 19?... Todo te lo mereces, que en Madrid, ya se sabe, no haces más que perder dinero en el Casino... esto por el día... y por las noches derrochas la salud y la vergüenza en sitios peores. ¡Vaya un ejemplo que das a tus hijos! Las hembras, después de bien resobadas por tantísimo novio, aprenden todos tus vicios de hombre público... Y los niños, esos pobres niños, ¡ay!, más valdría que se murieran...».

D. Bruno sintió escalofrío, y difícilmente respiraba. Viendo a los chicos aterrados, fijando la vista en la pavorosa imagen de su madre con piedad y estupor supremos, puso la mano en la cabeza del que más cerca tenía, y dijo: «No hagáis caso... ¡Qué trastornada está la pobre!».

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- XXXI -

Repetida esta desagradable función en la tarde y noche del siguiente día, malísimos ratos pasaron todos, y singularmente Lea, que a más de llevar sobre sí la carga del gobierno doméstico, tenía que atender al cuidado material de su madre. Pruebas daba en aquella ocasión de cristiana paciencia, y bien se vio que era una mujer preparada para las cuestas ásperas y los pasos angostos de la vida. No desmayaba en su labor dura: aprendió el sacrificio, los acerbos trabajos sin recompensa inmediata, que es la escuela de abnegación, y supo contentarse con el aplauso de su propia conciencia, de donde salía también el estímulo para mantenerse firme y animosa. Vicente, que un rato por la tarde y otro de noche le servía de Cirineo, se recreaba silencioso en las virtudes de su futura esposa, y satisfecho de poseerla se sentía. También el buen Carrasco, tocado en el corazón por la conducta de su hija, daba gracias a Dios de que en tales circunstancias se la conservara, pues si hubiera seguido Lea el ejemplo de su hermana, la familia y su jefe se habrían —308→ visto en el trance más angustioso. Afligidísimo estaba el hombre con la bochornosa huida de Eufrasia, y buena prueba de su pesadumbre era la marchitez de los colores de su rostro en aquellos días, y las flácidas arrugas que se le iban formando en la papada y mofletes. Más encorvado que de costumbre, iba por la calle mirando al suelo, y hasta se creería que el sombrero participaba de la turbación de su amo, achicándose ostensiblemente. Ya porque Don Bruno se lo calaba hasta tocar a las orejas, ya porque se descuidara en cepillarlo, ello es que la agigantada prenda parecía como si hubiera sufrido un tremendo apabullo. En el Casino y otros círculos a donde el público señor concurría, notábanle triste, taciturno, sin ganas de pronunciar las sentenciosas perogrulladas que eran su marca y estilo. En casa hablaba con los chicos, excitándoles a la sensatez de las acciones, así como a la seriedad de los estudios. El mayor, en la edad crítica de los efluvios imaginativos, no hacía gran caso de los sermones paternos, creyéndose con toda sinceridad incapaz de seguir por la juiciosa senda. Loco por el teatro, a solas y recatándolo de todo el mundo, pergeñaba dramas y comedias. Descubrió su padre una noche el bien guardado depósito de los infantiles ensayos, —309→ y pasando la vista por ellos, lo encontró todo detestable, si bien el buen señor reconocía que no era ni podía ser infalible el juicio de un mediano entendedor de cosas literarias. Pero aun cuando fueran excelentes los partos cerebrales de su primogénito, D. Bruno tenía tal afición por vitanda, y haría los imposibles por quitársela de la cabeza. En efecto, la primera noche que le vio después del descubrimiento de la gusanera dramática y cómica, desplegó el Sr. de Carrasco toda su dialéctica sensata para llevar al ánimo del chico la convicción de que para ser hombre de provecho y ocupar, andando los días, una buena posición facultativa u oficial, tendría que limpiarse el caletre de todo aquel polvillo poético, a fin de que entraran con el conveniente desahogo las graves matemáticas y todas las demás ciencias y artes juiciosas. Sí, señor: dejárase el chico de borrajear obras escénicas, que esto era de la incumbencia de los llamados autores dramáticos, los cuales se morirían de hambre si no tuvieran el arrimo de la política para procurarse en ella un cocido y una hogaza.

El segundo hijo de Carrasco, Mateo, era menos imaginativo que su hermano, y aunque el teatro le tiraba como diversión, jamás pensó en disputar sus laureles a Zorrilla, Saavedra y —310→ Hartzenbusch. Tan desaplicado como Bruno estudioso, se desenvolvía mejor que este en los exámenes, por el garbo con honores de desvergüenza, que en sus respuestas empleaba. Aprendía de carretilla las lecciones, favorecido de una memoria feliz, y se asimilaba fácilmente las ideas pescadas al vuelo en los corros de amigos. Poseía el don de la palabra, una como elocuencia embrionaria, picaresca, revoltosa; imitaba las voces y estilos de los profesores, y repetía cláusulas y peroratas ajenas, añadiendo de su cosecha mil graciosos disparates. Descollaba por la acción, por el ruidoso disputar sobre todo aquello de que no entendía jota, por la organización de travesuras, por la facilidad con que imponía su voluntad en este y el otro cotarro. Atento a estas cualidades, en que el padre veía más bien defectos, aunque no de mala ley, pensaba D. Bruno que aquel su segundo hijo estaba cortado para hombre público, y que en tal posición, ya que nombre de carrera u oficio no podía dársele, había de desarrollar el rapaz grandes aptitudes. Formó, pues, el señor Carrasco, el acertado plan de dedicar a Bruno a la carrera facultativa que por entonces se creaba, la Ingeniería de Montes, y meter a Mateíllo en los fáciles y parleros estudios de leyes o abogacía, donde se adiestrara en la controversia y —311→ aprendiera todo el teje-maneje de la política y de la oratoria.

Los chicos eran buenos, en verdad sea dicho, y la grave enfermedad de su madre demostró cuán vivo conservaban, en medio de su desenfado estudiantil, el sentimiento de la familia y el amor intenso a la desgraciada señora que les había dado el ser. Hallándose por aquellos días en vacaciones, robaban horas largas a su continuo vagar con los amigos, por hacer a la enferma compañía en los ratos lúcidos que le concedía su dolencia. ¡Cómo se pintaba en el demacrado rostro de Doña Leandra el gozo de verles, y con qué piedad cariñosa les cogía las manos y entre las suyas las estrechaba, como en son de dulce despedida! Más hablaba entonces con los ojos y con el gesto pausado y solemne que con las palabras, comúnmente breves y elementales. Aunque no pronunciaba el nombre de Eufrasia, la imagen de la descarriada moza no se apartaba de su mente, y a ratos su mirar fijo y lelo era como si la viese, invisible para los demás. No desconocía la pobre mujer que los chicos se violentaban permaneciendo a su lado más que de costumbre y privándose de corretear con sus vagabundos camaradas por calles y paseos, y les incitaba con materna solicitud a que saliesen, brincasen y —312→ esparciesen su preciosa juventud, aprovechando el tiempo antes de que se vieran agobiados por los afanes y amarguras de la vida. Íbanse los muchachos a echar una cana al aire, como decía Mateo con sorna, y a solas Lea y su madre, franqueaba esta serenamente los pensamientos que a ninguna otra persona de la familia quería manifestar. «Lo primero que tengo que pedirte, hija mía, es que no me traigáis acá para que me confiese sacerdote que no sea manchego. Desde ayer siento el afán de arreglar el negocio de mi alma para que no me coja desapercibida la muerte... Mas no quisiera que me encomendaseis a clérigos de Madrid, a quienes tengo por farsantes, parlanchines y de poca substancia, como todo lo de este maldito pueblo. Me figuro que si con uno de estos me preparara, no tendría mi cabeza el asiento preciso para una buena confesión, ni se quedaría mi conciencia satisfecha y sosegada».

Admitiendo la superioridad de los curas manchegos entre todos los de la cristiandad, quiso apartar Lea de la mente de su madre la convicción de un próximo fin, y en ello gastó no poca saliva. «Yo sé lo que me digo -replicó Doña Leandra-, y tú habrás oído que al que madruga Dios le ayuda. Quiero madrugar por si el día primero que viene es el último de mi vida... —313→ Para procurarme el sacerdote de mi tierra que necesito, tendrás que verte primero con mi amiga la María Torrubia, que vende avellanas y yesca en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, y así matamos dos pájaros de un tiro, porque al paso que nos hacemos con un buen cura, verá mi amiga que no me olvido de ella... Habrá creído que la desprecio por pobre o que en poco la tengo, y no es así, pues la estimo de veras... Antes que se me olvide, te recomiendo que, una vez yo difunta, le des a la Torrubia mi traje de merino negro y los dos refajos obscuros, el pañuelo nuevo de la cabeza y lo demás que a ti te parezca... Pues sigo: la María te dirá dónde encontrarás a D. Ventura Gavilanes, que es un señor cura de grandísimo respeto, aunque a primera vista no lo represente así su estatura corta, la cual casi debiera llamarse enana. Pero todo lo que le falta de tamaño al buen señor, le sobra de entendimiento y de cristianismo. Es de Hinojosa de Calatrava, y por su madre está entroncado con los Garcinúñez de Corral de Almaguer. Desde que le oyes dos palabras a este D. Ventura conoces que es de la tierra, y hasta parece que le sale el olor de ella de las manos y boca. De allí le mandan en cada San Martín, según me dijo, torrezno superior, magras y un codillo de cerdo —314→ que ya lo quisiera el Rey de España para los días de fiesta. A nosotras nos conoció cuando era mozuelo, pues en Peralvillo vivió con su tía, Casiana Conejo, apodada la Fraila, de quien te acordarás... Quedamos, hija, en que te verás con D. Ventura, el cual dice su misa todas las mañanas en San Cayetano, y no vive lejos de allí, según creo, pues su hermana tiene un despacho de leche en la calle de los Abades, y su cuñado, natural del Toboso, es dueño de la tienda de ataúdes y mortajas de la calle de Juanelo...».

Queriendo Lea desviar la mente de su madre de aquellas ideas, le habló de las bodas de Su Majestad y Alteza, fijadas ya para el próximo 10 de Octubre; mas no consiguió con esto sino que la enferma saltase bruscamente de la calma serena y dulce con que hablaba, a la irritación y viveza de lenguaje, síntoma de mental trastorno. «No me hables a mí de casamientos de esas puercas -dijo accionando con el brazo útil-, que del tira y afloja del casorio y de los Príncipes consortes entiendo que me vienen mis desdichas. El Señor me lo perdone; pero no puedo menos de maldecir a quien acá nos trajo todo ese enredo. Por el condenado casamiento te dejó tu novio Tomasito, aunque ahora no me pesa, pues vale más que él, como en proporción —315→ de ciento por uno, Vicente Sancho; por el aquel del casamiento y del lío de los enriqueños contra los paquistas, se metió Bruno en aquella tramoya fea que nos privó de nuestro viaje a Peralvillo; y por el casamiento, ¡Dios me valga!, he perdido para siempre a mi hija Eufrasia... Sí... me han robado la joya esos indecentes de la Inglaterra... Pues qué, ¿no es claro como la luz que el robo de Eufrasia, a quien no ya como perdida, sino como muerta lloramos todos, significa la venganza del Inglés contra la Francia por haber ganado esta el pleito del matrimonio...? Harto sabían los de Londres que nosotros éramos partidarios de Francia, y que no queríamos Comburgo ni a tiros. Y viendo que ellos perdían y nosotros ganábamos, desfogaron su rabia y despecho robándonos a nuestra hija, y de ello se encargó el bandido negro y feroz... ese Terry, a quien veamos comido de lobos...».

- XXXII -

Ignorante de la desazón que a su esposa causaba el por tantos modos martirizado asunto de los casamientos, lanzose el Sr. de Carrasco —316→ a una picante conversación con la Socobio, comenzando por declararse galanamente vencido, toda vez que la opinión suya respecto a candidatos había quedado por los suelos. «Reconozco, amiga Cristeta, que fuimos unos bolonios los que levantamos la bandera del Don Enrique y por ella comprometimos la pelleja. Bien guisado lo tenían Francia y Cristina en favor del Francisco, y razón le sobraba a usted cuando por él ponía su mano en el fuego. De algo, ¡carambos!, le había de servir a la señora camarista el tener día y noche sus narices tan cerca de las ollas de Palacio, y el poder levantar las tapaderas de las susodichas ollas para saber lo que en ellas se guisa...».

-¡Para que me diga usted ahora, querido Bruno -replicó la Socobio relamiéndose-, como me dijo en otra ocasión, que a mí no me daban en Palacio más que las raspas de la comida!

-No, no, ¡por vida de...!, que las mejores tajadas le dan: ya lo hemos visto -dijo el hombre público-; y como me precio de imparcial y sensato, no soy ahora de los que se emperran en sostener una opinión vencida. Resuelto ya el problema por la Corona de acuerdo con las potencias, no seré yo quien me ponga enfrente de las potencias ni de la Corona. Una —317→ vez que nuestra Soberana se ha dignado elegir por esposo al dignísimo Duque de Cádiz, ¿qué hemos de hacer los buenos ciudadanos más que acatar esa voluntad? ¿Es español el marido de la Reina? Pues nos basta, que siendo español, de él se puede esperar todo lo bueno. Ni con un Coburgo, ni menos con un Trápani, habríamos transigido nunca. ¿Es D. Francisco, a más de español, honrado, valiente, religioso, aplicado, cortés, amante de su patria? Pues si todas estas cualidades posee, no ha de tardar en tener la de liberal, que viene a ser, como dice Centurión, el resumen de todas ellas.

-Tenga usted por cierto, Sr. D. Bruno -dijo Cristeta-, que Dios ha venido a ver a nuestra desgraciada Nación, y que en los días futuros España será el espejo que fielmente reproduzca la felicidad de nuestros Reyes, reproduciendo sus benditas imágenes.

-No tanto, amiga mía, no tanto -dijo gravemente el manchego extendiendo su mano como para poner un dique al torrente de felicidades anunciado por la camarista-. No es todo venturas, pues si nos congratulamos por lo que se refiere a la Reina, no podemos decir lo mismo de la Infanta, ni aprobamos que nos la casen con un francés. Bien dicen que no hay dicha completa, y en este pastel nos han mezclado —318→ lo dulce con lo amargo, para que no nos veamos nunca libres de extranjeros... ¿A qué demonios nos traen acá ese Montpensier o Montpetibú? ¿Qué pito tiene que tocar entre nosotros ese caballerete? Siendo como es la Infanta la inmediata sucesora al Trono, ¿cómo no pensaron en la contingencia de que entre a reinar la segunda hija de Fernando VII? Cuando se me dijo que estaba acordado el casar a Luisa Fernanda con el hijo de Luis Felipe, se me ocurrió una idea magnífica para conciliar los deseos de la Francia con los intereses y la independencia de nuestra Nación. Pues yo le diría con muchísimo respeto a D. Luis Felipe: «Sí, señor, nos avenimos a darte para tu hijo Antoñito la mano de nuestra Infanta; pero con la condición de que no ha de celebrarse el casamiento hasta que Su Majestad Doña Isabel II se digne asegurarnos con su primer parto feliz la sucesión a la Corona». Y yo voy más lejos: yo llego hasta fijar que ha de ser sucesión masculina, para mayor garantía, y que han de mediar certificaciones facultativas muy serias acerca de la robustez de la criatura... ¿Qué le parece a usted, Cristeta?

A contestar iba la Socobio, cuando de la alcoba cercana salió una voz terrible y cavernosa, que a todos les puso los pelos de punta. —319→ Mas no por lo espeluznante dejaba la tal voz de interesar grandemente a cuantos allí estaban, pues era el propio acento de Doña Leandra lo que de la alcoba como de un sepulcro salía. «Tú, gaznápiro de siete capas, Bruno, mal marido de Leandra la de Calatrava, ¿qué sabes de Reinas paridas, ni de Príncipes masculinos, para que prosperen los reinos? Cállate, harto de ajos, cerrojo, hi de tal, que toda tu ciencia es el hueco del gran sombrero que gastas para espantar a la gente. ¿Ni qué sabes tú del francés que nos traen ni de la Infanta que nos llevan, si no has tenido alma para defender a tu hija de las garras del inglés que nos la robó? ¿A qué hablas tú de patriotismo, si el primer patriotismo es ser buen padre y tú no lo eres? ¿Y qué dices de extranjeros, si el primer extranjero eres tú, porque extranjero es el que no quiere a su familia, y no la defiende, y no procura su felicidad?».

Acudieron Cristeta y D. Bruno a contenerla y acallarla, para lo cual pocos pasos tuvieron que dar, pues ambos conversaban sentados a un lado y otro de la puerta que abría paso desde el gabinete a la alcoba. Y antes de que llegaran a poner sus manos en la cama, ya Lea andaba en la operación de sujetar a su madre, la cual, bruscamente sacudida y disparada por —320→ el efecto de lo que oía, trató de ponerse en pie sobre el lecho, no pudiendo llegar a postura más elevada que la de hinojos, y ello fue con presteza semejante a la de los muñecos que por la tensión de resortes de acero salen de una caja. De rodillas, medio destapada de una cadera y enteramente desnuda de un brazo, estirando los dos, empezó a soltar de su boca los terribles anatemas ya dichos, a que siguieron otros más violentos y desatinados.

«Su Merced ha olvidado -dijo Lea a su padre por lo bajo-, que eso de los casamientos la trastorna más que cosa ninguna, y que con media palabra que de ello se le hable se nos pone perdida».

-Aquí tenemos -prosiguió Doña Leandra dejándose amansar por los abrazos y carantoñas de su hija-, al arreglador de todo el mundo y al que trae por los cabezones a la Europa universal... Antes no queríais nada con D. Francisco, y ahora que os le han montado en las narices, ya le acatáis y le hacéis el rendibú, lamiéndole la mano para que os eche migajas... ¡Ah, perros lambiones, gorrones y servilones! Antes era el Serenísimo un chupacirios y un motilón, y ahora es Rey de veras, honrado, caballero, valiente, y liberal de añadidura. Pues sí: regostose la vieja a los bledos... —321→ El marido de Doña Isabel os dirá: «El liberalismo que yo traiga, que me lo claven en la frente...». ¡Ja, ja!... ¡Apañados están los catacaldos del Progreso! Ayer conspirabais como topos, y hoy como gallos cantáis en el montón de basura más alto del gallinero... Pero no os hacen caso, no... que allá saben del pie de que cojeáis».

Decía esto, ya vencida de los cariños y de la superior fuerza muscular de su hija, que después de tenderla en el lecho y de acomodar su cabeza en el descanso de las almohadas, dábale palmaditas, pronunciando dulces términos filiales. D. Bruno y Cristeta no hacían más que suspirar, contemplando en silencio el lastimoso cuadro. Como ruido decreciente de una tempestad que corre, sonaron aún los anatemas de Doña Leandra: «¿A mí qué me va ni qué me viene en esto? Me vuelvo a mi casa, y arread ahora vosotros con la vida... No es mala felicidad la que os espera con vuestra Reina casada... ¡Y mi hija, la muy tal, corriendo sola por las calles!... Os digo que huele a podrido en las Españas... Ya estoy viendo el pelo que echaréis en el reinado nuevo... Cantad, gallitos míos, en el muladar, que ya me lo diréis cuando os lleguen al cuello las basuras y no podáis echar la voz; cantadme la tonadilla de libertad y —322→ moderación, y abrid luego la boca para que os echen la miel que le echaron al asno... No es mala miel la que echarán en la boca de todo el Reino... ¡Pobre Reino! ¡Cómo le van a poner entre unos y otros, y qué lástima me da verle la cara con tanto cuajarón!... Tú, gran zopenco, cuando te hagan ministro, avisa... Échale otro piso al sombrero para que desde allí te veamos, hombre, y podamos decirte... ¡arre, vuecencia!...».

Los últimos ecos de la tempestad, frases cortadas por sarcásticas risas, fueron apagándose hasta llegar al silencio. Retiráronse Cristeta y D. Bruno a comentar a solas el atroz delirio de la enferma, lamentándose el segundo de que una mujer que era la boca más limpia de toda la Mancha y aun de la España entera, pues jamás se le oyó vocablo mal sonante, saliese ahora tan deslenguada, por causa del trastorno paralítico, y pronunciase injurias tan feas, nada menos que contra el Reino, o sea la Nación, y contra las mismas personas reales. ¿Quién demonios pudo haberle enseñado ideas y palabras tan opuestas al modo de ser de Leandra y a su natural decencia? Indudablemente, metido el mal en el caletre, y dañando y corrompiendo toda la parte sensible del discurso, era de los que no dan tiempo al remedio, y el —323→ hombre, ¡ay!, se iba convenciendo de que tendría mujer para muy pocos días. Por más que el ingenio fecundo de Cristeta intentó consolarle, no cejaba en su pesimismo el buen Carrasco, y con los suspiros que echaba podía mover sus aspas un molino de viento. El caso vergonzoso de su hija, primero, después el desastrado acabamiento de su esposa con aquel grosero delirar, más propio del populacho que de enfermos decentes, tenían al respetable señor muy alicaído: su rostro, antes plácido, se le había vuelto tenebroso; diez años lo menos se habían aumentado al natural peso de su edad; ni las más picantes discusiones o chismografías políticas le apartaban de su tristeza y amargura. «En fin, Cristeta -dijo tomando el sombrero-, si usted se queda un ratito más para acompañar a la pobre Lea, a ese ángel, Dios le pague su caridad. Yo me encuentro de tal modo atontado con estos disgustos, y me impresiona tan terriblemente el ver y oír en ese estado a la pobre Leandra, que no extrañaré caer también enfermo y dar el barquinazo gordo... Parece que me falta la respiración, que me ahogo y que las piernas me flaquean. Déjeme usted que salga a tomar un poco el aire y a dar una vuelta por el Casino».

—324→

- XXXIII -

Vieron los chicos, no muchos días después, que entraba en la casa el clérigo de más exigua talla que sin duda existía en toda la cristiandad, D. Ventura Gavilanes, y al punto comprendieron que era el confesor manchego solicitado por su buena madre con tanta piedad como patriotismo. Mantuviéronse los muchachos silenciosos en su habitación, mientras Doña Leandra, que ya no salía del lecho, confesaba con el cura minúsculo; y cuando su hermana Lea les dijo que muy pronto se traería el Viático, hicieron sus cálculos para la distribución del tiempo en aquella tarde, pues no podían ni querían dejar de asistir a la piadosa ceremonia en su casa y al propio tiempo deseaban echar un vistazo a los Príncipes franceses, Aumale y Montpensier, que harían su entrada solemne en la Corte; suceso extraordinario y aparatoso que despertaba curiosidad vivísima en el vecindario de los Madriles. Pensaba Mateo que si el Señor no se retrasaba en salir de la parroquia y permanecía en la casa el tiempo preciso, sin que sobreviniera contingencia —325→ dilatoria, podrían los dos hermanos alcanzar la entrada de los Príncipes, apretando el paso desde Peligros a la Era del Mico y Mala de Francia. Menos callejero y menos vivo que su hermano, Bruno había hecho también propósito de no perder la fiesta del día; pero cuando llegó el momento de traer al Señor y se llenó la casa de aquel místico, solemne, imponentísimo aparato, fue tal su aflicción y de tal modo se vio sobrecogido y dominado por el acto religioso, que se le fueron de la mente las ideas del espectáculo que a Madrid prometía tanto regocijo. Mateo, que a más de travieso y juguetón era de una sensibilidad extrema, lloró a moco y baba cuando sonaron en la escalera los toques de campanilla, y su emoción fue más intensa cuando vio entrar al sacerdote arropando las Sagradas Formas, y oyó los graves rezos, y se le fue metiendo en el alma la hermosura del acto, así como la triste realidad de la ocasión en que se efectuaba. Pero en medio de esta grande emoción, y sin que disminuyese su pena ni amenguara el amor a su madre, iba tomando medida del tiempo hasta calcular si quedaría espacio útil entre el recogimiento de su familia y el festejo de las calles. Naturalmente, era un chiquillo: a sus años, sobre toda facultad y sentimiento domina el —326→ irresistible estímulo de ver y apreciar las cosas humanas, de cualquier orden que sean. Pareciole a Mateo que tardaba mucho el santo Viático en salir de la casa; en cambio, Bruno, más sereno y menos impaciente, apreció, sin oír ni ver relojes, que habría tiempo para todo, siempre que no les entretuviesen...

Concluido el acto, uno y otro hermanito vieron surgir una dificultad con la cual Mateo en su irreflexión no había contado. No parecía correcto ni decoroso que los hijos de la señora viaticada se marcharan pisando los talones al cura y monaguillo; ni era cosa de ir con estos hasta la parroquia y desfilar luego como unos pilluelos descastados y sin conducta. ¿Con qué pretexto saldrían de la casa en ocasión tan crítica, cuando su obligación filial allí les sujetaba y en torno a su madre les retenía? Nada, nada: locura era pensar en echarse fuera tan a destiempo, y en esta idea les confirmó la cara de D. Bruno, la cual vieron tan afligida, ceñuda y patética, que se exponían al más terrible de los sofiones si se aventuraban a pedir permiso para una salidita. Felizmente, su madre, con suprema piedad y discreción, adivinó el conflicto en que las juveniles almas se encontraban, y llamándoles a su lado y besándoles cariñosamente, les dijo: «Chicos, yo me encuentro —327→ ahora muy bien, mejor que nunca... Pueden creerme que siento un alivio ¡ay!, grandísimo... ¡Y qué hacéis aquí aburridos y sin tener con quién hablar de vuestras cosas? ¿Por qué no os vais a dar una vueltecita por las calles, donde no faltará, según creo, algo que ver? Díjome el bendito Gavilanes que hoy entraban los Príncipes franceses, y como dicho por boca tan santa, pareciome el caso digno de todo respeto. Idos a verlo, bobalicones, y luego contaréis a vuestro padre y a Cristeta lo que hayáis visto».

Con cierta expresión de envidia no bien disimulada, dio Carrasco su asentimiento a esta suelta de presos, y los chicos salieron como exhalaciones, bajando Mateo la escalera de tres en tres peldaños. Aunque Bruno aseguraba que no les faltaría tiempo, el pequeño veía tan mermado el espacio entre su curiosidad y el objeto de ella, que no pudo contenerse; y una vez en la calle, sintiendo que en los pies le nacían alas, apretó a correr, dejando atrás a su hermano, que no creía decoroso salir del habitual paso vivo de una persona regular. Jadeante llegó Mateo a lo alto de la calle de Fuencarral, donde no le permitió correr el gentío que la ocupaba. Buscó a sus amigos, que era como buscar una aguja en un pajar, y no encontrando —328→ caras conocidas, se acomodó en el sitio que mejor le parecía para verlo todo sin que ningún detalle se le escapara. Media hora larga hubo de esperar todavía, y por fin vio venir una polvareda, entre ella chacós y lanzas relucientes... Un rumor vivo surgía delante, corriendo por toda la masa de espectadores: «Ya vienen, ya están aquí...». Y llegaron y pasaron... visión fugaz, tránsito de comparsería teatral, que desilusionó a Mateo. Los Príncipes no tenían nada de particular ni por sus caras ni por sus uniformes, menos bonitos que los de acá: el llamado Aumale, airoso y elegante; el Montpensier, que iba a ser nuestro, delgadito y como asustado... La comitiva francesa y española, y el sin fin de coches, pasaron como un vértigo... Viéronse perfiles risueños o graves... bigotes blancos, narices de variadas formas, y bandas azules y blancas, rojas o de otros colorines... Pasó todo, y queriendo Mateíllo verlo segunda vez, corrió entre manadas de ligerísimos chicuelos, cortando por calles laterales para coger la vuelta a la procesión antes de que a Palacio llegara. Mas ni aun los más veloces, que se lanzaron desempedrando calles por la Corredera y Tudescos, llegaron a tiempo de gozar segunda vez del espectáculo. Metiéndose y sacándose entre el gentío que llenaba —329→ la Plaza de Oriente, Mateo Carrasco, con la cara como un cangrejo, chorreando sudor, dolorido de los pies, buscó caras de amigos sin resultado alguno. Halló, sí, una banda de muchachos conocidos, y agregose a ellos determinando emplear el resto de la tarde en la inspección de las soberbias obras que se hacían en Madrid para iluminaciones, decorado de plazas, triunfales arcos y demás festejos.

Revuelta estaba toda la Villa: aquí y allí palos clavados en el suelo, y hombres subidos en luengas escaleras poniendo lonas o percales, o dándoles manos sobre manos de pintura. Jamás se había visto en Madrid tal profusión de ornatos: el derroche de dinero para poblar de lamparillas los improvisados monumentos, y el río de aceite que para encenderlas se preparaba, no cabían en las presunciones y cálculos de la mente humana. Lo primero que visitaron los chicos, consagrándole su atención y cierto patriótico entusiasmo, fue la obra del Buen Suceso. ¡Vaya una obra, compadre! La raquítica y casi asquerosa fachada de la iglesia Patriarcal desaparecía bajo una construcción suntuosa: un basamento de piedra berroqueña, roto en el centro por la escalinata, sostenía seis columnas de mármol rojo con dóricos capiteles, las cuales cargaban el formidable peso de un —330→ ático inmenso de blanca piedra de Colmenar, decorado con bajo-relieves, esculturas y flameros. Todo ello no pasaba de una figuración arquitectónica y académica, pues la berroqueña, el mármol rojo y la caliza de Colmenar eran de tela pintada, al modo de teatro, y el adorno escultórico era yeso, cartón o pasta imitando mármol con admirable ilusión de verdad. Pues toda aquella máquina corpulenta, maravilla de la figuración, debía ser perfilada de luces en sus totales líneas y contornos, de modo que semejase fantástica creación de un cerebro delirante. Corriéronse de allí los mozuelos por la Carrera de San Jerónimo, donde inspeccionaron lo que preparaba en su palacio el marqués de Miraflores, y dado el visto bueno, bajó la cuadrilla hacia la calle de Alcalá para consagrar todo su examen y su admiración sin límites al incomparable ornato de la Inspección de Milicias, cuya ruin arquitectura había sido trocada, por la virtud de los pintados bastidores, en el más espléndido palacio gótico que podía soñar la fantasía. Esbeltas torres con elevados pináculos se alzaban en sus costados y en el centro. Lo más extraordinario de tal fábrica era que todo debía iluminarse al transparente, con lo que resultaría un efecto de ensueño, romántico poema arquitectónico, según —331→ la feliz expresión de un cronista de aquellas soberanas fiestas. Detrás, en la eminente altura, Buenavista preparaba también un adorno espléndido. Por la virtud de las combinadas luces, cubriría el edificio su ancha faz con inmensas ringleras de topacios, rubíes, esmeraldas, amatistas, diamantes y zafiros... Pero lo que dejó a los chicos con medio palmo de boca abierta fue lo que en el Salón del Prado estaban armando. Un mediano ejército de operarios, a las órdenes de aparejadores y arquitectos, habían levantado, y a la sazón remataban, un extenso paralelogramo de arcos muy lucidos entre Cibeles y Neptuno por la parte mayor, entre la verja del Retiro y San Fermín por la menor. Los bien dispuestos palitroques representaban soles, lunas, estrellas, constelaciones, como una parodia del sistema planetario transportado del cielo a la tierra. El adorno de follaje en las armaduras inferiores completaba la espléndida visualidad de aquel mágico aparato, que una vez encendido había de ser el mayor portento que a humanos ojos pudiera ofrecerse. Discutieron los chicos entre sí, con prolija erudición, a qué género de fantásticas concepciones el tal palacio de las luces pertenecía, y unos sostenían que era chinesco, otros del orden oriental; mas los distintos pareceres concordaban en admirar —332→ el superior talento de quien ideó tanta belleza. Puede anticiparse la idea de que encendido el paralelogramo en la noche de las Velaciones, resultó de un efecto que trastornaba el sentido. Los madrileños tuviéronlo por la mayor maravilla de la iluminación, y los extranjeros declararon que no habían visto nada semejante. ¿Qué menos podía hacer España, el país del aceite?

Ya de noche encontró Mateo a sus amigos y a su hermano; continuó la inspección, el cambio de impresiones y noticias, y bastante después de la hora marcada para la cena entraron los Carrasquillos en su casa, ganándose un buen réspice de D. Bruno, que apremiado por la obligación de asistir a una junta de los del partido, no podía esperar a la cena de familia y estaba cenando solo. Doña Leandra dormía: Vicente y los muchachos hablaron de los festejos y de la riqueza y suntuosidad que desplegaba Madrid en aquella ocasión de grande alborozo para todo el Reino. Cuando los chicos cenaban (y en ello, por causa del enorme trajín de aquella tarde, hicieron gala de un apetito monumental) entró Lea en el comedor muy asustada, diciendo que su madre no se movía y apenas respiraba, que sus manos estaban yertas, los ojos fijos y cuajados con expresión —333→ más de muerte que de vida. Corrieron todos allá, Bruno y Mateo atragantándose por querer pasar pronto lo que tenían en la boca. Vicente, tras rápida inspección, declaró que la enferma sufría un síncope de mayor intensidad que el que le diera por la tarde, a poco de salir los chicos. Con friegas y con revulsivos brutalmente aplicados, lograron reanimar la suspensa y como amortiguada vida de Doña Leandra, y esta, recobrando el brillo de sus ojos, se sonrió y dijo con torpe lengua: «¡Vaya con lo que me cuenta este Gavilanes!... Que todos tenemos que gritar: '¡Vivan Isabel y Francisco!' ¡A mí con esas!... ¿Cómo he de gritar yo tal cosa, si lo que me sale de dentro... y lo que me manda el corazón es lo otro... que no vivan, sino que mueran y se les lleven los demonios... pues ellos y su casamiento son la causa de que yo esté como me veo?... Voy a deciros un secreto, hijos míos. Acercaos a mí... ¡Isabel y Francisco!... ¿eh?... me dan de cara... No me les traigáis aquí... y si vienen, metedles debajo de la mesa...».

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- XXXIV -

Ya desde aquella noche fue de mal en peor la inválida señora, y ni Lea con su dulce autoridad, ni Gavilanes con su grave discurso, pudieron contener el desorden de aquella moribunda inteligencia. «Mira lo que te encargo -dijo por la mañana a la Maritornes, tomándola por Lea-: en cuanto llegues a Peralvillo, lo primero que haces es enterrarme... pero ello ha de ser en el soto de Claveros, para que yo tenga sobre mi corazón todo el día las patadas de mis ovejitas... A Perantón que no deje de echar el mosto en el sombrero de Bruno, que bien tendrá cabimento de siete tinajas de las grandes... Tú te vas en la burra de la Tomasa, y yo, como alma que soy, iré... ya lo sabes, en el coche-estufa de Palacio, ese que dice Cristeta es todo de carey y nácaras; el cochero lleva en la mano la bandera de la Mancha, que es el pañal en que envolvimos a Isabel el día en que la tuve...». Una hora después, hablando con Gavilanes, en quien veía la persona de Eufrasia reducida de tamaño, le dijo: «¡Vaya unas horas de venir a casa, niña!... ¿Y dónde has dejado —335→ a Francisco?... Él y tú estáis un par de cañamones buenos. No levantáis media vara del suelo... ¿Le has dejado en Palacio, o le traes metidito en el ridículo, entre algodones?... Dios os bendiga y prospere vuestro casamiento... Pero a mí no me pidáis que os eche el grito de ¡viva, viva!... Yo muero por vuestra causa, y os deseo un reinado tan chico como vuestras estaturas, y tan feo como la porquería que me has hecho, Eufrasia II, saliéndote a merendar con Terry, mientras yo descuidada platicaba de mis males con la señora monja, amiga de Cristeta... Vete de mi casa, y buen trono te dé Dios, blando como montón de cardos borriqueros... Adiós, hija; que reines y triunfes... De la boca me sale un flato... ¡ay!, en él te va la maldición de tu madre... que lo es... Leandra Quijada...».

Sobre las dos de la tarde se agravó considerablemente; por mandado de Gavilanes hubo de salir Brunito en busca de Vicente y Cristeta, y Mateíto corrió a la penosa encomienda de avisar a la parroquia para la Extremaunción... Volvía el chico muy afligido por la calle de Alcalá, cuando pasaron bandas militares tocando alegre música, y delante y detrás muchedumbre de paisanos con banderas, dando vivas a Isabel, a Francisco y aun al mismísimo Montpensier. —336→ Los ojos y los oídos se le fueron a Mateo tras de las músicas, y el corazón con ellos; mas no se atrevió a seguirlas, que toda desviación del camino conducente a su casa le parecía criminal. No obstante, cogido por dos de sus compinches, los más queridos para él, no pudo eximirse de seguir un buen trecho, calle abajo, entre la regocijada turba de ociosos; contra su voluntad, los pies le bailaban, y toda la sangre se le enardecía corriendo por las venas, como una sangre que ha perdido el juicio; le zumbaban los oídos, se le encandilaban los ojos... Pero ya cerca del Carmen Calzado, pudo más el sentimiento de su obligación filial que el estímulo de jarana. «Chicos -dijo a sus amigos-, me voy... dejadme... Por Dios, dadme un estacazo para que me vaya... Mi madre se muere... adiós...».

Bruno llegó diciendo que Cristeta no podía venir: aquella noche se casaban Su Majestad y Alteza, y aunque la camarista jubilada no tenía oficial puesto en la ceremonia, era su deber personarse en Palacio desde media tarde, atenta a cualquier incumbencia que a las señoras pudiera ocurrirles. Vicente llegó poco después que Bruno, y el cabeza de familia, que no había salido en todo el día, iba sin cesar de un lado a otro de la casa, en zapatillas, esparciendo —337→ su pena y colocando en cada pieza y en los pasillos suspiros sacados de lo más hondo. Llegó el médico, y en su breve visita recogió con frase lacónica todas las esperanzas que había en la casa, para llevárselas como un alquilador que retira los objetos de su pertenencia después que han prestado servicio por la estipulación y tiempo convenidos. No eran las tres y media cuando se administró a la moribunda la Extremaunción; a las cuatro se le demudó notoriamente el rostro, y su cuerpo quedó inerte y rígido, menos el brazo derecho, que movía con alguna dificultad, acariciando sucesivamente a Lea y a los chicos. Tal fue la aflicción de estos, que D. Bruno les hizo salir de la triste alcoba. Metiéronse en su cuarto, que tenía ventana al patio, y llorando allí oyeron el restallido de cohetes en los aires como una carcajada de las nubes. En tanto Lea limpiaba el sudor frío de Doña Leandra, D. Bruno, sentado junto al lecho, humillaba su frente de hombre público contra la colcha rameada y el mantón de su esposa, que como suplemento de abrigo hasta la altura del seno la cubría, y Gavilanes, casi imperceptible por el lado de la pared, rezaba las oraciones de encomendar el alma. Un momento no más de lucidez y palabra inteligible tuvo la señora, y ello no duró más que el tiempo —338→ no preciso para la expresión de estos conceptos vagos: «También os digo que os vayáis a Peralvillo por San Martín, por San Rafael... Llevaos toda mi ropa, y en el patio grande de casa la colgáis para que le dé bien el aire y el sol... y los zapatos y este pañuelo que tengo en la mano... y el dedal con que coso... y colgaréis también mis ligas y medias... y también mis anteojos, para que aquellos vidrios vean lo que aquí no ven... Toda mi ropa colgada en los aires de allá, menos la que dejo a María... Y que no se os olvide colgar también mi rosario... mi rosario... que no se os olvide... todo al aire y al sol...».

Ya no se entendió más. Minutos faltaban para las cinco, cuando creyeron que Doña Leandra no existía; pero por viva la dio Vicente. La moribunda movió los labios con mohín desdeñoso. Minutos después de las cinco, ya era cadáver... la desdeñosa expresión se hizo más notoria en la yerta boca y en el rostro amarillo. Pasado el primer espasmo de dolor, que estalló formidable en D. Bruno y en Lea, hubieron estos de pensar en las últimas obligaciones que era forzoso cumplir... No hallándose Carrasco, por la desordenada intensidad de su pena, en disposición de tomar las medidas más apremiantes, Vicente mandó a la criada que avisase a un establecimiento —339→ próximo de servicios fúnebres, y obligó a su futuro suegro con reiteradas exhortaciones a que saliera de la estancia mortuoria. En su despacho se metió el pobre señor, y acompañado de los chicos dieron los tres rienda suelta a las manifestaciones de su angustia. Agradeciendo mucho las ofertas misericordiosas de algunas vecinas, Lea quiso ser sola en la sagrada obligación de disponer el cuerpo de su madre para ser conducida a la tierra. Hízolo con cariño y devoción, sin apartar el pensamiento de la desgraciada Eufrasia, que seguramente, de no haberse lanzado a la perdición, habría sabido cumplir aquellos últimos deberes lo mismo que su hermana los cumplía. «¡Oh -pensaba Lea, las manos en la mortaja-, dónde estará esa loca! Cuando sepa esto, ¡cómo lo ha de llorar, Dios mío! Lo llorará como hija y como pecadora, que son dos maneras de orfandad... ¡No sé qué daría yo por verla en el momento de saber que ha muerto madre, que no existe madre!...».

Poco después de anochecido llegó Milagro, que no se había enterado del suceso hasta que entró en su casa. Carrasco y él, al abrazarse silenciosos, estuvieron palmeteándose en los hombros largo espacio de tiempo. Más tarde apareció Centurión sumamente afligido, y luego —340→ otros amigos; retiráronse algunos a la hora de cenar, anunciando que volverían a dar compañía y consuelos al viudo. Fuera de aquella casa y de otras que en circunstancias de tristeza se hallaban sin duda, la noche no convidaba ciertamente a las sensaciones fúnebres. Madrid era un ascua de oro, el ámbito del júbilo, del entusiasmo, de las cívicas esperanzas. Signo de este contento era el esplendor de las luminarias, que convertía calles y plazas en encantados paraísos de oro, fuego y piedras preciosas; signo también el chispear de los artificios pirotécnicos y las vistosas perspectivas de llamaradas, destellos y lluvias lumínicas de mil colores; signo el son alegre de las músicas y el reír de la gente que en tropel corría bulliciosa soltando también chispas, como si las almas fueran pólvora y las palabras lumbre. Todos los que llegaban a la triste casa de Carrasco, en la calle de los Peligros, traían en sus caras algo del general contento exterior, por más que quisieran poner en ellas la aflicción de rúbrica; todos traían un reflejo de la espléndida y nunca vista iluminación; algunos quizás el olor del aceite que en millones de lucecillas se quemaba, o el tufo de la pólvora que restallaba en juguetona artillería. Cuidaban de no aludir a los festejos, y con la mejor intención del mundo —341→ tenían que mencionarlos. «Hubiera venido antes, mi querido Carrasco -decía uno-; pero no tiene usted idea de cómo está esa calle de Alcalá». Y otro: «No hay menos de veinte mil personas en el crucero entre la calle y el Prado y Recoletos...». Y el estruendo de los cohetes y de las piezas pirotécnicas a la casa mortuoria llegaba como el rumor cercano de una batalla... «Parece que nos están bombardeando -decían en la fúnebre tertulia-. Pues por Palacio es tal el golpe de gente, que ha tenido que cargar la caballería para dar paso a los coches del Cuerpo Diplomático...».

De la fuerza de su pena, del no comer, del ruido quizás, se puso tan malo D. Bruno al filo de las diez de la noche, que Vicente, oficiando de médico, temió un arrebato de sangre a la cabeza. Ordenó al viudo que se acostara; lo mismo recomendaron los amigos, que ya tenían ganas de desfilar, y solo quedó Milagro a la cabecera del afligido señor. Mandado por Sancho fue Mateo a la botica de la calle del Príncipe por un par de sinapismos. ¡Pobre chico!, al verse en la calle, no pudo menos de pedir licencia a su filial dolor para echar unas miraditas hacia el punto más resplandeciente de la iluminación y de los fuegos. ¡Ay!, desde la esquina de Vallecas vio el gran templete que ardía, y —342→ ruedas y espirales, y una fuente mágica, y cataratas de luz y disparos de bombas que surcando el espacio derramaban al estallar puñados de rubíes y esmeraldas; vio el humo enrojecido por las bengalas, y gozó de uno de los más espléndidos números de la función pirotécnica, que era la imitación de una aurora boreal. ¡Hasta los tejados de las casas se pusieron colorados, y el cielo todo y las personas!... Pero no podía entretenerse, y aunque una parte del alma se le iba con irresistible impulso a la contemplación de tantas maravillas, la mejor parte siguió fiel a sus deberes, y el hombre, cerrando los ojos y llenándose de dignidad, echó a correr en busca de los sinapismos.

No quiso Cristeta retirarse a su casa, concluida en Palacio la ceremonia, sin rendir a su amiga difunta el tributo de sus lágrimas. Franqueada la puerta por el sereno, entró y subió la camarista en traje de corte, arrastrando su cola por aquellas nada limpias escaleras. Dio a Lea un abrazo apretadísimo; en el llanto y en los suspiros acompañola, y luego rezó un rato junto al féretro, de rodillas, ajándose el vestido y descomponiéndose el escote, del cual se escapaban los mal aprisionados pellejos que un día fueron lucidas carnes. Anunció después a todos los presentes su propósito y gusto de —343→ velar el cadáver de su amiga en lo restante de la noche. Daría un saltito a su casa para cambiarse de ropa, y pronto estaría de vuelta. Así lo hizo, saliendo y regresando en menos de media hora, acompañada de Mateíllo, que no le agradeció poco la breve excursión desde los Peligros al Caballero de Gracia, y viceversa. A la vuelta de la Socobio, ya Lea tenía dispuesto el chocolate para la camarista, su sobrino D. Serafín de Socobio y D. José del Milagro. En el comedor, delante de los pocillos, a que daban guardia de honor bollos y ensaimadas, no pudo contener Cristeta su ardoroso afán de echar de sus labios un par de renglones de página histórica: «En el momento de dar el señor Patriarca la bendición nupcial a Su Majestad, marcaba el reloj de Palacio las once menos veintitrés minutos, y las once menos diez y ocho minutos eran en el momento de quedar casada con Montpensier la señora Infanta... Son datos precisos, de una exactitud matemática, como deben ser en estos casos los datos históricos. Si alguno de los que han de escribir de tan gran suceso quiere esta noticia y otras, véngase a mí, y cosas le contaré que no me agradecerá poco la posteridad... Vamos, la Reina más parecía divina que humana... dijo el sí quiero con voz muy apagada, D. Francisco —344→ con voz entera... Aumale, muy gallardo; su hermano, siempre tan asustadico... En la comitiva de estos viene un mulato, con el pelo como un escobillón: le llaman Alejandro Dumas...».

- XXXV -

Tan aplicados estaban los dos oyentes al sabroso chocolate, que no prestaron la merecida atención al histórico informe. Hizo después Cristeta el elogio fúnebre de la pobre Doña Leandra, pintándola como el dechado de las cristianas virtudes, como el archivo de la discreción y de la paciencia. Para que en ella se juntaran y resumieran todas las perfecciones, había sido, desde que se inició la cuestión de los matrimonios, partidaria vehemente de Isabel y Francisco, adivinando en esta gloriosa pareja las mayores venturas para la Real familia y para la Nación... «¡Pobrecita de mi alma! ¡Cuánto nos queríamos, y qué bien congeniábamos siendo tan distintos nuestros temperamentos, ella paleta y campesina, yo cortesana hasta dejármelo de sobra!... Pues como decía, y esto se lo cuento al Sr. de Milagro para —345→ que lo haga correr por lo que llaman círculos, Francia está tan satisfecha de su triunfo y la Inglaterra tan corrida, que no acabará quizás el año sin que se tiren los trastos a la cabeza. Este simpatiquísimo Conde de Bresson ha metido dentro de un zapato a su competidor, el Míster Bullwer de la Inglaterra. A cuantos quieren oírle les dice lo mismo que ha dicho a su Gobierno: que este triunfo diplomático y casamentero es el desquite de Waterloo. Razón tiene, porque bien a la vista está que el apabullo de la pérfida ha sido de los gordos, no sólo por la gracia con que Luis Felipe nos ha colocado aquí a uno de sus hijos, sino por el casamiento de Isabel con un príncipe español que ha de colmarla de ventura, de lo que resultará nueva hornada de Reyes católicos, y una era, como dicen los periódicos, una era de prosperidades y grandezas que devolverán a este Reino su preponderancia entre los Reinos de la Europa. Ello es claro como la luz».

Asintieron los otros lacónicamente, no queriendo Milagro meterse en discusiones con la camarista, y Doña Cristeta, infatigable y oficiosa, dijo a Lea: «Hija mía, me enfadaré contigo si ahora mismo no te acuestas. Muy fatigada estarás de tantos afanes y de las malas noches; yo velaré a tu madre... Con que te —346→ acuestas o reñimos, pero seriamente. Hablaré ahora con tu padre, si está despierto, para que me ayude a convencerte». No se daba a partido la huérfana, ni la Socobio cedía un palmo del terreno de su obstinación. D. Serafín concedió a Milagro el honor de sostenerle una breve conversación de política.

«Opino -dijo enfáticamente D. José-, que la vida pública entra en una nueva fase con el casamiento de la Reina. Si es D. Francisco un marido Rey que sabe su obligación, debe aconsejar a su oíslo que llame al Progreso. Si ha de venir, como dicen, esa era, ¡dale con la era!... de paz y bienandanza, comience por la reparación de los agravios que se nos han hecho, y venga el Duque a coger las riendas, con la espada de Luchana en una mano y en otra la Constitución del 37». Irónicamente dio su conformidad el lagarto de Socobio a tan audaces manifestaciones, y por no meterse en honduras, llevó la conversación a otro terreno. Así lo había dicho aquella mañana a Pascual Madoz y a Fermín Caballero, a quienes encontró en el Ministerio de Hacienda en ocasión que a gestionar iba el despacho de un asunto de Bienes Nacionales que le encomendara su amigo D. Fernando —347→ Calpena. Como despertara este simpático nombre los recuerdos y cariños del buen Milagro, se apresuró D. Serafín a contarle lo que sabía de aquel sujeto. Calpena y su amigo Ibero, con sus mujeres respectivas, se habían visto precisados a largarse a Francia, huyendo de los enojos que en Samaniego y en La Guardia hubieron de sufrir a la caída del Regente. En una quinta próxima a la gran Burdeos vivía D. Fernando con su esposa, su madre y un niño que le había nacido a fines del 44; y no lejos de esta familia, en otra vivienda muy campestre y apacible, moraban Ibero y Gracia, la cual se iba portando mejor que su hermana, pues ya había echado al mundo dos chiquillas. Contentos estaban al parecer y sosegados de ambiciones, como quienes satisfechas veían todas las terrestres; sólo deseaban que la política de nuestra tierra aprendiera y enseñara el respeto de las opiniones, para poder las dos familias volverse a las dulzuras patriarcales de La Guardia».

Día grande fue el siguiente, 11 de Octubre, en que el buen pueblo de Madrid admiró y gozó el espectáculo grandioso de la Corte y Real familia en pública exhibición desde Palacio a la iglesia de Atocha. Desde muy temprano el vecindario discurría por las calles anticipando —348→ con su alegría las emociones de tan soberana fiesta, y las tropas acudían con marcialidad y bullanga, como en son de simulacro de una batalla, al estratégico plan de cubrir la carrera, lo que no debía de ser cosa fácil, a juzgar por el ir y venir de Generales con sus escoltas, y el presuroso correr de ayudantes de órdenes llevando las precisas para la movilización de los cuerpos y el señalamiento de posiciones. Las once serían cuando empezó a salir de Palacio la inmensa culebra de fastuosos coches, con cabeza de reyes de armas y cola de brillante caballería... El ambulante besamanos era la mayor dicha de los madrileños, orgullosos de que no hubiese en extranjeros países ninguna corte que tal boato y gusto desplegase. El tiempo ha envejecido estas demostraciones un tanto carnavalescas y pide mayor sencillez, y estilo y ornamentos conformes con la estética general. A esto dicen que no se ha descubierto el arte palatino que pueda sustituir a la decoración e indumentaria del género Luis XV o Gran Federico. Pues si no se ha descubierto ese arte, que se den prisa a descubrirlo, pues ya son insoportables las carrozas decoradas como tabaqueras y suspendidas de un armatoste feísimo; aquel cochero de muñecas mal sentado al borde del pescante, los rígidos —349→ lacayos que van haciendo equilibrios en la zaga, y la absurda superabundancia de ocho corceles para tirar de cada vehículo. La noble estampa del caballo resulta atrozmente desfigurada con aquellos moños de riquísimas plumas que les ponen en la cabeza, y su fiereza y gallardo juego de manos se pierden en el fúnebre recogimiento con que los llevan. No es bien que la Monarquía se eternice en este barroquismo, negándose a la feliz asimilación de las formas de la industria moderna, y persistiendo en las lentitudes, en la insufrible pesadez de aquel paso de procesión, llevando a las reales personas en urnas, como si fueran reliquias.

Pero en el feliz año del casamiento de nuestra Soberana, no se aburrían aún los madrileños viendo pasar con lúgubre parsimonia la interminable cáfila de carruajes, algunos llamados de respeto, y no por vacíos menos lujosos que los demás. Y había entonces personas que se sabían de memoria todo el material suntuario de Guadarnés y Caballerizas; designábanlo coche por coche, palafrén por palafrén, marcando el color de los tiros y la bien ordenada combinación de plumas, y de cada una de las partes del inmenso cuerpo palatino daban cuenta sin equivocarse. «El Infante Don —350→ Francisco de Paula -decían- llevaba el tiro de seis caballos bayos con penachos rojos... el duque de Aumale, tiro de seis caballos atigrados con plumeros encarnados y azules, imitando la bandera de Francia... la Reina Cristina, caballos blancos con penacho azul... la Infanta Luisa Fernanda, seis caballos perla con blanco plumaje... Su Majestad la Reina y su marido, ocho caballos de color castaño claro empenachados de blanco...». Y no se les despintaba el coche de carey, el de caoba, que iba de respeto; el de los dos mundos, el de nácar, el de Carlos III...

Fue a parar toda esta máquina de barroquismo elegante a la más ruin y destartalada iglesia que han visto los siglos cristianos, Atocha, inexplicable fealdad en el país de las nobles arquitecturas, borrón del Estado y de la Monarquía, pues uno y otra no supieron dar aposento menos miserable a las cenizas de los héroes y a los trofeos de tantas victorias. La Corte y su inmenso séquito de dignatarios, embajadores y palaciegos no cabía dentro de tan pobre recinto. Era un contraste penoso el que hacía tanto lujo, belleza y elegancia con la mezquindad del templo, con su traza de callejón y las polvorientas escayolas que lo decoraban. Apenas entrados Reyes, Príncipes y magnates, ya —351→ estaban deseando salir, no encontrando allí ni lucimiento, ni visualidad, ni siquiera aire que respirar. Los que podían ver algo en medio del conjunto neblinoso que formaban en el presbiterio las figuras culminantes, veían tan sólo caras pálidas y aburridas en medio de un centelleo mágico de piedras preciosas y entre el brillo de rasos y tisúes. A la salida, toda la admiración de los ojos era para la Reina madre, que vestida de terciopelo carmesí, coronada de diadema resplandeciente, arrebataba por su incomparable belleza, gracia y Majestad. Pero todo el regocijo de los corazones, toda la efusión de las almas era para la Reina Isabel, para su juventud risueña y llena de esperanzas, para su rostro sonrosado, en que la virginidad y la gracia picaresca fundían sus encantos; para su nariz respingona, que bien podía llamarse una nariz popular; para su boca, que no habría sido tan simpática si fuese más chica; para su desarrollo de garganta y busto, más avanzado de lo que ordenara la edad; para todo aquel conjunto lozano y sonriente, y aquella inocencia frescachona. Desfilando en la soberbia carroza, entre las apretadas masas de pueblo, iba Isabel en sus glorias; gustaba de las exhibiciones al aire libre, ante gentes que en nada se asemejaban a las empalagosas figuras —352→ palatinas. Entre el pueblo y ella había algo más que respeto de abajo y amor de arriba; había algo de fraternidad, un sentimiento ecualitario de que emanaba la recíproca confianza. Nunca hubo Reina más amada, ni tampoco pueblo a quien su Soberano llevase más estampado en las telas del corazón. Por esto, el mayor goce de Isabel era ver las caras mil complacidas, satisfechas, que a su paso le sonreían; no se cansaba de saludar a todos, cara por cara si podía, y de buena gana habría puesto nombre a cada semblante para añadir la expresión de la palabra a la de la sonrisa. Corto se le hacía el trayecto de Atocha a Palacio.

En verdad que el pueblo ha querido de veras a la Reina Isabel, así en sus tiempos felices como en los desgraciados. La quiso en la niñez, en la juventud, en sus desposorios, en todo su reinado, sin que los errores de ella amenguaran este afecto; la quiso cuando la vio tambaleándose al borde del abismo; la quiso también caída, y todo se lo perdonaba con una garbosa y campechana indulgencia, como entre iguales.

Hasta en el caminito del cementerio hubo de ser contrariada en sus direcciones y deseos la pobre Doña Leandra, pues ella quería ir —353→ hacia el Sur (que en San Nicolás se le designó sepultura), y aunque se previno que el fúnebre cortejo se pusiese en marcha antes de las tres para poder zafarse a tiempo de la gran aglomeración de gente, no halló paso franco en la calle de Alcalá, por mor de la formación, y tuvo el negro carro que tirar hacia el Norte con su comitiva de coches, los cuales no eran muchos, porque algunos amigos de la familia no encontraron alquilones ni para un remedio. Cortada también la Puerta del Sol, dieron larguísima vuelta por excéntricos barrios para coger las vías de la zona meridional; y tan grande fue la tardanza, que al fin llevaban el convoy funerario a paso de carga, cosa en verdad muy impropia de los viajes mortuorios. Milagro, que el duelo presidía, iba dado a los demonios, primero por el retraso, después por la precipitación irreverente; y como se vino la noche encima, no hubo más remedio que hacer de prisa y corriendo el sepelio de la manchega, metiéndola en el nicho, donde sus pobres cenizas debían labrarse, con ayuda del tiempo, la petrificación del olvido.

De vuelta del entierro, Milagro y su compañero Centurión hablaron de política y del duelo de los Carrascos, entremezclando ambos asuntos por exigencias ineludibles del discurso. Contó —354→ D. José a su amigo que le habían dado verídicas noticias de Eufrasia, del lugar en que escondía su oprobio y del estado de ánimo del tal Terry, a quien personas de muchísimo respeto trataban de catequizar para la reparación que así la sociedad como su propio decoro le pedían. Mas era tan compleja la historia, y en ella tan inesperados y enredosos incidentes aparecían, que no juzgaba D. José oportuno contársela al buen Carrasco en ocasión de tanta tristeza por la pérdida de su esposa, pues si sobre un dolor tan acerbo se le echaba la pesadumbre de las barrabasadas de la hija, fácil era que no pudiese el hombre resistirlo, y se largara también para el otro mundo. Acertadísimo era este consejo, y ambos amigos determinaron dejar pasar los nueve días de convencional pena para informar a D. Bruno de negocio tan delicado.

Dígase también que fue inexorable el buen manchego con sus hijos, sometiéndoles a duelo riguroso con renuncia absoluta de todo festejo, ordenándoles que ni de lejos vieran iluminación ni fogata, que ni por el olor se enteraran de función de teatro ni de danzas populares, y que no asomaran las narices por la Plaza Mayor, queriendo guluzmear la corrida de toros con caballeros rejoneadores, pues no era propio —355→ de muchachos serios participar del regocijo público cuando lloraba la familia, no sólo la muerte de la incomparable, de la virtuosísima, de la santa señora y madre, sino otras desdichas altamente desconsoladoras, que no era preciso nombrar. Conformáronse los chicos con tan radical prohibición, que el padre, no seguro de la obediencia, garantizó con penoso encierro, y cuando Bruno y Mateíllo salieron a la calle, ya no había nada: todo estaba obscuro, solitario; sólo vieron el triste desarme de los palitroques y aparejos de madera, lienzos desgarrados y sucios por el suelo, y las paredes de todos los edificios nacionales señaladas por feísimos y repugnantes manchurrones de aceite. Parecían manchas que no habían de quitarse nunca.

FIN DE BODAS REALES

Y DE LA TERCERA SERIE DE EPISODIOS NACIONALES

Santander (San Quintín), Septiembre-Octubre de 1900.

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