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España sin Rey

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Faltome tiempo y espacio para referiros un suceso doloroso acaecido en la familia de Santiago Ibero. Si me dais licencia, emplearé mis ocios en adobar esta y otras historias particulares anotadas en la cuenta de los años 1869 y siguientes, las cuales a mi entender no deben perderse en el sumidero del olvido, a donde paran muchas historias públicas pregonadas y trompeteadas por esa gran voceadora que llamamos la Gaceta. Los íntimos enredos y lances entre personas, que no aspiraron al juicio de la posteridad, son ramas del mismo árbol que da la madera histórica con que armamos el aparato de la vida externa de los pueblos, de sus príncipes, alteraciones, estatutos, guerras y paces. Con una y otra madera, acopladas lo mejor que se pueda, levantamos el alto andamiaje desde donde vemos en luminosa perspectiva el alma, cuerpo y humores de una nación... Por lo expuesto, y algo más   —6→   que callo, pedida la licencia, o tomada si no me la dieren, voy a referir hechos particulares o comunes que llevaron en sus entrañas el mismo embrión de los hechos colectivos. El caso es este:

Primogénito de Santiago Ibero y de Gracia (la niña segunda de Castro-Amézaga) fue aquel ambicioso y desengañado joven cuyas andanzas a tiempo se relataron. Siguiole en el orden de sucesión Demetria Fernanda, nacida el 45, y el 47 vino al mundo Fernandito Demetrio. Por un caso de trasposición harto común en el habla doméstica, los segundos nombres de la niña y su hermanito pasaron a primeros, quedando así confirmados por el uso para toda la vida. No bien cumplidos los veintitrés años, era Fernanda una moza de opulenta hermosura, flor de la ibérica raza, traslado y reproducción femenina de su padre, de quien tenía los ojos negros y la mirada quemadora, la riqueza sanguínea, el cuerpo espigado, el andar resuelto, la terquedad aragonesa batida en el yunque riojano. Era de ventajosa talla; en las anchuras moderada, en las delgadeces recogida; la tez morenita, la boca no pequeña, roja y dulcísima. En el regazo moral de su madre y su tía Demetria, aprendió Fernanda todas las virtudes, y se revistió de aquella honestidad y comedimiento que tan bien cuadraban a su linaje por ambas ramas. La tenacidad de su carácter, la espiritual fuerza polarizada en dirección del bien, existían envueltas en capitas de dulce   —7→   modestia, semejantes a las túnicas delicadas que protegen a ciertos frutos en formación.

La vida provinciana, casi lugareña, fomentaba en Fernanda un estado psicológico de puro desarrollo interno. Ni los padres habían pensado en casarla, ni anduvo ella en tanteos candorosos de novios o pretendientes, como es ley de vida en toda jovencita, aun las mejor nacidas, sin que por ello se empañe su pureza. Mostrábase con los jovenzuelos graciosamente esquiva; teníanla algunos por orgullosa o encopetada, de estas que se reservan y custodian en espera de un partido principesco, y cuando vuelven de su encanto se encuentran aderezando trapitos para vestir al Niño Jesús. Gustaba Fernanda de componerse y acicalarse con toda la elegancia posible, según las modas que a La Guardia llegaban perezosas; su presunción, encerrada escrupulosamente en la medida de la modestia, se producía dentro de los cánones de un gusto exquisito.

Amaba también la niña de Ibero el teatro, la sociedad, el baile decoroso, y por esto los amantes padres, atentos a dar gusto a una hija tan buena, pasaban en Vitoria dos o tres meses de invierno para presentarla en lo que socialmente llamamos el mundo, darle el goce de las representaciones escénicas por buenos cómicos, y alegrar su venturosa y lozana juventud. Completaban estas expansiones, en cierto modo educativas,   —8→   las escapadas a Burdeos, en verano, con sus tíos Demetria y Calpena. En Royan pasó Fernanda semanas alegres de agosto en medio de una risueña sociedad de veraneantes. Allí, y en la gran ciudad girondina, se soltó en el francés, practicando lo poquito que sabía; dominó el acento y las fórmulas elementales de la conversación; perfiló su natural elegancia, corrigiendo la rigidez de modales y el hablar reducido y dengoso de las señoritas de pueblo.

A su fin corría con paso incierto el año 68, atropellando sus días inquietos entre clamorosas disputas. Habíamos hecho una revolución con el instrumento naval y militar, trayendo después al pueblo a que la confirmara, y apenas cogieron los nuevos estadistas el manubrio de gobernar, saltó la cuestión batallona: si quitado el Trono debíamos poner otro, o constituirnos en República. Y los españoles se encendieron en porfías y altercados sin fin. La oratoria, que había sido achaque de algunos escogidos habladores, se hizo manía epidémica, y hombres, mujeres y aun chiquillos, salieron perorando a cántaros, cada cual según su tema o sus humores. Los más fríos argumentaban así: «Pero, hombre, no es poco trabajo carpintear ahora un trono con las astillas del que acabamos de romper». Y esta discusión primaria pronto había de ramificarse en variedad de peloteras. Los republicanos despotricarían sobre si la República debía llevar penacho unitario, federal   —9→   o mixto, y los monárquicos andarían a la greña por si encasquetaban la corona en esta o en la otra cabeza.

A principios de Diciembre, el Gobierno llamó a Cortes Constituyentes, fijando los días de las elecciones y de la apertura de la gran Asamblea en que se había de desescombrar a España, y enderezar lo caído, y poner mano en las nuevas construcciones planeadas por los revolucionarios. Y allí fue el correr los candidatos a sus casillas electorales, y el remover en ellas voluntades y opiniones, soltando la catarata de sus discursos. El ardor sectario en algunas localidades, la intriga y los amaños de amistad en otras, la tutela oficial en casi todas, iniciaron la campaña, tempestad ruidosa y fulgurante.

Pues Señor... la nube electoral descargó en La Guardia un candidato joven, de sonoro nombre y extraordinarios atractivos personales. Era don Juan de Urríes y Ponce de León, andaluz segundón de la casa noble de Ben Alí. Llevaba una expresiva carta de Sagasta para Santiago Ibero, en la cual, después de enaltecer la caballerosidad y el patriotismo del ilustre candidato, se indicaba que el Gobierno Provisional le vería con gusto representando en las Cortes Constituyentes la circunscripción de... (No aparece claro en los apuntes recogidos para esta historieta si la provincia agraciada con tan esclarecido candidato era Burgos, Álava o Logroño. Lo mismo da.) Cartas llevaba también   —10→   de Olózaga para los pudientes de Oyón y Treviño; otras, que había de entregar en Vitoria, para ilustres canónigos y respetables veteranos del carlismo. Según decía Sagasta a su amigo Ibero, el gallardo joven no tenía ya cabimento1 en ninguna casilla electoral de su tierra, pues la que estaba vinculada en la familia Ben Alí la representaría el Conde de este título, hermano mayor del don Juan de Urríes. Seguía este las banderas de la fracción o estamento unionista, compuesto de graves y aprovechadas personas. ¡Y tan aprovechadas! Como que sin ellas nunca se habría hecho la Revolución.

Por de contado, Ibero aposentó en su casa y agasajó cumplidamente al señor de Urríes, caballero de acabada hermosura varonil, años veintisiete, soberbia estampa, realzada por un hablar fácil y gracioso, que era el encanto de cuantos le oían. Muy honrados se consideraron Ibero y Gracia con tal huésped. Don Juan respiraba nobleza, elegancia; su traje y modales eran la misma distinción; sus pensamientos, expresados con exquisito donaire, revelaban un alma tan selecta como sus corbatas, y sentimientos primorosos, bien limpios y esmeradamente planchados. Aconteció que la visita de Urríes coincidía con la época en que los Iberos se trasladaban a Vitoria a cuarteles de invierno. Como el candidato había de seguir el mismo derrotero, no hubo necesidad de alterar planes, y allá se fueron todos. Demetria y su esposo don Fernando Calpena   —11→   estaban a la sazón en Madrid con sus hijos.

Aunque los Iberos tenían casa propia en Vitoria, creyérase, por lo mucho que lo frecuentaban, que vivían en el palaciote de los marqueses de Gauna, parientes de Gracia por doña María Tirgo y el cura Navarridas, ya difuntos; parientes de Ibero por los Barandas y Pipaones... No vendrán ahora mal cuatro pinceladas descriptivas de la casa de Gauna y de sus moradores en aquellos años, gente de atildada bondad y llaneza no incompatibles con el rancio abolengo. Casos notables de longevidad ilustraban aquella mansión, descollando en ella el añoso don Alonso Landázuri, marqués de Gauna, del hábito de Santiago, que a su título añadía esta pomposa coleta: Juez Superintendente de Arcas y Tesoros de Encomiendas vacantes y Medias annatas. Llevaba a cuestas noventa y seis inviernos, y aún tenía cuerda para un rato. Seguíanle en la serie cronológica otros vejestorios disecados y señoras embalsamadas: don Tirso Pipaón, sobrino del Marqués, fraile exclaustrado que había sido Provincial de la Orden de Predicadores de Alcarria y tierra de Toledo, supra Tagum; doña Manuela Tirgo y Sureda, viuda de un alto funcionario de la corte de Oñate; otra momia nombrada doña Rita de Landázuri, solterona, hija del Marqués; don Wifredo de Romarate, sobrino de Gauna, Bailío de Nueve Villas en la Militar Orden de San Juan de Jerusalén. Completaban la lista dos clérigos: el uno, ex-Capellán del   —12→   Hospital de Convalecencia de Unciones; el otro, ex-Canónigo cuarto de optación en la insigne Iglesia Colegial de Santo Domingo de la Calzada, después Canónigo entero en la de Logroño.

En este museo de antigüedades destacábanse con juvenil colorido los presuntos Marqueses de Gauna: él, don Luis de Trapinedo, nieto del casi centenario don Alonso; ella, doña María Erro Sureda y Arias Teijeiro, que por los cuatro costados de su nombre declaraba su sangre carlista. Ambos eran agradables, hablaban y casi pensaban a la moderna. Tenían dos hijas muy monas, la mayor de la edad de Fernanda, sencillitas, inocentes, menos bellas y más provincianas que su amiga, y dos chicos adolescentes que estudiaban en el Instituto. Esta generación alegraba la casa holgona y feudal, enclavada en la ciudad antigua entre las calles de Zapatería y Herrería. Las familias de Trapinedo y de Ibero eran la vida y el color en medio de aquel ennegrecido retablo de ricos omes, fijosdalgo, dueñas acecinadas y reverendos eclesiásticos curados al incienso.

Viejos y jóvenes acogieron al caballero Urríes con deferencia y noble agasajo. Harto sabía él, consumado artista social, adaptarse a todos los medios; en la masa de la sangre tenía la facultad de asimilación, y en su labia flexible y chispeante un arsenal inagotable de recursos persuasivos. Conversando se llevaba de calle a todo el mundo;   —13→   su dicción derramaba sin tasa la sal andaluza, sin ceceo, por haberse criado en Madrid. Entendía de linajes y entronques nobiliarios; de costumbres, modas y estilos de elegancia; usaba la sátira con donaire, la crítica con apariencias de buen sentido: el gracejo de los chascarrillos que contaba hacía desternillar de risa a las momias del palacio de Gauna; el propio don Alonso se estremecía riendo con muecas de ultratumba.

A los primores de la cháchara jovial añadía don Juan de Urríes el don singularísimo de impresionar a las mujeres con tonos y conceptos de fácil entrada en el corazón de ellas... Ya se adivina el resto... y es que con sólo unos pocos días de trato en La Guardia y otros tantos en Vitoria, quedó Fernandita intensamente enamorada del don Juan, y llegó a prender en ella el fuego de amor con tal furia, que pronto fue incendio imposible de apagar. Ni ella trataba de sofocarlo; antes bien dejábalo crecer, dejábalo crepitar, echando en la hoguera toda su alma inocente.

El galán, vista la facilidad de su conquista, procedía con las formas pulcras del que ante todo anhela conservar su opinión y timbres externos de caballero. Buen cuidado tuvo de no salirse ni una línea del campo de la corrección: sagaz calador del corazón femenino, entendía que era imposible llevar su conquista por caminos apartados de la pura honestidad. Con toda su pasión y ciego delirio, Fernanda no le habría seguido.   —14→   Podían mucho en ella la educación, los ejemplos de su familia y el carácter rígido de su padre. El don Juan supo enarbolar desde los primeros arrullos la bandera de matrimonio, pues si así no lo hiciera, la niña se habría llamado a engaño, dándose a la muerte antes que a la deshonra. No tardaron los padres en hacerse cargo; que la comunicación, por miradas, actitudes u otros chispazos del alma, llegó pronto al punto en que el secreto se vende a sí mismo. Padres y amigos tuvieron por venturoso el hallazgo de un porvenir... Quedaba la tramitación del noviazgo hasta la petición y las nupcias, cuesta que los enamorados suben con brincos de impaciencia y los mirones bostezando. Así es la vida: brincos aquí, bostezos allá.

Desde que la violentísima ráfaga de amor arrebató el alma de Fernanda, esta no tenía sosiego: la extremada felicidad le dolía, y las risueñas esperanzas la punzaban. Era como una protesta de la naturaleza humana contra la irrupción insolente del bien. Recordaba el dicho eclesiástico de que hemos nacido para sufrir, no para gozar. Se impacientaba por llegar al fin, a la solución de lo que tenía siempre, a pesar de la indudable formalidad del caballero, el ceño del enigma. A ratos temía morirse antes de casarse, que muriese don Juan, o que un espantoso cataclismo hundiera en abismos de fuego a toda la humanidad. Y a ratos su felicidad se reclinaba en la confianza, y de todo su ser despedía torrentes de luz.

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¡Cuántas veces, paseando por el campo con el galán, la hija mayor de Trapinedo y el cura don Tirso Pipaón, creía Fernanda que no pisaba el suelo, sino una nube convertida en alfombra; que todas las cosas visibles eran bellas, que las alturas de Gorbea podían alcanzarse con la mano, que las coles sonreían y los árboles secos cantaban al paso del viento por entre las ramas ateridas! Los burros cargados de leña o de ladrillos eran guapísimos, los grajos parleros, las ranas elocuentes, y los rastrojos de la tierra encharcada pensiles cubiertos de flores. Los ojos negros de la señorita enamorada devolvían a la Naturaleza el amor que de esta recibía, y apenas devuelto lo tomaba de nuevo. Con este ir y venir, las miradas fulgentes de la niña de Ibero encendían el cielo, abrasaban la tierra, y derretían la nieve que en aquella cruda estación blanqueaba las alturas.




ArribaAbajo- II -

Unos días a caballo, otros en coche, salía el galán a sus correrías electorales, visitando pueblos, alentando a los amigos y desarmando a los contrarios con urbanidad melosa. Aquí derramaba obsequios en especie o moneda, allá dejaba caer amenazas, y en todas partes prometía lo que no lograra cumplir si mil años viviera. Total, que triunfó,   —16→   y quedaron los electores tan satisfechos como si hubieran encontrado la piedra filosofal. Trabajillo le costó a don Juan cortar las ligaduras de amor para irse a Madrid, a donde le llamaban sus deberes de hombre público y constituyente; y al fin, dado el último tirón que a él le dolió mucho y a Fernanda más, partió días antes del 11 de Febrero, señalado para la apertura de las Cortes.

La novia era de las que no sin dificultad se consuelan consumiendo la propia idealidad. Al quedarse sola, levantaba castillos imaginarios, torres de proyectos más altas que la de Babel, y entre estas torres y castillos tendía cables y columpios en los cuales mentalmente se balanceaba. Era de ver cómo entre un aleteo de sus negras pestañas surgían los días futuros matizados de vivos colores. En la intimidad del pensamiento, Fernanda preveía lo moral y lo físico. Su marido era muy bueno, y además eficaz marido. Por consiguiente, ella tendría hijos, los cuales de seguro habían de ser guapos, inteligentes, tan buenos como su padre. Este ocuparía elevados puestos, ministro, embajador, y aunque la soñadora no se pagaba de vanidades, veía con gusto el encumbramiento del jefe de la familia por el honor que de ello había de recibir toda la descendencia... Meciéndose en su columpio, Fernandita se miraba al espejo de un remoto porvenir, y en él se veía risueña, grave, bella en sus años maduros, los negros cabellos ya nevados...   —17→   En tal estado, Fernanda acariciaba a sus nietos...

Desde Madrid continuaba el galán constituyente alimentando con cartas la hoguera de amor. A Fernanda prolijamente escribía, llenando el papel de cariñosos melindres que no perdían su valor por repetidos y vulgares. Pudo notar la señorita que su caballero era menos inspirado escribiendo que hablando. Ella plumeaba mejor que él, y solía poner cosas que a nadie se le habían ocurrido antes. Vaya de muestra: «Estoy celosísima de las Cortes, que me parecen unas jamonas habladoras y emperifolladas». «Dices que vais a hacer una Constitución. Por Dios, no te metas en eso... En todo caso, coge una de las viejas, y con algún garabatito aquí y otro allá, la presentas como nueva. Me ha contado mi madre que el famoso caballero don Beltrán de Urdaneta, cuando ya chocheaba, no tenía más entretenimiento que hacer constituciones. Todas las noches escribía una, y al día siguiente hacía con ella pajaritas».

A Ibero también escribía Urríes de vez en cuando, informándole del curso de la política. Divagaba, hinchaba las noticias, y se ponía furioso siempre que mentaba a los republicanos. «Esos majaderos están comprometiendo la Revolución con sus exageraciones... En Cádiz, el Puerto, como antes en Málaga y Antequera, se suceden las escenas vandálicas... Me ha dicho el Duque de la Torre que no hay más rey viable que   —18→   Montpensier. Urge restablecer la Monarquía para que los vándalos del republicanismo se encuentren con la horma de su zapato». El hombre de inagotables gracias en la conversación, no sabía salir, escribiendo, del círculo tonto en que están contenidas todas las vulgaridades del pensamiento.

A principios de Marzo volviéronse los Iberos a La Guardia, y a los pocos días de estar allí tuvieron de huésped a uno de los ricos omes o fijosdalgo que decoraban la casa Gauna, Frey don Wifredo de Romarate y Trapinedo, que en sus tarjetas ponía sobre el nombre un casco rematado de plumas, y debajo este título insigne y pomposo: Bailío de Nueve Villas en la Real y Militar Orden de San Juan de Jerusalén... Era un caballero cincuentón, de corta talla y tiesura ceremoniosa, pulcro, remilgado, afeitadito, espejo de la buena crianza y diccionario vivo de las palabras finas y corteses. Cifraba su orgullo en pertenecer a una de las Órdenes de caballería más ilustres, y nada le halagaba como que le llamaran señor Bailío, aunque todos ignorasen el significado de la palabreja... Pues, como digo, apareciose inopinadamente en La Guardia el señor don Wifredo, y Santiago Ibero le tuvo en su casa los días que empleó el Bailío en despachar sus menesteres en la villa. (Aquí un paréntesis para decir que Romarate trató siempre a Fernanda con las más exquisitas atenciones y los rendimientos más refinados. Era como un caballero servente, que a la dama   —19→   obsequiaba y asistía, sin traspasar nunca la línea que separa el cortesano respeto del melindre amoroso).

De La Guardia fue don Wifredo a Cenicero y Logroño; siguió después a Viana, y de aquí a Estella. A las tres semanas de su partida se le vio aparecer de nuevo en La Guardia por el camino de Oyón, acompañado de otros dos caballeros, que así los llamamos porque venían en sendas mulas, no por su aspecto, que era como de clérigos vestidos de paisano. Aposentáronse en la casa de Crispijana, dando excusas a Ibero por no aceptar su hospitalidad. Los dos sujetos que con el Bailío viajaban, no podían encubrir su carácter eclesiástico. No eran viejos, no tenían aire juvenil; antes bien revelaban el cansancio de las naturalezas consumidas por el sedentarismo y el estudio de esas materias abstrusas, que lo mismo dan de sí sabidas que ignoradas. Uno de ellos era endeble, medio cegato, con anteojos de una convexidad extremada; el otro hablaba con acento extranjero, picando en todos los asuntos sin eludir los mundanos. Cuando fueron a visitar a Santiago, el Bailío presentó al primero diciendo que era un afamado teólogo; al nombre del otro agregó una retahíla de conocimientos: Historia, Matemáticas, Lenguas orientales, Geografía. Era incansable viajero. Acababa de llegar del Japón, y después de recorrer la España, se embarcaría para el Perú.

El amigo Ibero no necesitó preguntar a   —20→   Romarate el móvil de tales viajatas. Al punto le dio en la nariz el tufo carlista: como hombre de corazón abierto, lo dijo claramente a los tres señores en la segunda visita que le hicieron; y como añadiese algunas palabras de asombro por la impavidez y ningún sigilo con que los tradicionalistas andariegos llevaban su negocio, replicó el teólogo: «Nos acogemos a los derechos individuales que proclama la Constitución nueva: Libertad igual para todos, señor don Santiago, porque si no, no es tal libertad... Permítame usted que me ría un poco de la candidez de los señores de la España con honra».

-Está bien -dijo Ibero-. Pero la Constitución no se ha promulgado, no rige todavía.

-Para nosotros como si rigiera -agregó el Bailío sonriente, echando atrás la cabeza con airecillo de autoridad dogmática-. Y no dude usted que estamos agradecidos a la España con honra por la generosa concesión de esos derechos... inalienables... En esto se ve la mano de la Providencia: nos dan la libertad que esa misma Libertad necesita para ser abolida... O como dijo el sabio: similia similibus...

En otra conversación, solos Ibero y Romarate, este empleó conceptos de hueca solemnidad para contar a su amigo que los carlistas áulicos habían conseguido del Príncipe don Juan que abdicase en su hijo. No era don Juan hombre capaz de sostener en toda su pureza el dogma de la legitimidad. Para esto había venido al mundo don Carlos, hijo   —21→   de aquel, joven de excelsas virtudes y partes, grande, apuesto, magnánimo, bien penetrado de sus deberes como de sus derechos, que arrancaban de su realeza histórica y divina, hijo intachable, padre de sus pueblos, esposo de una ilustre Princesa que daría prez y honor al Trono de San Fernando. Y antes de acabar esta letanía sacó del bolsillo interior de su levitín un retrato de fotografía que enseñó a Santiago. Este lo había visto ya en casa de Crispijana, afiliado también a la Causa que a la sazón revivía de sus cenizas. Sin entusiasmarse con la figura del Príncipe, elogió la talla lucida, la gallardía marcial, la expresión varonil, y devolviendo la cartulina, con melancólico y frío acento se expresó de esta manera: «Cuando al carlismo dimos sepultura en Vergara, lo dejamos muy a flor de tierra. Claro: con la alegría de terminar la guerra, no pensábamos más que en abrazarnos... No nos dimos cuenta de que el enemigo mal enterrado estaba medio vivo».

-Diga usted que con toda la vida y robustez que tuvo en los días de Zumalacárregui y de Cabrera... Vacante el Trono, por haberse podrido la rama segunda, nadie puede evitar que venga la primera... Declare usted con toda franqueza, como hombre discreto y leal, si cree posible que España reciba y aguante a un Rey extranjero.

-¡Rey extranjero!... Eso nunca -afirmó Ibero poniendo en su voz todo el españolismo de su nombre y apellido.

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-Veo que es usted de los míos... Carlos VII es nuestro Rey, el único Rey posible...

-No estoy conforme, señor Bailío; no me llame usted de los suyos... Me sublevo... quiero decir, voto en contra... Guárdese usted su Rey.

-No me lo guardo, pues no sólo es Rey mío, sino de todos los españoles... Precisamente aquí tengo dos cartas... (Metiendo mano al bolsillo.) Una es de don Joaquín Elío (sacándola). Otra es del señor Arjona, secretario de Su Majestad...

-Sí, sí... le escribirán con la pluma mojada en ilusiones...

-Me dicen... (gravemente, envainando las cartas) que antes de San Juan estará el Rey legítimo en el Palacio de Madrid...

-Lo dudo... pero si así fuere... no le arriendo la ganancia... ¿Y cree usted, don Wifredo, que Prim se cruzará de brazos?...

-No sé de qué se cruzará... Sé que en el ejército español hay infinidad de jefes y oficiales que pronto tomarán el camino por donde ha ido el Coronel don Eustaquio Díaz de Rada... Prim verá que el ejército español se le escapa por entre los dedos.

Con frases un tanto vivas de una y otra parte terminó el coloquio. El alavés se despidió para Miranda, a donde iría con sus acompañantes, el teólogo y el enciclopédico, ambos jesuitas de cuidado. El primero era de los expulsados de España en Octubre del 68; el otro, polaco recriado en Francia, poseía   —23→   en grado sumo la facultad de asimilación, y a los pocos días de entrar en España mascullaba nuestra lengua, apropiándose con furioso y pertinaz estudio el conocimiento gramatical, y ejercitándose en la palabra castellana, en su acento y prosodia, con arrestos de conquistador... Ambos iban rectilíneos y sin pestañear al fin que se les señalaba, resortes inflexibles de una máquina tenebrosa y fuerte, soldados de una Orden de caballería que unos creen de Dios, otros del Diablo.

Cuando Romarate se despidió de la familia Ibero, pidiéndole a Fernanda órdenes para don Juan de Urríes y Ponce de León, la hermosa señorita se mostró desconsolada por la ya larga ausencia del galán, doliéndose de que el corte y costura de una Constitución durase tanto.

-Ya están dando las primeras puntadas -dijo don Wifredo-. Es una prenda de vestir que nosotros nos pondremos, pero volviéndola del revés... Del derecho podrá servirnos para Carnaval.

Habló después Fernanda de sus rabiosas ganas de ir a Madrid, y de la cachaza con que sus padres habían aplazado de un año para otro la satisfacción de este deseo. Sus tíos Demetria y Fernando la llamaban desde allá con voces cada día más cariñosas. Faltaba sólo que su padre se determinase a llevarla.

Oyendo esto, Gracia y Santiago sonreían. Don Wifredo, tomando un aire de intercesión paternal y caballeresca, apoyó a la señorita. Los padres no decían que no... Lo pensarían... La mamá, amargada por la desaparición de su querido hijo Santiago, sentía horror del bullicio de las capitales, y no quería separarse de Fernanda hasta que esta se casara... Si la boda era en otoño, Madrid sería el punto elegido para el viajecito de novios... ¡Madrid, Sevilla, Granada...! Ante estas manifestaciones, Fernanda suspiraba, soltando su imaginación por los piélagos infinitos del espacio y del tiempo; y después de un navegar loco, volvía, como la paloma del arca, con una rama en el pico... rama de los olivares andaluces.

Salieron para Miranda el Bailío y los clérigos de San Ignacio; mas en aquel punto se separaron, marchando los jesuitas a Tolosa, y agregándose a don Wifredo para ir con él a Madrid otro eclesiástico, ya mencionado en la relación de los huéspedes de la casa de Gauna. Era el doctor in utroque don Cristóbal de Pipaón y Landázuri, sobrino o resobrino del Marqués por agnación lejana, varón ilustrado y pío, con gafas de oro, mirar oblicuo y habla reposada. De sus títulos eclesiásticos no se copia más que mínima parte: canónigo cuarto de optación..., canónigo entero..., chantre de Armentia..., prestamero de San Miguel, etc. La opinión le señalaba por su conducta severa y por su feroz intransigencia política. Últimamente diéronle fama de poetas varias composiciones religiosas de estilo tonto-pindárico. La lira de don Cristóbal cantaba asuntos bíblicos con estro semejante al volar de un pato, con engarabitada sintaxis y terminachos pedantescos. Todo era Jehovah para arriba, Jehovah para abajo, y poner motes a los demonios, llamándolos tartáreos o abortos del Horeb; a Jerusalén llamábala reina impura. Hablaba de la faz jocunda de Dios en su trono, y de la impía raza de Cam (los judíos). Describía con pelos y señales la mansión de los justos: los abismos de azul, las cataratas de vívido fulgor llenan los cielos... Se metía con el filisteo y el saduceo, poniéndolos como hoja de perejil, y ensalzaba la mano innocua de Jesús curando a los leprosos. Aunque nadie entendía los versos del conspicuo don Cristóbal, unos cuantos amigos de su misma cáscara le alzaban hasta el cuerno de la luna, diputándole por eminentísimo poeta entre los primeros del mundo. La verdad era que al buen señor no deslumbraban los ridículos encomios, y se hacía muy de rogar para dar a la estampa sus bíblicas, retumbantes y huecas majaderías.

Sin contratiempo alguno hicieron su viaje don Wifredo y don Cristóbal. Despabilados y nerviosos, no pararon de charlar en todo el camino, agotando los tópicos de la ojalatería y cuentas galanas. Eran dos monomaníacos que jugaban a la pelota con la idea que a entrambos enardecía y fascinaba. El canónigo entero, en un arrebato de optimismo humanitario, planeaba la nueva Inquisición para limpiar de errores heréticos a la gran familia española, y Romarate esbozó pragmáticas diaconianas que restablecieran las buenas costumbres, el respeto a la nobleza y al sacerdocio. De madrugada, cuando ya el sueño les rendía, sin que remitiera la embriaguez optimista, don Cristóbal dijo a su amigo:

-Créame usted, señor Bailío: una de las primeras medidas debe ser el establecimiento de la censura para poner coto a los mil esperpentos que se publican. Yo no permitiría la impresión de composiciones poéticas que no tuvieran un fin altamente moral y un estilo decoroso.

Asintió don Wifredo con cabezadas, pensando en otra cosa: la recompensa de su adhesión sería una embajada en cualquiera de las cortes extranjeras. Durmiose, y al poeta bíblico también se le cuajaron los pensamientos en una mezcla de sueño y cavilación. Pero no dormía con sosiego, porque en la cabeza le estorbaba un desmesurado gorro, al cual tenía que echar mano para que no se le cayese. A fuerza de tocarlo, llegó a entender que era una mitra... En uno de sus dedos notaba la presión de un gordo anillo, y a cada movimiento del buen señor, el pesado báculo le daba un golpe en la nariz... La complicada vestimenta crujía con rumor de seda y rigidez de bordados de oro...

Al entrar el tren en la estación de Villalba, ambos viajeros, en dislocantes posturas, roncaban estrepitosamente.



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ArribaAbajo- III -

No era rico ni mucho menos el caballero de Jerusalén. Su hacienda consistía en dos casas modestas en la parte alta de Vitoria, llamada Villa de Suso, y en un caserío situado en Arganzona, hermandad o término de la capital de Álava. De sus mezquinas rentas gastaba tan sólo lo preciso para su sostenimiento, y defendía el corto peculio con su asistencia casi diaria a la mesa del Marqués de Gauna. Gracias a esto, el Bailío tenía sus ahorros, que aplicaba al dispendio extraordinario, o al renglón de viajes en servicio de la Causa. Hombre más arreglado no se conocía en el mundo: jamás contrajo la menor deuda; jamás recibió de amigos ni de parientes préstamo ni favor alguno en metálico.

Ajustándose a sus limitados posibles, don Wifredo, apenas resolvió el traslado a la Corte, escribió a un su amigo de toda confianza que le previniese un alojamiento decoroso y no caro, como otros que tuvo en Madrid en viajes anteriores, el 49 y el 53. El discreto amigo, doctor don Pedro Vela y Carbajo, Comendador de la Orden de Alcántara y Capellán Mayor del Convento de las Descalzas Reales, cumplió el encargo con diligencia y tino. Ved al buen Bailío instalado   —28→   en una casa de huéspedes decentísima y de buen trato, calle de Atocha, entre San Sebastián y Santo Tomás. Al escribirle a Vitoria incluyendo las señas en un papelito con olor de incienso, don Pedro Vela le decía: «Es casa de las más recogidas de la Corte, pues no se admiten más que personas recomendadas. Allí van sacerdotes y señoras mayores que huyen del bullicio. El trato es excelente y como de familia. A las ventajas de buen sol, calle espaciosa y ventilada, une la inapreciable proporción de la misa cercana por un lado y por otro».

Instalados los dos amigos en la casa que les recomendó el señor Vela, vieron que este no había sido hiperbólico en los encarecimientos. La vivienda hospederil era de lo mejor en su género, limpia y ordenada. Como una docena de personas vieron en el comedor a la hora de los garbanzos, gente juiciosa y grave, con excepción de dos jóvenes inquietos y un poco maleantes, que se permitían adulterar la honesta conversación con frases equívocas y vocablos de reciente cuño callejero. Había un sacerdote, un relator de la Audiencia, un coronel retirado con su esposa, dos ricos caballeros extremeños, un cónsul, y otros sujetos de circunstancias.

Ilustre huésped de la casa era una señora Marquesa, ya madura, con sobrina y criada; pero esta familia comía en su cuarto, y era casi invisible. La dueña, señora mayor de buen porte y modales finos, no hacía más   —29→   que vigilar el servicio, recorriendo cuartos y pasillos asistida de un grueso bastón, por estar dolorida de las piernas. El gobierno inmediato de la casa llevábalo una mujer de mediana edad, limpia, seca y no mal parecida, andaluza, muy diligente. El ama la llamaba Chele, y algunos huéspedes pronunciaban su nombre invirtiendo las sílabas. Todo lo que vio y observó en la casa el señor Bailío fue de su agrado; todo le parecía discreto y conforme a la buena educación, menos la desenvoltura de lenguaje de los dos caballeretes. Y lo que mayormente en estos le disgustaba, era que a la gobernanta de la casa la llamasen doña Leche, nombre o remoquete que a su parecer no era completamente decoroso.

Mientras más a los mozalbetes trataba, menos estimación les tenía. Uno de ellos cultivaba una uña. Había dejado crecer desmesuradamente la del dedo meñique de la mano izquierda, limpiándola con potasa y cuidándola como se cuida un objeto de gran valor. Con los gestos de su mano hacía por mostrar a la admiración del mundo aquella excrescencia, como si fuese una joya. Tal moda de origen chinesco le pareció a don Wifredo una porquería, y así lo manifestó al joven, recordándole uno de los consejos de don Quijote a Sancho; mas con tal discreción y timidez lo hizo, que el dueño de la uña no se dio por ofendido. La manía del otro era culotar una boquilla de las que llaman de espuma de mar. Fumaba puros   —30→   de estanco, más que por el vicio del tabaco, por el gusto de arrojar sobre la pipa los chorros del humo. Esto hacía sin parar, parloteando de sobremesa en el comedor, y luego frotaba la boquilla con un trapo de lana. Satisfecho de su labor, mostrábala a los huéspedes para que admirasen el negro brillo que tomaba. Luego se iba al café, donde seguía culotando y frotando, y ofreciendo su obra a la admiración de un círculo de ociosos.

Los insubstanciales señoritos, el de la uña y el de la boquilla, se revelaron pronto en el comedor de la casa como pretendientes a destinos. Al discreto y comedido don Wifredo le repugnaban aquellos silbantes que pretendían y al propio tiempo criticaban con chocarreras expresiones a los hombres de la Gloriosa. El uno imitaba la voz atiplada de Castelar; el otro zahería con chanzonetas del peor gusto al Duque de la Torre; al propio Prim y a Sagasta escarnecían ambos, y de todos los candidatos al Trono hacían disección y picadillo con anécdotas soeces.

Al sacerdote que en la casa vivía abordaron pronto los dos alaveses, quedando muy desconsolados del trato de aquel sujeto. Llamábase don Víctor Ibraim, y llevaba luengos años en el sacerdocio castrense. Desde las primeras palabras gargajosas del clérigo andaluz, le dio en la nariz a don Cristóbal olor de caballería. Hablando de diferentes asuntos eclesiásticos y políticos, los tradicionalistas descubrieron en el huésped   —31→   hervor de ideas revolucionarias y un soez desenfado para manifestarlas. Entre la hojarasca de sus vanos conceptos, dejaba traslucir el castrense una ambición insensata. El propio Romero Ortiz le había prometido la Rectoría de Atocha, destino calificado y pingüe. Pero pasaba el tiempo, ¡caray!, y ya se cansaba de esperar el santo nombramiento... Brindose luego Ibraim a presentar al señor De Pipaón en San Sebastián, donde tendría misa diariamente, y remató la oferta con estas groseras palabras: «Ojo al cura, que es un tío muy malo... y el bandido del colector no le va en zaga». Guardáronse muy bien los alaveses de clarearse ante aquel renegado. Apenas oyeron los primeros bramidos de su ambición no satisfecha, encerráronse en reserva sagaz, envolviendo cuidadosamente el lío que llevaban a Madrid.

«Hemos de recatarnos de este sinvergüenza -dijo Pipaón a su amigo cuando se hallaron solos-, porque como buen revolucionario y mal sacerdote, será de los que llevan soplos al Gobierno». Y otro día, cuando incidentalmente se tocó la cuestión de reyes posibles en España, Ibraim se dejó decir que el carlismo era una aberración de cerebros enfermos. Luego nombró a don Carlos con el mote irrespetuoso de Niño terso, inventado, según el canónigo poeta, por los graciosos que infestan la noble habla castellana. Oía don Wifredo por primera vez denominación tan irreverente, y un noble coraje   —32→   encendió su alma caballeresca, monárquica y religiosa en que revivía el espíritu de las Cruzadas.

A los tres días de su llegada recibieron los de Álava la interesante visita de dos caballeros muy señalados en Madrid por su filiación política, con vueltas a la fama literaria. Eran Gabino Tejado y Navarro Villoslada, ambos atrozmente neos o clericales, buen orador y periodista el primero, el segundo excelente prosista, y el que con más ingenio y dotes narrativas había cultivado en España la novela histórica en el género de Walter Scott. Era Tejado de mediana estatura, de rostro duro y bruscas maneras, que se acomodaban a su intransigencia irreductible; Villoslada no desmerecía del otro en el rigor absolutista; pero le aventajaba en estatura y no carecía de cierta flexibilidad en el trato, por lo que contaba con buenas amistades en el bando liberal. A primera vista causaban cierta pavura su talla escueta y el color subidamente moreno de su rostro, en el cual boca y ceño nunca fueron apacibles. Tejado solía emplear el tono humorístico con gracejo y elegante frase. Ambos se producían en sus escritos como en su conversación con cierta donosura tiesa y castiza que, según el entender de ellos, era el verbo adecuado a las ideas que profesaban.

La primera entrevista de Tejado y Villoslada con el Bailío de Nueve Villas y el canónigo Pipaón no duró menos de dos horas.   —33→   En ella cambiaron instrucciones y planes; hubo trasiego de papeles y notas, designación de pueblos adictos, listas de personas que ansiaban dar su vida por la Causa, y todo lo demás que es materia prima del amasijo de las conspiraciones. Los tales caballeros trabajaban la harina con activa mano; pero faltaba el horno bien caldeado para intentar y obtener la cochura. Sin esto, de nada valdría la preparación de la masa, como verá el que siga leyendo...

Nuevas entrevistas celebraron los mismos sujetos en la casa de huéspedes, y otra, con más asistencia de amasadores, en un tenebroso piso bajo de la calle de la Cruzada. De aquel local recóndito, con trazas de masónica sacristía, salió el acuerdo de que don Cristóbal de Pipaón acudiera incontinenti a varios pueblos de la Mancha, donde era necesaria la presencia de varón tan calificado, y don Wifredo quedase en Madrid esperando instrucciones de carácter delicadamente internacional, las cuales le obligarían a visitar con tapadillo impenetrable las Cortes extranjeras.

Todo lo que dispuso el reverendo Sínodo fue cumplido al pie de la letra, y en Madrid quedó muy gozoso y hueco el señor Bailío, recreándose mentalmente en la secreta misión que se le confiaría y en los graves puntos que había de tratar con las Potencias de Europa; misión que a su parecer encajaba en él como anillo al dedo.

Hallándose don Wifredo en esta expectación,   —34→   hizo un nuevo y peregrino conocimiento sin salir de la casa. Como ya se ha dicho, allí moraba una linajuda y triste señora que día y noche permanecía recluida en su aposento, sin dejarse ver más que de muy contados visitantes. En el comedor había oído el Bailío diferentes versiones acerca de la retraída y un tanto misteriosa dama: quién la consideraba mujer de historia, degenerada en novela de litigios denigrantes; quién deslizaba el innoble supuesto de que la bella sobrina, que compartía la triste existencia y reclusión de la señora mayor, no era tal sobrina, y sí una princesa de sangre real... El tontaina de la larga uña llegó a insinuar algo más grave, suponiéndola de sangre pontificia... Tales desatinos encendieron la ira de don Wifredo, y con la ira la curiosidad. Pero Dios quiso que esta quedara pronto satisfecha, porque una tarde llegose a él risueña y susurrante doña Leche con la encomienda de que la señora Marquesa, sabedora de quién era don Wifredo y de su jerarquía y significación, le suplicaba que la honrase con su visita.

Acudió a la cita el caballero; recibiole la señora con amable finura, mostrando alegría y orgullo de verle en su cuarto; de un gabinete próximo salió la sobrina; sentose él, después de los obligados cumplidos, y frente al enigma pensaba que le sería fácil descifrarlo... La dama se dio el título de Marquesa viuda de Subijana, que don Wifredo desconocía, aunque en su oído sonaba   —35→   con eco alavés. Los apellidos eran Lecuona y del Socobio, y apenas enunciados añadió la Marquesa que estuvo reñida con sus parientes de Madrid, Serafín del Socobio, y con la viuda de Saturnino, una tal Eufrasia, advenediza, que de aluvión bastante turbio había entrado en la familia. Oyendo estas cosas, pasó rápidamente don Wifredo por variables estados de ánimo. Tan pronto creía que hablaba con una farsante aventurera como con una víctima inocente de graves discordias domésticas. Al fin resultó que la Marquesa viuda de Subijana sostenía en Madrid un rudo pleito con el Estado por la posesión de gran parte de las salinas de Añana, que el Ministro de Hacienda de O'Donnell, Sr. Salaverría, vendió indebidamente años atrás.

En el curso de la exposición del litigio, pudo observar el sanjuanista la dicción perfecta que declaraba el alto abolengo; observó también la belleza de la sobrina, que era del tipo angélico, rubia, vaporosa, espiritual. Diríase que sus brazos, honestamente recogidos, se iban a convertir en alas, y que todo lo que su modestia callaba lo diría remontando el vuelo por encima de las cabezas de la tía y el visitante. Una vez que la ilustre viuda explanó sus derechos, se metió en el campo político, declarándose ferviente partidaria de la Causa que el caballero defendía. No había otro Rey para España que el gallardo Príncipe, hijo de don Juan y nieto de don Carlos María Isidro. A estas   —36→   manifestaciones añadió el relato patético de sucesos presenciados por ella en los años 34 y 35; páginas palpitantes de la vida y desengaños del asendereado Carlos V, la verdadera Historia de España, según don Wifredo. Aunque se la sabía de memoria, oíala siempre con desmedido gusto. La otra Historia, la de la rama segunda, que a Isabel enaltecía llamándola Reina y a su tío denigraba con el depresivo mote de Pretendiente, le atacaba los nervios: era una Historia suplantada, apócrifa y petardista.




ArribaAbajo- IV -

Embelesado prestó atención el buen Romarate a este relato fidedigno. «Yo, señor mío, seguí a don Carlos, a la Reina doña Francisca y a sus hijos, con la Princesa de Beira, en la persecución que sufrieron en Portugal, después de la derrota de los miguelistas por las tropas de Saldaña y Rodil, y embarqué en el Donegal con los Reyes y su séquito. Era yo camarista de mi señora doña Francisca, y constantemente al lado suyo en aquellos trances, pude admirar su grandeza de alma y su valor sublime ante la adversidad. Si don Carlos Isidro era la paciencia resignada, en doña Francisca había usted de ver la fortaleza desafiando al Destino.   —37→   De don Carlos Luis puedo decir que no se ha conocido Príncipe más inteligente, ni más simpático y resuelto. ¡Con su muerte, ¡ay!, perdió España un excelso Rey!».

Con cierta prevención escuchaba don Wifredo este exordio, sospechando que la tronada Marquesa historiaba de oídas; y para salir de dudas, la interrogó bruscamente: «¿Recuerda usted, señora, el nombre del pueblecillo donde embarcaron?».

-Aldea-Gallega -replicó al instante la narradora-. ¿Cómo no he de acordarme si en mi vida he pasado mayor susto que en la angustiosa travesía de la playa al navío, que era inglés, como usted sabe? Lo que tal vez ignora es que el comandante se llamaba Pushave, y era hombre seco y de pocas palabras.

-Lo sabía, señora, y también que en el séquito de nuestros Reyes iban algunos generales.

-Sí, sí: Romagosa, González Moreno...

-Y Maroto, señora, y dos Mariscales de Campo.

-Abreu, Martínez: bien me acuerdo. El personaje que más abultaba por su hinchada jerarquía era el Obispo de León, señor Abarca. También llevábamos al padre La Calle, confesor del Rey, y al Padre Ríos, ayo de los Príncipes, y otros Padres, que no se mareaban y comían como buitres.

-No se olvidará usted del Gentilhombre señor Conde de Villavicencio, pariente mío.

-No me olvido de ese, ni de mi tío materno   —38→   el Marqués de Obando. Llevábamos también al secretario Plazaola, al Brigadier Soldevilla, a los médicos Llord y Villanueva, y al caballero francés Saint-Silvain.

-Veo que tiene usted una memoria felicísima -afirmó Romarate, sosegado ya de su recelo-. Me ha dicho usted que era camarista de Su Majestad la Reina.

-Sí, señor. Mi esposo, caballerizo de Su Majestad, quedó en Portugal, encargado de traer con sigilo pliegos del Rey a Madrid y a las Provincias Vascongadas... Nuestro viaje fue pesadísimo por causa de las calmas. Doña Francisca, impaciente por llegar a Inglaterra, imprecaba con ardor a los vientos dormidos y al tiempo perezoso... Por fin ¡válgame Dios!, llegamos a Portsmouth, en cuyas aguas nos tuvieron fondeados dos días sin dejarnos desembarcar. ¡Qué ansiedad, qué amarguras las de aquellas horas! A bordo vinieron varias autoridades que, con preguntas irrespetuosas, indiscretas, aumentaban la desazón de la Familia Real. Al cabo llegó un inglesote con el escopetazo de que el Gobierno británico no reconocía los derechos de nuestro señor don Carlos al trono de España, y que no podía tributarle honores regios, ni tampoco honores de Príncipe, como no renunciase previamente a lo que aquel bárbaro llamaba derechos ilusorios a la Corona. No podía, pues, el Gabinete inglés concederle mejor trato que el correspondiente a un simple particular.

-De entonces acá, señora mía -dijo sesudamente   —39→   el caballero de San Juan-, ha cambiado mucho la opinión de la Inglaterra respecto a estos particulares, y no han tenido poca parte en esta mudanza los escándalos del reinado de esa pobre doña Isabel... Y no la llamo Reina, porque no lo ha sido más que de hecho... El hecho contra el derecho claro y patente no tiene valor alguno. Esa Isabel, mal llamada Segunda, es para mí como una sombra que ha pasado por el Trono sin romperlo ni mancharlo... Siga usted, señora.

-El agravio de aquellos malditos ingleses nos encendió la sangre. Como no nos entendían, les insultábamos en nuestra lengua. Yo no podía contenerme: les dije todas las desvergüenzas que podía decir una señora, y algunas más... Saltamos en tierra... El Rey se mantenía en su paciencia taciturna: miraba al suelo y movía los labios como si rezara entre dientes. Doña Francisca, mujer poco sufrida, de sentimientos hondos, fácilmente inflamables, no disimuló la quemadura en el rostro que el bofetón inglés le había causado, y con fiera dignidad de Reina ofendida protestaba del ultraje en formas iracundas. No había consuelo para ella. La negación, burla más bien, de sus derechos, les ponía en un grado de excitación cercano a la demencia... La familia no quiso residir en Portsmouth. En una quinta de las cercanías de Gosport se instalaron los Reyes con su inmediata servidumbre. De las camaristas, yo fui la única que permaneció junto a   —40→   la Reina doña Francisca, y puedo asegurar que ni una sola vez puso la Señora sus pies en la calle: tan grandes eran su tristeza y abatimiento.

Pausa larga y patética. Suspiró el caballero de San Juan, y su mirada melancólica, al vagar por la estancia como ave que busca su nido, se cruzó con la mirada igualmente desconsolada y errabunda de la señorita angélica, que figuraba en el mundanal catálogo como sobrina de la Marquesa de Subijana. Chocaron las miradas un momento; la señorita recogiose de nuevo en sí, apretando contra el cuerpo sus alas, sin decidirse a volar; rasgó el silencio una tosecilla del caballero, y al poco rato lo cortó la voz bien entonada de la señora, que así reanudaba el hilo de sus graves historias:

«Triste era la existencia de las reales personas en la soledad de Gosport. Corrieron los días con la única distracción de proyectos de viaje y planes belicosos. En diarios consejos de magnates se trataba de los arbitrios para costear la campaña en el Norte de la Península, donde ya estaba encendida la guerra; tratábase asimismo de si la presencia del Rey era o no necesaria para inflamar los ánimos de la gente carlista. Un día de gran discusión en el consejo, se levantó fuerte altercado sobre esto, y el Obispo Abarca y el francés Saint-Silvain opinaron porque el Rey se reservara, cuidando de no exponer su persona al riesgo de los combates. Presentose de improviso la Reina en medio   —41→   de la junta o concilio, y con acento de dignidad y enojo soltó un severo discurso terminado con esta frase: Quien aspira a ceñirse una corona por la fuerza, no ha de mirar peligros, no ha de mirar más que a la posibilidad o certeza de lograr el triunfo.

»No fue menester más para que todos se decidieran por la presencia inevitable de Carlos V en Navarra y Guipúzcoa... Poco después, el travieso Silvain se procuraba unos pasaportes falsos expedidos a favor de Alfonso Sáez y Tomás Saubot, comerciantes en la isla de la Trinidad, y al amparo de estos papeles, partió don Carlos de Londres, atravesó el Reino de Francia, y el 1.º de Julio del 34 fue recibido en Elizondo por Zumalacárregui. Un faccioso más dijo el badulaque de Martínez de la Rosa al saber la noticia... El faccioso era el Rey, un leño más, un bosque de leña arrojado en el incendio de la guerra.

»-Incendio -afirmó prontamente el Bailío- que no quedó extinguido en Vergara, sino mal tapado entre cenizas.

»-Llego a lo más sensible, a la mayor amargura y desolación de la historia que me tocó presenciar, y fue la muerte de mi amada señora y Reina doña María Francisca de Braganza. La proscripción, la estrechez de la vivienda, la negrura del cielo inglés, los desaires de aquel Gobierno hereje más inclemente que cielo, suelo y clima, la incertidumbre y ¿por qué no decirlo?, la pobreza, pues Su Majestad llegó a carecer de lo más   —42→   preciso, destruyeron su salud. La grande heroína quedó desarmada para la tremenda lucha que sostenía... La veíamos desmerecer por meses, por semanas. Su lozanía degeneró en extrema flaqueza. Todo en ella moría lentamente; sólo vivían en sus ojos la tristeza y la majestad. Su hermana doña Teresa y yo, únicas personas que la asistíamos con nuestro cariño y nuestros cuidados, vivíamos en constante alarma. La arrogancia, la tirantez de voluntad que sostenían, como armazón de hierro, aquella desmayada naturaleza, vinieron a tierra con dos golpes de adversidad que recibió en Mayo de aquel año funesto. El uno fue las malas nuevas que recibió del Pirineo, confirmadas por una carta de don Carlos en que le decía que, sorprendido por las avanzadas cristinas, estuvo a dos dedos de caer prisionero. Se salvó de milagro gracias a un pastor llamado Esain que en hombros le sacó por entre peñas y precipicios horribles, ocultándole en una choza».

-Fue la ocasión más crítica -dijo don Wifredo- en que se vio Su Majestad durante aquella guerra, y una de las que más claramente manifestaron la acción tutelar de la Providencia.

-Permítame usted, señor Bailío -dijo con cierto escepticismo de buen tono la Marquesa historiadora-, que dude de las bondades de la Providencia en aquellos días tristísimos. Esa señora tutelar no se dignó evitar a doña Francisca el horrible notición de   —43→   la escapatoria de Carlos V, llevado a la pela por un pastor, como si fuera una oveja descarriada. Y para mayor desdicha, sobrevino nuevo altercado con las autoridades inglesas por negarle estas a la Señora los honores que a su realeza correspondían... Ardiendo en indignación, doña Francisca no se mordió la lengua. «Mis pretensiones y derechos -les dijo- nacieron conmigo; tienen un origen tan remoto y respetable como mi propia existencia. Toda detentación de estos derechos será un atropello inicuo». No se dieron por convencidos los ingleses... La infeliz Reina, sintiendo que se hundía todo su tesón, cayó moralmente desplomada, y su espíritu no alentó ya más que para prepararse a un morir cristiano... ¡Ay, señor!, no podré contar a usted la muerte de mi amada Señora sin que mis ojos se llenen de lágrimas y el corazón se me despedace. Arrebatada Su Majestad de una fiebre violentísima, estuvo algunos días entre vida y muerte. La ciencia hizo esfuerzos desesperados, y al fin se retiró de la lucha, dejando a la enferma en manos de Dios. Nuestros cuidados fueron también ineficaces... La tribulación y congojas de los últimos días no podré olvidarlas si mil años viviera... Rodeada de su familia y servidumbre, con entero conocimiento, despidiéndose de todos en tierno lenguaje, que parecía descender del cielo, grandiosamente, santamente, entregó su alma al Señor a las once y treinta y cinco minutos de la mañana del 11 de Junio.

  —44→  

Gimoteando terminó la noble dueña su página histórica, y la señorita angélica rompió a llorar amargamente.

«Esta niña -indicó la Marquesa, tratando de contener su propia emoción- es tan sensible, que no puedo referir delante de ella los trances dolorosos de nuestra Causa sin que se deshaga en lágrimas, como usted ve. Hija del alma, sosiégate. Han pasado más de treinta años desde aquellos días tristes, y ahora esperamos días risueños».

Ni con estas palabras afectuosas se le calmó a la sobrinita la congoja, que más parecía mal de corazón... Contagiose la tía, y por no ser menos, también se afectó dolorosamente don Wifredo, que hubo de llevarse a los ojos su pañuelo marcado con la cruz de San Juan de Jerusalén sobre las iniciales.




ArribaAbajo- V -

«No haga usted caso, señor Bailío -dijo la dama, limpiándose el mojado rostro-. Es que somos tan desgraciadas, y con tanta saña se ceba en nosotras el infortunio, que por cualquier cosa, por un triste recuerdo, por una palabra de ternura, nos convertimos en Magdalenas...».

El noble caballero, dominando la parte de emoción que le había tocado, empleó toda su elocuencia en sosegar a tía y sobrina,   —45→   logrando al fin que se iniciara lo que en lenguaje clásico se llamaba descordojo, o sea, el alivio de la congoja y el dulce placer que sigue a las fuertes aflicciones. Por fin, a ratos condolido, a ratos consolado, los ojos de Romarate se embelesaban en la admiración de la señorita, cuya belleza no desmerecía con el llorar. Aunque la nariz se le había puesto muy colorada, y la boca se contraía con muequecillas poco estéticas, don Wifredo la consideraba tan bonita como los ángeles que acompañan en su duelo a Nuestra Señora de las Angustias.

Sosegadas tía y sobrina, entraron los tres en conversación de cosas positivas y tocantes a intereses, y el alavés pudo enterarse de que el bienestar de ambas señoras dependía de una resolución del Consejo de Estado. En Madrid tenía la Marquesa conocimiento con personajes de los que la Revolución había puesto en candelero. Sin ningún escrúpulo solicitaba y obtenía el amparo de tales hombres, pues todo debía posponerlo al rescate de su hacienda. Semejante contubernio con los enemigos del Trono y el Altar no le parecía bien a Romarate; pero se calló por no tener aún confianza para contrariar a las señoras en puntos tan delicados...

La visita de aquel día fue demasiado larga para ser la primera. Cada vez que don Wifredo pedía venia para retirarse, le instaban a permanecer un poquito más; pero al fin dejáronle salir, sin agotar los variados temas que, unos tras otros, enredándose como   —46→   cerezas, se suscitaban. Al retirarse caviloso a su estancia, el sanjuanista no veía los caracteres de la dama y damisela con claridad satisfactoria. Pensando más en ello, se dijo: «Pocos días, pocas horas quizás de conocimiento bastarán para disipar la neblina que las envuelve, a no ser que su disimulo sea más fuerte que mi penetración. Estate en guardia, Wifredo, que para ti está guardado este precioso enigma».

En las visitas siguientes, las obscuridades, lejos de disiparse, aparecieron más espesas a los ojos del caballero. En una larga conversación que tuvo con la sobrina (cuyo nombre familiar era Céfora, elipsis de Nicéfora), revelose en la niña un conocimiento de cosas místicas y aun teológicas, que no por superficial dejaba de ser gracioso. Sin duda, su adolescencia precoz se apacentó en variadas lecturas; seguramente cayeron en sus manos, tras de las novelas sentimentales y enredosas, obras de literatura sagrada o de ejercicios devotos a la moderna, y en aquel feraz campo espigó ideas, hechos y conclusiones referentes a la vida inmortal.

Y cuando Céfora, después de pasearse un ratito por los Lugares teológicos, se declaraba horrorizada de la terrenal existencia y querenciosa de la paz del claustro, saltaba la Marquesa con estas doloridas manifestaciones: «Han sido inútiles mis esfuerzos para desviarla de esos caminos... Buena es la inclinación hacia la verdad, excelente el   —47→   estudio de cuanto conduce a Dios; mas para determinarse a encerrar la vida en el rigor y dureza de un monasterio, hace falta mayor reflexión. Verónica es una criatura, y su vocación no ha pasado por las pruebas que han de darle la debida consistencia. ¿No está conforme conmigo el señor Bailío?».

Sí que lo estuvo don Wifredo; y penetrado de que la señorita procedía con infantil precipitación y aturdimiento en sus anhelos de vida ascética, en tal sentido la sermoneó con palabra cortés y un poquito galante. Pero la niña defendía su criterio con tesón y eruditas razones, y un mover de sus ojos azules, y un accionar de manos y brazos, que al alma del Bailío llevaban más trastorno que convencimiento.

No acababa de convencerse el caballero de San Juan de la sinceridad de Céfora en aquel orden de ideas, y su confusión subió de punto una tarde oyéndola tratar materias muy distintas. Esquivando la disputa de temas religiosos, habló de re mundanal y suntuaria, de costumbres y devaneos cortesanos con un conocimiento, ¡ay, ay!, y con una picardía, que hicieron a don Wifredo el efecto de un tiro... Pero la gran sorpresa, más bien espanto, del ilustre alavés, fue al anochecer de aquel mismo día, cuando vio entrar de visita, con la desenvoltura y modos familiares de una firme amistad, al caballero andaluz don Juan de Urríes y Ponce de León.

El estupor dejó mudo a Romarate por algunos   —48→   segundos. Don Juan tardó más de la cuenta en encontrar la fórmula de saludo. Pero recobrándose, como hombre muy corrido, disimuló lo desagradable de aquel encuentro. Alegre y cordial fue la salutación de las señoras, y en ellas se traslucía que el amigo había estado ausente un par de semanas. Con toda su agudeza no pudo evitar Urríes cierto embarazo en la conversación, y don Wifredo, de puro cortado, trabucaba los conceptos. Pero su confusión no le impidió advertir el extremado gozo de la señorita teóloga ante el gallardo sujeto recién venido.

Los ojos de Céfora brillaron: en ellos jugueteaba una luz que por convencionalismo seguiremos llamando celestial. Al buen alavés le parecieron más azules, más expresivos, húmedos de candorosa emoción. Corrían las miradas de la niña hacia la faz del caballero, como si quisieran sorprender sus pensamientos antes de que los expresara. Tan aturdido estaba el noble personaje carlista, que a ratos cerraba sus ojos para descansar de una visión que le resultaba odiosa. Sostuvo la conversación, no sin sutilezas de su mente, para evitar una retirada brusca, y al fin, en cuanto halló coyuntura de fácil salida, pidió la venia, y despidiéndose de Urríes y de las señoras con afectadas finezas, se puso en salvo.

Muy alterado estuvo el caballero de San Juan aquella noche. La ira prendió en su noble alma, y con la ira tomaron en ella mayor   —49→   vuelo los sentimientos de hidalguía y caballerosidad. Paseándose en corto dentro de la brevedad de su aposento, encasquetado el sombrero de copa y sin quitarse los guantes que llevó a la visita, monologueaba de este modo: «Tan ángel es como mi abuela. ¿Y de aquellas teologías, de aquel llanto por la muerte de doña Francisca, ocurrida treinta años ha, qué debo pensar? O es loca de remate, o una consumada histrionisa... Bien he visto que Urríes le ha sorbido el seso... ¿Y cómo compaginamos amor de hombre y devoción del Santísimo Sacramento? ¡Oh corrompida sociedad; oh fruto venenoso de las doctrinas de la maldita Enciclopedia; oh burla de Dios y risotadas del diablo! ¡A lo que ha llegado esta pobre España, el país de las damas honestas, de los caballeros sin mancilla y de la exaltada fe religiosa! Aquí tenéis vuestra obra, revolucionarios; ved la sentina de vuestra España con honra».

Quitábase los guantes y con furia los arrojaba en el velador; dejaba sobre la cómoda el sombrero con violento golpe que parecía indicar poca estimación de aquella noble prenda, y aguardando el aviso de doña Leche para la comida (que allí a la francesa se servía, con los garbanzos por la noche), daba más cuerda a sus alborotados pensamientos: «Ya veo claro que si la sobrina es una comedianta, la tía es el prototipo de la trapisonda. ¡Y quieren hacerme creer que son partidarias de los que defendemos a rajatabla   —50→   el Trono y el Altar! Si así pensaran, ¿cómo habrían de andar en contubernios con los malditos septembristas y alcoleístas, valiéndose de ellos para negocios y enredos que han de ser de una suciedad apestosa? ¡Válgame Dios! ¡A lo que ha venido a parar la nobleza! Si no hubiera otros indicios para calar toda la malicia demagógica de esta pobre familia degenerada, lo que observé esta tarde me bastaría para formar juicio. Cuando llegué, la Marquesa leía... Para recibirme y saludarme, dejó el libro en el velador cercano... De soslayo lo miré... ¿Qué libro era, Dios mío? Pues Los miserables de Víctor Hugo... Áteme usted esa mosca... Y dama aristocrática me soy... y ex camarista de la Reina legítima. ¿Qué idea tendrá esta gente de la legitimidad, y de los sagrados derechos, y de la verdadera y única Religión?».

Después de comer con menguado apetito, salió como de costumbre a gustar las delicias de la fresca noche de Madrid, que es uno de los mejores recreos de esta villa, entonces descoronada. Solía don Wifredo dar unas vueltas, de nueve a diez, embozado en su capita, por la calle del Príncipe y Carrera de San Jerónimo. Su caballerosidad y catolicismo no le estorbaban para distraerse viendo las niñas guapas, y en seguimiento de ellas las acechaba para observarlas a su antojo al pasar ante el resplandor de los escaparates. Aquella noche no faltó a su rutina... Más desconsolado que nunca se retiró   —51→   a su vivienda después del ojeo, y al acostarse le acometió de nuevo la fiebre del monólogo.

«Y ahora resulta -se dijo- que el don Juan de Urríes es un pillastre, un hombre sin conciencia, que desconoce las leyes elementales de la delicadeza y del honor... ¡Vive Dios!, no esperaba el muy ladrón que yo le sorprendiese en delito flagrante de infidelidad. ¡Oh, qué pensaría Fernanda si supiera que su prometido se entretiene en abrasar y derretir con amores, que a mí me parecen impuros, a esta dislocada mística rubia, a esta diablesa con ojos y cabello de serafines, blanca, modosa, tan pronto sentimental y llorona, como avispada y picaresca!... ¡Y qué diría de semejante canallada don Santiago Ibero, persona recta y pundonorosa, aunque progresista!... Ahora se me ocurre que yo, como amigo leal de aquella noble familia, debo tomar cartas en el asunto... ¡Sí...! ¿Somos acaso caballeros de relumbrón, o lo somos para sacar el pecho bravamente en defensa de los ultrajados y adelantarnos al castigo de los que olvidan las leyes del honor?... ¡Oh, Fernanda hermosa, la más arrogante, la más honesta y pulcra doncella que Dios ha puesto en el mundo!, ¿quién te había de decir que este Bailío de San Juan habría de ser mantenedor de tu inocencia, burlada por un libertino?... Por el nombre que llevo y el hábito que visto, no pasará el día de mañana sin que yo me plante frente al señor de Urríes y le exija reparación, y   —52→   le amenace con los furores de mi justicia implacable, si no rinde su necia vanidad de seductor ante la belleza y honestidad de la sin par Fernanda Ibero...». Con estas belicosas ideas se durmió al fin el caballero de Jerusalén, abandonando su noble cabeza sobre la almohada hospederil.




ArribaAbajo- VI -

Al despertar a la siguiente mañana, lo primero que en sí notó el puntilloso Romarate fue una remisión notoria de la fiebre caballeresca. Saltó del lecho, y mientras se aseaba y acicalaba, reanudó sus cavilaciones, dándoles nuevo giro, por efecto del bálsamo de mansedumbre que el sueño había difundido en su alma. «La noche me ha dado serenidad bastante para ver que no siendo yo padre, ni hermano, ni tío siquiera, de la sin par Fernanda, no me corresponde pedirle cuentas a ese don Juan de los agravios hechos o por hacer a tan primorosa doncella. Si fuese huérfana o estuviese sola en el mundo, bien estaría mi metimiento en este negocio, y el exponer mi vida por la justicia y el honor».

Poco después, hallándose en medio de la estancia, con sus escasos pelos mojados y tiesos, la cara enrojecida del frotar de la toalla, se decía: «Y has de tener muy en   —53→   cuenta, Wifredo de mi alma, que si ese bergante de Urríes hace contigo el jaquetón y te arrastra a un duelo de verdad, has de verte apuradillo. Eres poco fuerte en toda clase de armas: en esgrima no pasas de discípulo chambón, y en el tiro de pistola pones la bala en todas partes menos en el blanco... Por una verdadera irrisión social, estos señoritos calaveras son espadachines y tiradores muy temibles. Maldita gracia tiene que Urríes te mande al otro mundo, por el desaire de una niña bonita que no ha sido tu novia ni cosa tal... Bien mirado, resulta absurdo y casi ridículo que sea yo caballero de la insigne y militar Orden de San Juan de Jerusalén, que pueda usar un largo y severo manto con cruz roja de ocho puntas, que me cubra con un birrete, y ciña espadín, y que con todos esos arreos carezca de la más elemental destreza en el manejo de las armas...». En su corto paseo matinal, camino de la peluquería donde se afeitaba, pensó también el Bailío que no debía poner el caso en conocimiento de la familia de Fernanda, pues no era compatible la dignidad de un caballero con la soplonería y el llevar y traer chismajos.

Aquella noche no visitó a la Marquesa. No quería estorbar, ni tampoco ser impertinente o desairado testigo de la conversación y de los melindres, ojeadas y muequecillas que habrían de cruzarse entre los enamorados. Sabía que por las noches iban tía y sobrina a la parroquia de San Sebastián,   —54→   donde a la sazón se celebraba solemne novena de los Dolores. A la hora que le pareció más oportuna, requirió don Wifredo el tapujo de su capita, y embozado a la picaresca se situó en la calle de Cañizares al acecho de las damas, por ver si el amigo las acompañaba a la novena. Al cuarto de hora de centinela, distinguió el alavés la figura talluda y airosa de don Juan de Urríes. Junto a él iba Céfora, picoteando; detrás la muchacha, que era una mostrenca de nariz roma y ademanes silvestres, llamada Sagrario. ¡La Marquesa se había quedado en casa... embebecida en Los miserables de Víctor Hugo!... La sorpresa que embargó el alma hidalga de Romarate, trocose prontamente en ira; apretó los dientes, imprecó al cielo con una mirada y al suelo con pataditas, masculló una frase corajuda, y dijo al fin con Jovellanos: ¡Oh vilipendio, oh siglo!...

De aquel innoble desaguisado tenían la culpa la Enciclopedia, Voltaire, d'Alembert, Diderot, y toda la taifa precursora y actora de la infernal Revolución francesa... De aquella ciénaga desbordada venía la corrupción de las costumbres en esta pobre España. Por obra y gracia de los emigrados, importadores del vicio mental, y de los masones y revolucionarios, puros monos de imitación, habían quedado estos reinos limpios y rasos de sus tradicionales virtudes. Apenas quedaban ya damas verdaderas; apenas teníamos hombres de honor. Urgía   —55→   restaurar la patria, empezando por sus quebrantados cimientos...

Las sospechas del alavés llegaron a lo más abominable. Determinó trasladar su punto de acecho desde la calle de Atocha a la de las Huertas, pues ya tenía noticia del fácil juego que ofrecen a los amantes en este Madrid las iglesias de dos puertas. Poco trecho medió entre lo sospechado y lo sucedido: a los cinco minutos de estar en el nuevo atisbadero, vio salir por el patio de San Sebastián a Urríes y Céfora, solitos, presurosos, escurriéndose con disimulo entre la multitud que entraba... Siguieron el galán y la niña calle abajo, arrimándose a las casas, como en requerimiento de la obscuridad; llevaban el paso ligero; ocultaba ella su rostro entre los pliegues de la mantilla, y él se alzaba el cuello del gabán, so color de poner reparo al fresco de la noche. El Bailío les siguió a distancia... les vio torcer a la derecha, metiéndose por una transversal... De la calle del León pasaron a la de San Juan... Adelante siempre los bultos recatados. Detrás, a distancia, el embozado espía...

Pasaron la niña y su amigo a otra calle que don Wifredo desconocía... Entró por ella y no vio nada. La escurridiza pareja se perdió, filtrándose por alguna pared, o sumiéndose por algún traicionero callejón o puerta disimulada. Quedó perplejo y muy dolido de su chasco el buen Bailío, y se abstuvo de proseguir su persecución indiscreta. No era de caballeros apurar el espionaje. Su mal   —56→   humor fue expresado con patada violenta... Dio media vuelta brusca, como girando sobre un pivote, y marcó la retirada. Terribles cosas escupía su boca contra la felpa del embozo. «¡A qué ignominias ha llegado esta nación! Crea usted en purezas de niñas angelicales, en virtudes de Marquesas tronadas y codiciosas, en palabras de galanes bien vestidos y dicharacheros!... ¿En dónde estoy?... Siento asco... Vuélvome a casa... ¿Dónde habrá personas decentes con quienes tú puedas hablar, Wifredo de mi alma?... Sin duda, todo Madrid es pestilencia...».

La retirada del caballero fue triste y no sin peripecias. Perdido en las calles, fue a salir frente al Congreso, cuya fachada le sirvió para orientarse. Y a la tarde siguiente (¡oh incongruencia bárbara de la sociedad matritense y de la nueva neurosis de que atacada estaba toda la nación!), le recibieron las de Subijana con las demostraciones más afectuosas. Urríes no apareció por allí: sin duda la sesión del Congreso era movidita y de bullanga. El angélico rostro de Céfora estaba triste como un día sin sol. Creyendo el Bailío que el sol que faltaba era don Juan de Urríes, hacia la persona de este derivó la conversación, tratando de sondear el pensamiento de las damas sobre aquel bergante de buen tono. Contra lo que esperaba, la viuda no fue muy benévola con el andaluz, cuya figura física y moral trazó con estas breves pinceladas: «Es un hombre agradabilísimo, fino y servicial como él solo; pero   —57→   a poco que se le trate, se descubre, debajo de la frivolidad graciosa, el enorme vacío moral de estas generaciones. Estimándole yo mucho como amigo de los de puro ornamento social, no me fiaría de él en cosa alguna pertinente a las buenas costumbres, a la familia y a nuestra religión sacratísima».

No queriendo negar ni asentir, el Bailío salió del paso con generalidades de las que a nada comprometen. En su interior afirmó que cada día entendía menos a la Subijana. O era una sutil hipócrita, o una inocente de esas que no ven más que la superficie de las flaquezas humanas... Carolina de Lecuona y del Socobio no revelaba en su noble rostro, de simpática belleza otoñal, inocencia ni gazmoñería. Había sido hermosa, y aun en aquella fecha lo sería sin el estrago que antes que el tiempo le causaron las pesadumbres, los quebrantos de salud y fortuna. Su cuerpo desbaratado por la obesidad y por la negligencia del estrecho vivir, contrastaba con su primorosa cabeza sesentona, en la cual la crítica estética más descontentadiza no encontraría ninguna vulgaridad. Hablaba con la pureza gramatical que observamos en las señoras de alto nacimiento y crianza exquisita. Su dicción y su acento encantaban; su lenguaje familiar reunía la llaneza castiza y el donaire sutil apenas perceptible, como los aromas delicados.

Súbitamente, sin que nadie le preguntara habló Céfora del ausente caballero andaluz. De su linda boca oyó el Bailío, maravillado   —58→   y aturdido, estas peregrinas razones: «¡Ah!, ese pobre don Juan quiere ser listo, pasarse de listo, y lo que hace es pasarse de tonto. Ayer... ¿te acuerdas, tía?, nos reímos de él todo lo que quisimos. Por halagarnos se empeñó en hacernos creer que está desengañado del mundo; que no tiene novia, ni la busca; que si se decide a casarse, se casará con una lugareña... sin ilusión, se entiende... por aquello de tener quién le cuide... Dijo que se siente viejo, muy viejo, y que desea vivir en un rincón, olvidado de todo el mundo. ¡Qué farsa, qué comedia tan mal representada! Nada me hastía como ver a estos hombres, que son todos mentira, así cuando dicen verdad como cuando la fingen... Total, que ni mentir saben. Verás, tía, cómo don Juan vuelve otra vez mañana con la cantinela de su desengaño del mundo... Y si le hablas de Dios, te dirá que no le entra la fe ni con escoplo y martillo... Espíritus muertos, ¿verdad, señor de Romarate?... Yo no puedo tomar en serio a este pobre don Juan...».

Largo rato duró el reír nervioso, entre jovial y dolorido, de la niña angélica. Carolina le decía: «Basta, hija: por cualquier cosa se dispara la carretilla de tus nervios...». El Bailío permanecía mudo, pensando que Céfora era tonta rematada o un monstruo de cinismo precoz... Retirose luego la joven a una estancia próxima, y la Marquesa dijo a su amigo: «Habrá usted observado que esta chiquilla tiene mucho talento... un talento   —59→   desmedido y que no cabe en su delicada persona. Quisiérala yo menos avisada y con menos luces en la mollera; quisiérala yo un poco tonta, señor Bailío, más acomodada al tipo común de señoritas en el estado social presente; me convendría que fuese más vulgar, de pasta blanda, que fácilmente se dejara modelar... Así haría yo de ella una mujer definitiva para el mundo, o para la religión».

No habían concluido la dama y el caballero de parafrasear esta idea, cuando reapareció Céfora, no ya riendo, sino compungida y llorosa. Viéndola su tía tan bruscamente cambiada del reír a las lágrimas, la reprendió cariñosa, incitándola al reposo y a la ecuanimidad, a lo que replicó la sobrina con humilde acento: «Perdóneme, tía; perdóneme también el señor Bailío. Es que me había propuesto confesar y comulgar hoy... pues no lo he hecho desde el jueves... No encontré en Santo Tomás a mi confesor, padre Codes... Por esperarlo se me pasó el tiempo. ¿Verdad que debí confesar con don Matías?... Lo que importa es la confesión, no los confesores».

-Sí, hija mía -dijo Carolina con amable corrección-; pero... se llora por un motivo serio, no por escrúpulos tontos y sin sustancia.

-Cada cual aprecia, según su sensibilidad, los móviles de la conciencia... Yo me entiendo, tía... déjeme usted.

Y más dolorida, la mano en el rostro,   —60→   con lento paso se metió en la cercana estancia, mientras su tía sacaba un suspiro del hondísimo pozo de su pecho, y Romarate se hacía cruces mentalmente, diciendo para su sayo: «Si no está loca de remate, es la más desvergonzada embustera del mundo».




ArribaAbajo- VII -

El primer encuentro del caballero de Jerusalén, después del ojeo nocturno que referido queda, fue en la Plaza de las Cortes, volviendo el uno de su paseo, camino el otro del Congreso. Saludáronse con formas de etiqueta, como personas que no se estiman y están obligadas a respetarse. Algo cohibido, Urríes se puso en guardia, esperando del alavés alguna desagradable insinuación. Así fue, en efecto. Preguntole Romarate si seguía recibiendo noticias diarias de La Guardia... luego, dejándose caer, le dijo: «Ya le he visto a usted atrozmente derretido con la rubita candorosa de Subijana». Indeciso entre la expresión seria y la jovial, dando a conocer que le había escocido la indirecta, don Juan respondió con frivolidades evasivas, y para su capote dijo: «Este tío mamarracho llevará o mandará cuentos y chismes a los Iberos y a las momias de la casa de Landázuri». El temor de la chismografía maliciosa le indujo a tratar al Bailío   —61→   con exageradas finezas y lisonjas. «Ya sé... lo he sabido por Gabino Tejado -indicó atenuando la intención guasona y palmoteándole en el hombro-. No me lo niegue... Es usted el diplomático del carlismo. No tardarán en enviarle las instrucciones para tratar con las Cortes extranjeras».

Quedó atónito el alavés, y como precisamente se hallaba en gran desasosiego por la tardanza de las credenciales que le anunciaron Tejado y Villoslada, no bien llegó a su nariz el tufo del incienso, se hinchó de vanidad, y su actitud y ademanes fueron como los del pavo en el momento de hacer la rueda.

«Por Dios, don Juan -murmuró con cierto misterio, a estilo masónico-; esas cosas, cuando se saben sin deber saberlas, se callan... ¡Qué indiscreto ha sido el amigo Tejado!... Me compromete usted, querido Urríes, divulgando lo que debe ser secreto impenetrable».

Ya el andaluz le tenía por suyo. Para mejor asegurarle, echó sobre él cuantos halagos y adulaciones le sugería su extraordinaria viveza. Véase la muestra: «No me cansaré de decir a usted, ilustre amigo, que hace mal, pero muy mal, en no frecuentar el Congreso. Hoy mismo le mandaré un pase para el interior, y allí tendrá papeletas para la tribuna de Orden... Y no salgamos ahora con que es usted antiparlamentario furibundo, incorruptible... Mayor motivo para que trate de conocer bien aquella casa... Entre   —62→   paréntesis, es un herradero. Allí se aprende mucho. Se aprende a venerar, a odiar el régimen... según el humor de cada cual. Allí se ve día por día la marcha y paso que lleva la procesión política, el alza y baja de los candidatos al Trono, que hemos sacado a subasta o concurso... Créame usted: hay tarde en que aquello parece una casa de locos. Tendré yo el gusto de presentarle a muchos diputados amigos míos... ¡Y qué sesiones tan brillantes y de tanta emoción podrá usted ver, oír y gozar!... Ahora se discute la cuestión peliaguda, alias religiosa».

Quedó el señor de Romarate convencido, y mientras el andaluz expresaba su pensamiento con gracia y ardor, dirigía miradas benévolas a los leones del Congreso. Había presenciado ya, desde la tribuna, dos o tres sesiones. Ciertamente, lo que allí oyera no dejó en su ánimo impresión grata, ni atenuó su repugnancia del parlamentarismo. Su propósito de no volver fue quebrantado por el artificio mañoso de Urríes, que supo deslumbrarle excitando en él la vanidad. ¿No era el Bailío figura culminante del carlismo? Pues por estudio, ya que no por gusto, debía conocer y tratar de cerca a los llamados prohombres, respirar el caldeado ambiente de la intriga, ver, en fin, la farándula de telón adentro, desnuda y sin careta.

A la tarde siguiente, vierais al caballero de San Juan peripuesto de levita y chistera, guantes, botita de charol y un bastón muy majo con puño de marfil, penetrar en   —63→   el Congreso por la puerta de Floridablanca, harto pequeña para ingreso de casa tan concurrida. Presentó su pase; saludáronle gravemente los porteros, y pronto dio con su estirada persona en el pasillo. A los pocos pasos hubo de quedar preso entre la muchedumbre que allí rebullía. El cuerpo del Bailío avanzaba, chocando ahora con codos, ahora con espaldas; la cháchara de tantas bocas le aturdía; la estrechez y escasa ventilación le sofocaban. Un ratito anduvo el hombre como atontado, buscando entre los cuerpos un hueco por donde avanzar corto espacio. Hablaban los diputados familiarmente, en algunos grupos con cierta vehemencia, en otros con inflexiones humorísticas. Aquí estallaban risotadas, allí susurraba el secreteo. La mayor sorpresa del buen señor fue ver confundidos en aquella grillera los padres de la patria de distintos partidos, bandos y fracciones, y oír que conversaban en tonos de tolerancia y amistad los que públicamente se argüían con dureza.

Por aquel callejón prolongado, que es paso para el Salón de sesiones, para las escaleras, escritorio, buffet y otras piezas; colector y partidor, en fin, de todas las actividades de la casa, se fue colando trabajosamente el Bailío. Deslizándose entre los grupos, ganó la puerta del Salón llamado de conferencias, por la cual no podrían entrar juntos dos hombres de buenas carnes. Al penetrar allí, vio don Wifredo un espacio   —64→   rectangular con cuatro puertas y ninguna ventana, cuatro chimeneas, alfombra rica y mesa central sostenida por cuatro quimeras. Avanzando, pudo apreciar las proporciones, holgura y simetría del local, la altura del techo, la luz amarillenta que por la claraboya de este se filtraba. El decorado y su pátina de oro viejo le hizo un efecto semejante al de los antiguos altares del renacimiento; los santos eran allí unos señores graves pintados en altos medallones. Muchos de estos aún no tenían santo... En el cuadrado salón había también tropel de diputados, tropel de gente, pues entre tantos individuos ceñudos o risueños, serios o locuaces, el buen alavés no distinguía los padres de los hermanos, sobrinos y yernos de la Patria... Con menos estrechez estaban allí que en el pasillo; algunos en movibles grupos paseaban de chimenea a chimenea; otros platicaban con indolencia en los divanes rojos.

Esparcía don Wifredo sus miradas buscando algún rostro conocido, cuando de un pelotón próximo a la mesa central se destacó el don Juan... Saludáronse con fingido afecto. Momentos después, el Bailío era presentado al pollo antequerano, don Francisco Romero Robledo. El encogimiento y la cortesía ceremoniosa del caballero alavés contrastaban con la soltura y gracia del andaluz, así como la talla corta del primero, malamente agrandada por los tacones y la bimba, quedaba deslucida por la hermosa   —65→   figura del segundo, y por su arrogante juventud, el rostro animado de picardías, la palabra erizada de agudezas. No tardaron en hablar de política, asunto que abordaba con desenfado el de Antequera en todos los terrenos.

«No harán ustedes nada sin Cabrera -indicó Romero-, y Cabrera, según me ha dicho hoy un amigo que acaba de llegar de Londres, no está dispuesto a meterse en historias. Los aires de Inglaterra han amansado al tigre...».

-Con Cabrera o sin Cabrera -afirmó el alavés, que obligado se creyó a mostrar optimismo y resolución-, iremos al cumplimiento de nuestro deber para con Dios y para con la Patria... Usted, señor Romero, será de los que no quieren confesar que don Carlos es el único Rey posible en España.

-Lo que confieso y declaro es que le tengo por el único Rey imposible.

-Permítame que le diga que no es usted sincero...

-No se ofenda, señor mío, si afirmo que viven ustedes en un mundo de ilusiones engañosas... -y añadió con gracejo-: «livianas como el placer».

-Natural es, señor don Francisco, que usted y yo nos mantengamos en nuestras respectivas torres, y en ellas nos tiremos a la cabeza nuestras opiniones inconciliables.

-Yo admiro a ustedes por su fe...

-Somos los grandes convencidos.

  —66→  

-Pronto serán los grandes desengañados.

Sonaron los timbres llamando a sesión. Era un estridor metálico que tintinaba en diferentes partes del edificio, como el canto de un sin fin de chicharras que a la vez agitaran sus vibrantes elictros2. Los diputados se dirigían hacia el Salón; algunos quedaban en el pasillo; otros entraban, subían a los escaños, a la Presidencia, o permanecían formando corros bajo las barandillas del hemiciclo. La sesión comenzaba perezosa; el Secretario rezongaba el texto del acta como una letanía. En el Salón de conferencias, observó don Wifredo que la muchedumbre política se rarificaba; vio a Romero Ortiz y Ruiz Zorrilla que pasaron presurosos con escolta de amigos locuaces; vio también a un joven de buen año que, cargado de papeles, llevaba el mismo camino (después supo que era Coronel y Ortiz); poco a poco se fue quedando solo; con aire de hastío, tan pronto miraba el reloj colocado sobre la puerta, como las figuras alegóricas pintadas en la escocia, y en esto vio entrar por la puerta del escritorio a su amigo el diputado carlista Vinader. Era un señor regordete, con larga perilla, anteojos, expresión seria, aire de actividad, como hombre abrumado de ocupaciones.

«Querido Romarate -le dijo en el tono expeditivo que en él era habitual-, supongo que irá usted a la tribuna. Suba, suba... no se entretenga, que voy a hablar en seguida...   —67→   ¡Qué Gobierno! ¡Bonita está la Libertad! En mi distrito han emprendido una persecución horrorosa. Creen que podrán someternos desterrando curas y prendiendo veteranos de la otra guerra... Ya le contaré lindas cosas».

-Celebro esta ocasión de oír a usted... Pero tenga la bondad de indicarme el camino, que aún no conozco las subidas y bajadas de este establecimiento... como dijo el diputado y obrero catalán.

Cogiéndole del brazo, le llevó al pasillo y a una de las escaleras, no sin que en aquel breve tránsito hablaran de la Causa. «¿Qué hay, amigo Vinader? ¿Tenemos alguna novedad?». «Poca cosa, y esa no muy buena. El empréstito no cuaja. Los banqueros Cramer y Breda no dan lumbre sino en condiciones horribles». «¿Y el Conde de Chambord?». «Nada entre dos platos. El Duque de Módena no suelta una peseta... En fin, ya hablaremos. Suba, suba».

Indicándole la ruta que había de seguir, partió como una flecha hacia el Salón. Momentos después, el Bailío entraba en una tribuna junto a la diplomática, y tomaba sitio en la grada tercera; la primera y segunda estaban ocupadas por señoras elegantes... Un mediano rato empleó en contemplar el ancho y vistoso local, la Presidencia, las ringleras de diputados... Luego recogió sus miradas para examinar la sociedad de ambos sexos que inmediatamente le rodeaba. Abarcado todo el conjunto, lo distante   —68→   y lo próximo, fijose en Vinader, que había empezado su perorata, gesticulando debajo del reloj, un poco hacia la izquierda. El sanjuanista no veía de su amigo más que la calva lustrosa, y la larga perilla que marcaba con nervioso sube y baja el ritmo de la indignación del orador. De lo que este dijo no pudo enterarse. En los escaños y en las tribunas, un murmurar hondo, como zumbido de abejorros, ponía sordina a los discursos. Diputados y público se distraían, se impacientaban...

Con ojos y oídos aplicó Romarate toda su atención a dos damas que picoteaban en la tribuna, separadas de él tan sólo por una grada. Eran la Villares de Tajo y la Campo Fresco, ambas privadas ya de toda frescura en la tez, pero conservándola en el ingenio y la palabra. No eran jóvenes, pero aún tenían ese atractivo emanado de la distinción y de la buena ropa, especie de hermosura convencional que hace las veces de la verdadera, y aun de la misma juventud. Era don Wifredo muy devoto del mujerío, aunque en las más de las ocasiones lo disimulaba, por obediencia al buen parecer y al rigor dogmático de la moral que su significación política le imponía; y entre todos los tipos femeninos, gustábale singularmente el de aquellas damas, ajadas ya, pero siempre seductoras por el prestigio heráldico y social.

Algo daría el personaje alavés por tener coyuntura de entablar conversación con las aristócratas picoteras; pero entre ellas y él   —69→   había una grada donde varias señoras y señoritas provincianas y un caballero enteco hacían comentarios sobre la gallardía de los maceros, o trataban de interpretar el simbolismo histórico de las frías pinturas del techo.

El señor enclenque, con vanagloria de cicerone parlamentario, iba designando a las provincianas los diputados de más viso: «Aquel de larguísima barba blanca, el vivo retrato de Abraham o Moisés, es Montero Telinge, gallego él y progresista; y aquel jovenzuelo gordo y lucido de carnes es Coronel y Ortiz, entenado de Becerra... Muy cerca veréis al mismo Becerra. Más allá está Moncasi, el gran progresista aragonés. Frente por frente tenéis a Muñiz, aquel de las patillas negras; junto a él, Damato... Más arriba, mi amigo Álvaro Gil Sanz, y en la fila más baja del redondel, veis a Moreno Benítez, a Milans del Bosch, a Paúl y Angulo, a Frasco Monteverde..., los mejores amigos de Prim. Mirad ahora por aquí abajo, tirando a la izquierda. Ahí tenéis a Cánovas, que según dicen es un gran talento: ¡lástima que no sea progresista!... Los republicanos, los que despiertan más curiosidad en Madrid... y en provincias no se diga... no puedo enseñároslos bien. Están aquí, debajo de nosotros. Si os ponéis en pie, podréis ver sus calvas; sus rostros, no. En lo más bajo, García López y el valiente Fernando Garrido; arriba Figueras y el Marqués de Albaida; Castelar un poquito más abajo...   —70→   Arriba también, y arrimado a la derecha, se sienta Sánchez Ruano. Lástima que no hable hoy, porque había de gustaros por lo desahogado que es y la gracia que tiene... García Ruiz entra en este momento... Vedle llegar a la escalerilla... Es ese de color de pez, y el peor vestido de las Cortes... Ya sube; tras él viene Díaz Quintero, otro que tal en cuestión de ropa... Toda esta parte la ocupan los republicanos; entre estos y los moderados, tenéis a los carcundas, Cruz Ochoa, Ortiz de Zárate y el Vinader ese, que nos está vinaderizando hace media hora y no lleva trazas de acabar».

Muy mal le sentó al caballero de San Juan este modo irrespetuoso y burlesco de designar a los hombres de su partido y al digno diputado tradicionalista que rompía lanzas por Dios y por el Rey... No pudo contenerse: dirigió al descortés sujeto desconocido una mirada furibunda... El otro se dio por enterado, y fue más discreto en lo restante de sus informaciones, que recordaban el retablo de Maese Pedro. Tanto molestaban a don Wifredo la charla y el desenfado de aquella gente, que hizo propósito de marcharse; mas por fortuna los otros le dieron mejor solución, porque una de las señoritas se sintió sofocada del calor y pidió retirada. Verdaderamente, de Cortes y diputados tenían ya bastante, y el resto de la tarde podían emplearlo en dar otra vuelta por el Retiro. Al Bailío le vino Dios a ver cuando salieron las provincianas y el   —71→   caballero enteco, no sólo porque se libraba de vecinos fastidiosos, sino porque, al quedar vacía la segunda grada, podía descender a ella y estar pegadito a las damas elegantes... Saltó, hizo el paso de un banco a otro con juvenil ligereza, y en su nuevo sitio sentía gozo indecible aspirando el sutil perfume que las aristocráticas prójimas exhalaban.




ArribaAbajo- VIII -

Ansioso el hombre de ser notado, tomaba las posturas más propias para caer dentro del campo de visión de sus nobles vecinas cuando volvían la cabeza. Toda exclamación de ellas, ya fuese de alabanza o de burla, la repetía y celebraba, agregándole algún fino comentario. Y tan embargado tuvo su espíritu en este juego de coquetería, que apenas se dio cuenta de que hablaba Sagasta contestando al difuso Vinader. Vagamente fijó sus miradas en el banco azul: vio los ademanes graciosos y elegantes del Ministro de la Gobernación, y oyó sus giros familiares y sus argumentos socarrones. Fue una visión rápida, porque don Práxedes se sentó pronto. La Cámara reía: don Wifredo no sabía por qué.

Inútiles eran las insinuaciones galantes del sanjuanista para enganchar la atención   —72→   de las señoronas. Sonrisas, miradas, muestras de conformidad y aquiescencia, todo resultaba como pólvora mojada. Él apuntaba; pero el tiro no salía. En esto, presentose un ujier con cartuchos de caramelos que a las damas enviaba el señor Romero Robledo. Pensó el caballero alavés que sus vecinas le convidarían; pero se equivocó en este cálculo risueño. Sin percatarse de ello, también él era un poco provinciano, pues las damas no eran de esas que convidan a un desconocido, como suele acontecer en los coches de un ferrocarril ocupados por gente del montón. Observó que una y otra señora criticaban acerbamente todo lo que oían a los oradores republicanos y progresistas. Sin duda eran moderadas, de las viejas cepas de Narváez o Sartorius. Primero hablaron pestes de Montpensier, por si vendía o no vendía las naranjas de San Telmo. Luego cogieron por su cuenta a don Fernando de Portugal, un Coburgo viudo, casado después morganáticamente con una bailarina. Tembló el Bailío, sospechando que la emprenderían después contra don Carlos; pero con gran sorpresa y deleite oyó decir a la Campo Fresco: «Que no le den vueltas. El único Rey posible es don Carlos». Alguna objeción hizo la otra; pero al punto tuvo réplica categórica y contundente: «O lo aceptan trayéndole con pomada, o España le traerá con sangre. Que escojan».

Encantado de lo que oía, Romarate estuvo a punto de quebrantar la etiqueta, presentándose   —73→   a sí mismo con sus títulos heráldicos y el dictado de carlista de acción, emisario probable del Rey en las Cortes extranjeras. Pero no había medio de llevar a la ejecución el atrevido pensamiento, porque las señoras, cuando él se insinuaba con ademán de romper el capullo de su timidez, volvían la cara, dejándole cortado y suspenso. Creyó notar que en una de estas cuchicheaban, se reían... El rostro de don Wifredo echaba llamas. «O son -pensó- de las que sólo tienen de damas el nombre y el traje, o también en las personas de alto abolengo se debilita, se pierde la buena crianza. Voy viendo que en este corrompido Madrid para nada existe ya la seriedad. Todo es reír, bromear, sacar chistes a cada paso, y para las cosas más graves le sueltan a usted un chascarrillo indecente».

Por fin las señoras, fatigadas ya de una sesión que les ofrecía poco interés, se levantaron para salir. En aquel momento tan propicio para una cortés aproximación, fue también desgraciado el Bailío, porque cuando alargaba su mano para ofrecer apoyo a la más próxima, vio que un brazo negro avanzó con el mismo objeto. Era brazo y mano de un cura que estaba en la tercera fila y que debía de conocer a las damas, porque algo les dijo a que ellas contestaron con sonriso... La otra recibió apoyo de un oficial de Caballería que acababa de entrar en la tribuna. «Debí acudir más pronto -se dijo don Wifredo pesaroso-. Para otra vez he de procurar   —74→   ser algo atrevido, pues ya veo que este Madrid liberalesco y corrupto es de los desaprensivos, tirando un poco a desvergonzados».

A la tarde siguiente fue don Wifredo más venturoso, porque desde que entró en la tribuna le sonrió la suerte por la linda boca y ojos de una señora que le tocó por vecina. Era jamona, risueña, larga de lengua y opulenta de pechuga, corta de resuello por las apreturas del corsé, el rostro harto retocado de afeites, tan cargadita de buenas joyas como aliviada de cortedad. Su desembarazo era tal, que apenas vio a su lado a Romarate, trabó conversación con él: «Caballero, váyame diciendo... ¿quién es el que habla? ¿Y aquellos de enfrente son los Ministros?... ¡Oh!, sí, ya distingo a Prim: le conozco por los retratos... El que ahora entra es Topete... Dispénseme; pero soy de Cáceres; nunca he visto esto: hoy vengo aquí por vez primera... Estaremos aquí un mes, ni un día más... Pero no faltaremos a ninguna sesión... Esto es precioso... Lo que queremos es oír discursos de esos que levantan ampolla...».

Hablaba en plural, porque acompañada iba de otra jamona, flácida, desvaída y fulastre de vestimenta, con trazas de parienta pobre. Derritiéndose de cortesía, respondió don Wifredo al atropellado interrogar de la señora cacerense, y viendo la fácil llaneza con que esta se insinuaba y su airoso desprecio de toda discreción, entendió que el cielo aquella tarde le deparaba conquista   —75→   segura, y se dispuso a proseguirla y rematarla del modo más gallardo. No necesitaba ser atrevido, porque la dama le había tomado la delantera en las audacias, y su alma, saliéndosele por ojos y boca, buscaba el alma del caballero. En la finura, este se quebraba de puro sutil.

«Mi deber de informante, señora -le dijo-, me obliga a prevenir a usted que ese a quien ahora se concede la palabra es don José María Orense, Marqués de Albaida. Aquí le tiene usted, debajo de esta tribuna, en el escaño más alto». Atendió la dama gorda, y viendo que el orador era de edad madura, salió con este donoso comentario: «Caballero, usted comprenderá que no viene una de Cáceres a oír a los oradores viejos, sino a los jóvenes». Celebró la gracia el alavés, y ambos escucharon al orador, que explanaba una idea conforme con el dicho de la gordinflona; pedía que al llegar a los veinte años adquiriesen todos los españoles el derecho de sufragio.

«Este buen señor -dijo el Bailío- es hombre agudo, franco, noblote, y de los que expresan su opinión sin rodeos. Por su llaneza me gusta, por su honradez es digno de admiración; pero a mí no hay quien me quite de la cabeza que en la suya faltan algunos tornillos de los más necesarios para el buen discernimiento. Yo pregunto: ¿cómo es que este señor Marqués, aristócrata de raza, milita en los ejércitos del loco republicanismo?». Y la vecina frescachona, que sin   —76→   duda era filósofa sin saberlo, respondió con cierta gracia ordinaria: «El mundo va caminando ahora cacia la variedad... Todo es de otra manera... ¿No lo entiende? Pues hasta en mi pueblo lo entendemos».

El buen castellano viejo, con ribetes de manchego por su lógica refranesca y su diáfano estilo, defendía la juventud, y con gracejo hablaba de santones y santoncitos, acusando a los viejos de que en sus manos se desacreditaban los movimientos populares. Le respondió Sagasta, imitándole en el razonar marrullero y en los tópicos aforísticos. Ambos hicieron reír con sus donaires al ilustrado concurso, y la cuestión entre jóvenes y viejos pasó, no a la Historia, sino al Limbo de una Comisión parlamentaria y somnífera. Entrose luego en lo que llaman Orden del día, que era el proyecto de Constitución en su totalidad, y dieron la palabra a un orador joven que se sentaba en el banco de la Comisión, detrás del de los Ministros... A la preguntona de Cáceres no supo contestar el sanjuanista. Había visto al orador en el Salón de conferencias: de él había oído que era uno de los jóvenes que más alto picaban en la predicación política; pero no se acordaba de su nombre. Felizmente, uno de la tribuna, con voz alegre, lo soltó en la grada más alta, y pronto corrió de boca en boca: «Es Moret... ese Moret, Segismundo...». «¡Ah!, sí, Moret y Prendergast».

Apenas empezó el orador, supo cautivar al auditorio. La dama cacereña, con sus gemelos   —77→   chiquitos de teatro, hizo de él un examen atento. «¡Qué guapo es! -dijo sin poner frenos a su admiración; y pasando los gemelitos a la pariente pobre, agregó: «Mira, Jesusa, qué hombre más guapo». Luego le tocó el turno a don Wifredo en el uso del óptico instrumento. Ver de cerca al orador y oír los encomios de la señora, era todo uno. «¿Verdad que es guapísimo? ¡Y qué cuerpo tan gallardo, qué actitudes y qué mover de brazos!». No tuvo el Bailío más remedio que asentir a cuanto se le decía, pues la urbanidad y sus designios de conquistador así se lo ordenaban.

Reconocía el ilustre alavés, en su fuero interno, que Moret hablaba con perfección: dominaba las ideas, y con arte supremo las iba presentando engarzadas; dominaba el lenguaje, que era en su boca un esclavo sumiso y servidor diligente. Pero con todo esto y su airosa figura, el orador le encocoraba, porque defendía el proyecto del Gobierno, y para don Wifredo nadie que patrocinase las ideas septembristas podía ser de su agrado y devoción. Además, los elogios desmedidos de la señora, flores con que a cada párrafo y a cada triquitraque adornaba la persona del caballero parlante, fueron parte a que el de San Juan le tomase ojeriza. ¡Vaya con los hombres guapos! Cuando tuviera más confianza con la cacereña, le diría que otras cualidades, más que la pulidez del rostro y la buena caída de ojos, deben ser estimadas en el hombre.

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La simplicidad de la dama era realmente encantadora: con igual candor colmaba de elogios al joven por su gentileza, y declaraba después que no había entendido ni jota del discurso. Y no era que Moret fuese obscuro; al contrario, su verbo resplandecía de claridad. Pero la extremeña era absolutamente indocta en aquellas materias, y no sabía más sino que el orador hilaba bien sus razones. A pesar de esto, el discurso le parecía largo. ¿Por qué no acababa ya? ¿Por qué no cogía otro la palabra?...

Viéndola con trazas de aburrimiento, el conquistador creyó llegada la ocasión de encaminarse resueltamente a su negocio, y comenzó a disponer sus artilugios de amor fino, que eran, en verdad, harto anticuados y candorosos. Preguntitas, manifestaciones de gustos y preferencias, un discreto lamentar de la suerte por no encontrar las personas dignas de confianza y afecto... todo fue saliendo quedito y con delicadeza de los labios del caballero de San Juan... Tenía él vivos deseos de ir a Cáceres. Debía de ser un pueblo muy hermoso, de aspecto noble, como residencia de nobles familias... ¡Lástima que la señora ¡ay!, no estuviera más tiempo en Madrid! ¿Por qué no quedarse siquiera hasta San Isidro?... Él había simpatizado atrozmente con la señora, cuyo nombre aún ignoraba... La señora ¡ay!, era de esas personas que con sólo una palabra, un suspiro, dejan traslucir un alma hermosísima... Él era hombre que siempre ponía por encima   —79→   de todo las dotes del alma... Por nacimiento, por educación y por pertenecer a una de las más venerables Órdenes de Caballería, su línea de conducta frente al bello sexo era la de una consumada delicadeza...

Y al cabo de estos requilorios del manido formulario del año 43, hizo la extremeña nuevos derroches de simplicidad. «Mi esposo -dijo- es también muy caballero... ha sido militar... Pronto le verá usted... Abajo está conferenciando con los diputados de Cáceres, señor Conde de Torre Orgaz y don Vicente Hernández... Quedó en subir a recogerme... Hilarión ha sido militar, como digo... Sirvió con Espartero, que le quería como a un hijo... Es hombre de muy mal genio y de pocos amigos... pero en el fondo, un ángel... Como usted, es delicado con las señoras, verbigracia, conmigo, pues para él no hay más bello sexo que yo... Y si para mí es de rosas, para todos es ortiga, y no tiene más ley ni más roque que el puntillo de honor».

Como gotas de hielo cayeron estas cláusulas bobas sobre el arrebatado corazón del sanjuanista. Y aún tuvo que oír mayores candideces de la dama extremeña. Era natural de Coria, hija única de padres muy ricos, que no aprobaban la boda con Hilarión. Este la depositó contra viento y marea. Era un hombre terrible. Toda Coria se alborotó... Hilarión tuvo seis desafíos... Iba al campo del honor como quien va a beberse un vaso de agua...

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No hubo de esperar Romarate largo tiempo para conocer al truculento esposo de la dama frescachona... Aún no había terminado Segismundo su bella oración; aún se regocijaban los oyentes de abajo y arriba con la admirable ilación discursiva, cuando don Wifredo vio aparecer en la primera grada de la tribuna la procesora estampa de un caballero. Era él; era el Hilarión, el Perseo de la fábula cauriense. Su esposa, su Andrómeda, desde la grada inferior, le dio a conocer por las miradas que entre uno y otra se cruzaron. El Bailío clavó en él los ojos, y obligado fue a retirarlos al punto, pues los del sujeto no admitían persistencia de extraña mirada.

Lo culminante del rostro terrible de don Hilarión era un bigote tan grande, que con él podrían hacerse hasta una docena, de regulares proporciones para hombres bien barbados o bigotudos. Más que bigotes eran dos cortinas que arrancaban del labio superior, y con pelo de la cara hábilmente dispuesto se prolongaban hasta los hombros. El color negro, retinto, abetunado, hacía más terroríficas las magníficas excrecencias capilares, obra de los años y de un cultivo esmeradísimo. El hombre las alisaba y repartía a un lado y otro con suaves pases de su mano, como diciendo: «Aquí hay un león que tiene por melenas estos signos de virilidad, y con ellos cita y emplaza a cuantos varones andan por el mundo armados de ordinarios bigotes».

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Concluían la figura del respetable don Hilarión dos ojos fulgurantes, que eran pregoneros de la marcialidad y guapeza del negro aparato bigotil, y más arriba lucía la bóveda de una lustrosa calva. En la nítida y bien planchada pechera ostentaba el hombre un grueso brillante, cuyos destellos eran el adorno retórico de aquella firmísima provocación caballeresca o matonil. Don Wifredo, dentro de su sayo, tembló y soltó la risa.

Puso punto final Moret en su gallarda peroración, recibiendo aplausos y felicitaciones de los circunstantes, y en aquella coyuntura o paréntesis levantose la extremeña para subir hacia su marido, que con bigotudos signos (que en él las miradas eran también mostachos espeluznantes) la llamaba. Por distracción sin duda, que a otra cosa no puede achacarse la falta, la señora no se despidió del galán su amable vecino; no tuvo para él un movimiento de cabeza ni una sonrisa de las que a los guapos oradores prodigaba. Al subir de grada en grada, su corpulencia y anchuras lozanas fueron gran molestia para los asistentes a la tribuna. Todo lo recogió el fantasmón de los bigotes, dueño indiscutible de aquellos ricos tocinos extremeños. El último detalle fue que si la dama gorda no hizo al salir ningún aprecio del desconsolado caballero de Jerusalén, en cambio la otra señora o mujer, la que don Wifredo calificó de parienta pobre, le agració con una sonrisa y una mirada...   —82→   del año 43. Y el Bailío de Nueve Villas, aunque la tal no era bella ni joven, lo agradeció cumplidamente, porque el mirar delicado y el lánguido sonreír respondían a sus arcaicas artes de amor, encastilladas en la tradición y refractarias al progreso.




ArribaAbajo- IX -

La siguiente tarde, que era la del 9 de Abril, la pasó don Wifredo en el Salón de conferencias más que en la tribuna. Hizo conocimiento con Vallín, hermano del que fusilaron en Montoro; con José Luis Albareda y con Augusto Ulloa. De lo poco que les oyó hablar, dedujo que eran orleanistas, y no fue preciso más para mirarles con recelo y antipatía. Después vio al pomposo don Salustiano con sus amigos Pardo Bazán y Montero Telinge: eran el núcleo del bando que patrocinaba la candidatura de don Fernando de Portugal. Creía el noble alavés que los tales, así como los de Montpensier, estaban locos, o que se habían vendido al oro extranjero. Esto mismo pensaba y decía Cruz Ochoa, por quien el Bailío sintió vivos estímulos de amistad apenas le hubo tratado. Era joven, esbelto, rubio como las espigas, y sus palabras despedían esa fragancia de las convicciones que con nada puede confundirse. Había sido guardia civil, y con   —83→   el uniforme de este Cuerpo se le vio años antes en las aulas de la Universidad estudiando la carrera de Derecho. Los carlistas de Pamplona le dieron sus votos para las Constituyentes. Cumplió en ellas como soldado parlamentario de la Monarquía que llamaban legítima. Después se hizo cura, estado a que le llamaban sus ideas, cierta testarudez del ánimo, nacida del trato con cabecillas veteranos y clérigos levantiscos. Contribuyó a encender la guerra civil con su palabra, no con el ejemplo de lanzarse al campo ungido por la Iglesia, trocando la estola por el fusil.

Con otro constituyente simpatizaba don Wifredo, saltando por encima del ancho foso que entre ellos abría la política. Era Sánchez Ruano, el ático ingenio salmantino. Admiraba en él la juventud, la gracia, la oratoria impulsiva y pendenciera, en la que armonizaba la virilidad del luchador republicano con las sales del humanista. Debe añadirse que el caballeresco Romarate sentía menos aversión de los republicanos que de los monárquicos llamados constitucionales. Entre aquellos los había dignos de simpatía y aun de amistad; los otros, hombres sin fe religiosa ni política, no merecían más que desprecio. Los que, hartos de recibir honores de la Reina Isabel, la destronaron groseramente, y andaban luego pidiendo prestado un Rey a las naciones extranjeras, le parecían seres descoyuntados, políticos de circo ecuestre, cuatreros con puntas de rufianes.   —84→   Al pensar así, don Wifredo no era más que un lorito repetidor de la opinión de su partido.

Un momento subió a la tribuna por ver qué ocurría. De la pena de muerte y de la necesidad de su abolición, hablaba un orador progresista tiernamente compadecido de los asesinos y ladrones. ¡Horror! A la descarriada España con honra no le faltaba ya más que honrar el delito y repartir a los delincuentes chocolate de Astorga... Escapó de la tribuna cuando empezaba la votación de proyecto tan desatinado, y en el Salón de conferencias, donde platicaban sosegadamente no pocos escépticos de la pena de muerte y de otras penas y glorias, agregose a la trinca de Romero Robledo. Le agradaba el antequerano por su alegría, por el tijereteo de su sátira, y por su ropa, que resultaba en él de una perfecta elegancia personal, aun contraviniendo los cánones indumentales para hombres públicos. Usaba comúnmente chaquet, pantalón y chaleco de colores distintos, corbata un tanto chillona. Con estas prendas, que en otro habrían sido demasiado pintorescas, resultaba el rubiales de Antequera muy bien. Así lo entendía don Wifredo, y más de una vez le contempló con idea de imitarle; pero pronto se hizo cargo de que la imitación era imposible. Lo que debía buscar el Bailío era una originalidad propia, huyendo del plagio, más peligroso en esto que en literatura...

Rodeado de amigos, entre ellos Barca,   —85→   León y Llerena, Bermúdez Reina, Urríes y otros, el pollo antequerano picaba en todos los asuntos del día, en las personas más que en las ideas. Desenfadado, locuaz, gratísimo a las damas, poseía cuanto es menester para una brillante carrera política, y él la iniciaba con el arte instintivo, netamente español, de dejarse querer. Lo primero que aprendió fue a enguatar su ambición de modo que no lastimase a nadie. Fumaba cigarrillos con pinzas de plata para no manchar sus dedos pulcros... Fue a las Constituyentes como satélite de Ayala, y desempeñaba en derredor de este la Subsecretaría de Ultramar. En el arte en que había de ser un águila andando el tiempo, el arte de hacer amigos, despuntaba ya entonces con genial precocidad. Cuentan que Ayala le decía: «Ya me duele la mano de tanto firmar credenciales para tus protegidos de Antequera... y de media España».

Un ratito figuró don Wifredo, aunque con muy escaso brillo, en la constelación de habladores presidida por Romero. De allí le llevó Urríes al pasillo largo que une las estancias de los dos Presidentes, de la Cámara y del Consejo, y paseo arriba, paseo abajo, trabaron palique con diferentes sujetos que asiduamente concurrían a la casa: periodistas, algún ex-diputado, algún ex-gobernador del Bienio en expectación de destino, aspirantes unos, sobreros otros de la política. Allí, como en el Salón, había hombres arcaicos junto a otros que eran plantas   —86→   nuevas acabadas de traer de la almáciga; los había también que confundían en sus rostros los signos de la antigüedad con los de la juventud. Entre estos individuos, uno con particular interés fue presentado a don Wifredo por Urríes, para lo cual misteriosamente los arrimó a un rincón, encareciéndoles la conveniencia y oportunidad de que fuesen amigos. El desconocido y presentado lo fue con el nombre de Celestino Tapia y con filiación tradicionalista. «Es de los empedernidos», había dicho Urríes.

El tal Tapia lo mismo podía pasar por joven revejido que por anciano remozado: diríase una vida desligada del fuero del tiempo. Tenía cara de vieja; su labio superior ostentaba un bigotillo más poblado que el que decora la faz de algunas mujeres. El color era moreno, como pasta de higos; la nariz trompuda, los ojuelos chispos y maliciosos, la boca rasgada y pícara, conductora de un verbo ceceoso, sazonado con donaires. Desagradable a primera vista, dejaba de serlo cuando la palabra fácil y entretenida animaba el corcho de aquellas facciones... Del cuerpo, nada malo se podía decir: era esbelto y flexible en su mediana talla, y de añadidura correctamente vestido según la moda del día. Esto cautivó a don Wifredo, admirador de los figurines vivos. Pero no tenía el sanjuanista bastante mundo para distinguir la verdadera elegancia de la de aluvión, adquirida en pocas lecciones con el texto de un buen maestro sastre. Tanto o   —87→   más que el lujo y propiedad del vestir, agradó al Bailío el santo amor a la Causa, manifestado por el Tapia desde las primeras conversaciones. Cierto que también esta cualidad era de acarreo; mas el ciego fanatismo del señor de Romarate no podía como tal apreciarla.

Después de cambiar sus cortesanías, subieron los dos amigos a la tribuna. Lo primero que hizo don Wifredo fue pasar revista al mujerío, y a este propósito le dijo Tapia: «Estamos en el mejor campo para conquistas, señor de Romarate. En los días que llevan discutiendo la totalidad del proyecto de Constitución, yo he hecho tres... y no malas». Admirado y dolido de tales venturas, don Wifredo pidió a su amigo que le revelase el secreto de sus rápidos triunfos. «Aquí no hay más que citar con los ojos -dijo Celestino-. En seguida toman varas... Vienen a lo platónico y a lo que no lo es... Elija usted luego». Replicó el Bailío que él, por su condición de representante de los principios de Religión y Monarquía tradicional, no podía traspasar los límites de la moral cristiana. «Ya hablaremos de ello -dijo el otro-, y oigamos los discursos de estos bandoleros, que tienen secuestrada a la pobre España, y la venderán al extranjero si los dejamos... Paréceme que la función de esta tarde será de las que hacen época en la historia del aburrimiento... Si a usted le parece, dejemos este beaterio y vámonos a batir calles y a ver chicas guapas».

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Así lo hicieron, y la tarde y prima noche pasaron sin sentirlo, charlando en Recoletos y en el café Universal. Comieron en la fonda de Barcelona, donde vivía Tapia, y prolongaron la sobremesa parloteando hasta más de las doce. Nunca había gustado tan intensamente don Wifredo el placer puro de la charla, hablar por hablar, picando en todos los asuntos desde el político más alto al chismográfico más rastrero. Algo sabía el alavés de historias cortesanas; pero Tapia, que era viviente archivo de lo verídico y de lo falso, colmó la medida de la curiosidad de su amigo. De innumerables personajes o fantasmones en candelero hizo Tapia disección cruel, rajando sin piedad y sacándoles al aire las entrañas. A las mujeres de algunos puso mentalmente en la picota, aligerándolas de ropa para poder azotarlas más en lo vivo, refiriendo sus vicios, engaños y trapisondas, que movían a indignación y risa. El bendito don Wifredo estaba horrorizado.

Derivó la conversación hacia la pura política, y el desvergonzado Tapia hizo, con trazo gordo y chafarrinones espesos, retratos de hombres y partidos, esmerándose en pisotearlos y ennegrecerlos. Véase la muestra: «Esos pobres progresistas son un hato de borregos, que no saben ni balar; los de la Unión, zorros que vienen al robo de gallinas y huyen al menor ruido; los demócratas, papagayos disecados, que con un mecanismo dan los tres golpes de Libertad, Igualdad,   —89→   Fraternidad. Ni entre todos valen tres pepinos, ni son capaces de hacer nada. Desaparecerían de un soplo si no tuvieran a su frente a ese hombrecillo desmedrado y lívido, a ese Prim, monstruo que parece un arrapiezo, saco de malicias, vaso de bilis... Su perversidad es tan grande como su inteligencia... Y ahí le tiene usted: es el amo... ha cogido a España y se la ha metido en el bolsillo... ¿Quién es el guapo que se atreve con él? Créame, señor don Wifredo: Prim es el estorbo insuperable, la rémora, el atasco...».

Quedaron los dos un instante pensativos, y luego mordieron en otro tema. Era viernes; el sábado también lo pasaron juntos; el domingo, no. Tapia tuvo que ir a Aranjuez, y el Bailío empleó el día en visitas: quería exponer al joven Olazábal y al viejo Aparisi su situación equívoca y desairada en el partido. El lunes 12 de Abril, conforme a la cita que se habían dado, reuniéronse a primera hora en el Congreso para presenciar juntos la sesión, que había de ser interesante: hablaría Manterola. Puntuales y madrugadores acudieron a la tribuna, resignándose a las apreturas y al largo plantón con tal de tener sitio. Casi todas las delanteras estaban ya ocupadas cuando Tapia y Romarate llegaron. Las señoras eran las más impacientes, las más ávidas de obtener lugar, y explotando el fuero de galantería, desalojaban a los caballeros de los sitios preferentes para ocuparlos ellas. Con gran trabajo   —90→   lograron los dos amigos un par de puestos en primera fila, arrimados a una columna: hallábanse en situación contraria a la que otras tardes ocuparon, es decir, a la derecha del Presidente, costado de la Epístola, aunque sea mala comparación. Tenían debajo a los ministros y a la Comisión; veían de frente a las minorías o izquierdas, que caen siempre del lado del Evangelio, comparando mal.

Largo rato hubieron de esperar viendo la Presidencia desamparada, los grandes semicírculos rojos como enormes mandíbulas bostezantes. Don Wifredo engañaba su hastío mirando al techo y al abanico de cristales que se abre o se cierra para templar el aire del Salón; miraba las pinturas frías, cual estampas iluminadas y desteñidas por la luz, representando reyes aburridos y alegóricas figuras de las Artes y las Ciencias, que también gemían bajo el imperio de simbólico fastidio. De allí, por buscar el consuelo de la variedad, abatió sus miradas sobre la curva fila de las tribunas, y desfloró gozoso la ringlera de señoras que en aquel cuerno de oro brillaban. Movidos por el calor, aleteaban los abanicos; movidos de la curiosidad y del tedio expectante, mariposeaban los ojos. Colorines de sombreros salpicaban de temblorosos puntos todo el circuito...

A poco de comenzar la mujeril requisa, don Wifredo vio en la tribuna de los diplomáticos a las dos orgullosas damas que una   —91→   tarde le mostraron un desvío mortificante. En otra tribuna frontera vio a la señora cacereña que por breve rato fue su amiga. A la derecha estaba el tremendo marido de los bigotes espantables; a la izquierda, la pariente pobre, cuya mirada recogió la del sanjuanista, y ambas quedaron enzarzadas y como en simpática trabazón una con otra... Creyó el alavés que al correr de los minutos, los ojos de la dama pobre variarían de objetivo; pero no fue así. Continuaban fijos en el caballero, sin hartarse de su contemplación. Indudablemente, era una mirada del año 43, toda fe, ternura y constancia; mirada que decía: «Quiero un amor puro... y eterno».




ArribaAbajo- X -

No se le escapó el juego al maligno Tapia, que así dijo a su compañero: «Amigo, conquista tenemos... y esta es de las que vienen con prisa... Allí hay unos ojos que se lo comen a usted. Supongo que esto no es nuevo, pues no se empieza con tanto furor...».

-Cierto que no es nuevo -murmuró el Bailío dándose tono lo más discretamente posible-. Ello data de hace días... Es una señora que adopta formas humildes; es persona que sufre; un ejemplo más de grandezas   —92→   caídas, que no quieren contaminarse de la farsa reinante... como aquella otra que ve usted a su lado... una gordura cerdosa, imagen del siglo, ¿verdad?... La que me mira pertenece a la primera nobleza de Cáceres... Algo ajada está de tanto llorar, de tanto sufrir humillaciones...

En estos y otros decires y comentarios se fue animando el Salón. Llegaban diputados; aparecían los maceros precediendo a los señores de la Mesa; comenzaba el run-run del Secretario en la tribuna. Ya ocupaba Rivero el alto sitial. Su figura recia, tozuda y ciclópea, llenaba la Presidencia. Ladeado en el sillón, hablaba con Ministros y diputados que a saludarle subían. Como todos los días, el principio de la jornada parlamentaria era un diluvio de exposiciones con miles de firmas pidiendo la unidad católica.

Los Ministros, andando de lado como los cangrejos, iban poblando el banco azul. Ya estaban en su sitio todas las celebridades: enfrente, Castelar, Orense, Figueras... debajo del reloj, Cánovas; más a la izquierda, Ríos Rosas. Don Wifredo y Tapia vieron los solideos de Manterola y Monescillo, sentados bajo ellos, no lejos del banco de la Comisión. Un escaño más arriba veíase la roja vestimenta del cardenal Cuesta. La orden del día no se hizo esperar. Empezó Cánovas rectificando, y a pesar de su fama, no obtuvo la atención de don Wifredo. Tratábase de contestar a conceptos de Ríos Rosas en la sesión última. Más que esto, le importaba al   —93→   Bailío cerciorarse del mirar persistente de su conquista, la cual, en su expresión amorosa, a juicio del caballero, no pasaba ni un día más acá de la caída de Espartero, y con sus ardientes y febriles ojos decía: «Tu amor o la muerte». Era como un alarido del romanticismo que quería volver de ultratumba.

Recreándose en los ideales románticos, y acariciando a cada instante con su expresión caballeresca el mirar dolorido que de la tribuna frontera venía, el alavés no paraba mientes en los discursos. Ni le interesaba la oratoria viril y membruda del gran Ríos, ni menos la de Cánovas, en quien no vio más que uno de tantos constitucionales que en la España sin Rey iban a su negocio, llevando por señera el nombre de cualquier candidato de los averiados e imposibles... Prendido estuvo el espíritu del sanjuanista como una mosca en la red de miradas que tejía desde enfrente la dama melancólica y pobre, hasta que don Nicolás María Rivero, con su voz ciclópea, dijo: «El señor Manterola tiene la palabra».

A este sí había que oírle. Era la Monarquía legítima, era la Religión, era la Verdad, voz augusta que pronto habría de desvanecer y dispersar las gárrulas mentiras. Púsose en pie Manterola, requirió su manteo, desembarazó su garganta con ligera tosecilla y empezó su perorata con ademán grave y modesto, con palabra llana, fácil, sin otro defecto que una leve guturalización   —94→   de las erres. De él se había dicho que era más tribuno que predicador, y que sus éxitos en el Congreso habrían de superar a los obtenidos en el púlpito. Y era verdad: Manterola se revelaba como un parlamentario hecho y derecho. ¡Con qué habilidad tocaba la delicada cuestión de creencias, sin herir las creencias o incredulidades del contrario! ¡Y qué arte puso en disimular la pesadez de la erudición eclesiástica!

«¡Lo que habrá leído este hombre!» dijo don Wifredo al oído de Tapia... Y este replicó: «Sabe demasiado. No es menester atracarse de lecturas malignas para traer aquí la sana y sencilla verdad». Esta idea era reflejo de una opinión muy extendida en el país vasco navarro con respecto a Manterola. Creían por allá que para combatir la herejía y su derivación liberal, bastaban la fe y un conocimiento somero de la cuestión. Los creyentes habrían querido a Manterola más burdo, más elemental, quizás un poco zote, ayuno y limpio de exóticas filosofías. De tal absurdo protestó así el alavés: «Necesitamos venir al combate armados de todas armas, y con pertrechos y material de guerra semejantes a los que traen nuestros enemigos. He aquí un adalid que con cuatro mandobles no tardará en merendarse a toda esta caterva de sofistas y desvergonzados masones. Usted lo verá: aguárdese un poco. Vea con qué atención le oyen; note las caras de sorpresa y terror. Claro: no esperaban esto. Creían que los dignísimos sacerdotes   —95→   se venían acá con los Gozos de San José y la Letanía Lauretana. Y ahora les sale la criada respondona... y ahora este coloso de la dialéctica y la palabra los vuelve locos, los aniquila, los aplasta».

Admirable y completo, dentro de la corrección o etiqueta parlamentaria, fue el largo discurso del cura Manterola; más admirable aún y de grande eficacia dentro del estricto criterio católico. Dijo con excelente lógica y persuasivo estilo cuanto había que decir: de la Teología y de la Historia sacó y expuso cuantos argumentos había menester para robustecer su tesis; tuvo sus rasgos de alta retórica para mover a la pura y noble emoción; y cuando hubo terminado y se sentó a descansar, como Dios después de haber hecho el mundo, con calurosos plácemes y apretones de manos le felicitaron los dos Obispos sentados a su vera, y otros conspicuos tradicionalistas que no lejos de aquel lugar tenían su puesto. Mientras recibía el buen presbítero tantos y tan valiosos parabienes, en los escaños altos de enfrente se levantaba un hombre regordete, calvo y bigotudo.

Al verle, don Wifredo, que había llorado de emoción oyendo los elocuentes conceptos finales de Manterola, no pudo reprimir su enojo, y limpiándose las lágrimas que humedecían el rostro caballeresco, dijo a su compinche: «¿Pero este majadero de Castelar se atreve...? Saldrá con alguna canción... con alguna de esas coplas que debemos   —96→   recomendar a los ciegos...». Y hablando así, buscaba las miradas de la dama de enfrente, que constante en su apasionado ensueño le decía: «Amor puro, amor eterno en el seno de nuestra Madre dulcísima la Iglesia católica...».

Descendían sobre el salón las sombras de la tarde. Apenas distinguía don Wifredo la faz de la señora enamorada y pobre... Poco tardó en verla con claridad... Hablaba ya Castelar cuando se encendieron las luces. En las cristalinas bombas que encerraban los mecheros, detonaba el gas con alegre bum-bum al contacto del fuego. Cada bocanada aumentaba una luz, y la suma de ellas, difundiendo intensa claridad, ponía el color y la vida en los rostros de los constituyentes y en el pintoresco semicírculo de las tribunas. Todo renacía; todo se llenaba de matices y resplandores, con los cuales poco a poco se fundía el resplandor mágico del verbo castelarino.

El maestro de la elocuencia no atacó la fe: tuvo la extraordinaria habilidad de rodear de veneración y respeto lo fundamental del Catolicismo. Su táctica era describir los inmensos males ocasionados por la intolerancia religiosa. Gran estratega, sabía llevar al enemigo al terreno en que fácilmente pudiera destrozarlo. En esta maniobra avanzaba despacio, midiendo las cláusulas, graduando los efectos, graduando también las fuerzas que una tras otra al combate lanzaba. A medida que desarrollaba su plan, se   —97→   iba creciendo; su voz ganaba en sonoridad rotunda, su actitud en desembarazo majestuoso... El interés y la atención del auditorio crecían de igual manera. Don Wifredo lo veía en las caras, lo respiraba en el aire, por el cual pasó una corriente ciclónica, y la corriente giraba y pasaba de nuevo, aumentando en intensidad a cada vuelta.

De pronto oyó el sanjuanista un rumor lejano... que rápidamente se aproximaba. Era el profundo son subterráneo que precede a los terremotos, o el rodar de la nube antes de descargar el granizo... Castelar se había crecido enormemente, y con voz que no parecía de este mundo exclamó: «Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede; el rayo le acompaña; la luz le envuelve; la tierra tiembla; los montes se desgajan... Pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y diciendo: -Padre mío, perdónalos; perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores porque no saben lo que se hacen...».

Al Bailío se le iba la cabeza, se le nublaron los ojos... El suelo de la tribuna se estremecía; el soplo ciclónico pasó velocísimo, sacudiendo el cuerpo y el alma del caballero... Este miró al techo, creyendo por un instante que tan alto llegaba la cabeza del orador. Y Castelar, como si con letras de fuego escribiera en los aires lo que decía,   —98→   prosiguió así: «Grande es la religión del poder; pero es más grande la religión del amor. Grande es la religión de la justicia implacable; pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, Libertad, Fraternidad, Igualdad entre todos los hombres».

Quedó el alavés sin resuello, viendo que la Cámara ardía, que todos gritaban. Los aplausos en escaños y tribunas, el golpe y sacudida de miles de manos derechas contra miles de manos izquierdas, daban la impresión de innumerables aves que aleteaban queriendo levantar el vuelo. ¿Qué pasaba? ¿Era una tempestad de entusiasmo ardiente, o un espasmo colectivo de terror? Sacando las palabras del pecho con dificultad, dijo a Celestino: «Hágame el favor de darme algunas palmadas en la espalda... no sé lo que me pasa... no puedo respirar». Hizo el amigo lo que se le pedía, y el señor de Romarate pudo echar de su boca estos conceptos: «¿Qué quiere ese hombre? ¿Libertad de cultos? Yo digo: matarle, matarle... Pero habla bien; me ha conmovido... Sin quererlo, se siente uno magnetizado... Esto es un abuso, amigo: no hay derecho a magnetizar... Eso no vale, no vale... Es como darle a uno cloroformo para dormirle y robarle... sacándole del bolsillo el dinero, o del corazón la Unidad Católica... No, no mil veces. Atrás magnetismo,   —99→   atrás gotitas de cloroformo... ¡Castelar, fuera de aquí!... Oradores que le sustraen a uno con engaño la Unidad Católica, ¡a la cárcel, a la cárcel!...».

Completamente tranquilo, veía Tapia con ojos escépticos la calurosa ovación que a Castelar hacían los diputados de aquende y allende. Contemplaba el hecho, el fenómeno, como quien lee una página histórica, y reservaba su juicio para mejor ocasión. Don Wifredo, con avinagrado talante, propuso la retirada. Se asfixiaba en aquel recinto, viendo flotar junto a sí en jirones dispersos la Unidad Católica... Veía los cadáveres de Manterola y de los reverendos obispos tendidos en el suelo. Quiso salir, pero no podía. El público desalojaba la tribuna con lentitud; las señoras tardaban un siglo en franquear la última grada... En estas apreturas, el caballero miró a la tribuna de enfrente, y advirtió con pena que su dama del año 43 ya se había retirado. Como ella y él habían de bajar por escaleras distintas, ya no era fácil aproximarse a la incógnita y enamorada señora...

¡Nueva desilusión, nueva trastada de un Destino adverso y cruel, que no permitía el cuaje de la más inocente conquista! Como formulara esta queja al traspasar con gran trabajo la puerta de la tribuna, el amigo se apresuró a sosegarle, diciéndole que por la galería interior podían pasar de las escaleras del Florín a las que descargan en Floridablanca. Pero don Wifredo se encontraba   —100→   imposibilitado de acelerar el paso: sus piernas flaqueaban; tenía que arrimarse a las paredes. El gentío le mareaba, y el largo tiempo de quietud en la tribuna le había entumecido. En tal situación, andando a empellones, Tapia se encontró a un amigo, con quien trabó conversación. Separáronse inadvertidamente Celestino y don Wifredo: este quedó como perdido...

Cuando se encontraron con feliz coincidencia a la salida por Floridablanca, Tapia, risueño y burlón, cogió del brazo al sanjuanista para socorrerle en su premiosa y divagante andadura. «He visto a la familia cacereña -le dijo-. Hace un momento desapareció por la calle del Sordo. El señor de los bigotes es, en efecto, un terrible espantajo, muy propio para Carnaval; la señora gorda es una linda tarasca que podría servir como anuncio del género de Candelario y Almorchón; y en cuanto a la conquista de usted, mi querido don Wifredo... he de decirle que... la pobre anda con mucha dificultad. ¡Lástima que no saliese usted y le ofreciera el brazo para llevarla hasta su casa! ¿No entiende, o se hace el mal entendedor? Pues la he visto bien de cerca. Está en estado interesante... tan interesante que... vamos, debe de haber entrado ya en el octavo mes... ¿Qué dice? ¿Duda del embarazo? Pues yo, que he visto a la dama, no dudo... y digo más: creo que es de usted...».

-Señor De Tapia -replicó don Wifredo plantándose en actitud y tonos de la más   —101→   genuina al par que correcta caballería-. Yo me permito decir a usted que si es broma puede pasar... pero que en el caso presente, y tratándose de personas de absoluta moralidad y principios, no debo tolerar chanzas de tan mal gusto... Como le aprecio a usted, siento mucho verme precisado a emplear este lenguaje...

Con explicaciones afectuosas de Tapia se restableció la concordia, y el paladín de Jerusalén envainó el temido acero.




ArribaAbajo- XI -

Las tristezas que agobiaban el alma del Bailío se ennegrecieron en los días subsiguientes a la portentosa oración de Castelar. Ya se ha dicho que salió el hombre del Congreso, en aquella memorable tarde, atontado y desvanecido. El discurso fue para él como un golpe de maza en el cráneo. A la impresión producida por el sublime estruendo y los fulgores de aquella tormenta oratoria, se unía, para desconcertarle más, la consternación que le causara el ver al orador republicano aplaudido y aclamado por tan diversa gente. Los diputados todos, casi sin excepción, corrieron a felicitarle; en las tribunas fue terrible el entusiasmo; hasta las nobles señoronas moderadas batían palmas, y otras de peor pelaje chillaban como   —102→   rabaneras... Castelar era un gran magnetizador de gentes, y por tanto, un inmenso peligro para la paz pública.

Pero aún tenía el caballero de San Juan otros motivos de desazón que personalmente le afectaban, y era que corrían días, semanas, meses, sin que le llegaran instrucciones ni avisos de aquella misión diplomática que le anunciaron Villoslada y Tejado. ¿Qué ocurría? ¿Por qué se le descartaba de toda intervención en los trabajos del partido? ¿Acaso había encontrado don Carlos de Borbón y de Este hombres que le sirvieran con más solicitud, lealtad y abnegación? Estas incertidumbres y resquemores le amargaban la vida. Dos o tres veces visitó al señor Aparisi y Guijarro; pero ni el insigne letrado carlista ni el joven áulico don Tirso Olázabal arrojaron luz sobre el giro que llevaban las cosas... Ambos le dijeron que no se le pretería ni se le olvidaba; que los trabajos estaban paralizados, y no habrían de ser emprendidos con brío hasta que cesaran las vacilaciones de Cabrera y se resolviese la cuestión madre y batallona, que era el empréstito. «Tenemos hombres de sobra -decían-; pero para salvar a España necesitamos dinero, dinero... Sin dinero no se salva nada».

Algo calmado con tales explicaciones, recobró en parte don Wifredo su tranquilidad, pero no su alegría. Felizmente acudió a distraerle el picaresco Tapia, invitándole al teatro, a largos paseos en coche, o a comer   —103→   en cafés y restaurantes, a todo lo cual proveía el amigo con el metal de su repleta bolsa. Del desaire de no pagar nunca protestaba orgulloso el Bailío; pero Tapia, con risueña y cordial contra-protesta, le decía: «Déjese querer, señor de Romarate. ¿Cuándo volveré yo a tener ocasión de obsequiar a un tan ilustrado y cumplido caballero?... Pues aguárdese un poco: para esta noche le tengo preparado un divertimiento que ha de ser la mejor medicina de esas murrias que usted padece. Iremos a un colmado, donde comeremos muy bien, y de sobremesa... quizás entre plato y plato, nos servirán unas muchachas muy lindas... mejor dicho, se servirán ellas a sí propias, como la sal o el ajilimójili de nuestra comida».

Rechazó don Wifredo la tentación con remilgados escrúpulos de orden moral; mas el otro pudo al fin doblegar la rígida conciencia del caballero, haciéndole ver que el elemento femenino ha sido siempre el mejor calmante de nuestras penas, y un seguro alivio de preocupaciones y quebraderos de cabeza. La sociedad autoriza esta clase de recreos, y la Iglesia misma los mira como deslices sin importancia, sabedora de que tales funciones terminan siempre con un lindo epílogo de arrepentimiento.

Movido de estas y de otras razones, don Wifredo fue, o se dejó llevar, a un colmado que algunos autores designan en la calle de la Visitación, otros en la del Lobo; y como la exactitud del lugar importa poco, dejamos   —104→   el esclarecimiento de este punto a la erudición ociosa, y atenderemos sólo al indubitable suceso. Entraron por una tienda, cuyo mostrador ostentaba innumerables viandas crudas, otras condimentadas ya, fiambres suculentos, mariscos, frutas, repostería y cuanto apetecer pudieran los más refinados comilones, amén del sin fin de botellas que con los abigarrados signos de sus etiquetas pregonaban licores y vinos así de España como de extranjis. De la tienda pasaron a un corredor, en cuya banda izquierda se veían compartimientos separados por tabiques que no llegaban al techo, de lo que resultaban al modo de establos o pesebres con mesas. En uno de estos pesebres se metieron, y allí les llevó el mozo el servicio y la lista de comistraje, y para empezar o hacer boca gran copia de chucherías, mariscos, menudencias picantes o saladas...

El hostelero y mozos saludaron a Celestino sin ninguna ceremonia, como a parroquiano casi familiar. Romarate, que entró con recelo, mostrándose inapetente, hizo a la comida los debidos honores; bebió un poco del vinillo blanco que Tapia le escanciaba, y sus melancolías empezaron a disiparse. Hablaba y reía, celebraba chascarrillos que el amigo refería con gracia. A media comida, serían las diez y media de la noche, oyeron bullanga de voces, risas y guitarreo en un departamento cercano, al término del pasillo. Tapia dijo al mozo: «Advierte a esos que no alboroten, que hay aquí esta noche   —105→   personas de respeto...». A poco de enviar este recado, coláronse sin previo aviso, en el departamento o establo donde los dos amigos comían, dos mozas de insolente hermosura, bravas, jocundas y desfachatadas. Al verlas llegar alborotando, arrimarse a la mesa metiendo ruido con platos y cubiertos, pedir langostinos, salsa tártara y manzanilla, lo primero que chocó a don Wifredo fue que hablaban con muy mala gramática. La una sazonaba su lenguaje con dengues andaluces, la otra con rudezas baturras.

Ambas mozas se mostraron desde el primer instante amabilísimas, con todos los pérfidos arrullos propios de su liviana condición. La que parecía baturra era de estatura mediana, carnosa, pegadiza y mareante, por la grande agilidad de su juego de ojos, de su charla suelta como el chorro de un grifo imposible de cerrar, por las ondulaciones pisciformes de su cuerpo bonito. La otra, de lucida talla y esbeltez admirable, morena, de gitanos ojos, tenía dos toques fisonómicos que le daban singular encanto; eran: una dentadura ideal por su corrección y blancura, y unas patillitas que limitaban su bello rostro con dulce sombra de terciopelo. Resultó que no era andaluza, sino de Ceuta, y respondía por Paca, reservando su verdadero nombre, África, por respeto a la Virgen de su pueblo. Fácilmente perdonó don Wifredo a la gentil africana sus faltas gramaticales, que por esto no desmerecía   —106→   su linda boca; antes bien la incorrección era un garabato gracioso.

Al principio, el insigne alavés estaba hecho un pánfilo: no sabía qué decirles ni cómo tratarlas. Empezó con galanteo sentimental del tiempo del Triste Chactas; mas pronto supo acomodarse a la condición anárquica de las alegres pelanduscas. En tanto, la bullanga crecía en el cercano pesebre, y cuando Tapia y la baturra transmitían por el mozo órdenes de atenuar el escándalo, dijo don Wifredo: «Dejarles; ¿qué más da que chillen? Aquí hemos perdido todos la vergüenza. Cada sitio tiene su moral, y cada moral su lenguaje propio. Discútase si debemos venir a estos lugares; pero una vez en ellos, adelante con la ignominia...».

Poco a poco, el escrupuloso paladar de don Wifredo se iba jaciendo a la medicina preceptuada por el sabio doctor Tapia, para remisión de la fiebre política y alivio de pesadumbres. Al cuarto de hora de tener a Paca la africana junto a sí, gustaba de ella y de las patillas, que sombreaban su tez morena y limpia, de los ojos como luceros negros y de la ringlera de perlas de su dentadura maravillosa; a la hora, ya creía que el separarse de la moza era un golpe mortal, y a las dos horas pensaba el hombre que la Paca valía una misa, entendiendo por misa el soslayar a ratos el decoro, la representación social y toda la caballería andante o sedente.

Al llegar a este punto, las incompletas   —107→   crónicas de donde se ha entresacado esta historia recatan con discreto silencio los actos del Bailío de Nueve Villas. Por respeto a tan digno personaje, ponemos sobre él la capa del silencio, y sólo se hacen públicos algunos incidentes y diálogos que al través de los agujeros de dicha capa se traslucen. Estos huequecillos, abiertos sin duda por mano aleve, dejan ver retazos de alguna escena interesante, en local muy distinto del colmado ya descrito. Era sin duda una casa donde tenía sus recepciones la gentil africana; la cual, consecuente con su ardorosa naturaleza, estaba ligerita de ropa. Don Wifredo, reclinado a su vera en sofá de gastados muelles que gemían al peso, la contemplaba con tiernos ojos. Languidecía la conversación, caída de los tonos vehementes a la frialdad del coloquio fragmentario. En la estancia, decorada con un lujo chillón y barato, había muebles de algún valor; otros, sin que nadie se lo preguntara, declaraban haber venido de las Américas. Láminas picantes, retratos de mujeres bonitas y de hombres achulados, se daban de bofetones con grandes cromos de Santos y Vírgenes.

La mujer de las patillitas y los febeos ojos habló así, con dejo de indolencia: «Me ha dicho Tapia que eres caballero».

-Naturalmente. ¿Pues qué querías que fuese?

-No me explico... Quiero decir que eres caballero de esos que están cruzados o llevan cruz...

  —108→  

Resistiose don Wifredo a entablar tal conversación en lugar profano; pero tanto se obstinó la moza, que al fin hubo de responderle que, en efecto, era caballero de la Real, Militar y Hospitalaria Orden de San Juan de Jerusalén, la más antigua, la más noble de cuantas existen.

«¿Y eso para qué sirve?».

-Tú no puedes entender -dijo el Bailío en tono agridulce- estas cosas del honor, de las instituciones históricas y de la...

-¡Pues no estás poco tonto! -replicó la africana cortándole la palabra-. Esa cruz te la dio la pobre doña Isabel II.

-No, hija, no digas disparates. Soy caballero por decisión del Capítulo de la misma Orden de San Juan.

-Pero el capítulo ese ha de ser cosa del Rey o Reina. Déjame a mí de historias. Eres caballero porque la Reina fundó para pasar el rato esas caballerías... ¿Qué quería ella más que caballeros?

-Con tu permiso, bella Paca -dijo el alavés entre severo y acaramelado-, mi Orden viene de tiempos muy remotos, pues la fundó Balduino I, hermano de Godofredo de Bouillon. ¿Sabes tú algo de Balduino I?

-No sé nada de ese señor -dijo la africana echándose una falda-. Pero a Godofredo sí le he conocido. Era un cochero francés de la Marquesa de Itálica, que tenía sus cocheras hace un año en el bajo de esta casa. Por cierto que me hizo el amor y quería llevarme a Francia. ¡Pues no nos hemos reído   —109→   poco del tal Godofredo y de su modo de hablar, lo mismo que el de los amoladores!

Riose el Bailío de esta humorada, y como sólo estaba calzado de la bota izquierda, porque la derecha le apretaba, se calzó esta con protesta de sus callos, disponiéndose a recobrar su eclipsada prestancia. Desvanecida la primera vergüenza de hablar de la Orden en sitio tan contrario a los históricos prestigios, quiso dar a su amiga un sumario conocimiento de aquel venerando instituto. «Fuimos fundados -le dijo- con un fin hospitalario y guerrero. Residíamos primero en Jerusalén, después en Tolemaida, luego en Chipre, en Rodas, por fin en Malta...».

-¿Y en todos esos puntos has vivido de paseante en Corte?... -replicó la moza estirándose las medias por encima de las rodillas-. ¡Pobrecillo! Vele ahí por qué estás tan encanijado. Si hubieras sido labrador, como San Isidro, estarías más robusto y con buen color... Lo que te digo es que tienes que traerme tu cruz para que yo la vea, y harías bien en dejármela poner un día y salir con ella a la calle... No, no me pongas esa cara de ave fría desconsolada... También me ha dicho Tapia que tienes un manto de gran cola, y que no lo sacas más que el Viernes Santo. ¿Vas con ese manto a la Cara e Dios, como voy yo con mi mantón de Manila?

Calló don Wifredo, y sintiéndose de nuevo avergonzado, se atacó el pantalón y abrochó sus bragas, añadiendo al cuerpo la doma y suspensorio de los tirantes. Aplicó después   —110→   al talle un cinturón de cuero que hacía veces de corsé para enderezarle y cincharle el desbaratado cuerpo, y en este pergenio volvió a sentarse, requiriendo a la moza para cambiar con ella delicadas caricias. Dejando a un lado los escrúpulos de su noble alma, se sentía vivamente enamorado de la africana, y esclavo de su linda figura, de sus ojos asesinos, de sus patillas terciopelosas, y de su blanco, finísimo y uniforme dentamen.

La verdad sea dicha: tan enamorado como compadecido de la bella criatura, acariciaba la idea de redimirla, hidalga y generosa intención. Pero al propio tiempo veía en su mente las dificultades de tal empresa. No hallaba medio de aplicar a esta la calidad hospitalaria y militar de su Orden, y temía que sólo el propósito de redención le precipitase en abismos de escándalo. En fin, la idea, no por difícil, debía ser desechada, y ya volvería sobre ella más adelante... Sigamos, pues, la historia, sin más datos informativos que lo que se trasluce por los agujeros de aquella capa de silencio, que cubre los actos del buen Romarate en esta parte de su azarosa vida. Sépase que en otro aposento de la misma casa donde se ha localizado la anterior escena, tuvo lugar otra de mayor interés y mucho más pintoresca y bulliciosa.

En comedor o sala, que los heteróclitos muebles no decían claramente el destino de la estancia, hubo aquella noche (tampoco consta la fecha exacta) una regocijada francachela. Asistieron, a más de Paca y la baturra,   —111→   dos mujeres de trapío y una matrona fofa y empalada dentro de un corsé, más pintada que un retablo. De hombres estaban Tapia y don Wifredo; dos militares, Navascués y Pulpis, y dos sujetos más, bien conocidos en Madrid por sus hípicas aficiones, y que reclaman y obtienen el anónimo. ¿Celebraba su santo la dueña de la casa? Tal vez. Se ignora su nombre. Pero escarbando la historia, aparece la tal con quince años de antelación y el picaresco mote de María Meneos.

Cenaron, bebieron, alborotaron y se divirtieron como demonios. Conservó su noble gravedad don Wifredo hasta muy adelantada la cena. Al aceptar la invitación, habíase propuesto observar en el festín actitud semejante a la que le impondría su buena educación en un banquete de personas regulares. Era hombre de poco mundo, criado en el reino de la simplicidad. Así, mientras todos reían y bromeaban, manteníase el caballero en una desaborida y tétrica corrección; aumentaba el bullicio, pasaban del desorden a la desvergüenza, y él haciendo la triste figura de San Antonio, vencedor de las demoniacas tentaciones.

La africana por un lado y Tapia por otro le incitaban a doblar el palo de su tiesura ante las expansiones del alegre cotarro. Debemos quebrantar alguna vez la rígida observancia social, y sacudir el ánimo para que caigan de él las murrias que lo devoran. Paca le hacía beber, le demostraba con su enojo que un hombre tercamente encastillado   —112→   en la templanza es indigno del amor de una mujer. Cedía don Wifredo a los halagos, a las burlas, a la lisonja, mañosamente empleadas por la hija de Ceuta; bebió al fin mucho más de lo que acostumbraba, y sus ojuelos empezaron a encandilarse. El ambiente, el ruido, la jácara de la orgía se le fueron metiendo en el alma... También él rompía risas por cualquier incidente baladí, y poco a poco se le iba pasando el finchado envaramiento de un decoro impropio del lugar y la ocasión. Poco tardó ya en zaherir a la Meneos por la prodigalidad de sus postizos lunares; se metió con Navascués, porque este habló de la africana con poco respeto, llamándola hermosura de presidio, y cantó un responso a la candidatura de Montpensier, coplas a la de Espartero...

Con gran regocijo celebraron los comensales el trastorno del sanjuanista, y para llevarlo a la extrema irradiación de chispas del ingenio, le dio la maligna Paca un infernal brebaje, mixtura de coñac, aguardiente de Chinchón y no sé qué más... Apenas lo hubo tragado el pobre Bailío, sobrevino la rápida y monstruosa transformación: ya no era el mismo hombre; ya era un grotesco maniquí, hecho con los despojos del atildado caballero de San Juan. Su buen talante y compostura desaparecieron como por arte del demonio; con manotazos iracundos se desabrochó levitín y chaleco, se deshizo el lazo de la corbata; su comedido lenguaje se desbarató en carcajadas insolentes, como   —113→   un cristal que en mil pedazos se rompe; sobre la reunión, que no quería más que divertirse, arrojó dicterios y miradas provocativas. «¿Quién es el que ha dicho que yo soy el bastardo de don Godofredo de Borbón?... -gritaba-. Que lo repita en mi cara, y lo suicidaré al instante... Señoras de la aristocracia de Ceuta, no hagáis caso de estos borrachos que os quieren introducir la libertad de cultos... Oídme a mí, que os traigo la verdad de mis convicciones superlativas... ¿Queréis oírme, sí o no? Yo vengo de Tolemaida o de Cocentaina, que es lo mismo, como apóstol de gentes de mal vivir... Oídme, oídme».

Empujáronle para que subiese a una silla y hablar pudiera desde lugar alto. El pobre señor desembuchó, con voz a ratos atiplada, a ratos cavernosa, estos horribles disparates: «Grande, grandísimo es Dios en el Sinaí... el trueno le precede, la chispa le acompaña... la tierra se echa a temblar, los montes se ríen a carcajadas... Pero en mí tenéis un dios más grande, más bonito... ¿No me declaráis el más bonito de los dioses? Yo soy el amador de Paquita; yo bebo en sus ojos la idea espiritual de Chinchón, y vengo a predicaros la libertad de aquellos cultos que practicaron caldeos y macabeos, fenicios, egipcios y estropipcios3... Por esa idea muero, perdonando a mis verdugos. Y por eso soy más grande que aquel Dios del Sinaí, mi particular amigo... Me río yo del Dios del poder y de la justicia implacable...   —114→   Yo soy el dios del amor... dígalo la celestial Paca... yo soy el dios del perdón misericordioso de la Magdalena y la Meneos... y por eso os digo que no hagáis caso del Señor ese del Sinaí, escupe truenos y vomita rayos, y vengo a pediros que en vuestro código fundamental... ¡ah, señores!, dejadme reír... que en vuestro código fundamental le mandéis memorias a la Unidad católica, y pongáis este letrero: Liberté, qué sé yo qué... y por último, ¡viva mi africana con honra!...».

(Locos aplausos, berridos, pataleo, escándalo.) Lo que siguió apenas merece los honores de la narración. A las tres de la mañana sacaron a don Wifredo de debajo de la mesa, y entre Tapia y Pulpis le metieron en un coche, y como cuerpo muerto lleváronle a su casa.




ArribaAbajo- XII -

Dos días hubo de permanecer en cama el noble caballero y otros dos sin salir de su aposento: tan desquiciado le dejó la estúpida broma de aquella noche infausta. Los huesos le dolían como si se los hubieran quebrantado en bárbara paliza; su cerebro era como abierta jaula, de la cual habían huido la memoria y el entendimiento... Hizo Tapia por consolarle, diciéndole que todo caballero había corrido alguna borrasca de mujeres y vino, y que hasta los hombres más sesudos   —115→   y escrupulosos tenían anotada en su vida una borrachera, como tributo pagado a la virilidad. Ni admitía ni rechazaba Romarate estas ideas, pues su ánimo se estancaba en un fondo cenagoso de idiotez y marasmo. Casi a la fuerza, Celestino le obligó a vestirse; le sacó a la calle, y después de pasearle en coche por la Castellana, le condujo a un café donde almorzaron; y cumplida esta elemental obligación para con la máquina corporal, se fueron al Congreso.

Era el 26 de Abril. Ya se había discutido la cuestión religiosa en la totalidad del proyecto de Constitución. Faltaba examinar los artículos 20 y 21, en que se concedía de una manera farisaica y meticulosa la tolerancia de cultos. Aunque mucho se había dicho de tan grave materia, mucho y bueno quedaba por decir. La expectación era grande; las tribunas estaban llenas antes de empezar la sesión. Propuso don Wifredo a su amigo quedarse en el Salón de conferencias, donde no faltarían ociosos con quienes engañar las horas en dulce charla. Pero anhelando Tapia para sí y para el Bailío las fuertes emociones, a remolque le llevó arriba, y se colaron en la tribuna de periodistas, donde aquel gran entrometido tenía vara alta.

Viose, pues, el ilustre hijo de Álava en un mundo nuevo y desconocido, el mundo de la Prensa, formado por personal de diferentes castas y procedencias, por hijos de diversas madres políticas, amamantados antes con unas leches, ahora con otras. Lo que   —116→   a primera vista le causó más sorpresa, fue ver confundidos en cháchara compañeril a los que seguían las inspiraciones de don Pedro la Hoz y a los que las recibían de Castelar o Rivero. «¿De modo -se dijo- que en este coro angélico se practica la libertad de cultos?». Nueva sorpresa fue para él que los folicularios de Dios y los de Luzbel aparecieran también unidos para ofrecerle en aquel beaterio sitio de preferencia donde pudiese ver y oír cómodamente.

Ya empezada la sesión, pudo observar el alavés que algunos de aquellos pícaros le miraban con cierta malicia, y apartados murmuraban risueños. Por Tapia, que entre ellos se sentaba y con todos alegremente departía, sabían el nombre y condición social del caballero. El que a su lado estaba, como los demás prevenido de lápiz y papel para extractar los discursos, le ofreció caramelos, y entrando en conversación con él sobre si estorbaba o no en aquel sitio, le dijo: «Usted no estorba en ninguna parte, y para nosotros es un honor tener en nuestra compañía al señor don Gaiferos».

Al pronto, tuvo el Bailío por irrespetuosa la alteración de su nombre de pila, y poco le faltó para corregir airadamente al picaresco escritorcillo; pero luego reflexionó que el Gaiferos no era más que la castellanización castiza del gótico nombre, como está escrito en los libros de caballería y en los romances de gesta. No había, pues, motivo para enfadarse por un rasgo de erudición. En esto,   —117→   había empezado a discursear un orador republicano de lucida estatura y semblante un poquito diabólico, rostro largo y huesudo, frente ancha, ojos vivos, pelos negros y erizados en tres mechones, uno por arriba y dos en las regiones temporales; barba en la forma que llaman de candado, también negra, partida como cola de pez mitológico; figura, en suma, semejante a la que se ve en la parte inferior de algunos retablos. El periodista dijo así a su vecino: «Este es Suñer y Capdevila, diputado federalista, y ateo él gracias a Dios». Y a poco de oír el nombre, oyó don Wifredo de boca del orador esta frase sintética: «Ni el Gobierno ni la Comisión han comprendido bien la idea nueva, y voy a decírselo. La idea caduca es la fe; el cielo, Dios. La idea nueva es la ciencia, la tierra, el hombre».

Sorprendió a don Wifredo la idea; mas no levantó en él indignación. Se sentía caído, amilanado; yacía su alma en un pantano de indiferencia o cobardía, en el cual dormitaba la perezosa voluntad. Las graves cuestiones de conciencia no tenían fuerza para sacarle de allí, y pasaban sobre él como aves errabundas, dejando caer la vana elocuencia de sus cantos o graznidos. No pudo confiar su impresión al vecino más próximo en la tribuna, porque el diligente cronista transcribía con rápida mano las palabras del ateo... Este la emprendió luego con Jesucristo y la Virgen María, en forma tan irreverente, que toda la Cámara y las tribunas   —118→   respondieron con murmullos... Romarate estaba perplejo; no sabía qué pensar. El orador dijo: «Jesús, señores diputados, fue un judío, del cual todos los católicos, y sobre todo las católicas, tienen una idea equivocadísima... Jesús fue hijo de un carpintero... Según San Mateo, siendo María desposada con José, antes que vivieran juntos se halló haber concebido del Espíritu Santo...». El Bailío, cada vez más lelo, buscaba en los rostros circunstantes el efecto de aquellas palabras. Oyó claramente la voz de Tapia, exclamando: «¡Bárbaro!... ¡fuera!». Otras voces oyó, que por un momento ahogaron la voz del orador.

«¿Qué ha dicho?» preguntó don Wifredo al periodista.

-Que San José... no sé... que no conoció a María... que esta tuvo otros hijos, a más del primogénito... Ese tío está loco... Aquí no se pueden decir ciertas cosas...

Trató la campanilla presidencial de atajar al impío; este, con diabólica impavidez, hablaba del sentido que debemos dar a la palabra bíblica conocer. Quería demostrar que María tuvo más de un hijo, y que Jesús no provenía del Espíritu Santo... Rivero, haciendo de San Miguel, ponía el pie sobre Suñer, aunque aparentemente los golpes caían sobre la mesa... Pero Suñer no se daba por entendido. Su calma y la feroz tranquilidad de su acerba crítica podrían tener expresión propia cuando el lenguaje paradójico nos   —119→   consintiese hablar de la frialdad del Infierno. «No debe olvidar Su Señoría -decía el Presidente furioso, descargando la espada ondeada sobre la testa dura de Suñer- que no discutimos aquí la religión, sino la forma política que debemos dar a la religión en España». Y el Belcebuth parlamentario devolvía la admonición con este zarpazo y coletazo de tente tieso: «Mi enmienda abraza dos partes: primera, que los españoles tengan libertad de profesar cualquier religión; segunda, que estén en libertad de no tener ninguna... He indicado que sería una ventaja para los españoles el estar limpios de toda religión...».

Oyendo estas cosas, don Wifredo vacilaba entre la risa y el enojo. El periodista su vecino le dijo con marcada socarronería: «Gracias a Dios que oímos aquí a un hombre de fe... ¿No cree usted que este Suñer es el evangelista del porvenir, y que su ateísmo es obra de la gracia divina?». Sin comprender el burdo humorismo de esta frase, Romarate asintió con sonrisa y cabezadas. Y luego, para su chaleco se dijo: «Estoy degradado. Busco en mí mis opiniones, y no las encuentro... efecto de la embriaguez y de andar entre Magdalenas que no quieren arrepentirse». Sus ojos buscaron a Tapia, el cual alarmado le miraba, temiendo que las horrendas herejías del orador afectaran al puntilloso paladín católico, y que este se disparase a una protesta ruidosa en plena tribuna. Pero Romarate parecía tranquilo y   —120→   como aletargado. A las preguntas que por señas le hacía Celestino, contestó a media voz... «No oigo nada... Estoy sordo». Poco después de declarar el Bailío su sordera, Suñer y Capdevila soltaba nuevas y más detonantes bombas. Véanse algunas de estas: «La ciencia debe sustituir a la fe, el hombre a Dios...». «La moral se deriva directamente del hombre...». «El hombre no será hombre mientras Dios sea Dios...».

Por último, entre la Presidencia, que quiere cerrar a todo trance la boca del diablo republicano, y este y sus amigos co-diablos, que afirman ruidosamente su atea libertad de pensamiento y de palabra, se entabla un vivo diálogo. La Cámara, salvo el cotarro de la izquierda, apoya con calurosas excitaciones al Presidente; el orador sucumbe al fin a los golpes de los innumerables San Migueles que surgen de los escaños. Todos creen, todos envainan su indiferentismo práctico, para blandir el ondulado acero religioso que les ayuda a conservar sus posiciones políticas... El Satán parlamentario, acusado de una parte y otra por las voces que le motejan y las manos que le presentan cruces, repliega su cola erizada de escamas, esconde sus uñas, y con amargura flemática dice que no puede continuar apoyando su enmienda. Se sienta... Don Wifredo alarga su cabeza... ve desaparecer los cuernos del ateo entre las cabezas de los cachidiablos que le felicitan.

La necesidad de respirar aire no tan impuro   —121→   como el de la Cámara, puede más que el entumecimiento perezoso del señor de Romarate. Se levanta; salta trabajosamente de la grada inferior a las superiores; su vecino le ayuda... Tropieza en unos y otros. Pide perdón, y una voz dice: «Tiene ángel este don Gaiferos». Suénale a burla el Gaiferos; pero le faltan alientos para protestar... Al fin, sus manos encuentran las del amigo Tapia, que le ayuda a salvar los últimos obstáculos para salir al pasillo. Tras de sí, en la cavidad rojiza y negra de la Cámara, deja un vago rumor de tempestad que gradualmente se apacigua, y una como neblina o tenue polvareda, producto de las retóricas emanaciones. «¿De veras está usted sordo?» le dice Tapia cariñoso. «Sordo del espíritu -replica el alavés-, impedido del pensamiento. No sé razonar, no sé juzgar. Me encuentro acorchado, o algodonado... Es atroz... no sé qué me pasa».

El portero le ofreció una silla en la antesala de la tribuna para que descansara. Dábase aire el Bailío con un pañuelo. A su lado, algunos periodistas disputaban. «Eso no puede decirse en un Parlamento...». «En un Parlamento se dice cuanto es menester para fundamentar la opinión que se profesa...». «¿Pero qué tiene que ver la Sagrada Familia con la libertad de cultos?...». «¿Pues no ha de tener que ver? El Estado me manda que adore a San José, y yo, en uso de un derecho indiscutible, me niego a ello...». «No es eso... por Dios, no es eso...». «Suñer   —122→   no predica el ateísmo; no hace más que proclamar el derecho a no creer en nada». Uno de ellos, no de los más jóvenes, se dirigió a Romarate con frase afable y benévola: «Habrá usted pasado un rato amarguísimo. No debe venir aquí el que no pueda dejarse las creencias en la calle de Floridablanca».

A esta y otras indicaciones de los que a su lado bullían, contestaba don Wifredo indistintamente, abanicándose, sí sí, o no no, sin saber a qué ideas asentía ni cuáles reprobaba. Un amigo de Celestino tomó la defensa del diablo Suñer, encareciendo así sus virtudes privadas, las únicas que tal nombre merecen: «Es un hombre honradísimo, excelente padre de familia, cumplidor exacto de sus deberes en todos los terrenos. No ha necesitado extraer del catecismo su moral... y es benigno, generoso, indulgente... Ensalza a los buenos y detesta a los malos, sin preguntarles a qué religión pertenecen. Ama la ciencia, y la practica como médico. Respeta la fe... La fe suya arranca de la Naturaleza. No hace mal a nadie. Don Juan Prim, que le conoce bien, le ha retratado en pocas palabras: un santo que no cree en Dios».

Despidiéndose del grupo de periodistas con un solo saludo para todos, don Wifredo se agarró al brazo de Tapia, y con trémula voz le dijo: «Lléveme usted hasta la calle... No sé qué tengo...». Bajaron la escalera entre un gentío bullicioso que comentaba la crudeza brutal del enviado de Pero Botero.   —123→   Alarmado Celestino por la palidez y temblor del Bailío, quiso levantar su ánimo con palabras lisonjeras: «También hoy había mujeres bonitas en las tribunas... ¿No ha reparado usted?».

-Sí, no... no sé... Algo sordo... También un poco ciego... Yo miré... Sobre las tribunas flotaba una niebla... Las caras de las mujeres, confusas, borradas... Abajo, lo mismo... Yo no veía claro más que el testuz cabrío y el corpacho peludo de ese Capdevila... Estoy trastornado, ¿verdad?... Pues en las tribunas de enfrente vi a Paca la africana, que no quitaba de mí sus ojos.

-Ilusión, fantasmagoría -dijo Tapia riendo-. Esas no vienen a las tribunas del Congreso.

-Alucinación, burla de mis sentidos... Como la llevo en el alma, la veo donde no está.

Suspiró con ansia el caballero, y al llegar a la calle requirió a su amigo para que hasta la de Atocha le acompañara. Temía perderse, tropezar con los transeúntes, caer al suelo... se sentía muy mal. Accedió el otro condolido y atento, y en aquel triste camino rompió de nuevo el silencio el buen Romarate para franquear al compañero las singulares anomalías de su espíritu. «Esa mujer, esa africana -dijo parándose para tomar aliento-, me tiene loco; se ha metido en mí... y con ella dentro de mí, yo soy otro hombre: ya no soy aquel, aquel...». Asintió el adlátere, temiendo que la contradicción   —124→   acreciera el desvarío, y entreteniéndole con frases amenas, le llevó hasta su casa.

Subieron. Opinó Celestino que al instante debía meterse en cama, y prevenida doña Leche para disponer lo necesario, pronto quedó entre sábanas el atribulado sanjuanista. La vicepatrona se apresuró a traer un tazón de tila bien caliente. Con la pócima se templó y sosegó el enfermo... No hacía falta más que reposo y descargar la cabeza de pensamientos vanos. De esto hablaban, cuando el cruzado de Jerusalén con brusco ademán mandó salir a doña Leche; atrajo a sí al amigo con otro gesto menos autoritario, y señalándole una silla próxima al lecho, amplificó y aclaró los conceptos expresados en la calle.

«Sí, señor de Tapia, soy otro hombre... Ya no soy aquel Frey don Wifredo de Romarate que vino de Vitoria dos meses ha con el cura Pipaón. Madrid me ha embrujado, o para decirlo más claro, me ha endemoniado... ¡Oh noche aciaga, oh infaustas horas, oh vilipendio! Y yo me digo: ¿No es lógico suponer que en aquellas tomas de aguardientes venenosos, bebí alguna droga de maleficio?... Si no, ¿cómo me explicaría usted, señor de Tapia, que desde aquella hora se encendiera en mí con tal furia el amor de Paca, llegando mi locura al punto de que la imagen de ella no se aparta ya un instante de mi pensamiento?... Yo sé de muchos casos en que el jugo de ciertas hierbas y la substancia   —125→   de ciertas alquimias enardecen la ilusión en el hombre, y le ponen más enamorado... hasta morir de incendio de amor. Esto es un hecho... Y yo miro a mi interior, y digo que con la pasión ha entrado en mí una villana condescendencia con la demagogia y las ideas anárquicas».

Tomando resuello, prosiguió así el caballero sin ventura: «Se me han metido en el alma uno o varios demonios, que a este paso pronto harán mangas y capirotes de mi nobleza, de mi honradez pura y hasta de mi santo temor de Dios... Ya no me asusto de oír menospreciar a Jesucristo. Agravian a la Virgen Santísima, injurian al bendito San José, y me quedo tan fresco... ¿Es esto lo que llaman meta... metamorfosis, o qué demontres es? Dígamelo, por los clavos de Cristo. Para que vea usted cómo estoy, sepa que a ratos tengo a Castelar por el primer orador entre los nacidos... Hay dos Dioses: el del Sinaí y el otro... Oigo ruidos extraños... la demagogia patalea dentro de mí... Siento pasos... la incredulidad y el ateísmo llegan a la calladita y me acechan en un rincón del cerebro... Divertido es esto, como hay Dios... Y para concluir, señor y amigo particular, tráigame a mi africana; que si ella me ha ocasionado con sus gracias hechiceras este turris-burris, ella sola podrá quitármelo... Vaya usted; cuéntele lo que me pasa... vuelva pronto con ella».

Inquieto y locuaz estuvo don Wifredo buena parte de la noche. Tapia no se separó   —126→   de él hasta dejarle sosegado y vencido del sueño, bajo la custodia de las sirvientes de la casa.




ArribaAbajo- XIII -

Al siguiente día, fue llamado un médico. Con los antiespasmódicos y la gradual alimentación nutritiva, se obtuvo una mejoría franca. El pobre señor a los cuatro días del acceso, parecía totalmente reparado; hablaba poco y sin desvariar; pero su debilidad no le permitía salir del aposento. Visitábale a menudo la Marquesa de Subijana, acompañándole cariñosa... Una prima noche hablaban los dos tranquilamente de cosas gratas, extrañas a la política, y de pronto el alavés, sin venir a cuento, salió por este desatinado registro: «Yo, señora, iría de buen grado a pasar una temporadita en el campo, si no me retuvieran en este maldito Madrid mi obligación y compromiso de redimir a una gentil persona que por sus cualidades y su belleza no merece la vida miserable a que está condenada... Si usted, señora mía, se viera en esa esclavitud del trato con diferentes hombres, ¿no solicitaría el auxilio de un honrado caballero redentor?».

Asustada de verle camino del despeñadero, Carolina torció la conversación hacia otro tema... En aquellos días regresó de su viaje a la Mancha don Cristóbal de Pipaón,   —127→   el cual, enterado de la dolencia del amigo y de sus causas, creyó confortar el espíritu de este leyéndole una pindárica y palmípeda oda que en Daimiel había compuesto en elogio y defensa de la Unidad católica, tan combatida en aquellos días por los energúmenos parlamentarios. La composición había sido inspirada por el soez insulto de un diputado (García Ruiz) que llamó monserga a la Santísima Trinidad, y por la fervorosa protesta que contra blasfemia tan horrible formularon el cardenal Cuesta y el obispo Monescillo... Empezaba el poeta implorando el auxilio de la Musa o Numen, que en aquel caso tenía que ser el Espíritu Santo, y ya con el soplo de la Divinidad sobre su frente, rompía en apóstrofes trompeteros contra los impíos y desvergonzados, diciéndoles que venían del Báratro, que traían marcadas en la frente la garra de Astaroth y la uña de Baal; tronaba en hinchadas voces contra la infanda cohorte; luego se volvía lisonjero hacia los defensores de la fe, hablaba del pío arrebato con que proclamaron la verdad, y terminaba invocando el auxilio y pronta venida del generoso Príncipe y enviado de Dios, que había de redimir a España de la esclavitud del error...

Apenas concluyó, díjole el Bailío que lo del redimir era la parte más inspirada de la canción, por la forma y por la idea. «Lo demás -agregó-, permíteme la franqueza, paréceme harto frío y obscuro. Si una lengua infernal llamó monserga a la Santísima   —128→   Trinidad, también tus versos tienen algo de monserga por lo ininteligibles y enrevesados... y no te enfades, Cristóbal, por este juicio de tu leal amigo».

Pidiole después don Wifredo noticias del giro que llevaba en la Mancha el negocio carlista, y Pipaón, lastimado aún por el poco aprecio que el Bailío hiciera de su oda, contestó que todo iba mal en el país manchego, que los carlistas aguerridos y fieles no querían echarse al campo mientras no se les diera con qué sostenerse. Soflamas y ojalaterías no valían para nada. No había dinero. Las pocas y desmandadas partidas del Campo de Calatrava no eran carlistas más que de nombre, pues alentaban y comían con dinero de Montpensier. Terminó don Cristóbal su informe con estas graves palabras: «Así me lo han asegurado, y mil pormenores he visto que lo confirman. Por esto he decidido retirarme, y acudir a París, o a donde esté el Señor, y plantear la cuestión en estos términos: O se procura metálico abundante para que nuestros hombres no tengan que tomar el de ese tío maulón, o arrollemos nuestra bandera, y envainemos la espada de nuestra fe, hasta que Dios nos depare un maná o tesoro militar... Harto saben las tres personas de la Santísima Trinidad que sin dinero no se mueve el carro de la guerra entre los hombres. Lo de que la fe lleva de aquí para allá las montañas, está dicho en un sentido espiritual».

Absorto quedó Romarate con estas opiniones   —129→   y noticias, y cuando rompió el silencio fue para decir que él había barruntado que las partidas carlistas de la Mancha y tierra de Burgos se alimentaban con dinero masónico. «Hay que ver en este Madrid el pujo de los candidatos, para comprender que ese maldito Duque lleva la mejor parte. Él es rico, y ricos son sus partidarios. Si Prim, que es el amo, por él se decide, ten por cierto que será Rey. Prim dispone de los caudales de la nación... Así estamos... Y yo te digo: Cristóbal, aconséjale al Señor que se entienda con Prim... ¿Cómo?... A mí me parece que antes se entregará por ambición que por codicia, antes por honores que por moneda sonante. ¿Por qué no le ofrecen la soberanía de un pequeño reino? ¿No habrá por ahí una isla, o algún pedacito de tierra firme...?».

-No creas, también yo había pensado en eso... Hagámosle Rey... por ejemplo, de la República de Andorra.

-O aunque sea de la República de las Batuecas... Lo aceptará, sí, a cambio de abrir el camino al Señor... Y si no aceptara, los de Montpensier se encargarán de matarle... Esto he pensado yo... que lo maten los de Montpensier. Así lo he visto en mis delirios. He soñado; por mi magín han pasado mil extravagancias que pueden resultar la pura realidad...

Callaron, meditaron. Poco después, don Cristóbal, confinado en su aposento, escribía cartas en cifra conforme a clave. Una   —130→   de las epístolas iba dirigida al señor Labandero, Ministro de Hacienda de don Carlos; otra era para Homedes, que llevaba y traía mensajes entre don Ramón Cabrera y el Señor. Los conocedores de las interioridades del Destino y de las revueltas de la Historia, sabían que en cuanto recibía Cabrera los cifrados escritos de Pipaón, los hacía trizas sin leerlos y los arrojaba al cesto de los papeles rotos.

Como la noticia del malestar y chifladura del buen Romarate cundió entre los amigos, menudearon las visitas, singularmente de alaveses. Ninguna fue tan agradable para el enfermo como la de Demetria y su esposo don Fernando, que ya se disponían para regresar con sus hijos a La Guardia, o a cuarteles de primavera. El gozo de ver a personas tan entrañablemente estimadas serenó y templó de tal modo los espíritus del pobre caballero, que en el curso de la larga visita no dejó caer de sus labios las tonterías y sinrazones, fruto morboso de su destornillado caletre.

Hablaron algo de Madrid, mucho más de Vitoria; consagraron recuerdos cariñosos al venerable Matusalén don Alonso, y a todas las innúmeras personas de aquella patriarcal familia, desde las más vetustas y momificadas a las más frescas y juveniles. Ningún Trapinedo, ni Tirgo, ni Landázuri quedó sin mención afectuosa, y especialmente recargaron la cordialidad de sus buenas ausencias en los presuntos Marqueses de Gauna,   —131→   don Luis y doña María, y en su lucida prole. Fácilmente pasaron de esta familia a la de Gracia y Santiago Ibero, que eran la propia familia de los visitantes. Al llegar a este punto y al tema de Fernanda y de su presupuesto matrimonio, le faltó a don Wifredo la discreción que hasta entonces había gallardamente manifestado... Sin ningún atenuante, se dejó decir que si consentían en el casamiento de su sobrina con Urríes, haríanla desgraciada para toda la vida, porque el don Juan era un calavera libertino y voluble que a diferentes mujeres entretenía y engañaba. Disparado en sus airadas revelaciones, contó el caso bien cercano y palpitante de Céfora, una joven mística y pérfida, una diablesa rubia, que en aquella misma casa tenía su escondrijo.

Oyendo esto, los señores de Calpena quedaron confusos y desconcertados. No se determinaban a creer lo dicho por Romarate, y pensaron que este, tan juicioso en toda la visita, desbarraba lastimosamente al término de ella. No obstante esta consideración de la chifladura del alavés, al retirarse no iban tranquilos. Recordaba Demetria que su hermana, en carta del mes anterior, le había encargado que se informase discretamente de la conducta de don Juan de Urríes y de la vida que llevaba en Madrid. No hizo caso: harto sabía que Gracia era excesivamente cavilosa y suspicaz... El día mismo de su partida para La Guardia hablaron del caso con don Cristóbal de Pipaón, el cual, llevándose   —132→   a la sien el dedo índice, habló así:

«No hagan caso de Wifredo, que está... un poco ido... El hombre parece otro... Y por lo que toca al Urríes, no puedo decir de él nada bueno. Es montpensierista, y con esto se dice todo. Hay más: me han asegurado que ese andaluz pinturero y otros farsantes como él, valiéndose de agentes astutos o de falsos tradicionalistas, promueven y pagan el levantamiento de partidas, ora carlistas, ora republicanas, para que alboroten, escandalicen y atropellen. El intríngulis de esto bien claro se ve: que España se aburra, que España se desespere y a gritos pida la conclusión de esto que llaman Interinidad. España padece este grave mal, y es forzoso curarla, desinterinizarla: el desinterinizador que la desinterinice no puede ser otro que ese franchute avariento y ruin, a quien yo llamo Antonio Igualdad, amamantado como su padre y su abuelo a los pechos de la Revolución francesa...». Partieron Demetria y Fernando para La Guardia, llevando entre sus alegrías la tristeza de un enigma.

Las visitas del caballerete de la uña larga, su compañero de hospedaje, entretenían al Bailío; pero no aprovechaban a su salud, porque oyendo hablar de política, teatros, mujeres y otros mundanos asuntos, tornaba el pobre señor a sus insanas manías. García Junco se llamaba el tal, y era del lugar de La Felipa, cerca de Albacete. Habíanle mandado sus padres a estudiar Derecho, y él lo estudiaba torcido, dedicando   —133→   las más de sus horas a pasear y divertirse. Fuera de aquel extravagante capricho de la uña crecida y cultivada, era un buen chico, con más frivolidad que malicia. A don Wifredo solía contarle sus aventuras en el paraíso del Teatro Real, y escenas en las casas de damas de las camelias (así lo decía buscando la distinción del lenguaje), donde apurar solía las horas de la noche.

Refirió también García Junco que por el padrinazgo del señor don Manuel León Moncasi, famoso progresista, diputado por Albacete y por Huesca, disfrutaba de un destinillo en Hacienda; pero que no iba a la oficina más que a cobrar. En cambio, su compañero y amigo íntimo el culotador de boquillas, Pepe Tinoco, natural de Concentaina4, andaba todavía pereciendo tras del destino que le había ofrecido don Emigdio Santamaría, sin que llegase el momento de ver el rostro bonito de la credencial. Estudiaba Tinoco para notario. Aunque ambos eran de familia bien acomodada, pedían al Estado que subviniese a lo superfluo, teatros y placeres, pues no bastaba para esto lo que recibían de sus padres, ni lo que las madres a escondidas de estos les enviaban. Divertíase don Wifredo con la viva historia referida por los muchachos, y encarecidamente les recomendaba que fundasen o promoviesen la nueva Orden de Galanes de la Merced, o Redención de Cautivas.

Por fin, un visitante tuvo don Wifredo que le llevó gran provecho espiritual, serenando   —134→   su turbado entendimiento con palabra docta y cristiana. Era don Pedro Vela y Carbajo, capellán de las Descalzas Reales, el amigo que le había recomendado la honesta casa en que el buen alavés vivía. Pues en cuanto se enteró del trastorno y de sus aparentes causas, fue allá y sin rodeos le planteó la cuestión de conciencia. «Ea, caballero Romarate, para que la cabeza rija como es debido, hay que limpiar el corazón de las porquerías que se han metido en él... ¿Qué ha sido ello? Que por no parecer gazmoño o por alternar con viciosos, se dejó usted llevar, y anduvo en malos pasos... que en esos pasos trató y conoció a una moza guapa, con patillitas... ¡vaya por Dios! Reconozco que las patillitas, una sombra suave, como pelusa de melocotón que baja por delante de la oreja... así... son cosa de mucha gracia. Pero no es para que un hombre se disloque y quiera redimir, olvidando su calidad y posición política... ¡Magdalenas a mí...!».

Asentía don Wifredo con cabezadas y suspiros que mostraban su arrepentimiento, y el bravo capellán continuó así: «Dejémonos de pamplinas, y vamos por el camino derecho a la enmienda de estos graves errores. Lo primero es reconocer que una calaverada poco significa, si de esa callejuela indecente se sale con propósito firme de no volver a entrar en ella... Porque lo que yo digo: ante la dignidad de un caballero y la conciencia de un buen católico, nada significan unos   —135→   dientecitos blancos y unos ojuelos pícaros... Ello es muy bonito, lo confieso; pero no tiene maldita gracia bajar a los profundos infiernos por demasiado amor a esas lindezas... Considere que pronto se las comen el tiempo y la muerte... Conque a salvarse tocan, Wifredo... Aunque tiene usted vida para muchos años, y Dios se la aumente, hágase cuenta de que llega la hora de liar el petate... ¿Está conforme? Ea, como médico del alma, le ordeno a usted que se prepare, que haga examen detenido de su conciencia... Todo, todo ha de salir a la colada...».

Penetrado Romarate de la rectitud del camino de vida y reparación que el capellán le trazaba, no acertó a expresar su reconocimiento. Poco le faltó para expresarlo con lágrimas... Por no excitar demasiado la sensibilidad del enfermo, don Pedro desvió la conversación hacia la política, evitando tocar el delicado punto de candidatos al trono, porque el buen clérigo guardaba fidelidad a la destronada doña Isabel, de quien había recibido el hábito de Alcántara y un pingüe destino eclesiástico, a más de la capellanía de las Descalzas. Con tesón y coraje a su protectora defendía de las ignominias que la maliciosa ingratitud le imputaba: para él, doña Isabel no había cesado de reinar; la situación creada por la Gloriosa era una sombra pasajera, un estado ficticio; no reconocía nada de lo existente; todo lo consideraba falso, postizo, provisional, y esperaba   —136→   que las aguas de la vida pública tornaran pronto a su natural cauce.

Volviendo luego, por natural querencia de las ideas, al fundamental tema de la visita, dijo el capellán a su amigo y ya penitente que pensase en someter su vida a un régimen nuevo, y que si se sentía picado y cosquilleado del estímulo amoroso, debía pensar en poner fin a una soltería que dañaba su alma. Aún no era viejo; aún podía procurarse por la vía matrimonial una compañera y un hogar tranquilo y honesto, que fueran alivio de sus comezones. Mas no buscara esta consorte en Madrid, donde hay poco bueno en materia de bello sexo, sino en Álava: allí encontraría fácilmente una señora de peso, viuda, virtuosa y con algo de hacienda, que le resolvería de una vez los problemas del espíritu y de la materia.

Propuesta la sabia solución, retirose don Pedro Vela, y quedó el Bailío muy consolado. Los consejos del capellán se clavaron en su pensamiento, y toda la tarde y prima noche dio vueltas en el magín a la saludable receta del médico espiritual. Lo del casorio embargaba singularmente su ánimo. Por entonces solía tener don Wifredo sueños extravagantes; pero aquella noche, al dormirse con la idea de buscar esposa en la clase de viudas recatadas y pudientes, su sueño fue de lo más peregrino que puede imaginarse. Soñó, pues, que se casaba con doña Leche, y cuando angustiado y oprimido disponíase a consumar boda tan desigual,   —137→   se le apareció en imagen clarísima la regidora de la casa... la vio revolver en un arcón, sacar papeles y llegarse a él diciéndole: «Si dudas de mi nobleza, Wifredo mío, aquí tienes la demostración de que puedo ser tu esposa. Desciendo en línea recta de Balduino II, hijo de Balduino I, fundador de tu Orden... Lee y lo verás. Mira mi árbol genealógico, y posa tus ojos en todas sus ramas. Mi nombre es Everarda; nací en Anatolia, en aquellas calendas... ¿te acuerdas?, cuando tomasteis a Jerusalén reinando Guido de Lusiñán. La envidia y los malos quereres me han traído a la baja condición de pupilera. Para ti estaba guardado el sacarme de este encantamiento, y arrebatar mi disfraz, volviéndome a mi prístino ser y regia condición... Toma, lee... Tole et lege, y verás que aún eres tú poco para mí...». Apretando con dulzura la blanca mano de doña Leche, despertó el Bailío, y un ratito tardó en convencerse de que todo había sido humo cerebral.




ArribaAbajo- XIV -

Las visitas de Urríes al sanjuanista fueron breves y de pura fórmula. Al salir del aposento de la Subijana, llegábase al del vecino, y en él permanecía unos minutos, o bien, limitándose a preguntar a doña Leche   —138→   «¿Cómo está el señor Baldío?», se iba sin poner interés en la respuesta... Corrían ya los primeros días de Mayo; en uno de estos, despidiose de Urríes su amigo Tapia, que partió a Barcelona, para de allí salir a cacería de incautos en la montaña de Cataluña. El objeto de tales correrías no consta en los archivos de donde se ha sacado el meollo documental de estas historias, y para conocerlo se ha de esperar a que las hablillas del vulgo (que asimismo son documento y manantial de históricas verdades) se concreten en hechos positivos. Partió el mozo viejo, en quien se confundían las dos naturalezas de carlista y demagogo, dejando un pequeño vacío en los afectos de Urríes. Este consagraba parte de su tiempo a la política, y al Congreso asistía con la puntualidad de los que allí laboran por sus intereses o apetitos, despojados de todo ideal; otra parte, la mayor quizás de sus horas, dedicaba al mujeril enredo, que era en él conveniencia tanto como diversión o deporte.

El hermano de don Juan, Marqués de Ben Alí, era también diputado; pero no había venido al Congreso más que para jurar, y en su pueblo de la provincia de Córdoba permanecía gobernando y feudalizando con los instrumentos de tortura o dominación administrativa. La connivencia entre los dos hermanos era completa, y ambos se daban maña para fortificar la torre del cacicato y hacerla inexpugnable. Con esto queda dicho que don Juan sostenía correspondencia   —139→   larga y prolija; carteo constante, entreverando los amores con la politiqueja local. Levantábase el hombre a medio día, y desde que almorzaba hasta la noche tiraba de pluma con verdadero frenesí. Cartas empezadas en su casa concluía en el Congreso, y algunos días no paraba hasta la noche, viéndose privado del recreo de la conversación.

Viéraisle una tarde abandonar el escritorio y acudir al Salón, dejar el cigarro en el pedestal de la estatua de Isabel la Católica, colocada en el rincón de la derecha; ocupar su asiento junto a una de las escalerillas de la banda ministerial, y allí, solicitado su espíritu de la necesidad epistolar que en muchos casos era obligación de caballero, levantar el pupitre y escribir, aislando su atención del interés de la Cámara o compartiéndola con él. Así resultaba en sus escritos, no pocas veces, una incongruencia de ideas y un anarquismo gramatical que le obligaban a pedir indulgencia. Aquella tarde puso en garabatos esta graciosa coletilla: «Perdóname las faltas. Escribo en el Salón, en medio de un espantoso barullo, oyendo a un loco que nos habla de la Virgen María, y añade que no quiso ofenderla ni presentarla como esposa infiel... Este bruto es el Suñer que habló la semana pasada... Aquí te pongo su retrato...». Y con cuatro rayas y borrones trazaba la silueta infernal del ateo.

No le bastaba esto, y poco después añadió a la postdata otra igualmente garabatosa:   —140→   «Para que te rías. Ha dicho este bárbaro que los que se han escandalizado de sus blasfemias son cuatro beatas, cuatro sacristanes y muchos hipócritas. Aplícate el cuento... También nos ha contado historias de ídolos chinos, de una diosa de buen ver que se llamaba Ton-Pao, y que con sólo mirar a una estrella tuvo un hijo, a quien pusieron el nombre de To-Hi... Te aseguro que es muy divertido oír estas cosas... Y todavía no hay quien le dé una patada a este tío... Adiós; hasta mañana... Adorándote...».

Al día siguiente, en su casa, escribió a la misma, contestando la inesperada y alarmante carta de ella. «Ciertamente -le decía-, es grave contratiempo que mi señora doña Carolina haya pronunciado el lo sé todo, que prepara el desenlace en las comedias de enredo... '¿Y ahora qué?' dices tú. Y yo contesto: 'Ahora, lo mismo...'. Tú niegas; yo no temo a tu tía, ni he de temblar, como crees, cuando me presente ante ella. Alegre y sereno le notificaré dentro de dos días, tres a lo sumo, la resolución favorable del asunto de las salinas. ¿Te parece que soltando esta bomba sin dar tiempo para hablar de otra cosa, seré mal recibido?... Y lo que te digo no es cuento. Mañana tendremos la sentencia del Consejo de Estado. Váyase lo uno por lo otro. Carolina se amansará; es mujer de talento; ha padecido escaseces; ha luchado buscando el apoyo de personas de todos los partidos; en su corazón   —141→   ha entrado la indulgencia, y de allí no puede arrojarla... no puede...».

A estas razones, trazadas con tendida escritura y desordenado estilo, añadió el andaluz las ternezas de amor, planes de próximas secretas entrevistas, y otras menudencias espirituales entreveradas con conceptos eróticos. Terminada su epístola, que iba llena de borrones y tachaduras, la cerró y envió a su destino por una recadista que para estos tráficos tenía... Almorzó de prisa y corriendo, y en los escritorios del Congreso reanudó su tarea de Sísifo. Y no había medio de aplazarla, pues en deuda de carta estaba con la mujer a quien debía mayor respeto... deuda de tres días, que gravitaba en la conciencia del galán, anunciándole serias complicaciones. Apenas empezó, tuvo que pasar al Salón. Puesto el cigarro con cierta reverencia en el pedestal de la Católica Isabel para que esta lo custodiase, subió a su escaño, levantó el pupitre, y aprovechando el rato destinado a preguntas e interpelaciones, fue despachando el delicado introito hasta entrar en materia... Leed, amigos, estos fragmentos especiosos.

«Me duele mucho que creas esos disparates, y que no tengas bastante serenidad para ver en ellos una fábula grosera. O la inventó la envidia, o es obra inconsciente de algún cazador de mosquitos. Yo sospecho que a ti y a los tuyos ha llevado estos cuentos el señor Baldío, en quien debemos ver más simplicidad que malicia. Es un pobre mentecato   —142→   que no conoce el mundo; el hombre me gasta una moral estrecha, cortada por la regla de San Benito, y con ella convierte los actos inocentes en crímenes merecedores del Diluvio Universal... Te advierto que el Baldío está loco rematado, a consecuencia del naufragio de su virtud entre una turca y una africana. Corramos un velo...».

Y más adelante escribía: «No te niego que conozco a esa Céfora, sobrina de una Marquesa de Subijana que acá vino no sé cuándo. La tía es persona distinguida y tronada. De tonta no tiene un pelo, ni de inocente tampoco. Se rodea de sombras para darse lustre novelesco; se titula ex-camarista de la Reina doña Francisca; cuenta historias muy viejas, con pormenores que nadie puede rectificarle... Pleitea por las salinas de Añana, que dice son suyas... En cuanto a Céfora, buena falta le hace la salazón, porque hembra más desaborida y sin gracia no ha nacido de madre. Es rubia desteñida, de ojos azules que nada expresan. No sabe hablar más que de los milagros que hicieron estas o las otras Vírgenes; figura en Santo Tomás como una de las beatas más empedernidas; viste como una percha de colgar ropa, y tira al monjío como la cabra al monte... Quedan con esta leal explicación disipados tus recelos; y no digo celos, porque lo que esta palabra significa es vela demasiado grande para llevada a un entierro tan chico... Amor de mi vida, no volverás tus ojos a ninguna parte sin encontrar mi lealtad y   —143→   el sagrario de mis promesas...». Al llegar aquí, el andaluz dejó la pluma. Cuando se escribe entre mucha gente, más interrumpe el silencio que el ruido. Englobada su atención en la atención de la Cámara, bajó don Juan el pupitre, y con propósito de terminar después su carta, ojos y oídos puso en la persona del orador, que hablaba detrás del banco azul.

«Este Echegaray -dijo una voz junto a Urríes- me parece más científico que político, y más poeta que científico. Tiene el don singular de vestir sus ideas con imágenes tomadas de la astronomía y de la geología, y sobre estas figuras físicas sabe poner las humanas». Esto lo decía Moreno Nieto. El andaluz, lego en tales materias, como en todo lo que no fuera el arte de amar, aplicó de lleno su sensibilidad al orador, un hombre de algo más de treinta años, flaco, espiritual, barbudo y con anteojos, de dicción fácil y razonar persuasivo. Le agradó sobremanera esta idea con tanta galanura expresada: «La ciencia ama la religión, sólo que la ama a su manera; no se encierra en ella, no se ahoga en ella; es como el águila que ama las montañas, que pasa de unas a otras, que se posa un momento en la más elevada, pero que después tiende su vuelo, sube a las nubes, se pierde en el espacio, y las montañas allí se quedan, inmóviles, gigantescas, colosales». La imagen empleada por el matemático poeta para exponer la idea democrática, el doble proceso cósmico desde la   —144→   nebulosa hasta el planeta, y desde la unidad al individuo, impresionó al frívolo caballero, individualista impenitente en cuestiones de moral y de amor.

Echegaray, de quien pudo decirse que poseía el secreto de la inspiración científica, alumbraba con potentes resplandores las cuestiones más distantes de la poesía. Tratando el punto harto prosaico de las relaciones entre la fe y las leyes humanas, trazaba con tonos dramáticos el cuadro de la teocracia y de su abusivo poder despótico en épocas remotas. Combatía la Unidad Católica como el más apropiado ambiente para que aquel poder tiránico pudiese atormentar a la humanidad; y al describir el quemadero del llamado irónicamente Santo Oficio, cuyos vestigios fueron desenterrados en aquellos días, puso en su acento toda la humana ira y las maldiciones más elocuentes. Por esto le gustó a Urríes, por la pasión del intento y el fuego de la palabra.

Admirable fue la reconstrucción que hizo el orador del lugar siniestro en que tostábamos a los herejes. En el corte del terreno veía como un libro cuyas negras páginas declaraban la infamia de aquel tribunal, que afrentó a la justicia divina con sus atroces crímenes. De las capas de terreno extraía residuos calcinados o a medio quemar, y con ellos daba teatral realismo a los actos inquisitoriales; a su conjuro resurgían los verdugos fieros, las piras crepitantes, el chasquido de las carnes lamidas por el fuego   —145→   y la blasfema imprecación de las víctimas, que en el paroxismo del dolor pedían al Cielo que se desplomase sobre tanta iniquidad. Por este y otros inspirados pasajes, Echegaray tuvo un éxito ardoroso. Urríes aplaudió a rabiar. Moreno Nieto dijo: «Lo que hemos oído es hermoso y dramático». Y al bajar a felicitarle, completó así su pensamiento: «Muy bien, muy bien, Echegaray. Lástima que no sea usted dramaturgo».

Y no fue Urríes el último de los que colmaron de sinceras alabanzas al orador. Después, apremiado por la obligación y urgencia de escribir, recogió su cigarro del pedestal de la Reina Católica y se fue al escritorio. La carta debía salir necesariamente aquella misma tarde, aunque fuera menester mandarla a la estación. Como se hallaba bajo la impresión del discurso de Echegaray, y aún le ardían en el oído las palabras de fuego del gran plasmador de la belleza científica, el resto de la carta le salió harto imaginativo y apasionado: «Si yo tuviera el convencimiento de que tú dudabas de mi amor, pondría término a mi existencia... Créeme, Fernanda: tus dudas son para mí como una nebulosa... No, no, que de la nebulosa sale todo el Universo. Lo que quiero decir es que eres el sol, y tu amor es la atracción, la suprema ley que rige los orbes; yo, un pobre cuerpo que gira en derredor tuyo y no puede salir de su órbita sin correr a desmoronarse en el vacío...».

Muy satisfecho de este párrafo, lo releyó   —146→   y en él hizo enmiendas, retocando lo de la nebulosa. En los finales de la carta, los conceptos del galán revelaban contagio de la tensión dramática que puso en su brillante arenga el insigne sabio y poeta: «Ausente de ti, mi vida es como la del condenado a destierro. Momentos hay en que la desesperación me sobrecoge, me sacude, me irrita. Y si calumniadores infames me privaran de tu amor y de tu fe, mi único consuelo sería la venganza; mi gozo único, condenar a los infames verdugos de mi felicidad a tormentos semejantes a los de la Inquisición, y que ellos y yo pereciéramos juntos en las llamas. El espectáculo de los autos de fe y mi propia extinción en la hoguera son mi idea fija cuando pienso que me niegas tu amor y me condenas al olvido... Olvido no; antes muerte, infierno...». Con apasionadas ternezas, y el anuncio de que muy pronto las obligaciones parlamentarias le permitirían volar a su lado, echó la firma... Cerrada la carta, la mandó a la estación.

Cumplido el apremiante deber epistolar, descansó el caballero, y con libre espíritu entregose a su recreo nocturno. Comió con Constantino Vallín en Lhardy; estuvo un rato en el Príncipe; el resto de la noche lo pasó en la tertulia de la Duquesa de la Torre y en el Casino. Pero no fue completo su descanso mental, porque le atormentaba la idea de una olvidada carta que debió escribir y aún estaba pendiente... ¿Quién es, quién era ella? Pues una viuda rica (veinticinco   —147→   años, agradable palmito, ilustre nombre), a quien había conocido y tratado en Córdoba antes de emprender su viaje electoral... Por hoy sólo se añade que en la mañana siguiente, por mi cuenta la del 6 de Mayo, escribió don Juan con singular esmero una extensa carta... No conoce el historiador más que el sobre, que así decía: «Excelentísima señora doña Mariana de Pedroche y Vaca de Guzmán, Marquesa de Aldemuz.- Priego».




ArribaAbajo- XV -

Conforme a los saludables requerimientos de don Pedro Vela y Carbajo, que a menudo le visitaba como cura de almas y como amigo, dedicose aquellos días el caballero de San Juan al arreglo de su conciencia. Del menudo análisis y honda meditación resultó un admirable resumen que hubo de dividir en dos partes, apresurándose a escribirlo para que las interesantes conclusiones no se le fueran de la memoria. La primera parte de aquel registro de conciencia lleva el epígrafe de Pecados, la segunda el de Tristezas, ambos rótulos puestos en latín para mayor claridad. Conviene dar a conocer los dos índices trazados por la honrada mano del noble y cristianísimo alavés.

«PECATA.- 1.º Error mío gravísimo y primer paso hacia la ignominia fue dejarme   —148→   llevar al colmado por el maligno Tapia. Debo considerar como pecado mortal la cenita o comistraje en que Celestino y el demonio confabulados me entregaron a las hechicerías de la africana. Si yo no hubiera ido al colmado, mi pureza no habría sufrido menor detrimento.

»2.º Con sólo mencionar la flaqueza y el arrebato impúdico que me arrastraron hasta caer en el cieno, declaro mi pecado más horrendo, y de él me acuso. Mi arrepentimiento no empece para que yo admire una de las más bellas obras de Dios, a saber: los ojos negros y rasgados, el marfil de los dientes, el terciopelo de las patillas... y ainda mais, de la diablesa.

»3.º En el tercer artículo de mi afrenta pongo la descomunal borrachera que cogí aquella noche después de echarme al coleto un infernal bebedizo. Pecado repugnante fue la turbación a que damos el nombre de papalina, y los bárbaros despropósitos y suciedades del discurso que pronuncié subido en la silla. Parodiando a Castelar, más que a este, ridiculicé al Dios del Sinaí y del Calvario.

»4.º Culpa execrable fue haber admirado a Castelar, aunque por breves momentos y velando con escrúpulos mi admiración. Pequé asimismo cuando deseaba que Dios me concediese un poder oratorio semejante al de aquel vocinglero disolvente.

»5.º Pecado fue la cobardía que paralizó mi voluntad cuando de labios del moderno   —149→   Moloch, Suñer y Capdevila, oí desvergonzados ultrajes a la Virgen Santísima y al glorioso Patriarca San José. Y no me disculpa la presunción o el hecho de que en aquel instante tuviera yo dentro de mi cuerpo unos diablillos irónicos y picarescos. Esto no me vale. Yo debí vomitar mis diablos sobre el hemiciclo, y protestar furiosamente contra el blasfemo.

»6.º El odio que de algún tiempo acá he sentido contra don Juan de Urríes y Ponce de León es un sentimiento notoriamente pecaminoso. Acúsome también de haber deseado la muerte de este sujeto, sin que me disculpe su perversidad. Abomino de mis pensamientos homicidas. Durante muchos días y noches me recreó y entusiasmó la idea de que pereciese en un desafío con espadachín más diestro que él. Quería yo ver reproducido en Urríes el caso de Celestino Olózaga, que por acometer airada y ciegamente se clavó en el sable de su contrario.

»7.º Pecado de tontería, no por menos grave, es la confianza y amistad que, por sugestión astuta de Urríes, concedí a esa serpiente llamada Tapia. Pequé de obcecación, de inocencia; falté a la lealtad que debo a mi Dios y a mi Rey, abriendo mi corazón a un traidorzuelo que con máscara carlista es correveidile de Montpensier y miserable instrumento de sus intrigas. Así me lo han asegurado personas de tanto crédito como don Pedro Vela, don Cristóbal de Pipaón y el bendito don Cruz Ochoa».

  —150→  

Reproducido el índice de los Siete Pecados del sanjuanista, sigue aquí el de sus Siete Tristezas.

«TRISTITIÆ.- 1.º Amor platónico y purísimo, sin ninguna esperanza, sentía yo por Fernanda Ibero cuando tan cerca de mí la veía diariamente en casa de mi tío el Marqués de Gauna. Indómitos celos me quemaron el alma cuando la vi arrebatada de amor por ese danzante de Urríes. El dolor de esta quemadura me durará tanto como la vida.

»2.º Conocí a Céfora; gusté de su dulce y blanda belleza dorada. Antes de que yo la desechase por extravagante y neurótica, me fue arrebatada por el atrevido pillastre don Juan de Urríes, a quien Dios pone siempre en mi camino para enturbiar glorias de amor. Yo habría conquistado a Céfora, enmendando con paciencia y saliva sus histéricas explosiones de risa y llanto... Luego he visto que tía y sobrina no son trigo limpio... Urríes se come la breva, y yo masco mi amargura.

»3.º Entrome la africanita por el ojo derecho; sus gracias me subyugaron. Ya he reconocido como pecado grave la pasión inspirada por una Magdalena no arrepentida. Pero la idea de redimirla no quiere abandonarme. Puesto que mi director espiritual no consiente que me meta en líos de redención, obedezco, y consigno aquí mi desconsuelo, no sin hacer constar que la doctrina de Cristo no nos veda que redimamos a quien lo ha menester, ni menos que lo hagamos por los   —151→   medios y resortes del amor. Dolida está mi alma de no poder salvar la de una mujer bella y descarriada, diciéndole: 'Tú, que has amado mucho, vendrás conmigo al Paraíso'.

»4.º No disimules, corazón mío, tu aflicción por el desaire que te hicieron los propios agentes de la causa de Dios y del Rey. Ofrecieron mandarte a negociar con las Cortes extranjeras, y después nadie te dijo por ahí te pudras, diplomático. ¿Quién tiene bastante grandeza de alma para no sentir ni lamentar este vacío de la promesa no cumplida? ¿Hay otros más dignos de tan noble misión? Pues díganlo. Yo no soy ángel; yo me quejo de lo que considero doble bofetón a mi dignidad y a la Orden de caballería que profeso.

»5.º Y como no me duelen prendas, también diré que estoy dolorido por haber hablado con la africana de la sacra Orden de San Juan de Jerusalén. Tuve la debilidad de darle pormenores de la fundación y de las reglas de honor a que los caballeros estamos sometidos. Esto no debí hacerlo hasta no tener el alma de Paca bien metida en las vías redentoras.

»6.º Una de las tristezas que más lúgubremente agobian mi alma, es haber admitido socorros de dinero de ese maldecido Tapia. Verdad que este oprobio vino a mí de soslayo. ¡Perfidias de mi destino adverso! Mandome el sastre la cuenta. Yo, contra mi costumbre, diferí el pago, esperando que de   —152→   Vitoria me remitieran fondos. El Celestino, que presente estaba, dijo que no me apurase. Yo, enfermo y turbado, me entristecí, suspiré... ¿Qué hizo él? Pues pagarme la ropa... Después vino con el requilorio de que ya arreglaremos cuentas. Se declaró mi administrador. ¡Canalla!

»7.º Me duele haber querido competir en vestimenta con ese silbante de Romero Robledo; me horripila deber dinero a Tapia; me amarga la idea de que, con lo que ha de venir de Vitoria, no tendré para el médico y para la quincena de casa. Heme aquí perturbado en mi admirable orden, y sacado del carril de mi método... ¿Qué es esto? ¿Es anuncio de mi próxima muerte? Si es así, acójame el Señor en su santo seno».

Así acababan las Tristezas del Bailío, que jamás contento con lo que había escrito, rehacía diariamente sus conclusiones. Por último, a fin de Mayo o principios de Junio, que en la fecha no hay claridad, viendo don Pedro Vela que el amigo se hallaba ya restablecido de sus achaquillos cerebrales y bien preparado de conciencia, determinó que no se dilatase más el acto de confesión. De acuerdo ambos en el lugar y la hora, fue don Pedro a buscar al Bailío una mañana, y juntos se llegaron a la próxima parroquia de San Sebastián. No faltó el ratito de parleta en la sacristía con el cura, el colector y otros clérigos que entraban o salían, algunos revestidos para la misa. Amigo de los más de ellos era don Pedro, y no escaseaban   —153→   temas de conversación eclesiásticos y profanos. En esto, salió a la iglesia don Wifredo, con ánimo de arrodillarse en el primer confesonario que viese libre, según indicación del padre Vela; y al atravesar la nave paralela a la calle de Atocha, entre el barullo de gente que a diversos altares y misas acudía, fue atormentado por visiones que tomaban cariz terrorífico en la penumbra del templo.

Creyendo que su ánimo turbado era el forjador de tales fenómenos, avanzó don Wifredo en seguimiento de dos bultos que le parecieron Céfora y Urríes. No eran, no, fantasmas, sino reales y tangibles personas. La mística de Subijana y el guapo caballero andaluz iban hacia la puerta de la calle de Atocha silenciosos, como pedía la santidad del lugar. Fuerte coloración observó el alavés en las mejillas de Céfora, como de quien ha llorado, como de quien ha tenido excesos de pena o de alegría. El rostro del don Juan, por el contrario, era todo gravedad, decorada con palidez de buen tono. No daba Romarate crédito a sus ojos: buscando el testimonio del tacto, les cortó el paso, y poniendo su mano sobre el pecho de Urríes, dijo: «¡Ah!, ¿son ustedes?». El libertino respondió al instante: «Ha venido a confesar». «¿Y usted?». «Yo no; ella».

Miró Céfora con lástima a su vecino de habitación, y dijo: «En la capilla de los Dolores saldrá misa muy pronto. Nosotros nos retiramos ya». Y sin aguardar respuesta, se   —154→   fueron... El de Jerusalén les vio salir, después de tomar agua bendita... Era una visión en que hacían híbrida pareja el misticismo y el amor. Había pronunciado Céfora el nosotros con dulcísimo acento familiar y musical, que dejó una intensa vibración en el alma del pobre don Wifredo. Este, cuando el andaluz y la rubia de Subijana salieron, se sintió en pavorosa soledad, sin que el ruido de pisadas y las caras del gentío que se agolpaba frente a los altares le aliviaran de tan ingrata sensación.

Como quien huye, atravesó la Iglesia en dirección de la salida por la calle de las Huertas, y junto a la capilla de la Novena vio un apiñado grupo con más mujeres que hombres. Acercose... más propio será decir que el grupo le atrajo. Fue magnetismo, fue el efecto de una enorme irradiación vital. El grupo era una boda que esperaba la bendición, y en él estaba Paca la africana con otras mujeres, todas con mantón negro de largo fleco y flores en la cabeza. Al ver a su conquista, resplandeciente de hermosura, el sanjuanista estuvo a punto de perder el conocimiento. Luego se le achisparon los ojos; acercose más hasta enredar sus dedos en el fleco sedoso que dejaba traslucir la torneada mano de la hetaira, y articuló palabras balbucientes. «Sí, sí, Gaifrido -dijo la moza, que así solía llamarle-: venimos de boda... Pero no soy yo la que se casa, sino la Eloísa... ¿no te acuerdas? Tú la conoces... estaba con nosotros aquella noche... cuando cogiste la   —155→   gran mona... Es buena chica, honrada en lo que cabe... con mucho ángel...

-¿Y es casamiento de verdad... o...?

-¿Pues dónde estamos, Gaifrido, más que en la santa iglesia?... Ha tenido esta chica la gran sombra de encontrar un chico honrado y caballero... mírale allí... José Cornejo, que sin hacer caso del qué diréis lenguas, la saca de vida esclava y la trae a un altar, pasándose el mundo por las narices... Ya ves... para que aprendas. Eso hacen los hombres de corazón. Cornejo es guarnicionero, y trabaja en los arneses de la caballería, por lo que también es caballero como tú... Ahí tienes un hombre.

-Redención -dijo el alavés anegando sus miradas en los negros y fúlgidos ojos de Paca, que a su parecer (al de Bailío) alumbraban la iglesia-. Redención... lo que yo pienso, lo que yo predico, y no me entienden... Sólo que yo... no puedo... un cruzado de Jerusalén no puede, Paca... ¿Y la novia ha confesado? ¿Por qué no confiesas tú también, y limpias, barres y deshollinas tu conciencia? No hay otro camino... Yo he venido a eso... Te he visto. Estás guapísima. Tu hermosura es obra del Omnipotente, y esto se lo digo yo a don Pedro Vela y al Verbo divino. ¡Ay, Paca, Paca, yo estoy loco! ¿Cómo toco yo a redimir sin dejar de ser caballero... y cómo me pongo mi manto si redimo?... Que venga Dios y lo vea; que venga el Dios del Sinaí, mi particular amigo, y lo vea también... y que venga...

  —156→  

Alzando gradualmente la voz y descomponiéndose, llegó a promover alarma y tumulto en el santo recinto. La gente acudía escandalizada, las misas se quedaban sin oyentes. Perdida por completo la noción del lugar donde estaba y toda idea de comedimiento, avanzó don Wifredo hacia la nave principal, y allí, de cara al altar mayor, aterró a los fieles con sus gritos y sus descompasadas gesticulaciones... El primero que acudió a contenerle, echándole los brazos, fue don Víctor Ibraim, que salía ya para su casa. Después apareció consternado don Pedro Vela; tras él el párroco, y algunos otros clérigos, sacristanes y monaguillos. En tanto, el grupo de la boda entraba en la capilla donde los novios habían de recibir las santas bendiciones.

Fue don Pedro Vela el que primero logró imponer su autoridad al desdichado Bailío, haciéndole ver el escandaloso sacrilegio que cometía. Voces y músculos cedieron, agotada pronto la energía del pobre señor, y fácilmente le condujeron a su casa el mismo Vela y don Víctor Ibraim. Buena parte del día pasó el alavés sin que remitiera la exaltación. Por la tarde, al fin, quedó el hombre tranquilo; comió en su aposento; fueron a verle algunos amigos, y él se mantuvo correcto en la breve tertulia, más atento a sí propio que a las ajenas voces. No faltó aquella noche la de Subijana, mostrando tanta estimación como lástima del desdichado amigo, y mientras hubo con quien mover la   —157→   sin hueso, allí se estuvo parloteando. Don Pedro Vela fue el que más tiempo devanó con ella el hilo de la conversación. Carolina desplegó aquella noche una locuacidad diluviana. El motivo de este desbordamiento no era otro que la venturosa solución del pleito de Salinas; que la felicidad engendra el optimismo, y este suelta las esclusas de la palabra.

«Al fin se me ha hecho justicia, señor don Pedro -dijo la dama-; al fin se me entrega el patrimonio de mi familia, y yo estoy loca de contento deseando volver a mi tierra».

-A usted -replicó el capellán de las Descalzas- la llama el Norte; la llama el país de sus antepasados, de sus recuerdos. Desea respirar el aire de las montañas, y... digámoslo de una vez... el aire carlista... Yo, señora, no la sigo a usted por ese camino: soy partidario acérrimo de la Reina destronada, y no hay quien me saque de las casillas de mi lealtad.

Observando que don Wifredo, adormecido suavemente, abandonaba su cabeza en el respaldo del sillón, aguardó un instante, y en voz baja dio esta réplica al digno sacerdote:

«Ahora que nuestro buen amigo no se entera de lo que hablamos, señor don Pedro, puedo decir a usted que los partidarios del nieto de don Carlos María Isidro no harán otra cosa que perpetuar la Dinastía de la Pretensión... no sé si me explico».

-Lo entiendo muy bien -dijo Vela-, y   —158→   abundo en las ideas de usted. Será ese joven Pretendiente III, pues aquí no hay más Reina efectiva que doña Isabel II.

-Y en todo caso, la Señora tiene un hijo que dentro de algunos años estará en edad de ceñir la corona.

-Es prematuro hablar de Alfonsito. Su madre, calumniada y escarnecida por los que se ensalzaron y se enriquecieron a su sombra, ha de volver al Trono, y una vez restaurada en él, abdicará o no abdicará... Ella es quien ha de decidirlo.

Dormía profundamente don Wifredo, la cabeza tendida hacia atrás, abierta la boca, por la cual respiraba con áspero ronquido, las manos cruzadas sobre el vientre. Del angélico sueño del Bailío, que era como un alejamiento a cien leguas de la realidad, se aprovechó Carolina para echar de sí las ideas ingeniosas que a continuación se expresan.




ArribaAbajo- XVI -

«Yo, señor Capellán, no puedo negar mi abolengo carlista: fui dama de honor de la primera esposa de don Carlos María Isidro en su emigración; en mis brazos expiró aquella digna señora; leal servidor de la Causa fue mi marido hasta su muerte, ocurrida en Italia. Deste entonces mi vida ha sido un via-crucis de contratiempos, privaciones y   —159→   apuros, y a la hora presente, cuando me veo remediada de tantos males, me asalta y acaba por apoderarse de mí la idea de que la lealtad es tontería, ridículo amaneramiento que debemos desechar. ¿Qué debo yo al carlismo? Nada. ¿Por qué caminos me conducía la fidelidad? Por los de la miseria. ¿A quién debo mi reparación y estos alientos de vida? A la tan maldecida y execrada Gloriosa... Perdóneme usted si lastimo sus sentimientos. Contra doña Isabel no digo nada. Pero tampoco puedo negar que a los hombres que la destronaron debo yo la restitución de un bienestar perdido... A pesar de esto, no me gustan los delirios revolucionarios. Yo vería con gusto que este nudo se desatara con la abdicación de doña Isabel».

-En el fondo, la idea de usted no es mala -dijo gravemente el señor Vela-; pero nada espere de esos elementos desencadenados que llaman aquí Cortes Constituyentes...

-Perdone usted, don Pedro, que le contradiga en este punto. No debemos hablar de estas Cortes con ira ni menos con desprecio. Yo he tenido la paciencia de leerme todo lo que han hablado en ellas los hombres de los diferentes bandos... Urríes me trae el Diario de las Sesiones, y allí me entero y formo mi juicio, equivocado tal vez; juicio de mujer, pero mío, y por él tengo que guiarme, mientras no me den otro que me parezca mejor... ¿Qué, se asombra usted de lo que digo? Pues espérese usted un poco.   —160→   En las Cortes hay una suma de inteligencia que no encontraremos en ningún otro momento de la Historia de España en este siglo. Si de este foco de inteligencia no sale lo que debe salir, no es cuenta mía... ¿Qué tiene usted que decirme de los discursos que negros y blancos pronunciaron hace días sobre la forma de Gobierno? ¿Leyó usted el discurso de Figueras?... ¿y el de ese Pi y Margall que sabe por veinte?... ¿y lo que dijeron los de la otra cofradía, Ulloa, Silvela y Ríos Rosas?

Con breves palabras, acentuadas por gestos negativos, indicó don Pedro Vela que no perdía su tiempo en vanas lecturas. Prosiguió impertérrita Carolina con claridad y desenfado: «Yo, hallándome ya en edad que no admite fantasmagorías, veo la procesión histórica, y a ella me agrego, marchando detrás modestamente... ¿Quiere usted que le hable, señor cura, con absoluta sinceridad, como se habla al confesor? Pues allá voy: al recobrar mi hacienda, tengo que ser muy otra de lo que he sido en mi desgracia. Los bienes que poseo me dicen que la vida es buena, y que no debo derrocharla en quejas lastimosas del mal ajeno, ni comprometerla uniendo mi suerte a la de causas que yo no perdí, que se perdieron por sus propios errores o porque Dios así lo dispuso... Óigame hasta el fin, don Pedro, y no me juzgue mal. Yo veo la procesión histórica, y no soy tan tonta que me eche a andar en sentido contrario... no, señor: ando   —161→   con ella, tras ella... porque soy rica... tengo al menos con qué vivir, y no se vive bien a contrapelo, señor mío...».

-Hasta cierto punto -dijo Vela reprimiendo una sonrisa-, tiene usted razón... Vivimos a pelo derecho; pero podemos pensar a contrapelo...

-No, señor, que el pensar de ese modo altera los humores, y amarga la existencia. Es más saludable y entretenido mirar las comitivas históricas y dejarse ir al compás de ellas... Respetemos los hechos y asistamos a su paso majestuoso, cualquiera que sea la música que vayan tocando... No maldigamos a esta gente hasta que veamos a dónde van a parar con sus musiquillas y sus estandartes. ¿Qué ocurre? Que han hecho una Constitución... Vayan con ella benditos de Dios... Por una Constitución más no hemos de reñir... Han votado la Monarquía... Muy bien. Esto nos gusta a usted y a mí... Adelante con ella. Ahora falta que encuentren Rey. Yo... que tengo para vivir... perdóneme que insista en mi argumento capital... yo, que soy modestamente rica, no debo apurarme porque el Rey se llame Juan o Perico... Ya le veremos, ya le examinaremos de pies a cabeza cuando nos lo traigan... En tanto que se ponen de acuerdo sobre este particular, nos dan un poco de Regencia... y en este Trono de la Interinidad colocan al general Serrano. Muy bien, muy bien.

-Muy mal, horriblemente mal -dijo el   —162→   capellán alborotándose-, y no se enfade si le contesto tan a contrapelo.

-No me enfado, señor Vela. Usted maldice a Serrano por lo que llama su ingratitud con la reina Isabel. Pues yo, dejando esta cuestión a un ladito, bendigo a Serrano, porque a él debo el remedio de mis abstinencias. Sí, señor mío: los amigos que me han ayudado en este negocio interesaron en favor mío al Duque de la Torre, y este ha sido mi salvador. Por eso digo a voz en cuello que Serrano es el primer caballero de España y un Regente dignísimo. Comprenda usted, señor Vela, que vivimos bajo el imperio de la Fatalidad, y que el egoísmo es el gran constructor de caracteres. Yo debo enaltecer a los que me han devuelto mi posición. Las ideas caen desplomadas en cuanto tosen fuerte los intereses... Sea usted franco. ¿Por qué es usted furibundo isabelino? Porque doña Isabel le resolvió el problema de los garbanzos... ¿Qué? ¿se ríe? He llamado garbanzos, hablando en lenguaje popular, a la raíz de la existencia.

-Raíz... está usted en lo firme; pero no es la única -dijo el capellán transigiendo benignamente-. El caso es que si arrancamos esa, todas las demás mueren al instante.

-Al fin me da usted la razón... Las circunstancias me han obligado a cambiar de ídolos... Así hemos de llamar a los figurones que dirigen las cosas públicas. La gratitud se parece mucho a la devoción religiosa. Por ella quito de mi altar los santones   —163→   apolillados, y pongo un santirulico acabado de salir de la tienda, el Duque de la Torre... A la derecha de esta imagen tengo que colocar la de la Duquesa, que, por lo que me han dicho, fue quien hizo más para sacar a flote mi asunto... De Madrid no saldremos hasta que podamos visitar a esa señora. No hemos ido ya por... a usted puedo decírselo en confianza... porque este paso de la estrechez a la holgura nos ha cogido mal de ropa. De la modista depende que cumplamos pronto ese deber... Dicen que la Duquesa es un prodigio de hermosura.

-Vaya usted, vaya bendita de Dios -dijo don Pedro con leve dejo humorístico-. Apostaría yo que ahora, en su nueva posición empingorotada, visitándose con la Regente y otras damas de rumbo, se aficionará usted más a la vida de Madrid y la tendremos aquí mucho tiempo.

-¡Oh, no, don Pedro!... Yo me voy a mi tierra; tengo que estar a la mira de mis intereses, mejorar la explotación de las salinas hasta duplicar su producto... Además, debo atender con la mayor solicitud al porvenir de Céfora.

-¿Y para casarla con Urríes tiene usted que ir tan lejos?

-No he hablado de Urríes; no he dicho tampoco que mi sobrina desee casarse... Es que Céfora no acaba de decidirse entre la vida religiosa y la matrimonial, y en mi país estoy en mejor terreno para elegir... yo, yo, no ella... lo que más convenga.

  —164→  

-Eso es puro despotismo. Veo, señora, que acabadita de hacerse constitucional, sigue usted tan carlista como antes.

Al pronunciar don Pedro Vela estas palabras, despertó súbitamente el Bailío, diciendo con fuerte voz: «Estoy conforme, absolutamente conforme...».

-¿Con qué, mi buen Wifredo?

-Con todo lo que ustedes han hablado, y con la conclusión, con la síntesis... tan carlistas como antes.

-¿Pero qué decíamos, señor Bailío de mi alma? -le preguntó afectuosamente Carolina, llegándose a él.

-No se me ha escapado una sílaba de la conversación de ustedes... Lo primero, que murió la pobre Reina doña Francisca en Gosport... suceso tristísimo que nos ha hecho derramar lágrimas, y que por poco cae don Carlos en poder de los cristinos... Gracias que un pastor le cogió en hombros, como a una oveja, y le puso en salvo... Después viene la noticia del día, la más sonada, la más gorda... Que han matado a Prim... Se cree que haya sido Tapia el matador... Conste que el tal Tapia no es carca, sino montpensierista... Pues muerto Prim, la Regente, Duquesa de la Torre, resuelve la cuestión de Rey... ¿Cómo? Del modo más sencillo... Isabel II larga su abdicación, y casamos a don Carlos con Céfora... digo, con la Infanta Isabel Francisca.

-No hay más inconveniente sino que la Infanta y don Carlos están casados ya.

  —165→  

-El Sumo Pontífice, Gregorio XVI o quien quiera que sea, casa o descasa cuando así conviene a las naciones... Y ahora, Carolina, no falta más que redimirla a usted... Tenga usted calma, que todo se andará. Hoy, sin ir más lejos, hemos visto en San Sebastián una redención por vía de matrimonio... No ha sido cosa mía, sino de un caballero guarnicionista que arregla las monturas del Apóstol Santiago... Espere usted una buena coyuntura, y digamos con el corazón: «Tan carlistas como antes».

Con miradas tristes dijéronse la Marquesa y el Capellán que Romarate no tenía remedio, y diputándole perdido totalmente de la cabeza, le recomendaron el reposo... Retirándose por el pasillo, la noble señora y don Pedro Vela convinieron en aplicar al sanjuanista el único remedio práctico, que era mandarle a Vitoria, donde el descanso y los aires del país nativo le repondrían del grave estropicio cerebral.

Llegaron por aquellos días a Madrid los presuntos Marqueses de Gauna, don Luis de Trapinedo y su esposa, parientes del buen Romarate, herederos del título y hacienda del casi centenario don Alonso. Como venían con propósito de pasar en Madrid un largo mes, esta era buena proporción para el traslado del Bailío, si otra más pronto no se presentaba. El Marqués de Gauna, a quien todos daban el título antes de poseerlo por legal sucesión, era un caballero que física y moralmente llevaba consigo la simpatía,   —166→   y aunque por tradición de familia militaba bajo las banderas de la legitimidad, la lectura y los viajes le habían modernizado. Y más que el viajar y el leer, influyó en esto su amistad íntima, casi fraternal, con Cánovas del Castillo. Tenían la misma edad, cuarenta y un años, en la época de esta historia; se habían conocido en Madrid, siendo ambos estudiantes; escribieron, no con criterio igual, en La Patria, fundada por Pacheco en 1849; juntos recibieron las inspiraciones y los consejos de Estébanez Calderón, y cuando Cánovas, a fines del 54, fue destinado a Roma como Encargado de Negocios y Agente general de Preces, allá se fue también Trapinedo, en viaje de novios, y poco menos de un año permaneció junto a su amigo, embebecido con él en la admiración y el estudio del arte clásico.

Las estrechas relaciones mantuviéronse luego en España con el carteo frecuente. El ministro de la Gobernación en el Gabinete Mon-Cánovas (1864), ministro de Ultramar con O'Donnell (1866), no olvidó en ninguna ocasión a su amigo. Este hizo un viaje a Madrid en 1867, expresamente para asistir a la recepción de Cánovas en la Academia Española. Claro es que la primera persona visitada por Trapinedo en su viaje del 69 fue el entonces solitario malagueño, que en las Constituyentes representaba una causa harto embrionaria y verde para ganar prosélitos. No estaba aún el horno para las empanadas alfonsinas. Cánovas,   —167→   conforme en esto con la ingeniosa Marquesa de Subijana, no pensó en andar a contrapelo de la procesión política: iba con ella muy a retaguardia, esperando la madurez y oportunidad de los fines que perseguía. Para redondear este párrafo de historia privada, que pública podía ser a poco que se escarbase en ella, dígase que la señora de Trapinedo, María Erro y Sureda, era muy amiga de la Marquesa de Villares de Tajo, Eufrasia para los lectores de estas anécdotas que van cosidas con un hilo histórico robado del costurero de Clío.

Casi todas las tardes dejaba ver el Marqués de Gauna en el Congreso su agradable persona. Allí departió con Urríes; allí se permitió recordarle el compromiso matrimonial con la hija de Ibero. Obligado por razones de lógica y de dignidad a ratificarse en lo dicho, ya que no implícitamente pactado, hízolo con expresiones de fina delicadeza. Noticias interesantes agregó el Marqués. Que Fernanda estaba cada día más guapa (ya se lo imaginaba el novio)... Que la familia se había instalado por breve temporada en Bergüenda, donde Ibero había adquirido un monte que fue del Condado de Fontecha... Una y otra vez expresó Urríes su impaciencia por ir a La Guardia o a donde estuviese la sin par Fernandita; pero no podría zafarse del herradero hasta el mes de Julio.

Apenas terminada esta conversación, corrió don Juan al escritorio, acordándose de   —168→   que estaba en deuda epistolar. Con rauda escritura enjaretó una carta, de la cual se entresacan estos interesantes trozos: «Al hablar hoy con Luis, he sentido tan acerba la nostalgia, que me ha faltado poco para llorar. El tiempo vuela, y yo no puedo volar hacia mi cielo... A las razones que te dije en mi anterior, añado hoy otras, recomendándote el sigilo por tratarse de asunto muy delicado. Ya sabes que por mi buena o mala estrella, soy de los que trabajan la candidatura de Montpensier. No puedo decirte por escrito los medios que empleamos en esta secreta campaña. A su tiempo lo sabrás todo, vida mía».

Reflexionó un instante, temeroso de correrse más de la cuenta en las revelaciones; y una vez pensada y medida la parte que la discreción podía ceder a la confianza, prosiguió así: «Por hoy te diré que entre un amigo y yo hemos catequizado a Becerra, el furibundo demócrata: ello se ha hecho ganando de antemano la voluntad de su mujer, una señora tan ilustrada como respetable, a quien llaman aquí Madame Rolland. Después de esto, he tenido yo solo un triunfo mayor. Asómbrate: he conquistado a Sagasta, el buen amigo de tu padre; Sagasta, Ministro de la Gobernación. Ahora trato de conseguir que don Práxedes arrastre tras sí a la reata de sus amigos. Para ello cuento con Abascal, a quien he metido en el ajo... Es un antiguo progresista, hoy encargado de la administración y conservación de los bienes   —169→   que fueron de la Corona. Palacio y los Sitios Reales están bajo su custodia. Pues verás: el que bien puedo llamar Intendente del Real Patrimonio, dará muy pronto un banquete a Sagasta y a los amigos que él quiera llevar. Sitio: el Escorial. Fecha: uno de los próximos días festivos...

»Espero que en esta comida traerá don Práxedes al campo del Duque una buena parte del rebaño de Prim. Figúrate mi alegría si esto se logra. ¡Quererme tú, ver yo cumplidos mis deseos en la esfera de amor y en el terreno político!... ¿Qué mayor felicidad para un hombre? Ya tienes bien explicado el motivo de mi tardanza, y seguramente me autorizarás para detenerme aquí un par de semanas... Otra cosa tengo que decirte. Cuidado, Fernanda mía: de esto, ni una palabra a tu padre, que hace fu a toda candidatura que no sea la de Espartero. Amor de mi vida, espero ansioso tu carta con el perdón que solicito y la licencia para vivir lejos de ti unos diitas más...». Con veloz pluma trazó las últimas fórmulas de pasión, echó la firma, y ¡zas!, al correo.



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