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Sociedad y economía

Artículos


Entre dos crisis, 1520-1560: Zamora en la época del Emperador

José Carlos Rueda

Universidad de Salamanca



    En el planteamiento de los organizadores, el objeto de esta primera conferencia del ciclo dedicado a «Zamora y Carlos V» debía ser ofrecerles una panorámica general de lo que fue Zamora (no quedaba claro si la provincia o solamente la ciudad), sus gentes, sus tensiones y conflictos políticos, su dinámica económica y social, etc. durante la primera mitad del siglo XVI. Una panorámica que sirviera como marco de referencia en el que insertar las otras dos conferencias que completan este breve ciclo, dedicadas a las figuras de Florián de Ocampo y el doctor Villalobos. Debe decirse que una propuesta de tales características siempre encierra cierta trampa: como en aquel viejo juego de naipes, se corre el peligro de no llegar o de pasarse.

     Obviamente, las opciones a la hora de fijar los contenidos específicos eran muchas. Cabía, en efecto, dibujar una panorámica más o menos amplia, exhaustiva, abordando todo tipo de fenómenos (urbanísticos, demográficos, económicos, sociales, políticos, religiosos, culturales, etc.). Desde un principio, esta opción me pareció la menos adecuada. Por dos razones: primero, porque resultaba demasiado ambiciosa para el tiempo marcado para esta exposición; y segundo, porque existían riesgos evidentes de recurrir a demasiados lugares comunes, de no salir de lo que numerosas veces se ha escrito en los libros. Y cabía también, claro está, reducirse a sólo algunos de estos aspectos, que es por lo que hemos optado.

     Así que, abusando de la absoluta libertad que se me dio para enfocar el tema, pero sin desligarme, por supuesto, de ese planteamiento inicial al que acabo de referirme, me he permitido ciertas licencias. En este sentido, en los próximos minutos me voy a referir esencialmente a lo que fue la ciudad de Zamora (aunque no falten, aquí y allá, esporádicas alusiones a otros ámbitos y poblaciones de la provincia), durante un periodo de unos cuarenta años, los que transcurren más o menos entre 1520 y 1560 (aunque han de ser muchas las referencias a los años inmediatamente anteriores y, en algún caso también, a los posteriores), y centrándome en dos aspectos que a mi juicio resultan fundamentales para comprender la evolución histórica de la ciudad, cuales son -digámoslo por ahora de la forma más sencilla posible- por un lado la política y, por otro, la economía y algunas -sólo algunas- de sus implicaciones sociales.

     Había ciertamente otras cuestiones que hubiera resultado muy interesante tratar. De estos mismos años son, por ejemplo, las ordenanzas o constituciones para el gobierno y la asistencia de los pobres, redactadas en 1544, un terreno en el que Zamora se adelanta al resto de las ciudades castellanas e incluso a los ordenamientos reales sobre el particular, y que han sido detenidamente estudiadas por Carmen Pérez Castaño. O la aparición de aquellos focos de religiosidad protestante -«peligrosísimos» a juicio de las autoridades religiosas y políticas de la época- que, aunque descubiertos unos años más tarde, está claro que se gestaron en vida el Emperador. Etcétera.

     De aquí -de todo ello- el título que hemos elegido y propuesto y que figura en la convocatoria del ciclo: «Entre dos crisis, ca. 1520-1560: Zamora en la época del Emperador». ¿Por qué precisamente «entre dos crisis»? Pues porque, en efecto, el periodo que aquí se va a analizar, el reinado de Carlos V, se abre con una gravísima crisis política que intentará remover los mismos cimientos de la monarquía: me estoy refiriendo, claro está, a las Comunidades de Castilla (1520-1521). De la misma manera, y al menos en lo que toca a Zamora, que el periodo concluye con una crisis demográfica de considerables dimensiones (1557) que, a nuestro entender, pone por vez primera de manifiesto las limitaciones de un modelo concreto de crecimiento económico y preludia, con más de veinte años de anticipación, lo que habría de ser la gran crisis que tiene lugar a partir del último cuarto de esa centuria. Además -y esto creo que resulta bastante interesante- se da la paradoja de que mientras desde el punto de vista político la situación evoluciona en un sentido -diríamos- favorable, positivo, asistiéndose a lo que me atrevo a calificar de progresiva estabilización y pacificación política, tanto de la ciudad como del Reino, desde el punto de vista económico -y social- se camina en un sentido totalmente contrario: es decir, se va de la expansión hacia una situación cada vez más inestable, hacia la crisis.

     De todos modos, antes de exponer más extensamente estos dos puntos me gustaría hacer unas breves referencias, aunque sean muy generales, a aquella Zamora de los primeros cincuenta o sesenta años del siglo XVI; algo que nos sirva, a mí para contextualizar aquellos fenómenos, y a ustedes para satisfacer, en su caso, su curiosidad por saber cómo era nuestra ciudad hace aproximadamente cinco siglos.



Una breve panorámica general

     Recién comenzado el año 1495, un joven alemán doctorado en medicina por la Universidad de Pavía llamado Jerónimo Münzer (¿1460?-1508), y que junto a tres jóvenes amigos recorría la Península Ibérica, anotaba en su cuaderno de viaje:

     «El 2 de enero llegamos de mañana a Zamora -antiguamente Numancia-, que dista de Benavente diez leguas. Está situada en un llano y fértil campo, pródigo en viñedos y cereales. Es tan grande como Ulm; pero triangular, a modo de pirámide. Al oriente, fuera de las murallas, la riega casi en su mitad el más famoso río de España, el Duero, que desemboca en el mar de Portugal, soberbio, clarísimo, con molinos, con un puente, con agua dulce y excelente pesca. Bajo el puente nuevo se ven los cimientos del viejo que antes tenía.
     En el ángulo más agudo, en dirección hacia el río, tiene un bello alcázar real, y unida a él la iglesia catedral del obispo, dedicada en honor del Salvador, con veinticinco canónigos y seis dignidades, sin contar los racioneros».

     Tras describir brevemente algunas de las joyas artísticas que se hallaban en la catedral y el panorama que se divisaba desde su torre, y tras narrar al lector la famosa gesta numantina frente a los romanos, finaliza:

«El campo de Numancia es apacible y fructífero, con excelente trigo, vino y otros frutos».

     Murallas, castillo, catedral, enclave junto al Duero al extremo occidental de la llanura castellana, excelencia de sus viñedos y de sus campos de cereal, etc.: cuando se leen estos relatos parece como si el tiempo se hubiera detenido; en cierto sentido, la descripción de Münzer podría ser casi la de cualquier turista al uso que hoy se acercara a nuestra ciudad.

     Por desgracia, no son muchos los testimonios de viajeros, naturales o extranjeros, que se han conservado sobre la ciudad de Zamora, ni para estos años que estudiamos ni para fechas cercanas, anteriores o posteriores. Y los pocos que han llegado hasta nosotros, correspondientes ya a los siglos XVII o XVIII, abundan prácticamente en las mismas cuestiones.

     Pero afortunadamente disponemos de un documento que supera con creces estas carencias y cualquier descripción escrita u oral que pueda existir. Me refiero a la «vista» que de la ciudad dibujara el flamenco Anton van den Wyngaerde. Nacido posiblemente en Amberes, y llegado a España hacia 1561 o 1562 como pintor de cámara de Felipe II, Antonio de las Viñas, como por estas tierras se le conoció, se pasaría viajando la mayor parte de su estancia en España. Después de acudir a los territorios de la Corona de Aragón, de Andalucía, del sur de la Meseta, etc., durante el año 1570 se acerca a las ciudades de los antiguos reinos de León y Castilla la Vieja.

     Este es el año en que viaja hasta Zamora para realizar una excelente vista panorámica de nuestra ciudad, ese extraordinario «perfil urbano», casi a vista de pájaro, conservado en el Victoria and Albert Museum de Londres, cuyo mayor interés radica -como en el resto de las que realizara en España- en su exactitud «topográfica». Una exactitud que permite perfectamente reconocer gran cantidad de detalles de la ciudad tal como era en aquella fecha, bien por que el edificio resaltara por sí solo, bien porque el autor considerara necesario resaltarlo artificialmente (por ejemplo, el palacio y al arco de doña Urraca, imposible de ver desde el punto donde se sitúa el artista). Así tenemos: en primera línea, los monasterios extrapontem de San Jerónimo y San Francisco, el primero de ellos con todo lujo de detalles; un poco más al fondo el Duero y el puente con sus torres, una en cada una de las riberas del río; al este y al oeste, ambos fuera de las murallas, los monasterios extramuros de San Benito y Santa Clara; inmediatamente detrás del río, el largo recinto amurallado con muchas de sus puertas y portillos, todos ellos convenientemente identificados; ya dentro de la ciudad, en el extremo occidental la fortaleza con sus torres, la iglesia mayor catedral con su gran torre, su cúpula y la llamada Torre del Reloj; y desde allí hasta el otro extremo de la ciudad, perfectamente identificables, las torres y campanarios de numerosas iglesias: San Ildefonso, San Cipriano, Santa María la Nueva, San Bartolomé, San Leonardo, San Andrés, etc.

     Como certeramente señala Richard L. Kagan, el editor de la obra donde se reunieron todas estas vistas, el trabajo de Anton van den Wyngaerde ilustra «un mundo que hemos perdido»: las ciudades españolas tal como eran a mediados del siglo XVI.

     A grandes rasgos, ésta fue la Zamora de Carlos V, la Zamora del siglo XVI; pero no sólo del siglo XVI, sino también la de todo el resto de la época moderna. Porque desde el punto de vista fisonómico y urbanístico, y en lo que al casco urbano de la ciudad se refiere, se dan verdaderas constantes estructurales: no hubo grandes cambios entre fines del siglo XV y comienzos del siglo XIX, e incluso después. Hasta tal punto, que muchos de los esos elementos que acaban de ser citados son aún perfectamente reconocibles en las fotografías realizadas a fines del siglo pasado o comienzos de éste, y que continuamente se reeditan por organismos oficiales, instituciones bancarias, empresas, etc.

     También éstas constituyen una buena fuente para la historia de la Zamora moderna.

     Ciertamente hubo algunas modificaciones en zonas puntuales de la ciudad: la construcción de las nuevas casas consistoriales y la remodelación de parte de la Plaza Mayor que llevó aparejada (entre 1484 y 1495), la construcción de grandes edificios como el Hospital de Sotelo (en 1526) o, más adelante, el Hospital de la Encarnación (en 1629) hubieron necesariamente de producir algunos cambios, pero siempre limitados al entorno más inmediato. El peso de la herencia medieval marcó hasta casi nuestro siglo el signo y el perfil urbanístico, en definitiva, el plano de la ciudad.

     Hay, sin embargo, en este plano algunos aspectos que deben ser resaltados. Como espacio dotado de vida propia, Zamora poseía «lugares centrales» y «periferias», resultado de flujos e influjos políticos, socioeconómicos, religiosos, etc. En este sentido, la Plaza Mayor, como centro y representación del poder civil, la catedral y su entorno, como plasmación del poder eclesiástico, junto con el eje viario (especie de «vía sacra») que unía estos dos ámbitos, por una parte; y, por otra, un segundo eje, el industrial-comercial que unía el mercado y la Puebla del Valle con el Barrio de la Lana a través de la calle de la Plata, la cuesta de Balborraz, la Plaza Mayor y la Costanilla, y en torno al cual se aglutinaban una serie de espacios secundarios, constituyeron durante toda la época moderna -y aún antes- los verdaderos centros de la vida urbana de nuestra ciudad.

     En torno a estos dos ejes, y sobre todo en torno al segundo, se concentraba la mayor parte de la población, que alcanza, ya en la segunda mitad del Quinientos, densidades superiores a los 150 habitantes por hectárea (cuadrillas de San Juan, la Horta y San Leonardo) e incluso superiores a los 250 habitantes por Ha. (cuadrillas de Santa Lucía y San Antolín). Las diferencias frente a otras zonas de la ciudad son importantes: en el resto de las demarcaciones urbanas, a ambos lados de ese segundo eje antes referido -los extremos oriental y occidental de la ciudad- nunca se llega a los 100 habitantes por Ha. (cuadrillas de la Iglesia Mayor, San Andrés y San Torcuato).

     Pero ¿qué tipo de ciudad era Zamora a mediados del siglo XVI? Pues bien, hemos de decir que una ciudad «modesta», aunque no sé si éste sería el calificativo más apropiado. O quizá, para no herir algunas sensibilidades, sería mejor decir una ciudad «de reducidas dimensiones» en casi todos los órdenes de la vida. Revisaremos tan sólo un par de indicadores. A las alturas de 1561, sólo dos ciudades de todo el contexto regional tenían una población inferior a la de Zamora: Soria y León. Todas las demás superaban ampliamente los escasos 2.300 vecinos (unos 9.000 habitantes) con que contaba nuestra ciudad en esa fecha. Incluida la vecina ciudad de Toro (2.805 vecinos, unos 11.000 habitantes), aunque las diferencias sean en este caso más exiguas. Lo mismo sucede con los valores de una de las rentas reales que mejor reflejan los índices de actividad económica de un determinado territorio, cual es el impuesto de las alcabalas: los 5.706.000 maravedís en que se «encabeza» la ciudad con su tierra en 1536 sólo superan los valores de las antiguas provincias de León, Segovia y Toro. Y si en vez de atender a índices de carácter demográfico o económico nos fijamos en otros muy distintos, obsérvese también que fue en la década de los años 1540 cuando la imprenta desaparece de la ciudad para no regresar hasta dos siglos más tarde.

     Cabeza de corregimiento, provincia y partido; ciudad con voto en Cortes, representando a Galicia hasta mediados del siglo XVII (1626); sede de una de las diócesis más antiguas de la Corona de Castilla, Zamora había sido uno de los principales centros geopolíticos de las tierras que la Reconquista había ido poco a poco arrebatando a los musulmanes. Pero ya a las alturas de 1500, quizá antes, la ciudad había perdido prácticamente el importante papel que representara siglos atrás. Las Cortes castellanas no volverán a reunirse en ella (las últimas celebradas en la ciudad son las de 1432; en la provincia, las de Toro de 1505); ni tampoco los sínodos provinciales o metropolitanos. Tras la gran crisis del siglo XIV, nuestra ciudad -y con ella la provincia entera- había ido perdiendo prestigio en favor de las nuevas capitales del reino: Toledo, Valladolid y, ya al iniciarse la segunda mitad del siglo XVI, Madrid. Es el mismo proceso que sufrirán otras muchas capitales de la Meseta, como Toro, Ávila o León. Aquí se une toda una serie de importantes factores: progresivo desplazamiento de los centros de decisión política hacia el corazón de la Meseta y de la Península; emergencia de otros núcleos urbanos más dinámicos desde el punto de vista económico, particularmente en el sur; y, muy en consecuencia con lo anterior y con la nueva fase de expansión económica que se inicia desde mediados del siglo XV, constitución de una red urbana cada vez más jerarquizada que de forma casi automática asigna un papel específico, central o secundario, a cada uno de los espacios y ciudades que conforman esa red. En definitiva, y a esto es a lo que pretendía llegar, nuevas realidades políticas, económicas, sociales y culturales relegan poco a poco a Zamora a un segundo plano.

     Desde luego se trata de una visión un tanto pesimista, pero esto es lo que nos dicen muchas de nuestras fuentes y buena parte de la historiografía, tanto antigua como moderna.



De la crisis comunera a la pacificación política

     La crisis política, a la que se hace referencia en el título, estalla en 1520 con las Comunidades de Castilla. Evito en lo posible hablar de «revuelta», de «rebelión» o de «revolución», como tampoco me parece que sea éste el momento y el lugar más oportuno para pronunciarse sobre si fue aquél el último de los conflictos sociopolíticos medievales o el primero de la Edad Moderna. Particularmente siempre he preferido uno de los términos que más se usa en las fuentes de la época -sobre todo después de abril de 1521- para nombrar el conjunto de sucesos que tuvo lugar en aquellas fechas, cual es «las alteraciones pasadas». Y si las circunstancias me obligaran a hacerlo, a pronunciarme, y pese a la atemporalidad de los conceptos, entonces diría que se trató de un movimiento bastante «conservador» en sus objetivos, aunque «radical» en su forma de intentar conseguirlos.

     Pero vayamos rápidamente con los hechos y con el modo en que afectaron a la ciudad.

     Fue Zamora, la «la muy noble y muy leal» ciudad de Zamora, junto con Segovia y Toledo, una de las que inició el conflicto. Le cabe, pues, el discutible honor de haber sido una de las «pioneras» en el movimiento comunero. Pero no debemos pensar que se trató de un fenómeno totalmente espontáneo. A las alturas de 1520 ya contaba Zamora con un importante historial de «resistencia» ante el poder real. En este sentido, hay que recordar dos hechos del mayor interés. Por un lado, la negativa de la mayor parte de los regidores de la ciudad a proclamar como rey a don Carlos, estando aún viva la reina doña Juana la Loca. Aunque las cartas del cardenal Cisneros, entonces gobernador del reino, a las ciudades anunciando haberse proclamado don Carlos rey de Castilla y Aragón en Bruselas (el 14 de marzo de 1516) y ordenándoles su proclamación datan de principios de abril de 1516, Zamora no consintió en hacerlo hasta un mes y medio después, el 18 de mayo, y sólo tras la gran insistencia que en ello hicieron tanto Cisneros como el corregidor de la ciudad. Y en segundo lugar, la hermandad que en agosto de 1517 constituiría con las ciudades de Burgos, León y Valladolid, una especie de «liga de defensa mutua» surgida de forma un tanto espontánea, que además de exponer a las altas autoridades los graves problemas del reino -un programa que preludia el de las Comunidades-, pretendía llamar la atención de las demás ciudades y animarlas a celebrar una asamblea general, es decir, una reunión de Cortes, obviamente sin el consentimiento del rey, única persona facultada por las leyes para convocar esa institución. Y esto, claro está, sin contar con la postura adoptada por la ciudad durante la guerra civil por la sucesión de Enrique IV que en 1475-1476 enfrentó a los partidarios de Juana la Beltraneja y Alfonso V de Portugal con los de doña Isabel y don Fernando.

     Todo era fruto de la nueva fase de inestabilidad política que se va a producir tras la muerte de la reina Isabel la Católica (noviembre de 1504) y el consiguiente debilitamiento del poder real; inestabilidad y debilitamiento que van a ser aprovechados por la aristocracia nobiliar y las oligarquías urbanas para volver a sus antiguos enfrentamientos por menguar el prestigio de la monarquía y obtener la primacía del poder local.

     Como bien es sabido, el conflicto de las Comunidades arranca en última instancia, a partir de lo sucedido en las Cortes de Santiago y La Coruña (marzo-abril de 1520), a las que asistieron, representando a Zamora, Bernardino de Ledesma y Francisco Ramírez. Desde el mismo momento de la apertura de las sesiones surgió el enfrentamiento; enfrentamiento por cuestiones de procedimiento, pero que en aquel momento en modo alguno resultaban banales: el rey y sus delegados, acuciados por la necesidad de allegar fondos para la coronación imperial de don Carlos, pretendían que primero se votara el servicio (es decir, que se diera el consentimiento para recaudar un determinado tipo de impuesto) y después se examinaran las reivindicaciones propuestas por las ciudades; mientras que la mayoría de los procuradores pretendía justamente lo contrario. A partir de aquel momento se inicia un tira y afloja entre la Corona y los representantes de las ciudades, con una campaña sistemática por parte de aquélla de chantajes, amenazas y todo tipo de presiones. En concreto, a los procuradores zamoranos se les amenazó con retirar a la ciudad la representación por Galicia que desde siglos atrás tenía. E incluso a uno de ellos, Francisco Ramírez, se le corrompió con cierta cantidad de dinero (37.500 maravedís). Los procuradores de Zamora, como los de otras muchas ciudades, acabaron votando el servicio en contra de las instrucciones que les había entregado el Regimiento.

     Conocido el hecho en Zamora, la indignación por el comportamiento de sus representantes y la hostilidad hacia ellos se apodera de la ciudad. ¿Qué sucedió? Aunque existen diversos relatos de los acontecimientos producidos el 29 de mayo en nuestra ciudad, uno de los más claros es el recogido por Pedro Mejía en su Crónica del emperador Carlos V:

«Partido pues el Emperador, al tiempo que tengo dicho, del puerto de la Coruña, los grandes y señores que allí habían quedado se fueron a sus casas y tierras, y el cardenal de Tortosa con algunos dellos y los del Consejo Real tomaron su camino para Valladolid, como se había ordenado; y antes que allí llegasen, tuvieron nuevas de algunos de los movimientos que pasaron; porque en muchas ciudades habían concebido tan grande odio contra los procuradores de Cortes que otorgaron el servicio, juntándose con ello las mentiras y fama de cosas que decían haber otorgado, que en las más dellas, luego que los procuradores llegaban, hacían contra ellos atrevimientos e insultos nunca pensados. Las primeras, después de lo que en Toledo estaba hecho, fueron Zamora y Segovia, cuyas poblaciones casi en un día se levantaron en comunidad, y se pusieron en armas con grandísimo escándalo, ejecutando la primera furia en sus procuradores de Cortes, que fue el nombre y ocasión con que se levantaron, llamándolos traidores y vendedores de la patria, porque habían otorgado el servicio a su rey; y los procuradores de la ciudad de Zamora escapáronse de la muerte que les iban a dar, porque huyeron por maña y mandamiento del conde de Alba de Liste, que era vecino y parte principal en aquella ciudad; pero con aquel ímpetu que los iban a matar, les fueron a derribar las casas, y lo comenzaron a hacer, y dejaron de acabarlo por ruego y acatamiento de la condesa de Alba, que salió a se lo pedir y estorbar. Tomóse allí no sé qué medio de ponerles dos estatuas en memoria de lo que ellos llamaban traición. Este conde fue muchos días freno y remedio para templar las cosas de aquella ciudad, para que, aunque tenía voz de comunidad, no se hiciesen en ella insultos y desatinos, como en las otras».

     El texto de Mejía es del mayor interés, aunque creo que omite un par de cuestiones de la mayor importancia. Por una parte, se olvida del papel conciliador -por una vez y sin que sirviera de precedente- que en esos acontecimientos desempeñó el obispo Acuña: según Pedro Mártir de Anglería (Epístola 670 dirigida al marqués de los Vélez), quienes impiden el derrocamiento de las casas de los procuradores fueron la condesa de Alba (Dña. Catalina de Toledo, nieta de los duques de Alba y los condes de Benavente) y el obispo de la ciudad D. Antonio de Acuña. Y, por otra, tampoco señala el papel de promotor de la revuelta que tuvo el conde de Alba, D. Diego Enríquez de Guzmán. Según Joseph Pérez, sin duda uno de los mejores conocedores de las Comunidades, la hostilidad hacia los procuradores fue alentada por el propio conde, quien se proponía llevarlos ante un tribunal formado por cuatro regidores, e incluso había redactado de antemano la sentencia que debía pronunciarse.

     No fue pues el obispo Acuña, sino el conde de Alba de Aliste quien inicialmente se puso al frente de las manifestaciones de Zamora. Como en Burgos y en Guadalajara -aquí sigo al pie de la letra a Joseph Pérez-, es la aristocracia la que hace suyas algunas de las reivindicaciones populares, presentándose ante el poder central como los únicos capaces de garantizar el mantenimiento del orden, y otorgándose el papel de árbitros de las disputas entre la Corona y las ciudades. En el caso de Zamora, como señala este autor, «la actitud del conde de Alba de Liste, tomando la iniciativa de las sanciones contra los procuradores, le granjeó una gran popularidad y le permitió afirmar su autoridad en la ciudad. El supo aprovechar la agitación en su propio beneficio e impidió que degenerara en revolución, al menos durante este primer periodo».

     Es la «etapa señorial» del conflicto, tal como la ha calificado Manuel Fernández Álvarez, en su artículo «La Zamora comunera en 1520», un estudio básico para la comprensión de lo sucedido en Zamora durante este año.

     ¿Qué sucede después? Me es imposible hacerles un relato pormenorizado de los acontecimientos. Quienes deseen más amplia información al respecto pueden acudir tanto a las historias tradicionales de la ciudad (Cesáreo Fernández Duro y Ursicino Álvarez Martínez), como a otros trabajos más recientes a los que se acaba de hacer referencia (Joseph Pérez y Manuel Fernández Álvarez). Sirva, no obstante, decir que a esta primera «etapa señorial» le sucedió, a partir de septiembre de 1520, otra «etapa comunera», más radical.

     Durante la primera, el Conde de Alba, dueño y señor del Regimiento y de la ciudad desde mayo de ese año, trataría por todos los medios de controlar la situación, y de «cortocircuitar» la revuelta, haciendo regresar a los diputados enviados a la Junta de Ávila (agosto de 1520) y persiguiendo, encarcelando o desterrando, es decir, cometiendo todo tipo de agravios sobre todo aquel que se mostrara mínimamente en consonancia con las ideas comuneras. Sin embargo, y a raíz de la radicalización que experimenta el movimiento de las Comunidades en muchas ciudades tras los sucesos de Medina del Campo (nos referimos al incendio de la ciudad por las tropas realistas el 21 de agosto de 1520), el conde no pudo impedir la formación de lo que las fuentes denominan la «honrada comunidad», auspiciada por una parte de los caballeros regidores y por el obispo Acuña -«ahora caudillo de la plebe» en palabras de Fernández Duro- y compuesta por varios diputados elegidos por las parroquias, con voz y voto en las deliberaciones del Ayuntamiento. Desde este momento, asistimos a una duplicidad de poderes -el Regimiento y la Comunidad-, y a una clara división de la ciudad, con posturas a favor y en contra de las Comunidades.

     A comienzos de septiembre, sin embargo, el llamado «bando del orden», el formado por conde de Alba, el corregidor y una parte de los regidores que seguía las consignas del conde, va a perder la batalla. D. Diego Enríquez, conde de Alba y Aliste, D. Diego de Toledo, prior de San Juan, y D. Pedro Enríquez, las tres cabezas visibles del bando realista -todos ellos emparentados entre sí-, junto con varios regidores, abandonan Zamora camino de Medina de Rioseco hacia el día 10 de septiembre ante las presiones ejercidas por la Junta de Ávila y sus tropas, a las que ha recurrido el obispo Acuña, recluido en Toro desde el mes de agosto en que fue expulsado de la ciudad. Pocos días después le toca el turno al corregidor, D. Fadrique de Zúñiga. El bando realista queda totalmente desarbolado.

     Desde ese momento ya no habrá impedimentos para enviar diputados a la Junta de la Comunidad establecida desde el 19 de septiembre en Tordesillas (por Zamora lo fueron García Fernández Docampo, regidor, Hernando de Porras, Francisco Pardo, Pedro de Losada y Diego de Madrid, pañero), ni para que la ciudad se declare abiertamente comunera, apoyando con dineros y hombres la guerra contra el emperador.

     Así hasta la derrota de Villalar (23 abril 1521), en que la ciudad vuelve a la calma bajo el dominio de los vencedores. Estos son, a muy grandes rasgos y en apretada e incompleta síntesis, algunos de los acontecimientos producidos en Zamora durante los casi once meses que dura el conflicto.

     Pero aunque todos estos hechos -mejor o peor conocidos, mejor o peor expuestos- resultan muy interesantes, creemos que existen otros que lo son tanto o más. Y es que tras del conflicto general, tras el abierto enfrentamiento entre las ciudades y la monarquía, se oculta otro tipo de luchas a las que, en el caso de Zamora, apenas se ha prestado atención. Me refiero a las luchas entre fracciones de la nobleza y de la oligarquía locales por el control del poder y de los oficios municipales; la lucha por todo lo que este control podía significar de cara a conseguir mayores cotas de poder, mayores ingresos económicos, una cierta permisividad ante sus abusivas prácticas señoriales, etc. Es decir, de cara a lograr la preeminencia social absoluta. No digo con esto que el debate y el enfrentamiento en torno a los grandes temas que preocupan al reino, en torno a las grandes cuestiones de estado carezcan de importancia, sino que este enfrentamiento va a actuar como catalizador de otra clase de conflictos; conflictos cuyo origen se remonta cuando menos al siglo anterior y que se van a expresar a través de la constitución de bandos o «parcialidades» en pugna.

     Es por todo ello por lo que considero que debe ser revisada esa interpretación, un tanto simplista a mi juicio, que a veces ha hecho de las «alteraciones» comuneras en Zamora un simple enfrentamiento entre el Conde de Alba y el obispo Acuña; un enfrentamiento que se habría debido principalmente al odio que el obispo sentía hacia el conde desde su expulsión de Zamora en agosto de 1520. Me limitaré a proporcionar algunos datos, aunque, eso sí, advirtiendo que para un adecuado y completo desarrollo de esta hipótesis haría falta algo más que las escasas semanas que este conferenciante le ha dedicado. Digamos, en primer lugar, que Acuña, el obispo «bullicioso y amigo de novedades», «alocado y belicoso», «más juntero que la propia junta», de que nos habla Mártir de Anglería (Epístolas 686 y 708), viene a ser un personaje un tanto circunstancial en el conflicto que se desata en Zamora. Son apenas dos o tres meses los que Acuña permanece en Zamora, aunque más adelante se mantenga indudablemente en la sombra. Como hemos dicho, a partir de un determinado momento es Acuña quien se sitúa al frente de la comunidad zamorana. Él es también quien desde Toro y con el apoyo de la Junta de Ávila fuerza la expulsión del conde de Alba y sus partidarios en septiembre de 1520. E igualmente se adivina su mano tanto en la expulsión, días después, del corregidor Zúñiga, como en el nombramiento de Francisco Docampo como alcalde de la comunidad. Pero lo cierto es que a partir de los últimos meses del año, y sobre todo a partir de enero de 1521, Acuña desaparece por completo de la escena zamorana, dedicado a capitanear las tropas comuneras y a reducir la resistencia señorial que se había ofrecido en Tierra de Campos y en tierras de Toledo.

     Por lo tanto, creo que lo fundamental es averiguar con qué colaboradores contó en la ciudad para llevar adelante sus acciones políticas durante esos dos o tres meses; colaboradores que no sólo habrían alentado su labor, sino que la continuarían hasta el final del conflicto. Y es aquí donde aparece y adquiere un protagonismo fundamental la familia de los Porres (o Porras, de ambas formas se les denomina) y su red de parientes, deudos y amigos, entre los que se hallarían algunos de los Docampo y también algunos de los Mazariego. Veámoslo. ¿Quiénes son los detenidos y recluidos en la fortaleza de Zamora por el conde de Alba en agosto de 1520?: Juan de Porres, regidor de la ciudad y señor de la villa de Castronuevo, y Garci Fernández de Ocampo, asimismo regidor. ¿A quién persiguen e intentan prender el corregidor y el conde por esas mismas fechas?: a Garci López de Porres, primogénito del citado Juan de Porres. ¿Quiénes se ven obligados a refugiarse en una iglesia a causa de similar tipo de persecuciones y son finalmente desterrados de la ciudad?: Hernando de Porres, comendador de la Orden de Santiago, hermano de Juan de Porres, luego procurador por Zamora en la Junta de Tordesillas; y Nuño Docampo. ¿A quién arrebata el conde de Alba la alcaldía de las torres del puente para conseguir el control total de la ciudad?: A Pedro de Mazariegos. Y, por último y lo más significativo de todo, ¿quiénes son los zamoranos que aparecen en la famosa lista de «exceptuados» que se incluye en el «Perdón de Todos los Santos» concedido por Carlos V a los implicados en las Comunidades y leído públicamente en la Plaza Mayor de Valladolid el 1 de noviembre de 1522? Pues casi todos los arriba referidos: Juan de Porres, Hernando de Porres, Garci López de Porres, a los que cabe añadir un Francisco de Porres (seguramente emparentado con los anteriores), Francisco Docampo, alcalde de la comunidad, Francisco Pardo, diputado por Zamora en la Junta de Tordesillas, y otros siete vecinos de la ciudad, a los que cabría añadir, aunque finalmente no fueron incluidos en aquella «lista» de encausados, Garci Fernández de Ocampo, diputado en la Junta de Tordesillas, Gonzalo Montes, provisor del obispado, Fernando Balvás, canónigo, y algún nombre más.

     He aquí los verdaderos líderes de la comunidad en Zamora: los Porres y particularmente el «patriarca» del clan, Juan de Porres. Véanse si no los cargos que contra este personaje realizaría el fiscal del rey cuando en noviembre de 1521 se le juzga en rebeldía y se le condena a muerte:

«Falló -el juez- que el dicho fiscal provó bien e conplidamente su yntención e todo lo que le convenía e fue necesario provar. Conviene a saber: el dicho Juan de Porres, syendo como hera obligado a servir a su reyna e rey e señores naturales con toda lealtad, en deservicio e desacatamiento de su Majestad aver seydo el que principalmente alteró esta cibdad en la opinión de las Comunidades e que se confederase con las otras ciudades desacatadas, e aver dado favor e ayuda al obispo de Zamora e que con la gente de las comunidades entrase en esta cibdad e echase de ella a los servidores del rey e los que no estavan en la opinión de las Comunidades, e aver seydo él por su persona e con la gente de a pie e de a cavallo que pudo aver con el dicho obispo para entrar en la cibdad e sojuzgalla e aver seydo en que se quitasen las varas al corregidor e sus oficiales que las tenían por su Majestad, e aver hecho junta en esta cibdad en desacatamiento de sus Altezas, donde el dicho Juan de Porres hera cabeça e prinçipal [...], e aver sydo el dicho Juan de Porres en que viniesen frayres de fuera que predicasen a favor de la comunidad en deservicio del rey nuestro señor, y en que los servidores de su Magestad fuesen maltratados en sus personas e bienes, matando algunos e derribando e poniendo a saco las casas de otros, e que todos quantos excesos e delitos e desobediencias se cometieron en esta cibdad, e de todos los daños e robos que en ella se fezieron fue cabsa prencipal el dicho Juan de Porras, porque él lo mandava e governava todo e no se hasya cosa fuera de su voluntad [...]».

     Así pues, durante 1520 y 1521 la pugna no se entabla precisamente entre el conde de Alba y el obispo Acuña, sino más bien entre el conde y su linaje y el linaje de los Porres. Era un nuevo episodio -el último que se plantearía de forma tan violenta- de la larga pugna que estas dos familias habían mantenido durante al menos cincuenta años, puede que más. Aunque ambas casas habían apoyado la causa de Enrique IV frente a la liga de los nobles en los años 1460, después, en todos y cada uno de los conflictos de carácter político que se plantean en la ciudad o en los territorios bajo su influencia, vemos siempre a los miembros de cada una de estas familias alineados en bandos opuestos, ya se trate de la guerra por la sucesión de Enrique IV, de los desacuerdos entre Felipe el Hermoso y el rey don Fernando el Católico por la gobernación del reino, o de las Comunidades de Castilla. Pero con una singularidad, que en todos ellos, en todos esos conflictos, siempre acabaron imponiéndose los Enríquez de Guzmán, los de Alba de Aliste, sobre sus contrarios. En este sentido, hay que reconocerles un acertado sentido de la oportunidad, un fino «olfato político» para saber estar, como suele decirse, «en el lugar preciso en el momento oportuno», y, lógicamente, para extraer importantes beneficios de ello: con Juan II el señorío (1445); con Enrique IV el título condal (1469); alcabalas, pechos, monedas y otras rentas, pechos, derechos y servicios de su señorío con los Reyes Católicos (1477); la tenencia del alcázar de Zamora con Fernando el Católico (1508); etc. Toda la habilidad de que hacen gala los condes de Alba fue la que le faltó a los Porres.

     Pero ya que las Comunidades constituyen el último conflicto abierto y violento entre estas dos facciones a las que venimos refiriéndonos, habría que preguntarse si los Porres resultaron o no realmente perjudicados. La respuesta es necesariamente ambigüa: sí y no. Conviene hacer algunas puntualizaciones. Después de la derrota de Villalar, los hermanos Porres (Juan y Hernando) huirían de la ciudad para refugiarse durante más de un año en la fortaleza de Fermoselle, villa del obispo Acuña, que Carlos Osorio, su alcaide, se negaba a entregar a los delegados del rey. Cuando finalmente, en junio de 1522, Osorio acepta entregar la plaza al conde de Alba de Aliste, Juan y Hernando de Porres pasan a Portugal, desde donde buscarán la protección de algún personaje influyente capaz de interceder eficazmente por ellos ante don Carlos, y al parecer la encuentran: ni más ni menos que la del rey de Portugal. Al parecer, aún quedaba memoria en el vecino reino de los servicios que Juan de Porres, padre de nuestros protagonistas, había prestado a Alfonso V durante su entrada en Castilla en 1475-76, y del que había sido su mayordomo mayor.

     El caso es que ambos hermanos fueron indultados en 1524, lo que implicaba la devolución de los cuantiosos bienes y rentas que le habían sido embargados, aunque quedando obligados a indemnizar a quienes, en su caso, los hubieran adquirido (los de Hernando de Porras posiblemente fueron adquiridos en 1523 por Pedro de Bazán, vecino de Valladolid, en 15.000 ducados). Una suerte parecida corrieron la mayoría de los zamoranos implicados en el conflicto comunero y exceptuados del Perdón real de 1522: Garci López de Porras, hijo de Juan de Porras, fue indultado en marzo de 1525 mediante el recurso a una «multa de composición» de 8.000 ducados; a este mismo medio recurrieron Francisco Docampo y Francisco de Porras; Francisco Pardo, en cambio, parece que no tuvo tanta paciencia ni tanta suerte como sus compañeros: hecho prisionero por los alcaldes reales, se suicidó en su celda en junio de 1521; de la suerte de los restantes implicados nada sabemos, salvo, claro está, de la de D. Antonio de Acuña.

     Juan de Porres, pues, salió patrimonialmente indemne, con lo que no tardando mucho veremos a uno de sus descendientes metido nuevamente «en jaleos» (me refiero al intento de compra fraudulenta de varios señoríos en Tierra del Vino por parte de Cristóbal de Porras, nieto del repetidas veces citado Juan de Porres, capítulo que ha sido recientemente estudiado por Francisco Javier Lorenzo Pinar). Pero si esto fue lo que le ocurrió con su poderío económico, no sucedió lo mismo con su posición política: después de 1521, los Porres fueron desterrados a perpetuidad del Regimiento zamorano; nunca más volvieron a ocupar los sillones del Ayuntamiento. Su intento de adquirir el oficio de alférez mayor de la ciudad en 1570 fue obstaculizado por la ciudad, siéndole finalmente concedido al conde de Alba por la cantidad de 2.500 ducados. Fue una victoria más de los Enríquez de Guzmán sobre los Porres.

     Ahora bien, ¿qué significa esta fuerte rivalidad de la que venimos dando cuenta? Desde nuestro modesto punto de vista, el enfrentamiento entre los Enríquez de Guzmán y los Porres es, diríamos, la versión local de la tradicional pugna entre la nobleza titulada y los señores territoriales por obtener mayores cotas de poder y una mejor posición en la cumbre de la jerarquía social; una pugna de la que en la mayoría de las ocasiones saldrían perdiendo los más débiles, los señores. Así ocurrió en Zamora, pero también en León, en Salamanca, en Burgos, y en otras muchas partes de la Corona de Castilla.

     ¿Desaparecieron después de 1521 las rivalidades entre los distintos bandos y facciones de la nobleza y la oligarquía urbana? Ciertamente no, pero desde entonces se manifestarán de manera distinta. La victoria de Carlos V sobre las ciudades castellanas, además de otras muchas cosas que no viene al caso referir, significará la imposición del poder real sobre la aristocracia nobiliar y oligarquías urbanas y sus pretensiones políticas. El objetivo principal ahora, como en el reinado anterior, será el mantenimiento del orden social, como premisa para el buen funcionamiento de la maquinaria del Estado. A partir de entonces, cualquier conflicto de esas características que pueda llegar a plantearse -por ejemplo, por el control de los oficios urbanos-, se sujetará siempre al arbitrio de la Corona y a las leyes del reino. Bajo los auspicios de la monarquía se restaurarán las antiguas concordias entre bandos, o se estimulará -en algunos casos se impondrá- la redacción de otras nuevas, así como de nuevas reglamentaciones y ordenanzas capaces de poner fin a más de un siglo de sangrientos enfrentamientos. Es aquí, en este contexto, donde cobran verdadero significado las repetidas llamadas de atención para volver a hacer efectiva la concordia de 1499 entre el Regimiento y la ciudad de Zamora y el gremio de hijosdalgo para el reparto de los oficios municipales, o las ordenanzas para la elección y nombramiento de los procuradores y diputados del Común (ca. 15351540).

     Todo este complejo proceso es lo que hemos querido denominar como «pacificación política»; un proceso que en líneas generales creemos puede darse efectivamente por concluido ya al iniciarse el reinado de Felipe II. Obviamente, las rivalidades no desaparecerán de una forma absoluta; pero cuando aparecen, lo hacen de una manera más soterrada y buscando en la mayoría de las ocasiones otras fórmulas de resolverse hasta cierto punto más «civilizadas». Es desde esta perspectiva desde la que puede proponerse una nueva lectura del famoso duelo entre Mazariegos y Monsalves (1531), al que tantas páginas le ha dedicado la historiografía zamorana más clásica. En este caso, la rivalidad entre bandos podría haberse materializado en un duelo de honor, uno de los más importantes valores para los hombres que constituían aquella sociedad y, muy en particular, para los miembros de su clase más elevada.



De la expansión a la crisis: un apunte sobre la población y la economía zamoranas durante el siglo XVI

     Aunque parezca entrar en contradicción con algunas de las afirmaciones hechas al principio de esta conferencia, el segundo cuarto del siglo XVI -aproximadamente entre 1525-1530 y 1555-1560- fue para la ciudad de Zamora el periodo de mayor esplendor de toda la Edad Moderna, y en todos o la mayoría de los órdenes de la vida. Crecimiento de la población, aumento de la producción agrícola, instalación de nuevas actividades industriales y reanimación de las ya existentes, intensificación de los intercambio comerciales, etc.: todo parece indican e buen tono de la economía zamorana. A ello se une también, a la hora de proporcionar a la ciudad un mejor tono vital, las nuevas fundaciones religiosas, educativas y asistenciales que en esos años tienen lugar (establecimiento de los monasterios de San Juan de las Monjas en 1534, de San Jerónimo en 1535 y de Santa María de Belén en 1540; creación de la Escuela de Gramática y Cátedras de Filosofía y Teología de San Jerónimo; fundación del Hospital de Sotelo en 1526).

     En efecto, el número de habitantes de la ciudad aumenta y en proporciones poco habituales para las poblaciones «antiguas». Entre 1531 y 1561, Zamora pasa de unos 1.775 vecinos (alrededor de 7.000 habitantes) a casi 2.300 vecinos (poco más de 9.000 habitantes). Es decir, que en tan sólo 30 años, se ganan unos 2.000 habitantes, lo que es mucho para una población de aquellas características. Evidentemente, el aumento de la población no se detiene en esa última fecha, sino que continúa hasta el último decenio del siglo (en 1591, fecha límite de la expansión demográfica, la ciudad tendría cerca de 10.200 habitantes). Pero he aquí lo realmente importante: en ningún otro momento del siglo el ritmo de crecimiento será tan intenso como lo fue en esos años arriba referidos. Si queremos hablar de los factores sobre los que se asienta este crecimiento, indudablemente hemos de referirnos antes de nada a la buena salud de la economía que, por una parte, propicia que los matrimonios se celebren a edades más tempranas («a buenos tiempos matrimonios jóvenes») y que además tengan un mayor número de descendientes, y, por otro lado, actué como factor de atracción para las poblaciones de otras partes, esencialmente de los lugares circunvecinos. Nupcialidad, fecundidad e inmigración son, pues, las principales variables a tomar en cuenta.

     A la buena salud de la agricultura apenas si es necesario referirse: sólo hay que fijarse en los excelentes niveles de vida alcanzados por los perceptores de rentas y diezmos (nobleza, clero, iglesias y monasterios, rentistas urbanos, etc.): éste es, sin duda, el principal «negocio» de la ciudad. O en el regular abastecimiento de la ciudad en materia de productos agrarios. O, si se requieren índices más precisos, en la ampliación de las roturaciones y los cultivos, y en los cambios que poco a poco experimenta el régimen de arrendamientos (sustitución de los arrendamientos de por vida o por varias vidas, por arrendamientos por tiempo limitado de siete o nueve años), de los que nos habla José Antonio Álvarez Vázquez.

     Por lo que se refiere a la industria, tenía Zamora, desde antiguo, fama de ciudad artesanal, destacando entre todos sus ramos los de la lana y el curtido. En efecto, cuantas estadísticas se conocen sobre el particular abundan en ello. En 1561, por ejemplo, más de la mitad de los vecinos empadronados se dedican a diversos tipos de actividades industriales, de entre las que sobresalen las de los tejidos, los cueros, el calzado y la confección. No obstante, conviene no ser demasiado optimistas. Mientras que los cueros y badanas, los sombreros y bonetes, así como ciertos artículos de pasamanería, guarnicionería y sedería producidos en Zamora son muy apreciados en esta época en algunos mercados de Castilla, no ocurre lo mismo con la producción lanera. Tal como le sucede a la propia ciudad, la industria de la lana parece haber perdido ya por estos años el tren de los nuevos tiempos: Zamora no supo, o no pudo, adaptarse a la nueva reglamentación general de la pañería castellana -las Ordenanzas de Sevilla de 1511-, que privilegiaba los paños de más alta calidad (diezyseisenos -1.600 hilos de trama- y superiores) sobre los paños corrientes. La mala calidad de las lanas de la comarca (la buena, escasa, se exportaba a Europa) no permitía fabricar más que paños «dozenos» (1.200 hilos) o inferiores, destinados principalmente a satisfacer la demanda de los sectores más modestos de la población, dado su bajo precio, y que raras veces llegan más allá de los reducidos mercados locales, rurales o urbanos. Zamora se verá obligada a solicitar de la Corona continuas prórrogas para intentar adaptarse a la nueva normativa. Pero no lo conseguirá: la prórroga concedida en 1520 se renueva en 1522, en 1523, en 1525, ... Y no hay que olvidar que éste era una de los sectores fundamentales de la economía de la ciudad.

     Incremento de la producción agraria, mayores niveles de actividad industrial, etc., todo contribuye a la reactivación de los tráficos comerciales, y muy en particular los orientados a satisfacer la demanda de una población en continuo crecimiento. No es extraño, pues, que las autoridades municipales se esfuercen en todo momento por favorecer todo un conjunto de actividades económicas sobre las que, en última instancia, dependían la buena marcha de la ciudad, las arcas municipales y hasta el orden social. De aquí que se proceda con total regularidad, año tras año, al nombramiento de veedores y fieles que vigilen las actividades artesanales y comerciales. De aquí que se recopilen nuevamente las ordenanzas que regulan tanto determinados aspectos de la actividad agraria y del sistema de abastecimientos urbanos, como la producción de casi todos los ramos de la industria (1540-1550). De aquí, asimismo, que se procure -y se obtenga en 1549- un privilegio para la celebración de un «mercado franco» que anime aún más los intercambios.

     Pero esta -llamémosla así- «época dorada» no va a ser eterna, de manera que a la vez que se aprecian los logros, se adivinan también sus propias limitaciones. Desde comienzos de siglo, quizá desde antes, la ciudad se nos muestra -desde el punto de vista económico, claro está- encerrada en sí misma: las producciones locales a duras penas traspasan los límites del «hinterland», de la comarca de la que es cabecera. La misma concesión del «mercado franco» en fecha ya algo tardía puede ser interpretada tanto como un exponente de la buena salud comercial de la ciudad, como un medio para intentar asegurarse, mediante exenciones fiscales, la concurrencia hacia el mercado de materias primas y productos alimentarios básicos, una vez percibidos los primeros problemas a este particular.

     Además de esto, la grave crisis de mortalidad que tiene lugar en 1557, muy breve, pero muy intensa (la más intensa de cuantas se producen en el siglo, por encima incluso de aquella otra con la que se cierra la centuria); las deficiencias estructurales del sector lanero, de la que ya hemos hablado antes; el progresivo encarecimiento de los productos alimenticios más básicos y los problemas para el abastecimiento de la ciudad que de este hecho se derivan; etc., todo indica que algo estaba empezando a cambiar. Son los primeros síntomas de una crisis de mayor envergadura. «Dificultades» aún lejanas, ciertamente, pero al fin y al cabo «dificultades».



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