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Los BorbonesCarlos III
(1759 - 1788) por Roberto Fernández Díaz Catedrático de Historia Moderna (Universidad de Lleida) El 20 de enero de 1716, entre las tres y las cuatro de la madrugada, en el viejo, inmenso y destartalado Alcázar, nacía el niño que con el paso de los años iba a ser investido como rey de España con el nombre de Carlos III. Fruto del matrimonio de Felipe V con su segunda esposa, la parmesana Isabel de Farnesio, mujer de fuerte personalidad y opinión política propia, el nuevo infante venía al mundo con pocas posibilidades de ser proclamado rey de la vasta Monarquía hispana. Su infancia transcurrió dentro de los cánones establecidos por la familia real española para la educación de los infantes. Hasta la edad de los siete años fue confiado al cuidado de las mujeres, siendo su aya la experimentada María Antonia de Salcedo, persona a la que siempre guardó gratamente en su recuerdo. Después tomaron el relevo los hombres, comandados por el duque de San Pedro y un total de catorce personas que iban a conformar el cuarto del infante. El niño "muy rubio, hermoso y blanco" del que nos habla su primer biógrafo coetáneo, el conde de Fernán Núñez, gozó durante su primera infancia de buena salud, amplios cuidados y una enseñanza rutinaria dentro de lo que se estilaba en la corte española. Además de las primeras letras, Carlos recibiría una educación variada propia de quien el día de mañana podía ser un futuro gobernante. Así, la formación religiosa, humanística, idiomática, militar y técnica se combinaría durante años con la cortesana del baile, la música o la equitación para ir forjando la personalidad de un joven de buen y mesurado carácter, solícito a las sugerencias paternas y educado en la convicción de la evidente supremacía de la religión católica. También fue en su más tierna infancia cuando Carlos se aficionó a la caza y a la pesca, pasiones, especialmente la primera, que nunca abandonaría a lo largo de su vida. Pronto el infante Carlos empezó a entrar en los planes de la diplomacia española y en las cábalas de Isabel de Farnesio, estas últimas destinadas a dar a su primogénito una posición acorde con su rango real. En la política internacional de los gobiernos felipinos, alentada por el irredentismo italiano que anidaba en la Corte madrileña desde que las cláusulas más lesivas del Tratado de Utrecht (1714) habían dejado a España fuera de la península transalpina, Carlos iba a revelarse como una pieza importante. Tras numerosas vicisitudes bélicas y diplomáticas en el complicado cuadro europeo, se presentó la ocasión propicia para que Carlos pudiera alcanzar un sillón de mando en Italia. La misma tuvo lugar con la muerte sin descendencia, en 1731, del duque Antonio de Farnesio, precisamente el día en que Carlos cumplía quince años, lo que propició que el joven infante fuera encauzado hacia los caminos de Italia. Primero se asentaría en los pequeños pero históricos ducados de Toscana, Parma, Plasencia, donde permanecería muy poco tiempo, pues los acontecimientos bélicos derivados de la cuestión sucesoria de Polonia lo condujeron finalmente a ser proclamado rey de las Dos Sicilias el 3 de julio de 1735 en Palermo, contando tan solo con diecinueve años de edad. Nápoles no fue para Carlos un destino intermedio en espera del gran reino de España. Allí vivió un cuarto de siglo, allí emprendió una política reformista en un complicado país dominado por las clases privilegiadas y allí constituyó, con su amada esposa María Amalia, una familia numerosa de trece hijos, siete mujeres y seis varones. Durante su reinado napolitano, Carlos configuró definitivamente su carácter y su modelo de reinar, siempre ayudado por su consejero personal Bernardo Tanucci y siempre tutelado por sus padres desde Madrid. En términos generales aprendió a ser un rey moderado en la acción de gobierno, un soberano que supo animar una política reformista que sin acabar con todos los problemas que sufría el abigarrado pueblo napolitano y sin menoscabar los poderes esenciales de la nobleza, al menos sí consiguió que el reino se consolidara como tal, que fuera cada vez más italiano y que tuviera una cierta consideración en el concierto internacional. Cuando ya pensaba que su destino último era Nápoles, la muerte sin descendencia de su hermanastro Fernando VI lo condujo de vuelta a su patria de nacimiento. Carlos cumplió así con unos designios testamentarios que en buena parte él consideraba dictados por la Divina Providencia. Dejando como rey de las Dos Sicilias a su hijo Fernando IV y siendo despedido con afecto por el pueblo, embarcó rumbo a Barcelona, donde el calor popular vino a demostrar que las heridas de la Guerra de Sucesión cada vez estaban más cicatrizadas. El rey que Madrid recibió el 9 de diciembre de 1759, en medio de una incesante lluvia, era un monarca experimentado y maduro, como gobernante y como persona, lo cual representaba una cierta novedad en la historia de España. En estos primeros tiempos madrileños, Carlos vivió una experiencia familiar agradable y otra amarga. La primera se produjo por la designación de su primogénito, el futuro Carlos IV, como heredero de la corona española, sobre lo cual existían algunas dudas dado que había nacido fuera de España. El segundo, fue la desaparición de su esposa, que con la salud quebradiza y con cierta nostalgia napolitana no pudo superar el año de estancia en España. Esta muerte afectó seriamente a Carlos, que ya no volvería a desposarse nunca más pese a algunas insistencias cortesanas. El monarca que España iba a tener en los próximos treinta años mantendría una misma tónica de comportamiento en su vida personal. Según todos los datos recogidos por sus biógrafos, era una persona tranquila y reflexiva, que sabía combinar la calma y la frialdad con la firmeza y la seguridad en sí mismo. Cumplidor con el deber, fiel a sus amigos íntimos, conservador de cosas y personas, era poco dado a la aventura y no estaba exento de un cierto humor irónico. Dotado de un alto sentido cívico en su acción de gobierno, tenía en la religión la base de su comportamiento moral, lo que le llevaba a sustentar un acusado sentido hacia los otros y una cierta exigencia sobre su propio comportarse, que concebía siempre como un modelo para los demás, fueran sus hijos, sus servidores o sus vasallos. En cuanto a su apariencia personal, bien puede decirse que no era nada agraciado. Bajo de estatura, delgado y enjuto, de cara alargada, labio inferior prominente, ojos pequeños ligeramente achinados, su enorme nariz resultaba el rasgo más distintivo de toda su figura. A todo ello había que añadir un progresivo ennegrecimiento de su piel a causa de la actividad física de la caza, práctica cinegética que continuadamente realizaba no solo por motivos placenteros, sino como una especie de terapia que él consideraba un preventivo para no caer en el desvarío mental de su padre y de su hermanastro. El retrato con armadura pintado por Rafael Meng confirma los rasgos físicos del Carlos maduro y la pintura de Goya, presentándolo en traje de caza, con una leve sonrisa en los labios entre burlona y bondadosa, lo ha inmortalizado como un rey campechano y poco preocupado por la elegancia en el vestir. A pesar de residir en la Corte (no realizó ningún viaje fuera de los Sitios Reales), era un mal cortesano, al menos en los usos y costumbres de la época. No le divertían los grandes espectáculos, ni la ópera ni la música. Su vida era metódica y rutinaria, algo sosa para lo que su posición privilegiada le hubiera permitido. Se despertaba a las seis de la mañana, rezaba un cuarto de hora, se lavaba, vestía y tomaba el chocolate siempre en la misma jícara mientras conversaba con los médicos. Después oía misa, pasaba a ver a sus hijos y a las ocho de la mañana despachaba asuntos políticos en privado hasta las once, hora en la que se dedicaba a recibir las visitas de sus ministros o del cuerpo diplomático. Tras comer en público con rutina y frugalidad - en verano dormía la siesta pero no en invierno - invariablemente salía por las tardes a cazar hasta que anochecía. Vuelto a palacio departía con la familia, volvía a ocuparse de los asuntos políticos y a veces jugaba un rato a las cartas antes de cenar, casi siempre el mismo tipo de alimentos. Después venía el rezo y el descanso. A diferencia de otras cortes europeas del momento, la carolina se comportó siempre con una evidente austeridad. Quizá esta vida rutinaria fue en parte la que le permitió ser un rey con excelente salud, pues salvo el sarampión de pequeño no tuvo importantes achaques hasta semanas antes de su muerte. Carlos fue un rey muy devoto, con un sentido providencialista de la vida ciertamente acusado. Su pensamiento, su lenguaje y sus actos estuvieron siempre impregnados por la religión católica. Aunque no puede decirse que fuera un beato, resultó desde luego un creyente fervoroso, con gran devoción por la Inmaculada Concepción y por San Jenaro (patrón de Nápoles). De misa y rezo diarios, era un hombre preocupado por actuar según los dictados de la Iglesia para conseguir así la eterna salvación de su alma, asunto que consideraba de prioritario interés en su vida. Esta profunda religiosidad, sin embargo, no fue obstáculo para dejar bien sentado que, en el concierto temporal, el soberano era el único al que todos los súbditos debían obedecer, incluidos los eclesiásticos. Estaba profundamente convencido de la necesidad de practicar su oficio de rey absoluto al modo y manera que reclamaban los tiempos. Cualquier opinión acerca de que era un mero testaferro de sus ministros deber ser condenada al saco de los asertos sin fundamentos. Él era quien elegía a sus ministros y quien supervisaba sus principales acciones de gobierno, y si bien tenía querencia por mantenerlos durante largo tiempo en sus responsabilidades, no dudaba tampoco en cambiarlos cuando la coyuntura política así se lo daba a entender. Lo que sí hacía era trasladarles la tarea concreta de gobierno. Una labor para la que requería ministros fieles y eficaces, técnicamente dotados y con claridad política suficiente como para comprender que todo el poder que detentaban procedía directa y exclusivamente de su real persona. Escuchaba mucho y a muchos, era difícil de engañar y los asuntos realmente importantes los decidía personalmente. Su correspondencia con Tanucci y los testimonios de grandes personajes del siglo atestiguan que podía pasarse una parte del día cazando, pero que los principales asuntos de Estado solía llevarlos en primera persona y con conocimiento de causa. Carlos siempre mantuvo el timón de la nave española y siempre fue él quien fijó su rumbo. Así lo pudieron constatar personajes políticos de la talla de Wall, Grimaldi, Esquilache, Campomanes, Floridablanca o Aranda, entre otros. Comandando estos hombres, y con la experiencia siempre presente de lo que había acometido ya en Italia, trazó un plan reformista heredado en gran parte de sus antecesores, un plan que buscaba favorecer el cambio gradual y pacífico de aquellos aspectos de la vida nacional que impedían que España funcionara adecuadamente en un contexto internacional en el que la lucha por el dominio y conservación de las colonias resultaba un objetivo prioritario de buena parte de las grandes potencias europeas, en especial de Inglaterra, que fue la mayor enemiga de Carlos debido a sus aspiraciones sobre los territorios españoles en América. Una política de cambios moderados y graduales en la economía, en la sociedad o en la cultura, que no tenía como meta última la de finiquitar el sistema imperante, que Carlos consideraba básicamente adecuado, sino dar a la Monarquía un mejor tono que le permitiera ser más competitiva en el marco internacional y mejorar su vida interna, fines ambos que eran vasos comunicantes en el pensamiento carolino. Así pues, Carlos fue un actor principalísimo, el "nervio de la reforma", en la continuidad del regeneracionismo inaugurado por su dinastía desde las primeras décadas del siglo: no se inventó la reforma de España, pero estuvo sinceramente al frente de la misma durante la mayor parte de su reinado. Sin ser un intelectual, su educación le llevó a la profunda creencia de que el más alto sentido del deber de un monarca era engrandecer la Monarquía y mejorar la vida de su pueblo. Y ese profundo convencimiento lo animaría a liderar una renovación del país a través de una práctica a medio camino entre el idealismo moderado y el pragmatismo político. Como es natural, la edad fue mermando en Carlos sus ímpetus de gobierno. En los últimos años de su vida, su progresiva pérdida de facultades lo condujeron a delegar cada vez más la tarea de gobernar en manos del conde de Floridablanca, que llegó a convertirse en su verdadero primer ministro. Tras cincuenta años de reinado, entre Nápoles y España, aunque no perdía el hilo de las cuestiones fundamentales, el rey fue comprendiendo que ya no era el de antes. De hecho, en el crepúsculo de su vida, se encontró bastante solo. Ya no tenía esposa, la mayoría de sus hermanos habían muerto, las relaciones con su otrora fraternal hermano Luis eran precarias, las que mantenía con su hijo Carlos, el futuro heredero, no eran demasiado fluidas, y sin duda resultaban tensas las existentes con su hijo Fernando, rey de Nápoles. Además, en 1783, había muerto su viejo amigo Tanucci y cinco años más tarde el mazazo de la muerte de su querido hijo Gabriel y de su esposa fue el principio del fin para Carlos: "Murió Gabriel, poco puedo yo vivir", anunció con cierta premonición. Y, en efecto, Carlos no se equivocaba. Aquel iba a ser su último invierno. Tras una breve enfermedad, el 14 de diciembre de 1788, fallecía sin aspavienteos, sin espectáculo, con sobriedad, y sin locura alguna, lo que debió ser para él un íntimo alivio. Desde luego, el reformismo moderado que siempre practicó en política no sirvió para arreglar definitivamente los profundos problemas que albergaban los dos reinos que tuvo que gobernar. No fueron pocas, incluso, las contradicciones existentes en la política carolina en parte propiciadas por el carácter y el ideario real y en parte por un mundo cambiante que se debatía entre lo nuevo y lo viejo, entre la fuerza de las innovaciones y el peso de la tradición. En el caso de España, no todas las enfermedades estaban sanadas cuando desapareció, pero, como ocurrió en Nápoles treinta años antes, bien puede decirse que su salud era mejor que al principio de su reinado. Al menos, en España pudo cumplir con lo que fue una de sus promesas más queridas: que nadie extirpara del cuerpo de la Monarquía ninguna de sus partes. En el complicado intento de mantener y renovar una Monarquía instalada en el Viejo y el Nuevo Mundo, bien puede afirmarse que Carlos III se apuntó más logros en su haber que deficiencias en su debe. Textos de interés documental
Textos en el catálogo de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Bibliografía
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