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ArribaAbajoBoroña

En la carretera de la costa, en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera, al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales tapices de la honda pradería de terciopelo verde obscuro, que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de Agosto, muy calurosa aun en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que difundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra a la carretera en un buen trecho.

Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron   —62→   siquiera. Del cupé saltó, como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencias de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.

Pepe Francisca, D. José, Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.

De la baca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles de mucho lujo todos y vistosos y una maleta vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a México, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. -Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo.

Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había   —63→   soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla; que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo: todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y... su madre. -Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempo remoto los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. -Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pegado a Rita y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a una mina. Y aquella era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva-York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natural; pobre frase vulgar que él repetía siempre para significar muchas cosas distintas,   —64→   hondas complicaciones de un alma a quien faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno anhelo; el amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo, pero débil, y se le dio a escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por instinto de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas!». Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud; con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia. Veía con terrible claridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de los hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante.

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Otra cosa amarilla también le seducía a él, le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le fatigaban las ideas abstractas, sin representación visible, plástica, y su cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma, los anhelos de vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vea irrealizable... La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva-York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era... un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de boroña (borona), el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche y que él saboreaba entre besos.

«¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en Prendes, junto al llar, en la cocina de casa!». ¡Qué dicha representaba aquellos bocados ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña, la salud recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina amada y de su bosque de la Voz.

«¡Veremos!», se dijo Pepe, plantado en mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en que traía el cebo con que había de comprar a sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, a lo menos cuidados y solicitud, a cambio   —66→   de aquellas riquezas que para él ya eran como cuentas de vidrio.

Tardaba en llamar a los suyos, en gritar «¡Ah, Rita!» como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a casa el equipaje... y a él mismo, que de seguro sin apoyo no podría dominar la cuesta. Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos herederos. Por fin se decidió:

-¡Ah, Rita! -gritó como antaño, cuando llindaba en el Suqueru y desde el prado pedía la merienda a su hermana que estaba en casa.

A los pocos minutos, rodeado de Rita, de Llantero, su esposo, y de los cinco sobrinos, Pepe Francisca descansaba en el corredor de la casucha, en un sillón de cuero, herencia de muchos antepasados.

* * *

Pero el aire natal no le fue propicio. Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos y del extraño malestar que produce el desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, Pepe Francisca se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña,   —67→   como anhelaba, tuvo que ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama, y contemplarlo y palparlo.

«¡Con mil amores!». Toda la boroña que quisiera. Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar toda la boroña de la cosecha por las riquezas de los baúles y las que quedaban por allá.

Rita, como había temido su hermano, era otra cosa. El cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel a su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque el tío no estaba tan a los últimos como se había esperado.

Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus padres.

Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia de la codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo.

Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho, para conseguir, agarrándose a los muebles y a las paredes, bajar al corral, oler los perfumes, para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de la niñez primera: le olía el lecho de las vacas al regazo   —68→   de Pepa Francisca, su madre. Mientras él, casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear memorias dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a la madre, su cuñado y los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada instante el deseo de entrar a saco la presa. Pepe, al fin, entregó las llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes avarientos; y en tanto, el indiano, sentenciado a muerte, procuraba asomar el rostro a la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas de cariño del corazón de su hermana, de aquella Rita que tanto le había querido.

La fiebre última le cogió en pie, y con ella, vino el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho de su corazón... comer un poco de boroña. La pedía entre dientes, quería probarla; llevábala hasta los labios y el gusto del enfermo la repelía, pesara a sus entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo de los baúles y se preparaba, a recoger la pingüe herencia, agasajaba al moribundo, seguíale el humor a la manía; y, todas las mañanas, le ponía delante de los ojos mejor torta   —69→   de maíz, humeante, bien tostada, como él la quería...

Y un día, el último, al amanecer, Pepe-Francisca, delirando, creía saborear el pan amarillo, la borona de los aldeanos que viven años y años respirando el aire natal al amor de los suyos: sus dedos, al recoger ansiosos la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de borona y los deshacían, los desmigajaban... y...

-¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame boroña! -suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera. Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero Llantero y los hijos revolvían, en la salucha contigua, el fondo de los baúles, y se disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar al muerto.



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ArribaAbajoLa conversión de Chiripa

Llovía a cántaros, y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro, barría el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de caballería, y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse, porque el viento y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después había subido a la plataforma del kiosko de la música, pero bien pronto le   —72→   arrojó de allí a latigazo limpio el agua pérfida que se agachaba para azotarle de lado, con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar si los sombreros podrían tener bilis, porque de negro había venido a dar en amarillento, como si padeciese ictericia, semejaba la fuente de la alcachofa, rodeado de surtidores; y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían terracuota, al levantarse del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes. Sí, parecía Chiripa un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían míseros harapos puestos a... mojarse, o para convertir la planta muerta en espanta-pájaros. Un espanta-pájaros que andaba y corría, huyendo de la intemperie.

Tenía Chiripa cuarenta años, y tan poco había adelantado en su carrera de mozo de cordel, que la tenía casi abandonada, sin ningún género de derechos pasivos. Por eso andaba tan mal de fondos, y por eso aquella misma y trágica mañana le habían echado del infame zaquizamí en que dormía; porque se habían cansado de sus escándalos de trasnochador intemperante que no paga la posada en años y más años.

-Bueno, pero para ellos -se había dicho Chiripa   —73→   sin saber lo que decía, y tendiéndose en el banco del paseo público, donde creyó hacer los huesos duros; hasta que vino a desengañarle la furia del cielo.

Así como los economistas dicen que la ley del trabajo es la satisfacción de las necesidades con el mínimo esfuerzo, Chiripa, vagamente pensaba que lo del mínimo esfuerzo era lo principal, y que a él habían de amoldarse también las necesidades, siendo mínimas. Era muy distraído y bastante borracho; dormía mucho, y como tenía el estómago estropeado le dejaba vivir de ilusiones, de flatos y malos sabores, comida ruin y fría y mucho líquido tinto, y blanco si era aguardiente. Vestía de lo que le dejaban otros miserables por inservible, y con el orgullo de esta parsimonia en los gastos, se creía con derecho a no echar mano a un baúl sino de Pascuas a Ramos y cuando una peseta era absolutamente necesaria.

Un día, viendo pasar una manifestación de obreros, a cuyo frente marchaba un estandarte que decía: ¡Ocho horas de trabajo!, Chiripa, estremeciéndose, pensó:

-¡Rediós, ocho horas de trabajo; y para eso tiran bombas! Con ocho horas tengo yo para toda la temporada de verano, que es la de más apuro, por los bañistas.

En llevando dos reales en el bolsillo, Chiripa no podía con una maleta, ni apenas tenerse derecho.

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Pero tenía un valor pasivo, para el hambre y para el frío, que llegaba a heroico.

Generalmente andaba taciturno, tristón, y creía, con cierta vanidad, en su mala estrella, que él no llamaba así, tan poéticamente, sino la aporreada... en fin, una barbaridad.

Su apodo, Chiripa (el apellido no lo recordaba; el nombre debía de ser Bernardo, aunque no lo juraría) lo tenía desde la remota infancia, sin que él supiera por qué, como no saben los perros por qué los llaman Nelson, Ney o Muley; si él supiera lo que era sarcasmo por tal tendría su mote, porque sería el hombre menos chiripero del mundo. Ello era que hacía unos treinta años (todos de hambre y de frío) eran tres notabilidades callejeras, especie de mosqueteros del hampa, Pipá, Chiripa y Pijueta. La historia trágica de Pipá ya sabía Chiripa que había salido en papeles4, pero la suya no saldría, porque él había sobrevivido a su gloria. Sus gracias de pillete infantil ya nadie las recordaba; su fama, que era casi disculpa para sus picardías, había muerto, se había desvanecido, como si los vecinos del pueblo, envejeciendo, se hubieran vuelto malhumorados y no estuvieran para bromas. Ya él mismo se guardaba de disculpar sus malas obras y su holgazanería como gatadas de pillo célebre, como cosas de Chiripa.

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«¡Bah! el mundo era malo; y si te vi, no me acuerdo». Veía pasar, ya lleno de canas, a los señoritos que antaño reían sus travesuras y le pagaban sus vicios precoces; pero no se acercaba a pedirles ni un perro chico, porque no querrían ni reconocerle.

Que estaba solo en la tierra, bien lo sabía él. A veces se le antojaba que un periódico, o un libro viejo y sobado que oía deletrear a un obrero, hubiera sido para él un buen amigo; pero no sabía leer. No sabía nada. Se arrimaba a la esquina de la plaza, donde otros perdían el tiempo fingiendo esperar trabajo, y oía, silencioso, conversaciones más o menos incoherentes acerca de política o de la cuestión social. Nunca daba su opinión, pero la tenía. La principal era considerar un gran desatino el pedir ocho horas de trabajo. Prefería, a oír disparates, que le leyeran los papeles. Entonces atendía más. Aquello solía estar hilvanado. Pero ni siquiera los de las letras de molde daban en el quid. Todos se quejaban de que se ganaba poco; todos decían que el jornal no bastaba para las necesidades... había exageración; ¡si fueran como él, que vivía casi de nada! Oh, si él trabajara aquellas ocho horas que los demás pedían como mínimum (él no pensaba mínimum, por supuesto), se tendría por millonario con lo que entonces ganaría. «Todo se volvía pedir instrumentos de trabajo, tierra, máquinas, capital... para   —76→   trabajar. ¡Rediós con la manía!». Otra cosa les faltaba a los pobres que nadie echaba de menos: consideración, respeto, lo que Chiripa, con una palabra que había inventado él para sus meditaciones de filósofo de cordel, llamaba alternancia. ¿Qué era la alternancia? Pues nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo a quien él sólo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala intención, por supuesto, sin pensar en Él; por hablar como hablaban los demás, y blasfemar como todos. La alternancia era el trato fino, la entrada libre en todas partes, el vivir mano a mano con los señores y entender de letra, y entrar en el teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de ilustrarse y divertirse. La alternancia era no excluir de todos los sitios amenos y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos, sólo por los andrajos. Ya que por lo visto iba para largo lo de que todos fuéramos iguales tocante al cunquibus, o sean los cuartos, la moneda, y pudiera cada quisque vestir con decencia y con ropa estrenada en su cuerpo; ya que no había bastante dinero para que a todos les tocase algo... ¿por qué no se establecía la igualdad y la fraternidad en todo lo demás, en lo que podía hacerse sin gastos, como era el llamarse ricos y pobres de tú, y convidarse a una copa, y enseñar cada cual lo que supiera a los pobres, y saludarlos   —77→   con el sombrero, y dejarles sentarse junto al fuego, y pisar alfombras, y ser diputados y obispos, y en fin, darse la gran vida sin ofender, y hasta lavándose la cara a veces, si los otros tienen ciertos escrúpulos? Eso era la alternancia; eso había creído él que era el cristianismo y la democracia, y eso debía ser el socialismo... como ello mismo lo decía... cosa de sociedad, de trato, de juntarse... alternancia.

* * *

Salió del kiosko de la música a escape, hecho una sopa, echando chispas contra el Fundador de la alternancia y contra su Padre, y se metió en la población en busca de mejor albergue. Pero todo estaba cerrado. A lo menos cerrado para él. Pasó junto a un café: no osó entrar. Aquello era público, pero a Chiripa le echarían los mozos en cuanto advirtiesen que iba tan sucio, tan harapiento que daba lástima, y que no iba a hacer el menor gasto. A un mozo de cordel en activo le dejarían entrar, pero a él, que estaba reducido a la categoría de pordiosero... honorario, porque no pedía limosna, aunque el uniforme era de eso, a él le echarían poco menos que a palos. Lo sabía por experiencia... Pasó junto al Gobierno de provincia, donde estaba la prevención. Aquí me admitirían si estuviera borracho, pero en mi sano juicio y sin alguna   —78→   fechoría, de ningún modo. No sabía Chiripa qué era todo lo demás que había en aquel caserón tan grande; para él todo era prevención; cosas para prender, o echar multas, o tallar a los chicos y llevarlos a la guerra. Pasó junto a la Universidad, en cuyo claustro se paseaban, mientras duraba la tormenta, algunos magistrados que no tenían qué hacer en la Audiencia. No se le ocurrió entrar allí. Él no sabía leer siquiera, y allí dentro todos eran sabios. También le echarían los porteros. Pasó junto a la Audiencia... pero no era hora de oír a los testigos falsos, única misión decorosa que Chiripa podría llevar allí, pues la de acusado no lo era. Como testigo falso, sin darse cuenta de su delito, había jurado allí varias veces decir la verdad; y en efecto, siempre había dicho la verdad... de lo que le habían mandado decir. Vagamente se daba cuenta de que aquello estaba mal hecho, pero ¡era por unos motivos tan complicados! Además, cuando señoritos como el abogado, y el escribano, y el procurador, y el ricacho le venían a pedir su testimonio, no sería la cosa tan mala; pues en todo el pueblo pasaban por caballeros los que le mandaban declarar lo que, después de todo, sería cierto cuando ellos lo decían.

Pasó junto a la Biblioteca. También era pública, pero no para los pobres de solemnidad, como él lo parecía. El instinto le decía que de aquel salón tan caliente, gracias a dos chimeneas que se   —79→   veían desde la calle, le echarían también. Temerían que fuese a robar libros.

Pasó por el Banco, por el cuartel, por el teatro, por el hospital... todo lo mismo, para él cerrado. En todas partes había hombres con gorra de galones, para eso, para no dejar entrar a los Chiripas.

En las tiendas podía entrar... a condición de salir inmediatamente; en cuanto se averiguaba que no tenía que comprar cosa alguna, y eso que todas le faltaban. En las tabernas, algo por el estilo. ¡Ni en las tabernas había para él alternancia!

Y, a todo esto, el cielo desplomándose en chubascos, y él temblando de frío... calado hasta los huesos... Sólo Chiripa corría por las calles, como perseguido por el agua y el viento.

Llegó junto a una iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo hasta el altar mayor sin que nadie le diera nada. Un sacristán o cosa así cruzó a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola, vio Chiripa otro pordiosero, de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta, que debía de importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero nadie protestaba, nadie paraba mientes en aquello.

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Comparada con la calle, la iglesia estaba templada. Chiripa empezó a sentirse menos mal. Entró en una capilla y se sentó en un banco. Olía bien. «Era incienso, o cera, o todo junto y más; olía a recuerdos de chico». El chisporroteo de las velas tenía algo de hogar; los santos quietos, tranquilos, que le miraban con dulzura, le eran simpáticos. Un obispo con un sombrero de pastor en la mano, parecía saludarle, diciendo: -¡Bien venido, Chiripa!- Él, en justo pago, intentó santiguarse, pero no supo.

No sabía nada. Cuando la oscuridad de la capilla se fue aclarando a sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, distinguió el grupo de mujeres que en un rincón arrodilladas formaban corro junto a un confesonario. De vez en cuando un bulto negro se separaba del grupo y se acercaba al armatoste, del cual se apartaba otro bulto semejante.

-Ahí dentro habrá un carca -pensó Chiripa, sin ánimo de ofender al clero, creyendo sinceramente que un carca valía tanto como un sacerdote.

Le iba gustando aquello. «Pero ¡qué paciencia necesitaba aquel señor, para aguantar tanto tiempo dentro del armario! ¿Cuánto cobraría por aquello? Por de pronto nada. Las beatas se iban sin pagar».

«Y nada. A él no le echaban de allí». Cuando la capilla fue quedando más despejada, pues las   —81→   beatas que despachaban, a poco salían, Chiripa notó que las que aún quedaban, se fijaban en su presencia. «¿Si estaré faltando?» pensó; y por si acaso, se puso de rodillas. El ruido que hizo sobre la tarima llamó la atención del confesor, que asomó la cabeza por la portezuela que tenía delante y miró con atención a Chiripa.

«¿Iría a echarle?». Nada de eso. En cuanto el cura despachó a la penitente que tenía al otro lado del ventanillo con celosías, se asomó otra vez a la portezuela y con la mano hizo seña a Chiripa.

-¿Es a mí? -pensó el ex-mozo de cordel.

A él era. Se puso colorado, cosa extraordinaria.

-¡Tiene gracia! -se dijo, pero con gran satisfacción, esponjándose-. Le llamaban a él creyendo que iba a confesarse, y le hacían pasar delante de las señoritas aquellas que estaban formando cola. ¡Cuánto honor para un Chiripa! En la vida le habían tratado así.

El cura insistió en su gesto, creyendo que Chiripa no lo notaba.

-¿Por qué no? -se dijo el perdis-. Por probar de todo. Aquí no es como en el Ayuntamiento, donde yo quería que me diesen voto, pa ver lo que era eso del sufragio, y resultó que aunque era para todos, para mí no era, no sé por qué tiquis-miquis del padrón o su madre.

Y se levantó, y se fue a arrodillar en el sitio que dejaba libre la penitente.

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-Por ahí, no; por aquí -dijo el sacerdote haciendo arrodillarse a Chiripa delante de sus rodillas.

El miserable sintió una cosa extraña en el pecho y calor en las mejillas, entre vergüenza y desconocida ternura.

-Hijo mío, rece usted el acto de contricción.

-No lo sé -contestó Chiripa humilde, comprendiendo que allí había que decir la verdad... verdadera, no como en la Audiencia. Además, aquello del hijo mío le había llegado al alma, y había que tomar la cosa en serio.

El cura le fue ayudando a recitar el Señor mío Jesucristo.

-¿Cuánto tiempo hace que no se ha confesado?

-Pues... toa la vida.

-¡Cómo!

-Que nunca.

Era un monte virgen de impiedad inconsciente. No tenía más que el bautismo; a la confirmación no había llegado. Nadie se había cuidado de su salvación, y él sólo había atendido, y mal, a no morirse de hambre.

El cura, varón prudente y piadoso, le fue guiando y enseñando lo que podía en tan breve término. Chiripa no resultaba un gran pecador más que desde el punto de vista de los pecados de omisión; fuera de eso, lo peor que tenía eran unas cuantas borracheras empalmadas, y la pícara blasfemia,   —83→   tan brutal como falta de intención impía. Pero si jamás había confesado sus culpas, penitencia no le había faltado. Había ayunado bastante, y el frío y el agua y la dureza del santo suelo habían mortificado sus carnes no poco. En esta parte era recluta disponible para la vida del yermo; tenía cuerpo de anacoreta.

Poco a poco el corazón de Chiripa fue tomando parte en aquella conversión que el clérigo tan en serio y con toda buena fe procuraba. El corazón se convertía mucho mejor que la cabeza, que era muy dura y no entendía.

El clérigo le hacía repetir protestas de fe, de adhesión a la iglesia, y Chiripa lo hacía todo de buen grado. Pero quiso el cura algo más, que él espontáneamente expresara a su modo lo que sentía, su amor y fidelidad a la religión en cuyo seno se le albergaba. Entonces Chiripa, después de pensarlo, exclamó como inspirado:

-¡Viva Carlos Sétimo!

-¡No, hombre; no es eso!... No tanto -dijo el confesor sonriendo.

-Como a los carcas los llaman clerófobos...

-¡Tampoco, hombre!...

-Bueno, a los curas...

En fin, aplazando las cuestiones de pura forma y lenguaje, se convino en que Chiripa seguiría las lecciones del nuevo amigo, en aquel templo que había estado abierto para él cuando se le cerraban   —84→   todas las puertas; allí donde se había librado de los latigazos del aire y del agua.

-¿Conque te has hecho monago, Chiripa? -le decían otros hambrientos, burlándose de la seriedad con que, días y días, seguía tomando su conversión el pobre diablo.

Y Chiripa contestaba:

-Sí, no me avergüenzo; me he pasao a la Iglesia, porque allí a lo menos hay... alternancia.



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ArribaAbajoEl número uno

Como planta de estufa criaron a Primitivo Protocolo sus bondadosos padres. Bien lo necesitaba el chiquillo, que era enclenque; a cada soplo de aire contestaba con un constipado, y era siempre la primera víctima, el primer caso, el nominativo de todas las epidemias que los microbios, agentes de Herodes, traían sobre la tropa menuda de la ciudad. Era el niño seco, delgaducho, encogido de hombros, de color de aceituna; un museo de sarampión, viruelas, escarlatina, ictericia, catarros, bronquitis, diarreas; y vivía malamente gracias al jarabe de rábano yodado y a la Emulsión Scott. Parecía su cuerpo la cuarta plana de un periódico; era un anuncio todo él de cuantos específicos se han hecho célebres.

Y con todo, se notaba en el renacuajo un apego a la existencia, un afán de arraigar en este pícaro mundo, que le daba una extraña energía en medio de sus flaquezas; y prueba de la eficacia de   —86→   esta nerviosa obstinación se veía en que siempre se estaba muriendo, pero nunca se moría, y volvía a pelechar, relativamente, en cuanto le dejaba un mal y antes de caer en otro. ¡Con la décima parte de sus lacerías cualquiera hubiera muerto diez veces, y, caso de subsistir, habría presentado la dimisión de una existencia tan disputada y costosa!

Pero lo mismo Primitivo que sus padres se empeñaban en que tan débil caña había de resistir a todos los vendavales, y resistía a costa de sudores, cuidados, sustos y dinero.

D. Remigio, el padre, no concebía que el mundo sobreviviera a su chiquitín; y habiendo tantas cosas buenas, sanas, florecientes sobre la tierra, creía que el plan divino sólo se cumpliría bien si llegaba a edad proyecta aquel miserable saquito de pellejos y huesos de gorrión, donde unas cuantas moléculas se habían reunido de mala gana a formar pobres tejidos que estaban rabiando por descomponerse e irse a otra parte con la música de su oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, carbono y demás ingredientes.

Aún en las enfermedades más fuertes, le quedaba a Primitivo la expresión de aquella voluntad firme de no morirse, en los ojos negros, brillantes, que lo miraban todo como tomando posesión de ello, usufructuándolo, acaparándolo.

Si el excesivo anhelo de vivir a toda costa era   —87→   género de concupiscencia, no había en la creación animalejo más concupiscente que aquel miserable comino que le parecía un diamante al señor Protocolo.

Por lo mismo era más lamentable el espectáculo del continuo peligro, de la amenaza eterna de que todo aquel armazón diminuto y débil se descuajaringase y se lo llevase pateta de un soplo.

* * *

Si las carnes lucidas no venían ni aun con los mejores bocados, ni con los reconstituyentes más acreditados, después de las más francas convalecencias, ni el chiquillo estiraba mucho en la cama; lo que le crecía de un modo extraordinario a cada fiebre y a cada indigestión y a cada bronquitis era lo que llamaba su padre el talento: una agudísima inteligencia para entender y retener toda materia discursiva de la que podía existir en el ambiente moral de lugares comunes en que iba corriendo su azarosa existencia.

Pero D. Remigio, en vez de asustarse ante aquella alarmante precocidad, procuraba ejercicio y alimento para ella. Así, en vez de tener Primitivo que discurrir por su cuenta aquella porción de sórdidas matemáticas que descubrió Pascal, a quien su padre ocultaba los libros que las enseñaban, pudo ahorrarse este trabajo, porque Protocolo le rodeó la cama en que se moría más   —88→   que vivía, de cuantos libros técnicos, mapas, aparatos fueron necesarios para que el prodigio aprendiera lo que no sabía ninguno de su edad.

Así es, que cuando Primitivo abandonaba el lecho y podía asistir a la escuela, primero, y a los estudios del Instituto y preparatorios después, contaba sus viajes al aula por triunfos y por catarros. Siempre volvía malo y cargado de laureles.

En la escuela era rey de Roma, y cada poco tiempo traía un celemín de medallas y de diplomas de honor. Ni él ni su padre se cansaban de tanto galardón, de tanto ostensible testimonio de una abrumadora superioridad sobre el resto de los mortales.

Disfrutaban padre e hijo de tales premios con la glotonería del gastrónomo goloso y tragaldabas. Vivían en perpetuo hartazgo de vanagloria.

Por desgracia, en el sistema de enseñanza corriente no faltaban elementos para satisfacer esta pícara vanidad, pues lo general era convertir la noble emulación en una encarnizada lucha por la existencia del orgullo y el egoísmo. Se medía el valor intelectual por la pícara medida de las comparaciones odiosas y enemigas de toda humildad y caridad. Cuando el chico entró en cierto colegio vio el cielo abierto, pues allí tomaba aires de heroísmo aquella riña de gallos de la aplicación y el mérito: los que sabían más, eran capitanes generales, caudillos, Aquiles y Cides... Primitivo, a   —89→   quien tumbaba el vuelo de un pájaro, era siempre el Napoleón de aquellas campañas, en que no había balas, pero sí algo no menos peligroso, pues había mortales asechanzas contra la salud de aquellas criaturas, a quien el amor propio... y el odio al mérito ajeno obligaban a trabajar quince y más horas diarias.

De allí salió bien aleccionado el mocosuelo ilustre para emprender los estudios más graves de la Academia, que le había de dar el título facultativo, objeto inmediato de su carrera.

Ya se sabía: Primitivo, como en la escuela, como en el colegio de segunda enseñanza, en la Academia siempre el primero: si había notas, sobresaliente y premio; si había escalafón, el número uno.

En casa de Protocolo no se concebía mayor desgracia que la que hubiera caído sobre aquel hogar si una vez sola Primito hubiera descendido al número dos. ¡Horror! Ni pensarlo.

Y el diablo del chico, según se iba haciendo mozalbete, como si le probasen mejor las raíces cuadradas y los logaritmos, que el rábano y el hígado de bacalao, iba echando... así, una especie de cecina que podía pasar por carne fresca. Seguía amarillento y verdoso y seco... pero algo había medrado, y ya pasaba meses y meses sin una mala pulmonía.

Tenía una fama de sabio, que valía por la de   —90→   los siete de Grecia, entre toda la juventud víctima de la politécnica emulación.

Por supuesto que la sabiduría de Protocolo-Lepijo se limitaba, voluntariamente, a los libros de texto y sus afines; pues el chico despreciaba todo lo que no conocía; y así, por ejemplo, tenía por imbéciles e ignorantes a todos los literatos y juristas, porque los primeros no necesitan una carrera, y los otros la solían ganar muy holgadamente. Sólo porque no había rigor en los exámenes, tenía el derecho por una pamplina; y así de lo demás. Ignoraba tan profundamente lo que no había estudiado de modo perfecto, que no sospechaba apenas su existencia; de dolido deducía que todo se lo sabía él.

Llegó a ser en él segunda naturaleza aquello de ver en sí el número uno. Hasta cuando la debilidad le hacía soñar esa extraña pluralidad del yo, esa alarmante anarquía de la conciencia en que parece que cada centro misterioso de la vida sacude el yugo de cierta heguemonía cerebral: hasta en esas disparatadas visiones en que se convertía en muchos Primitivos, seguía siendo el primero en todos ellos: sí, todos aquellos Primitivos interiores eran números unos. Por supuesto, Primitivo salió de la Academia con el número uno de la promoción, y esta ventaja la llevó al escalafón del cuerpo.

* * *

  —91→  

Pero ¡ay, amigo! que él creía que el mundo era otra especie de escalafón, en que ocupaba el primer lugar el muchacho que más matemáticas, conformes o no con Euclides, sabía y podía explicar en un periquete.

Su idea era que nadie le pondría el pie delante: ¡era el número uno de la Academia en que se hilaba más delgado!

Empezó a notar. Con gran asombro y grandísimo disgusto, que la sociedad no le admiraba demasiado.

Ya el jefe de la oficina le trataba con una superioridad que le mortificaba y le parecía injusta; pues el jefe, en su promoción, había sido de los últimos.

La segunda persona que le trató con menos consideración de la que él creía merecer fue una muchacha rubia, muy guapa, a quien se declaró en un baile, y que le dio calabazas, con el frívolo pretexto de que ya había dado el a un oficial del Gobierno civil que no había pasado de bachiller en artes, pero que era más alto, de mejor color que Protocolo, y que pesaba lo menos veinte kilos más que él.

De estoa disgustos fue teniendo muchos. Asistía a los teatros, y veía que sacaban a las tablas para aturdirlos a palmadas a músicos y danzantes, tenores, poetas, hasta oradores; pero a nadie se le ocurría pedir que saliera el número uno de la promoción   —92→   de Primitivo. A él, tan matemático, no se le ocurría jamás hacer un cálculo muy sencillo, que se fundara, por ejemplo en los siguientes datos:

En su misma Academia había cada año un número uno que salía de ella con esta supremacía; la Academia contaba, sin hablar de los muertos, lo menos con treinta o cuarenta números unos ni más ni menos que él. Por aquí ya iba entrando en el coro general.

Había en el país (y no se hable del extranjero) muchas Academias con sendos números unos para cada promoción. Aquí había que multiplicar cuarenta por veinte lo menos.

Había otras muchas carreras que, sin llamarse Academias ni numerara el mérito de los alumnos como cuartos de fonda, también tenían sus gallitos; es decir, sus números unos correspondientes. Y aquí ya no se sabía cuánto había que multiplicar por cuánto.

Fuera de las carreras, en la industria, en las profesiones libres, y en la escuela del mundo, había multitud de actividades a que acudían muchos jóvenes en noble emulación, y en que los más listos y aprovechados eran también el número uno correlativo.

Y aquí ya Primitivo pasaba a perderse en una verdadera multitud de números unos. Y además... no todo era en la vida la inteligencia, la aplicación   —93→   en la enseñanza, en el arte. quedaban los números unos, infinitos, de la fortuna, que solían pasar delante: los números unos de la energía, de la audacia, del favor, de la gracia, de la malicia, de la desfachatez, de la hermosura física, de la moral, del amor, del crimen, de la salud, de la diligencia, de la oportunidad, de la casualidad... ¡de tantas cosas! Y toda esta proporción considerable de la humanidad era tanto como el pobre Primitivo; todos eran los primeros de algo, los adocenadísimos números unos de cualquier miseria humana.

Pero estas cuentas no se las echaba el chico de Protocolo, que si bien había mejorado algo de salud al acabar la carrera y dejarse de empollar tanto, no mejoró de color, porque todos los desengaños que le daba el mundo se convertían en bilis.

Quería que la vida, la ancha vida, la compleja, la misteriosa vida, fuese como una especie de regatas o carreras de primeros lugares, de números unos, en que todo se rigiera por un reglamento de recompensas análogo al que usaban los Padres Jesuitas para tales casos, o al que regía en la Academia. Y como no era así, el orgullo, la bilis y la poca salud hicieron del carácter de Protocolo una materia... moral... así como viscosa... amarillenta... un veneno asqueroso. La envidia, por musa del chiste, le sirvió para crear cierta fama de gracioso, de satírico, y para ganarse una   —94→   porción considerable de bofetadas, desaires, sustos y más graves contratiempos.

En su espíritu no podía buscar consuelo para tantos desengaños, porque allí no había nada vago, poético, misterioso, ideal, religioso. Todo era allí positivo; todo estaba cuadriculado, ordenado, numerado. Todo era para él número uno, y el que venga detrás que arree.

Y como aquella salud a media asta que gastaba el infeliz era cosa ficticia, al llegar la edad en que otros empiezan a echar panza y a tomar las buenas carnes y el aspecto con que han de llegar a la vejez, Primitivo, comido por el despecho, los desengaños y la bilis, empezó a descomponerse, a encogerse y doblarse, a convertirse en una raíz cuadrada de su propia personilla.

Y así desapareció del mundo. Los periódicos dijeron que había muerto tísico; pero ello fue que una tarde de mucho calor el número uno se evaporó en una podredumbre que era una peste. Como su padre ya había muerto antes, Primitivo se fue de este planeta sin que nadie le llorase. ¡Cómo habían de llorarle el número dos, ni el tres, ni le cuatro, ni el último, a quienes había despreciado tanto!

* * *

Y le faltaba la imagen más negra.

La otra vida.

  —95→  

Cuando allá le pidieron sus títulos para la gloria, para el premio a que aspiraba, se encontró con que lo del número uno de la promoción era poco más que un papel mojado.

Y como Primito se impacientase, le dijeron:

-Vea usted, vea usted los que tienen que pasar delante de usted.

Y fueron pasando delante a ocupar en la gloria en el escalafón de Dios, mejor puesto que Protocolo, infinidad de corderos y ovejas del rebaño humano que jamás habían sido el número uno de nada en la lucha por la existencia. Fueron pasando, sí, aquellos humildes borregos que se habían dejado trasquilar con paciencia; los pobres, los humildes, los santos, los mártires, los sencillos. La mayor parte de aquellos bienaventurados no sabían leer. Contar, ni uno solo. Y allí eran la aristocracia.

Después pasó la clase media de la virtud... y, con sudor de congoja, Protocolo empezó a calcular que la índole de méritos que él alegaba allí era de las últimas en el aprecio de quien repartía recompensas... ¡Qué vulgo revulgo, santo Dios, era en la gloria el número uno de la Academia!

Y pasaban, pasaban gentes anónimas sin numeración, sin factura, bultos extraviados en los azarosos viajes del tren de la vida...

¡Y él, Primitivo Protocolo, con su etiqueta en regla, su número uno en la factura, allí olvidado   —96→   en el andén, sin que una mano caritativa le metiera entre los bultos amontonados en el furgón de cola...!

Y así está todavía, esperando vez; esperando, como hay que esperar en el cuento de las cabras de Sancho...

Pasará, llegará a pasar, porque la bondad de Dios es infinita... pero ¡Dios sabe cuándo será llamado al festín de la caridad... el número uno!



  —97→  

ArribaAbajoPara vicios

Doña Indalecia era una viuda de sesenta años que había nacido para jefe superior de Administración o para Ministro del Tribunal de Cuentas, y acaso, acaso mejor para inspector general de Policía; pero sus creencias, sus gustos, sus desgracias, sus achaques, sus desengaños la habían inclinado del lado de la piedad; y era una ferviente beata, no de las que se comen los santos, sino de las que beben los vientos practicando las obras de misericordia en forma de sociedad, fuese colectiva, comanditaria o anónima; era muy religiosa, muy caritativa, pero siempre en sociedad; creía más en la Iglesia que en Dios; pensaba que Jesús se había dejado crucificar para que, andando el tiempo, hubiese un lucido Colegio de Cardenales y Congregación del Índice. La consolaba la idea de aquella triste profecía «siempre habrá pobres entre vosotros», porque esto significaba que siempre habría Sociedad   —98→   de San Vicente de Paúl y Hermanitas de los Pobres, etc., etc. Amaba los organismos caritativos mucho más que la caridad; cabe decir que las lacerías humanas no empezaban a inspirarle lástima hasta que los desgraciados estaban acogidos al amparo de alguna archicofradía. Para ella los pobres eran los pobres matriculados, los oficiales, los de esta o la otra sociedad; por estos se desvivía, pero ¡infelices! ¡de que manera! Tenía una inquisición en cada yema de los dedos de las manos; era un Argos para perseguir el vicio de los miserables, para distinguir las verdaderas necesidades de las falsas; no daba un cacho de pan sin formar a su modo un expediente. Su gloria era ver asilos de lujo, limpios, ordenados, con rigurosa disciplina, con todos los adelantos, tales que los asilados no pudieran respirar fuera del reglamento. Y, para que más que la verdad, doña Indalecia hubiera preferido que un asilo que se creaba, limpísimo, inmaculado, nuevecito todo... no se estrenara, no se echara a perder por el uso de los miserables a quienes se dedicaba. Llegó a ver en el pobre, en el protegido, una abstracción, una idea fría, pasiva; y así, cuando algún desgraciado a quien tenía que amparar mostraba que era hombre con flaquezas como todos, doña Indalecia se sublevaba. Los vicios en los desheredados le parecían monstruosos.

Sus convicciones se arraigaron más y más,   —99→   cuando llegó a saber, por conversaciones con sacerdotes ilustrados y catedráticos, y por ciertas lecturas, que la ciencia moderna estaba de acuerdo con ella en lo de la caridad bien entendida, con su cuenta y razón.

Cuando leyó que la limosna esporádica, la limosna suelta, en la calle, al azar, la limosna ciega, como la fe, era contraproducente, así como delito, se volvió loca de gusto. «¡Pues es claro, lo que ella había dicho siempre!». En cada pordiosero veía un criminal, y en cada transeúnte que soltaba en la calle un perro chico, un anarquista.

Su policía caritativa no sólo perseguía a los pobres falsos, a los pobres viciosos, sino a los ricos que no sabían ejercer la caridad, que daban limosnas de ciego, como palos.

Sujeto a esta vigilancia, tenía, sin que él lo sospechara, al Director de la Biblioteca provincial, don Pantaleón Bonilla, un vejete muy distraído, como llama el vulgo al que jamás se distrae, al que siempre está atento a una cosa. Bonilla estaba fijo en sus trece, que eran sus libros, sus teorías de filósofo y de bibliófilo científico. No hacía más que ir de casa a la Biblioteca, de la. Biblioteca a casa, siempre corriendo por no perder tiempo, tropezando con transeúntes, faroles y esquinas. Cuando le costaba un coscorrón un tropiezo, suspiraba, y, en vez de rascarse, se aseguraba bien las gafas, que a su juicio tenían la culpa de todo...

  —100→  

Doña Indalecia era muy señora suya; la trataba, es decir, se le quitaba el sombrero, sin verla; pero no sabía el infeliz que le seguía los pasos; que la tenía escandalizada con su conducta.

«¡Y eso es un sabio!» decía para sí doña Indalecia, siguiéndole de esquina en esquina, hasta dejarlo metido en la Biblioteca. «¡Pero con este hombre no hay caridad posible; no hay organización que valga; nos lo corrompe todo! ¡Esto es un libertinaje! ¡Debe entender en ello el Gobernador como en lo de la blasfemia!».

Pero ¿qué era ello? Bonilla no advertía nada; se creía inocente. Ello era, que en cuanto salía de casa le rodeaban los pordioseros; le acosaban cojos y mancos, mujeres harapientas con tres o cuatro crías colgadas del cuerpo, por el pecho y por la espalda; pilluelos descalzos, que saltaban como gozquecillos tras los faldones de su levita... ¿Y en qué consistía el delito de Bonilla? ¡Ahí era nada! En ir soltando perros chicos y grandes como globo que arroja lastre para seguir volando...

Como no podía menos, el exceso de la demanda llegó a ahogar las salidas... El coro de miserables llegó a ser muchedumbre, motín, ola, que cortó el paso al manirroto5... D. Pantaleón un día llegó a fijarse en que no le dejaban andar.

-¡Pero qué es esto! -exclamó, mirando a los lados, hacia atrás, como pidiendo auxilio-. ¿De dónde sale tanto pobre? ¿No hay policía?

  —101→  

-Si hubiera policía estaría usted preso -le contestó la voz de doña Indalecia, que le seguía, y que al verle volverse se le puso delante.

Y después que la viuda, repartiendo golpes con la sombrilla, el abanico y hasta con el rosario espantaba a los pobres, a los pordioseros, como Jesús arrojó del templo a los mercaderes, (ese como es de doña Indalecia), cuando ya Bonilla se vio libre de moscas, la beata con tono agridulce, y por cobrarle el favor que le había hecho, le soltó un sermón en forma.

-¡Parece mentira -vino a decirle en muchas más palabras- que siendo usted un sabio, no sepa que su manera de ejercer la caridad ofende a Dios y a la sociedad! Usted corrompe a los pobres, fomenta la holganza, subvenciona el vicio; todos esos cuartos que usted arroja a derecha e izquierda, se gastan en alcohol y otras porquerías. Cuando usted se muera y pida que le lleven en volandas al cielo los pobres a quien socorrió, se encontrará con que no puede ser, porque sus protegidos estarán en el infierno; y los que no, como no se podrán tener en pie, de borrachos, no podrán llevarle... etcétera, etc.

D. Pantaleón Bonilla escuchó a la vieja sonriendo, con interés. Cuando terminó la plática, notó que no tenía argumento serio que oponer.

-¿De modo, señora, que sin querer he estado años y años corrompiendo la sociedad, subvencionando   —102→   el vicio?... Y todo sin intención. ¡Cómo tiene uno tantas cosas en la cabeza! No, y lo que es leer, yo también he leído todo eso que usted dice de la caridad ordenada, organizada: ilustres filántropos y santos muy clásicos, me han convencido de que la limosna perezosa, empírica, desordenada, casual es nociva. ¡Pero... como no tengo tiempo ni para rascarme! En fin, yo me enmendaré; yo me enmendaré... En adelante, no me meteré donde no me llaman; cada cual a lo suyo; ustedes a su caridad, yo a mis libros, cada cual a su vocación...

* * *

Durante algún tiempo, doña Indalecia pudo observar que Bonilla se enmendaba; ya no le acosaban los pobres por la calle; le dejaban ir y venir, sabiendo que ya no llovían perros grandes ni chicos. La viuda respiró satisfecha. Era una conversión.

Pero después de un viaje que tuvo que hacer para fundar algo caritativo en otra provincia, volvió y... ¡oh desencanto! vio otra vez a su don Pantaleón soltando trigo a diestro y siniestro como la molienda de San Isidro Labrador... El enjambre de los pordioseros de nuevo le seguía, como las abejas de una colmena que llevan de un lado a otro.

Tras varios días de espionaje, la implacable   —103→   viuda volvió a interpelar al demagogo de las limosnas.

Pero entonces fue él quien habló largo y tendido; y vino a decir:

-Qué quiere usted, hija mía... Por lo visto... era un vicio. No tengo otros. He seguido el consejo de usted... he estado mucho tiempo sin dar un ochavo... y no me sentía bien; el no dar limosna me preocupaba, sentía una comezón... remordimientos... Me asaltaron mil dudas... Acaso usted y los suyos no tenían razón... Y yo no estoy para dudas nuevas, para más problemas... ¡bastante tengo con los míos! Figúrese usted, señora, que ando a vueltas con el criterio de la moralidad. ¿Por qué debemos ser buenos, morales? En rigor todavía no lo sé... Pero en la duda... procuro no ser como Caín. Conque... figúrese usted si por unos cuantos perros y pesetillas sueltas voy yo a cargar con cien quebraderos de cabeza. Además, yo no tengo virtud ni tiempo suficientes para ejercer la caridad metódica, sabia, ordenada... y como yo hay muchos... A los que estamos en esta inferior situación ¿se nos ha de negar todo acto de caridad? Déjesenos ser la calderilla de la filantropía, y repartir un poco de calderilla. De la mía yo no sé qué hacer si no doy limosna... Yo no fumo, no juego, no gasto en mujeres, ni bebo... ¡Algún vicio había de tener! Déjeme usted este. Como no quiera usted que me dé al aguardiente... Dispénseme usted, señora;   —104→   pero no tengo tiempo ni humor para no dar limosna. Me falta algo si no la doy, tengo que contenerme, gastar la energía que necesito para otras cosas, me distraigo de mis pensares y mis quehaceres... ¡un horror! -Vuelvo a repartir cuartos, y como un reloj. Suplico a usted que no le dé vueltas. Y no me venga usted con el cielo. No pido cosa tan rica a cambio de este bronce que reparto. Nada de eso. Me basta con creer que no me condeno por darle estos perros grandes a esa mujer que trae un chiquillo colgando de cada brazo... y mire usted... mire usted este pillastre, pálido, canijo, que tirita de frío... ¿cree usted que irá a seducir a una hija de familia con este real en perros que le regalo? Y en último caso, señora, si hacen lo que yo, si también tienen vicios, pues de defectos están libres ustedes, los beatos, pero no los pobres ni los sabios; si tienen vicios... tienen que ser vicios de perro chico... parva materia... Con que toma, toma, toma.

Y Bonilla, entusiasmado con su discurso, empezó a echar calderilla a puñados, como el labrador que siembra y arroja el grano sin responder, más que con la esperanza, de la simiente que fructifica... Y según soltaba perros chicos y grandes, iba diciendo don Pantaleón:

-Ea, ea... tomad... para vicios... para vicios...



  —105→  

ArribaAbajoEl dúo de la tos

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de   —106→   luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría» sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal» piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme».

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una   —107→   aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la marea que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza.

El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme.

El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer». Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría   —108→   Agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro! ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!».

Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto de melancolía, análogo al que produjera antes en el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía... compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden.

Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que, en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

* * *

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían.

Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora;   —109→   solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta.

Paso media hora más. También lo dijeron los relojes.

«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía de dormir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.

«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.

Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro,   —110→   cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban estas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público. -El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero!- repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte de que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo!

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere; era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin   —111→   aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.

Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle.

Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.

La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus disciplinas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos.

La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía.   —112→   Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos.

La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio». Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.

La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico, ¡erótico! no es esta la palabra. ¡Eros! el amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar:

  —113→  

«¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave, para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen... ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo».

Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba:

«Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás que delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por los libros y conjeturas. Allá voy, allá voy... si me deja la tos... ¡esta tos!... ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos...».

  —114→  

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.

El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aún despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle... ¿para qué?

Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto... como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo.

La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre   —115→   Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.



  —116→     —117→  

ArribaAbajoVario


Seriberis Vario fortis, et hostium Victor, Maeonii carminis aliti...


(Horacio-Odas. L. I-VI Ad Agrippam.)                


Lucio Vario, el poeta, a paso largo, como dejándose llevar por su peso, bajaba por el Clivus Capitolinus. Quien le viera caminar tan de prisa pensaría que era algún hombre de negocios, que tal vez venía del templo de Juno Moneta, que dejaba atrás, a la izquierda; y sin pararse a contemplar ni a reverenciar las solemnes estatuas doradas de los doce dioses mayores, los Dii consentes, junto a cuyos pedestales pasaba, se dirigía al templo de Saturno, que a la derecha se le presentaba con su imponente mole. Mas no lo miró siquiera el poeta, como no miró a los dioses, y pasó adelante; nada tenían que ver con la preocupación que tan distraído lo arrastraba cuesta abajo ni las potencias olímpicas ni los asuntos de la Tesorería. Allá   —118→   enfrente, tras los muros de la cárcel Tulliana, el sol se escondía, y eso miraba Vario bajando. Moría el sol, y él se acordaba de Virgilio, aquel sol que se había puesto allá, en Brindis, y que no volvería a salir de su sepulcro del Pausilipo. Tampoco reparó en La Concordia, que dejó a la izquierda, aunque miró a este lado; pero miró pensando en algo más lejano y más alto, en el Tabulario, que se erguía en la ladera del Capitolio, midiéndose con el monte. En el Tabulario pensaba, porque algo tenía que ver con sus ideas. Una sonrisa amarga, irónica, asomó a sus labios. Se detuvo. ¡El sol, el ocaso, Virgilio, el sepulcro, la gloria, el Tabulario, la eternidad, la nada! Todos estos pensamientos pasaron por su frente. Era el Tabulario depósito de archivos, precaución inútil de la soberbia romana para inmortalizar lo pasajero, lo deleznable. ¡Archivar! ¡guardar! ¿Para qué? ¿Dónde estaba el archivo de las almas? Se guardaba el papiro, se guardaban los dypticos (duplios), los miltiplices, se guardaban tabellae y pugillores... llenaban con ellos armarios y nidi... y el poeta a la sepultura. ¡Ah! En vano era todo el artificio y la pompa fúnebre de libitinarios, pollinctores dissignatores, tibicines y praeficae: en vano el aparato del funus publicum, de la naeniae, porque todo ello había de acabar en el capulo o en el cestrino, el sarcófago o la urna cineraria. Y después Molliter cubent ossa... buenas palabras... y el olvido.   —119→   ¡El olvido! ¿El olvido también para el poeta? ¿Habrían hecho mal Tucca y él en desobedecer el mandato del poeta muerto, que pedía para su poema la hoguera, mientras ellos lo conservaban intacto para la inmortalidad?...

Corría Septiembre, el mes en que pocos años antes habían enterrado a Virgilio... y Roma, la Roma del Foro, del Comitium, la que bullía al pie de Janus Bifrons, la de los banqueros y negociantes, que olvidaban las Tres Parcas vecinas y se entregaban al agio con ardores dignos de la eternidad, no pensaba ya, ciertamente, en el cantor de Eneas. Alrededor de los Janos qui sunt in regione Basilieae Pauli las abejas interesadas del negocio zumbaban rozándose con Vario sin verle. ¡Estaba vivo y ya no le veían! Siguió adelante; dio con su cuerpo, como si anduviese por máquina, llevado por el hábito, en el Janus Vicus, y se encontró sin querer entre los suyos, en el vaivén de la vida literaria, en las tiendas de libros, donde, sentados o de pie, discutían los aficionados de las letras, mientras iban y venían los litterati, los esclavos copistas, llevando bajo el brazo sus notas tironianas, trípticos, polípticos, mostrando algunos todavía las manos manchadas del atramentum librarium en que mojaban el cálamo.

Vario, entre los suyos, sintió una invencible repugnancia. La vida efímera y apasionada, de las letras le daba en aquel momento horror. -Juicios   —120→   falsos, gustos nuevos, envidias, rencores; todo se revolvía allí con la febril ansiedad de lo pasajero; figurábasele una lucha mortal y cruel a la luz de un relámpago. Relámpago era la vida, y aprovechaba su luz la pasión para herir, para saciarse matando el bien ajeno. Entre la multitud de rollos, brillando a los últimos rayos del sol poniente, cornua y umbilici de lujosos volúmenes, vio los rótulos de las obras del amigo muerto. «Bucólicas», «Geórgicas», «Eneida»; y vio a los propios hijos, los de su ingenio, entre ellos, el «Panegírico de Augusto» y su famosa tragedia «Thyestes»... Pero estaban en los estantes, en los nidi, como enterrados en vida. -Sintió un escalofrío; se le figuraron sus obras metidas en los nichos del librero cosas, muertas ya, de su propio ser, algo de su alma enterrado. El pergamino, el papiro, las tablas enceradas morían también. En la librería estaban de cuerpo presente, después en las bibliotecas tenían su sarcófago. El Tabularium ¿qué era más que un panteón?

Sin hablar con nadie, desdeñando la locuela de parásitos y poetas neófitos que le sonreían y saludaban, tomó por la vida sacra, a la derecha; dejó a la izquierda la Basílica Porcia y parándose, vuelta la espalda a la Curia Hostilia, contempló en silencio y con desprecio el Foro que tenía enfrente, el Foro también callado en aquellas horas; pero en su imaginación todavía hirviente con el rumor de los   —121→   espumarajos de la calumnia y la mentira... Allí la retórica se empleaba en el mal, en el daño, más francamente que en el libro. Los Rostros, desiertos, parecían restos de un naufragio en el mar de las pasiones curialescas y políticas... ¡Cuánta ira! ¡cuánto engaño habían brotado de allí... y cuánta sangre! Últimamente ¡la sangre de César! César, su héroe, el de su poema. Como para salvar aquella imagen, para que no se la matasen allí, para que ahogasen la fantasía y el corazón aquellas ideales emanaciones de sangre y odio, que le parecía sentir exhalándose del Foro, Vario huyó, tuvo que buscar un poco de aire más puro, y subió la cuesta del Palatino, dejando a la izquierda el templo que habitaban las Vestales.

* * *

Pero no se ahogaba sólo en el Foro; se ahogaba en toda Roma: por su espíritu pasaban ráfagas, como venidas de Oriente, de aquellas que sentimos que a veces mueven, como las brisas las mieses, los versos de Virgilio, ráfagas de espiritual anhelo, de piadosa contemplación de lo futuro. Vario, el poeta de los terríficos festines de los Pelópidas, el complaciente cantor cortesano de Augusto, sentía como una esclavitud su vida romana, y sin saber lo que era, buscaba un más allá, algo nuevo, más puro, más libre, más noble; y debía de estar allá, hacia el Oriente... También el dulce amigo, el cisne mantuano, había sentido al llegar la muerte el ansia   —122→   de volver los ojos a Oriente, de atravesar el mar, de tocar el suelo de aquella Grecia, maestra de las almas.

«¡Al mar, al mar Oriental!» se dijo Vario. Y en un instante trazó en su mente el itinerario del viaje imaginado. Primero a Nápoles, a despedirse de la sepultura del Pausilipo; después a Brindis... y de allí a las ondas, a surcar en la nave «Liburna», las aguas inmortalizadas por Homero y por Virgilio.

Al día siguiente, de madrugada, Vario salía de Roma, y dejando a la izquierda, lejos, el Esquilino; y más cerca, a la derecha, el Palatino y el Celio, comenzó a atravesar el Lacio, la tierra del dios escondido, a lo largo de la Vía Campaniense. Llegó a Nápoles, visitó el sepulcro de Virgilio, meditó sobre aquellas piedras, y a los pocos días emprendía el camino de Brindis; pasó por Venusia, célebre también en la historia de la poesía, cruzó la antigua misteriosa tierra de los Yapigios, tal vez hijos del Oriente, y entró en el pueblo donde el poeta había visto por última vez la luz. Una angosta nave oneraria le recogió en el puerto de Brindis, y, no sin cierta melancolía, dejó la tierra de Italia, que salía como a despedirle con las islas artificiales del puerto, coronadas de templos y estatuas, rodeadas de altos muros y extendiendo mar adelante un dique de arcos, bajo cuyas bóvedas jugaba la luz con las aguas bulliciosas.

* * *

  —123→  

En pie, sobre el puente, Vario, a solas, contemplaba allá en el horizonte la línea brumosa que señalaba la tierra. Al Norte las costas de Iliria; más abajo Caonia, Epiro. En aquella dirección, tras de las alturas Molosas, adivinaba el Pindo.

Caía la tarde, cuando, dejando atrás las costas de Corcira, la nave llegaba frente al promontorio de la Quimera... Vario, a la luz del crepúsculo, escribía con rápido estilo, rasgando sin ruido la tenue capa de cera sobre el pulido abeto... La cercana tierra sagrada de las musas le infundía una inspiración febril; quería aprovechar la ráfaga, abriendo las velas de la fantasía al soplo de los ensueños poéticos... pero trabajaba en un poema que se llamaba «La Muerte...». La nave volaba ¡oh fatalidad simbólica! con la proa enfrente de la embocadura del Aqueron, que, muy cercano, dejaba6 al mar el tributo de sus aguas. Enfrente el Aqueron, el río de los muertos; más cerca, a babor, ¡la Quimera!...

No creía Vario en la Mitología, que llenaba de nombres y de imágenes sus versos; pero si no como filósofo, como artista, en su corazón y en su fantasía, era pagano. Era además, de cierta manera, supersticioso, vagamente, burlándose en principio de la superstición, pero débil ante ella como ante un vicio de la inteligencia. Había presenciado el festín en que Augusto, a pesar del celo con que procuraba restaurar la religión oficial, el frío culto   —124→   romano, había parodiado los festines de los doce dioses mayores del Olimpo. Había sonreído oyendo a Horacio decir: «Que crea en todo eso el judío Apela, bien está; pero yo sé a qué atenerme respecto de los dioses». -Él, como Roma entera, seguía una tendencia que se suele notar en Occidente cuando la religión propia decae, cuando reina el escepticismo y la negación; una reacción oriental: el misticismo teosófico, las extrañas creencias de los misterios y magias de Oriente llenaban los espíritus que abandonaban al olvido los dioses penates y el culto de Vesta, que ya no encontraba sacerdotisas. -No creía Vario en nada positivamente; pero cualquier prestigio, una alucinación, una superchería, encontrarían su razón débil y dócil al encanto. Augusto mismo, que perseguía a Mithra y a Cibeles, a Isis y Serapis, temía el rayo y el vuelo del águila, y calzaba por precaución primero el pie derecho que el izquierdo. Y Augusto era dios. ¿Qué haría Vario, su sacerdote, su poeta?

«La Quimera» estaba en frente, Grecia era la cercana orilla, el Aqueron mezclaba con las ondas que surcaba la nave liburna sus propias aguas tristes, mezcladas antes con las del Cocyto... ¿Qué más? ¡Todo era símbolo de muerte, de ultratumba de las sombras de allá abajo... Él, Vario, venía de Nápoles y había pasado cerca del Averno, el lago funesto que no cruzaban las aves, y a cuya orilla hablaba en su caverna la sibila de   —125→   Cumas... Todo era prestigio, signo siniestro... todo hablaba de muerte... Y Vario recordó el origen de su viaje; aquel mal humor que le había sobrecogido bajando por el Clivus Capitolinus y que le había hecho aborrecer la vida efímera bulliciosa, por breve y sin sustancia, y huir de Roma. Y aún le duraba el ansia de inmortalidad, el anhelo de idealidad eterna...

Sus versos, que hablaban de la muerte también, iban arando la cera con paso bien medido del estilo silencioso y sutil... De pronto, como sintiendo sobre el cráneo el peso magnético de miradas intensas, alzó la cabeza Vario y vio enfrente de sí... las sirenas de Ulises; las mujeres aladas, ninfas tristes de voz suave, divinidades de rapina, almas de buitre en rostros de hermosura siniestra, macilenta en su plástica corrección de facciones. Rodeaban las sirenas la nave, y arrastrando las alas sobre las olas seguían su marcha; dormía la tripulación; Vario, a solas con el encanto, los oídos abiertos, las manos sin ligaduras, oyó el canto de las sirenas que le llamaba a la muerte.

Y decía el coro:

«Lucio Vario, ¿por qué trabajas en vano? Trabajas para la muerte, trabajas para el olvido. Deja el arte, deja la vida, muere. Oye tu destino, el de tu alma, el de tus versos... Serás olvidado, se perderán tus libros. Tu suerte será la de tantos   —126→   otros genios sublimes de esto que llamará pronto la antigüedad, el mundo. Dentro de poco un sabio pedante pretenderá saber todo lo que supo y pensó y soñó la antigüedad clásica. Llamarán lo clásico a lo escogido por la suerte para salvarlo del naufragio universal... por algún tiempo. Tú no serás grande para la posteridad porque se perderán tus obras; los ratones, la humedad, la barbarie de los siglos, y otros cien elementos semejantes, serán tus críticos, tus Zoilos, acabarán contigo, y la pereza del mundo tendrá un gran pretexto para no admirarte: no conocerte. En vano hoy la fama lleva tu nombre a las nubes; en vano Virgilio te admira, y lo dice; su testimonio se atribuirá a la amistad y a la dulzura; en vano Horacio hablará de tu vuelo Aquilino en la región de la poesía épica; los pedantes del porvenir dirán que alabándote a ti alababan a Augusto, de quien fuiste el cantor cortesano; en vano vendrá dentro de poco un hombre severo, leal, noble, que se llamará Tácito, y elogiará tu famoso Thyestes; la posteridad no creerá en ti, no sabrá de ti. Perteneces al naufragio. Como tú, cientos y cientos de ingenios ilustres de esta tierra griega que buscas y de esa tierra itálica que dejas perecerán por el fuego, por la dispersión, por el polvo, por la sangre, por la barbarie y la ruina... y por la descomposición de la materia... Llegarán tiempos de escasez para el papiro egipcio, las membranas serán caras, faltará superficie   —127→   duradera en que escribir; y sobre las mismas páginas que contengan las lecciones de vuestra sabiduría, vuestros ideales, vuestros sueños, vendrán otros hombres a escribir otra ciencia y otros errores, otros sueños, otras supersticiones, otras esperanzas, otros lamentos. Con la tragedia de Thyestes naufragarán las tragedias de los trescientos cincuenta trágicos griegos, y la humanidad dirá que sólo hubo tres grandes trágicos en Grecia, los que se salvaron; pero aun de estos perecerá casi todo. De los seiscientos historiadores helénicos, quedarán bien pocos. Y en tu tierra la misma suerte. Contigo perecerán Galo, Polion, Calvo y los venerables antecesores Ennio, Mevio, y Cinna, y Varrón de Narbona... y todo el coro de la tragedia latina... Todavía ayer en Roma contemplabas el Tabulario con envidia... ¡Los archivos! ¡Ellos perecerán! Serán polvo, después del aire, nada. Visitaste el Vicus sandalarius, refugio de libros nuevos y viejos... el Vicus y los libros serán ruina, polvo, viento. En vano habrá sido el afán de Pomponio Ático por acaparar copias y ediciones... En vano crecerá este prurito de almacenar volúmenes; Sanmónico Sereno, ¡cuán ufano se mostrará con su biblioteca de sesenta y dos mil tomos! Roma llegará a tener veintinueve bibliotecas públicas... Un poco de polvo del desierto que se detiene un punto a engañar a la vanidad y a la curiosidad humana en forma caprichosa; seguirá soplando el   —128→   viento del olvido, y el polvo volverá a cruzar el desierto... Vario, adelántate a la muerte, sé tú el olvido. No escribas, muere».

«Muere, muere, no escribas más», repitió el coro.

Vario se estremeció; pasó la mano por los ojos; sacudió el delirio, bebió con anhelo el aliento de la brisa fresca de la tarde, y la última luz del crepúsculo siguió trazando sus versos, arando la cera con el estilo silencioso y sutil que caminaba con medida.

Creyó la profecía; sintió sus versos hundidos en la nada del olvido, pero la inspiración siguió alumbrando en su cerebro, más fuerte, más libre. Vario respiró con fuerza; su alma sacudía una cadena que caía rota a los pies del viajero: la cadena del tiempo, la cadena de la gloria, la cadena del vil interés egoísta... «¡Ah, todo era polvo, lo decían los hexámetros de Vario a la muerte: todo era nada, todo pasaba, todo caía en el olvido... pero la brisa era saludable; y graciosamente meciendo el espíritu, el metro rítmico refrigeraba el alma; el sol del ocaso era sublime en su tristeza de rosa y oro; los colores del mar encanto de los ojos; la paz de las ondas parecía una música silenciosa... y Vario, que el mundo no conocería, mientras vivía, era poeta.



  —129→  

ArribaAbajoLa imperfecta casada

Mariquita Varela, casta esposa de Fernando Osorio, notaba que de algún tiempo a aquella parte se iba haciendo una sabia sin haber puesto en ello empeño, ni pensado en sacarle jugo de ninguna especie a la sabiduría. Era el caso, que, desde que los chicos mayores, Fernandito y Mariano, se habían hecho unos hombrecitos y se acostaban solos y pasaban gran parte del día en el colegio, a ella le sobraba mucho tiempo, después de cumplir todos sus deberes, para aburrirse de lo lindo; y por no estarse mamo sobre mano, pensando mal del marido ausente, sólo ocupada en acusarle y perdonarle, todo en la pura fantasía, había dado en el prurito de leer, cosa en ella tan nueva, que al principio le hacía gracia por lo rara.

Leía cualquier cosa. Primero la emprendió con la librería del oficioso esposo, que era médico; pero pronto se cansó del espanto, de los horrores   —130→   que consiente el padecer humano, y mucho más de los escándalos técnicos, muchos de ellos pintados a lo vivo en grandes láminas de que la biblioteca de Osorio era rico museo.

Tomó por otro lado, y leyó literatura, moral, filosofía, y vino a comprender, como en resumen, que del mucho leer se sacaba una vaga tristeza entre voluptuosa y resignada; pero algo que era menos horroroso que la contemplación de los dolores humanos, materiales, de los libros de médicos.

Llegó a encontrar repetidas muestra de literatura cristiana, edificante; y allí se detuvo con ahínco y empezó a tomar en serio la lectura, porque comenzó a ver en ella algo útil y que servía para su estado; para su estado de mujer que fue hermosa, alegre, obsequiada, amada, feliz, y que empieza a ver en lontananza la vejez desgraciada, las arrugas, las canas y la melancólica muerte del sexo en su eficacia. Lejos todavía estaba ese horror, pero mal síntoma era ir pensando tanto en aquello. Pues sus lecturas morales, religiosas, la ayudaban no poco a conformarse. Pero le sucedió lo que siempre sucede en tales casos: que fue más dichosa mientras fue neófita y conservó la vanidad pueril de creerse buena, nada más que porque tenía buenos pensamientos, excelentes propósitos, y porque prefería aquellas lecturas y meditaciones honradas; y fue menos dichosa cuando empezó a   —131→   vislumbrar en qué consistía la perfección sin engaños, sin vanidades, sin confianza loca en el propio mérito. Entonces, al ver tan lejos (¡oh, mucho más lejos que la vejez con sus miserias!), tan lejos la virtud verdadera, el mérito real sin ilusión, se sintió el alma llena de amargura, en una soledad de hielo,

sin mí, sin vos y sin Dios,



como decía Lope, sin mí, es decir, sin ella misma, porque no se apreciaba, se desconocía, desconfiaba de su vanidad, de su egoísmo; sin vos, es decir, sin su marido, porque ¡ay! El amor, el amor de amores, había volado tiempo hacía; y sin Dios, porque Dios está sólo donde está la virtud, y la virtud real, positiva, no estaba en ella. Valor se necesitaba para seguir sondando aquel abismo de su alma, en que al cabo de tanto esfuerzo de humildad, de perdón de las injurias, de amor a la cruz del matrimonio, que llevaba ella sola, se encontraba que todo era presunción, romanticismo disfrazado de piedad, histerismo, sugestión de sus soledades, paliativos para conllevar la usencia del esposo, distraído allá en el mundo... El mérito real, la virtud cierta, estaba lejos, mucho más lejos.

Y estas amarguras de tener que despreciarse a sí misma, si no por mala, por poco buena, era el único solaz que podía permitirse. Al que apelaba   —132→   sin falta, cuando, cumplidos todos sus deberes ordinarios, vulgares, fáciles, como pensaba ahora, aunque sintiéndolos difíciles, se quedaba sola, velando junto al quinqué, esperando al buen Osorio, que, allá, muy tarde, volvía con los ojos encendidos y vagamente soñadores, con las mejillas coloradas, amable, jovial, pródigo de besos en la nuca y en la frente de su eterna compañera, besos que, según las aprensiones, los instintos de ella, daban los labios allí y el alma en otra parte, muy lejos.

* * *

Y una noche leía Mariquita La Perfecta Casada, del sublime Fray Luis de León; y leía, poniéndose roja de vergüenza, mientras el corazón se lo quedaba frío: «...Así, por la misma razón, no trata aquí Dios con la casada que sea honesta y fiel, porque no quiere que le pase aún por la imaginación que es posible ser mala. Porque, si va a decir la verdad, ramo de deshonestidad es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido».

Y como si Fray Luis hubiera escrito para ella sola, y en aquel mismo instante, y no escribiendo, sino hablándola al oído, Mariquita se sintió tan avergonzada que hundió el rostro en las manos, y sintió en la nuca, no un beso in partibus de su esposo, sino el aliento del agustino que, con palabras   —133→   del Espíritu Santo, le quemaba el cerebro a través del cráneo.

Quiso tener valor, en penitencia, y siguió leyendo, y hasta llegó donde poco después dice: «Y cierto, como el que se pone en el camino de Santiago, aunque a Santiago no llegue, ya le llaman romero, así, sin duda, es principiada ramera la que se toma licencia para tratar de estas cosas, que son el camino».

Y, siempre con las manos apretadas a la cabeza, la de Osorio se quedó meditando:

-¡Yo ramera principiada y por aquello mismo que, si ahora siento como dolor de la conciencia que me remuerde, siempre tomé por prueba dura, por mérito de mi martirio, por cáliz amargo!

Por el recuerdo de Mariquita pasó, en una serie de cuadros tristes, de ceniciento gris, su historia, la más cercana, la de esposa respetada, querida sin ilusión, sola en suma, y apartada del mundo casi siempre.

Casi siempre, porque de tarde en tarde volvía a él, por días, por horas. Primero había sido completo alejamiento; la batalla maternal: el embarazo, el parto, la lactancia, los cuidados, los temores y las vigilias junto a la cuna; y vuelta a empezar: el embarazo, cada vez más temido, con menos fuerzas y más presentimientos de terror; el parto, la lucha con la nodriza que vence, porque la debilidad rinde a la madre; más vigilias, más cuidados,   —134→   más temores... y el marido que empieza a desertar, en quien se disipa algo que parece nada, y era nada menos que el amor, el amor de amores, la ilusión de toda la vida de la esposa, su único idilio, la sola voluptuosidad lícita, siempre moderada.

Como un rayo de sol de primavera, con el descanso de la maternidad viene el resucitar de la mujer, que sigue el imán de la admiración ajena; ráfagas de coquetería... así como panteística, tan sutiles y universales, que son alegría, placer, sin parecer pecado. Lo que se desea es ir a mirarse en los ojos del mundo como en un espejo.

La ocasión de volver al teatro, al baile, al banquete, al paseo, la ofrece el mismo esposo, que siente remordimientos, que no quiere extremar las cosas, y se empeña -se empeña, vamos- en que su mujercita ¡qué, diablo! vuelva a crearse, vuelva al mundo, se distraiga honestamente. Y volvía Mariquita al mundo; pero... el mundo era otro. Por de pronto, ella no sabía vestirse; lo que se llama vestirse. Sin saber por qué, como si fueran escandalosas, prescindía de sus alhajas: no se atrevía a ceñirse la ropa, ni tampoco a despojarse de la mucha interior que ahora gasta, para librarse de achaques que sus maternidades trajeran con amenazas de males mayores. Además comprende que ha perdido la brújula en materia de modas. Un secreto instinto le dice que debe procurar parecer modesta, pasar como una de tantas, de esas   —135→   que llenan los teatros, los bailes, sin que en rigor se las vea. Al llegar cierta hora, en la alta noche, sin pensar en remediarlo, bosteza; y si la fiesta es cosa de música o drama sentimental, al llegar a lo patético se acuerda de sus hijos, de aquellas cabezas rubias que descansarán sobre la almohada, a la tibia luz de una lamparilla, solos, sin la madre. ¡Mal pecado! ¡Qué remordimiento! ¿Y todo para qué? Para permitirles la poca simpática curiosidad de olfatear amores ajenos, de espiar miradas, de contemplar los triunfos de las hermosas que hoy brillan como ella brillaba en otro tiempo... ¡Qué bostezos! ¿Qué remordimiento!

Con el recuerdo nada halagüeño de las impresiones de noches tales, Mariquita se resolvió a no volver al mundo, y por mucho tiempo cumplió su palabra. En vano, marrullero, quería su esposo obligarla al sacrificio; no salía de casa.

Pero pasaban años, los chicos crecían, el último parto ya estaba lejos, la edad traía ciertas carnes, equilibrio fisiológico que era salud, sangre buena y abundante; y la primavera de las entrañas retozaba, saliendo a la superficie en reminiscencias de vaga coquetería, en saudades de antiguas ilusiones, de inocentes devaneos y del amor serio, triunfador, pero también muerto de su marido.

Mariquita recordaba ahora, leyendo a Fray Luis, sus noches de teatro de tal época.

  —136→  

Llegaba tarde al espectáculo, porque la prole la retenía, y porque el tocado se hacía interminable por la falta de costumbre y por la ineficacia de los ensayos para encontrar en el espejo, a fuerza de desmañados recursos cosméticos, la Mariquita de otros días, la que había tenido muchos adoradores.

¡Sus adoradores de antaño! Aquí entraba el remordimiento, que ahora lo era, y antes, al pasar por ello, había sido desencanto glacial, amargura íntima, vergonzante... Acá y allá, por butacas y palcos, estaban algunos de aquellos adoradores pretéritos... menos envejecidos que ella, porque ellos no criaban chicos, ni se encerraban en casa años y años. ¡Por aquellos ilustres y elegantes gallos no pasaba el tiempo!... Ahora... adoraban también, por lo visto; pero a otras, a las jóvenes nuevas; constantes sólo, los muy pícaros, en admirar y amar la juventud. Celos póstumos, lucha por la existencia de la ilusión, por la existencia del instinto sexual, la habían hecho intentar... locuras; ensayar en aquellos amantes platónicos de otros días el influjo poderoso que en ellos ejercieran sus miradas, su sonrisa... Miró como antaño; no faltó quien echara de ver la provocación, quien participara de la melancolía y dulce reminiscencia... Entonces Mariquita (esto no podía verlo ella) se había reanimado, había rejuvenecido; sus ojos, amortiguados por la vigilia al pie de la cuna, habían   —137→   recobrado el brillo de la pasión, de la vanidad satisfecha, de la coquetería inspirada... ¡Ráfagas pasajeras! Pronto aquellos adoradores pretéritos daban a entender, sin quererlo, distraídos, que no cabía galvanizar el amor. Lo pasado, pasado. Volvían a su adoración presente, a la contemplación de la juventud, siempre nueva; y allá, Mariquita, la antigua reina de aquellos corazones, recogía de tarde en tarde miradas de sobra, casi compasivas, tal vez falsas, en su expresión. ¡Qué horror, qué vergüenza! ¡Por tan miserable limosna de idealidad amorosa, aquellos desengaños bochornosos! Y, aturdida, helada, había dejado de presumir, de sonsacar miradas, ¡es claro! por orgullo, por dignidad. ¡Pero el dolor aquel, pensaba ahora, leyendo a Fray Luis, el dolor de aquel desengaño... era todo un adulterio!

¡Cuánto pecado, y sin ningún placer! El desencanto en forma de crimen. El amor propio humillado y el remordimiento por costas. ¡Y ella, que había ofrecido a Dios, en rescate de otras culpas ordinarias, veniales, aquellas derrotas de su vanidad, de algo mejor que la vanidad, del sentimiento puro de gozar con el holocausto del cariño!

Sí; había andado, con mal oculta delicia, aquellos pocos pasos en el camino de Santiago... luego romero... ramera ¡oh, no, ramera no! Eso era algo fuerte, y que perdonara el seráfico poeta... Pero, si criminal del todo no, lo que es   —138→   buena, tampoco. Ni buena, ni tan mala, ¡y padeciendo tanto! Sufría infinito, y no era perfecta. No podían amarla ni Dios, ni su marido. El marido por cansado, Dios por ofendido.

Y pensaba la infeliz, mientras velaba esperando al esposo ausente, tal vez en una orgía:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! La verdadera virtud está tan alta, el cielo tan arriba, que a veces me parecen soñados, ilusorios por lo inasequibles.



  —139→  

ArribaAbajoUn grabado

Asistía yo a la cátedra de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés que no me inspiraban las lecciones de tantos y tantos ilustres maestros que en la misma Universidad, Babilonia científica, exponían con entusiasmo y fuego de convicción unos, de soberbia, también convencida, otros, la multitud de sistemas, la inmensa variedad de teorías modernas que se disputan hoy el imperio del pensamiento. La gran ola positivista, la ciencia de los petits faits de Taine, predominaba; por cada curso de filosofía pura, había cuatro o cinco de historia crítica de la filosofía, y veinte de psicología fisiológica con estos o los otros nombres.

El doctor Glauben explicaba metafísica, y con todo el aparato metódico de las modernísimas tendencias, empleaba el curso en preparará los discípulos   —140→   para comprender que había un Padre celestial. Esta idea, que en un salón del gran mundo, o en el seno de la familia admitirían la mayor parte de los profesores y de los estudiantes, era, en una cátedra de filosofía en una de las Universidades más ilustres del país más sabio, una verdadera originalidad que hubiera costado su fama de profundo pensador y muy experto hombre científico al Doctor Glauben, si los argumentos que en pro de su atrevida afirmación rotunda exponía fuesen determinadamente los de cualquiera de las clásicas escuelas deístas, que decididamente, estaban fuera del movimiento.

Pero lejos de considerar a Glauben como anticuado, estudiantes y profesores asistían a su cátedra, o leían sus artículos, con atención, con profunde interés; y más bien se caía al principio en la tentación de tacharle de amanerado, de demasiado innovador y revolucionario en filosofía, de amigo de encontrar caminos sin huellas; esto al principio, porque a las pocas conferencias se advertía que Glauben era todo sinceridad, que tenía en la cabeza un corazón, y que buscando con rigorosa lógica aquella idea de paternidad celestial, como explicación única racional del mundo, exponía la historia de su amor, el supremo anhelo de su existencia.

Sus armas de combate eran de la fabricación más moderna; luchaba con los más recientes adalides   —141→   del positivismo discreto atenuado, con el mismo género de discurso y de fuentes auxiliares que ellos. Todos reconocían que no había sabio en el país que pusiera el pie delante a Glauben en punto a ciencia contemporánea; era sociólogo, psicólogo, naturalista, matemático, lógico, lingüista; estaba al tanto de los últimos descubrimientos; manejaba los petits faits como el primero; estaba de vuelta de todas las grandes ilusiones del idealismo genial que un día predominara en su patria; planteaba la cuestión como podía hacerlo un Wundt, un Spencer... y concluía como un San Francisco de Asís, como un Bossuet, como un Crisóstomo. «Había Dios, Dios padre; era una locura infinita, que había de parecer imposible a las edades futuras. La negación del Padre nuestro que estaba en los cielos, es decir, en lo infinito, en lo absoluto».

«Lejos de haber pasado la humanidad de la edad teológica a la filosófica y de esta a la positiva, estaba, por lo que toca a la ciencia, en un periodo de embrionarios esfuerzos, muy parecidos a la vida de los salvajes en las relaciones extracientíficas, periodo que era como especie de caos intelectual, del cual, no se sabe cuándo, se saldría, para aproximarse poco a poco a la edad teológica, la definitiva».

«Como la ciencia busca la verdad sabida, no sólo creída, para ella no supondrá menos progreso,   —142→   menos trabajo realizado el que su última solución sea cosa tan llana para la fe sencilla y vulgar de gran parte de los pueblos. Es indiferente, para el progreso científico, para la demostración de su gran fuerza, que sus conclusiones respecto del misterio del mundo sean estas o las otras; la calidad de la afirmación es cosa extracientífica, lo que importa es el modo de la afirmación; que sea A o que sea B la verdad, no le importa a la ciencia; lo que le importa es saber que es verdad y poder demostrarlo. Puede haber Dios, puede no haberlo; la ciencia por mucho que progrese, no puede llegar, en este punto, más que a una de esas dos conclusiones. Así, no es extraño que tan lejano período de luz científica, tan lejano que no se vislumbra todavía, por lo que toca al asunto de su afirmación, no sea cosa más nueva que esta: que nuestro Padre está en los cielos.

* * *

A los pocos días de asistir a la cátedra de Glauben perdía, el que lo tuviera, el hábito de la preocupación de lo contemporáneo como superior a lo antiguo, el hábito de inclinarse a la moda en filosofía; las más recientes hipótesis que los demás profesores exponían como deslumbrantes novedades, las analizaba Glauben con fría imparcialidad, las comparaba y barajaba con las teorías viejas,   —143→   y a poco aparecía con la pátina de lo caduco, de lo transitorio; tenía una rara habilidad, nada maliciosa, para borrar el prestigio del barniz reciente en las doctrinas que sometía a examen. Y con todo, no ofendía a nadie; muchas veces le oían los mismos inventores de las teorías que sometía a aquel baño histórico y no podían sentirse mortificados, porque no despreciaba nada; lo antiguo, lo moderno, todo era pensamiento, nobleza del alma.

Glauben era alto, delgado y pálido; como de unos cincuenta años, con cabellera ondeada, negra, sin una cana, de hebras sedosas, tenues, dóciles a la mano fina y aristocrática que solía acariciarlas, como si sintiese bajo ellas el palpitar de las ideas. Mientras acariciaba la melena con la mano, apoyaba el codo en la mesa y la cabeza en la palma de la mano, cuyos dedos jugaban con la seda negra del cabello dócil. Sonreía casi constantemente, con car dolorosa, melancólica. Sus ojos, paseándose distraídos en miradas que nada buscaban fuera, a veces, al menor ruido hacia la puerta del aula, se mostraban asustados. Si entraba algún discípulo algo tarde, suspendía Glauben la plática, le miraba como inquieto, sin respirar; y después que el estudiante pasaba delante de él y buscaba su asiento, Glauben respiraba tranquilo, volvía a sonreír y a proseguir de nuevo el suspendido discurso. Aunque allí, al dar el reloj de la casa la   —144→   hora señalada para terminar la conferencia, los estudiantes se daban por enterados, sin necesidad de que avisara un bedel, y el profesor daba en seguida por terminada la clase, Glauben, por excepción, porque no podía vencer las distracciones del discurso y olvidaba el tiempo, había ordenado que un dependiente anunciase la hora. Pero cada vez que se cumplía esta ceremonia, Glauben miraba al galoneado ujier inquieto, en silencio y como temeroso de que tuviese algo particular que decirle. «La hora», exclamaba el buen hombre inclinándose. Y Glauben, respirando con fuerza y sonriendo, decía a su gente: «Hasta mañana».

Después de mucho tiempo de oírle, cuando ya asistía yo a un segundo curso de su filosofía, entablé con él relaciones de amistad privada. Le conocí en su casa. Era viudo; tenía tres hijos, dos niñas y un niño; la niña mayor de nueve años, el niño de cinco, la menor de tres. Salía muy poco. Si paseaba con sus hijos, se retiraba temprano, porque miraba la frescura del crepúsculo, la puesta del sol como una acechanza del enemigo a la salud de su prole. La sombra, el frío, la humedad, le espantaban. Si salía él solo, volvía pronto a casa también, subía de prisa la escalera hasta su cuarto piso, llamaba a la puerta con fuerza, y pálido, con   —145→   los ojos inquietos, se apresuraba a preguntar, mientras le abrían: «¿Qué tal todos?». «Bien, bien», le contestaban. Y Glauben volvía a sonreír, y a su buen color; y entraba tranquilo en su hogar, como en un cielo.

Si fuera de casa se le detenía demasiado tiempo en la cátedra, en el círculo, en una junta universitaria, empezaba a mostrarse inquieto, y acababa por no poder resistir a la tentación de volverse corriendo a casa.

No viajaba. Era gran partidario de que el hombre de ciencia corriera mucho mundo, conociera muchas gentes, costumbres, ideas, etc., etc., pero él no se movía. Envidiaba a los representantes que iban a los congresos científicos, pero él jamás aceptaba tales comisiones.

Un día, cuando ya teníamos mucha confianza, me atreví a preguntarle por qué no salía nunca del pueblo y por qué paraba tan poco fuera de casa. Me quería mucho, y creía en mi entusiasmo por su persona y por su doctrina. Me miró con maliciosa dulzura, sonrió de un modo nuevo, para mí, y después de pasarse una mano por la frente, le vi otra cara, menos alegre, como acongojada, pero muy franca, muy dispuesta a una confidencia íntima.

-Yo tengo... -dijo- yo tengo una especie de enfermedad... ¡Cuidado! No hay que decirles nada a nuestros amigos los de la patología psicológica...   —146→   no quiero que me clasifiquen y me saquen en sus clínicas impresas como voto involuntario, y de calidad, en favor de sus hipótesis. Pero la verdad es que soy un caso. Mi enfermedad tiene una historia de origen bien claro, bien determinado. Nació, o por lo menos, brotó al exterior, de repente, en una crisis.

Glauben calló un momento. Parecía que dudaba si debía proseguir por aquel camino de las revelaciones.

Con voz más solemne y reposada, continuó:

-La cosa... es más grave que parece. Porque el secreto de mi enfermedad, es en parte el secreto de mi filosofía.

Se volvió a mí para ver qué efecto me hacían sus palabras. Ya sabía él que por mucho que me importaran sus aprensiones de enfermo, si las tenía, más me importaba su filosofía, de la cual iba yo haciendo algo mío, algo que me llegaba muy adentro, y empezaba a guiar en parte mi conducta.

-¿No ha notado usted -siguió, cada vez con más miedo a que no fuera prudente lo que decía- no ha notado usted que... cuando hablamos aquí, privadamente, de nuestras ideas de cátedra, de mi método, de mi tendencia, sobre todo, de mis conclusiones... no me entusiasmo tanto, no le animo a usted tanto a abundar en mis ideas, y hasta parece que no agradezco bastante la ardorosa defensa   —147→   en que usted me las refleja fielmente, y además, con el encanto que les añade su espíritu de joven y un si es no es poeta?

Calló y volvió a sonreír, como pidiéndome perdón por el mal que pudieran hacerme sus palabras.

-Sí -me atreví a decir-; he sentido muchas veces cierta frialdad relativa, así como deseos de no insistir, como si se tratara de algo que ofendiese su modestia.

-No, de algo que me remordiera un poco, un si es no es, en la conciencia.

Sin embargo -exclamé asustado- la sinceridad de su doctrina, la buena fe de usted yo no las pondría en duda, aunque usted mismo...

-Gracias. No es eso. Sinceridad, absoluta; creo firmemente que es la verdad lo que pienso, lo que siento. Creo también que mi método es rigoroso, que no deja nada atrás; que no impone ningún postulado gratuito No es eso.

Tras nueva pausa prosiguió.

-Es esto otro -y con el puño cerrado dio dos o tres golpes al aire, rápidos, de arriba abajo-. Desde que murió mi mujer, yo me agarré a mis huérfanos, como en un naufragio. Como si todo el mundo fuera las fauces del mar traidor, y sólo mis rodillas lugar de salvación para mis hijos. Mis hijos sin madre: esta idea era un tormento horroroso, sin tregua, real, positivo, sin consuelo   —148→   posible. Todo era enemigo por ser indiferente, por no ser madre. Yo mismo, a pesar de mi amor, me parecía extraño a lo más íntimo del cariño que necesitaban los pequeñuelos, mis caricias desmañadas, masculinas, mi regazo anguloso no eran el nido de antes, con el calor y la suavidad de la madre. ¡Qué padecer, amigo mío, qué padecer espantoso! En todo veía acechanzas contra la vida de mis pobres criaturas: el frío era su mortal enemigo; el frío del aire que podía matármelos, el frío de la indiferencia conque los veían los extraños, que podía matármelos también. Yo no concebía horror como el de aquella vida, soledad más grande. Pero había más horror, más desamparo, más soledad.

Una noche, en el Círculo, abrí una ilustración inglesa, miré un grabado; representaba un cuadro, no recuerdo si de Gregory o de Hopkins o de quién... se llamaba «Huérfanos». Una niña morena, como de diez años, arrimada a un banco de carpintero, sostenía con un brazo a otra niña de tres, sentada en el mismo banco, pero muy apretada la cabeza contra el cuerpo de la mayor; al otro lado un niño de cinco o seis años, en pie, se apretaba también contra la hermana grande, procurando como refugiarse bajo el delantal pobre y roto de la rapazuela... Estaban solos, allí no había madre... ni padre... la orfandad era aquello... la soledad absoluta... Primero me venció   —149→   la impresión desinteresada del arte, y pude observar; pero esta observación me llevó a ver claro... Los tres huérfanos, parecidos, más los pequeñuelos entre sí, miraban al espacio, al porvenir que se echaba sobre ellos, amenazador, misterioso, con vaga conciencia nada más del cruel destino que les aguardaba, del peligro próximo. En el rostro delgado, inteligente, de la hermana mayor, había cierta prematura experiencia, y cierta resignación debida a esfuerzos de voluntad, de valor, impropios de la edad, impuestos por el apuro de la desgracia. Amparaba a sus pequeñuelos cobijándolos, ¡ella, que era tan tierna, tan débil, tan inocente! No importaba, parecía desafiar con humilde tristeza... plácida, resignada, los embates del hambre, del frío, de la indiferencia... del caos de la vida en que iban a caer los huérfanos... El niño tenía expresión más dolorosa, de menos calma; pero también parecía menos atento a la causa de su pena... padecía mucho, y sin embargo, de un modo incoherente, obscuro, distraído por el espectáculo de cuanto le rodeaba. Pero el arte y la expresión patética suprema estaban en el angelillo de tres años, que aplastaba la rizosa melena contra el cuerpo flaco de su hermana, buscando allí el amparo de la madre que faltaba para siempre... ¡Qué mirada aquella! ¡Qué horrorosa tranquilidad melancólica la de aquel dolor que se ignoraba a sí propio! ¡Qué crueldad de pincel sublime, que sabía   —150→   pintar así el desamparo injusto, la sagrada vida inocente, débil, abandonada, sola, en el universo inconexo, ilógico... ¡Oh! Perdone usted; ni entonces, ni ahora tuve ni tengo palabras para lo que expresaban aquella cabecita celestial, aquellos ojos de la niña de tres años sin padre ni madre, que lo buscaba todo en el amparo frágil de otra huérfana.

La contemplación me dominaba: sentía que me estaba poniendo malo, malo allá, muy por adentro; y sin embargo insistía en mirar, en padecer, en comprender, en adivinar el dolor posible de la vida, en ahondarlo, en aumentarlo con la fantasía... Mis hijos podían verse así; podía faltarles el padre, podía faltar yo: ¿quién sabía si aquel sufrir infinito era ya principio de la muerte? ¡La orfandad completa! ¡Solos mis hijos en el mundo, en el cual yo sé, porque por algo se es filósofo, que nadie quiere de veras a no ser los padres! ¡Oh infinito padecer! ¡Aquí estás presente!... Yo no sé qué hubiera sido de mi razón si mis ojos hubieran seguido embriagándose con aquella copa de amargura; leyendo la biblia del dolor posible en aquel grabado de crueldad sublime... Por fortuna empecé a sentirme mal, hacia fuera; me desvanecía; el estómago protestaba... caí en una silla, estuve trastornado un instante; y a poco salí del círculo, sin que nadie hubiera advertido cuánto acababa de padecer allí un hombre.

Nunca jamás volví a mirar el grabado... Pero   —151→   desde aquella noche ¡qué vida! El mundo se me convirtió en una procesión de símbolos de mi desgracia, la orfandad de mis hijos. Cuando los veo en sus juegos, en sus mutuas caricias, formando grupos de ternura angelical, veo el grabado, los veo solos, huérfanos, tristes... rodeados de la nada del universo sin paternidad... Sus cabecitas inclinadas, sus melenas sacudidas al viento, sus ojos a veces soñadores y tristes, el aire penseroso de este, los arrullos de tórtola solitaria de la pequeña... todo se vuelve cartones, apuntes proféticos para el cuadro póstumo. ¡Así estarán en el mundo sin mí! Sin madre, ¡ni siquiera padre...!

La vida de mi espíritu llegó a hacerse imposible; yo tenía que disimular, es claro; el suicidio, aparte de considerarlo inmoral, era para mí absurdo porque era su resultado lo que yo temía; la orfandad de mis hijos. Había que vivir y vivir de aquella manera. Me refugié en el trabajo, es decir, en la reflexión, en mis filosofías... y de allí me vino el remedio, el paliativo a mi dolor... La idea de la realidad, del universo sin cariño paternal, era demasiado horrorosamente miserable para no ser falsa.

No podía ser el mundo una cosa tan mala. La creación, como mis hijos, necesitaba padre... y a través de doctrinas viejas y nuevas, de sistemas orientales y occidentales, inmanentes y trascendentales... fui buscando, buscando... la paternidad,   —152→   como imperativo categórico del dolor... La infinidad del mal, lo absoluto de la desesperación que suponía la no existencia de un Dios Padre, era cosa demasiado perfecta en su género de mal, para no ser cosa artificiosa, hipótesis, una teoría alambicada, una figura geométrica, regular, abstracta, que no se daba en la realidad, sino en el cerebro enfermo del hombre. No podía ser que el universo no tuviera Padre... El Padre nuestro... Aquel en cuyo seno yo dejaré amis hijos si mis locuras me matan antes de tiempo. Pensando que hay Dios, Padre Celestial; pensando que, pese a la apariencia, el universo es un regazo, un nido de cariño, puedo vivir sin una camisa de fuerza. ¡Si mis hijos no tuvieran más padre que yo, mortal!... Pero le tienen sí. ¿verdad? ¿No es verdad que en cátedra lo pruebo? ¿Que no hay positivismos ni intelectualismos que valgan ante la idea seria, clásica, tradicional, estética, armoniosa... del Padre Eterno que está en los cielos... es decir, en todas partes?

El Dr. Glauben se había puesto en pie... yo también; y temblaba, no sé si de miedo; debía de estar muy pálido. Él me lo dijo. Y me tendió la mano, añadiendo más tranquilo:

-No tema usted; no estoy loco todavía, loco de atar, a lo menos... ¿Sinceridad? Absoluta. Creo firmemente cuanto digo en clase. Y me parece que lo pruebo.- Una pausa.

-Con todo; mi lealtad de pensador, de hombre   —153→   de ciencia, me obliga a hacer a usted estas declaraciones. Ya conoce usted mi enfermedad; ya conoce usted sus consecuencias, que son el por qué subjetivo de mi sistema... No se fíe usted del todo. Puedo... puedo estar equivocado... Pero cuando usted tenga hijos... crea usted en Dios Padre...