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Novela del zeloso estremeño

que refiere quánto perjudica la ocasión.

(Manuscrito de Porras de la Cámara, según la edición Bosarte.)

Miguel de Cervantes Saavedra

Rodolfo Schevill (ed. lit.)

Adolfo Bonilla y San Martín (ed. lit.)


[Nota preliminar: El original presenta enfrentadas dos versiones del texto: en las páginas impares la transcripción del manuscrito de Porras de la Cámara, según la edición Bosarte (en Gabinete de lectura español, números IV y V, Madrid, 1788), anotada por Schevill y Bonilla, y en las pares aparece la edición de Schevill y Bonilla que reproduce la primera edición de la obra (Madrid, Juan de la Cuesta, 1613). Para facilitar la lectura de la obra presentamos los textos en registros distintos. Reproducimos la transcripción de Porras de la Cámara (paginación en color verde) enlazada con el facsímil de la primera edición (foliación en color azul).]



  -fol. 137v-     —149→  

No ha muchos años que, de un lugar de Estremadura, salió un hidalgo, nacido de padres que lo eran, el qual, como otro pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes anduvo gastando así los años como la hacienda, y al fin de muchas peregrinaciones, muertos ya sus padres, y él gastado su patrimonio, vino a parar a la gran   -fol. 138r-   ciudad de Sevilla, donde halló bastante ocasión para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, libre de padres, y falto de dineros, y no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados y salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores a quien los que en esta arte son versados llaman ciertos, añagaza de mugeres1 libres, engaño general de muchos, y remedio particular de pocos.

En fin, llegado el tiempo en que una flota para Tierra firme se partía, acomodándose con el almirante de ella, aderezando su matalotage con su mortaja de esparto, entró en la bahía de Cádiz en la almiranta, y,   —151→   echando su bendición a España, zarpando las anclas y dando a el viento las velas con general alegría, el qual era favorable, y soplaba, que en pocas horas les cubrió la tierra y les descubrió las espaciosas llanuras del mar Occéano.

Iba nuestro pasagero2 pensativo, revolviendo en la memoria muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que todo el discurso de su vida había tenido; y sacaba de la cuenta que a sí mesmo se iba tomando, una firme resolución de mudar de vida y tener otro estilo, así en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, como en el proceder con más recato en la amistad que con mugeres demasiadamente había tenido.

La flota estaba en calma quando pasaba consigo esta tormenta Filipo de Carrizales, que este es el nombre de aquel que ha dado materia a nuestra novela. Tornó a soplar el viento y a impeler las naves, con tanta fuerza, que con ella se sosegó la borrasca de su imaginación, dexándose llevar de solos   -fol. 138v-   los cuidados que el viage le ofrecía; el qual fué tan próspero, que sin revés ninguno pisó la arena (por no llamarla tierra) del puerto de Cartagena. Y por concluir con todo lo que no hace al caso a nuestro propósito, es de saber que la edad que Filipo   —153→   tenía quando pasó a las Indias, sería quarenta y ocho años, y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su buena industria y diligencia, alcanzó más de ciento y cinquenta mil pesos de hacienda.

Viéndose, pues, rico y próspero, colgado del natural deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuestos otros muchos intereses que se le ofrecieron, dexando el Perú, donde había ganado tanto, se volvió a España con toda su hacienda en tejos de oro y barras de plata. Registrada toda por quitar inconvenientes, desembarcó en Sant Lúcar y llegó a Sevilla tan lleno de años como de reales. Sacó sus partidas de la Contratación; buscó sus amigos; hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra, donde ya había sabido que ningún pariente le había dexado con vida la muerte; y si, quando iba a Indias pobre y menesteroso, le iban combatiendo pensamientos, sin dexallo un punto, en medio del golfo del mar y de sus olas, no menos ahora en la firmeza y sosiego de la tierra lo combatían, aunque por diferente causa, porque entonces no dormía de pobre, y ahora no sosegaba de rico: tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla, como es la pobreza al que siempre la tiene. Cuidados acarrea el oro, y cuidados la falta de él; pero los unos se remedian con alcanzar alguna pequeña cantidad de ellos, y los otros se aumentan mientras más partes alcanza.

  —155→  

Contemplaba Carrizales3 en sus barras, no por ser miserable, que en algunos años que fué soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer de ellas, porque tenellas en ser era cosa infructuosa: tener en casa cebo para los   -fol. 139r-   codiciosos y dispertador para los ladrones. Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que, conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida. Quisiera pasarla en su tierra, y dar en ella su dinero a tributo, y pasar allí los años de la vejez con quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que debía. Por otra parte, hallaba que la estrecheza de su patria era muncha, y la gente de ella pobre, y que el irse a vivir a ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tiene[n] por vecino, y más quando no hay otro en todo el lugar a quien acudir con sus miserias. Quisiera tener a quien dexar sus bienes después de sus días, y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aun podía llevar la carga del matrimonio; y en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un miedo tan grande, que temblaba como la hoja al viento. Porque de su natural condición era el más zeloso hombre que jamás se halló, ni aun pudiera hallarse. Aun sin estar casado, ya le comenzaban a ofender los zelos, y [a] fatigar las sospechas,   —157→   y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse.

Y estando en esto resuelto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su suerte que, pasando un día por una calle, alzó los ojos y viese a la ventana una doncella al parecer de hasta trece años, tan en estremo hermosa y de rostro tan agradable, que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Isabela, que así era el nombre de la hermosa doncella; y luego, sin más detenerse, comenzó a hacer una gran carrera de discursos, y, hablando consigo mesmo,   -fol. 139v-   se decía:

«Esta muchacha es hermosa, y, a lo que veo en la presencia de esta casa, no debe de ser rica; ella es niña: sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casaréme con ella, encerrarla he, y haréla a mis mañas, y no tendrá otra condición mas de la que yo le enseñare; y no soy tan viejo que aun pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso, porque el Cielo me dió para todo, y los ricos no han de buscar en los matrimonios hacienda, sino gusto; y el gusto alarga la vida, y el disgusto en los casados la acorta. Alto, pues: echada está la suerte, y ésta es la que el Cielo quiere que yo tenga.»

  —159→  

Y así hecho este soliloquio consigo, no una vez, sino ciento, al cabo de algunos días habló con los padres de Isabela, y hablando con ellos, y sabiendo que eran nobles, aunque pobres, y dándoles cuenta de su intención y de la calidad de su hacienda y persona, rogó que por su muger a su hija le diesen; pidiéndole los padres tiempo para informarse de lo que decía, y que él ansimesmo le tendría para saber la verdad de lo que ellos en su nobleza le aseguraban. Hecho esto, y pasado el término, y en él habiéndose informado las partes, sin ninguna dificultad se hizo el concierto, y Isabela quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotado primeramente en veinte mill ducados: tal estaba de abrasado el pecho del zeloso viejo. El qual, apenas dió el sí del concierto, quando de golpe le embistieron un tropel de trabajosos zelos, y comenzó sin causa alguna a temblar y tener los mayores cuidados que jamás había tenido; y lo primero con que comenzó a dar muestra de su zelosa condición, fué con no querer que ningún sastre tomase la medida a su esposa, sino que le anduvo mirando quál otra mujer tendría, poco más o menos, el cuerpo de Isabela; y halló a su parecer una pobre, a cuya medida hizo hacer una ropa, y embiósela a Isabela, y halló que le venía bien,   -fol. 140r-   y por aquella medida hizo todos los demás vestidos que fueron necesarios, con tanto gasto y riqueza, que los padres de la desposada   —161→   se tuvieron en más que contentos y dichosos de haber acertado con tan buen remedio para su hija.

La niña Isabela estaba asombrada de ver tantas galas, porque las que ella en su vida más se había puesto, no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetán. La segunda señal que dió Filipo, fué no quererse ajuntar a su esposa hasta tener una casa aderezada donde la llevase, la qual aderezó y compuso de esta manera. Compró una en doce mill ducados en un barrio principal de la ciudad, que tenía agua de pie, y jardín con muchos naranjos, con las ventanas que salían a la calle, y dióles vista al cielo, y lo mesmo hizo a todas las otras de la casa. En el portal de ella, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima de ella acomodó un pajar, y un apartamiento para un negro que curase la mula. Hizo ansimesmo su torno, que salía al patio, y levantó las paredes de las azoteas, de tal manera, que los que entraban en la casa, si no era el cielo abierto, otra ninguna cosa podían ver. Adornó la casa con tapicería, y compró un rico menaje para ella. Compró quatro esclavas blancas y hermosas en el rostro, y otras dos negras, y un negro viejo y eunuco, que cuidase la mula y tuviese cuenta con la puerta de la calle. Concertóse con un dispensero que le comprase y traxese todo lo que había menester en su casa, con condición que no durmiese ni entrase en ella,   —163→   sino hasta el torno, por el qual había de dar lo que traxese. Hecho esto, dió parte de su hacienda a censo y tributo, y otra puso en el Banco, y quedóse con alguna para el gasto ordinario. Hizo ansimesmo llave maestra a toda la casa, y quando la tuvo bien compuesta y acomodada, y encerrado en ella todo lo que se suele comprar en junto y a sus tiempos para la provisión de todo el año,   -fol. 140v-   se fué en casa de sus suegros, y pidiéndoles su muger, se la entregaron, no con pocas lágrimas, porque les parecía que la llevaba a la sepultura.

La tierna Isabela aun no sabía lo que le había acontecido, y así, llorando con sus padres, les pidió su bendición, y despidiéndose de ellos, tomándola por la mano su marido, rodeada de sus esclavas y negras, se volvió a su casa, y entrando en ella les hizo un sermón a todas, encargándoles la guarda de Isabela, y que por ninguna vía dexasen entrar a nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese el negro eunuco, prometiéndoles ansimesmo que las trataría y regalaría de manera, que no sintiesen su encerramiento, y que los días de fiesta, todas, sin faltar ninguna, irían a misa, pero que habían de ir muy de mañana y muy cubiertas: que para efecto de que misa no les faltase, quería fundar en la parroquia una capellanía, con cargo de decir todos los días   —165→   de fiesta y domingos una misa, un poco después de amanecido, como lo hizo.

Prometiéronle las esclavas de hacer lo que les mandaba, y la nueva esposa, encogiendo los hombros, abaxó la cabeza, diciendo que ella no tenía otra voluntad sino la de su esposo y señor. Hecha esta prevención y recogido el buen estremeño en su casa, comenzó a gozar, como pudo, de los frutos del matrimonio, los quales a Isabela ni eran gustosos ni desabridos, porque no tenía de otros algunos experiencia. Pasaba el tiempo con sus esclavas, y ellas, por pasarle mejor, dieron en ser golosas, y pocos días se pasaban que no hiciesen buñuelos, y   -fol. 141r-   otras cien mill cosas que la miel hace sabrosas o, a lo menos, dulces. Sobrábales para esto en gran abundancia lo que habían menester, y no menos sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las tendría entretenidas y no les daba lugar a que se pusiesen a pensar el encerramiento en que estaban; y no menos se entretenía en esto Isabela, antes, como si fuera igual a sus criadas, andaba y se regocijaba con ellas, y aun dió con su simplicidad en hacer muñecas, y otras niñerías, que demostraban la llaneza de su condición y la terneza de sus años. Todo   —167→   esto era de grandísima satisfacción para el zeloso marido, pareciéndole que había acertado a escoger la vida como él la supo imaginar, y que por ninguna vía la industria ni la malicia humana podrían perturbar su sosiego, y así sólo se desvelaba en traer regalos a Isabela, y en acordarla que le pidiese quanto acertase a desear.

Los días de obligación iba con ella a misa, y con todas sus criadas, muy de mañana, y a aquella hora venían sus padres de Isabela, y en la iglesia la hablaban, delante de su marido, el qual les daba tantas dádivas que, aunque tenían lástima de la estrecheza en que su hija estaba, todo lo recompensaba la liberal mano de su yerno. Levantábase de mañana Filipo, y aguardaba a que el dispensero viniese, a quien de la noche antes, por una cédula que ponían en el torno, como cartuxos, las esclavas, había mandado lo que se había de traer otro día; y, en viniendo, salía de casa Filipo, las más veces a pie, y dexaba cerradas así las puertas del patio como la de la calle, y entre las dos puertas quedaba el negro eunuco. Íbase a sus negocios, que eran pocos o ningunos, y con brevedad daba la vuelta y, encerrándose en casa, se entretenía en regalar a Isabela, y entretener a sus esclavas, que todas le querían bien, por ser de agradable condición, fuera de los zelos, y, sobre todo, por mostrarse tan liberal con ellas. De esta manera pasaron un año de noviciado   -fol. 141v-   y hicieron profesión en aquella vida, determinándose de llevarla hasta   —169→   la sepultura, y así fuera, si el sagaz perturbador del sosiego humano no la4 estorvara, como ahora oiréis.

Dígame, pues, el que se tuviere por más discreto y recatado, qué más prevenciones para su seguridad podía haber hecho el anciano Filipo, pues aun no consintió que dentro de casa estuviese ningún animal que fuese varón: que los ratones de ella jamás los persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro, y aun éstos vivían en perpetua continencia, y primero se murieran mill veces que tener generación. De día pensaba; de noche no dormía; él era la ronda de su casa, y el Argos de la que más quería. Jamás entró hombre de la puerta adentro del patio; con los amigos negociaba en la calle; las figuras de los paños que sus salas adornaban, todas eran de hembras, o de flores y boscajes; quanto en su casa se veía, todo era honestidad, recogimiento y recato; aun en las consejas que en las largas noches del invierno a la chimenea sus criadas contaban, por estar él presente a todo, ningún género de lascivia se descubría. A los ojos de Isabela parescía la plata de las canas de Filipo cabello de oro puro, porque el primer amor que las doncellas tienen, se imprime en ellas, como el sello en la cera, y así suelen guardarle en la memoria como el vaso nuevo en el olor5 del licor primero con que le ocupan. Su demasiada guarda la parescía advertido recato, o, a lo menos, que lo mesmo debía de pasar por todos los recién casados. No se desmandaban   —171→   sus pensamientos a salir de las paredes de su casa, y ni su voluntad otra cosa deseaba mas de aquello que su esposo quería. Sólo los días que iba a misa veía las calles, y aun esto era tan de mañana, que si no era al volver de la iglesia, no había luz para mirarlas. En entrando en casa, no había mirar sino por línea recta el cielo. No se vió monasterio tan cerrado, ni monjas tan recogidas, ni manzanas de oro tan guardadas. Pues, con todo eso, sucedió lo que ahora oiréis.

  -fol. 142r-  

Hay un género de gente en Sevilla, a quien comúnmente suelen llamar gente de barrio. Estos son los hijos de vecinos de cada collación, y de los más ricos de ella, gente más holgazana, valdía y murmuradora, la qual, vestida de barrio, como ellos dicen, estienden los términos de su jurisdicción y alargan su parroquia a otras tres o quatro circunvecinas, y así casi se andan toda la ciudad, con media de seda de color, zapato justo, blanco o negro, según el tiempo, ropilla y calzones de jergueta o paño de mescla, cuello y mangas de telilla falsa, ya sin espada, y a veces con ella, empero dorada o plateada, cuello en todas maneras grande y almidonado, las mangas del jubón acañutadas, los zapatos que rebientan en el pie, y el sombrero apenas se les puede tener en la cabeza, el cuello de la camisa agorguerado, y con puntas que se descubren por debaxo del cuello, guantes de polvillo y mondadientes de lantisco, y, sobre todo, copete rizado, y alguna vez ungido con algalia. Júntanse las fiestas de verano, o ya en las casas de contratación del barrio (que siempre está proveído de tres o quatro), o ya en los portales de las iglesias, a la   —173→   prima noche, y desde allí gobiernan el mundo, casan a las doncellas, descasan a las casadas, dicen su parecer de las viudas, acuérdanse de las solteras, y no perdonan a las religiosas; califican executorias, desentierran linages, resucitan rencores, entierran buenas opiniones y consumen casas de gula, fin y paradero de toda su plática. Espantan juntos, no admiran solos, ofrecen mucho, cumplen poco, pueden ser valientes y no lo parescen, y en esta parte los alabo, porque la valentía no consiste en la apariencia, sino en la obra. Cada parroquia o barrio tiene su título diferente, como las academias de Italia, y en una de ellas a los viejos ancianos y hombres maduros, que toman de asiento las sillas y se las clavan al cuerpo por no dexallas desde en acabando de comer hasta la noche, llaman mantones; a los recién casados, que aun tienen en los labios las condiciones y costumbres de los mozos solteros, llámanlos socarrones, porque, como digo, participan de la sagacidad de los antiguos casados y de la libertad de los mozos; a los mozos solteros llaman también birotes, porque ansí como los birotes se disparan a muchas partes, éstos no tienen asiento ninguno en ninguna, y andan vagando de barrio en barrio, como se ha dicho. Los de otra collación se llaman los perfectos; de otra los del portalejo; pero todos son unos en el trato, costumbre y conversación.

Uno, pues, de éstos, que era birote, acertó a mirar la casa de Carrizales y, viéndola siempre cerrada, le tomó gana de saber quién vivía dentro, y con tanto ahinco y curiosidad hizo esto, que de todo en todo vino a saber lo que deseaba. Supo la condición del viejo, la hermosura de Isabela y el modo que tenía de guardarla, todo   —175→   lo qual le puso gana de ver si sería posible de expugnar tan guardada fuerza y dar un asalto a las murallas tan defendidas de Isabela; y comunicando este deseo con dos birotes y un montón de amigos suyos, acordaron que se pusiese por obra; que para semejantes empresas no faltan consejeros y ayudadores.

Dificultaban el modo que se tendría para tan dificultosa hazaña, y, tratando de esto muchas veces, convinieron en éste: que fué que, fingiendo Loaisa (que así se llamaba el birote) que iba fuera de la ciudad por algunos días, se escondiese y ausentase de los ojos de sus amigos, como lo hizo. Hecho esto, se puso unos calzones de lienzo y camisa limpia, y encima unos vestidos tan rotos y andrajosos, que ningún pobre en toda la ciudad los traía tales y tan astrosos. Quitóse un poco de barba que tenía, y púsose un parche en un ojo; bendóse6 una pierna muy apretadamente, y, con dos muletas, fingió tan bien ser pobre estropeado, que el más verdadero no le igualaba.

  -fol. 142v-  

Con esta invención se ponía cada noche a la oración a la puerta de Carrizales, que ya estaba cerrada, y el negro Luis se quedaba entre las dos puertas encerrado, sin tener llave de ninguna. Puesto a ella Loaisa, sacaba   —177→   una guitarrilla algo gracienta, con solas quatro o cinco cuerdas, y como él era algo músico, comenzaba a tañer algunos sones alegres, y a cantar (mudando la voz por no ser conocido) algunos romances de moros y moras, que no le faltaban, a la loquesca, con tanta gracia, que quantos pasaban por la calle se paraban a escuchalle, y estaba siempre cercado de muchachos, que no le dexaban. El buen negro Luis, por entre las puertas de la calle, ponía los oídos y estaba colgado de la música de nuestro birote, y diera él un brazo por poder abrir la puerta para escuchalle más a su salvo (tal es la inclinación que los negros tienen a ser músicos, como quiera que sea); y quando Loaisa quería que los que le escuchaban le dexasen y los muchachos se fuesen, dexaba de cantar y recogía su guitarra, y abrazaba sus muletas y íbase.

Quatro o cinco veces había dado la música al negro, que por él solo se daba, pareciéndole que por donde se había de comenzar a desmoronar aquel edificio, había de ser por aquel negro Luis; y no le salió vano su pensamiento, porque, llegándose una noche, como solía, a la puerta, comenzó a templar su guitarra y sintió que el negro estaba ya atento escuchando por entre las puertas, y llegándose a ellas, le dixo:

«¿Sería posible, hermano Luis, de darme un jarro de agua?»

«No», dixo el negro, «porque no tengo la llave de esta puerta, y no hay ventana ni agujero por donde dárosla.»

  —179→  

«Pues ¿quién tiene la llave de esta puerta?», replicó Loaisa.

«Mi amo», dixo el negro, «que es el hombre más zeloso de todo el mundo; y si él supiese que yo estoy hablando ahora por aquí con vos, que no sé quien sois, me mataría.»

«Yo», dixo Loaisa, «soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi vida   -fol. 143r-   a pedir por Dios y a enseñar a tañer a alguna gente pobre, y tengo yo tres negros de veinteyquatros, a quienes he sacado maestros, y me lo han pagado muy bien.»

«Harto mejor os lo pagaría yo», dice Luis, «a tener lugar de tomar lección; pero no es pusible, porque mi amo, en saliendo por la mañana, cierra la puerta de la calle, y quando vuelve hace lo mismo, y siempre me dexa emparedado entre estas puertas, la de la calle y la del patio.»

«Por Dios, Luis», dixo Loaisa, «que si vos diésedes traza para que yo entrase algunas noches a daros lección, que en menos de quince días os sacaría tan diestro en la guitarra, que pudiésedes tañer a qualquier hora en qualquier taberna o esquina de calle; porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y más, que, según he oído decir, vos tenéis muy buena habilidad, y a lo que siento por el órgano de   —181→   vuestra voz, sin duda ninguna debéis de cantar muy bien.»

«No canto mal», respondio el negro, «pero no sé tonada alguna, si no es La Estrella de Venus, y la de Por un verde prado, y una que se usa ahora en este pueblo, que dicen: A los hierros de una reja

«Todas ésas son ayre», replicó Loaisa; «porque os enseñaré yo todas las de Abindarráes y Tarifa, y las del gran Sofí, con las de la Zarabanda a lo divino, que son cosas que hacen pasmar a los portugueses mismos, y esto con tanta facilidad y presteza, que aunque os deis mucha priesa, no habréis comido dos moyos de sal primero que yo os saque maestro perito y aprobado en la guitarra.»

A esto suspiró el negro, y dixo:

«¿Qué aprovecha todo eso, si yo no sé cómo   -fol. 143v-   meteros en casa?»

«Buen remedio», dixo Loaisa, «procurad vos tomar las llaves a vuestro amo, y yo os daré un poco de cera, y apretad la llave de la puerta entre ella, de modo que queden señaladas las guardas; que yo haré, por la afición que os he tomado, que un discípulo mío zerragero la haga de nuevo, y así podremos entrar dentro y enseñaros de noche.»

  —183→  

«Bien me paresce eso, pero tampoco puede ser», dixo el negro, «porque jamás entran las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano.»

«Pues haced una cosa», respondió Loaysa, «si es que tenéis gana de ser músico; que si no, no hay para qué cansarme en aconsejaros.»

«¿Cómo si tengo gana?», replicó Luis. «Y tanta, que ninguna cosa, por dificultosa que sea, dexaré de hacer, como pueda salir de ella, aunque me costase mucho.»

«Pues yo os daré por entre este quicio de esta puerta unas tenazas y un martillo, con que podáis de noche quitar los clavos a esa cerradura de loba con muncha   —185→   facilidad, y con la mesma la podremos tornar a poner con otros clavos, sin que vuestro amo lo eche de ver por la mañana; y estando yo dentro encerrado en vuestro aposento me daré tal priesa a lo que tengo de hacer, que vos veáis todo lo dicho con mucha brevedad y aprovechamiento de música y de vuestra suficiencia;   -fol. 144r-   y de lo que hubiéremos de comer no tengáis pena; que yo llevaré para todos matalotage para más de ocho días; que discípulos tengo que no me dexan mal pasar, y esto lo hago sólo por mi gusto y vuestro aprovechamiento.»

«De la comida», replicó el negro, «no habrá que tener cuidado, porque ración me da mi amo y regalos las criadas, que habrá suficientemente para entrambos, y aun para otros dos. Venga lo que decís, que yo quitaré de este quicio alguna tierra, y haré lugar por donde entren esos instrumentos, que puesto dé algunos golpes en esta chapa, mi amo duerme lejos de aquí, y no me podrá oir nadie en toda la casa.»

«Pues a la mano de Dios», replicó Loaisa; «de aquí a dos días tendréis todo lo necesario.»

  —187→  

«Así lo habéis de hacer, señor, pero no por eso habéis de dexar de venir a tañer», replicó el negro, «como soléis, estas dos noches, o las que tardáredes en entrar acá dentro.»

«¡Cómo si vendré!7», dixo Loaisa, «y aun con tonadicas nuevas, porque os pienso cantar la del conde de Irlos8, que es ahora nuevamente impresa, y es cosa del otro mundo.»

«Eso pido»,   -fol. 144v-   dixo Luis, «y ahora no me dexéis de decir algo, por que me vaya a acostar con gusto, y en lo de la paga, creed que os he de pagar como un príncipe, porque esta casa de mi amo, fuera del ser zeloso, no la hay más abundante en toda Sevilla, y a mi me sobra, fuera de la libertad, todo lo que quiero.»

«No repare en eso», dixo Loaisa, «que según yo os enseñare, así me pagaréis, y por ahora echad de ver esta   —189→   tonadilla; que, como digo, después de mañana os traeré lo que os he dicho y, una vez dentro, veréis milagros.»

«Sea norabuena», dixo el negro; y acabado este largo coloquio, cantó el birote un romance agudo, con que dexó al negro tan embelesado y tan contento, que no cabía en sí de gozo, y ya se le hacían mill siglos los días que tardaba en venir el martillo, tenazas y demás instrumentos.

Apenas se quitó Loaisa de Luis, y los muchachos que le escuchaban lo dexaron, quando, con más ligereza que sus dos muletas le aseguraban, se fué a buscar sus consejeros y a darles cuenta de su buen comienzo, que es adivino del suceso que por él esperaba. Hallólos, díxoselo, y encomendóles la hechura de los instrumentos, los quales fueron hechos y entregados al birote de allí a dos días, tan buenos y tan suficientes, que con sólo entrar un agudo hierro por entre la chapa, así cortaba los clavos con que estaba clavada, como si fueran de palo. No se le olvidó a Loaisa de dar aquellas dos noches su acostumbrado solaz al negro, ni aun a él se le olvidaba de preguntarle quándo vendrían los aderezos que tanto deseaba, pues para recibirlos había hecho aquellas dos noches una concavidad por debaxo de la puerta, por donde pudo tomarlos sin dificultad, y así lo hizo, tornando a cerrar el agujero.

La media noche se iba, quando Luis probó su faena, y respondiéndole conforme a su deseo, abrió la puerta y recogió dentro a su maestro, que quando él le vió con sus dos muletas y su faja de pierna y rotos vestidos, quedó admirado. Verdad es que ya no llevaba el parche en el ojo, por parecerle que no era necesario, y así   —191→   como entró, abrazó a el buen discípulo y [le] besó en su negro rostro, y luego le puso una gran bota de vino en las manos, una caxa de conserva y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveídas; y dexando las muletas, como si no tuviera mal alguno, comenzó a andar y decir:

«Sabed,   -fol. 145r-   hermano Luis, que mi cojera no nace de enfermedad, sino de industria, con la qual gano de comer pidiendo por Dios, y, ayudándome de ella y de la música, paso la mejor vida del mundo, como lo verás en el discurso de nuestra amistad.»

«Ello dirá», dixo el negro, «pero, por ahora, demos orden de clavar esta cerradura, de modo que mi amo no eche de ver en ello.»

«En buena9 hora», dixo Loaisa; y luego, sacando clavos de las alforjas, en un momento volvieron a poner la chapa tan bien como estaba de antes, de que quedó muy satisfecho el discípulo, y subiéndose al aposento que estaba encima de la caballeriza, donde el negro dormía, se acomodó lo mejor que pudo con unas mantas del negro, y encendiendo luego un toral de cera, sin   —193→   más aguardar, sacó su guitarra y, tocándola baxa y suavemente, suspendió al pobre negro de manera, que estaba fuera de sí. Habiendo tañido un poco, sacó luego de la colación y dió a su discípulo, y, aunque con dulce, bebió con tan buena gana de la bota, que quedó más fuera de sentido que con la música pasada. Esto hecho, luego comenzó a tomar lición, y como el pobre del negro tenía dos dedos de moho y de vino sobre los sesos, no acertaba traste, y con todo eso le hizo creer Loaisa que ya sabía, por lo menos, dos tonadas, y el negro se lo creía, que toda la noche no hizo sino tañer con la guitarra destemplada y sin cuerdas, o, a lo menos sin las necesarias.

Durmieron lo poco que les quedaba de la noche y, obra de las seis de la mañana, baxó Carrizales y abrió la puerta de en medio y la de la calle; estuvo esperando al dispensero que traxese la comida; de allí a poco vino, y dándola por el torno, se tornó a ir; hizo que el negro baxase a tomar su ración y, en tomándola, se fué,   -fol. 145v-   cerrando tras sí la puerta de la calle y del patio; y llevándose las llaves, dexó al negro emparedado, como solía, sin echar de ver la obra que se había hecho en la puerta aquella noche, de que no poco se alegraron maestro y discípulo.

Apenas había salido Carrizales, quando el negro, cogiendo su guitarra, comenzó a darle de manera, que las criadas de adentro lo oyeron, y por el torno le dixeron:

  —195→  

«¿Qué es esto, Luis? ¿De quándo o dónde tienes guitarra, o quién te la ha dado?»

«¿Quién?», dixo el negro. «El mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha de enseñar dentro de seis días más de mil sones.»

«Y ¿dónde está ese músico?», dixo una dueña.

«No está muy lexos de aquí», dixo el negro; «antes tan cerca, que si no fuese por vergüenza, y por el temor que tengo a mi amo, yo os lo enseñara luego, y a le que os holgásedes de vello.»

«Y ¿adónde puede él estar que nosotras le podamos ver», replicó la dueña, «si en esta casa jamás entró otro hombre que mi amo?»

«Ahora bien», dixo el negro, «no os quiero decir nada, hasta que veáis lo que yo sé, y lo que él me ha mostrado en este tiempo que he dicho.»

«Por cierto», dixo la dueña, «que si no es algún demonio el que te ha de enseñar, que yo no sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.»

«Andad», dixo el negro, «que podría ser que vos le viésedes algún día y le oyésedes.»

«Tampoco puede ser eso», dixo otra doncella, «porque aun no tenemos ventanas a la calle para que podamos oír a nadie.»

«Bien está», dixo el negro. «Para todo habrá remedio; si es que vosotras sabéis callar.»

  —197→  

«Y ¡cómo que callaremos!», dixo otra criada. «Y más que si fuésemos mudas; que yo te prometo, Luis, que me muero por oír una buena voz; que después que aquí nos encerraron, ni aun el canto de las aves habemos oído.»

Todas estas buenas pláticas estaba escuchando Loaisa con grandísimo contento, porque le parecía   -fol. 146r-   que todas se encaminaban a su gusto, y que la buena suerte había tomado la mano en su negocio a medida de su gusto y deseo.

Acabóse la plática del negro y las criadas, con prometerles que, quando menos lo pensasen, las llamaría para oír una muy buena voz; y temeroso de que su amo no lo viese, se recogió a su aposento, y ellas se quitaron del torno, deseosas de que Luis les cumpliese su palabra, que ellas tenían por imposible: tal era su encerramiento y clausura. Quisiera luego tomar lición Luis, pero no se atrevió a tocar la guitarra de día, por el temor ya dicho de que su amo no viniese, el qual de allí a poco vino, y encerrándose en casa, dexó cerradas las puertas de la calle y del patio, y al dar que dieron de comer por el torno a Luis, dixo a una negra que se lo daba que aquella noche, después de dormido su amo, baxasen todas juntas allí al torno, a oír la música que les había dicho, sin falta alguna. Verdad es que, antes de hacer esta promesa, había pedido a su maestro, con muchos ruegos, que fuese contento de cantar y tañer aquella noche al torno, porque él pudiese cumplir su palabra, asegurándole que sería muy regalado de todas las de la casa, si aquella merced les hiciese. Algo se   —199→   hizo de rogar el maestro, escusándose de hacer lo que más en deseo tenía; pero, al fin, dixo que lo haría por darle gusto. Abrazóle el negro, y dióle un beso en el carrillo, por el contento de la merced prometida, y dióle de comer aquel día tan bien como si estuviera Loaisa en su casa, y aun quizá mejor, porque pudiera ser que en ella le faltara.

Llegóse a esto la noche, y a la mitad de ella, o poco menos, comenzaron a cecear en el torno, y luego entendió Luis que era la cáfila que había llegado, y, llamando a su maestro, baxaron abaxo con la guitarra; y preguntando quiénes eran las que habían llegado, dixeron que todas las de casa, sino su señora Isabela, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó   -fol. 146v-   a Loaisa; pero, con todo eso, quiso dar principio a su disignio y contentar a su discípulo, y tocando mansamente la guitarra, tales sones hizo, que dexó admirado al negro, y tenía suspensa a la manada de mugeres que le escuchaban. Pues ¿qué diré de lo que ellas sintieron quando le oyeron tocar el Pésame de ello, hermana Juana10, y acabar con el endemoniado son de la zarabanda, nuevo entonces en la tierra? No quedó vieja por baylar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo callando y a la sorda, poniendo sus centinelas y espías, por ver si el viejo dispertaba. Cantó asimesmo Loaisa coplillas de las seguidas, con que acabó de echar el sello a su gusto, y rogaron ahincadamente al negro que les   —201→   dixese quién era tan milagroso músico; él les dixo que era un pobre, el más galán y gentil hombre que había en toda la provincia de Sevilla. Pidiéronle que hiciese de manera que ellas le viesen, y que no le dexase ir en quince días de casa, que ellas les darían quanto hubiesen menester. Asimesmo le preguntaron qué modo había tenido para meterlo en casa. A esto no les respondió nada; pero a lo demás les dixo que, para poderle ver, hiciesen un agujero pequeño en el torno, que después lo taparían con cera, de manera que no se pareciese, y que a lo de tenelle en casa, que él lo procuraría.

Hablóles también Loaisa, ofreciéndoseles a su servicio con tan buenas razones, que bien pudieron echar de ver que no salían de ingenio pobre. Ellas quedaron satisfechas y contentas, y con determinación que otra noche habían de trabajar por traer a su señora Isabela consigo, sino que temían que tenía ligero sueño su amo, no tanto por viejo, aunque lo era muncho, quanto por ser zeloso. A lo qual respondió Loaisa que, si ellas gustaban de eso, les daría unos polvos que le echasen en el vino,   -fol. 147r-   que le harían dormir más de lo ordinario, y con pesado sueño, de manera, que seguramente se pudiesen holgar.

«¡Jesús y válame!», dixo una de las doncellas; «y si eso fuera verdad, ¡qué buen día había entrado por nuestras   —203→   puertas! No serían ellos polvos de sueño para él, sino de vida para nosotras y para la pobre de mi señora Isabela, que no la dexa ni a sol ni a sombra.»

«Pues yo los traeré, sin duda», dixo Loaisa, «y tales, que no hacen otro mal ni daño sino provocar sueño pesado.»

Rogáronle todas que así lo hiciese, y quedando de hacer otra noche el agujero en el torno, [y] de traer a su señora a oirle y verle, se despidieron; y el negro, aunque era casi el alva, quiso tomar su lección, la qual le dió el maestro, y le hizo entender que no había mejor oído que el suyo en quantos discípulos tenía, y no sabía el pobre negro, ni supo jamás, hacer un cruzado.

Tenían los amigos de Loaisa buen cuidado de venir cada noche a escuchar por entre las puertas de la calle, y ver si su amigo les decía algo, o si había menester   —205→   alguna cosa, y la noche siguiente vinieron, y haciendo la señal que entre ellos quedó concertada, llegó Loaisa por el agujero del quicio, y les dió brevemente cuenta de todo, y el buen término en que estaba su negocio, pidiéndoles encarecidamente que buscasen alguna cosa que diesen de beber a Cañizales para hacerle dormir; que él había oído decir que se hacían unos polvos para este efecto. Ellos dixeron que tenían un médico amigo que les daría todo remedio,   -fol. 147v-   si era verdad que le había en la medicina. Quedaron de volver otra noche con el recaudo, y animándole a la honrosa empresa, se despidieron.

Vino la siguiente noche, y acudió a el reclamo de la guitarra la vanda de las palomas, y con ella vino la buena Isabela, temerosa y temblando de que no dispertase su anciano marido, porque aunque ella no quería venir, vencida de este temor, tales cosas le dixeron sus criadas de la suavidad de la música, de la gallardía y discreción del pobre músico (que, sin haberle visto, le alabaron más que a un Absalón y más que a un Orfeo), que la pobre señora, persuadida y convencida de ellas, hubo de hacer lo que no tenía ni tuviera jamás en la voluntad.

Lo primero que hicieron, fué hacer un agujero en el torno, por donde viesen al músico, el qual no estaba ya en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetán leonado, y un jubón de lo mismo con trencilla de oro, y una montera de raso de la misma color,   —207→   con un cuello almidonado de grandes puntas y encaxes: que de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había de ver en ocasión que le convendría mudar los andrajosos hábitos de pobre. Era mozo y de buen parecer; y como había tanto tiempo que todas tenían hecha la vista a mirar al viejo de Cañizales, parecióles que miraban a un ángel, y confirmóles esta opinión quando le oyeron cantar, que lo hizo aquella noche por estremo, dexándolas tan vencidas, así a las mozas como a las viejas, que rogaron al negro diese orden como su maestro entrase en casa, para que allá de más cerca le pudiesen oír, y no con el sobresalto   -fol. 148r-   de estar tan apartadas de su amo. A esto contradixo Isabela con muchas veras, diciendo que no se hiciese tal cosa, porque le pesaría en el alma; porque desde allí le podían escuchar y ver a su salvo, sin peligro de su honra.

«¿Qué honra?», dixo una de las dueñas. «El rey tiene harta. Estése Vmd. encerrada con su Matusalén, y déxenos   —209→   acá holgar como pudiéremos; quanto y más que este señor parece tan honrado, que no querrá otra cosa más de lo que nosotras quisiéremos.»

«Señoras mías», dixo Loaisa, «no vine aquí sino con intención de servir a todas vuesas mercedes con el alma y con la vida, condolido de su clausura y de los ratos que en esta estrecheza de vida se pierden. Hombre soy, por la vida de mi padre, tan sencillo, manso y de buena condición, que no haré más de lo que se me mandare; y si qualquiera de vuesas mercedes me dixere: “Maestro, sentaos aquí, pasaos allí, echaos acá, volveos acullá”, así lo haré como el más enseñado podenco por el rey de Francia.»

«Si eso ha de ser ansí», dixo la simple Isabela, «¿qué medio ha de tener para entrar acá dentro?»

«Bueno», dixo Loaisa; «Vmd. haga por sacar en cera la llave de esta puerta del patio, que yo haré que mañana en la noche venga hecha de modo que nos pueda servir.»

«Para eso mejor sería», dixo otra doncella, «que saque la de la llave maestra, que sirve para toda la casa.»

«Verdad decís», dixo Isabela, «pero ha de jurar este señor, primero, que no ha de hacer otra cosa más de   —211→   cantar y tañer quando se lo mandáremos, y que ha de estar cerrado donde le pusiésemos.»

«Sí juro», dixo Loaisa.

  -fol. 148v-  

«No vale ese juramento», dixo Isabela, «que ha de jurar por vida de su padre, y ha de jurar la cruz y besalla, que lo veamos todas.»

«Por vida de mi padre juro», dixo Loaisa, «y por esta señal de la cruz, que la beso con mi boca11 sucia.»

Y haciendo la cruz con los dedos, la besó tres veces. Hecho esto, dixo otra de las criadas:

«Mire que no se le olvide lo de los polvos, porque es el tu autem de todo.»

Con esto cesó la plática de aquella noche, quedando todos muy contentos del concierto; pero, aunque era pasada más de la media noche, no consintió Luis que acabase de pasar sin que se le diese leción, como se la dió Loaisa, haciéndole entender que había aprendido más en tres noches que otros en un año; y la suerte, que de bien en mejor encaminaba los negocios de Loaisa, truxo aquella hora por la calle sus avisados amigos, los quales se llegaron al quicio de la puerta, y, haciendo una seña que entre ellos estaba concertada, que era tañer junto a la puerta una trompa de París, luego que entendió Loaisa lo que era, baxó a hablarles y a darles cuenta de todo lo que pasaba y del término en que estaba su pretensión, encargándoles que buscasen algunos polvos o conserva, o otra cosa alguna   —213→   que tuviese fuerza y propiedad para hacer dormir; y asimesmo lo de la llave maestra, que otra noche se la daría señalada en cera. Respondió el amigo que en lo de los polvos descuidase, porque un cuñado suyo era médico y sabía mucho de aquel menester, y que le traería remedio suficiente, y ni más ni menos la llave. Despidióse, quedando de volver otra noche por la llave y traer lo del sueño, si fuese posible que tan presto se hiciese.

Durmió Loaisa lo que aquella noche quedaba, que era bien poco, esperando con grandísimo deseo la venidera, por ver si se le cumplía la palabra de la llave prometida; y puesto que el tiempo parece tardío y perezoso a los que en él esperan, en fin, corre las parejas con el pensamiento y llega adonde quiere, porque nunca para ni sosiega.

Vino la noche y la hora acostumbrada de venir al torno, y vinieron todas las mozas de casa», grandes y chicas, negras y blancas, porque todas estaban deseosas de ver dentro al señor músico; pero no vino Isabela. Preguntando por ella Loaisa, le respondieron   -fol. 149r-   que estaba acostada con su velado, el qual tenía cerrada la puerta por de dentro con la llave, que se la ponía, después de haber cerrado, debajo12 de la almohada, tanto era el cuidado con que hacía la guarda de Isabela; la qual quedó que, en durmiendo el viejo, había de tomar la llave maestra y sacarla en cera, que ella llevaba preparada   —215→   y blanda para el efecto, y que de allí a un poco había de ir agazapada por un[a] gatera que la puerta tenía. Maravillado quedó Loaisa del recato del viejo, pero no por eso se le desmayó el deseo; y, estando en esto, oyó la trompa de París a la puerta de la calle, y llegándose por el quicio, le dió su amigo un botecillo pequeño de vidrio, y le dixo que allí iba ungüento de tal virtud y propiedad, que untando con él los pulsos y las narizes causaba tal sueño, que en dos días no dispertaba, si no era lavándose con vinagre. Tomólo Loaisa con grandísimo contento, diciéndole que por qué no le daba a la llave entrada. Volvióse a el torno y dixo a una dueña, que era la que con más ahinco mostraba desear su entrada, que allí traía el ungüento y que se lo llevase a Isabela, y que procurase dárselo por la gatera que decía, y que dixese que luego hiciese la experiencia de su virtud, untando a su marido los pulsos y las sienes y las narizes con el mayor tiento que pudiese. Hízolo ansí la dueña: llegándose a la gatera, halló que estaba Isabela tendida en el suelo de largo en largo, puesto el rostro en la gatera, esperando a que alguna llegase para dar las nuevas de lo que había hecho. Llegó la dueña y abajóse y, puestos los labios de Isabela en los oídos de la dueña, casi sin moverlos y sin respirar, dixo como no había podido sacar la llave, porque la tenía su esposo metida debaxo de las espaldas, y que   —217→   no se atrevía a meter la mano tan adentro, de temor no dispertase. La dueña le dixo lo del ungüento que allí traía y lo demás que Loaisa dixo que se hiciese y, dándoselo, la encargó que hiciese luego la prueba. Tomóla Isabela el vaso, y besólo como si besara alguna reliquia, y dixo a la dueña que no se quitase de allí hasta que volviese con las nuevas de la virtud del ungüento.   -fol. 149v-   Temblando, pasito, llegó Isabela a untar los pulsos del zeloso marido, y blandamente le comenzó a untar, y asimesmo las ventanas de las narizes, y quando a ellas llegaba, parece que el viejo se estremeció un poco, y ella quedó mortal, pensando que ya era cogida en el hurto.

En efecto, le acabó de untar, que fué lo mesmo que embalsamado para la sepultura. No tardó mucho, quando el ungüento empezó a obrar de tal manera, que el viejo daba ronquidos que se oyeran en la calle; que a los oídos de Isabela no había música acordada que mejor le pareciese; y aun no segura de lo que veía, se llegó a él y lo estremeció un poco, y luego otro poco más, por ver si dispertaba, y tanto se atrevió, que le volvió de una parte a otra, sin que el pobre dormido dispertase. Como ella vió esto, se fué a la gatera y, con   —219→   voz un poco más alta, llamó a la dueña, que allí le estaba esperando, y le dixo:

«Dame albricias, hermana, que Carrizales duerme más que un muerto.»

«Pues ¿a qué aguardas, señora, a tomarle la llave?», dixo la dueña. «Mira que está el músico aguardando más de un hora.»

«Espera, pues, que ahora ahora la traigo», respondió Isabela.

Y tornándose a la cama, halló que el marido roncaba con más alivio, y así, segura del todo y sin temor, metió la mano por entre los colchones, y de en medio de ellos sacó la llave maestra, y tomándola en sus manos, comenzó a dar saltos de contento, y sin más esperar, abrió la puerta, y se presentó ante la dueña, que la recibió con la mayor alegría del mundo; a la qual dixo Isabela que fuese a abrir al músico, y que lo traxese a los corredores, porque ella no se osaba quitar de allí, por lo que podía suceder; pero que, ante todas cosas, hiciese que de nuevo retificase el juramento que había hecho de no hacer más de lo que ellas le ordenasen, y   -fol. 150r-   que si no lo quisiese hacer, no le abriese.

«Ansi será», dixo la dueña, «que acá no ha de entrar si no besa la cruz seis veces.»

«No le pongas tasa», dixo Isabela; «haz, hermana, que la bese veinte, y que jure por su padre y por su madre, y por todo aquello que bien quisiere, porque con esto estaremos seguras, y nos hartaremos de oirle   —221→   cantar y tañer, que en mi ánima que lo hace delicadamente; y anda, no te detengas más, porque no se nos pase la noche en valde.»

Alzóse las faldas la dueña, y, con ligereza no vista, se puso en el torno, donde halló toda la gente de casa esperándola; y habiéndoles mostrado la llave que traía, fué tanto el contento de todas, que la alzaron en peso, como a catedrático, y más quando les dixo que no había necesidad de contrahacer la llave, porque, según el untado dormía, bien se podían aprovechar de la suya todas las veces que quisieren.

«Ea, pues, ábrase esta puerta, y entre ese señor, que ha muncho que aguarda, y démonos un verde de música, que no haya más que ver.»

«Más ha de haber que ver», replicó la dueña.

«Y ¿qué, hermana?», dixeron ellas.

«Qué jurará todo lo que nosotras quisiéremos.»

Abrió en esto la dueña la puerta, y teniendo la puerta abierta, llamó a Loaisa, que todo lo había estado escuchando por el agujero del torno, el que llegádose había a la puerta, quiso entrar sin más ni más, y poniéndole la mano en los pechos, le dixo:

«Sabrá Vmd., señor mío, que en Dios y en mí conciencia, todas las que estamos en esta casa somos doncellas, fuera de mi señora; y que yo, aunque debo de   —223→   parescer de cinquenta años, apenas tengo treinta cabales;   -fol. 150v-   sino que los trabajos hacen parescer las edades más de lo que son, y que, con todo esto, estoy como el día en que nascí; y siendo esto ansí, como lo es, no será razón que, a trueco de oír tres o quatro cantares, nos pusiésemos en riesgo de perder tantas virginidades: porque hasta esta negra, que se llama Guiomar, es virgen; así que, señor de mi corazón, Vmd. nos ha de hacer, primero que entre en mi reyno, un muy solemne juramento: que no ha de hacer más de lo que nosotras le ordenáremos, y si le paresce que es muncho lo que se pide, considere que es muncho más lo que se aventura; y que, si es que Vmd. viene con sana intención, poco le ha de doler el jurar, porque al buen pagador no le duelen prendas.»

«Bien y rebién ha dicho la señora González», dixeron las mozas; «que, al fin, es persona discreta, y ha apuntado muy bien en lo que pide; y si es que el señor no quiere jurar, no hay para qué entre acá dentro.»

A lo qual dixo la negra Guiomar, que no era muy ladina:

«Por mí, más que nunca jure, entre con todo el diablo.»

  —225→  

Oyó con gran sosiego Loaisa la arenga de la señora González, y, con mayor sosiego y autoridad, le respondió:

«Por cierto, señoras mías y hermanas, y aun ya compañeras, nunca mi intento fué, es, ni será otro, que daros gusto en quanto mis fuerzas alcanzaren, y así no se me hace cuesta arriba hacer el juramento que me pedís; quanto y más, que bastaba la palabra dada de semejante persona que yo soy; porque hago saber a Vmds. que debaxo del sayal hay ál, y tanto quanto lo verán algún día. Mas para que todas estén seguras y satisfechas de mi deseo, determino de jurar como católico y fidelísimo varón; y así juro de haberme en esta entrada como tal, por las entradas y salidas del sancto Líbano Monte, y por el espejo de la Magdalena, y por todo aquello que en sí encierra la felicísima historia del emperador Carlo Magno, y por las barbas de Pilato, con la muerte del gigante Fierabrás, y por la intemerata eficacia, donde más larga y santamente   -fol. 151r-   se contiene, de [no] salir ni pasar del mandamiento de la más mínima de Vmds., so pena que si otra cosa hiciere o quisiere hacer, desde agora para entonces y desde entonces para agora la doy por no hecha, firme ni valedera y de ningún efecto.»

Aquí llegaba de su juramento el buen mancebo, quando una de las doncellas, dando una gran voz, dixo:

  —227→  

«Este si que es juramento para enternecer las piedras; mal haya yo si más quiero que jure.»

Y, asiéndolo de la falda de la ropilla, lo metió allá dentro, donde y quando todas las demás se le pusieron en torno y lo rodearon, y, subiendo una delante, fué a dar las nuevas a su señora, la qual estaba con el ungüento dentro del aposento de su marido, por ver si el viejo dispertaba; un ojo tenía en el aposento y otro en el patio, para ver lo que pasaba, y quando la mensagera le dixo que ya subía el músico, se alegró en grande manera y le preguntó si había jurado; respondióle que sí, y con la más nueva forma y solemnidad de juramento que en su vida había oído.

«Eso sí», dixo Isabela; «asido le tenemos; bien avisada anduve yo en hacerle que jurase.»

En esto llegó toda la caterva junta, y el galán en medio, el qual, como vido a Isabela, le hizo muestras de arrojarse a los pies para besalle las manos; la qual, callando y por señas, lo hizo levantar. Todas estaban como mudas, hasta que Loaisa les dixo que bien podían hablar algo más recio, porque sin dubda el ungüento con que estaba untado su señor era de maravillosa virtud para hacer dormir.

«Así lo creo yo», dixo Isabela; «porque si así no fuera, ya hubiera dispertado veinte veces;   -fol. 151v-   porque tiene el sueño ligero, y con sus munchas y graves indisposiciones duerme poco y sobresaltado; mas después que le unté, ronca de la manera que oís.»

  —229→  

Y puestas a escuchar, vieron que decía verdad. Aseguradas, pues, con lo que vían, aconsejaron a Isabela se fuesen todas a una sala frontero, donde podían oír cantar a aquel señor y holgarse, con que idas, quedase una de guarda por sus horas, por sí o por no. A todas pareció bien el dicho; y, dexando una muchacha a la puerta de la recámara donde el viejo dormía, se fueron a una gran sala, donde estaba un estrado muy rico con muchas almohadas, sobre el qual se asentaron todas, y el señor en medio; y tomando la señora González una vela en la mano, le paseó con ella todo el cuerpo y faciones, desde los pies a la cabeza, y la una decía:

«¡Ay, qué copete tiene tan lindo y tan enrizado!»

La otra:

«¡Ay, qué blancura de dientes y qué sangre viva vierte de aquellos labios! Mal año para piñones entre grana que tan lindos sean.»

Otra le alababa los ojos de negros y adormecidos otra las manos y los dedos como unas candelas; otra los pies con mill encarecimientos, haciendo una solemne pepitoria de todos sus miembros; sola Isabela callaba y le miraba, y le iba pareciendo de mejor talle y hechura que no su velado.

En esto la señora González tomó la guitarra que Luis el negro traía, que a todo estaba presente, y rogó a   —231→   Loaisa que la tocase y que cantase un cantar que entonces andaba muy valido en el pueblo y hacía mucho al caso para lo que entonces allí les pasaba; el qual era aquel que dice: Madre, la mi madre, guardas me ponéis. No se hizo de rogar Loaisa, que luego, tocando la guitarra, comenzó a cantar, y las mozas se levantaron, y al son de ella, como si estuviesen en el campo, baylaron; y la que decía las coplas era la buena de la dueña, que eran éstas (tanta era la seguridad que les había puesto el sueño de su amo):



    Madre, la mi madre,
guardas me ponéis;
que, si yo no me guardo,
mal me guardaréis.
-fol. 150r [152r]-

   Dicen que está escrito,
y con gran razón,
que la privación
engendra apetito;
crece en infinito
encerrado amor;
por eso es mejor
que no me encerréis:
Que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.

   Si la voluntad
por si no se guarda,
jamás le harán guarda
miedo o calidad;
romperá, en verdad,
por la misma muerte,
hasta hallar la suerte
que vos no entendéis:
Que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.
—233→

    Quien tiene costumbre
de ser amorosa,
como mariposa
se irá tras la lumbre;
y aunque más deslumbre
y guardas les pongan,
o aunque más propongan
de hacer lo que hacéis:
Que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.

   Y es de tal manera
la fuerza amorosa,
que a la más hermosa
la vuelve en quimera;
el pecho de cera,
de fuego la gana,
-fol. 150v [152v]-
la mano de lana,
de ciervo los pies:
Que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.

Al fin llegaba de su canto y bayle el corro de las mozas, guiadas por la buena vieja, quando llegó la muchacha que de centinela había quedado descolorida y turbada, hiriendo de pies y manos, como si tuviera alferecía, y con voz interrota y baxa, dixo:

«¡Ay, señora mía, que mi señor está dispierto, y creo que se levanta de la cama y viene a buscarnos!»

Quien ha visto vanda de palomas estar comiendo sin miedo lo que agenas manos sembraron, que al furioso estripo del disparado arcabuz se azoran y levantan, y olvidadas del pasto, vuelan por los ayres, confusas y atónitas, tal se imagine que quedó la vanda y corro de las mozas, pasmadas y temerosas, oyendo la   —235→   no esperada nueva; y procurando cada una su remedio o su disculpa, quál por una parte y quál por otra, se fueron a esconder por los desvanes y rincones de la casa, dexando solo al buen músico; el qual, dexando la guitarra y el canto, lleno de turbación, no sabía qué hacerse. Torcía Isabela sus blancas manos; abofeteábase, aunque blandamente, la señora González; en fin, todo en todos era confusión, miedo y espanto; pero la dueña, como más astuta y reportada, dió orden como Loaisa se entrase en un aposento suyo, y que ella y su señora se quedasen en aquella sala, donde no faltaría escusa que dar a su señor, si allí las hallase.

Escondióse luego Loaisa, y la dueña se puso atenta al corredor a escuchar si su amo venía, y no sintiendo ni viendo a nadie, tomó ánimo, y poco a poco se llegó hasta el aposento donde el viejo dormía, y oyó que roncaba primero, y asigurada viendo que dormía, soltó los chapines, y alzó las faldas, y, corriendo   -fol. 153r-   como un gamo, volvió a pedir albricias a su ama de lo que había visto, la qual se las mandó de muy entera voluntad. No pensó González de perder la coyuntura que la suerte le ofrecía gozar primero que todas las otras; que ella se imaginaba querida del músico; y así, diciéndole a Isabela que esperase en la sala mientras que ella iba   —237→   a llamarlo, la dexó, y se entró donde estaba, no menos confuso que todas, esperando las nuevas de lo que hacía el desdichado viejo; pero como le aseguró la señora González que dormía a más y mejor, sosegó el pecho, y atendió a mill palabras amorosas que la buena dueña le decía, de las quales coligió luego la intención suya, y propuso ansí de ponerla por anzuelo para pescar a Isabela.

Y estando los dos en sus pláticas, las demás mozas, que estaban huídas y escondidas por diversas partes de la casa, cada una volvió a ver y a sentir si era verdad que había dispertado su señor, y con pasos quedos y atentos oídos y ojos alertos, quál por una parte, quál por otra, escuchaban por ver lo que pasaba; y viendo que todo estaba sepultado en silencio, se fueron llegando a la sala donde habían dexado a Isabela, y hallándola sola y sabiendo de ella que aun dormía su amo, le preguntaron por González y por el músico, la qual les dixo dónde estaban, y todas, con mayor silencio que habían venido, se llegaron a mirar por entre las puertas lo que González con el músico hacía, y no faltó de la junta Guiomar la negra; el negro sí, porque así como oyó que su amo se había dispertado, se abrazó con su guitarra y se fué a esconder en su pajar, cerrando tras sí la puerta, que no le sacaran de allí, como suele decirse, con perros y hurones; y con estar con más miedo   —239→   del que había menester, no dexaba de templar su guitarra: tanta era (encomendado él sea a Satanás) la afición, como otra vez se ha dicho, que él tenía a la música.

Como vieron las mozas que acechaban por la puerta del aposento donde González y el músico estaban, que ella le decía palabras tiernas, y de quando en quando le tomaba las manos, y aun procuraba llegar su rostro con el del mozo, perdieron la paciencia, y cada una de por sí la comenzó a maldecir, y a decille el nombre de las pasquas. Lo menos era llamarle vieja, porque aunque se lo llamaron muchas veces,   -fol. 153v-   ninguna fué sin puta, con otros epitectos que entraban más en hondo, y que por honestos respectos se callan. Pero lo que más risa causaba a quien entonces le oía, eran las razones que Guiomar la negra decía en respecto de la dueña, por ser portuguesa, y no muy ladina. Era de ver la gracia con que la vituperaba. En efecto, la conclusión de la larga plática de Loaisa y de la dueña fué que él condescendería con la voluntad que ella había significado, con presupuesto que ella le había de entregar a toda su voluntad a Isabela; y que si esto hiciese, podía hacer dél todo aquello que más fuese de su gusto. Cuesta arriba se le hizo a González ofrecer lo que Loaisa pedía; pero a trueco de cumplir con el deseo que ya se le había apoderado del alma, y de los huesos y medulas13 del cuerpo, le prometiera todos los imposibles que imaginar se pueden.

Dexóle con esto, y salióse a hablar a Isabela, y como   —241→   vió la puerta rodeada de todas las mozas, criadas y doncellas de casa, no gustó muncho de ello; mas, como aquella que las mandaba a todas, les dixo que se recogiesen a sus aposentos, que ya era hora de dormir, y que sería bien estar con recato, por si su amo dispertase. Bien entendieron todas por qué lo decía, mas no por eso dexaron de obedecerla todas, si no fué Guiomar, que dixo que ella se quería quedar allí con su señora, y que no se iría a dormir si la matasen. Todo esto decía la negra por dar pesadumbre a la vieja, pero su ama la rogó que se fuese, y así quedó sola con González, la qual, con una larga y concertada arenga, la comenzó a persuadir y a rogar condescendiese con la voluntad del músico, encareciéndole de quánto más gusto le serían los abrazos del amante mozo que los del viejo marido, asigurándole el secreto y la duración del deleyte, y de otras cosas semejantes a éstas, dichas con tantos colores y dichos de aquella maldita vieja, que moviera, no sólo el corazón tierno y poco advertido de la incauta Isabela, sino de un endurecido mármol. ¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdición de mill recatadas intenciones!   -fol. 154r-   ¡Oh viejas y repulgadas tocas, escogidas para autorizar salas y entradas de principales señoras, y quán al revés de lo que debíais usáis de vuestro compuesto y casi perezoso oficio! En   —243→   fin, tanto dixo González, que Isabela se rindió, Isabela se engañó, Isabela se perdió, dando en tierra con todas las prevenciones de Carrizales, que, untado y seguro, dormía el sueño de su muerte y de su honra. Tomó González por la mano a Isabela, y casi por fuerza y medio arrastrando, preñados de lágrimas los ojos, la llevó al aposento donde Loaisa estaba; y dándoles la bendición con una falsa risa de mono, les cerró tras sí la puerta, y los dexó solos, y ella se puso a dormir en el estrado, o por mejor decir, a esperar de recudida su contento; pero, con el cansancio de la no dormida noche, la venció el sueño y se quedó dormida en el estrado.

Bueno fuera a esta sazón preguntar a Carrizales, si no durmiera tanto, adónde estaban sus advertidos recelos, sus prevenciones, los altos muros de su casa, el no haber entrado en ella sombra de varón de ninguna cosa viviente, el torno, las paredes sin ventanas, el encerramiento y clausura, los veinte mill ducados con que a Isabela había dotado, los regalos que de continuo la hacía, el buen tratamiento de las criadas, el no faltar un punto a todo aquello que él imaginaba que podían haber menester. Pero ya he dicho que no había para qué preguntárselo, porque dormía con más silencio que   —245→   fuera necesario, y si él lo oyera, y acaso respondiera, sé que no podía dar mejor respuesta que encoger los hombros y decir: «Todo aqueso derribó por los fundamentos la astucia de un mozo holgazán y vicioso, y la malicia de una falsa dueña, con la inadvertencia de una muchacha rogada y persuadida.» Libre Dios a cada uno   -fol. 154v-   de tales enemigos, contra los quales no hay escudo de pendencia que defienda, ni espada de recato que corte.

No estaba ya tan llorosa Isabela en los brazos de Loaisa, a lo que creerse puede, ni se estendía tanto el alopiado14 ungüento del untado marido, que le hiciese dormir tanto como ellos pensaban, porque el cielo, que muchas veces permite el mal de algunos por el bien y beneficio de otros, hizo que Carrizales dispertase ya casi al amanecer, y, como se tenía de costumbre, tentó la cama por una y otra parte y, no hallando en ella a su cara y amada Isabela, no así como el impío Bireno, que se fué huyendo del lecho donde dexaba sola a la sin ventura y engañada Olimpia, sino con la rabia que el zeloso Vulcano buscaba a su querida, dexó las odiosas plumas y, con más ligereza que su edad le concedía, saltó de la cama y buscó por todo el aposento a su esposa, y quando en él no la halló, y vió que le faltaba la llave maestra y que la puerta del aposento estaba abierta, pensó perder el seso, pero, reportándose un poco, salió al corredor, y de allí, andando con maravilloso silencio, llegó a la sala donde la dueña dormía, y no hallando allí a Isabela, se fué a el aposento donde la dueña tenía su estancia, y, abriéndole queditamente, vió la que nunca quisiera haber visto. Vió a Isabela   —247→   en brazos de Loaisa, durmiendo entrambos tan a sueño suelto, como si a ellos se hubiera pegado la virtud del ungüento con que él había dormido.

Sin pulsos quedó el viejo de la amarga vista de lo que miraba; la voz se le pegó a la garganta; secósele la lengua; los brazos se le cayeron de desmayado, y quedó como una estatua de mármol frío. Aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los espíritus, pudo tanto el dolor, que no le dexaba tomar aliento; y, aunque tan turbado y tan sin sentido estaba, todavía tomara la justa venganza que tanta maldad merecía, si se hallara con armas para poder tomarla, y así determinó de volverse a su aposento a tomar una daga y hacer con sangre de sus enemigos limpia su honra,   -fol. 155r-   y aun con quantos en la casa había satisfacer su agravio; y con el mismo silencio y pasos volvió las espaldas y llegó a su lecho, donde le apretó tanto el dolor y la angustia, que, sin ser poderoso a otra cosa, se tendió desmayado y sin sentido alguno.

Llegóse a esto el día, y cogió a los adulteros abrazados. Dispertóles el sol, y González quiso acudir por el diezmo siquiera de aquel beneficio que ella había fundado; pero viendo que era tan tarde, dexólo para la noche, donde pensaba desquitarse de manera que no le quedasen a deber nada. Alborotóse Isabela de ver que era tan entrado el día, y maldixo su descuido y el de la   —249→   maldita dueña, y con sobresalto y temor fueron donde estaba su esposo, rogando entre dientes al cielo que lo hallasen todavía roncando; mas quando le vieron encima de la cama callando, sin duda creyeron que dormía, y con gran regocijo se abraza la una a la otra. Llegándose a su esposo y trabándole de un brazo, le volvió de un lado a otro, a cuyo movimiento volvió de su desmayo dando un profundo suspiro, diciendo con una voz lamentable:

«¡Desdichado de mí, y a qué tristes términos me ha conducido mi fortuna!»

No entendió bien Isabela lo que su esposo dixo; mas como le vió dispierto y que hablaba, no sin admiración de ver que la virtud del ungüento no duraba tanto como le habían dicho, se llegó a él y, abrazándole estrechamente y poniéndole su rostro con el suyo, le dixo:

«¿Qué tenéis, señor mío, que parece que estáis quexándoos?»

Oyó la voz de la dulce enemiga el miserable viejo y, abriendo los ojos como hombre atónito, encaradamente los puso en ella, y con gran ahinco, sin mover pestaña, le estuvo mirando una gran pieza, al cabo de la qual le dixo:

  —251→  

«Hacedme placer, señora, que luego luego embiéis con alguna persona a llamar a vuestros padres,   -fol. 155v-   porque siento no sé qué en el corazón, que me da grandísima fatiga, y temo que ha de llegar a tanto, que me ha de quitar la vida en breve, y queríales ver antes que me muriese.»

Sin duda creyó Isabela que era verdad lo que su esposo decía, y pensó que el ungüento y la fortaleza dél le tenía de aquella manera, y respondió que sí haría. Mandó a González que luego inviase el negro a llamar a sus padres, y, abrazándose con su marido, le hacía las mayores caricias que jamás le había hecho, preguntándole qué era lo que sentía, con tan tiernas y amorosas palabras, como si él fuera la cosa que en este mundo más amara. Él la miraba con el ahincamiento que he dicho, siéndole cada palabra una lanzada que le atravesaba el alma.

Había ya dicho González a la demás gente de casa, y a Loaisa ni más ni menos, la indisposición de su amo, encareciéndoles que debía de ser de momento, pues se le había olvidado de mandar cerrar las puertas de la calle quando el negro, que había ido a llamar a sus padres de Isabela, salió; de la qual embaxada asimesmo se admiraron, por no haber entrado alguno de ellos, después que a la hija casaron, en aquella casa. En fin, todos callaron, o andaban callados en la casa, y no daban   —253→   en la verdad y causa de la indisposición de su amo, el qual, de rato en rato, tan profunda y dolorosamente suspiraba, que con cada suspiro parescía salírsele el alma. Lloraba Isabela por verle de aquella suerte, y reíase Carrizales con cierta risa falsa y de persona loca y fuera de juicio, por haberla visto de la sobredicha manera.

En esto llegaron los padres de Isabela, y, como hallaron las puertas de la calle y del patio abiertas, y la casa llena de silencio, quedaron admirados y, no con pequeño sobresalto, fueron al aposento donde su yerno estaba de la forma dicha, mirando de hito en hito a Isabela, a la qual tenía asida de las manos, derramando   -fol. 156r-   lágrimas de sus ojos, ella, por no más causa que por verlas derramar a su marido; él, por ver quán fingidamente las derramaba su muger. Al fin, callando sus padres, habló Carrizales y dixo:

«Siéntense aquí Vmds. y todos los demás se salgan allá fuera, si no fuere Isabela y González.»

Hecho así, y quedando los cinco solos, sosegándose y limpiándose los ojos, comenzó Carrizales a decir las siguientes razones:

«Bien seguro estoy yo que no será necesario traer aquí testigos para acreditar una verdad, padres y señores míos, que deciros quiero: bien se os debe acordar (que no es posible que se os haya caído de la memoria) con quánto amor, con quán nobles entrañas hace hoy un año, un mes y cinco días y nueve horas que   —255→   me entregasteis a vuestra querida hija por legítima muger mía; también sabéis con quánta liberalidad yo la doté, y que fué tal la dote, que más de seis de su misma calidad se pudieran casar más que medianamente con ello. Asimesmo se os debe acordar la diligencia que yo puse en vestilla y adornalla de todo aquello que ella se quiso sacar y yo supe que la convenía. Ni más ni menos entendéis que, llevado de mi condición y temeroso del mal que sin duda he de morir y de los varios y estraños acaecimientos del mundo, estimando esta joya que presente tengo y vosotros me disteis, la quise guardar con el mayor recato que me fué posible. Alcé las murallas de esta casa, quité las ventanas de la calle, doblé las cerraduras de las puertas, púsele torno como monasterio, desterré perpetuamente de ella todo aquello que sombra de varón tuviese, dila criadas que la sirvieran, a mi parecer honestas y bien criadas; no las negué a ellas ni a ella quanto quisiesen pedirme; hízela mi igual; comuniquéla mis más secretos pensamientos; entreguéla como señora absoluta en toda mi de los términos de la demasía. Todas   -fol. 156v-   éstas eran obras para que, si bien lo consideráis, yo viviera seguro de gozar sin sobresalto lo que tanto me había costado, y ella no procurara darme ocasión que ningún género de temor en mi pensamiento cupiera. Mas como no se puede entrar15 ni prevenir con diligencia   —257→   humana el castigo que la divina voluntad quiere dar a los que de todo en todo no ponen en ella sus deseos y esperanzas, no es mucho que yo me haya engañado en las mías; que yo mismo haya sido el fabricador del veneno que me ha quitado la vida. Pero porque veo la suspensión con que todos estáis, colgados de las palabras de mi boca, quiero concluir con los largos preámbulos de mi plática, y decir en una palabra lo que mal podría decir en millares de ellas. Digo, señores, que todo lo que he dicho y hecho ha parado en que esta madrugada hallé a esta niña (nacida en el mundo para perdición de mi sosiego y fin de mi vida) en brazos de un gallardo mancebo, que en el aposento de esta pestífera vieja (señalando a González) está encerrado.»

Apenas acabó de decir Carrizales estas palabras, quando a Isabela se le cubrió el corazón y en las mis mas rodillas de su marido se cayó desmayada; perdió la color González; púso[se]les un puño en la garganta de los padres de Isabela, y no acertaron ni pudieron decir palabra alguna. Pero con todo eso, prosiguió Carrizales diciendo:

«La venganza que yo pienso tomar, señores, de esta afrenta y injuria, no es de las que suelen tomar; que quiero que así como yo fuí estremado en hacer lo que hice, así sea la venganza que tomaré, pues ha de ser de mí mesmo, como el más culpado en este caso: pues debía considerar que mal podrían estar en uno ni compadecerse   —259→   bien los quince años de esta muchacha con los setenta y siete míos; que yo fuí el gusano de la seda, que me fabriqué la casa donde muriese; yo fénix que busqué y junté la leña con que me abrasase, y así no te culpo, ¡oh niña, mal   -fol. 157r-   aconsejada sin duda! (Y diciendo esto, besó el descolorido rostro de la desmayada Isabela.) No te culpo, digo, porque persuaciones de taymadas viejas y presencias de mozos importunos fácilmente vencen el ingenio y poco valor que encierran tan pocos años como los tuyos; mas porque el mundo vea de quánto poder y fuerza fué la voluntad con que te quise y aun te adoré, en esta última que en fin de mis días tengo, lo mostraré de suerte, que quede a el mundo por exemplo, ya de bondad nunca vista, o ya de simplicidad jamás oída. Y así digo que luego se traiga aquí un escribano, para hacer de nuevo mi testamento, en el qual mandaré doblar el dote de Isabela, y la rogaré que, después de mis días, que serán bien breves, disponga su voluntad, pues no será muy dificultosa en disponerle16 ella, a casarse con aquel mozo que he dicho, para que vea que, si viviendo yo jamás salí de lo que pude pensar ser gusto suyo, después de muerto le sigo, y quiero que le tenga con quien tanto quiere. La demás de mi hacienda mandaré distribuir en obras pías, y a vosotros, señores, os dexaré con que viváis honradamente   —261→   lo que de la vida os quedare. La venida del escribano sea luego, porque la pasión que tengo me aprieta de manera, que a más andar me va tomando los pasos de la vida.»

Esto dicho, le sobrevino un terrible desmayo, y se dexó caer junto a Isabela, de suerte que tenían los rostros juntos: estraño espectáculo para los padres, que de tal modo a su querida hija y a su buen yerno miraban. No quiso la mala vieja de González esperar las reprehensiones que pensó que le dieran sus viejos amos, sino salióse luego del aposento y fué a contar a Loaisa todo lo que pasaba, diciendo que se fuese luego de casa; que ella le avisaría cada hora de lo que más sucediese.   -fol. 157v-   ¿Quién duda sino que se admiró Loaisa de lo que la vieja le dixo? Pero, con todo eso, sin ponerse a hacer más discursos, se salió de casa y fué a contar a sus amigos el estraño y jamás visto suceso de sus amores.

En tanto que los dos estaban trasportados, el padre de Isabela invió a llamar un escribano amigo suyo, el qual vino a tiempo que ya estaban vueltos en su acuerdo Isabela y su marido, y luego hizo testamento de la misma manera que antes había dicho, sin declarar el yerro de Isabela, más de que por buenos respetos le mandaba que se casase después de sus días con aquel   —263→   mozo que le había dicho en secreto. Quando esto oyó Isabela, se arrojó delante de los pies de su marido, y llenos los ojos de lágrimas, y saltándole el corazón en el pecho, le dixo:

«Vivid vos muchos años, mi señor y todo mi bien; que, puesto caso que no estéis obligado a creerme ninguna cosa de las que os dixere, por las malas obras que me habéis visto hacer, yo os prometo y os juro por todo aquello que jurar puedo, que si permite el cielo que yo os alcance de días, que yo acabe los que me quedaren en perpetuo encerramiento y clausura, y desde aquí prometo, sin vos, de hacer profesión en una religión de las más ásperas que hubiere.»

  -fol. 158r-  

Abrazáronla los padres, llorando todos, y acompañándoles en sus lágrimas el escribano que el testamento hacía, en el qual dexó de comer a todas las criadas de casa, si no fué a la falsa González, que sólo mandó que se le pagase lo que de sus soldadas se le debía. Con esto parece que quedó algo satisfecho, y con el voto de Isabela; mas sea lo que fuere, el dolor le apretó de manera, que al seteno día le llevaron a la sepultura.

Quedó Isabela llorosa, viuda y rica; y quando Loaisa esperaba que ella cumpliese lo que ya sabía que en el testamento su marido le había dexado mandado, vió que dentro de una semana se metió monja en un monasterio de los más recogidos de la ciudad. El, desesperado y corrido, dicen que se fué a una famosa jornada que entonces contra infieles España hacía, donde   —265→   se tuvo por nueva cierta que lo mató un arcabuz que se le rebentó en las manos, que ya fué castigo de su suelta vida; y quedaron los padres de Isabela, aunque tristes, ricos; las criadas de Carrizales, con qué comer y cenar, sin merecerlo; González, pobre y defraudada de sus malos pensamientos; y todos los que oyeren este caso es razón que escarmienten en él y no se fíen de torno ni criadas, si se han de fiar de dueñas de tocas largas.

El qual caso, aunque parece fingido y fabuloso, fué verdadero.





 
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