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Zuda1 de Tortosa y el robo de doña Mahalta - 1148 (Época de Ramón Berenguer IV, el «Santo», duodécimo conde soberano luego rey de Aragón)

Antoni Bofarull i Broca

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

Un día del mes de setiembre, y en la hora más triste de la tarde, galopaba por las orillas del Ebro un joven caballero cubierto de ricas y brillantes armaduras. Tanto por el escudo que pendía de su arzón, como por su porte y vestidura cualquiera le hubiera creído señor catalán, y no de los menos ricos del país; pero la dirección que tomaba, el ir solitario por aquellos caminos, cuando todos los nobles estaban ocupados con el rey en una empresa, y el ver que su mano en vez de empuñar la lanza, que llevaba caída, se afanaba solo en apretar contra su corazón las manos de una mujer que ocupaba la grupa, hicieron tomar al tal caballero por extraño en aquellas tierras.

La noble señora, que le ceñía con sus brazos, no tenía más cuidado que enjugarse, de vez en cuando, las lágrimas que manaban de sus ojos. El caballero, en medio de su afán y de su misterioso silencio, besaba las manos de la señora cuando observaba en ellas alguna lágrima detenida; y a los continuos suspiros y preguntas que ella le dirigía, para saber el lugar a donde se encaminaban a tal hora, solo daba el resuelto caballero una respuesta, que era a la par corta, seca y misteriosa.

-¿Qué te ha hecho salir de tu castillo, tan resuelto y callado?

-Barcelona.

-¿Pues si es por Barcelona, como antes fuisteis a Castellfollit? ¿Quieres acaso mudar de tierras?... Di; responde, amado... ¿Qué castillo prefieres?2

-Barcelona.

-¿Pues, bien; a dónde vamos?... ¡No te paras!..., ¿no ves ya que la noche se adelanta?... Deseo reposar, y no sé... Dime: ¿qué ciudad hay más cerca?

-Barcelona.

-Si respondes así, me desesperas...

-Sufre y calla, que el corazón me bulle, y solo ha de hallar calma en Barcelona.

Las palabras de la señora han hecho meditar al caballero, así como las respuestas misteriosas de este han infundido mayores dudas en el corazón de la señora. Pero el cansancio ha vencido por fin a la ilusión; la noche ha llegado, y los viajeros han tenido que pararse al pie de una cabaña. El coloquio del guerrero y la dama no ha consistido más, durante la noche, que en ayes de frío, de duda o de esperanza.

Al asomar la aurora la dama pregunta de nuevo a su amante; pero este, que no ve el colmo de su afán sino en un objeto, que tal vez podrá hallar dirigiéndose a Barcelona, solo da por respuesta la mano que el día anterior apretaba a las de la dama contra su corazón.

Apenas clavó el guerrero los acicates al caballo para proseguir de nuevo su camino, y se santiguó la dama, al verse ya en la grupa, cuando un inesperado espectáculo detuvo a entrambos viajeros.

-¡Cielos! -grita la dama, llena de sorpresa, al ver en el valle lo que la cabaña les había tapado durante la aurora- ¿De dónde sale esta humareda de polvo que se ve en aquellos campos, ¿y esos gigantes que con calma avanzan, qué significan? ¡Di!..., y ¿aquesta lluvia de piedras y de dardos?... ¡Ah! mi amado, ya te creo: ¡sí, sí!..., aprisa, aprisa..., dirijámonos pronto a Barcelona3.

El caballero no responde.

El caballo, sintiéndose con la brida suelta, no hace más que fijar la vista en el valle, hacia donde avanza incierto; y variando la dirección que poco antes emprendiera, mueve las orejas y responde con relinchos a los que se sienten por el valle.

-Observa que el caballo ya no sigue la misma dirección y baja al valle.

Prosigue la tímida señora, acariciando la barba del guerrero.

-¡Qué huracán hay allí!... ¡Ay!, entre el polvo ya veo caballeros y escuadrones, que se atropellan envistiendo. Creo divisar una cruz... ¡Cuántos templarios!... ¡Qué tempestad!, ¡qué ruido!..., vamos, vamos: tú tenías razón, esposo mío..., vale más dirigirse a Barcelona4.

El caballero no responde.

El caballo prosigue a paso lento, hasta llegar a un punto, desde el cual se distingue más claramente la batalla.

-Ahora sí que veo lo que es esto -exclama la señora conmovida-. Aquí hay todos los nobles catalanes, pues se ven sus insignias y pendones. Allí donde es más fuerte la pelea es donde se distinguen sus insignias. Mira, bien mío, mira los escudos... Mira el oso de Alós, el león leopardo con un corazón de oro entre las garras, que es propio de Cortada... ¡Mira, mira! La cabra en campo de oro de Cabrera, el Lambel con las gules de Martell, las tres mallas de sable de Ortafá; los crecientes de plata con la banda de azur del de Belvis... ¡Cuántas banderas y armas! ¡Cuántas máquinas! ¡Y las armas del conde!, mira, esposo -añadió la joven esposa con indecible sorpresa5.

-¡Del conde!... -respondió el caballero, sujetando al caballo y fijando la vista-. ¡Sí!... es verdad: ya las diviso: campo de oro y sangre encima... Entonces, ¡Sus, mi caballo!, ¡ayuda a Barcelona!...

Al soltar el caballero este decidido grito de entusiasmo, el caballo, herido de los acicates, arremetió furioso hacia el llano y en un instante desapareció el animado grupo, que cruzó el campo como un rayo, penetró intrépido por entre las saetas y piedras, y se perdió luego entre el polvo que levantaban los ejércitos.

Después de un sitio de tres meses y de haberse sufrido grandes contratiempos, el conde Berenguer de Barcelona había logrado penetrar a Tortosa y ganar las murallas de la ciudad6. A fuerza de trabucos y de picos, con la ayuda de castillos ambulantes y a pesar de la sangre que imprevistamente derramaron los de Génova, el conde tenía ya cuarenta castillos, había alojado parle de sus soldados en la mezquita, y tenía abiertos grandes fosos alrededor de la Zuda, para cuya posesión creían todos que solo faltaba arremeter una vez7.

El conde se había mostrado intrépido y sereno en todos los choques de la conquista, pero cuando más debía gozarse en su victoria, y cuando reunidos sus caballeros en su tienda iban a disponer el plan del más seguro asalto, en vez de alegrarse y de disponer que se anunciara el triunfo a sus ciudades, se recogió melancólico en un extremo, y pidió por favor a todos que le dejaran solo.

-¿Queréis dormir, señor? -dijo, al observarle Guillen de Montpeller- ¿Vais a dejarnos ociosos cuando falta solo un golpe para ganarlo todo?

-¡No! -respondió el virtuoso conde-. Tan solo quiero pensar en mi desgracia. El triunfo, a medida que aumenta, solo sirve para aumentar también mi gran tristeza.

-No pensarais así a no estar seguro de rendir hoy la Zuda, y ver triunfante al incógnito héroe que pelea con tanto arrojo y decisión -continuó Guillen.

-¡Quién sabe!... -dijo Berenguer después de una meditada pausa-. No sé quién es aún el buen guerrero; pero su mismo arrojo y su constancia, aumentan mi tristeza... Si yo tuviera un hijo tan valiente, sería el más feliz del universo... ¡Pero no tengo ahora..., ni al guerrero puedo darle una hija, ni una hermana en recompensa del favor que me hizo! ¡En tal estado me hallo, que con nada puedo pagar ahora tanto esfuerzo!

Cuando iban a responder los caballeros para aconsejar o distraer de su tristeza al conde, un retumbante e inexplicable estrépito anunció a los de la real tienda, que se desplomaba la Zuda, y que las tropas catalanas se habían apoderado ya de sus almenas. Aquí Guillen de Montpeller, levantando la cortina, hizo ver al conde el arrojo de sus soldados, y le señaló el guerrero desconocido que en aquel instante clavaba el pendón de Barcelona en lo más alto de la fortaleza.

Un grito de: «¡Victoria!» resonó por todo, y el canto de la gala, que entonaban los soldados, animó a todos los caballeros, obligándoles a entrar de nuevo a la tienda para felicitar al conde8.

-Ya veis -dijo el rey de Castilla, que fue el primero de entrar-: Garci-Ramírez de Navarra no nos quiso abandonar; pero no importa: también hemos vencido sin su ayuda. Hoy todo será gloria9.

-Sí -respondió al mismo tiempo el de Moncada-: Alegraos, pues nada os falta ya.

-¡Me falta un goce!... -dijo el conde- que ni el poder, ni el oro podrán darme.

Los caballeros de la tienda se admiraron de tal respuesta, y procuraron esmerarse en ofrecer y preguntar al conde para consolarle.

-Si hace falta dinero yo os ofrezco el mío, y os juro que en la vida os lo reclamaré. Cuando tuviere que ir a Barcelona, ante sus puertas esperaré primero un real permiso.

Así habló el de Moncada10.

-Si sentís la prisión de los amigos Pinos y Sanserni, mañana mismo os prometo, marchar hacia, Granada y hacer que los rediman a la fuerza.

Así habló el Rey de Castilla11.

-Si dudáis por pagar alguna hazaña, o no sabéis que dar al encubierto, el plato de esmeralda es suficiente.

Así habló un caballero genovés más desvergonzado que devoto, creído de que el conde quizá cambiaria los despojos de la conquista por el plato de esmeralda12.

-Si os confunde pensar quién sea acaso el peregrino que nos guía siempre, y que en esta batalla se ha perdido, tranquilizaos, conde: yo me encargo de rezar por su alma piadosa.

Así habló un meznadero inglés, que nunca había creído en la santidad del guía13.

-Si os hace meditar el plan o idea de alguna nueva orden religiosa en pro de aquellos santos genoveses que murieron durante las tres horas, yo os presentaré, conde, un buen diseño del nuevo escapulario y de la regla.

Así habló un joven templario, resentido de la oferta del genovés, y cargando con sátiras sus expresiones14.

-O si os pesa que estén en vuestra tienda aquellos caballeros tortosines que intentaron matar a sus mujeres, decidlo: las heroínas que han peleado juntas en las murallas de Tortosa, vendrán a suplicar por sus esposos.

Así habló un escapado de Tortosa, recordando al conde el valor de las mujeres en el sitio15.

-¡No quiero ver mujeres...! ¡Ni una!..., ¡ni una! -replicó entonces el conde con repentino encono, después de haber hecho una señal negativa con la cabeza a cada ofrecimiento de los caballeros.

-¿No queréis ver mujeres, teniendo hijas? -dijo el de Montpeller como enojado16.

-¡Tengo hijas17, Guillen, pero acordaos que las tuvo también Carlos el Calvo18, y Lotario19 también...! ¿Me comprendisteis?

Respuesta tan extraña admiró más a los caballeros de la tienda, y algunos adivinaron luego a que aludía el conde, recordando que en su mismo palacio se había cometido el crimen de Bausia20. No sabían ya entonces cómo consolarlo, al ver su gran tristeza, y que ni se acordaba de ir a tomar posesión de la ciudad conquistada, cuando la voz de un heraldo atrajo la atención de todos los caballeros.

-Si place al señor Rey, entrarán luego el guerrero encubierto y una dama.

El conde había fijado la vista en la dama, mientras el encubierto se levantaba la visera. Los corazones palpitaban de alegría, en especial el del conde, al ver el humilde ademán de los dos héroes, por cuyo valor era ya dueño de Tortosa. Mientras la visera y el velo se levantaron, el conde dejó caer una lágrima por la que todos vinieron en conocimiento de los héroes. Esta lágrima aumentó la alegría de todos, pues les recordó y les hizo ver cuál era el único goce que faltaba antes al conde, lágrima que este había guardado para cuando pudiese abrazar a su hermana Mahalta y a Ponce de Cervera que fue su robador.

El conde, rey, y los héroes se abrazaron y lloraron. Animado ya entonces por tal goce el conde Berenguer, corrió con sus soldados a tomar posesión de su conquista, pues ya no le faltaba nada para ser feliz y había vencido las dos únicas causas que más le amedrentaban en sus glorias, a saber: la Zuda de Tortosa y el robo de doña Mahalta.

FUENTE

Bofarull y Brocca, Antonio, Recuerdos y Hazañas de los catalanes, Barcelona, Juan Oliveres, 1846, leyenda XII.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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