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La extraña confusión, poco menos que babélica, en que nos hallamos los estudiosos de la literatura frente a conceptos tan fundamentales como el de forma y el de estructura tiene orígenes sin duda muy anteriores al florecimiento relativamente reciente del estructuralismo en el terreno de la crítica literaria1. En un ensayo de 1958 («Concepts of Form and Structure in Twentieth-Century Criticism») René Wellek confesaba haber sentido la tentación, ante semejante enredo, del desánimo y la desesperación: «the temptation is great to throw up one's hands in despair, to pronounce the case another instance of the Babylonian confusion of tongues which seems to be characteristic of our civilization»2. Pero Wellek no podía sospechar hasta qué punto esta dolencia se agravaría durante los años 60, a consecuencia de la generalización de una nueva acepción de la idea de estructura.
El problema, en efecto, con que entonces se enfrentaba Wellek, no suponía ninguna confusión primordial entre el término «forma» y el término «estructura», que él daba por más o menos equivalentes, sino la vieja dicotomía que oponía formas o estructuras, de un lado, a, de otro, materias o contenidos. La idea de forma y la de estructura venían tendiendo a fundirse -desde al menos el Romanticismo- y a hacer frente común en la vieja guerra contra la división, retórica y superficial, de la obra de arte verbal en continente y contenido. Así, en la famosa Theory of Literature, Wellek y Warren recomendaban el uso de las palabras «materiales» y «estructuras» (en vez de «contenidos» y «formas») con la sencilla intención de superar ciertas malas costumbres y simplificaciones rutinarias, es decir, ante todo el empleo tergiversado de «forma» como abstracción, esquema o mera disposición de materias previas, y el de «contenido» como tema sin palabras, orden o concierto3. Para los críticos o historiadores más finos de los años cincuenta -por ejemplo, los que trabajaban en Suiza, como Marcel Raymond, Georges Poulet y Jean Rousset-, «forma», o a veces también «estructura», encauzaba el arduo esfuerzo por percibir la especial integridad de la comunicación literaria. En su libro Forme et signification (1963), muestra espléndida del concepto moderno de forma, Jean Rousset definía de esta manera lo que el crítico —24→ procura aprehender en la obra literaria: «l'épanouissement simultané d'une structure et d'une pensée, l'amalgame d'une forme et d'une expérience dont la genèse et la croissance sont solidaires»4. Salta a la vista que en esta definición «forma» y «estructura» son sinónimos, siendo lo principal el complejo de cualidades que Rousset acentúa con objeto de anular antiguas dicotomías: las dimensiones, podríamos decir, no ya de una forma, sino de una formación, de un proceso, de una serie de actos -ante la experiencia y ante la Historia-, de un surgir, de un llegar a hacer y a ser en que se forjan conjuntamente la concepción poética, el lenguaje poético y el autor (subraya también Rousset) de la poesía5. Me complazco en recordar a Rousset, entre otros motivos porque Jacques Derrida le entendió muy torpemente en su ensayo «Forte et signification»6, donde le atribuye los defectos de la antigua idea -espacial y sucesiva- de disposición o de composición, que el crítico suizo sin duda superaba. Pero mis oyentes podrán suplir asimismo ejemplos españoles de la concepción integral y dinámica de forma, que preside la distinción -entre «forma interior» y «forma exterior»- propuesta por Dámaso Alonso en su Poesía española (1950), y que fundamenta los agudísimos libros de Joaquín Casalduero.
Hasta aquí la fusión -progresivo, lento producto de muchos siglos- de forma y de estructura. Volveré sobre ella dentro de un momento. Conviene señalar sin más tardar el auge actual de algo debido a la irrupción del estructuralismo y que merece el nombre de confusión: la apresurada inclinación, más o menos elegante, a hablar de «estructuras» sin alterar sensiblemente la concepción anterior de forma/ estructura, o sea, como si el estructuralismo no arrancase de otras premisas o no aspirase a resolver otros problemas. Hace ya casi un siglo un filósofo alemán, Hans Vaihinger, elaboró una Philosophie des Als Ob, una «filosofía del como si», aparentada con lo que se denominó también «ficcionalismo». Pues bien, hoy prospera por doquier la «crítica del como si», de quienes destacan estructuras como si fueran estructuralistas, o como si el estructuralismo no existiera. Tan evidente es esta inclinación, y tan numerosos los matices de toda confusión, que no creo necesario dar ejemplos. ¡Cuántos libros se ciñen a barajar un juego de polaridades (héroe/objeto del deseo, verdugo/víctima, noche/día, etcétera) limitadas a un solo libro o a un autor único, y que no nos ofrecen sino un análisis temático lógicamente ordenado con arreglo a un principio de oposición! Ordenación temática que muchas veces no coincide con los objetivos, unitarios y estéticos, de la noción tradicional de forma/estructura, y que permite que incluso ciertos críticos muy allegados al estructuralismo apelen solapadamente a ella. Así, Tzvetan Todorov, en su espléndida Poétique de la prose (1971), cuya orientación teórica es muy firme («il faut se garder de deux positions extrêmes», —25→ dice: «croire qu'il existe un cede commun à toute littérature, affirmer que chaque oeuvre engendre un cede différent.»7), nos aclara los objetivos individuales de organización de La Quête du Saint-Graal y de los relatos de Henry James. En ambos casos se trata de la busca de un sentido, de la «quête d'un cede»8, de la «quête de la vérité»9. Pero no es él, sino Greimas, quien imputará tal busca a toda narración. Y, sin embargo, Todorov reprocha al Gérard Genette de Figures (1966) sus propósitos individualizadores (¡aquella critica individualizzante que en su época exigía Croce!), no sabedor de que la obra única es objeto de ciencia «à condition qu'elle nous fasse découvrir les propriétés de tout le système d'expression littéraire ou bien de ses variétés syncroniques et diachroniques»10.
Claro está que simplifico y que la amplitud de mi tema me obliga a desbrozar el camino sin miramientos. Simplifico y no sólo por el limitado espacio de que dispongo. No conozco otro modo de hacer frente a las confusiones, sin calcarlas o extraviarse en ellas; pero confío en que los especialistas sabrán corregir los abusos de semejante osadía.
Sabido es que el estructuralismo de los años 60, remozado o inspirado por la aplicación del modelo lingüístico saussuriano a la antropología, ha replanteado con extraordinario vigor una serie de cuestiones que yacían más o menos ocultas o latentes en los usos previamente intercambiables o indeterminados de los vocablos «forma» y «estructura». Ante todo, nos ha situado ante una auténtica disyuntiva de índole teórica. Nos hallamos ahora ante dos objetivos polares, ante dos géneros de concepción. Por una parte, ante los sentidos tradicionales de forma/estructura, encaminados a designar ciertos aspectos unitarios, literarios (o artísticos, si se prefiere) y perceptibles de la obra individual. Por otra parte, ante el alcance que, con profundidad y talento sin igual, Claude Lévi-Strauss ha atribuido a la idea de estructura. La estructura, según él (a diferencia de Saussure o de Radcliffe-Brown), no pertenece al orden de la observación empírica. La estructura no revela una mera coherencia interior, más o menos profunda, «un arrangement quelconque de parties quelconques» (la vieja dispositio, diríamos nosotros, de las retóricas o poéticas del Renacimiento) -insiste Lévi-Strauss en su discurso inaugural en el Collège de France (1960)-. Limitémonos, para abreviar, a unas palabras de este discurso: «n'est structure que l'arrangement répondant à deux conditions: c'est un système, régi par une cohésion interne; et cette cohésion, inaccessible à l'observation d'un système isolé, se révèle dans l'étude des transformations, grâce auxquelles en retrouve des propriétés similaires dans des systèmes en apparence différents»11. Soslayemos la primera condición, la de una cohesión interna, cualidad o principio de unidad o de individuación que la crítica o poética, en el terreno literario, viene percibiendo desde antiguo mediante las distintas versiones de la idea de forma /estructura. En este contexto lo primordial es la segunda exigencia, que, con la ayuda de otros escritos de Lévi-Strauss, resumiremos así: las relaciones de coherencia que se descubren en una entidad singular sólo son estructuras si éstas, tras cotejo con los componentes de otras entidades, originarias preferentemente de otras culturas o civilizaciones, se nos aparecen como manifestaciones o transformaciones locales de un conjunto o código más amplio, y hasta universal, de signos potenciales. Las estructuras suponen y manifiestan un repertorio coherente y latente de metaestructuras. Recuérdese, por ejemplo, —26→ la ya famosa lectura de «La gesta de Asdiwal», relato mítico de los indios Tsimshian de Norteamérica. El héroe Asdiwal surge como mediador entre una serie de términos opuestos, como el agua y la tierra, lo alto y lo bajo, la caza marítima y la caza en las montañas. Diferencia Lévi-Strauss entre unas «secuencias» (séquences), compuestas por unos sucesos básicos en su orden cronológico o sintagmático, y unos «esquemas» (schèmes) verticales, superpuestos y simultáneos (comparables al «eje de selección» de Jakobson), de carácter geográfico, cosmológico, sociológico y tecnoeconómico: Este/Oeste, cielo/tierra, residencia patrilocal/residencia matrilocal, hambre/caza, etc. Otras versiones de mitos similares agregan ciertos sucesos y construyen otras secuencias, pero lo que éstas comparten no es una secuencia horizontal común (según ocurre en Propp), sino unos sistemas o metasistemas de esquemas míticos verticales sin los cuales no serían concebibles los diferentes relatos singulares12.
No es ésta la ocasión para preguntarse por qué esta índole de exigencia y de investigación, este «conjuntismo», parece tan hondamente propio de nuestro tiempo, ni para valorar su legitimidad. El comentario de textos a la antigua -ese comentario del que una vez dijo Barthes que había entrado en crisis-, instalado en la individualidad, en la singularidad, daba por entendido o aceptado un marco establecido, un desarrollo temporal, un orden envolvente (histórico, o social, o nacional, o cultural), en el que hoy muy pocos se atreven realmente a apoyarse. La búsqueda de metaestructuras universales acaso responda a un requerimiento de «sentido» en un mundo abandonado a sus aparentes incongruencias y fracasos, unido especialmente tan sólo por las ciencias naturales, y filosóficamente tan sólo por cierta lógica: un mundo en que el suceder y la sucesión -sea en la Historia, sea en el discurso poético o narrativo- ya no ofrece un irrebatible punto de partida. Pero no basta, en el campo literario, con reiterar la palabra «estructura», ni conviene dar gato por liebre. Hipótesis imprescindible, en la estela del estructuralismo, es la necesidad explicativa de un vasto conjunto lógico en el terreno de la poesía, o del mito, o del folklore, o de cualquier sector cultural, análogo al código (a la langue) de los lingüistas o etnólogos de abolengo saussuriano. Las formas de una obra poética singular no suponen necesariamente unas metaformas universales. O si las suponen, se trata de unas premisas y unos objetivos, en mi opinión, muy distintos. Pues las oposiciones lógicas en que profundiza el estructuralista tienden a ser, en la mayoría de los casos, de índole temática. Si aislamos, por ejemplo, en un poema los términos «agua/tierra» o «día/noche», desde semejante punto de vista, estos componentes tienden a perder su función totalizadora, simbólica, o formal, y a reducirse a un nivel temático. Es decir, al de mero contenido -que es lo que la idea anterior de forma/estructura procuraba superar.
Así las cosas, parece que las confusiones de nuevo cuño nos obligan a hacer marcha atrás, trayéndonos a la memoria las contradicciones teóricas del pasado, los problemas, esfuerzos y descubrimientos que hicieron paulatinamente posible aquella fusión de forma /estructura a la que aludí al principio de esta comunicación. Pues, en efecto, las oposiciones temáticas del pseudoestructuralismo actual, ¿no guardan algún parentesco, o parecido, con la vieja dispositio, el viejo ordo, de las Retóricas tradicionales? ¿Tanta distancia va de la combinación en «secuencias» de unos motivos tomados de unos «esquemas» verticales o mentales, como en los discípulos literarios de Lévi-Strauss, a la ordenación neoclásica y retórica de unos tópicos o temas anteriormente existentes? He hablado de una fusión de forma y estructura, es decir, más generalmente, del intento de trascender la dicotomía de continente y contenido, de materiales previos y de características formales —27→ independientes (como la prosodia), dando a entender que ha sido ésta una de las conquistas principales de la crítica moderna, del Romanticismo hasta nuestros días. Pero, de ser más exactos, advertiríamos que el término «estructura» se ha visto allegado muchas veces, del siglo XVII al XIX, a una concepción retórica -superficial y pegadiza- de la integridad de la obra poética. Por el contrario, la tradición de la «forma», de claro origen aristotélico, es la que viene pugnando desde antiguo por la idea dinámica, integral e imaginativa de identidad o unidad poética. Volvamos, pues, hacia atrás, siquiera muy someramente.
La metáfora de «estructura», que se abre camino durante los siglos XVI y XVII, debe su origen a la arquitectura, aunque la fuerza primera de la metáfora, como en tantos casos, haya ido poco a poco desapareciendo. Boileau en su Art poétique (donde no se menciona ninguna «forma», desde luego, por motivos que luego veremos) alude a la casa de un amigo (IV, 10-12):
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En España uno de los primeros usos -ya literario- se halla en las Anotaciones de Fernando de Herrera, que comenta del siguiente modo el final del primer cuarteto del Soneto XVIII de Garcilaso («... la cual a quien no inflama, o no conquista con su mirar, es de sentido fuera»): «las palabras y la estructura dellas hacen difícil significado»13. Se trata aquí de «construir», como en los ejercicios de sintaxis y traducción latinas, la frase de Garcilaso, o la disposición y ordenación de sus palabras. «Estructura» (de structura, «construcción, fábrica», derivado de struere) se aproxima a «construcción», «ordenación de materiales». Se trata de una de las muchas nociones espaciales o visuales, tan propias de la oratoria, contra las cuales luchará Lessing en su Laokoon. Origen que subraya vigorosamente Derrida: «or, stricto sensu, la notion de structure ne porte référence qu'à l'espace, morphologique ou géométrique, ordre des formes et des lieux. La structure se dit d'abord d'un ouvrage, organique ou artificiel, comme unité interne d'un assemblage, d'une construction; ouvrage commandé par un principe unificateur, architecture bâtie et visible dans sa localité»14.
Bien clara queda la proximidad de estas primitivas acepciones de «estructura» -sobre todo durante los años más pobres de neoclasicismo teórico, del XVII al XVIII- a la tradición multisecular de las retóricas, y también a la de ciertos comentarios de Horacio (en cuya Arte poética el lucidus ordo ocupa sitio y viene a reducirse a una exigencia de unidad, de igualdad o de congruencia: versos 1, 41 ss.). En Cicerón, en Quintiliano, en las retóricas medievales, huelga recordar que la identidad de la obra literaria se define también desde un punto de vista cuantitativo y distributivo. Se insiste no en la síntesis, sino en la suma de unos componentes. Se recomienda no la integración, sino la colección y ordenada presentación de unos materiales -argumentos, ejemplos, antecedentes, tesis, causas y otros elementos legal o forénsicamente aprovechables- previamente existentes. Como tales materiales de construcción, cabe yuxtaponerlos y también transponerlos o distribuirlos de distintos modos. Desde un ángulo actual, no negaremos, por supuesto, que tal trabajo de ordenación o de composición interviene en la creación poética, en algún nivel o en algún momento (que no coinciden con aquella identidad, aquel dinamismo y aquel significante total que son un complejo de —28→ formas). Pero lo que aquí acentúo es la ceguera opuesta, la limitación al proyecto distributivo, que caracteriza al tratadista de retórica. Proyecto nada vago, por cierto: no un «arrangement quelconque de parties quelconques», sino, con clara confianza didáctica, una determinada disposición de partes determinadas. (Se pide una decisión consciente: no ese choix enigmático, como en el estructuralismo, del espíritu individual, enigmáticamente vinculado con un código universal.) El discurso tiene, antes que nada, sus partes. En Quintiliano éstas son cinco (proemium, narratio, probatio, refutatio, peroratio - Inst. Orat., III, 10). Pues bien, para nosotros es bastante más grave la división en cinco del «arte del discurso», a saber, en inventio, dispositio, elocutio, memoria, pronuntiatio (III.3.1). O sea, primero se «inventa», primero se elige lo que se va a decir, se escogen las materias (res). Luego éstas se disponen. Después se halla el modo de expresión. Y por fin todo ello se rememora y pronuncia ante un público. Los modos de expresión (verba) no habrán intervenido ni en la invención ni en la disposición de los temas. Algunos tratadistas -agrega Quintiliano- requieren ordo, pero ello es innecesario, «como si la disposición fuera otra cosa que la colocación de las materias en el mejor orden posible» (III.3.8: «quasi aliud sit dispositio quam rerum ordine quam optimo collocatio»). La «división» consiste en dividir grupos de cosas en sus componentes singulares, la «partición» supone un conjunto individual que se separa y forma diversos elementos, el «orden» coloca las cosas de manera coherente, y la dispositio no es más que la distribución de las cosas en los lugares que conviene que ocupen -es decir, distribución claramente práctica, útil, utilis, espacialmente dirigida hacia unos lugares, locos (VII.1): «sit igitur... divisio rerum plurium in singulas, partitio singularum in partes discretio, ordo recta quaedam collocatio prioribus sequentia adnectens, dispositio utilis rerum ac partium in locos distributio». La dispositio -aquel antepasado de la «estructura»- es el uso local de materias potenciales. Escribir, o pronunciar un discurso, es elegir y colocar unos temas «disponibles».
Tan distante de tal planteamiento, y tan distinto, el concepto moderno de forma /estructura halla sus más profundas raíces, según nos vienen diciendo los especialistas, en la Poética de Aristóteles. Concepto originario que durante siglos se difuminó, debilitó o perdió de vista: Wellek llega hasta a afirmar, al principio de su History of Modern Criticism, que la intuición formal aristotélica no se volvería a recobrar hasta el siglo XVIII (el Prerromanticismo)15. ¿Hace falta resumir aquí unas ideas tantas veces comentadas y debatidas? ¿O recordar el contraste, verdaderamente deslumbrante, entre instrumentos retóricos como la dispositio y las intuiciones formales de la Poética? No apuntaré en esta ocasión, y como una ayuda a la memoria, sino dos o tres citas y observaciones.
Aristóteles está a punto de exponernos cuáles son los seis elementos principales de la tragedia. Sin más tardar va a destacar cuál es el más importante de todos: 1450a15: «el más importante de estos elementos es la estructuración de los hechos» -traduce V. García Yebra16 («the structure of the events», según G. F. Else; «rerum compositio», en la versión latina de Antonio Riccoboni, publicada en 1579; «la composizione delle cose», con arreglo a L. Castelvetro, en 157017) ¿Nos hallamos acaso ante algo como una disposición o acumulación —29→ de materias o de partes? No, en absoluto, eso vendrá bastante después, y Aristóteles aclarará que con ello pasa a un criterio cuantitativo: «desde el punto de vista cuantitativo y en las que se divide por separado [las partes de la tragedia], son las siguientes: prólogo, episodio, éxodo y parte coral» (1552b15)18. Pero ahora no, cualitativamente, la estructuración señalada es la de la fábula (mythos): «llamo aquí fábula a la composición de los hechos» (1450a5), siendo este elemento tan esencial, tan integrador, tan susceptible de abarcar el conjunto de la tragedia, que Aristóteles por analogía lo llama su alma (psyké): «la fábula es, por consiguiente, el principio y como el alma de la tragedia» (1450a35). En efecto, la fábula -he aquí la intuición formal- es un todo cuyos componentes son solidarios e inalterables (diríamos hoy: un sistema): «es preciso... que... la fábula, puesto que es imitación de una acción, lo sea de una sola y entera, y que las partes de los acontecimientos se ordenen de tal suerte que, si se traspone o suprime una parte, se altere y disloque el todo; pues aquello cuya presencia o ausencia no significa nada, no es parte alguna del todo» (1451a30-35). Claro está que el análisis racional es muy dueño de desentrañar los componentes de la fábula, e incluso de distinguir entre la fábula simple y la compleja, siempre que se dé por entendida la solidaridad que de hecho entrelaza esos componentes. En las fábulas complejas el «cambio de fortuna» va acompañado de «reconocimiento» (o «agnición»: anagnórisis), o de «peripecia», o de ambas cosas; pero, mucho cuidado: «éstas deben nacer de la estructura misma de la fábula, de suerte que resulten de los hechos anteriores o por necesidad o verosímilmente» (52a18-20). Estos conceptos hacen resaltar hasta qué punto la fábula, que es temporal o sucesiva, es asimismo sistemática o indivisible -como también la idea de «nudo» y de «desenlace» (1455b26-28) y hasta la definición de «principio», que justifica el que cierta crítica actual haya indicado en Aristóteles el origen de la comparación (Herder, Goethe, etc.) entre organismo vivo y obra de arte: «principio es lo que no sigue necesariamente a otra cosa, sino que otra cosa le sigue por naturaleza en el ser o en el devenir» (1450b27). La noción de fábula, en suma, iluminada ante todo por el «reconocimiento», por ese momento -del Edipo de Sófocles, de Ifigenia, o de la Odisea- en que un saber es como el fruto maduro de todo lo precedente y el arranque del desenlace, no es ni pura «estructuración» ni puro «contenido», sino el perfil mismo, la sucesiva integración o progreso unitario de los acontecimientos.
Pese a ciertas diferencias, desde luego inevitables, con el concepto moderno de forma/ estructura, es evidente el parentesco de estas ideas de la Poética con la definición reciente, pongo por caso, de la fina germanista Elizabeth Wilkinson, para quien la obra de arte es «a structure of qualitative relations. It involves all possible relations between every one of its elements, every kind of likeness and difference -in a work of literature even the likenesses and the differences between one idea and another, one thought and another. All these relations are present as elements of form, not as content. The content of the work, the Gebalt, is a property implicit in this total structure of relations». La profesora Wilkinson en esta ocasión se adhiere a ciertas ideas del Romanticismo alemán (Goethe, Schiller, y el uso de tres términos: Gehalt, o contenido, y como condiciones de éste, Stoff, o materiales, y Gestalt, o forma) que aún hoy, en mi opinión, una lectura de Aristóteles (influencias directas aparte, que no vienen a cuento) nos ayuda a —30→ entender mejor. Es el aspecto «integral» del concepto de forma en Aristóteles. Concepto que ofrece otros aspectos y otras lecturas modernas, desde el punto de vista, por ejemplo, del carácter «dinámico» del trabajo del escritor o del artista: la forma como formación, decíamos antes, como principe actif19, como acción y desarrollo, actividad formadora, Formwille20 voluntad de forma, y, en definitiva, respuesta transformadora a la vida, la sociedad y la historia.
La forma y la materia, para Aristóteles, son categorías inmanentes que hacen posible que los objetos reales sean pensables. Estas dos categorías de las cosas son mutuamente relativas. La materia pura es impensable. La materia no se contrapone al espíritu, sino a la inminencia de una forma que permita la actualización de una sustancia real. La forma no es una realidad completa, y no se contrapone a ningún contenido, sino a la materia sin la cual ella, la forma, sería tan inconcebible como inútil. «La forma -resume Ferrater- es lo que determina la materia, lo que convierte su indeterminación en realidad; es actualidad, ser actual frente al ser potencial o posible de la materia»21. Se trata de pensar el mundo, pues, pero un mundo donde las cosas cambian, se convierten, llegan a actualizarse: es decir, de discernir aquellas categorías inmanentes en las cosas que hagan posible pensar a la vez el Ser y el Movimiento, el Ser y el Cambio. En la Física la idea de forma procede del análisis del devenir22, de la definición interna de la naturaleza como cambio y movimiento, y de la materia como substratum de las alteraciones del mundo sublunar y de sus juegos de contrarios23. O con palabras de O. Hamelin: «dans le changement, la forme est ce que la matière devient. Au point de vue de l'analyse statique, la forme est le déterminé et, dans les choses, abstraites, la différence. Pour retourner au devenir, elle est l'acte. Au point de vue de la connaissance, elle est le connaissable par soi. Au point de vue de l'être, elle est ce qu'il ya de plus réel»24.
Ahora bien, yo quisiera indicar una omisión flagrante, una de las omisiones más decisivas que recordarse pueda en la historia de la teoría literaria. El terreno es sumamente arriesgado, para quien no es helenista, ni experto en estas lides aristotélicas. Pero la cuestión, lo repito, es decisiva, respecto a la Poética y asimismo a todo el amplio tema que toco en esta comunicación. Yo quisiera indicar la omisión siguiente: la contraposición de forma y materia, cuya función es esencial en la «Metafísica» de Aristóteles, no aparece en la «Poética» del mismo filósofo.
Las palabras que cité hace un instante, «la estructuración de los hechos», 1450al5, en la versión de García Yebra («the structure of events», en la de Else), en griego son: pragmáton systasis. El sustantivo systasis (en la acepción segunda del Diccionario de Liddell y Scott: «composition, structure, constitution») se emplea otras veces, por ejemplo, al explicar que el reconocimiento y la peripecia «deben nacer de la estructura misma de la fábula» (1452al8: systáseos tóu mythou). También se utiliza el término táxis, «orden», propio más bien de las retóricas (Ar., Rh., 1414a29). Pero no se habla, por ejemplo, de la fábula como «forma de la acción», o como «forma de la tragedia», aunque sí, lo que viene a connotar casi lo mismo, del «alma de la tragedia». Los vocablos griegos que, como eidos y —31→ morphé, significan no sólo la forma exterior y visible (en latín, figura), sino la forma latente, inteligible, según Platón o Aristóteles, no tienen aceptación o cabida como términos técnicos en la Poética. En alguna ocasión morphé aparece en su acepción usual de «aspecto», «aspecto visible», al hablar, por ejemplo, del arte del pintor o retratista, que reproduce «la forma de aquellos a quienes retratan» (1454b8 ss.): uso corriente de forma que se reitera en las versiones de Riccoboni y de Castelvetro. Pero los tratadistas del Renacimiento italiano, de la época en que la Poética por fin renace y vuelve a la vida, no rectifican ni tienen por qué rectificar la curiosa ausencia, en el gran texto de teoría literaria, de la clásica contraposición de materia y forma -clásica y primordial para la Física, la Metafísica y sus innumerables secuelas medievales.
Dejemos a los especialistas la posible explicación de aquella ausencia. ¿Acaso para Aristóteles -me limitaría a preguntarles- no era una tragedia, o una epopeya, una sustancia, un ente real, comparable a aquellas cosas reales en las que intervienen una materia y una forma? O, más bien, habida cuenta de que en la ontóloga aristotélica sólo los entes individuales son reales, ¿no pasa la tragedia de ser un «género», o una «especie», desprovista como tal de materia o forma singular? ¿Y la fábula de ser una acción más o menos compleja, o compuesta, y desprovista, por tanto, de materia y forma singulares?
Hipótesis, esta última, muy discutible; pero si fuera válida, se podría suponer que nada impedía al crítico, en la práctica, aplicar la idea de forma a una tragedia determinada, o a cualquier texto literario individual. Como quiera que fuera, las consecuencias de tal disyuntiva no son enigmáticas ni sorprendentes. En la práctica, la especialización es hábito muy antiguo. Durante siglos, las más de las veces la teoría de la literatura y la metafísica han seguido unos caminos relativamente independientes. La superación de la idea de forma como categoría meramente singular, en un campo, como la teoría literaria, donde se determinan conceptos genéricos o generales -superación no explicitada por el propio Aristóteles en su Poética-, seguirá siendo uno de los problemas interminablemente debatidos por la crítica: de ese itinerario de la crítica que, según Wellek, ha sido «a series of debates on recurrent concepts, on "essentially contested concepts"»25. Hay quebraderos de cabeza ineludibles, que los unos afrontan y los otros aplazan.
Los filósofos medievales, ellos sí, debatieron el problema planteado en la tradición aristotélica por la pluralidad de las formas. La escolástica del siglo XIII -Santo Tomás, Pecham, Middleton- interrogó la diversidad de las formas, preguntándose si hay distintas clases de formas organizadas jerárquicamente, si conviene distinguir entre las accidentales y las sustanciales, las racionales y las corporales, las inherentes y las puras (o separadas), etc. Al aristotelismo se remontan también las discusiones en torno al «principio de individuación», principium individuatonis -lo que explica que algo sea un ente individual-, desde el origen de la singularidad de las cosas. Pero no es éste el camino que quiero evocar en estas páginas, ya que el seguido por la teoría literaria ha sido otro, tras una bifurcación, según acabamos de ver, que se remonta a la Poética misma de Aristóteles.
Cuando la Poética vuelve a leerse y a comentarse en Europa durante el siglo XVI, conviene siempre saber desde qué premisas -aristotélicas o no- se interpreta el texto de Aristóteles. La superabundancia de descubrimientos y de orientaciones, el eclecticismo y el sincretismo son rasgos muy propios de aquella pletórica etapa cultural que llamamos el Renacimiento. Bernard Weinberg ha mostrado en cuántos casos una definición aristotélica se coloca en un contexto —32→ retórico, horaciano o neoplatónico. Así, la cuestión de la forma se plantea una y otra vez, pero con resultados diversos, confusos o encontrados. El primer gran comentario de la Poética, el de F. Robortello (1548), se doblega ya a los propósitos retóricos y horacianos, al intento de producir ciertos efectos -útiles o placenteros- en cierto público26. Otros comentaristas, ante el tema de la forma, apelarán a sus conocimientos y esquemas escolásticos, llegando a conclusiones curiosas: para A. Lionardi (1554), que reduce a tres las consabidas cuatro causas, «nella forma che è l'eloquenza, nella materia, che è la cosa proposta, e nel fine, che è l'uditore, consiste ogni orazione e parlamento»27; y para L. Salviati (1564), la causa formal es «l'invenzione»28. Asimismo se abre camino un preformismo de inspiración neoplatónica. El poeta imita o reproduce un molde formal previo, que es más bien como un modelo o una «idea». Así, por ejemplo, en la glosa horaciana, con ribetes aristotélicos, de F. Pedemonte, que es de 154629; y sobre todo en los tratados del Tasso. De los Discorsi del poema eroico (1594) del ya famoso poeta dice Weinberg que ocultan «a hidden Platonism, to the extent to which he sees behind every poem or every part of a poem an Idea which the poet seeks to imitate through the happy combination of matter and form»30. Pasando a otras actitudes, no es de sorprender que algunos confundan el principio formal con la versificación, como Francesco Patrizi (1586) e incluso Castelvetro en cierto pasaje de su gran comentario (1570)31; y hasta que unos tratadistas propongan, desde una fina intuición aristotélica, que la favola puede identificarse con la forma. «La favola..., forma e anima e fine del altre parti»32, define A. Segni en su defensa de la poesía y de Petrarca (defensa de tipo más bien platónico), en 1581; «la favola, che è la parte sostanziale e quasi la forma e l'anima del poema»33, según D. Atanagi (1559); y con análogos términos se explica F. Buonamici hacia fines de siglo (1597)34.
Por lo general, en el umbral del siglo XVII, Bernard Weinberg concluye que la asimilación conjunta de las diversas tendencias teóricas del siglo XVI italiano ha conducido al predominio de la inclinación retórica. Las cualidades de la obra literaria vienen a entenderse mediante el estudio de sus efectos. Las virtudes unitarias del poema vienen a asemejarse a las del discurso bien hecho, bien dispuesto. «One came to think of form, in the broadest sense» -recapitula Weinberg- «as properly achieved when the requirements for "inventio", "dispositio", and "elocutio" had been satisfied»35. Las puertas estaban abiertas de par en par, podríamos añadir nosotros, para la aceptación neoclásica de la metáfora retórica de «estructura».
Volvemos así a nuestro punto de partida, a ese lento, progresivo, incesante esfuerzo, desde mediados del siglo XVIII y el Prerromanticismo, por redescubrir la integridad y la pertinencia crítica de un principio formal, o formal/estructural, que da cabida y encierra dentro de sí las materias y elementos temáticos de la obra literaria. Una y otra vez se volverá a percibir que la dicotomía de forma y materia tiende a disolverse en el poema, el drama o la narración, y que lo que —33→ hace posible tal formación o transformación no es la mera disposición de unos temas, o composición de unas partes, o uso de unos cauces de versificación. Son de sobra conocidas las etapas principales de este itinerario crítico, que no cabe desde luego resumir aquí, y que sólo mencionaré, muy alusivamente, con la intención de que el lector recuerde en cuántos casos y hasta qué punto la defensa de tal o cual concepto de forma suponía una polémica o una reacción: la necesidad de superar las ideas neoclásicas de disposición o de estructura, mostrando su equivocada superficialidad. Aludo a Lessing, que descubre ya en su Hamburgische Dramaturgie que el teatro francés en realidad no se basa en los preceptos formales de Aristóteles y de la tragedia griega. Aludo a la idea de innere Form, que se remonta a Shaftesbury y James Harris, contraponiéndose a la äussere Form neoclásica, y viene a desembocar en el concepto de forma orgánica u organische Form, en Herder y Schiller, en Goethe y los hermanos Schlegel: téngase presente el comienzo de las famosas conferencias vienesas de A. W. Schlegel, Ueber dramatische Kunst and Literatur (1817), donde, en defensa de Shakespeare, se acentúa el contraste entre «forma mecánica» y «forma orgánica». No puede subrayarse bastante, por supuesto, la importancia de esta «analogía biológica» para la crítica del siglo XIX. Me refiero a las reacciones y polémicas implícitas en la obra crítica de Coleridge, de De Sanctis, que aísla la «parte meccanica e tecnica della forma»36, de Croce, y del antipositivismo que impulsa los movimientos críticos de las primeras décadas del siglo XX. Tengo presentes, claro está, la Formgeschichte alemana (con el influjo durante los años 20, en Oskar Walzel y otros, de la psicología Gestalt y su concepto de estructura perceptible), Herbert Read (que, a diferencia de tantos otros, sabía de estética filosófica y conocía la noción de significant form en Clive Bell y Roger Fry), T. E. Hulme (que debe a Worringer la distinción entre «abstracción» y «empatía»: de ahí su «forma abstracta» y «forma orgánica»37), el formalismo (más que polémico, excesivo) de Paul Valéry, el extraordinario Formalismo ruso (que, en cierto momento de su desarrollo, reconoce en la «literaridad» de la obra y sus correlaciones formales un complejo de funciones que componen un conjunto y suponen un enlace con otros sistemas y series literarias e históricas), la Estilística alemana, italiana e hispánica (con los escritos teóricos, ya en los años 20, de Amado Alonso, recogidos en su Materia y forma en poesía38), los críticos suizos de los años 50, etc. De este itinerario de la crítica puede tal vez decirse lo que Harry Levin, en su Gates of Horn, de la historia de la novela: que para cada gran autor o movimiento la busca de la «realidad» y de la «verdad» pasa por la demostración de que los escritores anteriores no habían entendido, no habían visto bien lo real y lo verdadero.
Permítanseme ahora dos palabras acerca de uno de los primeros componentes de esta larga enumeración, con objeto de destacar que, si bien la tradición de la definición de la forma puede generalmente relacionarse con un remoto origen aristotélico, hay otros parentescos muy significativos. La idea de innere Form, en sus principios, es de inspiración neoplatónica. Dato sugestivo, que pone de relieve lo que siempre ha sido el difícil problema planteado por la «tradición aristotélica»: el de la relación entre la forma y la Forma, entre las formas individuales y las formas generales.
El concepto de «forma interior», que el neoplatonismo inglés legó al Romanticismo —34→ alemán (y a Alexander von Humboldt, que con su innere Sprachform lo aplica al lenguaje), se hallaba ya -decíamos- en el conde de Shaftesbury (1711). Denomina Shaftesbury inward form (el éndon eidos de Plotino) algo como un principio espiritual de las cosas que es a la vez forma o diseño de éstas y una «fuerza formadora» o forming power. «the Beautiful, the Fair, the Comely, were never in the Matter, but in Art and Design; never in Body itself, but in the Form or Forming Power»39. Este principio modelador de las cosas revela en ellas la presencia o participación de «the Forms which form», en virtud de las cuales el mundo se nos aparece como una serie de systems, y, más allá de éstos, puesto que el mundo es unidad y armonía -«all things in this World are united»40-, como un sistema universal, «a universal system»41. Ahora bien, está claro que para Shaftesbury lo corpóreo y material es desdeñable, y que la «forma interior» de los seres trasciende y supera su mera materialidad. Las apariencias son insuficientes, y el hombre debe desconfiar de los datos de los sentidos: «the right Enthusiasm should not draw upon external Proportions, Magnificence of Structures, Ceremonies, Processions, Quires, and those other Harmonies which captivate the Eye and the Ear»42. Neoplatonismo que se acusa en James Harris -Hermes, 1751- y en el célebre J. J. Winckelmann, que descubrir en las grandes obras de arte de Grecia no la «imitación de la naturaleza», sino la encarnación de unos ideales de Belleza superiores43.
La aplicación de estos conceptos a la crítica artística o literaria, como reacción contra el neoclasicismo, sería sin duda fecunda durante el siglo XVIII. Pero no deja de sorprender que cierta crítica alemana de nuestro siglo -F. Strich, O. Walzel, R. Schwinger, W. Kayser44- haya seguido recurriendo a esta terminología. Se puede intentar, con Fritz Strich, diferenciar una «äussere-» de una «innere Sonettsform». La forma exterior sería una estructura genérica reducida ante todo a las premisas de la métrica: las estrofas y rimas del soneto italiano, o del shakesperiano, o del soneto con estrambote, etc. La forma interior sería el devenir o proceso que modela, las correlaciones y tensiones temáticas, la profundización en un sentimiento o en un objeto, la preparación de una sorpresa, el efecto gradual de unas reiteraciones, de unas asimetrías o de unas variaciones, etc. Pero este complejo de formas está estrechísimamente ligado -por vía de paralelismo, de oposición, de desplazamiento, etc.- con el esquema estrófico y el juego de rimas del soneto. (Digo complejo de formas, ya que habría que discernir la función formal de las imágenes, la acción, el estilo, las ideas -es decir: observar los distintos niveles o estratos del poema45.) No es concebible la asimetría o, al revés, la proporcionalidad —35→ temática de un soneto, por ejemplo, sin la básica asimetría de los cuartetos y tercetos. La correlación trimembre de un soneto de Francisco de Medrano, tal como la interpreta Dámaso Alonso, puede muy bien implicar la recapitulación del terceto final. Así, pues, son justas las críticas formuladas por Elizabeth Wilkinson46 y René Wellek al concepto de innere Form. La frontera -«the boundary line»- entre la forma interior y la exterior, advierte Wellek, permanece completamente oscura47. Lo grave, claro está, es postular la existencia de tal frontera. No se puede partir un poema por gala en dos y luego afanarse por desentrañar ese principio unitario que denominamos forma. Es más: nos hallamos no sólo ante la escisión, ab ovo, sino ante la negación de unos componentes fundamentales del poema. Este error es lo que el origen neoplatónico del concepto de forma interior ha venido a aclararnos. La profundidad y la superficie se requieren mutuamente; y de poco nos sirve la prevención idealista contra la materia o la materialidad de la obra: contra lo que Shaftesbury llamaba «the Body», el cuerpo, de las cosas. En su ansia de salvar la forma, el neoplatonismo va demasiado lejos (como el neoclasicismo de la dispositio temática, pero en dirección contraria) y excluye la materia, cuyo enlace con la forma se necesitaba precisamente comprender.
Confesaré sin rodeos que mi opinión, en el campo de la crítica literaria o artística, de los idealismos -neoplatónicos o postkantianos- es totalmente negativa. Sin duda es muy dueño el filósofo de adherirse a semejante sistema o ideología. Pero, tratándose de la aprehensión de la obra de arte, los resultados suelen ser desastrosos por la sencilla razón de que la experiencia del arte arranca siempre de una percepción, pasa siempre por los sentidos, y que, por tanto, toda concepción de lo sensorial como degradación está reñida con el entendimiento afirmativo y suficiente de la pintura, la música o la literatura. Los sordos -de nacimiento o de vocación- podrán crear sinfonías, pero no son útiles para la crítica musical48. «L'absente de tout bouquet» se integra en un verso de Mallarmé, pero no puede, como tal ausente, ser objeto de experiencia sensorial y estética; y lo que sí sentimos, en última instancia, es la enorme sensualidad fónica de los versos de Mallarmé. Siendo todo esto evidente, no se me oculta, sin embargo, que lo que podríamos llamar la «tentación platónica», o la tentación idealista, tiene su sitio y su explicación como respuesta al problema suscitado por la tradición «aristotélica», es decir, por el del tránsito posible de las formas individuales a las formas generales.
Aun dentro de una tradición en la que predomina el análisis de las formas singulares, difícil es eludir el encuentro con aquellas relaciones -o Formas- que se nos aparecen como familiares, básicas, reiteradas o generales. ¿Cómo no pensar alguna vez, con ellos, con los idealistas, que el número de las obras, el número de las cosas, según decía Borges, es superior al número de las formas o de las estructuras? «Nous avons trop de choses» -meditaba Flaubert- «et pas assez —36→ de formes»49. La forma tiende sin duda a lo individual, lo singular, la «diferencia»: es un principio activo de individuación. Pero nos hallamos ante algo como un proceso, un afán, un esfuerzo, que implica el uso, muchas veces, en primer lugar, de formas previamente existentes. Qué duda cabe, en segundo lugar, que el observador del producto terminado no sólo conoce sino reconoce una relación con otros sistemas y otras series (según explicaban ciertos formalistas rusos). Esta conciencia de un parentesco, esta alusión que vemos en una obra a otras obras, es lo que con frecuencia llamamos «estilo». Si todas las grandes catedrales góticas comparten un mismo diálogo entre lo horizontal y lo vertical -tensión y enlace mediante el cual triunfa la verticalidad-, y esta estructura es parte integrante del complejo de relaciones que da origen a la catedral, y una forma general es aquello que diversos complejos formales tienen esencialmente en común, es plausible mantener que el designio horizontal/vertical es una forma general que en sus distintas combinaciones con otros elementos hace posible la iglesia individual. Esta conciencia de unas formas comunes no agota nuestra observación de una sola catedral (por ejemplo, la asombrosa verticalidad de la de Beauvais), pero no por ello deja de ser legítima. Nos hallamos ante una de las coordenadas de la tradición crítica a la que me he referido en este ensayo: el concepto de formación o de transformación. Vista de este modo, toda forma, en una fase precisa de determinada cultura, históricamente situada, puede convertirse en materia para las obras de las generaciones futuras.
Esta actitud no se confunde necesariamente con los idealismos neoplatónicos (la forma singular participa, manifestándolas, de unas formas universales) o postkantianos (todo conocimiento arranca de unas categorías mentales). Jean Rousset llega hasta a dar cabida a cierto préformisme renacentista -la afirmación de la preexistencia de un designio interior o idea, estudiada por Panofsky-, siempre que no se postule que el artista recibe y conserva en la mente una «forme parfaite», una forma perfectamente acabada, a la que luego intentará aproximarse en la práctica50. Eliminada ya tal prevención, cualquier estudio genético serio de la composición progresiva de una obra poética puede mostrar cómo el autor va aprovechando, integrando en su trabajo, y afinando o desarrollando mediante el lenguaje, que no sólo reproduce sino profundiza, unos modelos previos. Amado Alonso denominaba «sentimiento» (similar a la intuizione de Croce) una visión o disposición primera, arranque de un «movimiento de lanzadera, merced al cual el espíritu va logrando, en perfección creciente, la forma del informe vivir meramente psíquico»51; movimiento éste -añadía con cuidado- de ida y vuelta, pues «la realidad es particularmente estructurada por el sentimiento que quiere expresarse líricamente, y el sentimiento, a su vez, sólo adquiere creadoramente consistencia y estructura en la figura de realidad que es su objetivación»52. Huelga repetir que la forma final no coincidirá con las preformas, pero no porque en éstas residiera una superioridad ideal (o una inexorabilidad mental).
Cierto que hay también algo como un postformismo, bastante próximo a ciertos estructuralismos actuales -postura que comentaré en lo que me queda de este ensayo. Volvamos un instante al designio horizontal/vertical de nuestras catedrales. Dije que las diferentes formas individuales que lo comparten podían vincularse mediante un concepto dinámico e histórico de forma. Vinculación real, que ha sucedido, que ha tenido lugar. Pues bien, vamos a suponer que en una civilización asiática, en una civilización desvinculada histórica o genéticamente de la —37→ europea, existen las mismas formas generales. A posteriori, una comparación nuestra actual, basada en estructuras ya existentes, procedentes de épocas pretéritas y distintas, nos permite hacer resaltar los elementos de una morfología genérica de amplitud universal. Sucede que esta misma universalidad nos convida a plantear unas preguntas cuya contestación trascendería los límites de la mera comparación «postformista»: ¿cuáles son las premisas que hacen posible esta antropología de las artes? Las formas horizontales/verticales situadas en culturas autónomas y diferentes, ¿tuvieron orígenes comunes? Y aunque no los tuvieran, y renunciáramos a la explicación por el origen, tan propia del siglo XIX, ¿no representan el uso de unas posibilidades generalmente disponibles o accesibles a la actividad artística? De postular tales posibilidades, tal repertorio, ¿no vamos a parar a otro género de preformismo? Y en este caso, dos tipos de formas opuestas (por ejemplo, en una cultura prevalece lo vertical, y en otra lo horizontal), ¿no implican también los mismos elementos? Una morfología común ¿no revela un «lenguaje» común? Desde el ángulo de semejantes interrogaciones, reléase el maravilloso libro de Henri Focillon, la Vie des formes (1934). Parte Focillon de unas antinomias: la obra de arte, singular y única, pertenece a una red de relaciones; la obra de arte, que es arrêt y fixité, nace de un cambio y prepara otros cambios. Asimismo, el estilo tiende a anular las diferencias («par cette notion, l'homme exprime son besoin de se reconnaître dans sa plus large intelligibilité, dans ce qu'il a de stable et d'universel, par delà les ondulations de l'histoire, par delà le local et le particulier»53), pero un estilo es desarrollo, sucesión, duración, encadenamiento; la historia de un estilo muestra los usos cambiantes de una misma sintaxis: «l'histoire de l'ordre dorique, c'est-à-dire son développement comme style, est faite uniquement de variations et de recherches sur les mesures»54. Así, la vida de la forma, que es «comme la courbe d'une activité»55, se somete al príncipe des métamorphoses. Y a lo largo de los siglos hay tres factores primordiales que rigen la metamorfosis de las formas, aunando lo singular y lo general: el estilo, la técnica y una cierta famille o género de hombres. «En tout cas» -afirmaba ya Focillon- «c'est dans e rapport de ces trois valeurs que nous pouvons saisir à la fois l'oeuvre d'art comme unique et comme élément d'une linguistique universelle»56.
Después de Lévi-Strauss, al problema suscitado por la difícil conexión entre la forma individual y las formas generales o universales, el pensamiento estructural más riguroso viene a proponer una respuesta así: las estructuras singulares no son ni inmanentes -o simplemente accesibles a la observación empírica- ni meras muestras de unas metaestructuras ideales de idéntica especie; pero el conocimiento conjunto de una pluralidad de entidades singulares nos lleva a reconstruir un sistema mental, o código de paradigmas y opciones ejemplares, merced al cual las estructuras individuales, por fuerza parciales, son posibles y tienen sentido. Desde el punto de vista de los términos empleados en el presente artículo, esta postura podría traer consigo una ruptura o al menos un trastorno considerables: nuestros dos polos, una tradición de origen aristotélico y otra neoplatónica, serían inservibles. La idea de forma individual, propia de la primera, queda rechazada terminantemente, puesto que la entidad singular se nos aparece como de por sí impensable -siendo precisamente lo opuesto, es decir, la voluntad de proveer a las cosas individuales de realidad y de inteligibilidad, lo —38→ que animaba el pensamiento aristotélico. Ha escrito Lévi-Strauss que la obra de arte se encuentra a mitad de camino «entre l'ordre de la structure et l'ordre de l'événement»57. Pero es una concesión muy relativa y que no cambia nada: el événement, para Lévi-Strauss, carece siempre de sentido; el événement -dice, eso sí, con terminología peripatético-tomista- no pasa de ser contingente (siendo así que en la Poética de Aristóteles se acentuaba la necesidad, 1452a20, que liga los elementos de la fábula); y la inmanencia de significación que promete la obra de arte solamente se cumple si se analiza un código general de estructuras. Tampoco son pertinentes ni significativas unas formas generales basadas sencillamente en unas formas singulares unidas nada más que por la semejanza, y no colocadas en un repertorio de paradigmas diversos o contrarios. Otro tanto puede decirse de las formas o ideas de índole platónica. Respuesta, ésta, la del pensamiento estructural de Lévi-Strauss, por tanto, audaz, sugestiva, fecunda y erizada de unas dificultades, en lo que a la literatura se refiere, que la brevedad de esta ocasión no me permite abordar. Me reduciré a tres observaciones finales.
Me parece, en primer lugar, que sería conveniente, para evitar grados excesivos de confusión, reservar el uso del término estructura para el contexto conceptual del estructuralismo de Lévi-Strauss, o el de los teóricos de la literatura afines, y el término forma para los objetivos literarios, adecuados especialmente a la naturaleza especial de la literatura, propios de la larga tradición que hemos oteado en este artículo. En el fondo no hay conflicto entre estas dos clases de tarea o de propósito, que pueden superponerse o llevarse a cabo conjuntamente. No hay conflicto entre los dos, porque nos hallamos no ante dos respuestas diferentes a una misma pregunta, sino ante dos preguntas dispares. Al estructuralista la integración de unos componentes en la obra literaria, que llamamos forma, o incluso su simple reunión, como en la vieja dispositio, no le importa gran cosa: el texto, por muy artístico que sea, conduce ante todo a algo que no lo es, a un contexto o un código cuyas características unitarias no son, desde luego, ni literarias ni artísticas. El texto se vacía de su peculiar estructuración de materia/forma para desembocar en un conjunto de carácter predominantemente temático. Esto no sucede, por ejemplo, en la crítica sociológica o marxista, que reconoce en el «ahínco de forma» (como insistía Amado Alonso) o de formación de la obra poética una actitud significativa, un sentido, ante lo social y lo histórico. Pero que el amigo estructuralista no me diga que la forma de una obra literaria carece de sentido, porque esa forma mi amigo no la ve. Esa forma mi amigo no la quiere ver por motivos que no considero pecaminosos, y ni siquiera antipáticos. El estructuralismo está resuelto a desmitificar la literatura como institución social, nacional e incluso personal58 -propósito inteligente y muy puesto en razón. Pero en otro nivel, y desmitificaciones aparte, esta postura -es lógico- revela graves carencias, como teoría o práctica de la literatura. Los métodos panlingüísticos de Todorov o de Greimas entorpecen toda percepción en el poema de relaciones no asimilables a las conexiones propias del lenguaje. Ante una narración como el Lazarillo de Tormes, pongo por caso, el analyse du récit podrá discernir una concatenación de funciones narrativas propias de esta obra (porque si son sólo la de un Propp, o de uno de sus perfeccionadores, el propósito —39→ es otro, y no se hace crítica literaria), como «el triunfo externo del héroe» y «la degradación interior del héroe»; o unos enlaces entre los personajes o actantes, como la de autoridad: amo/criado, Lazarillo/Vuesa Merced; y hasta algún rasgo estilístico, como la figura llamada «silepsis», o doble uso del verbo y sus vocablos asociados59 -espejo de la duplicidad del narrador-pícaro, etc. Pero a ese análisis le está vedado distinguir, en otro nivel, la coexistencia en dicha novela de una forma lineal y una forma circular, por cuanto éstas producen una convergencia individual y artística. Las estructuras y las formas siguen derroteros distintos y responden a interrogaciones distintas.
Frente al concepto de estructura, en segundo lugar, y los abusos posibles del modelo lingüístico, conviene preguntarse: ¿cuáles son los sectores de la actividad cultural humana que ofrecen realmente las cualidades de un código o de un sistema? Si la estructura, para ser portadora de sentido, ha de manifestar un código coherente de opciones y paradigmas, ¿cuáles son los sectores culturales que obedecen a tales ordenaciones? ¿O sea, que no son meramente comparables al lenguaje, sino isomórficos con él, estrictamente análogos a él? Aunque admitamos, con los semiólogos, que las distintas modalidades culturales -mito, religión, folklore, literatura, arte, etc.- implican conjuntos de signos, y participan del lenguaje, ello no significa que estos sectores sean códigos completos, únicos, coherentes. No es lo mismo aplicar el modelo saussuriano o trubetzkoyano a ciertas cosas, para combatir el transnochado «atomismo» del siglo XIX, y destacar oposiciones y conjuntos, que postular un isomorfismo real entre el código de la lengua y los órdenes del mito y de la literatura. No es lo mismo el empleo de cierto modelo que la postura panlingüística. Basta con releer algunos libros de ese escritor de primerísima calidad que es Roland Barthes para advertir las dificultades que surgen en la práctica. Sur Racine (1963) construye un sistema de paradigmas, de figuras y funciones, características de un solo dramaturgo. En esta ocasión no supera Barthes ni la observación de lo empírico ni los límites de un código personal u «idiosistema». Siete años más tarde, en su análisis de Sarrazine, se esfuerza Barthes por denotar unos códigos más amplios pero ligados (según él mismo confiesa en S/Z: «il s'agit... non de manifester une structure, mais autant que possible de produire une structuration»60) a un texto único, saturados de las obsesiones propias de Balzac, embarazados en su vuelo por la tremenda carga de individualidad que supone un gran texto literario moderno. Bastante conocidos son ya otros caminos emprendidos por estructuralistas y semiólogos: los modelos lingüísticos de Todorov, cuyas estructuras o metaestructuras son unas categorías gramaticales comunes al lenguaje y a la narración; la tipología de motivos narrativos (Bremond) con arreglo a categorías lógicas; el estudio de universales semánticos (Greimas), de un repertorio temático accesible a la literatura, etcétera. Son obvios los límites de tales orientaciones, en lo que respecta a las formas. Pero ya hemos dicho que nos hallamos ante dos morfologías distintas. La cuestión, en lo esencial, no es ésta. Yo mismo he intentado, en mi Literature as System (1971), y en algún ensayo posterior61, estudiar la ordenación histórica de unos modelos -ante todo, de unos géneros literarios- que componen la poética de una época. Pero esta visión sistemática de los géneros diferentes de un mismo periodo, y la «voluntad de sistema» que me interesaba imputar a la cultura, no me permitieron resolver el amplio problema suscitado por Levi-Strauss. —40→ La cuestión sigue abierta. La gran apuesta, el desideratum, que el pensamiento de Lévi-Strauss nos propuso, señala el posible descubrimiento y el sentido de unos códigos culturales universales. Ese es el gran objetivo, que no sé -lo pregunto- si ha sido alcanzado.
Ignoro, por último, si es una exigencia del espíritu el ansia de la piedra filosofal, la clave única, el ars magna que todo lo abarque y dilucide. En nuestro trabajo tropezamos muchas veces con premisas que permanecen tácitas, con axiomas que no son disputables. Así, por ejemplo, la concepción monista, incondicionalmente monista, que hoy por hoy es tan frecuente entre semiólogos y estructuralistas. Los pluralismos tienen mala prensa62. Escribe Todorov: «il est raisonnable de supposer que la variété thématique de la littérature n'est qu'apparente»63. Bueno, a mi ver, lo que se supone no es ni razonable ni irracional, sino, como diría el humorista Miguel Mihura, todo lo contrario. Es una suposición, una premisa. ¿Y cabe imaginarse monismo más extremado que la de los semiólogos que incorporan todas las modalidades de la cultura al lenguaje? Por mi parte, tengo por más precisa, más cautelosa, y más profunda, la actitud de Lévi-Strauss ante el problema planteado por la comparación entre el mito y el folklore: concretamente, entre los mitos y los cuentos populares rusos estudiados por Propp. Los cuentos y los mitos -dice- son «hiper-estructurales». Pero el cuento está sujeto menos estrictamente que el mito a la coherencia lógica, la ortodoxia religiosa y la presión colectiva; y así, las oposiciones cosmológicas o axiológicas propias del mito se debilitan en el cuento, viéndose acompañadas de elementos morales, sociales, locales64. He aquí una manera de discurrir aplicable tal vez a las cuestiones que nos ocupan. El mito no es anterior forzosamente al folklore ni a la literatura. Se trata de actividades coexistentes y complementarias, al interior de una misma sociedad. Y cuanto más distante se encuentre un sector cultural de la coherencia metaestructural de los códigos del lenguaje y del mito, tanto menos prevalecerá en él la fuerza manifiesta de unas estructuras. Y quién sabe si tanto más aquel «ahínco de forma» de que nos hablaba Amado Alonso.