A propósito de Alfonso Sastre y La taberna fantástica
Antonio Díez Mediavilla
Es más que posible que, al afirmar que Alfonso Sastre es uno de los grandes puntales del teatro español de la segunda mitad de nuestro siglo, no descubramos nada nuevo; es, incluso, probable que alguien nos diga, que a estas alturas, no resulta ni siquiera interesante la afirmación. Pero, al plantearnos un análisis de su último gran éxito, la reflexión que precede nos parece, además de pertinente, necesaria. En efecto, hay dos circunstancias concurrentes en el estreno de La taberna fantástica que nos parecen francamente reveladoras.
En primer lugar, el éxito, sin paliativos, que la obra ha tenido entre la crítica en general y entre el público, que ha llenado generosamente las salas en las que se ha representado; éxito que ha tenido su traducción en un momento «reconocimiento oficial» al que Sastre, además de poco acostumbrado, había sido, hasta ahora, bastante reacio. En segundo lugar, el hecho de que el éxito se produzca con el estreno de una obra escrita veinte años atrás y nunca representada, bajo unas condiciones radicalmente distintas tanto para el autor como para la sociedad a la que el texto dramático, necesariamente, se refiere. Ambas circunstancias justifican que abordemos aquí un análisis, bien que somero y algo tardío, de La taberna fantástica.
La obra, escrita en 1966, no fue publicada hasta 1983, de la mano de Mariano de Paco, gran conocedor de la obra de Sastre, en los Cuadernos de la Cátedra de Teatro de la Universidad de Murcia. Dos años después, el 23 de septiembre de 1985, se estrenaba en el Círculo de Bellas Artes de Madrid La taberna fantástica, tragedia compleja de Alfonso Sastre, bajo la dirección de Gerardo Malla.
El concepto
«tragedia compleja», acuñado por el propio
Sastre durante los años sesenta, nos ofrece ya un primer
elemento de reflexión que, además del valor
caracterizador que para una parte de la producción
dramática del autor pueda tener, nos servirá para
aproximarnos a la obra que nos ocupa, atendiendo, precisamente a su
configuración esencial. En la Introducción de la
edición ya citada de la obra, Mariano de Paco señala:
«El origen de la tragedia compleja
está, según Sastre, en la conciencia precisa de la
degradación social, frente a la «no conciencia»
(que lleva a la ilusión de la tragedia pura) y a la
«conciencia hipertrofiada» de esa degradación
(que conduce al esperpento, sea el nihilista de Valle-Inclán
o el socialista de Brecht)»
(p. 15). Este planteamiento supondría
que la tragedia compleja se configura como un teatro
matemáticamente enfrentado por una parte, a la tragedia
clásica y, por otra, tanto al enraizamiento trágico
de la deformación esperpéntica, como al de su
transformación de sentido épico, defendida por
B. Brecht; es decir, un teatro
enfrentado a las representaciones más genuinas y de mayor
consistencia del género trágico a lo largo de su
desarrollo. Pero es necesario señalar inmediatamente que
esta confrontación, de caracteres dialécticos, no
implica rechazo, sino intento de superación o, tal vez
más precisamente, síntesis regeneradora.
Efectivamente, en la «tragedia compleja» en general y en la obra que nos ocupa en particular, encontramos elementos que se corresponden, más o menos directamente, con cada una de las tres fórmulas de lo trágico que hemos mencionado:
- A) El sentido trágico en la configuración de la acción dramática lleva implícita la función catártica -en este caso toma de conciencia más que expiación de culpas que debe cumplirse en el conjunto de los espectadores.
- B) Un héroe de características esperpénticas emparentadas no tanto con el proceso de deformación sistemática de la realidad predicado por Valle, como el reflejo fiel de una realidad que ofrece unos seres deformados hasta lo cruelmente grotesco.
- C) El distanciamiento narrador del Autor -personaje- que presenta unos hechos acaecidos en tiempo pasado, por lo tanto concluidos, desde la perspectiva de un presente, el aquí y el ahora del espectador, que exige una consideración temporal de la acción «re-presentada» de marcado carácter histórico-épico.
La fusión de estos tres elementos define las líneas maestras en las que se fundamenta el entramado estructurador de La taberna fantástica y supone uno de los elementos que mejor definen el impulso renovador que empujaba a Sastre en los momentos en que escribía este tipo de tragedias. Analizaremos un poco más detenidamente cada uno de estos elementos.
El sentido
trágico esencial de la obra viene marcado por el hecho de
que la llegada de «El Rojo» a la taberna se inscribe en
presupuestos de carácter trágico; lo irremediable de
su llegada -tendrá que acudir al entierro de su madre- y el
riesgo de violencia, tal vez de muerte, que esta llegada implica
-se trata de un prófugo, buscado por la justicia que espera
cazarlo por la más que probable asistencia al entierro-, se
unen a la circunstancia, en absoluto casual, de que son anunciadas
al espectador en el arranque del espectáculo. El anuncio
premonitorio, el augurio fatal, nos lo ofrece «El
Autor» al afirmar: «En fin, esta es
la historia de una sangrienta pajarraca... ¡Y nada presagiaba
lo que sucedería!»
.
El adjetivo «sangrienta» y el verbo «presagiaba» nos ahorran cualquier comentario. Pero lo importante es que a partir de ese momento, en el arranque «teatral» de la obra, los espectadores son conscientes de que van a ser testigos de la «representación» de un acontecimiento trágico cuyos protagonistas nada podrán hacer por evitarlo. La muerte de El Rojo, aparentemente accidental, a manos de El Carburo, se convierte así en un elemento funcional, de carácter trágico por lo ineludible, anunciado ya en el primer momento: El Rojo sale al escenario para cumplir con el designio fatal que le empuja, inexorable, a la muerte violenta.
Además de este sentido específicamente trágico que señalamos, en La taberna fantástica encontramos otros elementos que configuran una lectura más amplia, desde una perspectiva social, de contenidos o componentes trágicos. Tanto el espacio escénico -la taberna «El Gato Negro»-, como el conjunto de los personajes que en el se mueven, aparecen ante nuestros ojos como productos marcados por la degradación -física y moral-, condenados y muertos precisamente por ello. En el Momento V, «La verdadera muerte de Rogelio el estañador», nos presenta Sastre una reconstrucción, aparentemente onírica, de la muerte de El Rojo: un piquete formado por la pareja de guardias, que llevan máscaras figurando calaveras, capas negras y guadañas. A ellos se añaden el espectro del Hambre, el de la Incultura, el del Terror, el del Sufrimiento, el de la Enfermedad, el del Frío... «A un toque de clarín, Rogelio es fusilado con una descarga cerrada. Se oye un enorme "Olé" y el cuerpo de Rogelio cae rodando. Un espectro se acerca y lo apuntilla. Lo atan con una cuerda y lo arrastran fuera de escena mientras suena un pasodoble un una voz grita desde un palco "Quinquillero de mierda"».
Esta muerte «verdadera» -que curiosamente desaparecerá de la puesta en escena de la obra y en su posterior edición en la revista Primer Acto- pone de manifiesto, por una parte, que el sentido trágico de la obra trasciende la muerte física del personaje, apuntando hacia otras formas de aniquilación o muerte por degradación, que puede ser aún más terrible que aquella; y por otra, que esta forma de muerte afecta de igual modo al resto de los personajes, sometidos como El Rogelio, a un proceso de degeneración totalmente aniquilador. En este sentido el diálogo de El Caco y El Badila en el Momento Último resulta francamente revelador.
Decíamos
líneas más arriba que la presencia de un héroe
grotesco emparenta la tragedia compleja en general y La taberna
fantástica en particular, con el esperpento
valleinclanesco, precisando que Sastre no somete a la realidad a un
proceso de deformación sistemática, sino que ofrece
una realidad «realmente deformada» hasta lo grotesco.
En tres niveles, diferentes y complementarios, podemos organizar
este componente esperpéntico; los personajes en general y el
héroe en particular, la acción y su desarrollo y el
lenguaje dramático. El mundo de La taberna
fantástica está integrado por un grupo humano
extraído de un lumpen suburbial y envilecido por la miseria,
la ignorancia y la brutalidad, fruto de un entramado social que
genera burdas caricaturas y crueles deformaciones del ser humano.
En la «Nota 3» define Sastre con magistral
precisión el mundo al que pertenece la mayor parte de los
personajes que integran su tragedia: «Este es un oficio -el de quinquillero-
nómada no étnicamente diferenciado, socialmente
marginal y siempre segregado en sus intentos de integración
suburbana: el «quinquillero», en la vecindad, es
«el otro». [...] El desamparo social, el vacío
cultural en que viven -la cruel miseria, en fin, de sus condiciones
de vida- crean en ellos una moral, un lenguaje, una idiosincrasia
sui géneris. [...] También, la indefensión
social en que viven -y la necesidad de defenderse como sea, para
sobrevivir en tan desfavorables condiciones- crea en muchos de
ellos un componente (defensivo) de agresividad, de
violencia»
.
Las palabras del autor marcan las dos notas que parecen más interesantes a nuestro propósito; el verismo, el parentesco naturalista de los personajes con la realidad, y la deformación degradante que la propia realidad impone a los personajes, crueles caricaturas humanas del submundo urbano. El Badila, El Caco, Rogelio, Juanito el Carburo, Ciriaco, El Machuna, Loren el Ciego de las Ventas, El Tiritera o El Chuli, son personajes que, incluso en el apodo que los caracteriza, llevan la marca de la deformación grotesca que se convierte en cruel cuando, desde su presencia descarnada, producen la hilaridad.
Por lo que se refiere a la acción y su desarrollo el componente esperpéntico aparece de manera evidente en el desenlace -la muerte de El Rojo a manos de El Carburo- resultó de forma aparentemente fortuita. La deformación esperpéntica de la acción viene condicionada por una acumulación de circunstancias que, teniendo como resultado la anunciada y temida muerte, sorprenden por su chocante improbabilidad.
El enfrentamiento
Rojo/Carburo que había de desembocar en la muerte de uno de
los dos personajes, se había «solucionado»
pacíficamente y «dadas las circunstancias y el
carácter bravucón de ambos en los finales de la
primera parte: «CARBURO.-
(Comprensivo.) Lo primero es lo primero,
también es verdad. Lo nuestro ya se resolverá entre
hombres cuando usted salga de lo suyo; y si hay que partirse la
cara, se la parte uno, y si un día le tengo que pegar una
hostia, pues se la pego, y si le tengo que chinar el bul, pues se
lo rajo».
Aunque la presencia de El Carburo en el escenario parece responder precisamente al cumplimiento fatal de la muerte del protagonista, tras estas palabras podría suponer que sería otro el medio dramático del que Sastre se sirviera para desempeñar tal función.
Pues bien, finalizando la obra, El Rojo, cegado por el alcohol, pretende defender a su padre hiriendo a El Carburo con una botella; éste, enfurecido por la agresión, hunde su navaja en el vientre de El Rojo, que muere de manera casi instantánea. En la acción que acabamos de describir se acumulan una serie de circunstancias que proporcionan a la acción un gusto esperpéntico multiplicado por el efecto sorpresa, poderosamente dramático, en función de la rapidez con que se producen los acontecimientos:
- El Rojo pretende defender a su padre con quien mantiene unas relaciones de abierta y manifiesta hostilidad.
- Ciriaco no ha sido agredido, razón por la que la actitud de El Rojo no encontraría explicación razonada. El Carburo sólo intenta impedir que Ciriaco ataque a Loren, con quien mantiene una disputa.
- Tras la
agresión a El Carburo, Rogelio le cita como si fuera un toro
a quien se dispusiera a clavar banderillas. Esta referencia
taurina, absolutamente inesperada, hace que la acción
retorne al encuentro, y al enfrentamiento, Carburo/Rojo, de la
primera parte; allí, al entrar El Rojo en escena, Carburo
había sacado su navaja ante la que aquel, mostrando el pecho
desnudo, dice: «Si tiene lo que dice,
píncheme, cabronazo»
y el apelativo, empleado en
su sentido más puro, es perfectamente aclarado por Rogelio:
«En el sentido propio del que lleva unos
cuernos»
. Este retorno al primer encuentro hace volver,
instantáneamente, la acción a su punto de partida,
punteando en unos instantes todo el desarrollo dramático
posterior.
Lo desproporcionado de las circunstancias apuntadas convierten este episodio en un juego caricaturesco, de corte esperpéntico. Pero nótese que no hablamos de irrealidad sino de una verosimilitud forzada por la acumulación de rasgos tan fortuitos como grotescos, que configuran una relación causa-efecto de aire esperpéntico perfectamente «real».
Aunque podrían analizarse otros elementos de características similares, nos parece necesario no alargar más este breve análisis, ofreciendo, para concluir, algunos rasgos de corte esperpéntico que hemos anotado en el lenguaje empleado por Sastre. Además del parentesco que la jerga empleada por Sastre a lo largo de toda la obra tiene con los textos de Valle, existen ciertos diálogos en los que la raíz valleinclanesca resulta tan evidente que nos ahorra cualquier otro comentario:
La seriedad de los planteamientos dramáticos de Alfonso Sastre explica perfectamente la acogida favorable que, como decíamos al principio, ha tenido la obra y al mismo tiempo, pone de manifiesto la necesidad de conocer más ampliamente una producción que, por circunstancias sobradamente conocidas, ha sido relegada a un silencio tan injusto como perjudicial en el desarrollo de la vida teatral española de los últimos cincuenta años.
(Publicado en Campus (Universidad de Alicante), 11, 1989).