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A propósito de la reutilización de dos fuentes en el «Tirant lo Blanc»1

Rafael Alemany Ferrer





Que la obra literaria, como cualquier otra manifestación artística, es siempre hija de la unión más o menos fecunda de tradición y originalidad es una evidencia. También lo es que los usos y costumbres de la Edad Media, ajenos a la noción moderna de plagio, eximían a los autores de tener que disfrazar en exceso los materiales preexistentes de que se servían para elaborar sus nuevos productos. Antes bien, la exhibición consciente de las huellas ajenas era un mérito en la medida en que se convertía en testimonio del background cultural del autor, de su capacidad como recreador y de su mérito como difusor del patrimonio cultural acumulado por la tradición.

El Tirant lo Blanc (Martorell, 1992), la célebre novela caballeresca valenciana del siglo XV, ya traducida al castellano (Martorell, 1990a) y al italiano (Martorell, 1984) en el siglo XVI y al francés en el XVIII (Martorell, 1737?), es un ejemplo excelente de lo que acabamos de afirmar. Como ya es sabido, un considerable número de sus páginas son copia literal, adaptación o traducción de otros textos que se difundieron ampliamente a lo largo y ancho de la Europa medieval. Todo ello sin olvidar, además, los ecos de aquellas obras que, sin llegar a estar materialmente presentes en el Tirant, se adivinan fácilmente como elementos compositivos de la novela.

Entre los modelos y fuentes (Badia, 1993a, especialmente 92-96; Riquer, 1949) intertextualizados por Martorell __o por quien/-es fuera/-n el/los autor/-es del Tirant (Perujo, 1995b, 227-258; Guia, 1996)__ ocupan un lugar destacado los que se refieren a originales o traducciones en lengua catalana: la Crònica de Ramon Muntaner, el Llibre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull, la dedicatoria de la versión catalana de Los doce trabajos de Hércules de don Enrique de Villena (Cátedra, 1993), Lo somni de Bernat Metge, la versión catalana de Jaume Conesa de la Historia destructionis Troiae de Guido delle Colonne (Guia-Conca, en prensa; Perujo, en prensa), la traducción catalana de Jaume Copons del Llibre del tresor de Brunetto Latini, la Faula de Guillem de Torroella (Badia, 1993b) y otros testimonios tardíos de la materia de Bretaña (Butinyà, 1990), Francesc Eiximenis, Cerverí de Girona, Ausiàs March... y, sobre todo, infinidad de páginas de Joan Roís de Corella (Guia, 1996, especialmente 25; Hauf, 1993; Miralles, 1986 y 1991; Annichiarico, 1996). Pero nuestra novela tiene contraída también una deuda con autores y textos ajenos a la cultura literaria catalana, tales como los castellanos Clemente Sánchez de Vercial (Avalle-Arce, 1974), Juan Rodríguez del Padrón o el romancero; los italianos Dante, Petrarca y Boccaccio (Hauf, 1994); el Voyage d'outre mer del inglés sir John Mandeville (Riquer, 1947, 126-130; Entwistle, 1922); el roman anglonormando Guy de Warwick (Bohigas, 1947; Boehne, 1991)..., a todos los cuales habríamos de añadir aún los modelos literarios de raíz arábigo-oriental (Bosch, 1949-50; Rubiera, 1990 y 1993, 27-37; Perujo, 1995a).

Un repertorio tan amplio y heterogéneo supone un indicio evidente del considerable bagaje literario del autor de la gran novela valenciana. Sin embargo, lo que nos proponemos aquí es estudiar el modo en que el artífice del Tirant opera con este cúmulo ingente de materiales ajenos y dispares hasta conseguir un discurso nuevo __ideológica y estéticamente__ en el que la resemantización sutil, inteligente y, presumiblemente, nada ingenua de una buena parte de estos constituye la clave de su originalidad.

Por razones de espacio centraremos nuestra atención tan solo en dos pasajes del Tirant que, sin duda, pueden resultar suficientemente ilustrativos del modus operandi del autor en relación con sus modelos y fuentes: la denominada «primera parte» o «parte inglesa» y el episodio del caballero Espèrcius.

La «primera parte» del Tirant comprende los noventa y siete primeros capítulos del total de 487 de que consta la novela y se puede dividir en dos subpartes: por un lado, el relato de la historia de Guillem de Vàroic (caps. 1-27) y la sección doctrinal sobre la orden de caballería (caps. 28-39); por el otro, la narración de las experiencias caballerescas de Tirant durante su estancia en Inglaterra (caps. 40-97). La primera de estas subpartes depende del Guillem de Vàroic, tratado de caballería incompleto atribuido verosímilmente al propio Joanot Martorell (Bohigas, 1947; Martorell, 1990b, apéndice II), que, a su vez, integran una adaptación del roman anglonormando del siglo XIII Guy de Warwick __se conservan traducciones inglesas en verso de los siglos XIV y XV (Warwick, 1966), una versión francesa en prosa del siglo XV (Warwick, 1971) e, incluso, un testimonio latino tardío (Nascimento, 1995)__ y otra del Llibre de l'orde de cavalleria luliano (Llull, 1988; Soler, 1989 y 1990).

El Guillem de Vàroic relata la historia legendaria del conde homónimo, que, después de un peregrinaje a Tierra Santa, renuncia a la vida mundanal para hacerse ermitaño y, alejado de todos, llevar una vida anónima dedicado a la contemplación. Tan solo la invasión de Inglaterra por los sarracenos le hace retomar las armas para ayudar a su rey como capitán del ejército, hasta obtener la derrota de los invasores. Una vez conseguida la victoria, el conde vuelve a la ermita, a donde, un día, llega un joven escudero bretón a quien Vàroic adoctrina en los principios de la orden de caballería a través de los contenidos básicos del tratado de Llull ya citado.

Martorell, al redactar la «primera parte» del Tirant lo Blanc, sigue de cerca el breve Guillem de Vàroic que el mismo habría redactado con anterioridad a modo de embrión nuclear de la novela. Ello, no obstante, sin perjuicio del más que probable conocimiento directo de alguna versión del Guy de Warwick y del Llibre de l'orde de cavalleria (Bohigas, 1947). A tal propósito conviene tener en cuenta que más de un pasaje del roman francés, no recogido en el Guillem de Vàroic, influye en otras secuencias del Tirant ajenas a la «parte inglesa». Como muestra bastará un botón: el conde Guy del roman acude a Constantinopla con mil hombres en ayuda del emperador; allí contribuye decisivamente a la derrota definitiva de los turcos y, en testimonio de gratitud, el viejo titular del imperio le brinda la mano de su hija. De manera análoga, el caballero Tirant va también a Constantinopla con mil cuarenta hombres con idéntica finalidad, consigue vencer a los turcos y llega a casarse con la princesa Carmesina, heredera del imperio. Así, pues, la influencia del Guy de Warwick sobrepasa los limites específicos de los treinta y nueve primeros capítulos del Tirant lo Blanc, que, por lo demás, acreditan un considerable realismo onomástico, histórico y geográfico absolutamente ajeno al roman anglonormando y a la primera adaptación catalana de este en el Guillem de Vàroic.

En cuanto al doctrinal de caballeros que recogen los capítulos 28-39, el Tirant __y también su antecedente Guillem de Vàroic__ presentan una adaptación muy reducida __una décima parte, aproximadamente__ del Llibre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull (Martos, 1995; Hauf, 1992), en la que desaparecen algunos de los preceptos más anacrónicos y en la que, además, se incluye el breve exemplum de Quinto lo Superior (caps. 33-34), verdadero microuniverso esquemático de uno de los temas cardinales de la novela: el de la liberación de Constantinopla de la amenaza turca a cuenta de extranjeros ante la impotencia e impericia del emperador autóctono. La recreación del Tirant se hace, de manera primordial, a partir de la parte correspondiente del Guillem de Vàroic, sin menoscabo de los elementos tomados directamente del tratadito luliano citado (caps. 1, 28-32 y 39 del Tirant). Pese a las diferencias perceptibles entre la obra de Llull, la primera adaptación de ésta en el Guillem de Vàroic y la definitiva del Tirant, nos hallamos, en lo substancial, ante la actualización de la vieja doctrina luliana sobre la naturaleza y el papel de la caballería, puesta ahora al servicio de la instrucción del futuro caballero Tirant y, elevada, en consecuencia, a la categoría de paradigma ético a seguir.

La selección de las fuentes mencionadas para la elaboración del Tirant nos sitúa en la pista de una propuesta ideológica absolutamente arraigada en los principios más genuinos del universo medieval, que se concreta en el revival del añejo código caballeresco fijado dos centurias antes. La personalidad del conde-ermitaño, maestro de caballería de Tirant, y el manual que utiliza para su labor didáctica, en realidad el Llibre de l'orde de cavalleria luliano, pese a que en la obra se nos diga que se trata de l'Arbre de batalles __título de un tratado jurídico francés de Honoré Bouvet absolutamente ajeno al Tirant, que ya circulaba en catalán en el siglo XV (Bastardas, 1980)__, son prueba inequívoca de ello. Por lo demás, la actuación del protagonista a lo largo de la novela confirma, substancialmente, que ha aprendido bien la lección de su maestro. Con este bagaje formativo Tirant desarrolla una trayectoria caballeresca brillante y ascendente al servicio de la cristiandad, desarrollada en los escenarios de Sicilia, Rodas, norte de África y Constantinopla, que culminará con la liberación definitiva del imperio cristiano de oriente de la amenaza turca, con su nombramiento como césar de este imperio y con su boda con Carmesina, la hija del emperador del mismo. Mas no hay que olvidar que, un giro imprevisto del destino, hace que nuestro héroe fallezca víctima de un trivial mal de costado (cap. 471), muerte a la que siguen, en cadena, la de su flamante esposa y la del viejo emperador.

Este desenlace, tan alejado de las expectativas de happy end que el desarrollo de la novela podría generar en el lector poco atento, no entra en contradicción para nada con los presupuestos ideológicos que nos habían proporcionado, al principio de la obra, los materiales procedentes del Guillem de Vàroic y del Llibre de l'orde de cavalleria de Llull: el medievalismo canónico de estos, al que ya nos hemos referido, lo hallamos reeditado ahora mediante el recurso al expediente de la acción de Fortuna, magistra virtutis, la cual nos enseña a menospreciar las glorias mundanales de acuerdo con la vieja tradición del vanitas vanitatum. El héroe esforzado y virtuoso que ha sido Tirant queda reducido a la nada en un santiamén, precisamente en el momento en que había llegado a alcanzar las cotas más elevadas de su éxito profesional y de su realización afectiva. Pero hay un inquietante segundo tiempo del desenlace que relativiza, si no es que los invalida, los planteamientos ideológicos dominantes hasta este momento en la novela. Nos referimos a las bodas de la vieja y descocada emperatriz viuda con el oportunista jovenzuelo Hipòlit (cap. 483), amantes desde el capítulo 248 de la obra, que, herederos testamentarios de Carmesina (cap. 477) y de Tirant (cap. 469), respectivamente, se convierten en titulares legítimos y beneficiarios principales del imperio plenamente pacificado que Tirant ha logrado con su esfuerzo y sus habilidades militares (Alemany, 1994).

Las consecuencias que se derivan de todo ello no son nada intrascendentes, porque una solución narrativa de tal naturaleza altera notoriamente el mensaje didáctico concentrado en los treinta y nueve primeros capítulos del Tirant y desarrollado a lo largo de las más de sus páginas. Ello abre unas posibilidades interpretativas bastante más complejas y novedosas, toda vez que ya no parece posible leer el Tirant en clave de didactismo convencional, puro y llano, como nos sugerían las fuentes empleadas en la elaboración del núcleo embrionario de la novela al que ya nos hemos referido. El contraste entre las páginas iniciales y las finales es suficientemente notorio como para que no dejemos de preguntarnos si Martorell no habrá hecho uso de la ironía como recurso cardinal de su obra. Si así fuera, la tesis última del Tirant distaría bastante de las que se desprenden del Guillem de Vàroic y del doctrinal caballeresco luliano, toda vez que el autor habría querido significar que los fundamentos de la vieja caballería han quedado reducidos a poco más que una entelequia en el momento en que escribe, ya que los virtuosos que los practican sucumben finalmente ante los oportunistas sin escrúpulos que logran triunfar sobre ellos, pese a su demérito, con la sorprendente ayuda de Fortuna. Desde este punto de vista, las fuentes de la «primera parte» del Tirant, consideradas en relación al conjunto macrotextual de la obra, experimentan una resemantización absolutamente original que, sin duda, contribuye decisivamente a definir un producto alternativo al arquetipo literario caballeresco conocido hasta entonces.

Por su parte, la aventura del caballero Espèrcius se ubica en los capítulos 410-413, justo al final de la extensa parte africana del Tirant (caps. 296-409). En sus líneas argumentales básicas se trata de una adaptación del capítulo cuarto del Voyage d'outre mer, libro de viajes del siglo XIV escrito por el inglés sir John Mandeville, del cual se hicieron diversas traducciones a lo largo del siglo XV, incluida una en lengua catalana (Entwistle, 1922; Riquer, 1947, 126130; Riquer, 1988; Riquer, 1990, 302-305).

Espèrcius es un caballero africano, natural del reino de Tremicèn, que aparece por vez primera en el capítulo 387 de la novela valenciana. Cuando, tras haber llevado una embajada de Tirant al rey de Sicilia, se dirige por vía marítima a Constantinopla, «pres-lo fortuna e lançà'l en la illa del Lango» (Martorell, 1992, 805), sospechosamente igual que le había ocurrido al propio Tirant en los capítulos 296-299 cuando, acompañado de Plaerdemavida, había ido a parar a la costa norteafricana por obra de un temporal que lanzó su embarcación a la deriva. El naufragio hace que se pierdan todos los tripulantes de la nave excepto Espèrcius y otros diez hombres, todos los cuales son acogidos por un pastor que les explica que aquella isla se halla prácticamente deshabitada a causa de un encantamiento. Espèrcius solicita una explicación in extenso y, entonces, el pastor se la proporciona mediante un relato cuyo meollo constituye el plagio propiamente dicho del capítulo cuarto de la obra de Mandeville (Riquer, 1990, 302-304), que, en definitiva, no es sino una reelaboración culta de un motivo folclórico de amplia fortuna literaria: el del esposo o novio transformado en animal. Sin embargo, en nuestro caso se han invertido los papeles y es una doncella quien, a resultas de un encantamiento malévolo, ha sido transformada en dragón temible y solo podrá recuperar su identidad primitiva con el beso de un caballero (Janer, 1993).

Espèrcius, no sin temor ante los riesgos que comporta la operación, dados los resultados fallidos que, según le informa el pastor, han obtenido cuantos le han precedido en el intento, se decide a deshacer el encantamiento impulsado por las magníficas expectativas de matrimonio, de convertirse en señor de la isla del Lango y de obtener un gran tesoro, los tres galardones que la doncella-dragón reserva para el caballero valeroso que sea capaz de devolverle su entidad primitiva. Espèrcius, al fin, lo consigue, si bien de una forma un tanto sorprendente si la comparamos con los esquemas folclóricos canónicos de los que depende este relato: el caballero, cuando se dispone a ejecutar su objetivo, fuertemente impactado ante la horrenda visión del monstruo, se desmaya y ha de ser la propia doncella-dragón quien, mutatis mutandis, tome la iniciativa, se acerque al caballero desvanecido, lo bese y, así, se autolibere del encantamiento. El desenlace que sigue es convencionalmente feliz: la doncella se casa con Espèrcius, le otorga el tesoro que guardaba y lo convierte en señor de la isla, tal y como estaba previsto. Con la voluntad le ha bastado a nuestro caballero para obtener tan pingües beneficios, toda vez que el resto ha sido obra de la dama.

Una buena parte de la crítica tirantista (Menéndez y Pelayo, 1943, 392-403; Givanel, 1911, 488 i 492; Entwistle, 1927, 410-413; Nicolau, 1961...) ha venido considerando tradicionalmente este episodio y, en general, toda la sección de África al final de la cual se inserta, como una interpolación superflua que nada aporta al sentido global de la obra y que, además, desentona estrepitosamente con el realismo dominante en la misma. La solución más frecuente que se ha adoptado para explicar esta parte de la novela ha sido la de atribuírsela a Martí Joan de Galba, el hipotético coautor que, una y otra vez, ha sido la panacea recurrente a la que quien más y quien menos ha recurrido para explicar algunos puntos oscuros del Tirant: lo que no acaba de tener un encaje fácil en la obra, lo que en ella hay de poco o nada realista, no puede ser de Martorell sino de la mano intrusa de Galba, han venido a decir algunos. Sin perjuicio de que así pudiera ser, lo cierto es que, hoy por hoy, nos siguen faltando pruebas positivas seguras para sostener tal hipótesis. Es por ello y por otras razones por lo que quizá convenga establecer dos premisas metodológicas útiles a partir de las cuales podamos activar mecanismos de análisis y de interpretación medianamente productivos. En primer lugar, aparcar, al menos como hipótesis de trabajo, la polémica cuestión de la autoría de nuestro texto y considerarlo como el producto formalmente unitario que nos ha legado la edición príncipe de 1490, y ello, insisto, sin perjuicio de que este pueda ser el resultado de una hipotética interacción de más de un autor. En segundo lugar, reducir la extensión y los límites del concepto de realismo, en contra de algunos despropósitos (Torres-Alcalá, 1979), a los justos términos en los que este se puede imputar a una novela, o sea, a una ficción literaria, del siglo XV, conforme a las convenciones poéticas y estéticas de la época en las que se instalaban tanto los productores como los receptores textuales (Badia, 1979).

A la luz del planteamiento propuesto, el episodio de Espèrcius puede ser interpretado, cuando menos, de dos maneras distintas, por más que estas no sean necesariamente excluyentes e, incluso, puedan llegar a complementarse. Por una parte, el pasaje puede ser concebido como una pura inflexión literaria de carácter maravilloso, sin más propósito que el de distensionar el meollo central de la acción novelesca, justamente en un punto de transición __a partir de l capítulo 114 Tirant, tras dar por concluida su experiencia africana, regresa a Constantinopla__, mediante el aprovechamiento de un pasaje de una fuente harto divulgada __lo era el conjunto del libro de Mandeville__ de raíces folclóricas. Por otra parte, sin menoscabo de lo anterior, el episodio admite una interpretación relacionable con el conjunto orgánico de la novela, tal y como coinciden en proponer __bien que cada uno por su parte, según me consta__ Jaume Chiner (1991, 104-110) i Joan M. Perujo (1994 y 1995b, 187-190). Es esta segunda hipótesis interpretativa la que nos serviría de testimonio ilustrativo de los peculiares mecanismos de reutilización y resemantización funcional de fuentes primitivas en el Tirant. Veámoslo.

Una síntesis de las aportaciones de Chiner y de Perujo citadas nos permite interpretar el relato de Espèrcius como una suerte de microcosmos ideológico de la obra. En efecto, si el Tirant contiene, entre otras cosas, un doctrinal de caballeros a la par que una crítica irónica de la sustitución de los valores de la vieja caballería __los que encarnan Vàroic y, algo más espúreamente, Tirant__ por los de la nueva __los que representa Hipòlit__, cabría poner en relación la actuación de Espèrcius __y también la de Hipòlit, claro está__ como antítesis simétrica de la que adopta Tirant en toda la novela y, muy en particular, durante su estancia en África. Tanto Tirant como Espèrcius, según vimos, naufragan y van a parar a tierras lejanas: a la costa norteafricana y a la fantástica isla del Lango, respectivamente. Sin embargo, el primero aprovecha su exilio forzoso para llevar a cabo una magna empresa militar y misionera que, luego, resultará oportunísima para la embestida final contra los turcos y el éxito de la cristiandad. Tirant, además, se mantendrá fiel a su prometida Carmesina al rechazar las tentadoras proposiciones de matrimonio, de señoríos y de riquezas que le ofrece la princesa africana Maragdina. Por el contrario, Espèrcius aprovecha el accidente de su naufragio para obtener beneficios materiales y ello, irónicamente, gracias a la iniciativa de una dama que, al fin y al cabo, es el verdadero motor de su promoción, tal y como la emperatriz lo será de la de Hipòlit. Espèrcius adquiere, pues, los perfiles de antimodelo del protagonista y, si ello es así, el plagio de la obra de Mandeville, considerado en el conjunto macrotextual del discurso del Tirant, adquiere una resemantización eficiente que lo aleja de cualquier suerte de incongruencia o de superfluidad, al tiempo que lo hace trascender de su condición prístina de puro episodio fantástico de un libro de viajes.

La revisión de los dos pasajes llevada a cabo nos ilustra acerca del modus operandi del autor de la gran novela caballeresca valenciana y, por extensión, nos alerta ante la forma de proceder de otros escritores catalanes de la baja edad media (véase, por ejemplo, Badia, 1991-92). La intertextualización literaria fue moneda corriente en la época y lo sigue siendo en magnitudes más discretas. Pero la huella más o menos explícita de unas fuentes en un texto no es indicio necesario de la asunción mimética del significado prístino de aquellas por parte del autor del nuevo producto. Esta es tan solo una de las posibilidades, pero, ni de lejos, la única. Antes bien, con frecuencia, las fuentes, al ser reutilizadas, experimentan diversos procesos de manipulación, reelaboración y resemantización tanto en términos absolutos __alteración de la literalidad del material intertextualizado__ como en términos relativos __la literalidad de la materia primigenia no se modifica sustancialmente, pero varía de sentido o asume otros nuevas significaciones al imbricarse en un discurso macrotextual diverso. Es precisamente en estos cambios donde radica la originalidad creativa de un autor y donde podemos hallar algunas de las claves interpretativas más útiles para la comprensión de la propuesta ideológica y estética que realmente nos ha querido transmitir, tal y como hemos tenido oportunidad de comprobar a través de los dos microtextos tirantianos seleccionados para la ocasión.






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