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Actualidad de Juan del Valle y Caviedes

Giuseppe Bellini





El intensificarse de los estudios en torno a Juan del Valle y Caviedes fuera del ámbito de la crítica peruana e hispanoamericana en general, subraya la importancia que la obra del poeta limeño ha ido adquiriendo en el tiempo, independientemente de lo que puede ser un explicable nacionalismo intelectual.

En Italia Caviedes queda, sin embargo, un desconocido1. Mi interés hacia él remonta a épocas ya remotas, los comienzos de mis estudios de literatura hispanoamericana, cuando con bastantes dificultades logré conseguir la edición de 1925 del Diente del Parnaso2. Ya desde entonces, a pesar de los límites evidentes de dicha edición, me pareció encontrar en Caviedes los elementos para un discurso que, sin embargo, se ha ido aplazando hasta hoy, pero que en este espacio de tiempo ha podido documentarse mejor a través de los varios estudios aparecidos. Entre ellos los aportes de Guillermo Lohmann Villena3 y Luis A. Sánchez4, los nuevos textos ofrecidos en la edición de las Obras del poeta por Rubén Vargas Ugarte5 y las contribuciones investigativas de Daniel H. Reedy quien publicó textos dejados a un lado por Vargas Ugarte en nombre de un extraño escrúpulo moral, o encontrados en nuevos manuscritos descubiertos por el crítico norteamericano, del cual esperamos siempre la prometida edición crítica de toda la obra de Caviedes6.

Al estado actual, a pesar de los defectos de las ediciones accesibles, un juicio crítico exhaustivo de la obra poética de Juan del Valle y Caviedes es posible. La edición de Vargas Ugarte, tan criticada, y con razón, ha tenido a lo menos el mérito de poner de nuevo en circulación la obra del poeta, fomentando el interés en torno a ella. De ahí han partido los estudios que han vuelto a encarar el tema de Caviedes en clave crítica y moderna, rectificando no pocas posiciones del pasado, pero sin depurar aún del todo la figura del poeta peruano de esa nota fantástica con matices histriónicos que, si en parte ha sido, como para Quevedo, razón de su permanencia en el recuerdo popular, ha falseado, en sustancia, su verdadero significado.

Frente al nuevo florecimiento de los estudios caviedescos fuera de Hispanoamérica se impone, según entiendo, una clarificación de la figura de Caviedes, a través de una nueva e inaplazable lectura de su poesía, sólo empezada, aunque con agudeza, por Glen L. Kolb7, continuada en parte por Reedy, atento, sin embargo, éste, sobre todo al examen estilístico de la obra del poeta peruano8.

En el ámbito de la crítica hispanoamericana mucho se ha hecho para aclarar las sombras y las fantasías a través de las cuales el poeta ha sido presentado. Mano a mano que su biografía ha ido presentando datos más seguros, su obra ha ido adquiriendo un sabor nuevo y una modernidad que atestiguan de manera inequivocable su permanencia. El antiguo juicio de Menéndez Pelayo9, bastante ecuánime por la época en que fue expresado, a pesar de la adversión al barroco, queda como una de las primeras apreciaciones hispánicas del valor de Caviedes. A pesar de ello, la nota con que el crítico santanderino nos presenta a ese «travieso ingenio», único, según él, entre los poetas coloniales del siglo XVII que supo liberarse del gongorismo, pero no del conceptismo, «o más bien del equivoquismo rastrero y de la afición a retruécanos y juegos de palabras»10, si por una parte destaca las disposiciones naturales del poeta, por otro lado interpreta equivocadamente, afeándola, la sustancia de su obra, hundiéndola en un mal gusto que no es más que nota saltuaria en Caviedes.

Tampoco estaba en lo justo Juan María Gutiérrez cuando presentaba la «curiosa y olvidada» colección de la obra caviedesca como «una rara mezcla de desnudeces y de sucios chistes, de juguetes inocentes, de epigramas mordaces, de críticas severas, de quejas amorosas y de afectos de un alma contrita, expresados a veces en lenguaje digno del sentimiento que los inspira»11.

En el juicio dado por Gutiérrez mucho corresponde a la verdad y mucho no. Por otra parte la línea seguida en su interpretación de Caviedes no ha sido abandonada ni siquiera hoy de parte de algunos críticos. El «cliché» del satírico que escribe únicamente para reír y hacer reír y que por eso llega hasta la maldad de una lengua afiladísima perdura. Añádase a ello el largo fantasear en torno a su vida de pícaro y de hombre deshonesto, mujeriego impenitente, a lo que Luis A. Sánchez añade12 lo cosquilloso de la enfermedad venérea que los doctores no supieron curarle, de donde procedería tanta parte de su sátira contra los «señor(es) de horca y cuchillo», «matante(s) a diestra y siniestra»13, y contra las mujeres.

Posiblemente Luis A. Sánchez recoja las vagas sospechas avanzadas por Juan M. Gutiérrez14, porque en la poesía de Caviedes no existe dato seguro. Escribía en época todavía reciente Juan Pablo Echagüe, insistiendo una vez más en la acostumbrada estampa de marca histriónica, que Caviedes «Crudamente ridiculizó a la sociedad virreinal de Lima [...] sin nostalgias, que se pasó la pecadora vida enredado en faldas mujeriles y pipas de vino; afición desmedida que le procuró la muerte»15. Como se ve, cuesta renunciar a lo pintoresco de la figura del poeta cual se ha ido determinando en el tiempo. El mismo Anderson-Imbert escribe que Caviedes «disipó su vida entre el juego y las mujeres» y que luego «cayó en manos de médicos y contra sus médicos escribió redondillas, décimas y romances, en que no sólo cada epigrama, pero aun cada adjetivo tiene un terrible poder agresivo»16. Justamente, sin embargo, el crítico argentino pone el acento sobre la originalidad del satírico limeño dentro del ámbito del barroco español, destacando su independencia intelectual, la originalidad de la inspiración, el estilo «conciso y chacotón»17.

Alguno además ha habido que en la apreciable intención de devolver dimensión espiritual a Caviedes ha llegado a transformarle en criatura doliente, sinceramente preocupada del pecado. Luis A. Sánchez, por ejemplo, ha acercado el poeta a la figura idealizada de Villón, a quien define «[...] hombre sensibilísimo, creyente adorador de la Virgen, con fe en la vida, y, al par, atrabiliario, dipsómano, tormentoso, y creyente en el placer»; de modo que Caviedes «combinó ambas facetas» y de ello procede «el tono sin precedentes de su poesía en América del setecientos; y de ahí el tenaz propósito de equipararlo a Quevedo»18.

El crítico peruano destaca, en tanto, en Caviedes la melancolía, a la que asocia el tema de Dios19, pero más adelante insiste en la tendencia festiva del poeta: «Pese a cierta acritud invívita en todo cuanto Caviedes compuso, se advierte en él tendencia a la fiesta, a la alegría. La calle le inspira amargos comentarios en parte: en la mayor, jocosas consideraciones. El sentido del ridículo no abandona a Caviedes en ningún instante, de donde brotan admirables pinturas y divertidas alusiones»20.

A través de la copia de juicios, parecidos en parte, podemos aislar las notas que, a mi parecer, pueden ofrecernos en una dimensión más exacta la figura de Juan del Valle y Caviedes, hombre y poeta. Ante todo, Caviedes fue un espíritu fundamentalmente independiente y rebelde. Su sátira, contra todos y contra todo, es la prueba más evidente. Rechazamos en tanto, como inexacto, el juicio que entiende ver en él al hombre preocupado sólo de reír y hacer reír. El poeta «bufonesco y cizañero», «con los ojos brillantes de picardía y la boca llena de palabrotas», como escribe Juan P. Echagüe21, es sólo una caricatura de Caviedes que no aceptamos. Asimismo rechazamos como inexacto el juicio de quienes, fundándose en su poesía religiosa, han querido ver en el poeta un místico, como lo hizo Ventura García Calderón22. Sigue esta senda, en parte, Glen L. Kolb23. Pero en la poesía religiosa de Caviedes (la parte menos interesante de su obra, en mi opinión) sólo podemos apreciar una mediocridad de tonos y de inspiración que únicamente se atenúa en escasos momentos, como en la contemplación de Cristo crucificado, en el soneto, rechazado como dudoso por Vargas Ugarte en las Obras24, pero destacado justamente por Luis A. Sánchez25:



«Oy no el morir, Señor, llego a temer
pues sé que es numerado el respirar;
desde el nazer me pude reselar,
porque el morir empieza del nazer.

Mi temor más glorioso viene a ser,
pues sólo es mi temor considerar
que si más padecer es amar
oy me quita el morir más padecer.

Sólo de amor, Señor, quiero morir:
divino amor, las flechas aprestad,
ya os presento por blanco el corazón,

y es que el tiro no ha de deslucir,
que del blanco, Señor, la indignidad
no desaira el asierto del harpón».



Podría haber algo que legitima el insistir en la piedad religiosa de Caviedes, y es el testamento publicado por Lohmann Villena, en la parte en que dice: «[...] estando enfermo de la enfermedad que Dios nro. Sr. ha sido seruido darme y en mi entero juicio y creyendo como firme y Verdaderamente creo en el mysterio de la Santissima trinidad pe hixo y espíritu Santo tres personas distintas y Un solo Dios uerdadero...»26. Pero éstas también son fórmulas usuales, de las que resulta vano pretender sacar algo probante en torno a la verdadera disposición del autor del testamento. Naturalmente no quiero decir con esto que Caviedes no tuviese un sincero sentimiento religioso, pero me parece que si lo tuvo no estaba muy preocupado de ello, sobre todo si pensamos en la extraordinaria libertad de su espíritu, en la fuerte nota anticonformista que anima muchos de sus poemas. Y es aquí donde está la actualidad de Caviedes y su mayor valor: en su espíritu libre e hipercrítico frente a un mundo cerrado y beato, supersticioso y hundido en la ignorancia. En este sentido Caviedes presenta un íntimo contacto con Sor Juana Inés de la Cruz. La sed de verdades que anima a Sor Juana, su curiosidad científica, a pesar de mortificarse al final de su vida frente a su condición de religiosa y al intervenido miedo del más allá, corresponden en Caviedes a una fe atrevida en las verdades de la ciencia, en el desprecio absoluto de toda charlatanería, de todo presumido e ignorante, fueran ellos hombres de ciencia, doctores o curas. Caso evidente es el del terremoto de Lima, ocurrido el 20 de octubre de 1687. El trágico acontecimiento dejó huella profunda en Caviedes, quien le dedicó varios poemas. De ellos, sin embargo, a nosotros nos interesa el soneto Que los temblores no son castigos de Dios, allá donde dice:



«y si el mundo con ciencia está criado,
por lo cual los temblores le convienen,
naturales los miro, en tanto grado,

que nada de castigo en sí contienen,
pues si fueran los hombres sin pecado,
terremotos tuvieran como hoy tienen»27.



Vemos aquí una prueba eficaz, ya subrayada por la crítica más reciente, sea por Kolb28 que por Reedy29, de la independencia intelectual del poeta, de la claridad con que él distingue entre superstición ignorante y verdad científica, con un atrevimiento que en su mundo y en su época, califica altamente su valor.

Que Caviedes sintiera un gran atractivo por la ciencia resulta de otros pasajes de su obra, y que en ella viera el remedio contra los males de su mundo es igualmente evidente. Pensemos en la serie impresionante de sátiras contra los médicos. Que las condiciones de la medicina en tiempos de Caviedes, en el Perú colonial, fueran espantosas resulta probado. Merece la pena recordar un pasaje del estudio, siempre interesante, de Juan M. Gutiérrez, allá donde se refiere a la relación que el Virrey Liñán y Cisneros hizo a su sucesor el Duque de La Palata, por el período 1678-1681: «Las cátedras de prima y vísperas de medicina de esta Universidad [...] se hallan en miserable estado (siendo tan necesarias), no habiendo quien las regente, porque ha muchos años que falta la renta que se les situó en el Estanque del Solimán; y aunque a la cátedra de prima está anexo el Protomedicato. Por carta de 15 de febrero de 1680 tengo informado a S. M. cuán necesarias son estas cátedras, por falta de médicos, que padece este reino..., y todavía no he tenido respuesta»30.

Repitiendo las palabras de Gutiérrez podríamos decir que a la vista de este documento «[...] no es extraño que la salud de la numerosa población del Perú estuviese a merced de la ignorancia graduada y del empirismo atrevido»31. La saña con que Caviedes se lanzaba contra los médicos ignorantes me parece más lógico atribuirla, más que a infelices experiencias personales cuales pueden deducirse de algunos poemas del Diente del Parnaso32, a la preocupación científica que le dominaba y que bien se explica partiendo de su condición de autodidacta, de la que, como fácilmente sucede, Caviedes, hombre inteligente y afirmado, a pesar de su más o menos florida condición económica, se enorgullecía.

Los versos del «romance» a Sor Juana Inés de la Cruz, en contestación a la supuesta, aunque no probada, carta con que ella le pedía el envío de sus versos, son reveladores a este propósito33. Después de protestar, frente a la celebrada monja mejicana, como era el uso, su propia ignorancia, en la relación de su nacimiento y pobre vida añade con transparente fiereza:



«no aprendí ciencia estudiada,
ni a las puntas de la lengua
latina llegué a llamarla,
y así doy frutos silvestres
de árbol de inculta montaña,
que la ciencia del cultivo
no aprendió en lengua la azada.

Sólo la razón ha sido
doctísima Salamanca,
que entró dentro de mi ingenio,
ya que él no ha entrado en sus aulas,
la inclinación de saber,
viéndome sin letras, traza,
para haber de conseguirlas,
hacerlas, para estudiarlas;
en cada hombre tengo un libro
en quien reparo enseñanza,
estudiando la hoja buena
que en el más ignorante señalan;
en el ignorante aprendo
ayuda y docta ignorancia,
que hay veras donde es más ciencia
que saberlas, ignorarlas;».



Son afirmaciones interesantes, de una hondura y frescura que califican eficazmente la amplia dimensión del espíritu de Caviedes. Si Sor Juana veía, como escribe en la Carta a Sor Filotea de la Cruz, en cada objeto la lección de la ciencia34, el poeta limeño se levanta por encima de la monja mejicana precisamente por la afirmación de que la razón y sobre todo el hombre constituyen la fuente de sus conocimientos. La declarada inferioridad al «Fénix de México» se transforma así, para nosotros, en extraordinaria superioridad del rudo poeta de la Ribera, cuya poesía asume matices extraordinariamente humanos y huele realmente a «frutos silvestres».

La sátira contra los médicos, que constituye un capítulo de los más consistentes de la obra de Caviedes, si la juzgamos a la luz de este enfoque rompe los límites angostos en que la encerraba la acostumbrada interpretación fundada en la nota estrictamente personal y material.

La sátira misma de las costumbres y la de la mujer asumen un significado más legítimo, si las enfocamos de esta manera. Caviedes, orgulloso de su saber, como es orgulloso, sin jactancia, de su condición de poeta, se construye en dimensión moral. Hasta en el poeta burlesco podemos ver, sin exagerar, un hombre preocupado del mundo que le rodea y del cual va revelando los defectos. Casi nunca, sin embargo, asume tono de «dómine». En esto se funda su mayor independencia frente a Quevedo, escritor preferido por el poeta, bien presente en pasajes fácilmente identificables, ya puestos de relieve en parte por Carilla35. Sin la amplitud de matices del gran satírico español y en una posición indudablemente inferior, Caviedes nos da, no obstante, la impresión, en sus poemas satíricos, de que tiene ante sí un estimulante teatro del mundo, que refleja vivo e inmediato en su obra, penetrando a veces con notas hasta obsesivas en el ánimo del lector. Y acaso algo le quite a Caviedes, en lugar de añadirle, la insistencia con que se le sigue llamando «Quevedo limeño», «Quevedo peruano». En la comparación con Quevedo resalta, en efecto, su inferioridad. Pero Caviedes tiene, si lo consideramos por lo que es, una amplia zona de autonomía, y su obra adquiere legitimidad a través de una sincera posición comprometida frente a la sociedad peruana, que él representa en uno de los más vivos y significativos documentos del tiempo.

Precisamente por estos motivos Juan del Valle y Caviedes afirma su validez a lo largo de los siglos, pero la afirma también por otros aspectos de su obra. Hemos dicho que es un espíritu libre e hipercrítico con respecto a su siglo. Esta es una característica que se manifiesta no tan sólo en la crítica de la sociedad peruana, sino también en el ámbito literario, donde asume frecuentemente posiciones originales y rebeldes. Aun siguiendo la técnica conceptista y no pocas veces, como es el caso de Quevedo, el gongorismo, especialmente en la poesía amorosa, donde alcanza finos valores líricos, Caviedes es independiente y crítico hacia los tópicos literarios. De aquí gran parte de la frescura ruda de sus versos y su originalidad, caracterizable en numerosas aportaciones de espíritu popular que dan a muchos de sus poemas un acento tan vivo que los aclimata inmediatamente dentro del medio ambiente en que Caviedes vivió y del cual sacó su inspiración.

Daniel R. Reedy ha destacado la serie de americanismos presentes en la poesía del poeta peruano36. Señalaré aquí la fuerza incisiva de un lenguaje rudo de propósito en algunos poemas, y sobre todo una deliberada nota de rebeldía que encontramos en determinados pasajes de los «romances» burlescos, fácilmente inadvertidos precisamente porque se encuentran en poemas de dicha índole y se podrían interpretar exclusivamente como formas usuales del efectismo barroco. Nótese el desenfado con que Caviedes trata el tema clásico en la fábula de Polifemo y Galatea37, el valor con que manifiesta, en pasajes deliberadamente vulgares, su posición indiferente, emancipada, diría, frente a la dignidad y la sugestión del mito. Lo grotesco acentúa esta posición del poeta, así como desarman lo retórico del mito ciertas posiciones humanas en que se nos presentan algunos personajes.

En la Fábula burlesca de Júpiter e Io38 se ejemplifica aún más esta posición de Caviedes, rebelde frente a la retórica al uso. Repárese en la descripción de los ojos de la ninfa:


«tenía en las cejas dos
escopetas apuntadas,
que el matar con flechas y arcos
es muerte de coplas rancias.
Salgamos ya de un Amor
con arco, harpones y aljabas
y tengamos un Cupido
con mosquete y bala rasa».



La edad en que Caviedes vive entra potentemente en sus poemas y la nota rebelde se transforma en interesante documento histórico, mientras que por sí parece anunciar ya una revolución literaria. Si la ninfa le merece al poeta poco respeto, no con mayor atención trata a las supremas divinidades, Júpiter, por ejemplo, presentado como


«..., un Dios
que en las celestes estancias
es la tronera mayor».



La libertad de Caviedes hacia Júpiter nos trae a la memoria el «romance» de Luis Palés Matos, Ñáñigo al cielo, donde el poeta puertorriqueño trata con el mismo desenfado a Dios39. Pero volviendo a la poesía de nuestro autor creo oportuno destacar los efectos de singular belleza logrados a través de la denunciada y deliberada nota populachera y vulgar. No menos sugestiva es, en la fábula citada, la representación de la Aurora, más fresca en la novedad de la representación y las metáforas:


«Ya al tiempo, cuando la Aurora
despierta en lecho de plata,
que dama tan entendida
nunca se duerme en las pajas,
con Argos se fue a encontrar
que era la ocasión dormitaba,
cerrando y abriendo a un tiempo
las oculares ventanas,
a unas echa y a otras quita
los cerrojos de pestañas,
unas a medio cerrar
y otras del todo cerdas...».



La obra de Caviedes va enfocada, por consiguiente, partiendo de esta posición de rebeldía, que tiene hondas raíces en su formación autodidacta. El hábito moral que Caviedes se ha formado le permite rescatarse de las falsas mitologías. Así como en el México colonial Sor Juana Inés de la Cruz fue un espíritu independiente, que por significado superó su tiempo anunciando una época nueva, Juan del Valle y Caviedes anuncia en el Perú nuevos tiempos a través de su espíritu rebelde y de su condición claramente comprometida. No se trata de ensalzar exageradamente a Caviedes. Hay que aceptarlo en sus límites insalvables, y sin embargo quedará siempre el espíritu más vivo e interesante del Perú colonial, preocupado sinceramente por su mundo. La «risa incontenible» con la que Lohmann Villena ve concluirse siempre sus poemas, aun los de tema más sombrío40, es siempre, en Caviedes, una manera amarga de reflexionar en torno a las cosas. No cabe duda, por otra parte, de que el satírico limeño fue hombre de su tiempo, o mejor, fue sencillamente un hombre, y como tal lleno de contrastes; pero su poesía revela siempre, aun en la burla más grosera, un sustrato de íntima amargura que la rescata en una dimensión de intensa humanidad, matizándola de una invencible nota de melancolía, que procede no tanto de sus enfermedades y desventuras, como del panorama sombrío que ofrecía al poeta su edad. Añádase a ello la muerte de su mujer, cantada por Caviedes en un soneto que, a pesar de las imperfecciones señaladas por algunos críticos, tiene una gran validez como documento de un dolor sincero41. La nota de la soledad penetra profundamente en los versos del poeta a la muerte de su esposa. Por encima del inevitable conceptismo y de todos los juegos retóricos se impone la desesperación dramática del grito:


«¡Mi sol! ¡Mi sol ha muerto!».



Desde esta soledad el poeta ve con ojos más atentos y con agudo dolor el desmoronarse de su mundo, insidiado por el dinero -gran tema quevedesco, no desaparecido todavía de las letras hispanoamericanas-, la corrupción de las mujeres, la mala fe de los médicos, curas, charlatanes y catedráticos, todos farsantes. Recuérdense las Salvedades a los Doctos de Chefalonía42, en las que dirigiéndose a los catedráticos, reconocida la dignidad de algunos, de esta manera apóstrofa a los más:


«me digan si el ascenso que han tenido
por sus méritos sólo han alcanzado,
porque el mérito a nadie ha graduado.
...es ciencia el saber introducciones,
y el que mejor hiciere estas lecciones,
haciendo a la virtud notable agravio
es docto-necio e ignorante-sabio».



No maravilla, pues, si frente al espectáculo que el Perú le ofrecía, Caviedes experimentaba un íntimo desaliento, del cual sin embargo lograba salir pensando en el valor del intelecto. Lo demuestra eficazmente el soneto Que no hay más felicidad en esta vida que el entendimiento43; pero lo demuestra también toda una larga serie de pasajes en que el poeta manifiesta un total y sincero desprecio para los bienes temporales y sobre todo para la fama conquistada arteramente. En el largo poema A la muerte del maestro Baes44, Caviedes expresa todo su horror viendo que los hombres «[...] en pesados simulacros / veneran héroes atroces», cuando el recuerdo debe sólo fundarse en las obras que el muerto ha dejado. En estos y en parecidos acentos se rescatan plenamente el hombre y el poeta. Su mayor validez y significado proceden precisamente de estas notas, que no suenan retóricas, si pensamos en el sincero anticonformismo de Juan del Valle y Caviedes y en una rebeldía que es manifestación indudable de su moralidad. Así dimensionada su figura, puesta en una luz menos fantástica, el valor de su obra, su actualidad, destacan plenamente por encima del atractivo de la leyenda.






Discussion


M. Défourneaux

Sur l'attitude de Caviedes lors du «terremoto» de 1746. Caviedes protestant contre l'attitude de ceux qui voient dans cette catastrophe un châtiment de Dieu. C'est exactement la position qu'a prise Olavide dans les mêmes circonstances, cherchant à expliquer par des causes naturelles, physiques, le «terromoto». Cette analogie témoigne d'un état d'esprit (je ne dirais par rationaliste mais tout de même à base rationnelle), dans le Pérou de la première moitié du 18e siècle. Cela ne signifie une attitude antireligieuse. Il faut rappeler qu'à la même époque le père Feijoo, en Espagne, lui aussi protestait contre ce genre d'explication.




M. Bellini

Evidentemente no hay ninguna postura antireligiosa en esto. Me ha sorprendido bastante ver esta actitud en Caviedes, cuando en Italia tenemos prácticamente que esperar a Leopardi, para tener una posición parecida, con ocasión del terremoto de Lisboa.





 
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