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Alessandro Baricco: alta costura literaria

Carlos Franz





Con un trozo de seda se puede seducir a una mujer; o estrangular a un hombre. Seda, de Alessandro Baricco es suave y tensa como su título. La acción ocurre en la séptima década del siglo XIX: «Flaubert estaba escribiendo Salammbô, la luz eléctrica era todavía una hipótesis». Su protagonista es Hervé Joncour, un francés del midi cuya profesión «traslucía un vago aire femenino»: es traficante de huevos de gusano de seda. Después que una peste infecta los huevos europeos Hervé viaja a medio oriente en su búsqueda, y luego hasta Japón. Viaja por tierra. En el imperio del sol naciente, que recién se abría a extranjeros, nuestro traficante de huevos conoce -tan poco que quizá sería más propio decir que «intuye»- a una muchacha. Sólo se miran; jamás se hablan. Apenas posan los labios en el mismo borde de la misma taza. Lo más lejos que llegará Hervé es a hacerle el amor a una «delegada» que la misteriosa amante sin nombre le envía. Sin embargo, esto bastará para que el traficante vuelva a cruzar medio mundo cuatro veces, cada vez menos por los huevos y más por la muchacha cuyos ojos «no tienen sesgo oriental». Para remate nuestro héroe, como buen viajante de comercio, tiene una mujer esperándolo en Lavilledieu: la dulce, suave, y no menos silenciosa, Hélène. Del otro lado, en el Japón consumido por la guerra civil, hay un marido poderoso, el dueño de los huevos, el impasible Hara Kei. Con tamaños obstáculos, el lector nunca tiene ocasión de sospechar que este amor platónico y transhemisférico -en tiempos cuando la vuelta al mundo más rápida y fantástica duraba al menos «80 días»- será fácil. Hasta que conocemos a una prostituta japonesa, en Nîmes, que traduce cartas...

A Alessandro Baricco lo perjudica la moda de las letras italianas. Seda fue aplaudido a rabiar en las pasarelas editoriales de Milán la temporada recién pasada. De inmediato, su estilo fue anunciado por los paparazzis literarios en seis idiomas: «¡un elegido de los dioses!». Con todo eso, era de temer otro producto de las colecciones otoño-invierno europeas, que siempre llegan a nuestras latitudes en pleno verano. Sin embargo, por esta vez, el libro resulta una legítima pieza de «alta costura» literaria, diseñada por un escritor que sabe su oficio. Usando más la tijera que la aguja -eliminando más que agregando- Baricco «corta» en Seda un relato de soberbia elegancia y discreción. Como buen estilista finisecular, se inspira no tanto en tradiciones literarias, como en formatos estéticos. Estéticas tomadas de otras artes, mayores y menores, de la arquitectura a la caligrafía, de la moda a la música. Y nada de esto con énfasis.

Por lo que toca a la música, sabemos que Baricco ha escrito in extenso sobre las relaciones entre la musa Euterpe y la modernidad. «Oyendo» Seda con atención descubrimos que el libro se compone de 64 capítulos; «compases» los llamaría Kundera, otro novelista que sabe de composición. El más corto de estos capítulos no pasa de las tres líneas y el más largo escasea las cinco páginas. Los «compases» breves o brevísimos se alternan con los extensos a un ritmo perfectamente regular. Si los representáramos en un gráfico veríamos una línea narrativa que sube y baja, que ondula rítmicamente. Baricco «equaliza» su aparato sonoro-narrativo siguiendo un patrón armónico preciso. Por ejemplo, el viaje del protagonista cruzando medio mundo, de Francia a Japón. Esta secuencia se repite cuatro veces a lo largo de la breve novela con las mismas palabras calcadas, ¡pero interpretadas a mayor velocidad! Pasamos de un andante a un andante prestissimo, antes de oír el adagio final: Hervé Joncour, frente al lago rizado por el viento.

A pesar de su delicada construcción auditiva, es otro el sentido más obviamente halagado en esta novela. Baricco menciona dos veces Salammbô -con las mismas palabras calcadas, excepto una. Se sabe que Flaubert escribió ese prodigio de exotismo orientalista «para expresar un color, un tono..., algo púrpura». Entre paréntesis, dijo «púrpura», no amarillo, como citan algunos glosadores desaprensivos evocando facilonamente el desierto. Así como Salammbô fue escrito para expresar un color, Seda parece escrita para expresar una textura. Si hay libros que deben ser leídos con los ojos y otros con el oído, este parece hecho, sobre todo, para acariciar su tejido y leerlo al tacto.

Paradójicamente, es en ese plano, el del texto como «textura», donde esta exquisita prenda literaria encoge un poco. En términos de «alta confección» su defecto, precisamente, es su temerario exceso de elegancia. A veces la historia parece hilvanada con un hilo tan fino que arriesga deshacerse: «A su mujer, Hélène, le trajo de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, nunca se puso. Si se sostenía entre los dedos era como coger la nada». Con semejante camisa habrá lectores que pasen frío. Tardío discípulo del nouveau roman, la manipulación formal embota a ratos la aguja de Baricco. Hay momentos en que no pincha ni penetra. Llegamos a temer que bajo tantas capas de seda y estética se le haya sofocado la novela.

Tememos hasta que, desenvolviendo el último capítulo-capullo nos encontramos una larva viva: un dolor. Hervé descubre lo que todos los circunnavegadores: viajando siempre de frente se vuelve al punto de partida. Otra vuelta de tuerca, una equalización final, otra puntada, y Baricco nos ata un nudo en la garganta. Un nudo de seda es perfectamente capaz de estrangular. Hervé frente al lago rizado por el viento; frente al amor que perdemos buscando el amor imposible.

(1997)





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