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Altamira y el estudio de la Historia Moderna

Armando Alberola Romá

Congreso Internacional Rafael Altamira (ed. lit.)


Universidad de Alicante



La presente contribución tiene pretensiones modestas. No podría ser de otro modo pues parto de la base de que no soy lo que se podría denominar un experto en la historia de la historiografía, pese a que haya elaborado alguna que otra reflexión al respecto aunque ceñida al campo estricto de la historia moderna en nuestro país y en los últimos veinticinco años1. Sin embargo, y gracias a ello, pude comprobar empíricamente una suposición que, aunque pudiera parecerlo, no tenía nada de aventurada: la insuficiente presencia de Rafael Altamira en el elenco de los grandes -y pocos- historiadores españoles pese a significar un referente imprescindible en lo tocante a reflexión teórica y metodológica de la historia. Y ello, además, en sus dos vertientes: la investigadora y la docente2. Es cierto que, de manera excepcional y a contracorriente, se le dedicó alguna atención y espacio al Altamira «teórico» de la historia en una época de oscurantismo y sometimiento de ideales y conciencias, en la que el franquismo mostró especial interés por silenciar oficialmente la obra intelectual y cívica del ilustre alicantino con el objetivo de «sepultar» o, cuando menos, «desfigurar» su recuerdo3. Por ello adquieren especial y honrosa relevancia las aportaciones efectuadas allá por la década de los sesenta del siglo XX por Mariano Peset y María Fernanda Mancebo4, las reflexiones siempre atinadas de Domínguez Ortiz, en las que confiere a Altamira el innegable mérito de ser un precursor de la nueva ciencia histórica5, así como el Homenaje tributado por la Universidad de Oviedo a quien fue uno de los más cualificados miembros de su claustro entre 1898 y 19106. Tampoco cabe olvidar aquellos estudios que van desde la biografía hasta el análisis de aspectos muy concretos de su trayectoria científica y profesional7. Sin embargo otras figuras de su generación, y no diré yo que menos dignas por supuesto, han venido a ocupar un lugar en peculiares Olimpos, mientras que el intelectual alicantino ha sido objeto de sistemática e incomprensible postergación impidiendo, entre otras cosas, que se cumplieran los anhelos de sus discípulos que consideraban que su maestro debía ostentar un lugar señero entre los representantes de esa Edad de Plata de la cultura española que nos legó la generación del 98. Al respecto es bien conocida la afirmación de Javier Malagón:

Hay algo que no se ha dicho y es que don Rafael Altamira es el historiador que dio a España la «generación del 98». En el futuro, al estudiar dicha generación, no deberá olvidarse a don Rafael; que jugó en el campo de la historia un papel idéntico al de los otros escritores en la novela o el ensayo.8



Aunque comencemos a transitar ya por un buen camino, y el nuevo siglo nos ha proporcionado cierto número de trabajos que recogen hechas realidad las esperanzadas palabras de Malagón, aun resta por recorrer un largo trecho para que su legítima aspiración cristalice totalmente, no en balde se ha partido con considerable retraso. Y podría aducir bastantes ejemplos, pero traeré a colación algunos suficientemente significativos.

En el año 1990 la revista Hispania publicó dos gruesos volúmenes que contenían los resultados de las Jornadas que sobre «Cincuenta años de historiografía española y americanista, 1940-1989» auspició el Centro de Estudios Históricos en noviembre de 19899. No cabe duda de que el título resulta sugerente y, en cierta medida, predispone al lector interesado a encontrar respuesta a muchas de las preguntas que le puedan asaltar; algunas de las cuales podrían estar relacionadas, ¿por qué no?, con la figura y obra de Altamira. Pero antes de entrar en comentarios relativos al interés que sus páginas puedan encerrar, así como las hipotéticas respuestas que pudieran proporcionar para el asunto objeto de mi reflexión, quisiera efectuar un doble inciso para remitirme a obras editadas pocos años antes.

En 1985 vieron la luz las conclusiones de las III Conversaciones Internacionales de Historia que, celebradas en Pamplona un año atrás, habían tenido como motivo de análisis un tema tan sugestivo como «La Historiografía en occidente desde 1945»10. En su aportación sobre «La recepción en España de la "revolución historiográfica" del siglo XX» el profesor Olabarri Gortázar advertía lo poco desarrollada que, a su parecer, se encontraba en nuestro país la historia de la historiografía y la escasez de información que las obras clásicas proporcionaban al respecto11. Cuando menos ello significaba que una generación de intelectuales permanecía horra de estudios pese a que se era consciente de que en el último tercio del siglo XIX una serie de individualidades notables -«gigantes aislados» son denominados los Hinojosa, Codera, Fita o Menéndez Pelayo- ya habían incorporado a sus respectivos bagajes teóricos algunas de las tendencias circulantes por Europa a la hora de enfocar críticamente el estudio de la historia política, cultural o social. Rafael Altamira, a quien Olabarri califica de «figura señera»12, sería uno de los herederos, continuador de su tarea y, en teoría, nexo de unión con la producción historiográfica española de los años cuarenta del siglo XX. Y digo en teoría, porque la realidad se revela bien distinta como, por otra parte, es sobrada y lamentablemente conocido. Y eso que Altamira es, sin género de duda, el historiador que propicia el arraigo definitivo en nuestro país de la historia como ciencia en el primer tercio del siglo XX; algo que los alemanes ya habían logrado un siglo atrás. Pues bien, y pese a todo, Olabarri Gortázar reconoce que el ilustre alicantino está insuficientemente estudiado, y en ello tienen mucho que ver la guerra civil y sus secuelas13 «a pesar de ser quizá -con Menéndez Pidal- el historiador español más sobresaliente de la primera mitad de nuestro siglo»14. No diré más al respecto. Tampoco puedo hacerlo: las referencias a Altamira no ocupan más allá de unas líneas y tres notas a pie de página en esta reflexión debida a la pluma de un experto. Ninguna más a lo largo del resto del libro.

El segundo inciso también nos traslada a una fecha concreta. En 1987 se celebró en la ciudad de Alicante un «Homenaje a Rafael Altamira» compuesto, entre otros actos, de una gran exposición y de un Congreso Internacional15. Éste congregó a un buen número de especialistas -alguno de ellos discípulo directo, como Javier Malagón- que reflexionaron ampliamente sobre todos los aspectos de la fértil obra de Rafael Altamira16. Todos convinieron en destacar el papel primordial desempeñado por el historiador y jurista alicantino a la hora de impulsar y consolidar las disciplinas que con mayor entusiasmo y rigor cultivó: la Historia y la Historia del Derecho Indiano. Considero que el material de trabajo es excelente y, amén de rescatar de un olvido injusto y recuperar con todos los honores la figura y obra de Altamira, proporciona un sinfín de claves para poder incorporarlo, de una vez por todas y de pleno derecho, a ese espacio que la Historia de la Historiografía española le tiene reservado. Intento, sin embargo, logrado a medias. Y retomo la reflexión que sobre esos dos gruesos volúmenes referidos a Cincuenta años de historiografía española y americanista inicié líneas atrás pues, sorprendentemente, Altamira apenas tiene cabida en las largamente superadas mil páginas que ocupan los resultados de esas Jornadas publicadas por Hispania. Y ello pese a contar, entre otros, con esos dos precedentes historiográficos próximos donde hallar el adecuado sustento. Las escasas referencias -¡tres!- se encuentran muy alejadas de cualquier contribución que tenga una relación directa con su faceta de historiador17. Sinceramente resulta llamativo; máxime si tenemos en consideración que hasta que la muerte le sorprendió en México en el año 1951, Rafael Altamira desplegó una inusitada actividad de la que son pruebas fehacientes su constante actualización de conocimientos, el contacto permanente con sus discípulos o sus publicaciones.

La verdad es que ni más ni menos que lo que había hecho a lo largo de toda su vida aunque al final de ella, y en el lejano exilio mexicano, esa actitud adquiriera una enorme significación. Porque no podemos obviar el carácter polifacético propio de Altamira: historiador, jurista, pedagogo, político, hombre de grandes responsabilidades en el concierto internacional, juez, pacifista...; quizá por ello, y tal y como proponía el profesor Peset18, habría que estudiar conjuntamente su vida y su obra para poder efectuar una valoración cabal. No obstante, tal decisión podría contribuir de manera involuntaria a «diluir» alguna de sus facetas, todas ellas importantes desde mi punto de vista.

Hora es pues de reivindicar su función de historiador y valorar como cabría esperar la importancia de sus contribuciones. Algo que se percibe de inmediato en toda su dimensión si, como proponía el maestro de historiadores al analizar cualquier acontecimiento de un período, contextualizamos adecuadamente su labor. No entraré, sin embargo, en algo que Rafael Asín es capaz de hacer muchísimo mejor de lo que yo, con mis limitaciones, pudiera. Por ello me circunscribiré a reflexionar, muy breve y modestamente, acerca de los contenidos que, referidos al ámbito concreto de la edad moderna, se hallan en las principales obras de Altamira. Y para comenzar, una precisión. En los párrafos finales de los «Preliminares» a la Historia de España y de la civilización española el ilustre historiador reflexionaba acerca de la división en edades de la Historia de España y al referirse a la tercera de ellas, la moderna, asumía su comienzo en 1492, tras la toma de Granada y la conclusión de la Reconquista. Sin embargo no se decantaba a la hora de fijar su final:

que unos hacen llegar hasta nuestros días, y otros terminan a comienzos del siglo XIX (en 1808), por creer que los caracteres que ofrece la vida nacional desde entonces son enteramente distintos de los que ofreció hasta aquella fecha, en que una guerra con Francia (la de la Independencia) y el cambio en el régimen político varían mucho la dirección de la historia. A esta nueva división llaman Edad Contemporánea19.



Y es que el problema de la periodización ha estado presente en los historiadores en toda época pues, tal y como afirmaba Carr, «la división de la historia en períodos no es un hecho sino una necesaria hipótesis o herramienta mental, válida en la medida que nos ilumina, y que depende, en lo que hace a su validez misma, de la interpretación»20.

Los intentos por establecer una periodización se remontan al Renacimiento, momento en el que se instituye la división tripartita clásica. Juan Andrea dei Bussi (1469), obispo de Aleri, calificó como «tiempos medios» al periodo que se alargaba entre los siglos V al XV y que constituía unum historiae corpus. El concepto «media aetas» sería utilizado por el suizo Joaquín de Watt, Vadianus (1518), y el holandés Adrianus Iunius (1588), mientras que la calificación de consuetudo medii aevi aparece en las plumas de Melchor Goldast (1604) y de Jorge Honr (1667). Ahora bien, correspondería a Cristóbal Keller, Cellarius, consolidar esas distinción de épocas con la publicación entre 1685 y 1696 de su historia tripartita (Historia antiqua, Historia medii aevi, Historia nova). Para él la historia moderna comenzaba con la caída de Constantinopla. Atañería a los alemanes del siglo XIX, partidarios del historicismo y amantes del estudio del Estado moderno, establecer desde esa perspectiva los caracteres de este período histórico articulando la modernidad, según indica Carreras Ares, en los tiempos de las monarquías renacentistas, la Reforma y la sucesión de hegemonías nacional es hasta la época de las revoluciones21. Superado el historicismo positivista, los esquemas clásicos que hacían recaer la cronología de la historia moderna sobre la evolución del Estado entraron en crisis y nuevas concepciones historiográficas aportaron su punto de vista. Así Fernand Braudel planteó en su Mediterráneo22 una nueva perspectiva en las relaciones de la política con las estructuras sociales e, incluso, con la geografía, aunque sería en Civilisation materielle et capitalisme23 donde propusiera la denominación de Antiguo Régimen a esta etapa histórica y le confiriera categoría universal. Por idéntico camino proseguiría Pierre Goubert, quien defendería en el prólogo de L'Ancien Régime24 los límites cronológicos de este período histórico alternativo a la edad moderna, aunque sería fuertemente contestado por Pierre Chaunu que la consideró una noción imprecisa e inexacta y, en todo caso, aplicable exclusivamente a los siglos XVII y XVIII franceses25. Por ello propondría establecer una periodización que, desde la Baja Edad Media alcanzara hasta la Revolución Industrial, bajo la denominación de «civilización tradicional». El materialismo histórico, por su parte, también intentó instaurar un sistema con carácter universal tomando como referente los medios de producción y la lucha de las clases. Desde estos presupuestos la edad moderna correspondería al período de transición del feudalismo al capitalismo; época que vendría a desempeñar un papel análogo al Antiguo Régimen propuesto por los historiadores franceses viniendo a cubrir ese largo período, casi trescientos años, que media entre el feudalismo pleno del medievo y la revolución industrial y política del siglo XVIII. Como se puede observar los criterios de clasificación temporal no sólo han venido respondiendo a cuestiones terminológicas sino que se integran en concepciones determinadas de la historia; de ahí que hayan variado en función de los valores dominantes en las diversas civilizaciones aunque siempre ha existido una clara tendencia a efectuar parcelaciones sincrónicas a partir de acontecimientos considerados clave. Y es que acotar el ámbito cronológico de la edad moderna resulta una cuestión relativa, más que arbitraria, en la que determinados hitos que actúan a modo de fronteras difusas poseen, esencialmente, un valor instrumental y tienen su validez a la hora de estructurar didácticamente el análisis de este período26. Por ello, y sin llegar a plantear esas delimitaciones quasi matemáticas que tanto llegaron a preocupar en otros tiempos, existe una cierta unanimidad a la hora de considerar como edad moderna al período comprendido entre el Renacimiento y la Revolución Francesa, por utilizar una terminología digamos clásica; pudiéndose rastrear sus orígenes hasta la llamada «segunda época feudal» o «resurgir» de Europa. Por lo que hace a su fin, cabría situarlo en la crisis del Antiguo Régimen en la sociedad occidental, en el tránsito de los siglos XVIII al XIX. Un historiador de la talla de Domínguez Ortiz no abrigaba ninguna duda respecto de que la Historia Moderna estaba dotada de una personalidad propia, pese a asumir que el concepto pudiera estar revestido de cierto artificio «en la medida en que la historia humana es todo un cambio continuo en el que nada muere del todo y nada se conserva sin cambio». Sin embargo, y al margen de que «la sensación de modernidad la tuvieron los modernistas», fueron los hechos históricos los que le otorgaron consistencia formal y permitieron su anclaje en nuestro mundo intelectual. Por ello podrán discutirse «sus caracteres, sus límites y sus divisiones internas», pero nunca su status como tiempo histórico27.

Decía Javier Malagón, uno de los discípulos de Rafael Altamira, que fue la Edad Moderna la época histórica que con más cariño trabajó éste28. Probablemente en ello tuviera mucho que ver el enorme interés que demostró por las cuestiones americanas y, sobre todo, por el derecho indiano aunque, en sentido estricto, sólo publicó una monografía referida a este período histórico: su Felipe II, hombre de estado29. No obstante las partes relativas a la historia moderna de sus Manuales (Historia de España y de la civilización española o de Historia de la civilización española) parecen estar tratadas con especial cuidado, incluyen propuestas lúcidas de análisis en estrecho correlato con los planteamientos metodológicos asimilados y, aunque densas en contenidos debido a la formación erudita del autor, han soportado con dignidad el tantas veces devastador paso del tiempo; que no es poco. Porque si algo se puede decir de él es que, parafraseando a Fontana, su reloj como historiador siempre estuvo a la hora europea y, por supuesto, muy adelantado a los del resto de sus colegas en el país30.

Esa predilección por la historia moderna es lo que, quizá, haya hecho que fueran los historiadores modernistas los que más presente le tuvieran en sus reflexiones y estudios; sobre todo los hispanistas. Ya Georges Desdevises du Dezert utilizó varios de los estudios de Rafael Altamira como material de consulta para elaborar su monumental monografía sobre La España del Antiguo Régimen, publicada en tres volúmenes entre los años 1897 y 190431. Él sería en buena medida el iniciador de un camino cuya estela seguirían otros historiadores, hispanistas o no. Georges Gooch, otro contemporáneo de Altamira, se manifiesta sin ambages acerca de la consideración que éste le merece en su prolija obra sobre los historiadores del siglo XIX publicada en 191332. En sus páginas tienen cabida diferentes autores decimonónicos españoles, sobre los que el historiador alemán vierte diferentes juicios. Así destaca en Juan Antonio Llorente y su Historia crítica de la Inquisición «el interés picante de una revelación». A Pascual Gayangos le atribuye la fulminación científica del pretendido arabista Conde, posteriormente ratificada con la aparición de los trabajos de Dozy, y sitúa en los primeros años de la Restauración la aparición de estudios «serios» de la mano de Clemencín y Navarrete. A Modesto Lafuente le reconoce como «autor de la primera Historia de España detallada y completa», aparecida entre 1850-1867, valorando su estilo fluido y de fácil comprensión, pese a que también le achaca poco espíritu crítico en los volúmenes referidos al período medieval. Junto a ello expresa su convencimiento de que en la coyuntura finisecular esta historia había sido sobrepasada por los avances científicos experimentados por la disciplina y por la Historia General que, auspiciada por la Real Academia de la Historia y bajo la dirección de Cánovas del Castillo, había comenzado a editarse en 1892; no dudando en considerar esta empresa como «el más importante esfuerzo de la historiografía española». No pensaba, sin embargo, lo mismo Desdevises du Dezert; por eso creo que tiene más valor su elección de trabajos de Altamira como material de consulta. Tal y como afirma Ignacio Peiró el tiempo se encargaría de poner de relieve el carácter disperso e inacabado de la obra patrocinada por la Academia, aunque estima que se trata de la mejor prueba del esfuerzo de la historiografía oficial por responder a los desafíos ideológicos de la época y, pese a transmitir una imagen conservadora y conformista de la historia nacional, adquiere con suficiencia el carácter de obra científica33.

Aunque Gooch muestra su admiración por Danvila y Collado y su tratado sobre el poder civil, por Rodríguez Villa y sus trabajos sobre el siglo XVI, por Fernández Duro y su estudio sobre la Armada Invencible o por Menéndez Pelayo, a quien califica como el más grande de los eruditos españoles, reserva sus elogios más encendidos para Rafael Altamira, a esas alturas bien conocido del público anglosajón por haber participado en la elaboración de la famosa Historia Moderna promovida por la universidad de Cambridge34. De él afirma con rotundidad que «ha escrito indudablemente el mejor resumen que se conoce en cualquier idioma de la compleja historia de la civilización española»35. Pero además de esta opinión sobre su Historia de España y de la civilización española Altamira había recibido ya, entre otros, los parabienes de Menéndez Pidal en 1899 y de Eduardo Hinojosa en 1902; del francés Charles Seignobos, que en ese mismo año no escatimaba tampoco alabanzas, y del propio Menéndez y Pelayo que en 1904 la había calificado como «la mejor obra de su clase publicada hasta la fecha»36.

Varias décadas después Benito Sánchez Alonso no dudaría en considerarla como la primera gran obra de conjunto que se benefició de la aplicación de los modernos métodos de investigación histórica37. Por su parte Fernand Braudel recogería la obra de Altamira entre los manuales de referencia utilizados en su Mediterráneo38 y, al reflexionar a finales de los años cincuenta en torno al concepto de civilización, calificaría como de «grande» y «revolucionario» para su época el libro del historiador alicantino39. Por similares derroteros proseguirían en sus argumentos otros hispanistas como Jean Sarrailh40, Trevor Davies41, John Elliot42 o Pierre Vilar43.

Todos estos historiadores, enormemente prestigiosos, están unidos por un doble vínculo: el hispanismo y su especialización en la época moderna. No resulta extraño, por tanto, que Jaume Vicens Vives otro de los historiadores que han creado escuela en nuestro país, y modernista por más señas, mostrara también su admiración por Altamira; sobre todo por el enfoque que supo dar a la hora de afrontar el estudio de la Historia de España. Proclamaba el historiador catalán que Altamira fue el primero en conceder a la España de la periferia la atención que merecía, huyendo de la tradicional historia centralista que la hacía gravitar sobre el reino de Castilla, proponiendo un tratamiento igualitario de los reinos integrantes de la vieja corona aragonesa. De ese modo Valencia, Aragón, Cataluña y las islas Baleares venían a ocupar en la historia española el lugar que por derecho histórico les correspondía44. Con ello no hacía sino reafirmar uno de los preceptos que se pueden hallar en lo que los expertos consideran como la auténtica base teórica que sustenta toda su obra: el volumen titulado La enseñanza de la Historia publicado, en su primera edición, allá por 1891. En él sostenía que la explicación de la historia de España debía abordarse «desde la perspectiva de los pueblos que la conforman», formulación que, expresada en las postrimerías del siglo XIX, se nos antoja plena de vigencia y actualidad. Vicens, en opinión de José María Jover, fue el historiador que actuó a modo de nexo entre los planteamientos de Altamira relativos a la historia de la civilización y las corrientes renovadoras de la historiografía hispana posteriores45. Por otro lado la vigencia de los planteamientos del insigne alicantino en Vicens Vives se evidencia cuando éste se hallaba inmerso en la elaboración de su Historia Social y Económica de España y América y andaba a la búsqueda de colaboradores para los diferentes volúmenes. Así se percibe en una carta remitida al profesor Font Rius en la que, tras agradecerle su aceptación para participar en la empresa, le comentaba la organización interna que había previsto y no tenía reparo alguno en proclamar que «como modelo no puedo referirme a ninguna obra, pero el que más me gusta es un tipo de Altamira modernizado»46. Corría el año 1954 y Vicens se refería, pese a contar ya con medio siglo a sus espaldas, a la varias veces aludida a lo largo de estas páginas Historia de España y de la civilización española.

Al entender la historia como el estudio de la humanidad y de sus organizaciones en el tiempo, huyendo de la mera aproximación a la historia política e institucional, Altamira se aproximaba al concepto de «historia total» acuñado por Pierre Vilar o a la historia «integral» sobre la que reflexiona Jover Zamora47. No seré yo quien diga que aquél fue un previlariano inconsciente, pero no andaba desencaminado en sus planteamientos. Si acaso le separaba del maestro de historiadores e hispanistas la asunción del materialismo histórico que, pese a conocerlo, no lo aceptó como método y, en opinión de Josep Fontana, con suficiente fundamento48.

Con estas premisas, y sin olvidar el objetivo final que guía su obra histórica, Rafael Altamira ofrece sus trabajos con recatada modestia. Cabe decir que es y se comporta ya como un auténtico profesional de la historia que anhela transmitir a los ciudadanos, al pueblo en general, un mensaje científico y verdadero que resulte comprensible y contribuya a su educación49. Por ello, consciente de la realidad histórica del momento, emplea para definir su Historia de España términos como «libro elemental, de vulgarización, que no tiene pretensiones eruditas, ni presume de agotar la materia, ni mucho menos de enseñar nada a los estudiosos». Pero ese intento de aproximación de la historia a las clases populares así como el de conciliar la historia interna con la historia externa se saldó de manera exitosa, tal y como ponen de relieve los comentarios que le brindaron, entre otros ya mencionados, Menéndez Pidal, Costa o Fitzmaurice-Kelly50.

Pese a la modestia de las pretensiones altamiranas, que no hay que olvidar contextualizar adecuadamente, quien se sumerja en la lectura de las páginas dedicadas a la historia moderna, de abrumador predominio sobre las restantes edades históricas51, percibirá algunas diferencias respecto de las contenidas en las de las historias que le precedieron52. La obra se asienta en una prolija bibliografía -Guía Bibliográfica la denomina Altamira- que pretende no ser exhaustiva según sus propias palabras y que, dado el perfil del público al que iba dirigida, no contiene alusión alguna a fuentes impresas ni, por supuesto, manuscritas. Por tanto se trata de una síntesis más que de un trabajo de estricta investigación en el que, sin embargo, el historiador alicantino desarrolla sus presupuestos metodológicos. La inclusión de los aspectos económicos del período es uno de los aciertos, analizando con precisión los motivos que condujeron del esplendor a la decadencia («miseria» la denomina él) en los siglos XVI y XVII; haciendo desfilar ante los ojos del lector una serie de elementos explicativos: expulsión de los moriscos, permanentes conflictos bélicos, emigración al nuevo mundo, descenso poblacional, el desprecio por el trabajo manual o las erróneas ideas económicas tan en boga en la época.

Las referencias al fracaso imperial, la consideración de la revuelta comunera como justa frente al absolutismo de Carlos V el carácter «democrático» atribuido a las cortes o el detalle con que asume la explicación de las cuestiones de la colonización americana son también dignas de destacar, por cuanto entrañan novedad en el análisis. Contemplar, por último, en bloque los aspectos culturales, educativos y científicos confiere ese carácter de «total» al análisis que pretendía Altamira, amalgamando en un todo las dos historias: la externa o hechos políticos y la interna o civilización.

En el tratamiento que proporciona al siglo de las Luces mantiene similar esquema y discurso expositivo, aunque el enfoque y reflexión dedicados al «despotismo ilustrado» creo que encierran un especial interés. El concepto o categoría de «despotismo ilustrado» proviene precisamente de este período finisecular decimonónico, siendo plenamente aceptado por los historiadores profesionales de la época53. Altamira, a diferencia de otros, valora positivamente el cambio de dinastía operado en la España del siglo XVIII -intento de regeneración nacional lo califica- tras el conflicto sucesorio que, entre otras cosas, permitió que tornaran a penetrar en el país las corrientes ideológicas circulantes por el continente europeo -algunas no sin dificultades-, que se suavizaran relativamente los extremismos e intransigencias religiosos, que se comenzara a percibir una cierta «regeneración» económica o que, en la esfera gubernativa una nueva clase política, forjada en el estudio y la experiencia en la gestión, se instalara en el poder sustituyendo, no sin fuertes resistencias, al viejo aparato nobiliario.

Volviendo al tema del despotismo ilustrado, Altamira se cuida de precisar que el absolutismo monárquico no remitió, como es obvio; antes bien fue acentuándose. El tema no le resultaba ajeno e incluso llegó a ser designado para presidir en 1929 una sección del Congreso que, sobre Despotismo Ilustrado, auspició el Comité de Ciencias Históricas de Oslo, en la que propondría un análisis de conjunto de todos los estados europeos54. Para España aventuraba que en aquellos ámbitos de la política que no afectaban estrictamente a las tareas gubernativas de monarcas y ministros éstos mostraron interés por mejorar las condiciones de vida de las clases populares. Es en ese anhelo por procurar la felicidad para el pueblo como ideal ilustrado, que Altamira asocia al filantropismo, en esa acción gubernamental que persigue el «todo para el pueblo pero sin el pueblo» donde encuentra la significación y la auténtica dimensión de la noción de despotismo ilustrado. La cuestión daría mucho juego y penetraría de lleno en las disputas conceptuales que jalonaron los años treinta del siglo XX, en los que la historiografía conservadora estudió el asunto desde la óptica de la «revolución desde arriba», y alcanzaría los años posteriores a la guerra civil en que ya se transformaría en «revolución burguesa del siglo XVIII español» encabezada por el propio monarca55. Dejaré aquí el asunto, porque de lo contrario me temo que entraría en un extenso debate para el que, obviamente, no dispongo ni de espacio ni de tiempo en esta ocasión. La Historia de Rafael Altamira, de enorme interés para la denominada historia social, concluía en el siglo XVIII; de ahí su relevante aportación para la edad moderna y sus limitaciones para la contemporánea hasta las adiciones introducidas en la edición de 1930 por Pío Zavala. Ello no le resta mérito alguno, porque su valor como modelo resulta incuestionable al actuar a modo de estímulo para posteriores empresas56.

Y ya, para ir concluyendo, una breve referencia a la monografía Felipe II, hombre de Estado. Su psicología general y su individualidad humana57. Aunque no sea la mejor ni la más representativa de las obras de Rafael Altamira58 constituye un magnífico ejemplo del modo con que se ha escrito la historia hasta fechas relativamente próximas a nosotros. No fue redactado de «un tirón», como explica el propio autor, y tras una primera edición -breve y seleccionada del texto amplio elaborado para una editorial francesa en 1925- decidió publicarlo íntegramente en México casi al final de su dilatada existencia. Aparecería en 1950 estructurado en tres partes bien diferenciadas. Una acoge, a lo largo de siete capítulos de desigual extensión y contenido, el estudio propiamente dicho. En la segunda transcribe, a modo de apéndice y como material de trabajo para clases prácticas, un extenso documento [Ordenanzas de descubrimiento y población dadas por Felipe II en 1573]. Cierra el volumen una amplísima bibliografía, organizada en ocho secciones, dividida en bloques temáticos y comentada en parte, que pretende ser exhaustiva y que, probablemente, no pudo leer en su totalidad. Con ello no hacía más que asumir con plena coherencia sus postulados teóricos formulados casi cinco décadas atrás, procurando hacerle compatible al lector el discurso teórico con el recurso a la fuente documental y a la lectura de obras especializadas para que, al cabo, su formación fuera lo más completa posible.

Me apresuro a indicar que el Felipe II es un ensayo, no un trabajo de investigación basado en el recurso fundamental a las fuentes archivísticas. Además sigue el modelo decimonónico que consagra a sus autores como «devoradores de libros», en acertada expresión de Julián Marías, antes que en persistentes y disciplinados trabajadores de archivos59. De ahí la apabullante relación de fuentes impresas y bibliografía que contiene la última parte. Es un ensayo bien escrito, ameno y claro, en el que Altamira muestra una vez más sus dotes de gran pedagogo y en el que, aportando un enorme caudal de conocimientos, pretende reivindicar la figura del rey prudente. Para ello apela a la necesaria e imprescindible contextualización de su figura en el tiempo que le tocó vivir y efectúa un completo análisis de los acontecimientos del reinado (capítulo VII) que le sirve para valorar la postura del monarca frente a todos y cada uno de ellos, así como sus líneas de actuación e, incluso, su manera de ser. Porque en el ensayo parece prevalecer, sobre otras cosas, el carácter psicológico con el que lo subtitula. Pero además de ello, Altamira subraya la importancia que a su juicio tiene la historia para la sociedad y el Estado a la hora de definir las señas de identidad colectivas que, en el caso español y en opinión del historiador alicantino, parecen identificarse con las propias de Felipe II60.

Pero al margen del enorme caudal de información empírica y bibliográfica que el estudio contiene también aporta, en opinión de Martínez Millán, una importante reflexión referida a la justificación del quehacer de los historiadores en la sociedad actual y al sentido que tiene la historia ahora y aquí. Este ensayo sobre Felipe II significa, igualmente, la clausura de un modo de hacer y explicar la historia moderna que podríamos denominar «clásico», regido por unos planteamientos que reflejaban un modelo oficial y ortodoxo de historiar, estrechamente vinculado a los planteamientos establecidos por el Estado liberal burgués, vigente desde finales del siglo XIX hasta que los avances historiográficos propiciaron que hiciera crisis61. Ello no viene sino a constituir una prueba más de la vigencia de la obra de Rafael Altamira que, con esta contribución he procurado modestamente resaltar y, una vez más y nunca serán suficientes, recuperar.





 
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