El primer día de setiembre de 1840 se extendió sobre el cielo de Buenos Aires oscuro, triste, cargado de vapores, como si en su aparición ese fatal mes quisiera ofrecerse a los ojos de los mortales tal como se ofrecería en la posteridad al estudio del historiador: triste, sombrío, cargado de errores y preñado de la tormenta de sangre que debía estrellarse, romperse, y diluviar sobre la frente argentina.
Todo era fatídico.
El Ejército Libertador había pasado cerca de un mes en pequeñas operaciones, marchando lentamente, tratando de conquistar con buenas proclamas y acciones de indulgencia unas simpatías que no era posible hallar en la campaña, en el número en que las buscaba el general Lavalle para vencer a Rosas.
El general López, de Santa Fe, empezaba a obrar a retaguardia del ejército.
Don Vicente González, y otros jefes de Rosas, por el flanco derecho.
Y a su frente el dictador se atrincheraba en su acampamento de Santos Lugares. Y débil en los primeros días de la invasión, se hacía fuerte, moral y materialmente, por la lentitud de su enemigo.
La vista se dilataba en todos los horizontes tormentosos de la república. Pero el rayo que debía herir la cabeza de la libertad o de la tiranía no fermentaba en círculos tan lejanos, sino entre las nubes que se cernían sobre el espacio de Luján a Buenos Aires.
El general Paz contaba ya en Corrientes un ejército de dos mil hombres, que disciplinaba con su pericia y habilidad exclusivas.
El gobernador Ferré juraba «sepultarse en las ruinas de su provincia antes que consentirla esclava».
Las provincias de Córdoba, de San Luis y San Juan se inclinaban a entrar en la gran Liga, y se negaban ya a dar al fraile Aldao los auxilios que solicitaba.
El general La Madrid pisaba ya el territorio de Córdoba.
Aldao escribía a Rosas, con fecha 8 de agosto, desconfiando de todo el mundo, «hasta de su sombra».
Pero ¿qué importaba todo esto?
El gran problema estaba en Buenos Aires.
El triunfo, o la derrota general, estaban pendientes del resultado de la expedición libertadora en la provincia de Buenos Aires.
Ante ese reto a muerte de los dos principios, de las dos espadas, en el estrecho palenque de Buenos Aires, la actitud de las provincias, cualquiera que fuese, y hasta la misma cuestión francesa, eran ya cosas secundarias e indiferentes para el resultado del duelo.
Lavalle y Rosas representaban los dos principios opuestos de la revolución.
Ya estaban frente a frente.
Su voz se oía.
Sus armas se tocaban. Y el que cayese, debía arrastrar en su caída toda su causa con todas sus ramificaciones, más o menos extensas que ellas fuesen.
Y ante esta verdad, que los sucesos debían justificar más tarde, desgraciadamente, el genio de la política y de la guerra se manifestó rebelde, y se negó a inspirar en la cabeza del cruzado la idea de que el mundo no tenía más límites para la libertad argentina que los que marca el plano de la ciudad de Buenos Aires. Spartacus mató su caballo antes de entrar a la batalla. Cortés quemó sus naves. Lavalle debió deshacerse de naves y caballo.
Pero no fue así.
Rozándose con Rosas, todavía se pensaba en las provincias, todavía se pensaba en la Francia; sin calcular que si Lavalle retrocedía, Rosas se levantaba más alto que la cuestión francesa y la liga provinciana; sin calcular que si Buenos Aires era tomado, ya no había punto de apoyo al edificio de la tiranía en la república, ni trepidaciones en la cuestión internacional.
Entretanto, la pluma del romancista se resiste, dejando al historiador esta tristísima tarea, a describir la situación de Buenos Aires, al comenzar los primeros días de setiembre.
A medida que pasaban las horas, se iba enervando la impresión del miedo que causó a los rosistas la súbita aparición de las armas libertadoras en la provincia. Y por un exceso brutal de cobardía, y de cuanto puede haber de infame en la historia de un partido político, o de los instrumentos de un jefe de partido, la mujer comenzó a ser el blanco del encarnizamiento de bandas de forajidos, bautizados con el nombre de federales.
Sin disputa, sin duda histórica, la mujer porteña había desplegado, durante esos fatales tiempos del terror, un valor moral, una firmeza y dignidad de carácter, y, puede decirse, una altanería y una audacia tal, que los hombres estaban muy lejos de ostentar, y que servía de punzante reproche a las damas exaltadas de la Federación, y a los hombres corrompidos sobre que se apoyaba la santa causa.
La linda cabeza de las gaditanas de la América paseaba alta, erguida; les parecía tan bien colocada sobre sus hombros, que creían ofenderla doblándola un poco al pasar por medio de los magnates de la época. Y el vestido modesto de la patriota parecía plegarse y contraerse por sí mismo al ir a rozarse con la crujiente y deslumbrante seda de la opulenta federal.
Sus cabellos, trono en otro tiempo de la flor del aire, se rebelaban al repugnante moño de la Federación; y apenas la punta de una pequeña cinta rosa se descubría entre sus rizos, o bajo las flores de su sombrero.
Todo esto era un crimen. Y la misma moral que así lo clasificaba, debía inventar un castigo propio de ella, propio de sus jueces, propio de los verdugos.
Bandas de ellos, de distintas jerarquías y condiciones, empezaron a apostarse en las puertas de los templos, llevando cántaros con brea derretida, y moños de coco punzó.
Estos trapos eran untados de brea, y a cuantas jóvenes salían del templo sin la gran mancha de la Federación en la cabeza, tomábanla brutalmente de la cintura, la arrastraban en medio de ellos, y sobre la cabeza linda y casta pegaban el parche embreado y la empujaban luego, entre algazara y risas federales; pues tenemos en todo que valernos de esta expresión que no caía de los labios en la época que describimos.
A las puertas del colegio tiene lugar una de esas escenas a las once del día.
Una niña salía con su madre; y es arrebatada por algunos de los que allí esperaban a las señoras.
La joven comprende lo que se quiere hacer de ella; y en el acto se quita el chal que cubría su cabeza, y la presenta a las manos de sus profanadores.
La madre, que estaba contenida por otros, grita desesperada:
-Ya no hay un hombre en Buenos Aires para proteger a las señoras.
-No, mamá -dice la joven con la palidez de la muerte en su semblante, pero con una sonrisa del más profundísimo desprecio-, no, mamá, los hombres están en la guardia de Luján, donde está mi hermano. Aquí no hemos quedado sino las mujeres y los tigres.
La comunidad de la Mashorca, la gente del mercado, y sobre todo las negras y las mulatas que se habían dado ya carta de independencia absoluta para defender mejor su madre causa, comenzaban a pasear en grandes bandas la ciudad, y la clausura de las familias empezó a hacerse un hecho.
Empezó a temerse el salir a la vecindad.
Los barrios céntricos de la ciudad eran los más atravesados en todas direcciones por aquellas bandas; y las confiterías, especialmente, eran el punto tácito de reunión.
Allí se bebía y no se pagaba, porque los brindis que oía el confitero eran demasiado honor y demasiado precio por su vino.
Los cafés eran invadidos desde las cuatro de la tarde. Y ¡ay de aquel que se presentase en ellos con su barba cerrada o su cabello partido! Un nuevo modo de afeitar, que no conoció Fígaro, se empleaba con él en menos de un minuto.
El cuchillo de la Mashorca, que más tarde debía servir de sierra en la garganta humana, hizo su aprendizaje como navaja de barba y tijeras de peluquería.
El último crespúsculo de la tarde no se había apagado en los bordes del horizonte, cuando la ciudad era un desierto; todo el mundo en su casa; la atención pendiente del menor ruido; las miradas cambiándose; el corazón latiendo.
Lavalle.
Rosas.
La Mashorca.
Eran ideas que cruzaban, como relámpagos súbitos del miedo, o la esperanza, en la imaginación de todos.
¡Ay de la madre que tenía un hijo fuera de su casa!
¡Ay de la amada que esperaba a su amante!
Un golpe en la puerta de calle, y todos se precipitaban a las interiores.
El corazón quería adivinar.
La imaginación lo extraviaba.
La realidad arrancaba un suspiro y una sonrisa.
Era un momento de calma, de transición a otro momento de inquietud, de zozobra, de miedo, que debía durar toda la noche, todo el siguiente día, y días y semanas todavía.
¿De qué han sido las familias de Buenos Aires? ¿Cómo se ha podido vivir de esta agonía latente, sin que esos espasmos de la sangre, sin que esas contracciones del alma y las arterias no consumieran la vida, y no arrastrasen a la demencia o al suicidio?
El sueño. Pero ni el sueño era permitido siquiera. Los serenos debían venir cada media hora a despertar a las gentes con un grito de muerte.
No. Ni Roma bajo los emperadores militares.
Ni antes en los excesos de sus más brutales tiranos.
Ni en la historia moderna la Inglaterra durante sus despotismos religiosos; la Francia durante sus reinados criminales; la España durante la hoguera, ofrecen el cuadro de una sociedad entera en la horrible situación de Buenos Aires, en los meses que describimos, en 1840.
Los tiranos en todas partes han perseguido un partido, una idea. Pero en ninguna han perseguido a la sociedad con una pequeñísima parte de la sociedad misma.
Las proscripciones pegadas en la puerta del senado romano hacían saber siquiera quiénes eran los que estaban bajo el anatema del odio o la venganza.
Pero en Buenos Aires ninguno era señalado, y todos estaban bajo el anatema.
La hoguera inglesa no hizo menos estrago que la española. Pero cada hombre sabía, en las creencias religiosas que profesaba, cuál era el destino que le cabía.
En Buenos Aires no había más medio de poder conocer ese destino; no había otro camino que condujese a la seguridad personal que convertirse en asesino, para libertarse de ser víctima. Y no se crea que la palabra asesino es empleada como un concepto hiperbólico, sino que materialmente era preciso asociarse a lo más corrompido de la Mashorca, y tener el cuchillo en la mano, matando o pronto para matar.
En todas partes la adhesión moral a la causa del poder, por más brutal y tiránico que fuese, ha sido, naturalmente, una salvaguardia.
En Buenos Aires, no.
El antiguo federalista de principios, siempre que fuese honrado y moderado; el extranjero mismo, que no era, ni unitario, ni federal; el hombre pacífico y laborioso que no había sentido jamás una opinión política; la mujer, el joven, el adolescente, puede decirse, todos, todos, todos estaban envueltos, estaban comprendidos en la misma sentencia universal: o ser facinerosos o ser víctimas.
Las primeras luces del alba se dibujaban sobre el oriente, y la vista se fatigaba por definir los objetos informes que, aquí y allá, se le ofrecían en grandes grupos, en el acampamento de Santos Lugares.
Eran centenares de carretas.
Montes de tierra a orillas de las zanjas que se habían abierto.
Cañones de batería.
Cerros de balas.
Cientos de carpas formadas de cueros, y esparramadas en el mayor desorden.
Caballadas, armas, soldados, mujeres, galeras, todo confundido y en el más completo desarreglo.
Y el toque de diana en los batallones; la corneta de la caballería; la algazara del cuerpo de indios; la gritería de las negras; el movimiento de los caballos; el grito del gaucho enlazándolos, todo a la vez venía a formar un ruido indefinible, para que el oído, como la vista, se intrigase también.
El cuartel general estaba hacia el extremo derecho del campamento, en un grande rancho que, sin embargo, no hospedaba de noche al general en jefe.
¿Dónde dormía Rosas? En el cuartel general tenía su cama, pero allí no dormía.
En la alta noche se le veía llegar al campamento, y el héroe popular hacía tender su recado cerca de sus leales defensores.
Allí se le veía echarse; pero media hora después, ya no estaba allí.
¿Dónde estaba? Con el poncho y la gorra de su asistente tendido en cualquiera otra parte, donde nadie lo hallara ni lo conociera.
En el momento en que estamos, se desmontaba en el cuartel general, a cuya puerta tomaba mate multitud de jefes, oficiales y paisanos confundidos.
Aquel hombre, de una naturaleza de bronce, que acababa de pasar la noche con las mismas comodidades que su caballo, o más bien, con menos comodidades que el animal, llegaba, sin embargo, fresco, lozano y fuerte como si saliese de un colchón de plumas y de un baño de leche.
La expresión de su semblante era adusta y siniestra como las pasiones que agitaban su alma.
De poncho, con una gorra de oficial, y sin espada, ni insignia alguna, pasó por medio a su corte, o su estado mayor, o lo que fuese, sin dignarse echarle una mirada.
Una gran mesa de pino estaba colocada en medio del rancho, y cubierta casi toda ella de papeles manuscritos e impresos.
Veíanse allí tres oficiales de secretaría pálidos, ojerosos, en un profundísimo silencio, y sin hacer nada; y al general Corvalán con un grueso paquete de pliegos cerrados en la mano, entreteniéndose en leer y releer los sobres de ellos.
Paráronse todos a la entrada de Rosas. Este quitóse su gorra y su poncho, tirólos sobre el catre, y comenzó a pasearse a lo largo de la habitación; mientras los escribientes y el edecán, a quienes no había saludado, permanecían de pie junto a las sillas que un momento antes ocupaban.
Inmediatamente apareció un soldado, y paróse en la puerta, con un mate en la mano. Ahí quedó clavado.
Rosas continuaba sus paseos.
Al volver de uno de ellos, estiró el brazo, cogió el mate, tomó dos o tres tragos, sin moverse, volviólo al soldado, y siguió sus paseos.
El soldado quedó en su mismo lugar con el mate en la mano.
Al cabo de dos o tres minutos volvióse a repetir la misma escena; hasta que habiendo sonado el aire entre la bombilla, el autómata salió a renovar el agua.
Y los secretarios y el edecán permanecían parados.
Y Rosas continuaba sus paseos.
Y el cebador del mate iba y venía.
Y esta pantomima duró por tres largos cuartos de hora, cuando menos.
En uno de esos paseos, paróse de repente junto a la mesa y dijo, con una cara muy alegre, a los escribientes, y como si recién reparase en ellos:
-Siéntense, no más.
Los escribientes se sentaron.
Luego, volviéndose a Corvalán, preguntóle como admirado:
-¿Que había estado ahí?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Cuándo vino?
-Hará como una hora.
-¿Qué ha ocurrido en la ciudad?
-Nada absolutamente, Excelentísimo Señor.
-¿Están alegres?
-Sí, señor.
-¿Y Victorica cómo está?
-Anoche lo he visto, está muy bueno, Excelentísimo Señor.
-Cuando lo vea déle memorias. Como ayer no ha venido en todo el día, creía que se había muerto el gallego. Y a Don Felipe, ¿lo ha visto?
-Sí, Excelentísimo Señor.
Y Rosas soltó una estrepitosa carcajada.
-¡Qué miedo tendrá el gobernador delegado! ¿Conque no hay nada?
-Hace dos horas que han llegado por agua estas comunicaciones.
-A ver, traiga.
Rosas tomó los pliegos; los abrió, y luego de leer las firmas se los tiró a uno de los escribientes.
-Lea -le dijo, y volvió a pasearse.
El escribiente leyó:
-Bueno; que se muera; y que se muera el fraile también, ¿no es ésa la del fraile Aldao?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-Extráctela luego. A ver; lea otra. ¿Cuál es ésa?
-Del comandante Don Vicente González. Da cuenta de las marchas de...
-No le pregunto de qué da cuenta. Lea.
-Da cuenta de las marchas que ha hecho el cabecilla Lavalle en los días 30 y 31 de agosto; 1 y 2 de setiembre.
-A ver; lea las marchas.
-«Día 30».
-¿De qué?
-De agosto, dice antes -contestó el escribiente tartamudeando.
-Pero ahí también debía decirlo. A ver, póngale una nota a este viejo bruto -dijo Rosas a otro de los escribientes-, diciéndole que otra vez ponga con más claridad las marchas del ejército de los salvajes unitarios.
-¿Le digo que escriba las fechas de las marchas?
-Váyase a un cuerno; escriba lo que le digo. Siga usted.
El primer escribiente continuó:
-No hay más -dijo el escribiente.
-Pasado mañana pueden estar en Merlo; mañana también -dijo Rosas y empezó a pasearse más precipitadamente por el cuarto.
-¿Qué dice esa comunicación de López? -preguntó parándose de repente, y después de un largo rato de silencio.
-Que marcha sobre San Pedro.
El cebador de mate volvió a aparecer en la puerta del rancho.
-¿No hay una carta sin firma ahí?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-A ver, léala toda.
El escribiente leyó:
-Vea qué bulla es esa, Corvalán. No; espérese. Anda a ver -dijo Rosas al soldado del mate; porque en efecto se sentía cierta algazara en el campo.
El soldado salió y los escribientes y Corvalán quedaron en perplejidad.
-Siga no más -dijo Rosas al escribiente.
Este prosiguió:
Unos hablan pestes de Lavalle... |
-Ya leyó eso, no sea bruto.
El lector se puso pálido como la cera, y prosiguió:
Otros gritan que no debe seguir adelante hasta que... |
-¿Qué hay? -preguntó Rosas al soldado que entraba, mientras el escribiente rayaba con la uña la dicción en que había quedado pendiente la lectura.
-Nada, señor.
-¿Cómo nada?
-Es uno que vende dulces, y los compañeros dicen que es espía de Lavalle.
-Ha de ser, pues. ¿De dónde viene?
-No sé, señor; pero ha de ser de por ahí no más.
-Bueno, a los compañeros que hagan lo que quieran.
El soldado salió. Y Rosas hizo señas al escribiente para que continuase su lectura.
Prosiguió:
Haya sublevado en su favor todas las simpatías del país. Y el cabecilla Lavalle debe estar sin saber qué hacer porque cada uno le aconseja de distinto modo. Por lo que hace a Rivera... |
El lector se paró de súbito a los horribles gritos, a los ayes que transían el alma y que se exhalaban a pocos pasos de allí, de Rosas: era que estaban degollando al vendedor de dulces, entre la grita y alegría salvaje de los soldados y la chusma, al ver la sangre y las agonías de la víctima.
Este infeliz se llamaba Antonio Fragueiro Calviño. Era viejo de sesenta y tantos años, y vendedor de masas por profesión, y que había ido ese día a Santos Lugares a hacer comercio con su cajón de dulces, arrastrado fatalmente por su destino.
-Siga, pues -dijo Rosas con la mayor flema.
-No hay más.
-Mire -dijo Rosas dirigiéndose a Corvalán-, usted se va a la ciudad, ¿no?
-Como Vuecelencia lo ordene.
-Tiene qué hacer. Busque a Cuitiño y dígale que me han escrito de Montevideo que está dejando escapar por plata a los unitarios que se embarcan por la costa de San Isidro; que yo no lo creo, pero que no deje que los salvajes unitarios le estén sacando el cuero de ese modo; y que yo he de ir una noche de éstas a pasear por la costa.
-Muy bien, Excelentísimo Señor.
-Y cuente a los amigos, y a él también, todo lo que ha visto y oído por aquí... ¿Me entiende?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿No está Maza ahí en la puerta? -preguntó Rosas al soldado que estaba con el mate, en que, de cuando en cuanto, tomaba Rosas algunos tragos.
-Ahí está -respondió aquél.
-Que venga.
Un instante después apareció Mariano Maza, jefe de un cuerpo llamado de la marina: hombre que más tarde debía jugar un sangriento y repugnante papel en las guerras de Rosas.
Era entonces como de treinta y cinco años, de estatura regular, rubio y de una fisonomía gatuna y siniestra, donde estaban dibujados francamente los instintos del mal y del vicio.
Presentóse con su gorra militar en la mano, delante del que tenía en su frente, tibias y en relieve, las manchas de sangre de su tío y de su primo hermano.
Rosas lo miró sin dignarse saludarlo, y le preguntó:
-¿No están en su cuartel unos que trajeron ayer?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Cuántos son?
-Son cuatro, Excelentísimo Señor.
-¿Cómo se llaman?
Maza sacó un papel de su bolsillo y leyó:
-José Yera, español.
-Gallego, diga.
-José Yera, gallego, y su hijo.
-¿Estos los mandaron de Lobos, no?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Y los otros?
-Un tal Vélez, cordobés, y Mariano Álvarez, porteño.
-¿Esos son todos?
-No han traído más, Excelentísimo Señor.
-Bueno; fusílelos.
Maza hizo una profunda reverencia y salió; mientras que Rosas volvió a sus paseos.
Al cabo de cinco minutos se paró y dijo:
-Vaya no más, Corvalán.
El edecán se disponía a salir.
-Ah, lléguese a lo de María Josefa y dígale que haga lo que quiera. Que sin son unitarios no le importe de nada.
-Muy bien, Excelentísimo Señor.
-Mire, véase a Mariño y dígale...
La voz de Rosas y la atención de todos fue suspendida por la detonación de dos descargas sucesivas.
¡Yera y su hijo, Álvarez y Vélez acababan de caer asesinados por el plomo de Rosas; como diez minutos antes había caído Calviño bajo el bárbaro cuchillo federal!
-Dígale, pues, a Mariño -continuó Rosas, con la mas inaudita tranquilidad- todo lo que hay por aquí; dígale también que parece unitario, porque están muy flojos sus artículos.
Esto decía Rosas en los momentos en que La Gaceta Mercantil chorreaba sangre, azuzando a lo lebreles de la Federación al exterminio de todos los unitarios.
Y Corvalán, así cargado de comisiones, cada una envolviendo una muerte o una desgracia, montó a caballo con menos seguridad que la que su nombre tenía de pasar tristísimamente a la posteridad, si no como un actor de crímenes, porque en efecto no lo fue el general Corvalán, a lo menos como un modelo de sumisión y de obediencia pasiva al tirano a quien sirvió por tantos años.
Pero no bien su caballo había dado algunos pasos cuando el cebador de mate lo alcanzó, y llamó al edecán de parte de Rosas.
El viejecito se desmontó con trabajo, y tropezando
con su espadín, y las charreteras bailándole, volvió a la presencia de Rosas, mientras que el soldado iba a buscar un vaso de agua que había pedido el dictador.
-¿Ya se iba?
-Ya, Excelentísimo Señor.
-No; espérese. Siéntese.
Corvalán se sentó.
-A ver -continuó Rosas dirigiéndose a uno de los secretarios-: ¿cuál es el legajo que trajeron ayer?
-Aquél, Excelentísimo Señor -contestó el secretario señalando uno inmenso que estaba sobre una silla.
-Desátelo.
-Ya está, Excelentísimo Señor.
-Bueno, saque una clasificación.
-¿Cuál de ellas, Excelentísimo Señor?
-Empiece por la primera. Búsquela.
El escribiente se puso a recorrer los papeles.
-Aquí está, Excelentísimo Señor.
-Lea.
Y Rosas volvió a sus paseos en la habitación, mientras que el ordenanza permanecía parado en la puerta con el vaso de agua en la mano.
El secretario leyó lo siguiente7.
Clasificaciones de 1835 Número 1
Batallón de artillería Clasificación
de los jefes y oficiales de él
Relación de los lomos negros enemigos de los federales,
y se hallan ausentes fuera de la provincia. |
-No hay más, Excelentísimo Señor.
-Bueno; lea la segunda -dijo Rosas continuando su paseo, y el escribiente leyó:
Clasificación Número 2 Empleados civiles
de todas clases que son muy marcados por sus opiniones. Departamento de policía
Individuos de todas clases
Particulares
Federales de
varias clases que pertenecen a la Sociedad Popular Restauradora
y son comprometidos
Otros federales,
aunque no son de la sociedad |
-Se ha concluido, Excelentísimo Señor.
-Entonces, deje ahí no más; vaya separando las otras para leerlas luego; pero mire, cuando vea unitarios en esos papeles, léame salvajes unitarios. Tome, Corvalán. Llévele a María Josefa y dígale que vaya entresacando; que mañana le mandaré otras.
-¿Nada más, Excelentísimo Señor?
-Nada más.
Corvalán salió.
En este momento tomó Rosas el vaso de agua de manos del ordenanza.
La puerta vidriera del rancho daba al oriente, y los vidrios estaban cubiertos por cortinas de coco punzó. El sol estaba levantándose entre su radiante pabellón de grana; y sus rayos quebrándose en los vidrios de la puerta y su luz tomando el color de las cortinas, venía a reflejar con él en el agua del vaso un color de sangre y fuego.
Este fenómeno de óptica llevó el terror a la imaginación de los secretarios, que, herida por la idea que acababan de comprender en Rosas al mandar las clasificaciones a su hermana política, les hizo creer que el agua se había convertido en sangre, y súbitamente se pararon pálidos como la muerte.
La óptica y su imaginación, sin embargo, se habían combinado para representar, bajo el prisma de una ilusión, la verdad terrible de ese momento. Sí, porque en ese momento bebía sangre, sudaba sangre y respiraba sangre: concertaba en su mente, y disponía los primeros pasos de las degollaciones que debían bien pronto bañar en sangre la infeliz Buenos Aires.
Si los capítulos anteriores han podido dar una ligerísima idea de la ferocidad de Rosas, también habrán hecho reflexionar, es probable, sobre el modo como se ocupaba de la defensa de su causa, frente del enemigo que le invadía, y la amenazaba.
Hay resistencia en el espíritu para creer que en todo pensase Rosas, en los primeros días de setiembre de 1840, menos en una formal organización de defensa, en un plan de campaña, tan serio siquiera, como la situación que lo rodeaba. Y nada hay más cierto, sin embargo.
Rosas jamás fue militar. Y en aquel conflicto no hizo otra cosa que amontonar hombres y cañones, carretas y caballos, en los estrechos reductos de Santos Lugares; esperándolo todo de la casualidad, del terror en sus enemigos, y del miedo en sus servidores, que parece haber sido la única táctica de ese hijo predilecto de una fortuna, la más siniestra para la humanidad, tanto en sus guerras de 1840 a 1842, como en la que sostiene en la época en que estos cuadros se delinean.
Alistados a sus banderas no faltaban algunos oficiales, generales del tiempo de la independencia; y, como tales, viejos veteranos que habíanse criado entre los grandes planes militares y la disciplina severa, sirviendo a las órdenes de los primeros capitanes de aquella guerra gigantesca. Y las medidas de Rosas, como general en jefe del ejército, en aquellos momentos en que todos jugaban su porvenir, si no su vida, era la pesadilla diaria de aquellos soldados de la independencia, que no veían sino el absurdo y la ignorancia, o la más completa apatía en las disposiciones del dictador, que revelaba una completa ausencia de las nociones más simples del arte de la guerra. Para ellos era incomprensible que sólo con rondas, para ver si hallaban algún unitario con armas; con visitas a los cuarteles, para no encontrar sino montones de hombres sin disciplina ni espíritu de soldado; y con hacinar enjambres de hombres y de animales en un estrecho campamento, se pudiese asegurar el triunfo o siquiera una resistencia regularizada, llegado el caso de un ataque serio sobre aquel punto, o de una sorpresa a la ciudad. Y ante semejantes planes militares renegaban de la suerte que los había puesto bajo el mando de aquel bruto, como lo llamaban Mansilla, Soler y otros que habían ceñido la espada desde los primeros días de la revolución de América.
¡Pero parece increíble! Este mismo trastorno de lo natural, esta misma vulgaridad e ignorancia de Rosas, servía para que la fanática plebe de su partido, y muchos también que no eran plebe, dijesen y creyesen que todo aquello que veían y los sorprendía era efecto del genio del Restaurador, que se escapaba a la penetración de los demás.
-Él sabe lo que hace -decían.
Y sin embargo, la verdad es que el genio no sabía una palabra de lo que estaba haciendo, o de lo que debía hacer, en orden a la defensa militar; y se lo llevaba en un trabajo asiduo y laborioso, dentro sí mismo, pensando y combinando los medios de satisfacer sus bárbaras venganzas en el caso de triunfar, que ya empezaba a ver como muy probable, sin más ciencia que sus instintos y su sagacidad, puramente orgánicos, puramente animales: ora combinando nombres para encontrar víctimas, sea combinando en su idea el medio de arrojar a la mendicidad la mitad de la población; nuevo y el más espantoso de sus delitos, que debía convertirse en ley dentro de pocos días.
Entretanto, y a medida que los sucesos se precipitan, el lector tendrá que acompañarnos, con la misma prisa que esos sucesos, a todas partes y con toda clase de personas. Y al llegar más pronto que Corvalán de Santos Lugares a la ciudad, y al correr sus calles, ora en largas longitudes, tristes, solitarias, lúgubres; sea teniendo que empujar y codear para abrirnos camino por medio de una oleada de negras viejas, jóvenes, sucias unas y andrajosas, vestidas otras con muy luciente seda, hablando, gritando y abrazándose con los negros, soldados de Rolón o de Ravelo, mientras otras se despedían a gritos, marchando a Santos Lugares; ya teniendo que ampararnos del umbral de una puerta, para que los caballos a galope, azuzados por el rebenque de la Mashorca que pasa en tropel, haciendo que hace en el gran plan de defensa de su genio, no invada la vereda y nos lleve por delante; o ya en fin, andando más de prisa para evitar la mirada curiosa que se escurre por la rendija de un postigo entreabierto, donde se asoma una pupila inquieta y buscadora, queriendo interrogar hasta las piedras para saber qué pasa, qué fortuna se cierne en ese instante sobre la cabeza de todos, sobre el lecho del viejo, sobre la cuna del niño; para saber si el corazón ha de latir de miedo o de esperanza todavía; si el sol ha de ponerse el último para ella, o el postrero para la terrible ansiedad que devora el espíritu y el cuerpo. Y corriendo, deslizándonos con el lector sobre esa ciudad cuyo piso tiembla, cuyo aire tiene olor a sangre, donde sobre las nubes no parece haber Dios, donde sobre el suelo no parece haber hombres, de todo falta, menos la agonía del alma, las creaciones asustadoras de la imaginación, y la lucha terrible de la esperanza, que se escapa, o se postra en el pecho, con la realidad, con la verdad, que subyuga y aniquila y mata esa esperanza misma; corriendo aquí y allí, de repente nos hallaremos con un personaje serio y tieso, que con su inseparable bastón va pasando por la puerta de la Sala de Representantes, con un aplomo de piernas sorprendente, mientras que la vaguedad de sus miradas, y su semblante como bañado en agua de azafrán, nos hará creer por un momento que aquel hombre lleva una cabeza postiza, viendo en el rostro el antítesis de la seguridad que ostenta el cuerpo.
Era Don Cándido Rodríguez.
Frente a la Sala de Representantes había en 1840 una pequeña fonda, que era el Palais Royal de toda la corte del genio, desde las ocho hasta las once de la mañana, desde las nueve hasta la una de la noche; en cuya puerta, un año antes, habían tomado al joven Alagón, para convertirlo en una de las más tristes y lamentables víctimas de Rosas.
Eran las diez de la mañana.
Don Cándido llegaba ya a la puerta de la Sala de Representantes, cuando salía de la fonda una docena de personajes de la Federación, haciendo un ruido infernal con sus inmensas espuelas.
Don Cándido no los miró con los ojos. Los miró y conoció con el oído. Y, sin dar vuelta su cabeza, ni precipitar sus pasos, se entró muy serio a la Sala de Representantes, y empezó a subir por la escalera que conduce al archivo.
El no iba a semejante casa, ni a tal archivo. Era el ruido de las espuelas federales lo que había dado a sus piernas una nueva dirección, sin dar tiempo a su cabeza a la combinación de ninguna idea. Así es que, cuando se halló frente a frente con un oficial de esa oficina, no sabiendo qué decirle, y no creyendo que debía pararse todavía, pasó por delante de él, y siguió andando.
-Señor, ¿quería usted algo? -le dijo aquél.
-¿Yo?
-Sí, pues, usted que se entra, así no más.
-Mire usted, joven, esto es efecto de causas muy remotas y recónditas, que cuando el tiempo, ese amigo de la vejez e instructor de los jóvenes... el tiempo, ¡si usted supiera lo que es el tiempo!
-Señor, yo lo que deseo saber es qué busca usted -dijo el oficial, que empezó a creer que Don Cándido era un loco, y no las tenía todas consigo al encontrarse solo, en tan peligrosa compañía.
-Mire usted; yo, francamente, no quiero nada. ¿De qué familia es usted, mi distinguido señor?
-Señor, yo tengo que cerrar la puerta: hágame el favor de retirarse -dijo el joven retrocediendo algunos pasos y dando la espalda a la puerta de salida.
-Tiene usted en su fisonomía la expresión del talento, de la asiduidad, de la labor; ¿en qué forma de letra escribe usted?
-Señor, hágame usted el favor de irse.
-De todos mis discípulos; porque ha de saber usted que yo he sido maestro de primeras letras, de todo Buenos Aires. ¡Oh, y qué hombres he sacado! Unos son hoy diputados, comerciantes de primer orden, activos, hacendosos, infatigables; ¿conoce usted la casa de comercio que hay...?
Don Cándido alzó su caña de la India, como para apuntar en el aire la dirección a que iba a referirse, cuando el joven, creyendo que la alzaba para darle un palo, corrió a la puerta y dio un grito al portero, que felizmente no se hallaba en su puesto.
-¿Qué hacéis, joven imprudente, inconsiderado, ligero como todos los jóvenes?
-Señor, si usted no se va, yo empiezo a gritar.
-Bien; ya me voy, joven inexperto y alucinado.
Pero en lugar de dirigirse a la puerta, Don Cándido se dirigió a uno de los balcones, que quedaban frente a frente con la fonda; y el alma le volvió al cuerpo, al ver que nadie había en la puerta de ella.
Volvióse entonces y extendió su mano para despedirse del oficial del archivo, quien, no teniendo la mínima duda de que Don Cándido acababa de escaparse de la Residencia, se guardó muy bien de poner su mano entre las suyas.
-Adiós, joven bisoño y nuevo en la escuela del mundo. Ojalá pueda pagar a usted y a su respetabilísima familia el eminente e inolvidable servicio que acabo de recibir.
Y Don Cándido bajó con toda su estudiada gravedad las escaleras, mientras el joven quedóse mirándole y riendose.
Pero no bien el maestro de primeras letras había llegado a la esquina de esa cuadra, andando siempre en dirección al Retiro, cuando otra comitiva federal doblaba del Colegio hacia la fonda y se encontró de manos a boca con Don Cándido.
Este no bajó, saltó de la vereda, y con el sombrero en la mano empezó a hacer profundas reverencias.
Los otros, que tenían más ganas de almorzar que de saludar, y muy habituados que estaban a esa clase de cumplimientos, siguieron su camino, mientras Don Cándido se quedó saludándolos hasta por la espalda.
Vertiginoso, latiéndole las sienes terriblemente, y sudando a ríos, dobló al fin por la calle de la Victoria en dirección al campo, y fue a entrar por aquella puerta donde lo conocieron nuestros lectores por la primera vez, y que no era otra que la de Daniel, como es probable que lo recuerden.
Un momento después, nuestro desgraciado secretario entraba a la sala de su antiguo discípulo, a quien halló sentado en una cómoda silla de balanza, leyendo muy tranquilamente la elocuente Gaceta Mercantil.
-¡Daniel!
-¿Señor?
-¡Daniel! ¡Daniel!
-¡Señor, señor!
-Nos perdemos.
-Ya lo sé.
-¿Lo sabes y no nos salvas?
-De eso se trata.
-No, Daniel, no, no tendremos tiempo.
-Tanto mejor.
-¿Cómo? -interrogó Don Cándido, abriendo tamaños ojos, y sentándose en un sofá al lado de Daniel.
-Digo, señor, que en las situaciones difíciles lo mejor es acabar pronto.
-Pero acabar bien, querrás decir.
-O acabar mal.
-¿Mal?
-Sí, pues, mal o bien, siempre es mejor que vivir dando un brazo al bien y el otro al mal.
-¿Y ese mal será?
-Que nos corten la cabeza, por ejemplo.
-Que te la corten a ti y a todos los conspiradores. Pero no a mí, un hombre tranquilo, inocente, manso, incapaz de hacer el mal con intención, con premeditación, con...
-Siéntese usted, mi querido maestro -dijo Daniel cortando el discurso de aquél, que a medida que hablaba había ido parándose.
-¿Qué he hecho yo, ni qué he pensado hacer para encontrarme, como me hallo, semejante a un débil barquichuelo en medio de las ondas y las tempestades del Océano?
-¿Qué ha hecho usted?
-¿Sí, yo?
-¡Toma! Pues no es nada lo que usted ha hecho.
-Yo no he hecho nada, señor Don Daniel, y ya es tiempo de que nuestra sociabilidad se separe, se rasgue, se rompa para siempre. Yo soy un acérrimo defensor del más ilustre de los restauradores de este mundo. Quiero hasta el último de la respetabilísima familia de Su Excelencia, como quiero y soy defensor del otro señor gobernador, doctor Don Felipe, de sus antepasados, y de todos sus hijos. Yo he querido...
-Usted ha querido emigrar, señor Don Cándido.
-¿Yo?
-Usted; y éste es delito de lesa federación que se paga con la cabeza.
-Las pruebas.
-Señor Don Cándido, usted está empeñado en que alguien lo ahorque.
-¿Yo?
-Y sólo espero que me diga usted si quiere serlo por la mano de Rosas o por la mano de Lavalle. Si lo primero, le complaceré a usted en el momento, haciendo una visita al coronel Salomón. Si lo segundo, esperaré tres o cuatro días a que entre el general Lavalle, y en primera oportunidad le hablaré del secretario del señor Don Felipe.
-¿Conque entonces yo soy hombre al agua?
-No, señor, hombre al aire será usted, si persiste en hablar tanta tontería como lo ha estado haciendo.
-Pero, Daniel, hijo mío, ¿no ves mi cara?
-Sí, señor.
-¿Y qué notas en ella?
-Miedo.
-No, miedo no, desconfianza, efecto de las terríficas impresiones que me acaban de dominar.
-¿Y qué hay?
-De lo del señor gobernador aquí, me he encontrado dos veces con esos hombres que parecen.., que parecen...
-¿Qué?
-Que parecen diablos vestidos de hombre.
-U hombres vestidos de diablo, ¿no es eso?
-¡Qué caras, Daniel, qué caras! Y sobre todo esos cuchillos que llevan. ¿Crees que uno de esos hombres sería capaz de matarme, Daniel?
-No, me parece. ¿Qué les ha hecho usted?
-Nada, nada. Pero imagínate que me confunden con otro, y...
-Bah, dejemos eso, mi querido amigo. Usted me ha dicho que salió de lo de Arana para venir aquí, ¿no es eso?
-Sí, sí, Daniel.
-Luego usted traía un objeto en su venida.
-Sí.
-¿Y cuál era, mi amigo?
-No sé; no quiero decirlo ya. No quiero más política, ni confidencias.
-Ah, ¿luego era una confidencia política lo que venía usted a hacerme?
-No he dicho tal.
-Y apostaría a que trae usted en el bolsillo de su levitón algún papel importante.
-No traigo nada.
-Y apostaría a que si algún hermano federal se le antoja registrarlo a usted al salir de acá, por ver si lleva armas, y le encuentra el tal papel, se lo despacha a usted en un abrir y cerrar de ojos.
-¡Daniel!...
-Señor, ¿me da usted los documentos que me trae o no?
-Bajo de una condición.
-Veamos.
-Que no me exigirás que continúe faltando a mis deberes.
-Tanto peor para usted, porque Lavalle no pasa cuatro días sin que esté en Buenos Aires.
-¡Y qué! ¿Tú no responderías de los inmensos servicios que he prestado a la libertad?
-No, si usted se para en la mitad del camino.
-¿Y crees que entre Lavalle?
-Para eso ha venido.
-Mira; aquí entre los dos, yo también lo creo; y es por eso que venía a verte. Ha habido un contraste.
-¿En quién? -preguntó Daniel con viveza, sonrosándosele un poco el semblante, donde en pocos días habían hecho un notable estrago las diferentes impresiones que invadían su alma. Pálido, ojeroso, desencajado, se parecía más ese día a un joven libertino que echa la vida y la salud por la puerta de los sentidos, que a un joven que vive la vida, el corazón y la inteligencia.
-Toma, lee.
Daniel desdobló un papel que le daba Don Cándido y leyó:
-A ver el documento a que se refiere -dijo Daniel después de un silencio de más de diez minutos fijos sus ojos en el papel que tenía en la mano, mientras pasaban por su expresiva fisonomía visibles nubes de tristeza y desconsuelo.
-Toma -dijo Don Cándido-, son los dos documentos de importancia, y que se han encontrado en una ballenera tomada anoche. Volando he sacado una copia para traértela.
Daniel tomó el papel sin oír a Don Cándido, y leyó:
-¿Qué te parece? -preguntó Don Cándido luego que Daniel hubo concluido la lectura del documento.
El joven no contestó.
-Se vienen, Daniel, se vienen.
-No, señor, se van -repuso éste, y estrujando el papel entre sus manos, se levantó y empezó a pasearse en el salón, marcando en su rostro la impaciencia y el disgusto.
-¿Te has enloquecido, Daniel?
-Son otros los que se han enloquecido, no yo.
-¡Pero si han derrotado a López, mi estimado y querido Daniel!
-No vale nada.
-Si ya están en la Guardia de Luján.
-No vale nada.
-¿No ves el entusiasmo ardiente, fogoso, tremebundo de que están animados?
-No vale nada.
-¿Estás en ti, Daniel?
-Sí, señor; los que no están en sí son los que están pensando en las provincias, revelando con eso que no confían en sus propios medios, ni ven la fortuna que se les presenta a dos pasos. ¡Fatalidad, raro destino el que persigue a este partido, y con él a la patria! -exclamó el joven paseandose siempre precipitadamente por el salón, mientras Don Cándido lo miraba estupefacto.
-Bien decimos entonces los federales...
-Que los unitarios no sirven para un diablo; tiene usted razón, señor Don Cándido.
En ese momento, dos fuertes aldabazos se sintieron en la puerta de calle.
Don Cándido se estremeció.
Daniel cambió de fisonomía como si le hubiesen quitado una cara y puesto otra: antes visiblemente alterada y descompuesta, ahora tranquila y casi risueña.
Un criado apareció, y anunció a una señora.
Daniel dio orden de que entrase.
-¿Me iré, hijo mío?
-No hay necesidad, señor.
-Es verdad que yo no quisiera irme, sino esperar a que tú salieras para acompañarte.
Daniel sonrióse. Y en ese momento, una mujer que sonaba como si estuviese vestida de papel picado, con un moño federal de media vara, y unos rulos negros, duros y lustrosos, sobre una cara redonda, morena y gorda, tal como si el médico Rivera, marido de la rubia Merceditas, se hubiese vestido de mujer, apareció en la puerta de la sala.
-¡Oh! -exclamó Don Cándido.
-Adelante, Misia Marcelina -dijo Daniel.
-¿Ah, sois vosotros?
-Los mismos.
-Pílades y Orestes.
-Exactamente.
-Aqueste es Pílades -dijo Doña Marcelina extendiendo la mano a Don Cándido.
-Señora, usted es una mujer fatídica -contestó retirándose de Doña Marcelina.
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-¡Ojalá fuese yo de bronce todo entero! -repuso Don Cándido suspirando.
-Especialmente el cuello, ¿no es verdad, amigo mío? -observó Daniel.
-¡Qué! ¿Está sentenciada al sacrificio la cabeza de Pílades?
-No, señora; ni usted se meta a repetir semejantes barbaridades; yo no soy unitario, ni nunca lo he sido, ¿entiende usted?
-¿Y qué importa la cabeza?
-No importa la cabeza de usted, que es.., pero la mía...
-Y la vuestra, ¿qué importa ante las hecatombes que ha presenciado el mundo? ¿La cabeza de Antonio y de Cicerón no fueron tiradas en el Capitolio, como me leía el inmortal Juan Cruz? ¿No os llevaría la posteridad en sus alas?
-El diablo debía llevársela a usted en sus cuernos.
-¿Veinte y tres puñaladas, no acabaron con César?
-Daniel; si esta mujer no es mensajera de Satanás, poco le falta. Es una mujer fatídica, es bruja, o hija de bruja. Cada vez que nos hemos acercado a ella, o a su casa, nos ha sucedido una desgracia. Como tu antiguo maestro, como tu viejo amigo, que tiene por ti estimación, cariño, simpatías, te pido, te mando que despaches a esta mujer, que parece que anda con el diablo prendido del vestido.
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-¿Bello? ¿Usted bella? -y Don Cándido apuntaba con el dedo a Doña Marcelina.
-Señor Don Daniel, ¿qué es esto?
-Échala, Daniel.
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-Todo esto no es más sino que el señor es un poco excéntrico -dijo Daniel mirando a Doña Marcelina, sin poder ya disimular la risa que le saltaba en el alma y en la cara.
-¡Ah, debe haber hecho sus estudios en la literatura inglesa! -exclamó aquélla, paseando una mirada despreciativa por toda la figura de Don Cándido, que permanecía parado a una buena distancia de su antagonista-. Si hubiera, como yo, educádose en la literatura griega y latina, otra cosa sería. Lo perdono.
-¿Usted sabe el latín y el griego? ¿Usted?
-No, pero conozco el fondo de esas lenguas muertas.
-¿Usted?
-Yo, hombre prosaico.
-Daniel, échala, hijo mío, mira que un loco hace ciento.
-¿Cómo, señor Don Daniel, un hombre de la altura literaria de usted, en relación con seres tan vulgares, cuya muerte es como su vida, oscura y silenciosa?... Pero no; vivamos en constante y lírica armonía. Los tres hemos pasado por terribles peripecias dramáticas. Vivamos juntos, y muramos juntos. He aquí mi mano -y Doña Marcelina se adelantó hacia Don Cándido.
-No quiero, déjeme usted -repuso Don Cándido retrocediendo.
|
-No quiero.
-Doña Marcelina -dijo Daniel, que ya no podía tenerse de risa, y que sentía profanar con ella el tristísimo estado de su espíritu-, Doña Marcelina, usted tiene algo que decirme; pasaremos a mi escritorio.
-Sí, entremos.
|
-¡Cruz, diablo! -exclamó Don Cándido haciéndole la señal de la cruz, cuando Doña Marcelina pasó con Daniel al escritorio.
-Ha llegado Douglas -dijo aquélla después de haber cerrado la puerta del escritorio.
-¿Cuándo?
-Esta madrugada.
-¿Y salió?
-Anteayer. He aquí la carta.
Daniel leyó la que le entregaba Doña Marcelina, uno de sus correos secretos, como se sabe, y quedó pensativo en su silla por más de diez minutos; tiempo que empleó aquélla en reconocer los títulos de las obras que había en los estantes, sonriendo y meneando la cabeza, como si saludase a antiguas conocidas.
-¿Podría usted dar con Douglas, antes de las tres de la tarde?
-Sí.
-¿Con seguridad?
-En este momento está durmiendo el intrépido marino.
-Bien, pues, necesito que usted le hable.
-Ahora mismo.
-Y le diga que tengo necesidad de él antes de la noche.
-¿Aquí?
-Sí, aquí.
-Así lo haré.
-Fijemos hora: lo espero de las cuatro a las cinco de la tarde.
-Bien.
-No pierda usted el tiempo, Doña Marcelina.
-Iré volando en alas del destino.
-No, vaya usted caminando, nada más; no es bueno en esta época hacerse notable, ni por andar muy de prisa, ni por andar muy despacio.
-Seguiré el vuelo de sus ideas.
-Adiós, pues, Doña Marcelina.
-Los dioses sean con vos, señor.
-¡Ah! ¿Cómo se halla Gaete?
-El hado lo ha salvado.
-¿Se levanta?
-Todavía yace en su lecho.
-Tanto mejor para mi amigo Don Cándido. Adiós pues, Doña Marcelina.
Y mientras ésta salía del escritorio por la puerta que conducía a la sala, Daniel pasaba por otra, en el extremo opuesto, que conducía a su aposento, llevando en su mano la carta que había recibido.
Don Cándido se paseaba en la sala, cuando volvió Doña Marcelina; y súbitamente la dio la espalda, y se puso a mirar un retrato del padre de Daniel.
Doña Marcelina acercóse hasta él, y le dijo, poniéndole la mano en el hombro al mismo tiempo:
-¿Sabes tú padecer?
-No, señora, ni quiero saberlo.
-¡Gaete vive! -continuó Doña Marcelina ahuecando la voz.
La trompeta del juicio no hubiera hecho la impresión que esas dos palabras en el tímpano donde se estrellaron.
-Y me ha dado memorias para vos -prosiguió aquélla, siempre con la mano sobre el hombro de su Pílades.
-Señora, usted ha hecho pacto con el diablo para Perder mi alma. Déjeme usted; déjeme usted por amor de Dios.
-Os busca.
-Pues yo no lo busco a él, ni a usted.
-Está celoso como un tigre.
-Que reviente.
-Vos le habéis arrebatado el corazón de Gertrudis.
-¿Yo?
-Vos.
-Señora, usted está loca de atar; déjeme usted.
-Y moriréis bajo el puñal de Bruto.
-Si usted no se va, doy voces para que vengan y la echen.
-Y chorreará del fierro la sangre de vuestro protervo corazón.
-¡Santa Bárbara!, Daniel.
-Silencio.
-Usted es un espía de ese malvado fraile. ¡Ahora lo comprendo! ¡Daniel!
-¡Silencio!, no llaméis a Daniel.
-Y voy a hacer que la aten a usted con la soga del pozo. ¡Daniel!
-¡Silencio!
-No quiero callarme, no quiero; usted ha venido de espía.
Daniel entró a la sala, atraído por los descompasados gritos de Don Cándido, y comprendiendo, poco más o menos, lo que estaba pasando, preguntó con una cara muy seria:
-¿Qué víctima se inmola en sacrificio?
-Viene de espía, Daniel, viene de espía -dijo Don Cándido señalando a Doña Marcelina.
-¡Delira con las sombras de su crimen! -exclamó aquélla sonriendo, saludando con la mano a Daniel, y saliendo de la sala; mientras su Pílades se esforzaba en persuadir a Daniel que aquélla era una mujer espía de Gaete.
-Trataremos de eso, amigo mío, pero por ahora no vuelva usted a gritar tan descompasadamente, a lo menos por un cuarto de hora.
Y el joven volvió a las habitaciones interiores.
-No es nada; era una escena entre dos personajes, los más originales que he visto en mi vida, y que en otra circunstancia me harían gozar mucho -dijo Daniel al volver a su alcoba, y dirigiéndose al doctor Alcorta y a Eduardo, que estaban allí hacía largo tiempo.
Daniel, al separarse de Doña Marcelina la primera vez, era a ellos a quienes había venido a buscar en su dormitorio, con la carta que había conducido Mr. Douglas, el contrabandista de unitarios, como se sabe ya.
Al entrar la primera vez, Daniel se había dirigido al doctor Alcorta, diciéndole:
-He aquí lo que acabo de recibir por Montevideo. El doctor Alcorta tomó el papel y leyó:
-Todo se combina para que los sucesos marchen a su fin, amigos míos -dijo el doctor Alcorta, después de leer.
-Sí; a su fin, ¿pero cuál?
-¿No oyes que viene una expedición, Daniel?
-Que llegará tarde, y que entretanto inspira las cartas que escriben al general desde Montevideo para que no exponga su ejercito y espere esa expedición, que, o no vendrá, o si viene hará que Rosas transe con los franceses, antes de llegar las fuerzas al Janeiro.
-¡Pero sería una infamia de parte de la Francia! -repuso Eduardo.
-En política no se miden las acciones por la moral individual de los hombres, Eduardo.
-¿Y es positivo que le den esos consejos al general Lavalle? -preguntó el doctor Alcorta.
-Sí, señor; se los dan los más de la Comisión Argentina que no quieren esperar nada sino de un grande ejército.
-¡Ah, si yo fuera Lavalle! -exclamó Eduardo.
-Si tú fueras Lavalle estarías ya loco. El general está contrariado por todos y por todo. La resistencia del comandante Penau a desembarcar el ejército en el Baradero, en vez de llevarlo a San Pedro, ha hecho que el general pierda tiempo, y caballos que lo esperaban en el primer punto. La hostilidad de Rivera le traba todas sus medidas desde hace un año. El alucinamiento de los doctores unitarios le hace concebir un mundo de esperanzas risueñas, de facilidades deslumbrantes sobre las simpatías que hallará en la provincia, y el general viene, y toca la realidad, y no halla tales simpatías. Un centenar de cartas contradictorias le llegan todos los días de Montevideo, a él, a sus jefes, a sus oficiales, que avance, que no avance, que espere, que no espere. Diez hombres no piensan del mismo modo. Y el general duda, vacila, teme marchar contra opiniones, respetables por el nombre que llevan, y marcha con lentitud, hoy distrayendo sus fuerzas en perseguir a un caudillejo, mañana a otro, y somos 3 de setiembre y no está a una legua de Luján; y entretanto, Rosas se repone moralmente, sus hombres van volviendo en sí del primer momento, y se acercará a la ciudad, quizá para verla y volverse; o quizá para que corra mucha sangre, que hace quince días, ocho días se hubiera podido evitar -dijo Daniel con un acento desconsolador y triste que impresionó visiblemente a sus amigos.
-Todo eso es la verdad, y este pueblo sufrirá toda la ira de Rosas, como la ha empezado a sufrir ya -repuso el doctor Alcorta.
-Sí, el pueblo, señor, el pueblo, cómplice hasta cierto punto de la bárbara tiranía que le oprime, ha de pagar con su sangre, con su libertad y con su nombre, las trepidaciones de los enemigos armados del tirano, y el egoísmo de los ciudadanos, indolentes a la suerte de su patria y a la suya propia. Correrá sangre, mucha sangre si Lavalle se retira, y no habrá por muchos años que pensar en la caída de Rosas.
-Pero estamos hablando sobre conjeturas -repuso Eduardo-. Hasta ahora, el ejército sigue sus marchas. Ya veremos mañana, pasado mañana cuando más. Entre tanto, nuestro buen amigo cree como tú y como yo que nuestro plan particular es excelente. ¿No es cierto?
-Sí; lo creo muy prudente, a lo menos-contestó el doctor Alcorta, a quien Eduardo había dirigido su pregunta.
-Eran dos ideas que debías comunicarle -observó Daniel.
-Lo sé todo ya. De lo primero, dudo.
-No, señor, no dude usted; verdad es que somos pocos: apenas he podido reunir quince; pero seremos quince hombres bien resueltos. La azotea que debemos ocupar, al mismo tiempo que servirá de punto de reunión, servirá eficazmente para despejar toda la calle del Colegio, si el general, como se lo ruego, invade por Barracas, y suben sus fuerzas por la Barranca de Marcó, que es el punto más señalado. La posición que he elegido es la mejor de toda esa larga y recta calle; y con veinte y cinco hombres más que me deje el general, yo le respondo de la retirada, si llega a haber necesidad de ello.
-¿Armas?
-Tengo cuarenta y seis fusiles, y tres mil cartuchos que he hecho comprar en Montevideo, y están ya bien seguros en Buenos Aires.
-¿La señal?
-La que me avisen del ejército, si se deciden a atacar.
-¿Las comunicaciones son seguras?
-Muy seguras.
-Bien, entonces apruebo con más razón la segunda idea, porque es preciso que estén ustedes desembarazados de asuntos domésticos, para toda eventualidad. Sólo temo el momento del embarque.
-Eso es lo de menos, doctor; no habrá riesgo. Acabo de mandar llamar un agente mío para remitir con él una carta al comandante de un buque bloqueador, previniéndole y pidiéndole una ballenera armada, porque el único peligro sería encontrar alguna de las embarcaciones de la capitanía que suelen correr la costa.
-Bien pensado.
-Le diré también que él mismo determine la noche, y la hora, y la señal con que me avisará desde a bordo.
-¿El embarque será por San Isidro?
-Sí, señor. Eduardo le habrá dicho a usted todo a ese respecto.
-Sí, ya.
-¿Y cree usted que Madama Dupasquier resista al viaje?
-Lo que creo es que no resistirá quince días más de Buenos Aires. Es una de esas enfermedades que no residen en ningún órgano, que están esparramadas en la misma vida, y que la secan y la extinguen por horas. Es tan profunda la afección moral de esa señora, que ha enfermado ya el corazón y los pulmones, y la consunción la mata. Pero el aire libre la va a volver a la vida, con la misma rapidez que la falta de él la está asesinando en Buenos Aires.
-¿Y ella está bien decidida? -preguntó Eduardo.
-Anoche se convino a todo -contestó Daniel.
-Y hoy lo desea con ansiedad -agregó el doctor Alcorta-, y está conforme en que Daniel se quede. Lo ama a usted ya, amigo mío, como si fuera su hijo.
-Lo seré, señor, y no lo soy mañana, ahora mismo, porque ella se resiste. Es supersticiosa como toda mujer de corazón, y teme de un enlace contraído en estos tristísimos momentos.
-Sí, sí, es mejor que así sea. ¡Quién sabe cuál es la suerte que vamos a correr! Que se salven siquiera las mujeres -dijo el doctor Alcorta.
-Menos mi prima, señor. No hay medio de hacerla decidir.
-¿Ni Belgrano?
-Nadie, señor -contestó éste, sobre cuyo corazón había ido a fondo la interrogación del doctor Alcorta.
-Son las dos de la tarde, amigos míos. ¿Van ustedes hoy a San Isidro?
-Sí, señor, a la noche y regresaremos antes del día.
-¡Cuidado, mucho cuidado, por Dios!
-Son ya nuestros últimos viajes, señor -dijo Eduardo-, tan pronto como se embarque Madama Dupasquier quedará vacía la casa de Los Olivos.
-Hasta mañana, pues.
-Hasta mañana, señor.
-Hasta mañana, mi querido amigo.
Y los dos jóvenes abrazaron a su antiguo catedrático de filosofía, a quien Daniel acompañó hasta la puerta de la calle.
Apenas se había retirado el doctor Alcorta, cuando sintiéronse dos palmadas en el escritorio de Daniel, contiguo al aposento, como se sabe.
-Espera -dijo Daniel a Eduardo; y pasó al escritorio, algo sorprendido de aquella llamada en una pieza donde nadie entraba sin su orden.
-¿Ah, es usted, mi querido maestro? -dijo el joven encontrándose con Don Cándido.
-Yo, Daniel, yo soy. Perdóname; pero es que viendo que tardabas, entré a sospechar que te habrías salido por alguna puerta secreta, excusada, que me fuese desconocida; y como de algún tiempo a esta parte huyo de la soledad... Porque has de saber, mi estimado Daniel, que la soledad afecta la imaginación; facultad que, según dicen los filósofos, sirve para el bien, y sirve para el mal; razón por la cual yo prefiero la facultad de recordar, que según la opinión de Quintiliano...
-¡Eduardo!
-¿Qué hay? -contestó éste entrando.
-¡Cómo! ¿Belgrano aquí?
-Sí, señor, y a quien llamo para que me ayude a oír la disertación de usted.
-¿De manera que esta casa es un horno de peligros para mí?
-¿Cómo así, mi respetable maestro? -le preguntó Eduardo sentándose a su lado.
-¿Qué es esto, Daniel? Quiero una explicación franca, terminante, clara -prosiguió Don Cándido dirigiéndose a Daniel y separando su silla de la de Eduardo-. Quiero saber una cosa que fije y determine, y establezca mi posición; quiero saber qué casa es ésta.
-¿Qué casa es ésta?
-Sí.
-¡Toma! Una casa como cualquiera otra, mi querido maestro.
-Eso no es contestarme. Esta casa no es como cualquiera otra. Porque aquí conspiran los unitarios, y conspiran los federales.
-¿Cómo así, señor?
-Hace un cuarto de hora que has recibido en tu casa a una mujer espía de ese fraile endemoniado que ha jurado mi ruina y mi exterminio, y ahora se me aparece en tus habitaciones interiores y recónditas este joven misterioso que huye de su hogar, y anda de casa en casa con toda la apariencia de un conspirador emboscado y sigiloso.
-¿Acabó usted, mi querido maestro?
-No, ni quiero acabar sin decirte una, dos y tres veces que de mi posición oficial tan encumbrada y delicada yo no puedo conservar relaciones con una casa a que no se le halla una perfecta definición gramatical. Y desde que no sé qué casa es ésta, quiero abstenerme de su mancomunidad y trato.
-Señor, usted ha almorzado con el diputado García -dijo Eduardo.
-No, señor, no he tenido el honor de almorzar con el señor Don Baldomero.
-Entonces, con Garrigós.
-Tampoco, ni esto me parece del caso.
-Entonces la inspiración de ese estupendo discurso es puramente suya.
-Cortemos toda sociabilidad, señor Belgrano.
-Pero es, señor Don Cándido -repuso Daniel-, que usted ha llamado conspirador a mi amigo y esto me parece poco cortés entre colegas.
-¡Colegas! Yo he sido maestro del señor cuando era niño, inocente, tierno. Pero, después...
-Después le ha tenido usted oculto en su casa, mi querido maestro.
-Fue acción sin voluntad.
- Como quiera.
-Pero nunca he sido colega de usted para nada.
-Pero lo es usted ahora, señor Don Cándido -replicó Daniel-. ¿No es usted secretario del señor Arana?
-Lo soy.
-Pues bien, el señor es secretario en comisión del general Lavalle.
-¡Secretario en comisión del general Lavalle! -exclamó Don Cándido, parándose gradualmente y mirando a Eduardo con ojos que querían salirse de las órbitas.
-¡Pues! -prosiguió Daniel-, y como usted es secretario de Arana, y el señor es secretario de Lavalle, resulta que son ustedes colegas.
-¡Secretario de Lavalle, y conversando conmigo!
-Y huésped de usted hace pocos días.
-¡Y huésped mío!...
-Y agradecidísimo por otra parte. Y tanto que mi primera visita será para usted dentro de dos o tres días, mi querido colega.
-¿Usted en mi casa? No, señor, ni estoy ni puedo estar en mi casa para usted.
-Ah, eso es otra cosa. Yo esperaba ir a visitar a mi antiguo maestro con algunos discípulos suyos que vienen en el Ejército Libertador, y que podrían servirle de garantía en las muy justas represalias que pensamos tomar con todos los servidores de Rosas y Arana. Pero si usted no quiere, cada uno es dueño de dejarse ahorcar.
-Pero, señor secretario -repuso Don Cándido que verdaderamente se hallaba en una perplejidad lastimosa-, si yo no hablo en el caso de que estén aquí los bravos e impertérritos defensores de Su Excelencia el Señor General Lavalle, sino... Daniel... habla por mí, hijo mío... Yo tengo mi cabeza como un horno.
-No hay nada que hablar, señor -repuso aquél-, todo lo ha comprendido su colega de usted. Todos nos entendemos, o más bien, todos nos hemos de entender.
-Menos yo, mi querido Daniel; que bajaré al sepulcro sin entender, sin comprender, sin saber lo que he hecho, ni lo que he sido en esta época calamitosa y nefanda.
-Usted es de los nuestros, señor Don Cándido -repuso Eduardo.
-Yo soy de todos, sí, señor, de todos. Anoche mismo se me caían las lágrimas de los ojos cuando el señor Don Felipe me dictaba ese tremendo preámbulo que va a dejar a todo el mundo en la miseria.
-Ah, sí, el preámbulo -dijo Daniel, picada su curiosidad, pero sin querer que Don Cándido lo conociera.
-¡Pues! Ya tú has de saber de lo que se trata.
-¿Cómo no? ¿Desde ayer a la tarde? ¿Y no ha acabado todavía el preámbulo el señor Don Felipe?
-No, hijo mío. Deben ser muchos los considerandos, según me dijo; pero no me dictó sino el primero; y eso quedó en limpio después del décimo o undécimo borrador que me dictó Su Excelencia.
-¡Santa Bárbara! Casi se podría apostar a que lo sabe usted de memoria con tanto escribirlo.
-Poco más o menos. Pero en sustancia, se trata de quitarles a todos los unitarios sus bienes después que se haya triunfado de Su Excelencia el Señor General Lavalle, de quien es digno secretario mi ilustre discípulo. Y por orden de Su Excelencia el Señor Restaurador, se ha puesto a trabajar el preámbulo de la ley el Excelentísimo Señor Gobernador Don Felipe Arana, para cuando llegue aquel caso, que no llegará según las convicciones profundas que acabo de oír en mi honorable colega.
Daniel y Eduardo se miraban, se hablaban en las miradas, y la expresión del horror quedó en relieve sobre sus expresivos semblantes.
-Así es -prosiguió Don Cándido-, que las lágrimas me corrían de hilo en hilo al considerar tanta familia que va a quedar en la miseria, si por una casualidad, por un evento, por un azar, las armas refulgentes de la libertad no dan en tierra con estas cosas en que nadie mejor que tú, Daniel, sabe, y puede decir que yo no tengo ninguna parte activa, hija de mi voluntad, de...
Dos golpes a la puerta de la calle cortaron la palabra en los labios de Don Cándido, y mientras los dos secretarios quedaban en el escritorio, Daniel pasó a la sala y abrió él mismo la puerta que daba al patio, para ver quién era, sin poder todavía dominar en su espíritu, ni en su semblante la terrible impresión que acababan de hacerle las palabras de Don Cándido. Pues que a través de sus mal expresadas ideas, ambos jóvenes habían penetrado hasta el pensamiento de Rosas y comprendido con horror el fin que se proponía el tirano, elaborando en secreto la medida con que pensaba arrojar a la última desgracia, al hambre, a todos sus enemigos, si triunfaba.
-¡Ah!, ¿es usted Mr. Douglas? -dijo el joven a un individuo que ya estaba en el patio.
-Sí, señor -contestó aquél-. Me acaba de hablar Doña Marcelina y...
-¿Y le ha dicho a usted que yo lo necesito?
-Sí, señor.
-Es cierto. Entre usted, Douglas. ¿Salió usted de Montevideo anteayer?
-Sí, señor. Antenoche.
-Mucho alboroto, ¿eh?
-Todo el mundo se está alistando para venirse, y de aquí todos quieren irse -contestó el inglés, haciendo un movimiento con los hombros.
-¿De manera que se gana plata?
-No mucha. En el mes pasado he hecho siete viajes, y he llevado sesenta y dos personas, a diez onzas cada una.
-Ah, no es poco.
-¡Bah! Más vale mi cabeza, señor Don Daniel.
-Sí, cierto. Pero es más fácil agarrar al diablo que agarrarlo a usted.
El inglés soltó una carcajada.
-Mire usted, señor -dijo-, tengo muchas ganas de que me sientan, por ver si me asusto. Porque para mí todo esto es una diversión. En España hacía el contrabando de tabaco; y aquí hago el contrabando de hombres.
Y el inglés se reía como un muchacho.
-Pero no pagan mucho -continuó-. Más me ha dado usted por los cajones que traje de Montevideo, que lo que otros por salvarles la vida.
-Bien, pues, Mr. Douglas -dijo Daniel-, necesito nuevamente sus servicios.
-A la orden, señor Don Daniel: mi ballenera, cuatro hombres que saben hacer fuego y remar, y yo que valgo por los cuatro.
-Si hay que embarcar a alguno, he descubierto otro lugar que ni el diablo da con los que allí se escondan.
-No, no hay que llevar a personas. Primeramente, ¿cuándo piensa usted volver a Montevideo?
-Pasado mañana, si completo el número.
-Bien. No se irá usted hasta que yo se lo avise.
-Bueno.
-Esta noche me llevará usted una carta a la escuadra bloqueadora.
-Muy bien.
-Me traerá usted la contestación mañana antes de las diez.
-Y antes también, si usted quiere.
-Mañana a la oración estará usted en su casa para recibir dos pequeños baúles que guardará usted en el sótano donde están dos cajones de armas. En esos baúles irán alhajas y objetos de señoras, que usted mismo embarcará y llevará a bordo del buque que yo le designe, cuando me haya traído la contestación de la carta.
-Todo se hará así.
-¿Conoce usted bien la costa de Los Olivos?
-Como esto -contestó el contrabandista, abriendo su grande mano y mostrándosela a Daniel.
-¿Puede atracar una ballenera con facilidad?
-Según esté el río. Pero hay un puertito que llaman el Sauce, que, aunque haya poca agua, puede entrar una ballenera y esconderse entre las toscas, sin peligro ninguno. Pero ése está más allá de Los Olivos, como a una milla.
-¿Y por Los Olivos?
-Si el río está alto. Pero hay un peligro.
¿Y cuál?
-Que las dos falúas de la capitanía recorren toda esa costa desde las diez de la noche.
-¿Las dos juntas?
-No. Generalmente se separan.
-¿Qué tripulación montan?
-La una ocho, y la otra diez hombres; y andan bien.
-Bueno, Mr. Douglas. Todo eso me era importante saber. Recapitulemos:
-Que usted no se irá, hasta que yo se lo avise.
Que irá usted a la escuadra esta noche, y traerá la respuesta de la carta que voy a entregarle, de las ocho a las diez de la mañana.
Que recibirá usted dos baúles mañana a la oración en su casa, y los embarcará y llevará usted mismo a la escuadra cuando yo se lo avise.
Precio convenido el que usted ponga.
-Eso es lo mejor -respondió el inglés frotándose las manos-, eso es lo mejor. Así hablan los hombres. Ahora no me hace falta sino la carta.
-Va usted a tenerla -repuso Daniel levantándose y pasando a su escritorio; mientras quedaba calculando el precio que pondría a todas sus comisiones el contrabandista de tabaco en España y de hombres en Buenos Aires.
Y no era él solo. Muchos eran los que se ocupaban de ese tráfico, desde 1838 hasta 1842, en Buenos Aires. Y en hora buena que ellos obrasen por el interés que les producía su arrojo, no es menos cierto que a ellos se debe la vida de centenares de buenos y patriotas ciudadanos, que sin la protección de ese inusitado contrabando habrían caído bajo el plomo o el puñal de Rosas.
Los más notables personajes de la emigración activa fueron salvados de Buenos Aires en las balleneras contrabandistas; y la juventud casi toda no salió de otro modo que como salió Paz, Agrelo, etc.; es decir, bajo la protección de hombres como Mr. Douglas. Y hay que recordar un hecho bien explicativo por cierto; y es que cuando la delación era tan pródigamente correspondida, y cuando no pasaba un día sin que las autoridades de Rosas la recibiesen de hijos del país, en todos esos extranjeros, italianos, ingleses, norteamericanos, poseedores del secreto y de la persona de los que emigraban, sin ignorar la alta posición que muchos de ellos tenían en la sociedad, lo que habría importádoles una altísima recompensa de parte de Rosas, no hubo uno solo que vendiese el secreto o la confianza que se depositaba en él.