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ArribaAbajoCapítulo V

El comandante Cuitiño


Los caballos pararon a la puerta de la casa de Rosas, y después de un momento de silencio, Rosas hizo una seña con la cabeza a su hija, que comprendió al momento que su padre la mandaba a saber qué gente había llegado. Y salió, en efecto, por el cuarto de escribir, alisando con sus manos el cabello de sus sienes, cual si quisiese con esa acción despejar su cabeza de cuanto acababa de pasar, para entregarse, como era su costumbre, a cuidar y velar por los intereses y la persona de su padre.

-¿Quién es, Corvalán? -le dijo al encontrarse con el edecán en el pasadizo oscuro que daba al patio.

-El comandante Cuitiño, señorita.

Y volvió Manuela con Corvalán adonde estaba su padre.

-El comandante Cuitiño -dijo Corvalán luego que pisó la puerta del comedor.

-¿Con quién viene?

-Con una escolta.

-No le pregunto eso. ¿Cree usted que soy sordo para no haber oído los caballos?

-Viene solo, Excelentísimo Señor.

-Hágalo entrar.

Rosas permaneció sentado en una cabecera de la mesa; Manuela se sentó a su derecha en uno de los costados de ella, dando la espalda a la puerta por donde había salido Corvalán; Viguá frente a Rosas, en la cabecera opuesta; y la criada, poniendo otra botella de vino sobre la mesa a una señal que le hizo Rosas, se retiró para las habitaciones interiores.

La rodaja de las espuelas de Cuitiño se sintió bien pronto sobre el suelo desnudo del gabinete y de la alcoba de Rosas; y este célebre personaje de la Federación apareció luego en la puerta del comedor, trayendo en la mano su sombrero de paisano con una cinta roja de dos pulgadas de ancho, luto oficial que hacía vestir el gobernador por su finada esposa; y cubierto con un poncho de paño azul, que no permitía descubrir su vestido sino de la rodilla al pie. Su cabello desgreñado caía sobre su tostado semblante, haciendo más horrible aquella cara redonda y carnuda, donde se veían dibujadas todas las líneas con que la mano de Dios distingue las propensiones criminales sobre las facciones humanas.

-Entre, amigo -le dijo Rosas examinándolo con una mirada fugitiva como un relámpago.

-Muy buenas noches. Con permiso de Vuecelencia.

-Entre. Manuela, ponle una silla al comandante. Retírese, Corvalán.

Y Manuela puso una silla en el ángulo de la mesa, quedando así Cuitiño entre Rosas y su hija.

-¿Quiere tomar alguna cosa?

-Muchas gracias, Su Excelencia.

-Manuela, sírvele un poco de vino.

A tiempo que Manuela extendía su brazo para tomar la botella, Cuitiño sacó su mano derecha, doblando la halda del poncho sobre el hombro, y tomando un vaso, sin soltarlo, se lo presentó a Manuela para que le echase el vino, pero al poner sus ojos en el vaso, un movimiento nervioso le hizo temblar el brazo, y temblando hasta hacer golpear la botella contra el vaso, echó una parte de vino en éste, y otra en la mesa: la mano y el brazo de Cuitiño estaban enrojecidos de sangre. Rosas lo echó de ver inmediatamente y un relámpago de alegría animó súbito aquella fisonomía encapotada siempre bajo la noche eterna y misteriosa de la conciencia. Manuela estaba pálida como un cadáver; y maquinalmente retiró su sillón del lado de Cuitiño cuando acabó de derramar el vino.

-¡A la salud de Vuecelencia y de Doña Manuelita! -dijo Cuitiño haciendo una profunda reverencia y tomándose el vino, mientras Viguá se desesperaba haciendo señas a Manuela para que se fijase en la mano de Cuitiño.

-¿Qué anda haciendo? -preguntó Rosas con una calma estudiada, y con los ojos fijos en el mantel.

-Como Vuecelencia me dijo que volviese a verlo después de cumplir mi comisión...

-¿Qué comisión?

-¡Pues!, como Vuecelencia me encargó...

-¡Ah!, sí, que se diese una vuelta por el Bajo. Es verdad, Merlo le contó a Victorica no sé qué cosas de unos que se iban al ejército del salvaje unitario Lavalle, y ahora recuerdo que le dije a usted que vigilase un poco, porque este Victorica es buen federal, pero no puede negar que es gallego, y a lo mejor se echa a dormir.

-¡Pues!

-¿Y usted anduvo por el Bajo?

-Fui por ese lado de la Boca, después de haber convenido con Merlo lo que teníamos que hacer.

-¿Y los halló?

-¡Sí, fueron con Merlo, y, a la seña que me hizo, los cargué!

-¿Y los trae presos?

-¡Y que los traía! ¿No se acuerda Vuecelencia lo que me dijo?

-¡Ah, es verdad! Como estos salvajes me tienen la cabeza como un horno.

-¡Pues!

-Yo estoy ya cansado; no sé ya qué hacer con ellos. Hasta ahora no he hecho más que arrestarlos, y tratarlos como un padre trata a sus hijos calaveras. Pero no escarmientan; y yo dije a usted que era preciso que los buenos federales los tomasen por su cuenta, porque, al fin, es a ustedes a los que han de perseguir si triunfa Lavalle.

-¡Qué ha de triunfar!

-A mí no me harán sino un favor en sacarme del mando. Yo estoy en él porque ustedes me obligan.

-Su Excelencia es el padre de la Federación.

-Y, como le decía, a ustedes es a quienes toca ayudarme. Hagan lo que quieran con esos salvajes que no los asusta la cárcel. ¡Ellos han de fusilar a ustedes si triunfan!

-¡Qué han de triunfar, señor!

-Y ya le he dicho que esto mismo les diga, como cosa suya, a los demás amigos.

-En cuanto nos reunamos, Su Excelencia.

-¿Y eran muchos?

-Eran cinco.

-¿Y los ha dejado con ganas de volver a embarcarse?

-Ya los llevaron en una carreta a la policía, pues Merlo me dijo que así se lo había encargado el jefe.

-A eso se exponen. Yo bien lo siento; pero ustedes tienen razón: ustedes no hacen sino defenderse, porque si ellos triunfan los han de fusilar a ustedes.

-Estos no, Su Excelencia -dijo Cuitiño, vagando una satisfacción feroz sobre su repulsiva fisonomía.

-¿Los ha lastimado?

-En el pescuezo.

-¿Y vio si tenían papeles? -preguntó Rosas, en cuyo semblante no pudo conservarse por más tiempo la careta de la hipocresía, brillando en él la alegría de la venganza satisfecha, al haber arrancado con maña la horrible verdad que no le convenía preguntar de frente.

-Ninguno de los cuatro tenía cartas -respondió Cuitiño.

-¿De los cuatro? ¿Pues no me dijo que eran cinco?

-Sí, señor, pero como uno se escapó...

-¡Se escapó! -exclamó Rosas hinchando el pecho, irguiendo la cabeza, y haciendo irradiar en sus ojos todo el rayo magnético de su poderosa voluntad, que dejó fascinados, como el influjo de una potestad divina, o infernal, los ojos y el espíritu del bandido.

-Se escapó, Excelentísimo -contestó inclinando su cabeza, porque sus ojos no pudieron soportar más de un segundo la mirada de Rosas.

-¿Y quién se escapó?

-Yo no sé quien era, Su Excelencia.

-¿Y quién lo sabe?

-Merlo lo ha de saber, señor.

-¿Y dónde está Merlo?

-Yo no lo he visto después que hizo la seña.

-¿Pero cómo se escapó el unitario?

-Yo no sé... Y le diré a Su Excelencia... Cuando cargamos, uno corrió hacia la barranca... algunos soldados lo siguieron... echaron pie a tierra para atarlo; pero dicen que él tenía espada y mató a tres... Después, dicen que lo vinieron a proteger... y fue por ahí cerca de la casa del cónsul inglés.

-¿Del cónsul?

-Allá por la Residencia.

-Sí; bien ¿y después?

-Después vino un soldado a dar aviso, y yo mandé en su persecución por todas partes... pero yo no lo vi cuando se escapó.

-¿Y por qué no vio? -dijo Rosas con un acento de trueno, y dominando con el rayo de sus ojos la fisonomía de Cuitiño, en que estaba dibujada la abyección de la bestia feroz en presencia de su domador.

-Yo estaba degollando a los otros -contestó sin levantar los ojos.

Y Viguá, que durante este diálogo había ido poco a poco retirando su silla de la mesa, no bien escuchó esas últimas palabras, cuando dio tal salto para atrás, con silla y todo, que hizo dar silla y cabeza contra la pared. En tanto que Manuela, pálida y trémula, no hacía el menor movimiento, ni alzaba su vista por no encontrarse con la mano de Cuitiño, o con la mirada aterradora de su padre.

El golpe que dio la silla de Viguá hizo volver hacia aquel lado la cabeza de Rosas, y esta fugitiva distracción bastó, sin embargo, para que él imprimiese un nuevo giro a sus ideas, y una nueva naturaleza a su espíritu, que cambiaba, según las circunstancias, de ser, de animación y de expresión en el espacio de un segundo.

-Yo le preguntaba todo esto -dijo, volviendo a su anterior calma-, porque ese unitario es el que ha de tener las comunicaciones para Lavalle, y no porque me pese que no haya muerto.

-¡Ah, si yo lo hubiera agarrado!

-¡Si yo lo hubiera agarrado! Es preciso ser vivo para agarrar a los unitarios. ¿A que no encuentra al que se escapó?

-Yo lo he de buscar aunque esté en los infiernos, con perdón de Vuecelencia y de Doña Manuelita.

-¡Qué lo ha de hallar!

-Puede que lo encuentre.

-Sí, yo quiero que me encuentren ese hombre, porque las comunicaciones han de ser de importancia.

-No tenga cuidado Su Excelencia; yo lo he de hallar, y hemos de ver si se me escapa a mí.

-Manuela, llama a Corvalán.

-Merlo ha de saber cómo se llama; si Su Excelencia quiere...

-Váyase a ver a Merlo. ¿Necesita algo?

-Por ahora, nada, señor. Yo le sirvo a Vuecelencia con mi vida, y me he de hacer matar donde quiera. Demasiado nos da a todos Su Excelencia con defendernos de los unitarios.

-Tome, Cuitiño, lleve esto para la familia -y Rosas sacó del bolsillo de su chapona un rollo de billetes de banco, que Cuitiño tomó ya de pie.

-Los tomo porque Vuecelencia me los da.

-Sirva a la Federación, amigo.

-Yo sirvo a Vuecelencia, porque Vuecelencia es la Federación, y también su hija Doña Manuelita.

-Vaya, busque a Merlo. ¿No quiere más vino?

-Ya he tomado suficiente.

-Entonces, vaya con Dios -y extendió el brazo para dar la mano a Cuitiño.

-Está sucia -dijo el bandido hesitando en dar su mano ensangrentada a Rosas.

-Traiga, amigo; es sangre de unitarios.

Y, como si se deleitase en el contacto de ella, Rosas tuvo estrechada entre la suya, por espacio de algunos segundos, la mano de su federal Cuitiño.

-Me he de hacer matar por Su Excelencia.

-Vaya con Dios, Cuitiño.

Y mientras salía del cuarto, con una mirada llena de vivacidad e inteligencia, midió Rosas aquella guillotina humana que se movía al influjo de su voluntad terrible, y cuyo puñal, levantado siempre sobre el cuello del virtuoso y el sabio, del anciano y el niño, del guerrero y la virgen, caía, sin embargo, a sus plantas, al golpe fascinador y eléctrico de su mirada. Porque esa multitud oscura y prostituida que él había levantado del lodo de la sociedad para sofocar con su aliento pestífero la libertad y la justicia, la virtud y el talento, había adquirido desde temprano el hábito de la obediencia irreflexiva y ciega, que presta la materia bruta en la humanidad al poder físico y a la inteligencia dominatriz, cuando se emplean en lisonjearla por una parte, y en avasallarla por otra.

Ciencia infernal cuyos primeros rudimentos los enseña la naturaleza, y que las propensiones, el cálculo y el estudio de los hombres complementan más tarde. Ciencia única y exclusiva de Rosas, cuyo poder fue basado siempre en la explotación de las malas pasiones de los hombres, haciendo con los unos perseguir y anonadar a los otros, sin hacer otra cosa que azuzar los instintos y lisonjear las ambiciones de ese pueblo ignorante por educación, vengativo por raza y entusiasta por clima.

Y si hubiera sido posible que en medio de la epopeya dramática de nuestra revolución, las utopías no hubiesen herido la imaginación de nuestros mayores, el porvenir les habría debido grandes bienes, si en vez de sus sueños constitucionales, y de su quimérica república, hubiesen consultado la índole y la educación de nuestro pueblo para la aceptación de su forma política de gobierno; y su ignorancia y sus instintos de raza para la educación de moral y de hábitos que era necesario comenzar a darle. Español puro y neto, sólo la religión y el trono habían echado raíces en su conciencia oscura; y las lanzas tumbando el trono, y la demagogia sellando el descrédito y el desprecio en los pórticos de nuestros templos católicos, dejaron sin freno ese potro salvaje de la América, a quien llamaron pueblo libre, porque había roto a patadas, no el cetro, sino la cadena del rey de España; no la tradición de la metrópoli, sino las imposiciones inmediatas de sus opresores; no por respirar el aire de libertad que da la civilización y la justicia, sino por respirar el viento libre que da la Naturaleza salvaje.

Y así, ese mismo pueblo, ese mismo potro que se revuelca desde la Patagonia a Bolivia, dio de patadas a la civilización y a la justicia, desde que ellas quisieron poner un límite a sus instintos naturales. Rosas lo comprendió, y, sin la corona de oro en su cabeza, puso su persona de caudillo donde faltaba el monarca, y un ídolo imaginario con el nombre «Federación», donde faltaban el predicador y el franciscano.

Pasar del siglo XVI de la España, a los primeros días del siglo XIX de la Francia, era más bien un sueño de poetas pastoriles, que una concepción de hombres de Estado; y los resultados de ese sueño están ahí vivos y palpitantes en la reacción que representa Rosas: ese Mesías de sangre que esperaba la plebe argentina, hija fanática de la superstición española, para entonar himnos de muerte en alabanza del absolutismo y la ignorancia: ¡ahí está Cuitiño, la mejor expresión de esa plebe, y ahí está su mano ensangrentada, el mejor canto en loor de su rey, y en homenaje de su fanatismo!




ArribaAbajoCapítulo VI

Victorica


-¡Buenas noches, Doña Manuelita! -dijo Cuitiño a la hija de Rosas, encontrándola que entraba con Corvalán en el gabinete de su padre.

-¡Buenas noches! -dijo la joven refugiándose al lado de Corvalán, cual si temiese el contacto de aquel demonio de sangre que pasaba junto a ella.

-Corvalán -dijo Rosas viéndole entrar con Manuela-, vaya usted a llamar a Victorica.

-Acaba de entrar, y está en la oficina. En este momento me preguntaba si podría hablar con Vuecelencia.

-Que entre.

-Voy a llamarlo.

-Oiga usted.

-¿Señor?

-Monte usted a caballo, vaya a lo del ministro inglés, hable con él, y dígale que lo necesito ahora mismo.

-¿Si está durmiendo?

-Que se despierte.

Corvalán saludó; y fue a cumplir sus comisiones, levantándose la faja de seda punzó que en aquel momento se le había resbalado a la barriga, al peso del espadín que ya tocaba en tierra.

-¿Qué miedo le ha tenido Su Paternidad a Cuitiño? Acérquese a la mesa, que está allí pegado a la pared como una araña. ¿De qué se asustó?

-De la mano -contestó Viguá acercándose con su silla a la mesa, y con aire de contentamiento al verse libre de Cuitiño, que tan mal momento le había dado.

-No te has portado bien, Manuela.

-¿Por qué, tatita?

-Porque has tenido repugnancia de Cuitiño.

-¿Pero usted vio?

-Todo lo vi.

-¿Y entonces?

-¡Entonces! Tú debes disimular. Oye: a los hombres como el que acaba de salir, es necesario darles muy fuerte, o no tocarlos: un golpe recio los anonada; un alfilerazo los hace saltar como víboras.

-Pero tuve miedo, señor.

-¡Miedo!... A ese hombre lo mataría yo con sólo mirarlo.

-Miedo de lo que había hecho.

-Lo que había hecho era por mi conservación y por la tuya; y nunca te expliques de otro modo cuanto veas y oigas en derredor de mí. Yo les hago comprender una parte de mi pensamiento, aquella que únicamente quiero; ellos la ejecutan, y tú debes manifestarte contenta, y popularizarte con ellos; primero, porque así te conviene; y segundo, porque yo te lo mando. Entre usted, Victorica -continuó Rosas, dando vuelta su cabeza hacia la puerta, al ruido que hacían las pisadas del que entraba.

Victorica era un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años de edad, de estatura mediana, y regularmente formado. La tez quebrantada era algo cobriza; su cabello negro, empezando a pintar en canas; su frente ancha pero carnuda hacia la parte de sus espesas cejas; sus ojos oscuros, pequeños y de una mirada encapotada y fuerte; dos líneas profundas le quebraban el rostro desde las ventanas de la nariz hasta las extremidades del labio superior; y una expresión dura y repulsiva estaba sellada en su rostro, donde se notaba más el estrago que hacen las pasiones fuertes, que el que habían hecho los años; y se cuenta que sobre ese rostro se vio rara vez una sonrisa. El jefe de la policía de Rosas estaba vestido de pantalón negro, chaleco grana y una chaqueta de paño azul con alamares negros de seda; y de uno de los ojales de ella, colgaba una divisa federal de doce pulgadas de largo. En la mano derecha traía colgado, en la muñeca, un rebenque de cabo de plata, y en la izquierda su sombrero de paisano, con el luto punzó por la finada esposa del Restaurador de las Leyes.

Después de una reverencia profunda, pero sin afectación, ocupó, a invitación de Rosas, la misma silla en que había estado Cuitiño.

-¿Viene usted de la casa de policía? -le preguntó Rosas.

-En este momento.

-¿Ha ocurrido algo?

-Han traído los cadáveres de los que iban a embarcarse esta noche; es decir, tres cadáveres y un hombre expirando.

-¡Y ése!

-Ya no existe. Me pareció que debía sufrir la suerte de sus compañeros.

-¿Quién era?

-Lynch.

-¿Tiene usted los nombres de los otros?

-Sí, señor.

-¿Y eran?

-Además de Lynch, se ha reconocido a un tal Oliden, a Juan Riglos, y al joven Maisson.

-¿Papeles?

-Ningunos.

-¿Hizo usted firmar a Merlo la delación?

-Sí, señor, todas se firman, como Vuecelencia lo ha ordenado.

-¿La trae usted?

-Aquí está -contestó el jefe de policía sacando del bolsillo exterior de su chaqueta una cartera de cuero de Rusia, conteniendo multitud de papeles, y sacando de entre ellos uno que desdobló sobre la mesa.

-Léala usted -dijo Rosas.

Y Victorica leyó lo siguiente:

Juan Merlo, natural de Buenos Aires, de ejercicio carnicero, miembro de la Sociedad Popular Restauradora, enrolado en los abastecedores, con licencia temporal por recomendación de Su Excelencia el Ilustre Restaurador de las Leyes, se presentó al jefe de Policía en la tarde de 2 del corriente, y declaró: Que, sabiendo por una criada del salvaje unitario Oliden, con quien él tenía relaciones secretas, que aquél se preparaba a fugar para Montevideo, se presentó en la mañana siguiente al mismo salvaje unitario Oliden, a quien conocía desde muchos años, diciéndole que venía a pedirle quinientos pesos prestados porque quería desertar y pasar a Montevideo, no pudiendo efectuarlo sin tener aquella cantidad para pagar su pasaje en un bote de un conocido suyo, que hacía el negocio de conducir emigrados. Que con este motivo, Oliden le hizo muchas preguntas, acabando por convencerse que realmente quería fugar el declarante, comunicándole entonces el pensamiento que él y cuatro amigos más tenían de emigrar, pero que no conocían ninguno de los hombres dueños de las balleneras que conducían emigrados: que entonces se le ofreció el declarante a arreglar la fuga de todos, mediante la cantidad de ocho mil pesos, a lo que se convino aquél inmediatamente: que fingió muchas idas y venidas, acabando por citarlos para el día 4 a las diez de la noche; debiendo ir, el mismo día 4 a las seis de la tarde, a saber de Oliden el paraje, o la casa en que se habían de reunir todos a la hora indicada.

Lo que ponía en conocimiento de la policía para que se lo comunicase a Su Excelencia, como un fiel cumplimiento de sus deberes de defensor de la sagrada causa de la Federación; agregando, que en todo este asunto, había tenido el cuidado escrupuloso de consultarlo con Don Juancito Rosas, el hijo de Su Excelencia, y aconsejádose de él.

Y lo firmó en Buenos Aires a 3 de mayo de 1840.

Juan Merlo.



-Fue en virtud de esta declaración, que recibí anoche de Vuecelencia las órdenes que debía dar a Merlo para que se entendiese con el comandante Cuitiño.

-¿Cuándo volvió usted a hablar con Merlo?

-Hoy, a las ocho de la mañana.

-¿Y no le dijo a usted si sabía algunos de los nombres de los compañeros de Oliden?

-Hasta esta mañana, no conocía a ninguno.

-¿Y hay algo de particular en el suceso de esta noche?

-Uno de los unitarios ha logrado escaparse, según me han referido los que escoltaban la carreta.

-Sí, señor, uno se ha escapado, y es forzoso hallarlo.

-Espero que lo hallaremos, Excelentísimo Señor.

-Sí, señor, es preciso hallarlo, porque una vez que la mano del gobierno toque la ropa de un unitario, es necesario que el unitario no pueda decir que la mano del gobierno no sabe apretar. En estos casos, la cantidad de hombres poco importa; tanto mal hace a mi gobierno un hombre solo que se burle de él, como doscientos, como mil.

-Vuecelencia tiene mucha razón.

-Sé bien que la tengo. Además, según la relación que se me ha hecho, el unitario que se ha escapado ha peleado, y, lo que es más, ha recibido protección de alguien; la una como la otra cosa no debe suceder, no quiero absolutamente que suceda. ¿Sabe usted por qué ha estado el país siempre en anarquía? Porque cada uno sacaba el sable para pelear con el gobierno el día que se le antojaba. ¡Pobre de usted, y pobres de todos los federales, si yo doy lugar a que los unitarios los peleen cuando van a cumplir una orden mía!

-¡Es un caso nuevo! -dijo Victorica, que en realidad comprendía bien toda la importancia futura de las reflexiones de Rosas, y del suceso acaecido esa noche.

-Es nuevo; y es por eso que es necesario darle atención, porque en el estado actual yo no quiero que haya más novedades que las mías. Es nuevo, pero antes de mucho tiempo podrá ser viejo, si no se hace pronto un ejemplar.

-Pero Merlo debe haber ido con ellos, y ha de conocer al que se ha escapado.

Eso falta saber.

-Lo haré buscar ahora mismo.

-No hay necesidad. Otro ha ido en su busca.

-Está bien, señor.

-Otro se ha encargado de Merlo; y usted sabrá mañana si se conoce o no el nombre que deseo saber. En uno u otro caso tomará usted el camino que deba.

-Sin pérdida de tiempo.

-Vamos a ver, y si Merlo no sabe el nombre, ¿qué hará usted?

-¿Yo?...

-Usted, sí, mi jefe de policía.

-Daré órdenes a los comisarios, y a los principales agentes de la policía secreta, para que ellos multipliquen entre sus subalternos la disposición de encontrar un hombre que...

-¡Un hombre unitario en Buenos Aires! -dijo Rosas interrumpiendo a Victorica, con una sonrisa sardónica y despreciativa, que puso en confusión al pobre hombre, que creía estar desenvolviendo el más perfecto plan inquisitorial para la persecución de un hereje.

-¡Y va usted fresco! -continuó Rosas-; ¿todavía no sabe usted cuántos unitarios hay en Buenos Aires?

-Debe de haber...

-Los que bastan para colgar a usted y a todos los federales, si no estuviera yo para trabajar por todos, haciendo hasta de jefe de policía.

-Señor, yo hago por Vuecelencia cuanto puedo.

-Puede ser que haga usted cuanto puede, pero no cuanto conviene hacer; y si no véalo usted en este caso: quiere usted echarse a buscar un unitario por la ciudad, como si dijésemos un grano de trigo en una parva, y tiene en su bolsillo, si no el nombre del unitario, el camino más corto de encontrarlo.

-¡Yo! -exclamó Victorica cada vez más turbado, pero dominándose fuertemente para conservar la serenidad de su semblante.

-Usted, sí, señor.

-Aseguro a Vuecelencia que no comprendo.

-Y es eso por que me quejo de tener que enseñarle todo. ¿Por quién supo Merlo la proyectada fuga del salvaje unitario Oliden?

-Por una criada.

-¿En dónde servía esa negra, mulata, o lo que sea?

-En la familia de Oliden, según la declaración.

-En la familia del salvaje unitario Oliden, señor Don Bernardo Victorica.

-Perdone Vuecelencia.

-¿Con quién se iba a embarcar el que se ha escapado?

-Con el salvaje unitario Oliden, y con los demás salvajes que lo acompañaban.

-Y usted cree que Oliden salió a la calle a recoger los primeros salvajes que encontró, para embarcarse con ellos.

-No, Excelentísimo Señor.

-Entonces, ¿esos salvajes eran amigos de Oliden?

-Es muy natural-dijo Victorica, que empezaba a comprender el punto a donde se dirigía Rosas.

-Entonces, ¿si eran amigos se debían visitar?

-Sin duda.

-Entonces, la criada que delató a Oliden debe saber quiénes lo visitaban con más frecuencia.

-Es muy cierto.

-Quienes estuvieron con él, hoy, ayer y antes de ayer.

-Así es, debe saberlo.

-Estuvieron, tal y tal y tal; han muerto Maisson, Lynch y Riglos; entonces, rastree por los nombres que no sean ésos, y si por ahí no da con lo que busca, no pierda el tiempo en incomodarse más.

-El genio de Vuecelencia no tiene igual. Haré exactamente lo que Vuecelencia me indica.

-Mejor fuera que lo hiciese sin necesidad de indicaciones; que por no tener nadie que me ayude, tengo que trabajar por todos -respondióle Rosas.

Victorica bajó los ojos, en cuya pupila se había clavado como una flecha de fuego la mirada imperatriz, y en ese momento despreciativa, de Rosas.

-¿Y sabe usted, pues, lo que ha de hacer?

-Sí, Excelentísimo Señor.

-¿Ha ocurrido alguna cosa particular esta noche?

-Una señora, Doña Catalina Cueto, viuda, y de ejercicio costurera, ha ido a quejarse de haber dado Gaitán de rebencazos a un hijo de esa señora, que paseaba a caballo por la plaza del Retiro.

-¿Quiénes el hijo?

-Un estudiante de matemáticas.

-¿Y qué motivos le dio a Gaitán?

-Gaitán se acercó a preguntarle por qué no usaba la testera federal en su caballo. El muchacho, de diez y seis o diez y siete años, le respondió que no la usaba porque su caballo era un buen federal que no necesitaba divisa; y Gaitán, entonces, le dio de rebencazos hasta voltearlo del caballo.

-¡Hoy son peores los unitarios muchachos! -dijo Rosas reflexionando un momento.

-Ya se lo he dicho a Vuecelencia muchas veces: la universidad y las mujeres son incorregibles. No hay forma de que los estudiantes usen la divisa con letrero; me ven venir por una calle, y, casi a mi vista, desatan la cintita que llevan al ojal, y se la guardan en el bolsillo. Tampoco hay medio para que las mujeres usen el moño fuera de la gorra, y, aun sin gorra, la mayor parte de las unitarias, especialmente las jóvenes, se presentan en todas partes sin la divisa federal. Yo en lugar de Vuecelencia haría prohibir las gorras en las mujeres.

-Han de obedecer -dijo Rosas, con cierto acento de reticencia, cuya reserva sólo él podía comprender-: han de obedecer, pero no es tiempo todavía de hacer uso de ese medio que usted echa de menos, y que yo sé cuál es. Gaitán ha hecho muy bien. Despache usted a la viuda, y dígale que se ocupe en curar a su hijo. ¿Hay alguna otra cosa?

-Nada absolutamente, señor. ¡Ah!, he recibido una presentación de tres federales conocidos, pidiendo el permiso para la rifa de cedulillas en las fiestas Mayas.

-Que la rifa sea por cuenta de la policía.

-¿Vuecelencia dispone algunas funciones particulares?

-Póngales los caballitos y la cucaña.

-¿Nada más?

-No me pregunte tonterías. ¿Usted no sabe que ese 25 de Mayo es el día de los unitarios? ¡Es verdad que como usted es de España!

-Vuecelencia se equivoca, yo soy oriental ¿Dispone Vuecelencia alguna cosa particular esta noche?

-Nada, puede usted retirarse.

-Mañana cumpliré las órdenes de Vuecelencia relativas a la criada.

-Yo no le he dado órdenes: yo le he enseñado lo que no sabe.

-Doy las gracias a Vuecelencia.

-No hay de qué.

Y Victorica, haciendo una profunda reverencia al padre y a la hija, salió de aquel lugar después de haber pagado, como todos los que entraban a él, su competente tributo de humillación, de miedo, de servilismo; sin saber positivamente si dejaba contento o disgustado a Rosas; incertidumbre fatigosa y terrible en que el sistemático dictador tenía constantemente el espíritu de sus servidores, porque el temor podría hacerlos huir de él, y la confianza podría engreírlos demasiado.

Un largo rato de silencio sucedió a la salida del jefe de policía, pues mientras Rosas y su hija lo guardaban despiertos, absorto cada uno en bien distintas ideas, el repleto Viguá lo guardaba durmiendo profundamente, cruzados los brazos sobre la mesa, y metida entre ellos su cabeza.

-Vete a acostar -dijo Rosas a su hija.

-No tengo sueño, señor.

-No importa, es muy tarde ya.

-¡Pero usted va a quedarse solo!

-Yo nunca estoy solo. Va a venir Mandeville y no quiero que pierda el tiempo en cumplimientos contigo; anda.

-Bien, tatita, llámeme usted si algo necesita.

Y Manuela se le acercó, le dio un beso en la frente, y tomando una vela de sobre la mesa, entró a las habitaciones interiores.

Rosas se paró entonces, y, cruzando sus manos a la espalda, empezó a pasearse al largo de su habitación, desde la puerta que conducía a su alcoba, por donde habían entrado y salido los personajes que hemos visto, hasta aquella por donde había ídose Manuela.

Diez minutos habrían durado los paseos, en cuyo tiempo Rosas parecía sumergido en una profunda meditación, cuando se sintió el ruido de caballos que se aproximaban a la casa. Rosas paróse un momento, precisamente al lado de Viguá, y luego que conoció que los caballos habían parado en la puerta de la calle, dio tan fuerte palmada sobre la nuca del mulato, que a no tener en aquel momento posada la frente sobre sus carnudos brazos, se habrían roto sus narices contra la mesa.

-¡Ay! -exclamó el pobre diablo parándose lo más pronto posible.

-No es nada; despiértese Su Paternidad que viene gente, y oiga: cuidado como se vuelva a dormir; siéntese al lado del hombre que entre, y cuando se levante, déle un abrazo.

El mulato miró a Rosas un instante e hizo luego lo que se le había ordenado, con muestras inequívocas de disgusto.

Rosas sentóse en la silla que ocupaba antes, a tiempo que Corvalán entraba.




ArribaAbajoCapítulo VII

El caballero Juan Enrique Mandeville


-¿Vino el inglés? -preguntó Rosas a su edecán, viéndole entrar.

-Ahí está, Excelentísimo Señor.

-¿Qué hacía cuando llegó usted?

-Iba a acostarse.

-¿La puerta de la calle estaba abierta?

-No, señor.

-¿Abrieron en cuanto se dio usted a conocer?

-Al momento.

-¿Se sorprendió el gringo?

-Me parece que sí.

-¡Me parece! ¿Para qué diablos le sirven a usted los ojos?... ¿Preguntó algo?

-Nada. Oyó el recado de Vuestra Excelencia y mandó aprontar su caballo.

-Que entre.

El personaje que va a ser conocido del lector es uno de esos que, en cuanto a su egoísmo inglés, presenta con frecuencia la diplomacia británica en todas partes, pero que, respecto al olvido de su representación pública y de su dignidad de hombre, sólo se pueden encontrar en una sociedad cuyo gobierno sea parecido al de Rosas, y como esto último no es posible, se puede decir entonces, que sólo se encuentran en Buenos Aires.

El caballero Juan Enrique Mandeville, plenipotenciario inglés cerca del gobierno argentino, había conseguido de Rosas lo que éste mismo negó a su predecesor Mr. Hamilton; es decir, la conclusión de un tratado sobre la abolición del tráfico de esclavos. Y de este triunfo sobre Mr. Hamilton, nacieron las primeras simpatías de Mr. Mandeville hacia la persona de Rosas. El no podía desconocer, sin embargo, que quien arrastraba al dictador a la celebración de aquel pacto el 24 de mayo de 1839, era la necesidad de buscar en la amistad y protección del gobierno de Su Majestad Británica un apoyo que le era necesario desde el 23 de setiembre de 1838. Pero cualesquiera que fuesen las causas, era ese tratado un triunfo para aquel plenipotenciario, recogido de las manos de Rosas.

Pero los hombres como Rosas, esas excepciones de la especie que no reconocen iguales en la tierra, jamás quieren amigos, ni lo son de nadie: para ellos, la humanidad se divide en enemigos y siervos, sean éstos de la nación que sean, e invistan una alta posición cerca de ellos, o se les acerquen con la posición humilde de un simple ciudadano.

El prestigio moral de los tiranos, esa fuerza secreta que fascina y enferma el espíritu de los hombres, en unión con la voluntad intransigible del dictador argentino, empezaron por insinuarse, y acabaron por dominar el espíritu del enviado británico, que, fiado en sus buenas disposiciones personales hacia Rosas, no temió de cultivar y estrechar su relación individual con él, sin alcanzar a prever, que hay ciertos contactos en la vida, de que no se sale jamás sino postrado el ánimo y avasallada la voluntad.

Una vez dominado moralmente, todo lo demás era lo menos; y las humillaciones personales vinieron luego a complementar la obra, haciendo del representante de la poderosa Inglaterra el más sumiso federal, si no de la Mashorca, a lo menos de la clase tribunicia de Rosas, cuya misión era propagar sus virtudes cívicas, dentro y fuera del país.

Instrumento ciego, pero al mismo tiempo poderoso y con medios eficaces, Rosas vio en él su primer caballo de batalla en la cuestión francesa; y, en obsequio de la verdad histórica, es preciso decir que si Rosas no sacó de él todo el provecho que esperaba sacar, no fue por omisión del señor Mandeville, sino por la naturaleza de la cuestión, que no permitía al gabinete de San James obrar según las insinuaciones de su ministro en Buenos Aires, a pesar de sus comunicaciones informativas sobre la preponderancia que adquiría la Francia en el Plata, y sobre los perjuicios que infería al comercio isleño la clausura de los puertos de la república por el bloqueo francés.

La Europa tenía fija su atención política en una cuestión actual que afectaba el sistema de equilibrio de sus grandes naciones; y ella era la cuestión de Oriente. La Rusia, la Prusia, el Austria, la Inglaterra y la Francia, atendían a esa cuestión, no queriendo, por otra parte, en sus más altas miras, sino la continuación de la paz europea.

Esa cuestión era simplemente una querella hereditaria entre el Sultán y el Pachá de Egipto.

La Francia insistía en que se accediese a las pretensiones de Mehemet-Alí; y la Inglaterra resistía al pensamiento de la Francia, conviniendo solamente en que se agregase al bajalato de Egipto una parte de la Siria hasta el monte Carmelo. Pero, entretanto, la Rusia se declaraba protectora natural de Constantinopla contra todo enemigo que avanzase por el Asia Menor. «Obren la Francia y la Inglaterra contra Mehemet-Alí, y dejen a la Rusia que guarde a Constantinopla» decía el emperador. Pero la Inglaterra, cuyo gabinete era dirigido por lord Palmerston, tenía la suficiente perspicacia política para no comprender todo el peligro que se corría en dejar el tulipán del Bósforo bajo la planta del Oso del Norte. Y entonces, velando con todos los adornos de la más hábil diplomacia su negativa a las proposiciones del gabinete de San Petersburgo, lord Palmerston procuró convencerle, y logró reducirle, a que la protección que necesitaba Constantinopla se le diese por medio de una escuadra rusa en el Bósforo, y de otra escuadra combinada anglo-francesa en los Dardanelos.

Así pues, el estado de la cuestión de Oriente, en los primeros meses del año 40, era el siguiente: la Rusia, la Inglaterra, el Austria y la Prusia habían convenido en que Mehemet-Alí quedase reducido a la posesión hereditaria del Egipto; pero la Francia se negaba a consentir en esta resolución. Todas las potencias, no obstante, estaban convenidas en proteger en combinación a Constantinopla; sin dejar de observarse unas a otras, con esa desconfianza que marca siempre el carácter de la política internacional de la Europa, de que los Americanos no podemos aprender sino lecciones que, si enseñan la virtud de la circunspección, enseñan también el vicio de la mala fe, porque aquélla no existiría en tan alto grado, si en tan alto grado no se temiesen los efectos del otro.

En tal estado de cosas, fácil es ahora comprender que la Inglaterra no estaba en disposición de prestar grande atención a sus mercaderes del Río de la Plata, cuando tenía, por temor de la Rusia, que estrechar su alianza con la Francia, en presencia de la más grave cuestión de la actualidad.

El señor Mandeville, sin embargo, no desmayaba por eso. Y, decididamente en favor de los intereses personales de Rosas, trabajaba, cuanto le era posible, en una posición como la suya, por imprimir un movimiento contrario a los negocios del Plata; y obra suya fueron las proposiciones de Rosas a Monsieur Martigny, y obra exclusivamente suya la entrevista en la Acteon.

Rosas tenía en él una completa confianza; es decir, conocía que Mandeville sentía, como todos, la enfermedad del miedo; y contaba con su inteligencia cuando necesitaba de un enredo político, como contaba con el puñal de sus mashorqueros cuando había una víctima que sacrificar a su sistema.

Tal es el personaje que atraviesa el gabinete y la alcoba de Rosas, y que entra al comedor donde éste le espera. Era un hombre todo vestido de negro; de sesenta años de edad; de baja estatura; de frente espaciosa y calva; de fisonomía distinguida, y de ojos pequeños, azules, pero inteligentes y penetrantes, y en ese momento algo encendidos, como lo estaba también el color blanquísimo de su rostro. Esto era natural, pues habían dado ya las tres de la mañana, hora demasiado avanzada para un hombre de aquella edad; y que poco antes se había irritado al calor de una hirviente ponchera, con algunos de sus amigos.

-¡Adelante, señor Mandeville! -dijo Rosas levantándose de su silla, pero sin dar un solo paso a recibir al ministro inglés, que en ese momento entraba al comedor.

-Tengo el honor de ponerme a las órdenes de Vuestra Excelencia-dijo el señor Mandeville haciendo un saludo elegante y sin afectación, y acercándose a Rosas para darle la mano.

-¡He incomodado a usted, señor Mandeville! -le dijo Rosas con un acento suave e insinuante e indicándole con un movimiento de mano, que un francés llamaría comme il faut, la silla a su derecha en que debía sentarse.

¡Oh no, señor general! Vuestra Excelencia me da, por el contrario, una verdadera satisfacción cuando me hace el honor de llamarme a su presencia. ¿La señora Manuelita lo pasa bien?

-Muy buena.

-No lo pensé así, desgraciadamente.

-¿Y por qué, señor Mandeville?

-Porque siempre acompaña a Vuestra Excelencia a la hora de su comida.

-Cierto.

-Y no tengo en este momento el placer de verla.

-Acaba de retirarse.

-¡Ah, soy bastante desgraciado en no haber llegado unos minutos antes!

-Ella lo sentirá también.

-¡Oh, ella es la más amable de las argentinas!

-A lo menos hace cuanto es posible por ser amable.

-Y lo consigue.

-Doy a usted las gracias por ella. Sin embargo, no tiene usted por qué quejarse de esta noche.

-¿Por qué no, general?

-Porque usted la ha pasado agradablemente en su casa.

-Vuestra Excelencia tiene razón, hasta cierto punto.

-Que Vuestra Excelencia tiene razón en decir que he pasado agradablemente algunas horas, pero yo no soy completamente feliz, sino cuando estoy en sociedad con las personas de la familia de Vuestra Excelencia.

-Es usted muy amable, señor Mandeville -dijo Rosas con una sonrisa tan sutil y tan maliciosa que no habría podido ser distinguida de otro hombre menos perspicaz y acostumbrado al lenguaje de la acentuación y de la fisonomía que el señor Mandeville.

-Si usted lo permite -continuó Rosas-, daremos por concluidos los cumplimientos, y hablaremos de algo más serio.

-Nada puede serme más satisfactorio que ponerme en armonía con los deseos de Vuestra Excelencia -contestó el diplomático aproximando su silla a la mesa, y acariciando, más bien por costumbre que por ocasión, los cuellos de batista de su camisa, no más blancos que la mano que los tocaba, prolijamente cuidada, y cuyas uñas rosadas y perfiladas eran el mejor testimonio de la raza a que pertenecía el señor Mandeville: esa raza sajona que se distingue especialmente por los ojos, por los cabellos y por las uñas.

-¿Para qué día piensa usted despachar el paquete? -le preguntó Rosas cruzando su brazo sobre el respaldo de una silla.

-Por la legación quedará despachado para mañana; pero si Vuestra Excelencia desea que se demore por más tiempo...

-Precisamente lo deseo.

-Entonces yo daré mis órdenes para que se demore todo el tiempo que necesite Vuestra Excelencia para concluir sus comunicaciones.

-¡Oh, mis comunicaciones han quedado concluidas desde ayer!

-¿Vuestra Excelencia me permitirá hacerle una pregunta?

-Cuantas usted quiera.

-¿Podría saber qué motivo hay para detener el paquete, no siendo para esperar comunicaciones de Vuestra Excelencia?

-Es bien sencillo, señor Mandeville.

-¿Vuestra Excelencia despacha algún ministro?

-No hay para qué.

-Entonces no alcanzo a comprender.

-Mis comunicaciones están prontas, pero las de usted no lo están.

-¿Las mías?

-Ya lo ha oído usted.

-Creo haber dicho a Vuestra Excelencia que están

terminadas, hasta cerradas, desde ayer, y sólo me faltan algunas cartas particulares.

-No hablo de cartas.

-Si Vuestra Excelencia se dignase explicarme...

-Yo creo que la obligación de usted es informar fielmente y con datos verdaderos al gobierno de Su Majestad, sobre la situación en que quedan los negocios del Río de la Plata a la salida del paquete para Europa. ¿No es así?

-Exactamente, Excelentísimo Señor.

-Pero usted no ha podido hacerlo porque carece de aquellos datos.

-Yo hablo a mi gobierno de las cuestiones generales de los sucesos públicos, pero no puedo informarle de actos que pertenezcan a la política interior del gabinete argentino, porque me son totalmente desconocidos.

-Eso es muy cierto, ¿pero sabe usted bien lo que valen esas cuestiones generales, señor Mandeville?

-¿Lo que valen? -dijo el ministro repitiendo la frase para dar un poco de tiempo a sus ideas y no aventurar una respuesta, pues Rosas iba ya pisando su terreno habitual, es decir, el campo de las ideas sólidas y desnudas de palabreo, con quienes se iba a fondo sobre el espíritu de los otros, cuando discutía alguna materia grave, o cuando quería domeñar su inteligencia con golpes súbitos y recios.

-Lo que valen, sí, señor; lo que valen para ilustrar al gobierno a quien tales generalidades se escriben.

-Valen...

-Nada, señor ministro.

-¡Oh!

-Nada. Ustedes los europeos abundan siempre en generalidades cuando quieren aparentar que conocen a fondo una cosa que totalmente ignoran. Pero ese sistema les da un resultado contrario del que se proponen, porque habitualmente generalizan sobre principios falsos.

-Vuestra Excelencia quiere decir...

-Quiero decir, señor ministro, que habitualmente hablan ustedes de lo que no entienden, a lo menos en mi país.

-Pero un ministro extranjero no puede saber las individualidades de una política en que no toma parte.

-Y es por eso que el ministro extranjero, si quiere informar con verdad a su gobierno, debe acercarse al jefe de aquella política y escuchar y apreciar sus explicaciones.

-Esa es mi conducta.

-No siempre.

-A pesar mío.

-Puede ser... Vamos: ¿conoce usted el verdadero estado de los negocios actualmente? O más bien, y hablando en las generalidades que gustan a usted tanto, ¿cuál es el espíritu de las comunicaciones que dirige a su gobierno, respecto del mío?

-¿El espíritu?

-Justamente; o, con más claridad, ¿en esas comunicaciones me determina usted en buena o mala situación?; ¿espera usted el triunfo de mi gobierno, o el triunfo de la anarquía?

-Oh, señor.

-Eso no es contestar.

-Ya lo veo.

-¿Luego?

-Luego ¿qué?, Excelentísimo Señor.

-Luego ¿qué me responde usted?

-¿Sobre la situación en que se encuentra el gobierno de Vuestra Excelencia en la actualidad?

-Precisamente.

-Me parece...

-Hable usted con franqueza.

-Me parece que todas las probabilidades están por el triunfo de Vuestra Excelencia.

-¿Pero ese parecer lo funda usted en algo?

-Sin duda.

-¿Y es en qué, señor ministro?

-En el poder de Vuestra Excelencia.

-¡Bah! ¡Esa es una frase muy vaga en el caso de que nos ocupamos!

-¡Vaga, señor!

-Indudablemente, pues si yo en efecto tengo poder y medios, también poder y medios tienen los anarquistas. ¿No es verdad?

-¡Oh, señor!

-Por ejemplo: ¿sabe usted el estado de Lavalle en el Entre Ríos?

-Sí, señor: está imposibilitado para moverse después de la batalla de Don Cristóbal, en que las armas de la Confederación obtuvieron tan completo triunfo.

-Sin embargo, el general Echagüe está en inacción por falta de caballos.

-Pero Vuestra Excelencia, que todo lo puede, hará que el general tenga los caballos que le faltan.

-¿Sabe usted el estado de Corrientes?

-Creo que, derrotado Lavalle, la provincia de Corrientes volverá a la liga federal.

-Entretanto, Corrientes está en armas contra mi gobierno, y ya son dos provincias.

-En efecto, son dos provincias, pero...

-¿Pero qué?

-Pero la Confederación tiene catorce.

-¡Oh, no tantas!

-¿Decía Vuestra Excelencia?

-Que hoy no son catorce; porque no pueden contarse como provincias federales las que están en sublevación con los unitarios.

-Cierto, cierto, Excelentísimo Señor, pero el movimiento de esas provincias no es de importancia, en mi opinión a lo menos.

-¿No dije a usted que sus generalidades habían de estar fundadas sobre datos falsos?

-¿Lo cree Vuestra Excelencia?

-Yo creo lo que digo, señor ministro. Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy son provincias de la mayor importancia; y ese movimiento de que usted ha hablado, no es otra cosa que una verdadera revolución con muchos medios y con muchos hombres.

-¡Sería una cosa lamentable!

-Como usted lo dice. Tucumán, Salta y Jujuy me amenazan por el norte hasta la frontera de Bolivia; Catamarca y La Rioja, por el oeste hasta la falda de la Cordillera, Corrientes y Entre Ríos por el litoral, y todavía ¿quién más, señor ministro?

-¿Quién más?

-Sí, señor, eso pregunto; pero yo lo diré, ya que usted tiene miedo de nombrar a mis enemigos: a más de aquellos, me amenaza Rivera.

-¡Bah!

-No vale tan poco como usted piensa, pues hoy tiene un ejército sobre el Uruguay.

-Que no pasará.

-Es probable, pero es preciso creer que ha de pasar; y entonces me ve usted rodeado por todas partes de enemigos, alentados, favorecidos y protegidos por la Francia.

-¡En efecto, la situación es grave! -dijo el señor Mandeville, soltando palabra por palabra, en una verdadera perplejidad de ánimo, no pudiendo explicarse el objeto que se proponía Rosas con descubrir él mismo los peligros que le amenazaban, cosa que en la astucia del dictador no podía menos que tener alguna segunda intención muy importante.

-¡Es muy grave! -repitió Rosas, con un aplomo y una sangre fría que acabó de intrigar el espíritu del diplomático-. Y después que conoce usted los elementos de ese peligro -continuó Rosas-, querrá usted decirme ¿en qué fundará ante su gobierno la esperanza de mi completo triunfo sobre los unitarios? Porque no dude usted que yo habré de obtener ese completo triunfo.

-¿Pero en qué más, Excelentísimo Señor, que en el poder, en el prestigio, en la popularidad de Vuestra Excelencia que le han dado su renombre y su gloria?

-¡Bah, bah, bah! -exclamó Rosas riéndose naturalmente como hombre que compadece o que desprecia a otro por su ignorancia.

-Yo no sé, señor general -dijo Mandeville, descompuesto al ver el inesperado resultado de su cortesana lisonja, o más bien, de la expresión de sus creencias-, en cuál de las palabras que acabo de tener el honor de pronunciar está el origen desgraciado de la risa de Vuestra Excelencia.

-En todas, señor diplomático de Europa -respondió Rosas con ironía descubierta.

-¡Pero, señor!

-Oigame usted, señor Mandeville; todo cuanto acaba usted de decir está muy bueno para repetirlo entre el pueblo, pero muy malo para escribírselo a lord Palmerston, a quien llaman los unitarios de Montevideo el eminente ministro.

-¿Me haría el honor Vuestra Excelencia de explicarme el porqué?

-A eso voy. He detallado a usted todos los peligros que en la actualidad rodean a mi gobierno, es decir, al orden y a la paz de la Confederación Argentina. ¿No es cierto?

-Muy cierto, Excelentísimo Señor.

-¿Y sabe usted por qué acabo de enumerarle esos peligros? ¡Oh!, ¡usted no lo ha comprendido, no se ha dado cuenta de la causa de mi franqueza que lo ha dejado vacilante y perplejo! Pero yo se la explicaré. He dicho a usted lo que ha oído, porque sé bien que de esta entrevista extenderá un protocolo que enviará luego a su gobierno; y esto es precisamente lo que yo más deseo.

-¡Vuestra Excelencia quiere eso! -dijo el señor Mandeville más admirado ahora, que intrigado antes.

-Lo quiero, y la razón es que me conviene que el gobierno inglés sepa aquellos detalles por mí mismo, antes que por los órganos de mis enemigos, o a lo menos, que lo sepa al mismo tiempo por ambos. ¿Entiende usted ahora mi pensamiento? ¿Qué haría, qué ganaría yo con ocultar al gobierno inglés una situación que él habrá de saber pública y oficialmente por mil distintos conductos? Ocultarla, sería descubrir temores de mi parte, y no temo, absolutamente no temo a mis actuales enemigos.

-Es por eso que dije a Vuestra Excelencia que con su poder...

-¡Dale con el poder, señor Mandeville!

-Pero si no es con el poder.., si Vuestra Excelencia no tiene poder...

-Tengo poder, señor ministro -le interrumpió Rosas bruscamente, con lo que acabó el señor Mandeville de perder la última esperanza de comprender en aquella noche a Rosas; y sin saber qué le convenía decir, pronunció la palabra:

-¡Entonces!...

-¡Entonces, entonces! Una cosa es tener poder, y otra es contar con el poder para libertarse de una mala situación. ¿Cree usted que lord Palmerston no sabe sumar y restar? ¿Cree usted que si suma el número de enemigos y elementos que, con el poderoso auxilio de la Francia, amenazan el gobierno y el sistema federal del país, el ministro eminente tenga mucha confianza en el triunfo mío, aun cuando le presente usted una igual suma de poder a mis órdenes? ¿Y cree usted, entonces, que se tomase mucho empeño en apoyar a un gobierno cuya situación no le ofrecía probabilidades de existencia más allá de algunos meses, de algunas semanas? ¿Piensa usted que se anda más pronto, dado el caso que su gobierno quisiera protegerme contra mis enemigos auxiliados por la Francia, de Londres a París, y de París a Buenos Aires, que de Entre Ríos al Retiro, y de Tucumán a Santa Fe, y que esto no lo conocería lord Palmerston? ¡Bah, señor Mandeville, yo nunca he esperado gran cosa del gobierno inglés en mi cuestión con la Francia, pero ahora espero menos, desde que las informaciones que van a ese gobierno son escritas por usted sobre los cálculos de mi poder!

-Pero, señor general -dijo Mandeville, desesperado, porque cada vez comprendía menos el pensamiento de Rosas, oculto entre aquella nube de ideas que, al parecer, la daba vida el mismo Rosas para anunciar con ella la tempestad que lo rodeaba y que debía quebrantarlo y postrarlo-, si no es con el poder, con los ejércitos, con los federales, en fin, ¿con quien piensa Vuestra Excelencia vencer a los unitarios?

-Con ellos mismos, señor Mandeville -dijo Rosas con una flema alemana, fijando su mirada escudriñadora en la fisonomía de aquél, para observar la impresión causada al levantar de súbito el telón de boca que cubría el misterioso escenario de su pensamiento.

-¡Ah! -exclamó el ministro, dilatándosele los ojos cual acababa de expandirse su imaginación en el inmenso círculo que habíanle trazado aquellas tres palabras, en cuyas veía la explicación de todas las reticencias y paradojas que un momento antes no podía explicarse, a pesar de su experiencia y talento de gabinete con que de vez en cuando solía adivinar las reservas de Rosas.

-Con ellos mismos -continuó éste tranquilamente. -Y ése es hoy mi principal ejército, mi poder más irresistible, o mejor dicho, más destructor de mis enemigos.

-En efecto, Vuestra Excelencia me conduce a un terreno en el que, francamente, yo no había pensado.

-Ya lo sé -contestóle Rosas, que no perdonaba ocasión de hacer sentir a los otros sus errores o su ignorancia-. Los unitarios -continuó- no han tenido hasta hoy, ni tendrán nunca lo que les falta para ser fuertes y poderosos, por más que sean muchos y con tan buen apoyo. Tienen hombres de gran capacidad, tienen los mejores militares de la república, pero les falta un centro de acción común: todos mandan, y por lo mismo, ninguno obedece. Todos van a un mismo punto, pero todos marchan por distinto camino, y no llegarán nunca. Ferré no obedece a Lavalle, porque es el gobernador de una provincia, y Lavalle no obedece a Ferré, porque es el general de los unitarios, el general Libertador, como ellos le llaman. Lavalle necesita de la cooperación de Rivera, porque Rivera entiende nuestras guerras, pero su amor propio le hace creer que él solo se basta, y desprecia a Rivera. Rivera necesita obrar en combinación con Lavalle, porque Lavalle es un jefe del país, y sobre todo, porque la oficialidad de éste no la tiene Rivera, pero Rivera desprecia a Lavalle porque no es montonero, y lo aborrece porque es porteño. Los hombres de pluma, los hombres de gabinete, como ellos se llaman, aconsejan a Lavalle; Lavalle quiere seguir esos consejos, pero los hombres de espada que le acompañan desprecian a los que no están en el ejército, y Lavalle, que no sabe mandar, da oídos a la gritería, a sus subalternos, y por no disgustarlos, se pone en anarquía con los hombres de saber que hay en su partido. Todos los nuevos unitarios de las provincias, por lo mismo que son unitarios, están enfermos del mismo mal que aquéllos, es decir, cada uno se cree un jefe, un ministro, un gobernador, y nadie quiere creerse ni soldado, ni empleado, ni ciudadano. Entonces, señor ministro de Su Majestad la Reina inglesa, cuando se tienen tales enemigos, el modo de destruirlos es darles tiempo a que se destruyan ellos mismos, y eso es lo que hago yo.

-¡Oh, muy bien! ¡Es un magnífico plan! -dijo alborozado el señor Mandeville.

-Permítame usted, que no he concluido -dijo Rosas con la misma flema-. Cuando se tiene tales enemigos, decía, no se les cuenta por el número, sino por el valor que representa cada fracción, cada círculo, cada hombre; y comparando esas fracciones luego con el poder contrario, sólido, organizado, donde nadie manda sino uno solo, y donde todos los demás obedecen como los brazos a la voluntad, se deduce entonces que el triunfo de este último poder es seguro, infalible aun cuando aparezca más pequeño comparado con el total de sus enemigos en masa. ¿Está usted enterado ahora del modo como se debe apreciar la situación de mis enemigos y la mía? -preguntó Rosas, que no había perdido ni un momento el aplomo con que había empezado a desenvolver su original plan de campaña, que era el resultado de ese estudio prolijo que, en su vida pública, había hecho de los enemigos que lo habían combatido, y que, queriendo destruirlo, le dieron esa grandeza de poder y de medios que lo hicieron tan respetable a los ojos del mundo, y que él por sí solo no tuvo nunca, ni el talento, ni el valor de conquistarla.

-¡Oh! ¡Lo comprendo, lo comprendo, Excelentísimo Señor! -dijo el ministro frotándose sus blancas y cuidadas manos, con esa satisfacción viva que tiene todo hombre que acaba de salir venturosamente de una incertidumbre, o de un conflicto-. Reformaré mis comunicaciones y haré que el pensamiento de lord Palmerston se fije ilustradamente en la situación de los negocios, bajo el punto de vista que tan hábil, tan acertadamente acaba de determinar Vuestra Excelencia.

-Haga usted lo que quiera. Lo único que yo deseo es que se escriba la verdad -dijo Rosas con cierto aire de indiferencia, a través del cual el señor Mandeville, si hubiese estado con menos entusiasmo en ese momento, habría descubierto que la escena del disimulo comenzaba.

-El saber la verdad, en el gabinete inglés, importa hoy tanto como a Vuestra Excelencia el que haga saber esa verdad.

-¿A mí?

-¡Cómo! ¿Vuestra Excelencia no miraría como el mas grande apoyo posible el auxilio de la Inglaterra?

-¿En qué sentido?

-Por ejemplo, si la Inglaterra obligase a la Francia a la terminación de su cuestión en el Plata, ¿no sería para Vuestra Excelencia la mitad del triunfo sobre todos sus enemigos?

-Pero esa interposición de la Inglaterra, ¿no me la ha ofrecido usted desde el comenzamiento del bloqueo?

-Es muy cierto, Excelentísimo Señor.

-Y de paquete a paquete, ¿no se ha pasado el tiempo sin recibir usted las instrucciones que siempre pide y que nunca le llegan?

-Cierto, Excelentísimo Señor, pero esta vez, a la menor insinuación del gobierno inglés, el gobierno de Su Majestad el Rey de los Franceses despachará un plenipotenciario que arregle con Vuestra Excelencia esta malhadada cuestión. Hoy no puedo ponerlo en duda.

-¿Y por qué?

-El gobierno francés se encuentra hoy en una posición terrible, Excelentísimo Señor. En la Argelia, la guerra se ha encendido con más vigor que nunca; Abd-el-Kader se presenta hoy como un enemigo formidable. En la cuestión de Oriente, la Francia sola tiene pretensiones diferentes y contrarias a las otras cuatro grandes potencias que se interponen entre el Sultán y el Pachá de Egipto; quince navíos, cuatro fragatas, y otros buques menores han sido enviados por el gobierno francés a los Dardanelos, y si él insiste en sus pretensiones, o si la Rusia se sostiene en proteger Constantinopla, dentro de poco el Rey Luis Felipe tendrá necesidad de enviar todas sus escuadras al Bósforo y a los Dardanelos. En el interior, la Francia no está más tranquila, ni más segura. La tentativa de Strasburgo ha puesto en acción a todos los napoleonistas, y los antiguos partidos empiezan a levantar su bandera parlamentaria. El ministerio Soult, si no ha caído ya, caerá pronto, y la oposición mina y trabaja por colocar en la presidencia del consejo a alguno de sus miembros eminentes. En tal situación, la Francia necesita consolidar más que nunca su alianza con la Inglaterra, y por una cuestión, para ella de tan poco interés, como es la del Plata, el gabinete francés no querrá hacer a lord Palmerston un desaire bien peligroso en estas circunstancias.

-Hágalo o no lo haga, para mí es indiferente, señor ministro. Yo no corro peligro en Constantinopla, ni en África, y por lo que hace al bloqueo, no es a mí a quien más perjudica, como usted lo sabe.

-Ya lo sé, ya lo sé, Excelentísimo Señor: es el comercio británico el que sufre por este prolongado bloqueo.

-¿Sabe usted qué capital inglés está encerrado en Buenos Aires porque la escuadra francesa no lo deja salir?

-Dos millones de libras en frutos del país que se deterioran cada día.

-¿Sabe usted cuánto es el gasto mensual que se hace por el cuidado de esos frutos?

-Veinte mil libras, Excelentísimo Señor.

-Exactamente.

-Todo eso acabo de comunicarlo a mi gobierno.

-¿Sabe usted qué capital británico en manufacturas ha sido interrumpido en su tránsito y depositado la mayor parte en Montevideo?

-Un millón de libras. También lo he comunicado a mi gobierno.

-Me alegro que lo sepa, ya que quiere sufrir esos perjuicios. Son ustedes los interesados. Por lo que hace a mí yo sé cómo defenderme del bloqueo.

-Yo he repetido muchas veces que Vuestra Excelencia lo puede todo -dijo el ministro con una sonrisa, la más insinuativa y cortesana, pero al mismo tiempo con la expresión de una verdad sentida.

-No todo, señor Mandeville -dijo Rosas echándose para atrás en su silla y fijando sus ojos corno dos flechas sobre la fisonomía de aquel en quien al parecer iba a estudiar el fondo de su conciencia-, no todo, por ejemplo, cuando algún ministro extranjero abre las puertas de su casa a un unitario perseguido por la justicia y me lo oculta, yo no puedo contar con la franqueza de él para que venga a darme cuenta de tal suceso, y pedirme una gracia que yo concedería sin esfuerzo.

-¡Cómo! ¿Ha sucedido tal cosa? Por mi parte yo no se a qué ministro se refiere Vuestra Excelencia.

-¿Usted no lo sabe, señor Mandeville? -dijo Rosas acentuando una por una sus palabras, con sus ojos clavados, sin pestañear, en la fisonomía de Mandeville.

-Doy a Vuestra Excelencia mi palabra de...

-Basta -le interrumpió Rosas, que antes de que hablase Mandeville se había convencido de que en efecto ignoraba aquello que a él le interesaba saber, y por que únicamente lo había llamado a su presencia-. Basta, repitió, y se levantó para no descubrir en su rostro el sentimiento de rabia que en aquel momento le conmovía.

Mandeville había vuelto a sus perplejidades anteriores cerca de aquel hombre de quien jamás otro alguno podía estar, ni retirarse satisfecho y tranquilo.

Rosas acababa de dar un paseo por la habitación cuando de repente paráse, y poniendo su mano sobre el respaldo de la silla de Viguá, que había estado batallando horriblemente con el sueño durante esta larga conversación de que no había entendido una sola palabra, quedó en la actitud de un hombre que reconcentra en su oído toda la sensibilidad de su alma. El motivo era ya perceptible: un caballo a todo galope se sentía venir del oeste por la calle del Restaurador; y en un minuto, el ruido de sus cascos vibraba en la cuadra de la casa de Rosas.

-Algún parte de la policía -dijo el señor Mandeville, que quería de algún modo anudar la conversación tan bruscamente rota, y que comprendía la atención de Rosas.

Rosas lo bañó con una mirada de desprecio, y le dijo:

-No, señor ministro inglés: ese caballo viene de la campaña y el hombre que lo ha sentado contra la puerta de mi casa, no es celador, ni comisario de policía, sino un buen gaucho.

El ministro hizo un ligero movimiento de hombros y se levantó.

A este tiempo, el general Corvalán entró al comedor con un pliego en la mano.

Rosas lo abrió, y no bien hubo leído las primeras líneas cuando una expresión de furor salvaje inundó su rostro, pero tan súbita que el señor Mandeville, que había percibídola con facilidad, quedó en duda si había sido acaso una ilusión de óptica o una realidad.

-Conque, señor Mandeville, usted se retira -dijo Rosas interrumpiendo la lectura del pliego, y extendiendo la mano al señor Mandeville que ya estaba con el sombrero en la suya.

-Vuestra Excelencia descanse en sus amigos.

-¿Cuándo piensa usted despachar el paquete? -preguntó Rosas sin haber oído siquiera las palabras del ministro.

-Pasado mañana, Excelentísimo Señor.

-Es mucho tiempo. Haga usted trabajar bien a su secretario, y que el paquete salga mañana a la tarde, o más bien, hoy a la tarde, porque ya son las cuatro de la mañana.

-Saldrá a las seis de la tarde, Excelentísimo Señor.

-Buenas noches, señor Mandeville.

Y se retiró este ministro después de tres o cuatro profundas reverencias.

-Corvalán, que acompañen al señor, y vuelva usted.

-¡Señor! ¡Señor! ¿Qué le hago al gringo? -dijo Viguá.

Pero Rosas sin oírle se sentó, extendió el pliego sobre la mesa, y, apoyando la frente sobre sus dos manos, continuó leyendo, mientras a cada palabra sus ojos se inyectaban de sangre, y pasaban por su frente todas las medias tintas de la grana, del fuego y de la palidez.

Un cuarto de hora después, él mismo había cerrado la puerta exterior de su gabinete y se paseaba por él a pasos agitados, impelido por la tormenta de sus pasiones que se hubieran podido definir y contar en los visibles cambios de su fisonomía.




ArribaAbajoCapítulo VIII

El amanecer


El alba del 5 de mayo había despedido al fin aquella triste noche testigo de la ejecución de un crimen horrible y de la combinación de otros mayores.

La blanca luz de esa beldad pudorosa de los cielos que asoma tierna y sonrosada en ellos para anunciar la venida del poderoso rey de la naturaleza, no podía secar, con el tiernísimo rayo de sus ojos, la sangre inocente que manchaba la orilla esmaltada de ese río, de cuyas ondas se levantaba, cubierta con su velo de rosas, su bellísima frente de jazmines. Pero argentaba con él las torres y los chapiteles de esa ciudad a quien los poetas han llamado «La Emperatriz del Plata», la «Atenas» o «la Roma del Nuevo Mundo».

Dormida sobre esa planicie inmensa en que reposa Buenos Aires, la ciudad de las propensiones aristocráticas por naturaleza, parecía que quisiera resistir las horas del movimiento y la vigilia que le anunciaba el día, y conservar su noche y su molicie por largo tiempo aún. En sus calles espaciosas y rectas, se escondía aún, bajo los cuadrados edificios, alguna de esas medias tintas del clarooscuro de los crepúsculos, que ponen en trepidación a los ojos, y en cierto no sé qué de disgustamiento al espíritu.

Una de esas brisas del sur, siempre tan frescas y puras en las zonas meridionales de la América, purificaba a la ciudad de los vapores húmedos y espesos de la noche, que el sol no había logrado levantar aún del lodo de las calles. Porque el invierno de 1840, como si hasta la Naturaleza hubiese debido contribuir en ese año a la terrible situación que comenzaba para el pueblo, había empezado sus copiosas lluvias desde los primeros días de abril. Y aquella brisa, embalsamada con las violetas y los jacintos que alfombran en esa estación las arenosas praderas de Barracas, derramaba sobre la ciudad un ambiente perfumado y sutil que se respiraba con delicia.

Todo era vaguedad y silencio, tranquilidad y armonía.

Al oriente, sobre el horizonte tranquilo del gran río, el manto celestino de los cielos se tachonaba de nácares y de oro a medida que la aurora se remontaba sobre su carro de ópalo, y las últimas sombras de la noche amontonaban en el occidente los postrimeros restos de su deshecho imperio.

¡Oh! ¿Por qué ese velo lúgubre y misterioso de las tinieblas no se sostenía suspendido del cielo sobre la frente de esa ciudad, de donde la mirada de Dios se había apartado? Si la maldición terrible había descendido sobre su cabeza en el rayo tremendo del enojo de la Divinidad, ¿por qué, entonces, la tierra no rodaba para ella sin sol y sin estrellas para que el escándalo y el crimen no profanasen esa luz de mayo, cuyo rayo había templado, treinta años antes, el corazón y la espada de los regeneradores de un mundo?... Pero la Naturaleza parece hacer alarde de su poder rebelde a las insinuaciones humanas, cuanto más la humanidad busca en ella alguna afinidad con sus desgracias. Bajo el velo de una oscura noche, una mano regia abría una ventana de palacio y hacía, en París, la señal de la San Bartolomé, y al siguiente día un sol magnífico quebraba sus rayos de oro sobre las charcas de sangre de las víctimas, cuyo último gemido había demandado de Dios la venganza de tan horrible crimen. ¡Y ante el crepúsculo de una tarde lánguida y perfumada, cuando la luna y las estrellas empezaban a rutilar su luz de plata sobre los cielos de la Italia, y la campana de vísperas llamaba al templo de Dios la alma cristiana, en las calles de Sicilia, una joven dio la señal tremenda que debía fijar en un río de sangre el recuerdo de una criminal venganza!

Como la Naturaleza, la humanidad también debía aparecer indiferente a las desgracias que se acumulaban sobre la cabeza de ese pueblo inocente que, como fue solo en las victorias y en la grandeza, solo y abandonado debía sufrir la época aciaga de su infortunio. Porque, por una extraña coincidencia de los destinos humanos, ese pueblo argentino que surgió de las florestas salvajes para dar libertad e imprimir el movimiento regenerador en diez naciones, parece destinado a ser tan grande en la victoria como en la derrota, en la virtud como en el crimen; pues que hasta los crímenes por que ha derramado un mar de lágrimas y sangre, tienen una fisonomía original e imponente, que las eleva sobre la vulgaridad de los delitos que conmueven y ensangrentan la vida civil y política de los pueblos.

Solo, abandonado, él comprendía, sin embargo, cuál era su situación actual, y presagiaba por instinto, por esa voz secreta de la conciencia que se anticipa siempre a hablarnos de las desgracias que nos amenazan, que un golpe nuevo y más terrible aún que aquellos que lo habían postrado, estaba próximo a ser descargado sobre su cabeza por la mano inapiadable de la tiranía; y para contenerla él, el pueblo de Buenos Aires no tenía, ni los medios, ni siquiera el espíritu para procurarlos.

El terror, esa terrible enfermedad que postra el espíritu y embrutece la inteligencia; la más terrible de todas, porque no es la obra de Dios, sino de los hombres, según la expresión de Víctor Hugo, empezaba a introducir su influencia magnética en las familias. Los padres temblaban por los hijos. Los amigos desconfiaban de los amigos, y la conciencia individual, censurando las palabras y las acciones de cada uno, inquietaba el espíritu, y llenaba de desconfianzas el ánimo de todos.

El triunfo de los libertadores era la oración que cada uno elevaba a Dios desde el santuario secreto de sus pensamientos. Pero era tal la idea que se tenía de que los últimos parasismos de la dictadura serían mortales para cuantos vivían al alcance de su temible mano, que sus mas encarnizados enemigos deseaban que aquel triunfo fuese una obra pronta, instantánea, que hiriese en la cabeza al tirano, con la rapidez y prepotencia del rayo, para no dar lugar a la ejecución de las terribles venganzas que temían. Y cuando para conseguir esto se ofrecían a sus ojos los obstáculos de tiempo, de distancia y de cosas, aquéllos, los más concienzudos enemigos del dictador, temblaban en secreto de la hora en que se aproximase el triunfo. ¡Tal era el primer síntoma con que se anunciaba el terror sobre el espíritu!

Así era la situación moral del pueblo de Buenos Aires en los momentos en que comenzamos nuestra historia.

Y en esos instantes en que el alba asomaba sobre el cielo, según el principio de este capítulo, y en que el silencio de la ciudad era apenas interrumpido por el rodar monótono de algunos carros que se dirigían al mercado; un hombre alto, flaco, no pálido, sino amarillo, y ostentando en su fisonomía unos cincuenta, o cincuenta y cinco años de edad, caminaba por la calle de la Victoria afirmándose magistralmente en su bastón; marchando, con tal mesura y gravedad, que no parecía sino que había salido de su casa a esas horas para respirar el aire puro de la mañana, o para mostrar al rey del día, antes que ningún otro porteño, el inmenso chaleco colorado con que se cubría hasta el vientre, y las divisas federales que brillaban en su pecho y en su sombrero. Este hombre, sin embargo, fuera por casualidad o intencionalmente, tenía la desgracia de que la hermosa caña de la India con puño de marfil que llevaba en su mano se le cayera dos o tres veces en cada cuadra, rodando siempre hacia tras de su persona, cuyo incidente le obligaba a retroceder un par de pasos para cogerla, y, como era natural, a echar una mirada sobre las cuadras que había andado, es decir, en dirección al campo; porque este individuo venía del lado del oeste, enfilando la calle de la Victoria, con dirección a la plaza.

Al cabo de veinte o veinte y cinco caídas del bastón, se paró delante de una puerta, que ya nuestros lectores conocen: era aquella por donde Daniel y su criado habían entrado algunas horas antes.

El paseante se reclinó contra el poste de la vereda, quitóse el sombrero y empezó a levantar los cabellos de su frente, como hacen algunos en lo más rigoroso del estío. Pero por casualidad, por distracción, o no sabemos por qué, sumergió sus miradas a derecha e izquierda de la calle, y después de convencerse que no había alma viviente en una longitud de diez o doce cuadras a lo menos, se acercó a la puerta de la calle y llamó con el picaporte, desdeñando, no sabemos por qué, hacer uso de un león de bronce que servía de estrepitoso llamador.




ArribaAbajoCapítulo IX

El ángel y el diablo


No será largo el tiempo que sostengamos la curiosidad del lector sobre el nuevo personaje que acaba de introducirse en nuestros asuntos. Pero entretanto, separándonos algo bruscamente de la calle de la Victoria, y pidiendo a nuestro buen viejo Saturno el permiso de no seguirlo esta vez en su mesurada carrera, daremos un salto desde el alba hasta las doce del día, de uno de esos días del mes de mayo, en que el azul celeste de nuestro cielo es tan terso y brillante que parece, propiamente hablando, un cortinaje de encajes y de raso; y apresurémonos a seguir un coche amarillo, tirado por dos hermosos caballos negros, que dejando la casa del general Mansilla, marcan a gran trote sus gruesas herraduras sobre el empedrado de la calle de Potosí. Y por cierto que no seremos únicamente nosotros los que nos proponemos seguirle, pues no es difícil que la curiosidad se incite, y las imaginaciones de veinte años florezcan más improvisamente que la primavera, cuando el pasaje fugitivo de ese coche da tiempo, sin embargo, a mirar por uno de los postigos abiertos una mano de mujer, escondida entre un luciente guante de cabritilla color paja, que más bien parece dibujado que calzado en ella, y un puño de encajes blancos como la nieve,

que acarician con sus pequeñas ondas aquella mano, cuya delicadeza no es difícil adivinar. Pero la mujer a quien pertenece, reclinada en un ángulo del carruaje, no quiere tener la condescendencia que su mano, y la mirada de los paseantes no puede llegar hasta su rostro.

El coche dobló por la calle de las Piedras, y fue a parar tras de San Juan, en una casa cuya puerta parecía sacada del infierno, tal era el color de llamas rojas que ostentaba.

Entonces, una joven bajó del coche, o más bien salvó los dos escalones del estribo, poniendo ligeramente su mano sobre el hombro de su lacayo. Y su gracioso salto dio ocasión por un momento a que asomase, de entre las anchas haldas del vestido, un pequeñito pie, preso en un botín color violeta. Y era esta joven de diez y siete a diez y ocho años de edad, y bella como un rayo del alba, si nos es permitida esta tan etérea comparación. Los rizos de un cabello rubio y brillante como el oro, deslizándose por las alas de un sombrero de paja de Italia, caían sobre un rostro que parecía haber robado la lozanía y colorido de la más fresca rosa. Frente espaciosa e inteligente, ojos límpidos y azules como el cielo que los iluminaba, coronados por unas cejas finas, arqueadas y más oscuras que el cabello; una nariz perfilada, casi trasparente, y con esa ligerísima curva apenas perceptible, que es el mejor distintivo de la imaginación y del ingenio; y por último, una boca pequeña, y rosada como el carmín, cuyo labio inferior la hacía parecer a las princesas de la casa de Austria, por el bello defecto de sobresalir algunas líneas al labio superior, completaban lo que puede describirse de aquella fisonomía distinguida y bella, en que cada facción revelaba delicadezas de alma, de organización y de raza, y para cuyo retrato la pluma descriptiva es siempre ingrata.

Agregad a esto un talle de doce pulgadas de circunferencia, sosteniendo un delicado vaso de alabastro en que parecía colocada, como una flor, aquella bellísima cabeza, y tendréis una idea medianamente aproximada de la joven del coche, vestida con un traje de seda color jacinto, y un chal de cachemira blanco, con guardas color naranja.

Había algo de aéreo, de vaporoso en esta criatura, que esparcía en torno suyo un perfume que sólo era perceptible al alma -al alma de los que tienen el sentimiento de la belleza. Fisonomía de perfiles, formas ligerísimamente dibujadas por el pincel delicado de la Naturaleza, más parecía la idealización de un poeta, que un ser viviente en este prosaico mundo en que vivimos. La joven pisó el umbral de aquella puerta y tuvo que recurrir a toda la fuerza de su espíritu, y a su pañuelo perfumado, para abrirse camino por entre una multitud de negras, de mulatas, de chinas, de patos, de gallinas, de cuanto animal ha criado Dios, incluso una porción de hombres vestidos de colorado de los pies a la cabeza, con toda la apariencia y las señales de estar, más o menos tarde, destinados a la horca, que cuajaba el zaguán y parte del patio de la casa de Doña María Josefa Ezcurra, cuñada de Don Juan Manuel Rosas, donde la bella joven se encontraba.

No con poca dificultad llegó hasta la puerta de la sala, y, tocando ligeramente los cristales, entró a ella esperando hallar alguien a quien preguntar por la dueña de casa. Pero la joven no encontró en esa sala sino dos mulatas, y tres negras que, cómodamente sentadas, y manchando con sus pies enlodados la estera de esparto blanca con pintas negras que cubría el piso, conversaban familiarmente con un soldado de chiripá punzó, y de una fisonomía en que no podía distinguirse dónde acababa la bestia y comenzaba el hombre.

Los seis personajes miraron con ojos insolentes y curiosos a esa recién venida en quien no veían de los distintivos de la Federación, de que ellos estaban cubiertos con exuberancia, sino las puntas de un pequeñito lazo de cinta rosa, que asomaba por bajo el ala izquierda de su sombrero.

Un momento de silencio reinó en la sala.

-¿La señora Doña María Josefa está en casa? -preguntó la joven, sin dirigirse directamente a ninguna de las personas que se acaban de describir.

-Está, pero está ocupada -respondió una de las mulatas, sin levantarse de su silla.

La joven vaciló un instante; pero tomando luego una resolución para salir de la situación embarazosa en que se hallaba, llegóse a una de las ventanas que daban a la calle, abrióla, y llamando a su lacayo, diole orden de entrar a la sala.

El lacayo obedeció inmediatamente, y luego de presentarse en la puerta de la sala le dijo la joven:

-Llama a la puerta que da al segundo patio de esta casa, y di que pregunten a la señora Doña María Josefa si puede recibir la visita de la señorita Florencia Dupasquier.

El tono imperativo de esta orden y ese prestigio moral que ejercen siempre las personas de clase sobre la plebe, cualquiera que sea la situación en que están colocadas, cuando saben sostenerse a la altura de su condición, influyó instantáneamente en el ánimo de los seis personajes que, por una ficción repugnante de los sucesos de la época, osaban creerse, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y amalgamádose la sociedad entera en una sola familia.

Florencia -en quien ya habrán conocido nuestros lectores al ángel travieso que jugaba con el corazón de Daniel- esperó un momento.

No tardó en efecto, en aparecer una criada regularmente vestida, que la dijo, tuviese la bondad de esperar un momento.

En seguida anunció a las cinco damas de la Federación allí sentadas, que la señora no podía oírlas hasta la tarde, pero que no dejasen de venir a esa hora. Ellas obedecieron en el acto; pero al salir, una de las negras no pudo menos de echar una mirada de enojo sobre la que causaba aquel desaire que se les acababa de hacer; mirada que perdióse en el aire, porque, desde su entrada a la sala, Florencia no se dignó volver sus ojos hacia aquellas tan extrañas visitas de la hermana política del gobernador de Buenos Aires, o más bien, a aquellas nubes preñadas de aire malsano que hacían parte del cielo rojo-oscuro de la Federación.

La criada salió; pero el soldado, que no había recibido orden ninguna para retirarse, y que estaba allí por llamamiento anterior, creyóse bien autorizado para sentarse, cuando menos en el umbral de la puerta del salón, y Florencia quedó al fin completamente sola.

Al instante sentóse en el único sofá que allí había, y oprimiendo sus lindos ojos con sus pequeñas manos, quedóse de ese modo por algunos segundos, como si quisiesen reposar su espíritu y su vista del rato desagradable y violento por que acababan de pasar.

Entretanto, Doña María Josefa se daba prisa en una habitación contigua a la sala, en despachar dos mujeres de servicio con quienes estaba hablando, mientras ponía una sobre otra veinte y tantas solicitudes que habían entrado ese día, acompañadas de sus respectivos regalos, en los que hacían no pequeña parte los patos y las gallinas del zaguán, para que por su mano fuesen presentadas a Su Excelencia el Restaurador, aun cuando Su Excelencia el Restaurador estaba seguro de no ser importunado con ninguna de ellas. Y se apresuraba, decíamos, porque la señorita Florencia Dupasquier, que se le había anunciado, pertenecía por su madre a una de las más antiguas y distinguidas familias de Buenos Aires, relacionada desde mucho tiempo con la familia de Rosas; aun cuando en la época presente, con pretexto de la ausencia de Mr. Dupasquier, su señora y su hija aparecían muy rara vez en la sociedad.

El lector querría saber, qué clase de negocios tenía Doña María Josefa con las negras y las mulatas de que estaba invadida su casa. Más adelante lo sabremos. Basta decir, por ahora, que en la hermana política de Don Juan Manuel Rosas, estaban refundidas muchas de las malas semillas, que la mano del genio enemigo de la humanidad arroja sobre la especie, en medio de las tinieblas de la noche, según la fantasía de Hoffmann. Los años 33 y 35 no pueden ser explicados en nuestra historia, sin el auxilio de la esposa de Don Juan Manuel Rosas, que sin ser malo su corazón, tenía, sin embargo, una grande actividad y valor de espíritu para la intriga política; y 39, 40 y 42 no se entenderían bien si faltase en la escena histórica la acción de Doña María Josefa Ezcurra.

Esas dos hermanas son verdaderos personajes políticos de nuestra historia, de los que no es posible prescindir, porque ellas mismas no han querido que se prescinda; y porque, además, las acciones que hacen relación con los sucesos públicos, no tienen sexo.

La Naturaleza no predispuso la organización de la hermana política de Rosas para las impresiones especiales de la mujer. La actividad y el fuego violento de pasiones políticas debían ser el alimento diario del alma de esa señora. Circunstancias especiales de su vida habían contribuido a desenvolver esos gérmenes de su naturaleza. Y la posición de su hermano político, y las convulsiones sangrientas de la sociedad argentina, le abrían un escenario vasto, tumultuario y terrible, tal cual su organización lo requería. Sin vistas y sin talento, jamás un ser oscuro en la vida del espíritu ha prestado servicios más importantes a un tirano que los que a Rosas la mujer de que nos ocupamos; por cuanto la importancia de los servicios para Rosas, estaban en relación con el mal que podía inferir a sus semejantes; y su cuñada con un tesón, una perseverancia y una actividad inauditas le facilitaba las ocasiones en que saciar su sed abrasadora de hacer el mal.

Esta señora, sin embargo, no obraba por cálculo, no; obraba por pasión sincera, por verdadero fanatismo por la Federación y por su hermano; y ciega, ardiente, tenaz en su odio a los unitarios, era la personificación más perfecta de esa época de subversiones individuales y sociales, que había creado la dictadura de aquél. Época que no ha sido estudiada todavía, y que causará asombro cuando se haga conocer en ella todo cuanto puede relajarse la moral de una sociedad joven, cuando esa relajación es impelida por una mano poderosa que se empeña en ello; encontrando por resistencia apenas la moral y la virtud privada, que se dejan arrastrar indefensas y fácilmente en el torbellino de los cataclismos públicos, porque les falta la potencia irresistible de la asociación de ellas mismas. La asociación de las ideas, de las virtudes, de los hombres, en fin, no existía en ese pueblo, que creía con el candor del niño, que bastaba para ser libre, grande y poderoso, el haber sido valiente en las batallas.

Desasociados los hombres, aislados los sentimientos de la justicia y de la moral, de la virtud y del decoro, fueron aniquilados al empuje violento del crimen asociado y organizado por un gobierno, cuyo objeto era ése únicamente, y que explotaba para conseguirlo todos los malos instintos de una plebe ignorante y apasionada, que buscaba el momento de reaccionarse contra un orden de cosas civilizado, que empezaba a oprimir en ella la expansión de sus habitudes salvajes.

La puerta contigua a la sala abrióse al fin, y la mano de la elegante Florencia fue estrechada entre la mano descuidada de Doña María Josefa: mujer de pequeña estatura, flaca, de fisonomía enjuta, de ojos pequeños, de cabello desaliñado y canoso, donde flotaban las puntas de un gran moño de cinta color sangre; y cuyos cincuenta y ocho años de vida estaban notablemente aumentados en su rostro por la acción de las pasiones ardientes.

-¡Qué milagro es éste! ¿Por qué no ha venido también Doña Matilde? -preguntó sentándose en el sofá a la derecha de Florencia.

-Mamá se halla un poco indispuesta, pero no pudiendo saludar a Vuesa Merced personalmente, me manda ofrecerla sus respetos.

-Si yo no conociera a Doña Matilde y su familia, creería que se había vuelto unitaria; porque ahora se conocen a las unitarias por el encerramiento en que viven. ¿Y sabe usted por qué se encierran esas locas?

-¿Yo? No, señora. ¿Cómo quiere usted que yo lo sepa?

-Pues se encierran por no usar la divisa como está mandado, o porque no se la peguen con brea, lo que es una tontería, porque yo se la remacharía con un clavo en la cabeza para que no se la quitasen ni en su casa; y... pero también usted, Florencita, no la trae como es debido.

-Pero al fin la traigo, señora.

-¡La traigo, la traigo! Pero eso es como no. traer nada. Así la traen también las unitarias; y aunque usted es la hija de un francés, no por eso es inmunda y asquerosa como son todos ellos. Usted la trae, pero...

-Y eso es cuanto debo hacer, señora -dijo Florencia interrumpiéndola y queriendo tomar la iniciativa en la conversación para domar un poco aquella furia humana, en quien la avaricia era una de sus primeras virtudes.

-La traigo -continuó-, y traigo también esta pequeña donación que, por la respetable mano de usted, hace mamá al Hospital de Mujeres, cuyos recursos están tan agotados, según se dice.

Y Florencia sacó del bolsillo de su vestido una carterita de marfil en donde había doblados cuatro billetes de banco, que puso en la mano de Doña María Josefa, y que no era otra cosa que ahorros de la mensualidad para limosnas y alfileres que desde el día de sus catorce años le pasaba su padre.

Desdobló los billetes, y dilató sus ojos para contemplar la cifra 100, que representaba el valor de cada uno; y enrollándolos y metiéndolos entre el vestido negro y el pecho, dijo, con esa satisfacción de la avaricia satisfecha, tan bien pintada por Moliére:

-¡Esto es ser federal! Dígale usted a su mamá que le he de avisar a Juan Manuel de este acto de humanidad que tanto la honra; y mañana mismo mandaré el dinero al señor Don Juan Carlos Rosado, ecónomo del Hospital de Mujeres -y apretaba con su mano los billetes, como si temiera se convirtiese en realidad la mentira que acababa de pronunciar.

-Mamá quedaría bien recompensada con que tuviese usted la bondad de no referir este acto, que para ella es un deber de conciencia. Sabe usted que el Señor Gobernador no tiene tiempo para dar su atención a todas partes. La guerra le absorbe todos sus momentos; y, si no fuesen usted y Manuelita, difícilmente podría atender a tantas cargas como pesan sobre él.

La lisonja tiene mas acción sobre los malos que sobre los buenos, y Florencia acabó de encantar a la señora con esta segunda ofrenda que la hacía.

-¡Y bien que le ayudamos al pobre! -contestó arrellanándose en el sofá.

-Yo no sé cómo Manuelita tiene salud. Pasa en vela las noches, según se dice, y esto acabará por enfermarla.

-Anoche, por ejemplo, no se ha acostado hasta las cuatro de la mañana.

-¿Hasta las cuatro?

-Y dadas ya.

-Pero ahora, felizmente creo que no tenemos ocurrencias ningunas.

-¡Bah! Cómo se conoce que no está usted en la política. Ahora más que nunca.

-Cierto. Yo no puedo estar en unos secretos que sólo usted y Manuelita poseen muy dignamente; pero pensaba que estando tan lejos el Entre Ríos, donde es el teatro de la guerra, los unitarios de aquí no molestarían mucho al gobierno.

-¡Pobre criatura! Usted no sabe sino de sus gorras y de sus vestidos; ¿y los unitarios que quieren embarcarse?

-¡Oh, eso no se les podrá impedir! ¡La costa es inmensa!

-¿Que no se les puede impedir?

-Me parece que no.

-¡Bah, bah, bah! -y soltó una carcajada infernal mostrando tres dientes chiquitos y amarillos, únicos que le habían quedado en su encía inferior-. ¿Sabe usted a cuántos se agarraron anoche? -preguntó.

-No lo sé, señora -contestó Florencia, ostentando la más completa indiferencia.

-A cuatro, hija mía.

-¿A cuatro?

-Justamente.

-Pero esos ya no podrán irse, porque supongo que estarán presos a estas horas.

-¡Oh!, de que no se irán yo le respondo a usted, porque se ha hecho con ellos algo mejor que ponerlos en la cárcel.

-¡Algo mejor! exclamó Florencia como admirada, disimulando que sabía ya la suerte de aquellos infelices; pues que acababa de estar con la señora de Mansilla, y sabía ya las desgracias de la noche anterior, aun cuando ni una palabra sobre el que había tenido la dicha de libertarse de la muerte.

-Mejor; por supuesto. Los buenos federales han dado cuenta de ellos; los han... los han fusilado.

-¡Ah, los han fusilado!

-Y muy bien hecho; ha sido una felicidad aunque con una pequeña desgracia.

-¡Oh!, pero usted dice que es pequeña, señora, y las cosas pequeñas no dan mucho que hacer a las personas como usted.

-A veces. Uno logró escaparse.

-Entonces no tendrán mucho que molestarse para encontrarle, porque la policía es muy activa según creo.

-No mucho.

-Dicen que en este ramo el señor Victorica es un genio -insistió la traviesa diplomática, que quería picar el amor propio de Doña María Josefa.

-¡Victorica! No diga usted disparates, yo, yo Y nadie más que yo lo hace todo.

-Así lo he creído siempre, y en el caso actual casi estoy segura que será usted más útil que el señor jefe de policía.

-Puede usted jurarlo.

-Aunque por otra parte, las muchas atenciones de usted le impedirán acaso...

-Nada, nada me impiden. Yo no sé muchas veces cómo me basta el tiempo. Hace dos horas que salí de lo de Juan Manuel, y ya sé más sobre el que se ha fugado que lo que sabe ese Victorica que tanto ponderan.

-¡Es posible!

-Lo que usted oye.

-¡Pero eso es increíble... en dos horas... una señora!

-Lo que usted oye -repitió Doña María Josefa, cuyo flaco era contar sus hazañas, criticar a Victorica y procurar que la admirasen los que la oían.

-Lo creeré porque usted lo dice, señora -continuó Florencia, que iba entrando a carrera por la cueva en que aquella fanática mujer guardaba mal velados sus secretos.

-¡Oh!, créamelo usted como si lo viera.

-Pero habrá puesto usted cien hombres en persecución del prófugo.

-Nada de eso. ¡Qué! Mandé llamar a Merlo que fue quien los delató; vino, pero ese animal no sabe ni el nombre ni las señas del que se ha escapado. Entonces mandé llamar a varios de los soldados que se hallaron anoche en el suceso; y allí está sentado en la puerta de la sala el que me ha dado los mejores informes. Y... ¡verá usted qué dato! ¡Camilo! -gritó, y el soldado entró a la sala y se acercó a ella con el sombrero en la mano.

-Dígame usted, Camilo -continuó aquélla-, ¿qué señas puede usted dar del inmundo asqueroso salvaje unitario que se ha escapado anoche?

-Que ha de tener muchas marcas en el cuerpo, y que una de ellas yo sé dónde está -contestó con una expresión de alegría salvaje en su fisonomía.

-¿Y dónde? -preguntóle la vieja.

-En el muslo izquierdo.

-¿Con qué fue herido?

-Con sable, es un hachazo.

-¿Está usted cierto de lo que dice?

-¡Y qué no estaba cierto! Yo fui quien le pegué el hachazo, señora.

Florencia se echó atrás, hacia el ángulo del sofá.

-¿Y lo conocería usted si lo viera? -continuó Doña María Josefa.

-No, señora, pero si lo oigo hablar le he de conocer.

-Bien, retírese usted, Camilo.

-Ya lo ha oído usted -prosiguió la hermana política de Rosas dirigiéndose a la señorita Dupasquier que no había perdido una sola palabra de la declaración del bandido-:!ya lo ha oído usted!, ¡herido en un muslo! ¡Oh, es un descubrimiento que vale algunos miles! ¿No le parece a usted?

-¡A mí! Yo no alcanzo, señora, de qué importancia pueda serle a usted el saber que el que se ha escapado tiene una herida en el muslo izquierdo.,

-¿No lo alcanza usted?

-Ciertamente que no; pues supongo que el herido a estas horas estará curándose en su casa o en alguna otra, y no se ven las heridas a través de las casas.

-¡Pobre criatura! exclamó Doña María Josefa riéndose, alzando y dejando caer su mano descarnada y huesosa sobre la rodilla de Florencia-, ¡pobre criatura! Esa herida me da tres medios de averiguación.

-¡Tres medios!

-Justamente. Oigalos usted y aprenda algo: los médicos que asistan a un herido; los boticarios que despachen medicamentos para heridas, y las casas en que se note asistencia repentina de un enfermo. ¿Qué le parece a usted?

-Si usted los halla buenos, señora, así serán, pero en mi opinión no es gran cosa lo que se podrá adelantar con esos medios.

-¡Oh!, pero tengo otro de reserva para cuando con ésos no logre nada.

-¿Otro medio más?

-¡Por supuesto! Los que he indicado son para las diligencias de hoy y de mañana; pero el lunes ya tendré cuando menos una pluma del pájaro.

-Me parece que ni el color de las plumas ha de ver usted, señora -respondióle Florencia con una sonrisa llena de picantería y de gracia, calculada para irritar y dar movimiento a aquella máquina de cuchillos que tenía a su lado.

-¡Que no! Ya verá usted el lunes.

-¿Y por qué el lunes y no otro día cualquiera?

-¿Por qué? ¿Usted cree, señorita, que las heridas de los unitarios no vierten sangre?

-Sí, señora, vierten sangre como las de cualquier otro; quiero decir, deben verterla; porque yo no he visto jamás la sangre de ningún hombre.

-Pero los salvajes unitarios no son hombres, niña.

-¿No son hombres?

-No son hombres; son perros, son fieras, y yo andaría pisando sobre su sangre sin la menor repugnancia.

Un estremecimiento nervioso conmovió toda la organización de la joven, pero se dominó.

-¿Conviene usted, pues, en que sus heridas vierten sangre? -continuó Doña María Josefa.

-Sí, señora, convengo.

-Entonces, ¿convendrá usted también en que la sangre mancha las ropas con que se está vestido?

-Sí, señora, también convengo en ello.

-¿Que mancha las vendas que aplican a las heridas?

-También.

-¿Las sábanas de la cama?

-Así debe ser.

-¿Las toallas en que se secan las manos los asistentes del enfermo?

-También puede ser.

-¿Cree usted todo esto?

-Sí, señora, lo creo, pero todas esas cosas me intrigan, y lo que más puedo asegurar a usted es que no entiendo una palabra de lo que quiere usted decirme.

Y en efecto, Florencia, con toda la vivacidad de su imaginación hacía vanos esfuerzos por alcanzar el pensamiento maldito a que precedían aquellos preámbulos.

-¡Toma! Vamos a ver. ¿Qué día reciben la ropa sucia las lavanderas?

-Generalmente el primer día de la semana.

-A las ocho o las nueve de la mañana, y a las diez van con ella al río, ¿entiende usted ahora?

-Sí -contestó Florencia asustada de la imaginación endemoniada de aquella mujer, que le sugería recursos que no habrían pasado por la suya en todo el curso de su vida.

-La lavandera no ha de ser unitaria, y aunque lo fuese, ella ha de lavar la ropa delante de otras, y yo daré mis órdenes a este respecto.

-¡Ah, es un plan excelente -dijo la joven que ya hacía un gran esfuerzo sobre sí misma para soportar la presencia de aquella mujer, cuyo aliento le parecía que estaba tan envenenado como su alma.

-¡Excelente! Y sé que no se le habría ocurrido a Victorica en un año.

-Lo creo.

-Ni mucho menos a ninguno de esos unitarios fatuos y botarates que creen que todo lo saben y que para todo sirven.

-De eso no me cabe la mínima duda -exclamó la señorita Dupasquier con tal prontitud y alegría, que cualquiera otra persona que Doña María Josefa, habría comprendido la satisfacción que animó a la joven al hacer esa justicia a los unitarios: a esa clase distinguida a que ella pertenecía por su nacimiento y educación.

-¡Oh! ¡Florencita, no vaya usted a casarse con ningún unitario! Además de inmundos y asquerosos, son unos tontos, que el más ruin federal se puede jugar con todos ellos. Y, a propósito de casamiento, ¿cómo está el señor Don Daniel, que no se deja ver en parte alguna de algún tiempo a aquí?

-Está perfectamente bueno de salud, señora.

-Me alegro mucho. Pero cuidado, abra usted los ojos; mire usted que le doy un buen consejo.

-¡Que abra los ojos! ¿Y para ver qué, señora? -interrogó Florencia, cuya curiosidad de mujer amante no había dejado de picarse un poco.

-¿Para qué? ¡Oh, usted lo sabe bien! Los enamorados adivinan las cosas.

-¿Pero qué quiere usted que yo adivine?

-¡Toma!¿No ama usted a Bello?

-¡Señora!

-No me oculte usted lo que yo sé muy bien.

-Si usted lo sabe...

-Si yo lo sé, debo prevenir que hay moros en la costa, que tenga cuidado de que no la engañen, porque yo la quiero a usted como a una hija.

-¡Engañarme! ¿Quién? Aseguro a usted, señora, que no la comprendo -replicó Florencia algo turbada, pero haciendo esfuerzos sobre sí misma para arrancar de Doña María Josefa el secreto que le indicaba poseer.

-¡Pues es gracioso! ¿Y a quién he de referirme sino al mismo Daniel?

-¡Oh!, eso es imposible, señora; Daniel no me ha engañado jamás -contestó con altivez Florencia.

-Yo he querido creerlo así, pero tengo datos.

-¿Datos?

-Pruebas. ¿No ha pensado usted en Barracas más de una vez? Vamos, la verdad; a mí no me engaña nadie.

-Alguna vez habló de Barracas, pero no veo que relación tenga Barracas conmigo.

-Con usted, indirecta; con Daniel, directamente.

-¿Lo cree usted?

-Y mejor que yo, lo sabe y lo cree una cierta Amalia, prima hermana de un cierto Daniel, conocido y algo más de una cierta Florencia. ¿Comprende usted ahora, mi paloma sin hiel? -dijo la vieja riéndose y acariciando con su mano sucia la espalda tersa y rosada de Florencia.

-Comprendo algo de lo que usted quiere decirme, pero creo que hay alguna equivocación en todo esto -contestó la joven con fingido aplomo, pues que su corazón acababa de recibir un golpe para el cual no estaba preparado, aun cuando le era perfectamente conocida la maledicencia de la persona con quien hablaba; ¡qué mujer no está pronta siempre a creerse engañada y olvidada del ser a quien consagra su corazón y sus amores!

-No me equivoco, no, señorita. ¿A quien ve esa Amalia, viuda, independiente y aislada en su quinta? A Daniel solamente. ¿Qué ha de hacer Daniel, joven y buen mozo, al lado de su prima joven, linda y dueña de sus acciones? No han de ponerse a rezar, según me parece. ¿De qué proviene la vida retirada que hace Amalia? Daniel lo sabrá, porque es el único que la visita. ¿Qué se hace Daniel que no se le ve en ninguna parte? Es porque Daniel va todas las tardes a ver a su prima, y a la noche a ver a usted. Esta es la moda de los mozos de ahora: dividir el tiempo con cuantas pueden. Pero, ¿qué es eso? ¡Se pone usted pálida!

-No es nada, señora -dijo Florencia que en efecto estaba pálida como una perla, porque toda su sangre se detenía en su corazón.

-¡Bah! -exclamó Doña María Josefa, soltando una carcajada estridente. ¡Bah, bah, bah! Y eso que no le digo todo; ¡lo que son las muchachas!

-¡Todo! exclamó Florencia.

-No, no quiero poner mal a nadie -y seguía riéndose a carcajada tendida, gozando de los tormentos con que estaba torturando el corazón de su víctima.

-Señora, yo me retiro -dijo Florencia levantándose casi trémula.

-¡Pobrecita! Tírele bien las orejas; no se deje engañar -y sin levantarse soltaba de nuevo sus malignas carcajadas, y era la risa del diablo la que estaba contrayendo y dilatando la piel gruesa, floja y con algunas manchas amoratadas de la fisonomía de esa mujer, que en ese momento hubiera podido servir de perfecto tipo para reproducir las brujas de las leyendas españolas.

-Señora, yo me retiro -repitió Florencia extendiendo la mano a quien acababa de enturbiar en su alma el cristal puro y transparente de su felicidad, con la primera sombra de una sospecha horrible sobre la fidelidad de su amante.

-Bien, mi hijita, adiós. Memorias a mamá y que se mejore para que nos veamos pronto. Adiós, ¡y abrir los ojos, eh! -y riéndose todavía acompañó a la señorita Dupasquier hasta la puerta de la calle.

La infeliz joven subió a su carruaje, y tuvo que desprender los broches del vestido que oprimía su cintura de sílfide, para poder respirar con libertad, pues en ese momento estaba a punto de desmayarse. En Florencia había una de esas organizaciones desgraciadas que carecen de esa triste consolación del llanto, que indudablemente arrebata en sus gotas una gran parte de la opresión física en que ponen al corazón las impresiones improvistas y dolorosas.

La reflexión, esa facultad que levanta al hombre a la altura de la Divinidad, que lo ha creado, y que, sin embargo, suele servirnos muchas veces para dar amplificación a los males de que queremos libertarnos con ella, vino a llenar de sombras el espíritu impresionable de aquella joven.

-En efecto -se decía Florencia-, Daniel monta a caballo con frecuencia; nunca he sabido dónde pasa las tardes. Muchas noches, la de ayer por ejemplo, se ha retirado de mi casa a las nueve. Nunca me ha ofrecido la relación de su prima. Por otra parte, esta mujer que lo sabe todo; que tiene a su servicio todos los medios que le sugiere su espíritu perverso para saber cuanto pasa, y cuanto se dice en Buenos Aires. Esta mujer que me ha hablado con tal seguridad; que posee pruebas, según me ha dicho. Esta mujer que no tiene ningún motivo para aborrecerme y engañarme. ¡Oh! ¡Es cierto, es cierto, Dios mío! -exclamaba Florencia, oprimiendo con una de sus manos su perfilada frente cuyo color de rosa huía y reaparecía en cada segundo. Y su cabeza se perdía en un mar de recuerdos, de reflexiones y de dudas, sin tener el vigor necesario para sacudirse de esa especie de vértigo que la anonadaba, porque en ella la sensibilidad, el corazón, como se dice vulgarmente, era más poderoso y activo que su viva y brillante inteligencia, y la absorbía toda en las situaciones en que un pesar o una felicidad profunda la conmovían.

Agitada, pálida, no pensando ya sino en las conversaciones de Daniel relativas a Amalia, en que tantas veces había ponderado su belleza, su talento y la delicadeza de sus gustos, Florencia llegó a su casa a la una y media de la tarde, decidida a referir a su madre cuanto acababa de oír, porque Florencia no había tenido en la vida más amor que el de Daniel, ni más amistad que la de su madre. Felizmente, la señora Dupasquier acababa de salir y Florencia se encontró sola en su salón, en tanto que se aproximaba el momento de recibir la visita de Daniel, según la hora que le había anunciado en su carta de la mañana.




ArribaAbajoCapítulo X

Una agente de Daniel


A las nueve de la mañana, Daniel se vestía tranquilamente ayudado por su fiel Fermín, que había cumplido ya todas las comisiones de que había sido encargado por su señor.

-¿Florencia misma recibió las flores? -le preguntó mientras pasaba la escobilla por su cabello castaño oscuro y por su patilla rala, que se abría artificialmente en la barba, según las prescripciones federales de la época.

-Ella misma, señor.

-¿Y la carta?

-Junto con las flores.

-¿Observaste si estaba contenta?

-Me parece que sí, pero se sorprendió cuando le di la carta. Me preguntó si había ocurrido alguna novedad.

-¡Pobrecita! Vamos a ver, ¿cómo estaba vestida? Cuéntame todo; pero primero, lo que estaba haciendo cuando llegaste.

-Estaba bajo la planta de jazmines que hay en el patio, desenvolviendo los papelitos de los rizos.

-¡De sus rizos de oro, de sus rizos cuyas hebras tienen atado mi corazón al suyo! Continúa -dijo Daniel, acabando de atar con negligencia una corbata de seda negra a su cuello.

-No hacía nada más.

-Pero te he preguntado cómo estaba vestida.

-Con un vestido blanco con listas verdes, todo abierto por delante y atado a la cintura.

-¡Bellísima descripción! Eso se llama un batón de mañana, Fermín. ¡Qué linda estaría! Y bien, ¿que más?

-Nada más.

-Eres un tonto.

-Pero, señor, si no tenía otro vestido.

-Sí, pero tenía zapatos o botines, tenía algún pañuelo, alguna cinta, alguna otra cosa en fin, que tú has debido ver para contármelo todo.

-¡Y cuándo iba a fijarme en todo eso, señor! -respondió el criado de Daniel, con esa calma y esa expresión burlona en la fisonomía, peculiares al gaucho; porque Fermín lo era por su primera educación, aun cuando los hábitos de la ciudad habían corregido mucho aquellos de su niñez.

-Peor para ti. Vamos a otra cosa. ¿Quiénes están ahí?

-La mujer a quien fui a llamar de parte de usted, y Don Cándido.

-¡Ah!, mi maestro de palotes; ¡el genio de los adjetivos y de las digresiones! ¿Y qué motivo lo trae por esta casa? ¿Sabes algo de eso, Fermín?

-No, señor. Me ha dicho que tiene precisión de hablar a usted; que hoy a las seis vino y halló la puerta cerrada, que volvió a las siete, y desde esa hora está esperando a que usted se levante.

-¡Diablo! ¡Mi antiguo maestro de escritura no ha perdido la costumbre de incomodarme, y habría querido que me levantase a las seis de la mañana! Hazlo entrar a mi escritorio, pero después que se haya retirado Doña Marcelina, y ésta puede entrar ya -dijo Daniel poniéndose una bata de tartán azul, que hacía resaltar la blancura de sus lindas manos, porque eran en efecto manos que podrían dar envidia a una coqueta.

-¿La hago entrar aquí? -preguntó Fermín como dudando.

-Aquí, mi casto señor Don Fermín. Me parece que no hablo en griego. Aquí, a mi alcoba, y ten cuidado de cerrar la puerta del escritorio que da a la sala, y también la de este aposento cuando entre esa mujer.

Un momento después un ruido como el que hace el papel de una pandorga cuando acaba de secarse al sol, y el niño lo sacude para ver si está en estado de pegarse al armazón, anunció a Daniel que las enaguas de Doña Marcelina venían caminando a par de ella por el gabinete contiguo.

Ella apareció, en efecto, con un vestido de seda color borra de vino y un pañuelo de merino amarillo con guardas negras, del cual la punta del inmenso triángulo que formaba a sus espaldas la caía regiamente sobre el tobillo izquierdo. Un pañuelo blanco de mano, muy almidonado y tomado por el medio para que las cuatro puntas pudiesen mostrar libremente unos cupidos de lana color rosa que resplandecían en ellas, y un gran moño de cinta colorada en la parte izquierda de la cabeza, completaban la parte visible de los adornos de esa mujer en cuyo semblante moreno y carnudo, donde lo mejor que había eran unos grandes ojos negros que debieron ser bellos cuando conservaban su primitivo brillo, estaban muy claramente definidos y sumados unos cuarenta y ocho inviernos con sus correspondientes tempestades; declaración que se empeñaban en disimular en vano los gruesos rulos que caían hasta la barba, y de un cabello grueso, áspero, y cuyo color estaba apostando a que no lo distinguirían entre el chocolate y el café aguado. Agregando a esto una estatura más bien alta que baja, un cuerpo más bien gordo que flaco, donde lo más notable era un pecho que parecía un vientre, ya se podrá tener una idea aproximada de Doña Marcelina, a quien Daniel saludó sin levantarse del sillón, y con esa sonrisa que nada tiene de familiar, aun cuando mucho de animador, que es un atributo de las personas de calidad acostumbradas a tratar con inferiores.

-La necesito a usted, Doña Marcelina -la dijo haciéndola señas de que ocupase una silla frente a él.

-Siempre estoy a las órdenes de usted, señor Don Daniel -contestó la recién venida, sentándose y estirando el vestido por los lados, tomándolo con la punta de los dedos, como si fuese a bailar el circunspecto y gentil minuet de nuestros padres; haciendo que la silla desapareciese bajo tan voluminosa nube.

-Ante todas cosas, ¿cómo va la salud y cómo están en casa? -preguntó Daniel, que era hombre que jamás pisaba fuerte sin haber tanteado antes el terreno, aun cuando sobre él hubiese caminado la víspera.

-Aburrida, señor; hoy se hace una vida en Buenos Aires capaz de purgar todos los pecados que una tenga.

-Eso habrá adelantado usted para cuando pase a la vida eterna -respondióla Daniel mirando sus manos y como si ellas solas le preocupasen.

-Otros tienen más pecados que yo y ganarán el cielo -dijo Doña Marcelina meneando la cabeza.

-¿Por ejemplo?

-Por ejemplo, los que usted sabe.

-Hay ciertas cosas que yo las olvido con facilidad.

-Pues yo no, y si viviera doscientos años no dejaría un día de recordarlas.

-Mal hecho; perdonar a nuestros enemigos es un precepto de nuestra religión.

-¡Perdonarlos! ¿Perdonarlos después del bochorno que me hicieron sufrir, después de haberme hecho perder mi reputación, confundiéndome con las mujeres públicas? Jamás. Yo tengo un corazón de Capuleto.

-¡Bah! -exclamó Daniel conteniendo la risa al oír la comparación de Doña Marcelina-, usted exagera siempre cuando habla de esas cosas.

-¿Qué dice usted? ¡Exagerar! ¡Pues no es nada! ¡Meterme en una carreta junto con las demás; confundirme con ellas; a mí, que jamás había recibido en mi casa sino la flor y nata de Buenos Aires! No, no crea usted que fue por mi conducta; fue una venganza política, porque mis opiniones eran conocidas de todos. Mis primeras relaciones fueron con unitarios. Me visitaban ministros, abogados, poetas, médicos, escritores; lo mejor que había en Buenos Aires; y por eso el tirano de Perdriel me puso en lista, cuando Tomás Anchorena decretó el destierro de las mujeres públicas; ese viejo tartufo y usurero que bien hacían en decirle:


   El inmortal macuquino,
Gran sacerdote apostólico,
No gastará un real en vino
Aunque reviente de cólico.



-Hermosos versos, Doña Marcelina.

-Magníficos. Eran los que le componían el año 33. Ese insulto lo recibí en tiempo de la primera administración de este gaucho asesino que me hizo víctima de mis opiniones políticas, y quizá también de mi amor a la literatura, porque este salvaje proscribió a todos los que nos dedicábamos a ella. Todos mis amigos fueron desterrados. ¡Ah, época fausta de los Varelas y Gallardos! Pasó, pasó a la nada, como dice... ¡Acuérdese usted, señor Don Daniel, acuérdese usted! -y Doña Marcelina, que empezaba a sudar después de su discurso, se pasó el pañuelo con pinos por la frente, y se echó a los hombros el que le cubría el pecho.

-Fue una injusticia atroz -la respondió Daniel con una cara en cuya grave y magistral seriedad estaba pintada la más franca expresión de la risa que estaba agitando su espíritu.

-¡Atroz!

-Y de que sólo las relaciones de usted pudieron salvarla.

-Así fue, ya se lo he referido a usted muchas veces; me salvó uno de mis más respetables amigos, que se condolió de la inocencia ultrajada por la barbarie, que es lo más inhumano, como dice Rousseau -exclamó con énfasis Doña Marcelina, cuyo flaco eran las citas literarias, y cuyo fuerte eran las citas de otra especie.

-Rousseau tuvo razón en escribir esa admirable novedad -dijo Daniel conteniendo la risa que le hervía en el pecho al oír aquel nombre y aquella citación en los labios de Doña Marcelina.

-Pues eso fue lo que dijo. ¡Oh! ¡Si supiese usted la memoria que tengo! Sabía la Argia y la Dido, verso por verso, al otro día de representarse por primera vez.

-¡Admirable memoria!

-Pues así es. ¿Quiere usted que le recite el sueño de Dido, o el delirio de Creón, que tiene unas diez páginas y que empieza así:


¡Triste fatalidad! Dioses supremos...



-No, no, gracias -la dijo Daniel interrumpiéndola, temblando de que quisiera continuar hasta el fin aquel eterno delirio, que hace delirar de fastidio en la tragedia del poeta clásico de los unitarios.

-Muy bien, como usted quiera.

-¿Y ahora qué lee usted, señora Doña Marcelina?

-Ahora estoy leyendo El hijo del Carnaval, para luego leer la Lucinda, que está concluyendo mi sobrina Tomasita.

-¡Excelentes libros! ¿Y quién le presta a usted esa escogida colección de obras? -preguntóla Daniel reclinándose en un brazo del sillón y fijando sus ojos tranquilos y penetrantes en la fisonomía de aquella desacordada mujer.

-A mí no me los prestan; es a mi sobrinita Andrea a quien se los lleva el señor cura Gaete.

-¡El cura Gaete! -dijo Daniel no pudiendo ya contener la risa a que dio salida libremente.

-Y yo se lo agradezco mucho; porque las personas que tienen instrucción saben que es necesario que las jóvenes lean lo malo como lo bueno para que no las engañen en el mundo.

-Perfectamente pensado, Doña Marcelina. Pero lo que no entiendo es cómo una persona con los principios políticos de usted acepta la amistad de ese honrado sacerdote que es hoy la más brillante joya de la Federación.

-¡Qué! ¡Si a él mismo le canto la cartilla todos los días!

-¿Y la sufre a usted?

-La echa de tolerante. Se ríe, me da la espalda, y se va al cuarto de Gertruditas a leer los libros que lleva.

-¡Gertruditas! También tiene usted otra joven de ese nombre en su casa.

-Es una sobrina mía a quien he recogido hace un mes.

-¡Santa Bárbara! ¡Tiene usted más sobrinas que nietos tuvo Adán por la línea de Seth, hijo de Caín y de Ada! ¿Ha leído usted la Biblia, Doña Marcelina?

-No.

-¿Pero habrá leído usted a Don Quijote?

-Tampoco.

-Pues ese Don Quijote, que era un buen hombre, muy parecido en la figura y en otras cosas a Su Excelencia el general Oribe, declaraba que no podía haber una república bien constituida sin cierto empleo, y ese empleo es el que usted ejerce dignamente.

-¿El de protectora de mis sobrinas desgraciadas, querrá usted decir?

-Exactamente.

-Hago por ellas lo que puedo.

-Pero ¿qué haría usted, si el reverendo Cura de la Piedad hallase en casa de usted lo que yo encontré el día que por primera vez entré en ella, bajo la recomendación de Mr. Douglas?

-¡Oh, Dios mío, sería perdida! Pero el cura Gaete no será tan curioso como lo fue el señor Don Daniel Bello -dijo Doña Marcelina con cierto aire de reconvención cariñosa.

-Tiene usted razón, y yo la tengo también. Fui a su casa para entregarle una carta que debía llevar usted a donde yo se lo indicase. La pedí un tintero para poner la dirección de la carta; a ese tiempo llamaron a la puerta; me dijo usted que me ocultase en la alcoba y que en la mesa hallaría un tintero; lo busqué sin hallarlo, abrí el cajón y...

-Usted no debió haber leído lo que allí había, picaruelo -dijo interrumpiéndolo Doña Marcelina con un tono cada vez más cariñoso, que tomaba siempre cuando Daniel hablaba de este asunto, cosa que sucedía cada vez que se veían.

-¿Y cómo resistir a la curiosidad? ¡Periódicos de Montevideo!

-Que me mandaba mi hijo, como se lo he dicho a usted.

-¡Sí, pero la carta!

-¡Ah, sí, la carta! Por ella me habrían fusilado sin compasión estos bárbaros. ¡Qué imprudencia la mía! ¿Y qué ha hecho usted de esa carta, mi buen mozo, la conserva usted siempre?

-¡Oh! ¡Eso de decir usted que les había de cortar la trenza a todas las mujeres de la familia de Rosas cuando entrase Lavalle, eso es muy grave, Doña Marcelina!

-¡Qué quiere usted! ¡El entusiasmo! ¡Las ofensas recibidas! ¡Pero qué! ¡Yo soy incapaz de hacerlo! ¿Y la carta la conserva usted, tunante? -preguntó de nuevo Doña Marcelina, haciendo un notable esfuerzo para sonreírse.

-Ya le he dicho a usted que tomé esa carta para librarle de un peligro.

-Pero usted debió romperla.

-Y habría hecho una inaudita bestialidad.

-¿Pero para qué la conserva usted?

-Para tener un documento con que hacer valer el patriotismo de usted, si alguna vez sufren un cambio las cosas. Yo quiero que los servicios que suele prestarme sean bien recompensados más tarde.

-¿Para ese solo objeto la guarda usted?

-No me ha dado usted motivos hasta ahora de mudar la idea -respondió Daniel marcando pausadamente sus palabras.

-¡Ni los daré jamás! -exclamó la pobre mujer descargando sus pulmones de una inmensa columna de aire que se había comprimido en ellos durante la conversación de la carta, que era su pesadilla diaria.

-Así lo creo. Y ahora vamos a lo que tenemos que hacer. ¿Ha visto usted a Douglas?

-Hace tres días que lo vi. Antenoche embarcó a cinco individuos, de los cuales dos le fueron proporcionados por mí.

-Muy bien. Hoy tiene usted que volver a verlo.

-Ahora mismo.

-Iré en el acto.

Daniel pasó a su escritorio, levantó su tintero de bronce, tomó la carta que había escrito y guardado bajo de él la noche anterior; púsole en seguida una nueva cubierta, y tomando una pluma volvió a su aposento.

-Ponga usted el sobre de esta carta.

-¿Yo?

-Sí, usted: a Mr. Douglas.

-¿Nada más?

-Nada más.

-Ya está -dijo la tía de todas las sobrinas, después de haber escrito aquel nombre, sirviéndole de mesa su maciza rodilla.

-Irá usted a lo de Mr. Douglas, le hablará a solas y le entregará esa carta de mi parte.

-Así lo haré.

-Guarde usted la carta en el seno.

-Ya está. No tenga usted el mínimo cuidado.

-A otra cosa.

-Lo que usted ordene.

-Necesito estar solo en casa de usted, mañana o pasado mañana a la tarde, por media hora solamente.

-Por el tiempo que usted quiera. Saldré con las muchachas a pasear; pero ¿y la llave?

-Hoy mismo hará usted hacer otra igual, y me la mandará mañana temprano determinándome el día y la hora en que saldrá usted; prefiero que sea a la oración, porque quiero evitar el que me vean.

-¡Oh! ¡La calle de mi casa es un desierto! Sólo en verano, como está la casa a media cuadra del río, suele pasar alguna gente a bañarse.

-Quiero también que deje usted abiertas las puertas interiores.

-Hay poco que robar.

-Algún día habrá más, No exijo de usted sino discreción y silencio; la menor imprudencia, sin costarme a mí un cabello, le costaría a usted la cabeza.

-Mi vida está en manos de usted hace mucho tiempo, señor Don Daniel; pero aunque así no fuera yo me haría matar por el último de los unitarios.

-Aquí no se habla de unitarios, ni yo le he dicho a usted nunca lo que soy. ¿Está usted informada de todo?

-No hay dos que tengan la memoria que yo -respondió Doña Marcelina, que se hallaba algo turbada por el tono tan serio con que Daniel acababa de hablarla.

-Bien, hágase usted cargo que la he enseñado un trozo de versos, y despidámonos.

Y Daniel entrando a su gabinete abrió su escritorio y sacó un billete de quinientos pesos.

-Ahí tiene usted para la llave y para comprar dulces en el paseo que hará con las sobrinas.

-¡Vale usted un Perú! -exclamó la recitadora de la Argia-. En sola una vez, y sin interés, es usted más generoso -continuó- que el fraile Gaete en todo un mes con mi sobrina Gertrudis.

-Sin embargo, guárdese usted de indisponerse con él; y hasta más ver.

-Hasta siempre, señor Don Daniel -y haciendo un saludo que no dejaba de tener cierto airecillo de buen tono, salió Doña Marcelina moviéndose como una polacra hamburguesa cuando navega con viento en popa.