«Tucumán es el jardín del universo, en cuanto a la grandeza y sublimidad de su naturaleza», escribió el capitán Andrews en su Viaje a la América del Sur, publicado en Londres en 1827; y el viajero no se alejó mucho de la verdad con esa metáfora al parecer tan hiperbólica.
Todo cuanto sobre el aire y la tierra puede reunir la Naturaleza tropical de gracias, de lujo y poesía se encuentra confundido allí, como si la provincia de Tucumán fuese la mansión escogida de los genios de esa desierta y salvaje tierra que se extiende desde el Estrecho hasta Bolivia, y desde el Andes al Uruguay.
Suave, perfumada, fértil, y rebosando gracias y opulencia de luz, de pájaros y flores, la Naturaleza armoniza allí el espíritu de sus creaturas, con las impresiones y perspectivas poéticas en que se despierta y desenvuelve su vida.
El corazón especialmente es en el hombre la obra perfecta de su clima, a quien después la educación aumenta o desfigura el grabado de su primitivo molde. Y en Tucumán, como en todas esas latitudes privilegiadas, entibiadas por la luz de los trópicos, el corazón participa con el aire, con la luz, con la vegetación, de esa abundancia de calor y de vida, de armonía y de amor, que exhala allí superabundante la Naturaleza.
Y es entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, que se repite con frecuencia ese fenómeno fisiológico de que los ingleses se ríen y los alemanes dudan, como dice el novelista Bulwer, que acontece bajo el tibio cielo de la Italia, y entre los pueblos más meridionales de la península española; es decir, esas pasiones de amor que nacen, se desenvuelven y dominan en el espacio de algunas horas, de algunos minutos también, decidiendo luego del destino futuro de toda una existencia.
Y entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, nació Amalia, la generosa viuda de Barracas, con quien el lector hizo conocimiento en los primeros capítulos de esta historia, y nació allí como nace una azucena o una rosa, rebosando belleza, lozanía y fragancia.
El coronel Sáenz, padre de Amalia, murió cuando ésta tenía apenas seis años; y en uno de los viajes que su esposa, hermana de la madre de Daniel Bello, hacía a Buenos Aires, sucedió esa desgracia.
Amalia aspiró hasta en lo más delicado de su alma todo el perfume poético que se esparce en el aire de su tierra natal, y cuando a los diez y siete años de su vida dio su mano, por insinuación de su madre, al señor Olavarrieta, antiguo amigo de la familia, el corazón de la joven no había abierto aún el broche de la purísima flor de sus afectos, y los hálitos de su aroma estaban todavía velados entre las lozanas hojas mal abiertas.
Más que un esposo, ella tomó un amigo, un protector de su destino futuro.
Pero el de Amalia parecía ser uno de esos destinos predestinados al dolor que arrastran la vida a la desgracia, fija, poderosa, irremediablemente, como la vorágine de Moskoe a los impotentes bajeles.
¡El coronel Sáenz amaba a su pequeña hija con un amor que rayaba en idolatría, y el coronel Sáenz bajó a la tumba cuando su hija aún no había salido de la niñez!
¡El señor Olavarrieta amaba a Amalia como su esposa, como su hermana, como su hija, y el señor Olavarrieta murió un año después de su matrimonio, es decir, año y medio antes de la época en que comienza esta historia!
¡Ya no le quedaba a Amalia sobre la tierra otro cariño que el de su madre, cariño que suple a todos cuantos brotan del corazón humano; único desinteresado en el mundo y que no se enerva ni se extingue sino con la muerte; y la madre de Amalia murió en sus brazos tres meses después de la muerte del señor Olavarrieta!
Los espíritus poéticos, en quienes la sensibilidad domina prodigiosamente la organización y la vida, tienen en sí mismos el germen de una melancolía innata que se desenvuelve en el andar del tiempo y los sucesos, y llega a enseñorearse tanto de aquellos espíritus, que, sin saberlo ellos, llegan a ser melancólicos hasta en los sueños o en las realidades de su propia felicidad.
Sola, abandonada en el mundo, Amalia, como esas flores sensitivas que se contraen al roce de la mano o a los rayos desmedidos del sol, se concentró en sí misma a vivir con las recordaciones de su infancia, o con las creaciones de su imaginación, alumbradas con los rayos diáfanos y dorados de las ilusiones, que de vez en cuando se escapan de la luz íntima de los espíritus poetizados y cruzan por ese mundo sin forma, ni color, que los sentidos no palpan, pero que existe, sin embargo, para la imaginación y para el alma.
Sola, abandonada en el mundo, quiso también abandonar su tierra natal, donde hallaba a cada instante los tristísimos recuerdos de sus desgracias, y vino a Buenos Aires a fijar en ella su residencia.
Ocho meses hacía que se encontraba allí, tranquila si no feliz, cuando nos la dieron a conocer los acontecimientos del 4 de mayo. Y veinte días después de aquella noche aciaga, volvemos a encontrarnos con ella en su misma quinta de Barracas.
Eran las diez de la mañana, y Amalia acababa de salir de un baño perfumado.
La luz de la mañana entraba al retrete, que los lectores conocen ya, a través de las dobles cortinas de tul celeste y de batista, e iluminaba todos los objetos con ese colorido suave y delicado que se esparce sobre el oriente cuando despunta el día.
La chimenea estaba encendida, y la llama azul que despedía un grueso leño que ardía en ella se reflectaba, como sobre el cristal de un espejo, en las láminas de acero de la chimenea; formándose así la única luz brillante que allí había.
Los pebeteros de oro, colocados sobre las rinconeras, exhalaban el perfume suave de las pastillas de Chile que estaban consumiendo; y los jilgueros, saltando en los alambres dorados que los aprisionaban, hacían oír esa música vibrante y caprichosa con que esos tenores de la grande ópera de la Naturaleza hacen alarde del poder pulmonar de su pequeña y sensible organización.
En medio de este museo de delicadezas femeniles, donde todo se reproducía al infinito sobre el cristal, sobre el acero, y sobre el oro, Amalia, envuelta en un peinador de batista, estaba sentada sobre un sillón de damasco caña, delante de uno de los magníficos espejos de su guardarropas; su seno casi descubierto, sus brazos desnudos, sus ojos cerrados, y su cabeza reclinada sobre el respaldo del sillón, dejando que su espléndida y ondeada cabellera fuese sostenida por el brazo izquierdo de una niña de diez años, linda y fresca como un jazmín, que, en vez de peinar aquéllos, parecía deleitarse en pasarlos por su desnudo brazo para sentir sobre su cutis la impresión cariñosa de sus sedosas hebras.
En ese momento, Amalia no era una mujer: era una diosa de esas que ideaba la poesía mitológica de los griegos. Sus ojos entredormidos, su cabello suelto, sus hombros y sus brazos descubiertos, todo contribuía a dar mayor realce a su belleza. Era así, dormida y cubierta por un velo más descuidado que ella misma, que algunos escritores de Roma antigua describen a Lucrecia, cuando se ofreció por primera vez a los ojos de Sextus, de quien el bárbaro crimen debía perder la mujer y salvar la patria, 509 años antes de Cristo. Y cuando Cleopatra llegó hasta su vencedor, en su galera con popa de oro, con velas de púrpura y remos de plata, venía dormida sobre cojines egipcios, sirviendo de velo a su seno de alabastro, sus cabellos negros como la noche, y Antonio olvidó a Roma y sus legiones y se hizo esclavo de la diosa dormida. Así, en ese momento, y de ese modo, Amalia, repetimos, no era una mujer, sino una diosa.
Había algo de resplandor celestial en esa criatura de veinte y dos años, en cuya hermosura la Naturaleza había agotado sus tesoros de perfecciones, y en cuyo semblante perfilado y bello, bañado de una palidez ligerísima, matizada con un tenue rosado en el centro de sus mejillas, se dibujaba la expresión melancólica y dulce de una organización amorosamente sensible.
En ese momento no era el sueño quien cerraba los párpados de Amalia, entrelazando sus largas y pobladas pestañas; no era el sueño, era un éxtasis delicioso que embriagaba de amor aquella naturaleza armoniosa e impresionable, bajo la tibia temperatura que la acariciaba, y en medio a los perfumes, a la música y a los rayos blancos y celestinos de luz que la inundaban blandamente.
Imágenes blancas y fugitivas, como esas mariposas del trópico que vuelan y sacuden el polvo de oro de sus alas sobre las flores que acarician, parece que volaban jugueteando por el jardín de su fantasía; pues dos veces su Fisonomía animóse y la sonrisa entreabrió sus labios, que cerráronse luego como dos hojas de rosa a quien halaga y conmueve el aliento fugaz que se escapa de los labios de un amante que pone un beso sobre ella, en recordación de la mano que se la envía.
De repente, Amalia hizo un ligero movimiento con su cabeza, huyendo como un perfume un ligero suspiro de su pecho, y Luisa, la pequeña compañera de Amalia, más que su ayuda de tocador, viendo llegar el momento en que iba a concluirse su placer, más bien que su tarea, dejó caer suavemente los cabellos sobre el respaldo del sillón, los miró todavía un instante, y deslizándose como una sombra sobre el tapiz del retrete, puso nuevas pastillas en los pebeteros, agitó sus manecitas junto a las jaulas de los jilgueros, y corrió una pantalla de raso verde en la boca de la chimenea. La luz, entonces, quedó completamente amortiguada; los pájaros trinaron más alegres, y un ambiente dulce y perfumado se esparció de nuevo alrededor de Amalia.
Luisa conocía, por la práctica, la organización de su señora, y al acercarse a ella, después de sus rápidas y silenciosas operaciones, la miró con una sonrisa encantadora de triunfo, y comenzó a pasar su mano, casi imperceptiblemente, por las sienes y los cabellos de la diosa dormida, acabando así de magnetizarla sin saberlo: porque en Amalia había una de esas organizaciones perfectas y sensibles en quienes la armonía de la Naturaleza o del espíritu obra esa influencia magnética y voluptuosa que postra el alma bajo el imperio de un encantamiento indefinible y misterioso, en los momentos en que está conmovida por impresiones simpáticas con su organización.
Luisa acababa de formar una corona con los cabellos de Amalia en torno de su bellísima cabeza, cuando la hija del jardín argentino abrió los ojos y derramó de ellos, húmedos y melancólicos, un mar de luz parecida a la que vierten los crepúsculos de una tarde lánguida del mes de enero,
Sus labios, rojos como la flor del granado, se abrieron para dejar libertad a un suspiro aromado con las esencias de su corazón, que acababa de despertarse entre el jardín de las ilusiones.
Sus brazos, que habrían dado envidia al cincel que labró la Venus de los Médicis, y cuya encarnación casi trasparente sólo habría podido imitarse en alguna veta privilegiada del mármol de Carrara, desnudos hasta los hombros, sobre los que había apenas una pulgada de encaje para sostener el cambray que coqueteaba sobre su seno, se extendían descuidados sobre los del sillón; y su pequeño pie, desnudo, entre una chinela de cabritilla, se escapaba del peinador de batista, de cuyas ondas, semejantes a una tenue neblina, se podría decir:
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como de la gasa que cubría a la hermosa Dione del príncipe de los poetas lusitanos.
Sin embargo, en aquel modelo de perfecciones mujeriles, radiante en aquel momento de cuanto puede animar la voluptuosidad humana, se reflejaba algo que los sentidos no alcanzaban a comprender, porque pertenecía a lo más ideal de la poesía y del amor.
Aquella fisonomía tan dulce a par de bella estaba bañada por una luz tenue de melancolía y sentimiento; y en el cristal límpido de aquellos ojos, que se entreabrían en medio de un éxtasis del alma, había más de ilusión que de mirada mundanal; mezcla indefinible de abstracción de la vida y de esa claridad sobrenatural que se difunde en la pupila cuando el espíritu está más arriba de la tierra, y absorbe, en sus raptos de poesía, los destellos de la luz del cielo. Y puede decirse que en ese raudal de luz que se desprendía de sus ojos, las gracias, la belleza material de esa mujer, se espiritualizaban a su vez; sublimándose de ese modo cuanto la Naturaleza tiene de más perfecto y encantador en los pinceles con que delinea y pinta ese hermoso ángel de tentación que se llama mujer.
En la mujer, los encantos físicos dan resplandor, colorido, vida a las bellezas y gracias de su espíritu; y las riquezas de éste a su vez dan valor a los encantos materiales que la hermosean. Y es de esta unión armónica del alma y los sentidos, que resalta siempre la perfección de una mujer; ante quien los sentidos entonces dejan de ser audaces por respeto a su alma, y el amor deja de ser una espiritualización extravagante por respeto a la belleza material que lo fomenta, si no precisamente lo origina.
Y era Amalia, pues, una de esas privilegiadas creaturas que reúnen en sí aquella doble herencia del cielo y de la tierra, que consiste en las perfecciones físicas, y en la poesía o abundancia de espíritu en el alma.
Perezosa como una azucena del trópico a quien mueve blandamente la brisa de la tarde, su cabeza se inclinó a un lado del respaldo del sillón, fijó sus ojos tiernos en la pequeña Luisa, y con una sonrisa encantadora la preguntó:
-¿He dormido, Luisa?
-Sí, señora -le contestó la niña sonriendo a su vez.
-¿Mucho tiempo?
-Mucho tiempo no, pero más que otras veces.
-¿Y he hablado?
-Ni una palabra; pero ha sonreído usted dos veces.
-Es verdad; sé que no he hablado, y que me he sonreído.
-¡Cómo! ¿Lo que hace usted dormida, lo recuerda cuando se despierta?
-Pero yo no duermo cuanto tú lo piensas, Luisa mía -contestóle Amalia mirando con una expresión llena de cariño a su inocente compañera.
-¡Oh, sí que duerme usted! -replicó la niña sonriendo otra vez.
-No, Luisa, no. Yo estoy perfectamente despierta cuando tú crees que duermo. Pero una fuerza superior a mi voluntad cierra mis párpados, me domina, me desmaya; no sé nada de cuanto pasa en derredor de mí, y, sin embargo, no estoy dormida. Veo cosas que no son realidades; hablo con seres que me rodean, siento, gozo o sufro según las impresiones que me dominan, según los cuadros que me dibuja la imaginación, y, sin embargo, no estoy soñando. Vuelvo de esa especie de éxtasis y recuerdo perfectamente cuanto ha pasado en mí; aún más: conservo por mucho tiempo el influjo poderoso que me ha dominado y creo estar aún en medio de las imágenes que acaba de crear mi fantasía; como en este momento, por ejemplo, creo verlo como hace un instante lo estaba viendo aquí, aquí a mi lado...
-¡Viendo! ¿A quién, señora? -preguntó la niña, que no podía explicarse lo que acababa de oír.
-¿A quién?
-Sí, señora. aquí no ha habido nadie más que nosotras, y usted dice que lo estaba viendo.
-A mi espejo...-contestó Amalia sonriendo y mirándose por primera vez en el espejo que tenía delante.
-¡Ah, pues si no veía usted más que el espejo!...
-Sí, Luisa, solamente a mi espejo... vísteme pronto... y, entretanto, dime: ¿qué me referiste al despertarme?
-¿Del señor Don Eduardo?
-Sí; eso era; del señor Belgrano.
-¡Pero, señora, todo lo olvida usted! Es ésta la cuarta vez que voy a hacer la misma relación.
-¡Ah, la cuarta vez! Bien, mi Luisa, después de la quinta yo no te lo preguntaré más -dijo Amalia parada delante de su espejo, ajustándose un batón de merino color violeta con guarniciones de cisne.
-¡Vaya, pues! -prosiguió Luisa-, cuando salí al patio, fui, como me ha ordenado usted que lo haga todas las mañanas, a preguntar al criado cómo se hallaba su señor; pero ni el uno ni el otro estaban en sus habitaciones. Yo me volvía, cuando a través de la verja los descubrí en el jardín. El señor Don Eduardo cogía flores y hacía un ramillete cuando me acerqué a él. Nos saludamos y estuvimos hablando mucho rato de...
-¿De quién?
-De usted, señora, casi todo el tiempo; porque ese señor es el hombre más curioso que he visto en mi vida. Todo lo quiere saber; si usted lee de noche, qué libros lee, si usted escribe, si le gustan más las violetas que los jacintos, si usted misma cuida de sus pájaros, si... ¡qué sé yo cuántas cosas!
-¿Y de todo eso hablaron hoy?
-De todo eso.
-Y de la salud de él no hablaste nada, tontuela.
-¡Pues! Tonta sería si le hubiese preguntado sobre lo mismo que estaba viendo con mis ojos.
-¡Sólo que estuviese ciega! Me parece que hoy cojea más que ayer, que fue el primer día que salió al patio; y a veces al asentar la pierna izquierda se conoce que sufre horriblemente.
-¡Oh, Dios mío! Si no debe caminar todavía, ¡es terco!..., ¡es terco! -exclamó Amalia como hablando consigo misma y dando un golpe con su preciosa mano sobre el brazo aterciopelado del sillón-. ¡Y quiere salir! -continuó Amalia después de un momento de silencio-. ¡Este Daniel quiere perderlo, y quiere enloquecerme, está visto! Acaba, Luisa, acaba de vestirme y después...
-Y después tomará usted su vaso de leche azucarada, porque está usted muy pálida. ¡Ya se ve, está usted en ayunas y ya es tan tarde!
-¡Pálida!¿Te parezco muy mal, Luisa? -preguntó Amalia delante de su espejo, mirándose de pies a cabeza, mientras sujetaba con una cinta azul el cuello de encajes con que pretendía velar el delicado alabastro de su garganta.
-¿Mal? No, señora, hoy está usted tan bella como siempre. Está usted un poco pálida y nada más.
-¿De veras?
-Cierto que sí, señora; y esta noche...
-¡Ah, no me hables de esta noche!
-¿Cómo? ¿No le gustará a usted el estar bien para esta noche?
-Por el contrario, Luisa, querría estar enferma.
-Como lo oyes.
-Pues, señora, cuando yo tenga más edad y me conviden para un baile, desearé estar muy buena, y muy buena moza.
-Ya lo ves, hija mía -dijo Amalia sonriendo de la ingenuidad de Luisa-. Ya lo ves, tú desearías estar buena, y yo deseo estar enferma.
-¡Ah, eso yo sé por qué es!
-¿Tú?
-Yo, sí, señora, ¿piensa usted que yo no la conozco?
-¿Tú sabes por qué deseo enfermarme?
-¡Toma! ¿A que acierto?
-A ver, dilo.
-Por no ponerse la divisa, ¿acerté?
Amalia se rió, y dijo:
-En la mitad has acertado.
-Bien, ¿a qué acierto en la otra mitad?
-Vamos a ver.
-Porque no va usted a poder tocar su piano a las doce, como lo hace todas las noches antes de acostarse, ¿es eso?
-No.
-¿No?
-No has acertado.
-Entonces... no importa; pero usted está lindísima, que es lo que más interesa.
-Gracias, mi Luisa, gracias -dijo Amalia pasando su mano por la cabeza de la niña-. Sin embargo, yo quiero creer lo que me dices, porque por la primera vez de mi vida tengo la pueril ambición de parecer bien a los demás..., pero -y como arrepintiéndose al momento de lo que acababa de pronunciar, prosiguió-: No hablemos de estas tonterías, Luisa. ¿Sabes una cosa?
-¿Qué, señora?
-Que estoy enojada contigo -respondió Amalia mirando los jilgueros.
-Será la primera vez -replicó Luisa entre cierta y dudosa de las palabras de su señora, que jamás la había reconvenido.
-¿La primera vez? Es verdad, pero es porque ésta es la primera vez que mis pájaros no tienen agua.
-¡Ah! -exclamó Luisa, dándose una palmadita en la frente.
-Y bien, ¿confiesas que tengo razón?
-No, señora.
-¿Pues no ves?
-No, señora, no tiene usted razón.
-Pero ¿y la copa con el agua?
-No está en la jaula.
-Luego...
-¿Luego qué, señora?
-Luego tú tienes la culpa.
-No, señora; la tiene el señor Don Eduardo.
-¿Belgrano? Estás loca, Luisa.
-No, señora, estoy en mi juicio.
-Explícate entonces.
-Es muy fácil. Esta mañana cuando fui a saber de la salud del enfermo, llevaba las copitas para limpiarlas, y como ese señor es tan curioso, quiso saber de quién y para qué eran, y luego que le dije la verdad, las tomó, se puso él mismo a limpiarlas, y ahora recuerdo que mientras su criado traía agua, él las puso junto a una planta de jacintos. En esto fue que sentí la campanilla, vine, y olvidé las copitas.
-¿Ves?-dijo Amalia, sin saber lo que decía, pues mientras sus dedos de rosa y leche jugaban con las alas de sus pájaros, su imaginación se había preocupado de mil ideas diversas, y que sólo Dios y su espíritu podrían explicarnos, al escuchar la sencilla relación de Luisa.
-Ves, ¿qué?, señora -insistió ésta-. Si el señor Don Eduardo no hubiera sido tan curioso, yo no hubiera olvidado...
-Luisa.
-Me va usted a retar por otra cosa.
-No... oye... ¿qué horas son?
-Las once.
-Bien, irás a decir al señor Belgrano que dentro de media hora tendré mucha satisfacción en recibirle, si le es posible llegar hasta el salón.
Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Francisco; y el sol, próximo a su ocaso, no prometía por mucho tiempo ese recuerdo de su pasado esplendor que se llama crepúsculo, porque la tarde estaba nebulosa, cargado el aire de esos vapores densos y húmedos tan comunes en Buenos Aires, en la estación del invierno, que en el año de 1840 había anticipado sus rigores desde los últimos días del mes de abril.
La calle de Comercio, donde no hay, sin embargo, comercio ni comerciantes, estaba casi desierta en ese momento, y de las pocas personas que la transitaban eran dos hombres que venían caminando a prisa en dirección al río: uno de ellos cubierto con una capa azul, corta y sin cuello, como la que usaban los antiguos caballeros españoles y los nobles venecianos; y el otro vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta el tobillo.
-De prisa, mi querido maestro, de prisa, porque la tarde se nos va -dijo el personaje de la capa azul a su compañero de levitón blanco.
-Si hubiéramos salido más temprano, no tendríamos que andar a este paso fatigoso, precipitado, incómodo que llevamos -contestó aquel último, poniendo bajo su brazo izquierdo una larga caña de la India con un puño de marfil que llevaba en su mano, y siguiendo el paso ligero de su compañero.
-No tengo yo la culpa; esta naturaleza del Plata, más veleidosa que sus hijos, es la que me ha engañado: hace dos horas que el cielo estaba limpio; contaba con media hora de crepúsculo, y de repente el cielo se ha cargado, se ha embozado el sol, y he perdido en mi cálculo; pero no importa, ya estamos cerca y trabajará usted de prisa.
-Trabajará usted de prisa.
-Eso he dicho.
-¿Pero en qué especie de ocupación?
-Adelante, mi querido maestro, adelante.
-¿Quieres que te diga una cosa, mi estimado y querido Daniel?
-Pero sin pararnos.
-Sin pararnos.
-Sin digresiones.
-Sin digresiones.
-¿A ver, qué cosa?
-Que tengo un miedo justísimo, razonable, profundo.
-¡Ah!, señor, usted tiene dos cosas que lo acompañan siempre.
-¿Y cuáles, mi Daniel querido y amado?
-Un caudal inagotable de adjetivos, y una dosis de miedo entre el cuerpo, que no acabará usted de digerirla en su vida.
-Bien, bien: de lo primero hago alarde, porque eso no prueba otra cosa que los vastos estudios que he hecho en nuestro rico, fecundo y elocuente idioma. En cuanto a lo segundo, te diré que yo no he tomado la dosis sino cuando, poco más o menos, todos nos hemos enfermado de un mismo mal en Buenos Aires, y...
-Silencio y despacio -dijo el individuo de la capa, en quien los lectores habrán reconocido a su amigo Daniel, como en su interlocutor al antiguo maestro de primeras letras, empleado en otro tiempo por la Comisión Topográfica, según la hoja de sus servicios públicos.
-Silencio y despacio -había dicho Daniel al llegar con su acompañante a la prolongación de la calle de Balcarce, cuya línea irregular son los tres últimos ángulos de las calles de San Lorenzo, de la Independencia y de Luján, según se llamaban entonces.
Los dos personajes siguieron por ella en dirección a Barracas muy tranquilamente; llegaron a la de Cochabamba, y, siendo Daniel quien dirigía la marcha, doblaron hacia el río y se pararon a la puerta de una casa, al principio de esa calle de Cochabamba, a la derecha.
-Dé usted vuelta con precaución y vea si alguien viene -dijo Daniel a su compañero en el momento de llegar a la puerta.
La caña de la India cayó al suelo inmediatamente, como era la costumbre del señor Don Cándido Rodríguez, cuando a costa del puño de marfil, policeaba con sus ojos el camino que acababa de andar.
-Nadie, mi querido Daniel.
Y el joven, con la mayor calma y sangre fría, abrió la puerta con una llave que traía en su bolsillo; hizo entrar a su acompañante, y, cerrando otra vez la puerta, volvió a guardar su llave en el bolsillo.
Don Cándido, entretanto, se había puesto más blanco que la alta y almidonada corbata de estopilla, tan adherida siempre a su persona como su caña de la India.
-¿Pero qué es esto? ¿Qué casa misteriosa y recóndita es ésta a que me conduces, mi querido Daniel?
-Es una casa como otra cualquiera, mi querido señor -dijo Daniel levantando el picaporte de una puerta al zaguán y entrando a una pieza que servía de sala, yendo el señor Don Cándido casi pegado a los pliegues de la capa de su discípulo.
-Espere usted aquí -le dijo Daniel, pasando a una habitación contigua a la sala, donde había una de esas camas de matrimonio que necesitan una escalera para su ascensión. Daniel levantó la colcha de zaraza que la cubría, se convenció de que no había nadie oculto bajo aquella mole inmensa; pasó en seguida a otras dos habitaciones en que repitió la misma operación que con la colcha de la cama, en cuatro catres de lona muy pobremente cubiertos, pero con mucho aseo y con algunas mallas en las fundas, últimos restos de una pasada opulencia en la reina de aquella Roma; registró en fin todo cuanto en aquella casa podía ocultar una persona, y, saliendo al pequeño patio, afirmó a la pared una escalera de mano, y subió a la azotea: no quedaba ya sino un cuarto de hora o veinte minutos de claridad.
Daniel recorrió con una mirada de águila toda la extensión que descubría desde aquel punto. No había en derredor de él ninguna eminencia que dominase el lugar en que se encontraba. Al frente de la casa se descubría una hermosa quinta; al fondo, el hueco y las casuchas de donde comienza la calle de San Juan; a la derecha, unos cuartos en ruina; a la izquierda, una casa antigua y vacía que daba a la barranca, y a la cual se abría una pequeña ventana en la cocina de la casa. Daniel examinó todo esto en un minuto y descendió al patio.
-¡Mi querido y estimado y bien amado señor Don Cándido! -gritó desde allí.
-¿Daniel? -contestó con voz trémula desde la sala el maestro de primeras letras.
-Ha llegado el momento de trabajar -le dijo el discípulo-, y sobre todo, de no tener miedo -continuó al verlo pálido como un cadáver.
-¡Pero Daniel, esta casa! ¡Esta soledad! ¡Este misterio! ¡En las circunstancias en que vivimos!... Mi posición de empleado secreto de Su Excelencia el señor Ministro y...
-Señor Don Cándido, usted ha desparramado la noticia de la rebelión del general La Madrid.
-¡Daniel! ¡Daniel!
-Es decir, me lo dijo usted a mí, y tanto vale decir estas cosas a uno solo, como a mil.
-Pero tú no me perderás, Daniel -exclamó el pobre Don Cándido, próximo a caer de rodillas delante del joven.
-Al contrario, para salvar a usted le hice dar un empleo que hoy comprarían con cien mil pesos muchos otros.
-Es por eso que yo te daría mi borrascosa, huérfana y trémula existencia -exclamó Don Cándido abrazando fuertemente a Daniel.
-Bien, eso era lo que, yo quería que usted me repitiera; vamos ahora al trabajo: trabajo de cinco minutos solamente.
-De un año, de dos, no importa.
-Suba usted -dijo Daniel señalando la escalera a Don Cándido.
-Hasta la azotea.
-¿Y qué quieres que haga en la azotea?
-Suba usted.
-¡Pero nos van a ver!
-Suba usted con mil...
-Ya estoy en la azotea.
-Y yo también -dijo el joven poniéndose en tres saltos al lado de su compañero-, ahora sentémonos en el suelo.
-Pero hombre...
-¡Señor Don Cándido!
-Ya estoy, Daniel.
El joven sacó del bolsillo de su levita un pliego de papel marquilla, un compás, un lápiz; desdobló el papel, lo extendió sobre el piso de la azotea, y dijo con una voz que no admitía réplica:
-Señor Don Cándido: un croquis de todos los alrededores de esta casa, en diez, minutos, porque no tenemos sino quince de luz.
-Pero...
-A grandes líneas: no necesito detalles: distancias y límites solamente. Dentro de diez minutos baje usted a la sala, donde me encontrará.
Un sudor frío inundaba la frente de Don Cándido, porque a medida que la escena se hacía mis misteriosa, creía ver más cerca de sí el cuchillo de la Mashorca. Pero de otro lado estaba la mirada fascinadora de Daniel, su influencia moral que le dominaba en cuerpo y alma, y el secreto de la imprudente revelación.
Don Cándido era un vulgar ingeniero, pero lo que se le exigía en ese momento era una cosa demasiado fácil, Y antes de los diez minutos todo su trabajo estaba perfectamente concluido. Las distancias eran tan cortas, que la vista pudo suplir la falta de instrumentos.
Concluido el croquis, descendió Don Cándido, cuando empezaba a apagarse la luz del crepúsculo en el cielo, y cuando, por consiguiente, todo el interior de la casa empezaba a estar en tinieblas. Con la caña de la India, el plano, el lápiz y el compás en las manos, el buen hombre no pudo menos de llamar a su querido Daniel antes de decidirse a entrar en las habitaciones oscuras.
-¿Está hecho? -le preguntó aquél, saliendo a recibirlo al patio.
-Ya, ya está. Pero es necesario ponerlo en limpio, arreglarlo y...
-Concluir todo lo que haya que hacer en él, en el curso de esta noche para entregármelo mañana antes de las diez.
-Bien, mi querido Daniel. Pero ahora nos iremos de esta casa, ¿no es verdad?
-Ya no tenemos nada que hacer en ella -dijo Daniel encaminándose al zaguán, completamente oscuro.
Pero en el momento de ir a poner la llave en la cerradura, otra llave entró en ella por la parte exterior de la puerta, y la abrió con tanta prontitud que apenas dio tiempo a Don Cándido para pegarse como una sombra a la pared del zaguán, y a Daniel para retroceder dos Pasos y llevar su mano a uno de los bolsillos de su levita. Esta acción fue instintiva sin embargo, porque Daniel hacía algunos minutos ya que esperaba por momentos sentir abrir aquella puerta, pero él esperaba ver entrar por ella una mujer, varias mujeres quizá, pero no un hombre. Entretanto, era un hombre el que entró, y Daniel sacó entonces de su bolsillo aquel mismo instrumento mortífero con que salvó a Eduardo en la noche del 4 de mayo, y que todavía no hemos podido ver a clara luz para dar su nombre o su definición.
El individuo recién llegado hizo la misma operación que había hecho Daniel, es decir, cerró por dentro la puerta y se guardó la llave.
Don Cándido temblaba de pies a cabeza y hacía esfuerzos inauditos por rarificar su cuerpo contra la pared, pero todo esto eran flores.
El zaguán estaba oscurísimo.
Al darse vuelta el recién llegado y caminar el primer paso hacia adentro, rozó su brazo contra el pecho de Don Cándido, y dando un salto hacia el ángulo de la puerta:
-¿Quién está ahí? -exclamó con una voz pujante, tirando al mismo tiempo de un cuchillo de quince pulgadas, cuya aguzada punta fue a tocar el hombro de Don Cándido al estirarse el brazo que la dirigía.
La oscuridad era sepulcral, y un silencio profundo sucedió a la interrogación del desconocido.
-¿Quién está ahí? -repitió-. Conteste usted o le mato por unitario, porque sólo los unitarios hacen emboscadas a los defensores de la Federación...
Nadie respondió.
-¿Quiénes? Conteste porque le mato -repitió el amable interrogador que, sin embargo, lejos de querer dar un paso hacia adelante, se perfilaba lo más que le era posible en el ángulo de la puerta, extendiendo el brazo, armado de su cuchillo, hacia adelante.
-Servidor de usted, mi distinguido y estimado señor, a quien no tengo el honor de conocer, pero a quien aprecio muchísimo -contestó Don Cándido con una voz tan trémula y meliflua que inspiró al desconocido todo el valor que le faltaba y de que había querido hacer alarde un momento antes.
-¿Pero quiénes usted?
-Un humilde servidor suyo.
-¿Su nombre?
-¿Tiene usted la bondad de abrirme la puerta y dejarme pasar, mi distinguido y apreciable señor?
-Ah, no quiere usted decir su nombre, porque es algún unitario, algún espía, ¿eh?
-Señor de toda mi estimación, yo soy capaz de hacerme ahorcar en servicio del Ilustre Restaurador de las Leyes, gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas, marido de su difunta esposa la señora heroína Doña Encarnación Ezcurra de Rosas; que en paz descanse, padre de la señorita federal Doña Manuelita de Rosas y Ezcurra, hermano del señor ilustre federal Don Prudencio, Don Gervasio, Don...
-Acabe usted con todos los diablos, ¿cómo se llama, le he preguntado?
-Y también soy capaz de hacerme ahorcar en servicio de usted y de su amable familia; ¿tiene usted familia, mi estimado señor?
-Yo le voy a dar familia: a ver...
-¿A ver qué? -preguntó Don Cándido, yerto y ya sin fuerza para sostenerse sobre sus piernas.
-A ver: bata usted las manos.
-¿Qué bata las manos, mi querido señor?
-Pronto, porque si no le mato.
-Nuestro Don Cándido no esperó oír segunda vez esta amenaza, y se puso abatir las manos sin saber lo que aquella pantomima significaba.
Luego que el desconocido comprendió que no tenía armas en las manos, se lanzó sobre él, y poniéndole al pecho la punta del cuchillo:
-Confiéseme usted -le dijo- por cuál de ellas viene, o le clavo contra la pared.
-¿Yo?
-Sí, usted.
-¿Por cuál de ellas?
-Sí;¿viene usted por Andrea?
-¿Por misia Andreíta?... ¡Señor!...
-Acabe usted, ¿viene por Gertrudis?
-Pero señor, si yo no conozco a misia Gertrudis ni a misia Andrea, ni a su digna y respetable familia ni...
-Confiese: confiese, o le mato.
-Confiéseme usted por cuál de ellas viene, o le astillo el cráneo -dijo junto al desconocido la voz de un hombre que con una mano le tenía sujeto por el brazo derecho, y con la otra martillaba suavemente en la cabeza con una cosa durísima y pesada; hombre que, como se comprende, no era otro que nuestro Daniel, que había presenciado tranquilo la cómica escena entre el desconocido y Don Cándido, hasta que vio llegado el momento de tomar parte en ella para darla fin.
-¡Socorro!
-Silencio u os mando a los infiernos -le dijo Daniel, dando un poco más fuerte con su instrumento; cosa que dejó aturdido por un momento a quien recibió el golpe.
-¡Piedad! ¡Piedad! ¡Soy un sacerdote, el mejor federal, el cura Gaete! ¡No cometáis el sacrilegio de derramar mi sangre!
-Soltad el cuchillo, mi reverendo padre.
-Dádmelo a mí -exclamó Don Cándido buscando a tientas el brazo que tanto le había hecho temblar y recogiendo de él el formidable puñal.
-Soltad.
-¡Ya lo he dado, ya lo he dado!-exclamó el cura Gaete, según que éste era el nombre que acababa de darse. ¡Soltadme ahora! -continuó, haciendo esfuerzos por desasirse de la mano de fierro de Daniel-. ¡Soltadme! Ya os he dicho que soy un sacerdote.
-¿Y por cuál de ellas viene a esta casa, reverendo padre? -dijo Daniel parodiando la pregunta que había hecho el dignísimo cura de la Piedad a Don Cándido.
-¿Yo?
-Usted, mal sacerdote, federal inmundo, hombre canalla: usted a quien yo debería ahora mismo pisarlo como a un reptil ponzoñoso y libertar de su aspecto a la sociedad de mi país, pero cuya sangre me repugna derramar, porque me parece que su olor me infectaría. Os siento temblar, miserable, mientras mañana levantaréis vuestra cabeza de demonio para buscar sobre todas las otras la que no podéis ver en este momento, y que, sin embargo, es bastante fuerte por sí sola, pues que os hace temblar: a vos que subís a la cátedra del Espíritu Santo con el puñal en la mano, y lo mostráis al pueblo para excitarlo al exterminio de los unitarios, de quienes el polvo de su planta es más puro y limpio que vuestra conciencia...
-¡Piedad, piedad, soltadme!-exclamó el fraile a quien más arredraba la entonación de la voz y las palabras de Daniel, que caían como gotas de plomo derretido sobre su cancerosa conciencia, que el peligro material de su posición entre las manos de aquel hombre a quien no conocía, y que, como un juez terrible, tenía en sus palabras el sello de la inexorabilidad y la justicia.
-¡De rodillas, miserable!-exclamó Daniel tomando al cura Gaete por el cuello, inclinándolo hacia el suelo y consiguiendo ponerlo de rodillas sin dificultad.
-Así -dijo después de una breve pausa-. ¡Así!, sacrílego: ministro de ese culto de sangre con que hoy profanan en mi patria la libertad y la justicia. ¡En mi persona, pide perdón a los buenos del mal que les haces, y sea el anatema que descargo sobre tu cabeza, un presagio del que te espera en el cielo! Así, de rodillas; y representa en este momento la imagen de la horda maldita a que perteneces, cuando esté de rodillas en el cadalso pidiendo misericordia a Dios, misericordia a los hombres, misericordia al verdugo; y Dios vuelva su vista, y los hombres cierren sus oídos, y el verdugo descargue el golpe de la justicia humana sobre la cabeza de los bandidos heroificados en ese reino de sangre y de delitos que llamáis Federación. De rodillas, así, como estará ante la historia desde el primero hasta el último de cuantos de vosotros habéis contribuido a la desgracia de la patria, y al extravío de las generaciones todavía. Así, fraile apóstata, de rodillas.
Y Daniel sacudió con fuerza la cabeza del cura Gaete, que se apoyó maquinalmente sobre el joven, porque un vértigo terrible estaba próximo a desmayarle.
-Ahora, otra cosa -dijo Daniel alzándolo de la ropa como un fardo.
-¡No!¡No más! ¡Piedad! -exclamó con voz desfallecida.
-¿Piedad? ¿La tenéis vosotros, sacerdotes ensangrentados de esa herejía política a que llamáis Federación? ¿Qué habéis dejado sin ofender? ¿Qué habéis dejado sin humillar y ensangrentar? ¿Qué piedra no os ha pedido piedad en la terrible noche de delitos que habéis levantado sobre el cielo de vuestra patria?
-¡Piedad!¡Piedad!
-En pie, miserable, en pie -dijo Daniel sacudiendo a Gaete y arrimándolo contra la pared.
-La llave de esta puerta que tenéis en vuestro bolsillo -dijo Daniel con una voz que no admitía réplica, y en el acto la llave empezó a martillar sobre su brazo, pues que la mano que la entregaba temblaba horriblemente.
Daniel tomó la llave, arrastró a Gaete hacia la puerta de la sala, que daba al zaguán, la abrió y diole a su reo un empujón tal, que le hizo ir rodando y caer estrepitosamente en medio de la pieza. Cerró la puerta y:
-Pronto, ahora... ¿dónde está usted? -dijo.
-Aquí -contestó Don Cándido, desde el medio del patio.
-Venga usted, con mil diablos.
-Salgamos de esta casa -dijo Don Cándido, acercándose a su discípulo y tomándose de su brazo.
Daniel tocaba ya la puerta de la calle y buscaba la cerradura para abrirla, cuando de la parte exterior otra llave entró en ella y abrióse la puerta.
-¡Santos y querubines del cielo! -exclamó Don Cándido abrazándose de la cintura de Daniel.
-Afuera, afuera -dijo Daniel casi al oído de la persona que acababa de abrir la puerta, a quien había conocido a la escasa claridad de la noche, como a tres otras más que venían con ella: las cuatro eran mujeres. Y arrastrando hacia la vereda a Don Cándido, cerró la puerta, y dando la llave a la persona primera a quien había hablado:
-Es necesario que no entre usted a su casa hasta dentro de un cuarto de hora: el cura Gaete está en la sala -le dijo.
-¡El cura Gaete! ¡Dios mío! ¡Una tragedia en mi estancia!
-No sabe quién soy; pero si se le abre la puerta podrá seguirme.
-¡Dioses inmortales!
-Sostendrá usted -continuó Daniel embozándose en la capa y hablando quedo para no ser visto ni oído de las otras mujeres- que no sabe ni quién soy, ni cómo he entrado: un solo mal rato sobre mí lo comprará usted bien caro, Doña Marcelina, pero, como hemos de ser siempre buenos amigos, mientras el reverendo cura descansa en la sala, vuelva usted a las tiendas y compre algo a las niñas -dijo Daniel, poniendo un rollo de billetes de banco en la mano de Doña Marcelina, y en seguida atravesó la calle, se reunió a Don Cándido, que lo esperaba en la vereda opuesta, y tomándolo del brazo, se sumergió en la oscura y solitaria calle de Cochabamba.
-¡Despacio, Daniel, más despacio, porque me ahogo! -dijo Don Cándido al llegar a la esquina de la calle de Chacabuco.
-Adelante, adelante -le contestó Daniel, doblando por esa calle, tomando en seguida la de San Juan, y enfilando luego la de las Piedras.
-Bien -dijo entonces Daniel, acortando el paso-, ya hemos maniobrado en cuatro calles, y es demasiado gordo el buen fraile para que no hubiera reventado ya, en caso de que el diablo le hubiera hecho salir por la bocallave de la puerta.
-¡Qué fraile!; ¡Daniel, qué fraile!-exclamó Don Cándido, aspirando todo el aire que podía caber en sus pulmones, y apoyándose, al caminar, en su inseparable caña de la India.
-¡Oh, mi buen amigo, usted no lo conoce todavía!
-Y Dios me libre de conocerlo jamás.
-¿Un sacerdote con cuchillo, eh?
-Sí, Daniel; pero convendrás en que nos hemos portado maravillosamente.
-¡Pues!
-Yo me he desconocido.
-¿Cómo?
-Decía que me he desconocido.
-Pero usted siempre se portará lo mismo, mi querido amigo.
-No, mi amado, mi protector, mi salvador Daniel: no, porque en cualquiera otra ocasión me habría caído muerto al sentir la punta del puñal contra mi pecho.
-¡Bah!
-Créelo, créelo, Daniel. Es efecto de mi organización sensible, delicada, impresionable. Tengo horror a la sangre, y ese demonio de fraile...
-Despacio.
-¿Qué hay? -preguntó Don Cándido girando su cabeza a todos lados.
-Nada, no hay nada; pero las calles de Buenos Aires tienen oídos.
-Sí, sí; mudemos de conversación, Daniel. Iba a decirte solamente que...
-Que tú tienes la culpa del peligro en que me he encontrado.
-¿Yo?
-Pues, ¿y quién?
-Sea, pero no le debo a usted nada.
-¿Cómo?
-Decía que si lo puse a usted en tal peligro, he sido al mismo tiempo quien le ha salvado de él.
-Es cierto, Daniel, y eres ya desde hoy mi amigo, mi protector, mi salvador.
-Amén.
-¿Pero crees que el fraile?...
-Silencio, y andemos -dijo Daniel doblando por la calle de los Estados Unidos, luego por la de Tacuarí, en seguida por la del Buen Orden, por donde caminó hasta llegar a la de Cangallo. Paróse en la esquina de ella, reclinó su codo en un poste, y mirando, con una expresión picante de burla y de cariño, la pálida fisonomía de Don Cándido, alumbrada en aquel momento por la claridad de uno de los faroles de la calle, soltó la risa en las barbas de su respetable maestro de primeras letras.
-¿Te sonríes, Daniel?
-No, señor, me río con todas ganas, como lo ve usted.
-¿Y de qué?
-De ver atribuirle a usted empresas amorosas, querido maestro.
-¿A mí?
-¿Pues no se acuerda usted de la pregunta de su rival?
-Pero tú sabes...
-No, señor, no sé, y es por eso que me he parado aquí.
-¿Cómo? ¿No sabes que no conozco a nadie en esa casa?
-Ya lo sé.
-¿Y qué es, pues, lo que no sabes?
-Una cosa que va usted a decírmela ya -le contestó Daniel, que se entretenía en las perplejidades de Don Cándido, y a la vez descansaba un momento su fatigado cuerpo, pues que acababa de andar con su compañero más de media legua por las calles más pésimas de la ciudad.
-¿Qué puedo yo negarte, Daniel? Habla, interroga.
-Una cosa muy simple quiero saber: y es en cuál de estas calles inmediatas está la casa de usted.
-¡Ah! ¿Querrías hacerme el honor de venir a mi casa?
-Precisamente; ése es mi deseo.
-¡Oh!, nada más fácil, estamos a dos cuadras de ella solamente.
-Sí, yo sabía que era por este barrio, ¿quiere usted guiarme?
-Por acá -dijo Don Cándido atravesando la plaza de las Artes y entrando en la calle de Cuyo.
A pocos pasos, llamó a la puerta de una casa cuyo aspecto le daba un respetable carácter de antigüedad, revelando que si no era hija, era cuando más nieta de las que allí empezaron a edificarse desde el miércoles 11 de junio del año de gracia de 1580, en que el teniente de gobernador Don Juan de Garay fundó la ciudad de la Trinidad y Puerto de Buenos Aires, haciendo el repartimiento de la traza de esa ciudad en ciento cuarenta y cuatro manzanas; de las cuales tocó a Don Juan de Basualdo aquella en que estaba la casa de nuestro Don Cándido Rodríguez.
Una mujer, a quien no haremos injusticia en atribuirla cincuenta inviernos, pues que las primaveras no se distinguían en ella, y a quien un buen español llamaría ama de llaves, pero a quien nosotros, buenos americanos, distinguiremos con el nombre de señora mayor, alta, flaca y arrebozada en un gran pañuelo de lana, abrió la puerta, y echó sobre Daniel su correspondiente mirada de mujer vieja: es decir, mirada sin egoísmo, pero curiosa.
-¿Hay luz en mi cuarto, Doña Nicolasa? -la preguntó Don Cándido.
-Desde la oración está encendida -le contestó la buena mujer con esa entonación acentuada, peculiar a los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamás, pasen los años que pasen lejos de ellas, pues que es al parecer un pedazo de su tierra que traen en la garganta.
Doña Nicolasa atravesó el patio, y Don Cándido entró con Daniel a una sala en cuyo suelo desnudo, embaldosado con esos ladrillos que nuestros antiguos maestros albañiles sabían escoger para divertirse en formar con ellos miniaturas de precipicios y montañas, dio Daniel un par de excelentes tropezones, aun cuando sus pies de porteño estaban habituados a las calles de la «Muy Heroica Ciudad», donde las gentes pueden sin el menor trabajo romperse la cabeza, a pesar de todos los títulos y condecoraciones de la orgullosa libertadora de un mundo, menos de ella.
Todo lo demás de la sala correspondía naturalmente al piso; y las sillas, las mesas y un surtido estante de obras en pergamino, pero esencialmente históricas y monumentales, confesaban, sin ser interrogadas, que la ocupación de su dueño era, o había sido, la de enseñar muchachos, quienes lo primero que aprenden es el modo de sacar astillas de los asientos, y escribir sobre las mesas con el cortaplumas, o con la tinta derramada.
Sin embargo, la mesa revelaba que Don Cándido no era un hombre habitualmente ocioso, sino, por el contrario, dedicado a los trabajos de pluma: se veía en ella mucho papel, algunos croquis, un enorme diccionario de la lengua, un tintero y un arenillero de estaño, y todo en ese honroso desorden de los literatos, que tienen las cosas como tienen generalmente la cabeza.
-Siéntate, descansa, reposa, Daniel -dijo Don Cándido, echándose en una gran silla de baqueta, mueble tradicional y hereditario, colocado delante de la mesa.
-Con mucho gusto, señor secretario -le contestó
Daniel sentándose al otro lado de la mesa.
-¿Y por qué no me dices como siempre, mi querido maestro?
-¡Toma!, porque hoy tiene usted una posición más esclarecida.
-De que yo reniego todos los días.
-Y que, sin embargo, es preciso que usted la conserve.
-¡Oh, sin duda, hoy es mi áncora de salvación!
Además, yo tengo buenos pulmones, fuertes, vigorosos, y no me ha de cansar el señor doctor Don Felipe Arana.
-Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de la Confederación Argentina.
-Esto es, Daniel. Sabes de memoria todos los títulos de Su Excelencia.
-¡Oh! ¡Yo tengo mejor memoria que usted, señor secretario!
-¿Esa es ironía, eh? ¿Adónde vas con ella?
-A una friolera: a decir a usted que en ocho días de secretaría, no me ha mostrado usted sino dos notas del señor Don Felipe, que bien poco valían a fe mía.
-Pero no ha sido por olvido, Daniel. Te he dicho yo que Don Felipe me ocupa actualmente en poner en limpio las cuentas que debe presentar al gobierno sobre consumos hechos en sus estancias por tropas de la provincia, pero nada, nada absolutamente de política, después de las dos notas que te mostré bajo la más completa reserva. Pero, a propósito, Daniel, ¿qué empeño tienes tú, qué interés en tomar parte en los secretos de Estado? Mira, oye, Daniel: entrometerse en la política en tiempos calamitosos y aciagos, es exponerse a lo que me pasó a mi el año 20. Salía yo de casa de una comadre mía, natural de Córdoba, donde se hacen las mejores empanadas y los mejores confites de este mundo, y donde mi padre aprendió el latín. ¡Qué hombre tan instruido era mi padre, Daniel! Sabía de memoria la gramática de Quintiliano, el Ovidio, al cual un día, siendo yo muchacho, le eché encima un tintero que tenía mi padre por herencia de mi abuelo, que vino...
-Que vino de cualquier parte; es lo mismo.
-Bien; no quieres que prosiga; ya te conozco. Te preguntaba, pues, ¿qué interés tienes en saber los secretos de Don Felipe?
-¡Bah! Curiosidad de hombre desocupado, nada más.
-¿Nada más?
-Cierto. Pero soy tan intolerante cuando no se satisface a mi curiosidad, que suelo olvidarme de todos los vínculos que me ligan a los que me irritan. Además, beneficio por beneficio, ¿no es esto justo, mi querido maestro? -dijo Daniel dominando con su fuertísima mirada el pobre espíritu de Don Cándido, como era su costumbre cuando le veía hesitar.
-¡Oh! justo, muy justo -le contestó el secretario de Don Felipe, apresurándose con una sonrisa paternal a borrar la mala impresión que hubiera podido hacer con sus últimas palabras en el ánimo de aquel joven cuya influencia lo avasallaba tanto; le había dado un puerto de seguridad en la borrasca que empezaba a correr en el pueblo de Buenos Aires, y que era poseedor al mismo tiempo de algunas indiscreciones suyas, cuya revelación le traería infaliblemente su ruina.
-Estamos de acuerdo entonces -prosiguió Daniel-, y como prenda de nuestra firme alianza, tenga usted la bondad, mi buen amigo, de tomar la pluma de su tintero, y darme a mí un pliego de papel.
-¿Qué yo tome una pluma y te dé a ti papel?
-Eso es.
-¿Y vamos a escribir?
-A escribir.
-Pues, hijo, con una mesa de por medio, tú con el papel y yo con la pluma, te juro que será un verdadero prodigio nuestra escritura; sin embargo, ahí tienes el papel.
Daniel se reía, y empezó a doblar y multiplicar los dobleces en el papel que le dio Don Cándido. En seguida, tomó un cortaplumas y cortó el papel por todos los dobleces, formando pequeños cuadros, poco más o menos del tamaño de una carta de visita. Y contando de ellos hasta el número 32, tomó ocho papelitos y se los dio a Don Cándido, que lo estaba mirando y devanándose los sesos por comprender la ocupación de su discípulo.
-¿Y bien, qué hago con esto?
-Una cosa muy fácil y muy sencilla. ¿Es ésa la mejor pluma del tintero?
-Está cortada para perfiles -le contestó el antiguo maestro de escuela, levantando la pluma a la altura de sus ojos.
-Bien; ponga usted en cada uno de esos papelitos el número 24, en forma de escritura inglesa.
-El número 24 es un mal número, Daniel.
-¿Por qué, señor?
-Porque era el máximum de los palmetazos que han llevado de mi mano todos los muchachos remolones; muchachos que ya hoy son hombres de gran valía en la actualidad, por lo mismo que no me dieron grandes esperanzas en nada, y que pueden querer vengarse de mí, y sin embargo...
-Escriba usted 24, señor Don Cándido.
-¿Y nada más?
-Nada más.
-24, 24, 24... Ya está -dijo Don Cándido, después de haber escrito y repetido ocho veces aquella cifra.
-Muy bien; ahora escriba usted en el reverso del papel: Cochabamba.
-¡Cochabamba!
-¿Qué hay, señor? -le preguntó Daniel con mucha calma al oír la exclamación de Don Cándido.
-Que esta palabra me recordará siempre la casa de esta tarde, y, como las ideas se ligan instantáneamente, ese nombre me recordó la calle, luego la casa, y con la casa ese fraile impío, renegado, asesino y...
-Escriba usted Cochabamba, mi querido maestro.
-Cochabamba, Cochabamba, Cochabamba... Ya están los ocho.
-Tome usted la pluma más gruesa del tintero.
-Pero si ésta está excelente, superior.
-Tome usted la más gruesa.
-Vaya pues. Aquí está una de rayar.
-Perfectamente. Escriba usted con escritura española el mismo número y la misma palabra en estos otros papelitos -y Daniel dio a Don Cándido ocho papeles más.
-¿Es decir, que quieres que desfigure la letra?
-Justamente.
-Pero, Daniel, eso está prohibido.
Señor Don Cándido, ¿me hace usted el favor de escribir lo que le dicto?
-Bien; ya está -dijo Don Cándido después de haber escrito con la pluma gruesa, y en forma española, el número y la palabra.
-¿Tiene usted tinta de color?
-Aquí hay punzó de la mejor clase, superior, brillante.
-Úsela usted, pues, para estos otros-papeles.
-¿El mismo número?
-Y la misma palabra.
-¿En qué escritura?
-Francesa.
-La peor de todas las escrituras posibles, ya esta.
-Ahora, los últimos ocho papelitos.
-¿Conqué tinta?.
-Moje usted en la negra la pluma que ha usado con la punzo.
-¿En qué forma?
-En forma sui generis; es decir, en forma de letra de mujer.
-¿Todo de mismo?
-Exactamente.
-Ya está; y son treinta y dos papelitos.
-Eso es: treinta y dos veces veinte y cuatro.
-Y treinta y dos Cochabambas -dijo Don Cándido, que no podía despreocuparse de este nombre.
-Doy a usted repetidísimas gracias, mi querido amigo -dijo Daniel contando y guardando los papeles dentro de su cartera.
-¿Es algún juego de prendas, Daniel?
-Esto es lo que es, mi buen señor, y nada más.
-Esto me huele a alguna intriga amorosa, Daniel; ¡cuidado, hijo mío, cuidado! ¡Buenos Aires está perdido en ese sentido, como en muchos otros!
-Amén. Y para que la perdición no se extienda hasta mi antiguo maestro y mi presente amigo, usted me hará el favor de olvidarse para siempre jamás de lo que acaba de escribir.
-Palabra de honor, Daniel -dijo Don Cándido apretando la mano de su discípulo, que acababa de levantarse y se disponía a retirarse. Palabra de honor, yo he sido joven, y sé lo que importa el honor de las mujeres y la reputación de los hombres. Palabra de honor. Vete tranquilo, y sé feliz, favorecido, acatado, como bien lo mereces.
-Gracias mil, amigo mío. Pero mientras yo sigo sus consejos de cuidarme, usted no olvidará mi recomendación del plano. ¿No es verdad?.
-¿No me has dicho que para mañana lo necesitas?
-Para mañana.
-No habrán dado las doce del día, cuando lo tendrás en tu poder.
-¡Llevado por usted mismo, bien entendido!
-Por mí mismo.
-Entonces, buenas noches, mi querido maestro.
-¡Adiós, mi Daniel, mi amigo, mi salvador, hasta mañana!
Y Don Cándido acompañó hasta la puerta de calle a aquel discípulo de primeras letras, que más tarde debía ser su protector y salvador, como acababa de llamarlo. Y Daniel, embozado en su capa, siguió tranquilamente por la calle de Cuyo, preocupado en el recuerdo de ese hombre que, mucho más allá de la mitad de su vida, conservaba, sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía al mismo tiempo cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos en la vida; uno de esos hombres en quienes jamás tienen cabida, ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese espíritu de acción y de intriga, de inconsecuencia y de ambición, peculiar a la generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminuta, de seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto les rodea sino la superficie material de las cosas.
Reflexionando iba Daniel sobre las raras condiciones de su primer maestro, más que sobre otros asuntos de mayor importancia que le preocupaban después de algunos días, en la vida agitada a que lo conducía su organización, a la vez que su entusiasta patriotismo. Este joven reunía dos condiciones morales, opuestas diametralmente, y que, a pesar de eso, se hallan reunidas alguna vez en un mismo individuo; es decir, había en él el talento y la circunspección de un grande hombre, y el espíritu frívolo y sutil de un joven común. Y así se le veía en las circunstancias más difíciles, en los trances más apurados, mezclar a lo serio la ironía, a lo triste la risa, y lo más grave, aquello que era la obra misma de su alta inteligencia, picarlo un poco con los alfileres del ridículo.
En este momento acababa por ejemplo de guardar una sentencia de muerte contra su vida en los treinta y dos papelitos que llevaba en su pecho, pues cualquiera que fuese el objeto que se proponía con ellos, el mismo misterio que encerraban habría sido en aquella época un asunto de pena capital. Y sin embargo, Daniel caminaba reflexionando y riéndose de Don Cándido sin acordarse de tales papelitos. Organización rara; corazón frío y valiente en los peligros; débil y ardiente para el amor; imaginación altísima para las más vastas concepciones; sutil y ligera para encontrar siempre los contrastes del sello de las cosas.
Ni más ni menos que como un joven indolente, embriagado por esa voluptuosidad del alma y los sentidos a los veinte y cinco años de la vida, que nos hace perezosos exteriormente, porque toda nuestra actividad se reconcentra entonces en los deseos y en los recuerdos, Daniel llegó a su casa en la calle de la Victoria, en cuya puerta encontró a su fiel Fermín, que le esperaba con impaciencia, porque eran ya las ocho y media de la noche, es decir, una hora más tarde de aquella en que Daniel volvía a su casa generalmente, a ponerse en estado, como decía, de no ser satirizado por su Florencia; verdadero afecto, única ilusión amorosa en su corazón; único hálito de felicidad que refrescaba el alma de ese joven, abrasada por la fiebre de la desgracia pública, y de la cual él no había conocido aún el más terrible de sus estragos, y por que habían pasado ya millares de hombres de la generación a que él pertenecía: y tal era la separación repentina y sin término del objeto amado.
A esa época de la dictadura, la mayor parte de los jóvenes argentinos, en esa edad en que la vida rebosa su sensibilidad y su energía en las fuentes secretas de los afectos, había tenido que decir un ¡adiós! a alguna mujer querida, a alguna realización bella de los sueños dorados de su juventud; y al sentimiento de la patria, de la familia, del porvenir, se mezclaba siempre la ausencia de una mujer amada en esa segunda generación que se levantó contra la dictadura, y que, para combatirla, tuvo que dejar de improviso las playas de la patria.
La mano de Rosas interrumpía en el corazón de esos jóvenes el curso natural de las afecciones más sentidas: la de la patria y la del amor. Y en la peregrinación del destierro, en los ejércitos, en el mar, en el desierto, los emigrados alzaban su vista al cielo para mandar en las nubes un recuerdo a su patria y un suspiro de amor a su querida.
A la época que atravesamos, las esperanzas del triunfo radiaban en la imaginación de los emigrados; pero por halagüeña que sea una promesa, si posible es tener la paciencia de esperar su logro en la edad más inquieta de la vida, cuando esa promesa hace relación con la política, no es lo mismo cuando ella hace parte de la vida de nuestro corazón, porque entonces cada hora es un siglo que pesa lleno de fastidio y zozobra sobre el alma; así con el dolor de la proscripción los emigrados sufrían, en su mayor parte, los terribles martirios del amor en la ausencia de la mujer amada.
Pero en este sentido Daniel era feliz. Él, el más devorado por el deseo de la libertad de su patria, el más dolorido por sus desgracias, el más activo por su revolución, podía, sin embargo, a los veinte y cinco años de su vida, respirar paz y felicidad en el aliento de su amada y ver a su lado esa luz divina, recuerdo o revelación del paraíso, que se derrama en la mirada tierna y amorosa de ese ángel de purificación y de armonía que se encarna en la mujer amada de nuestro corazón.
Así Daniel entró contento a su casa; pues pronto debía salir de ella para volar al lado de su Florencia.
-¿Ha venido alguien? -preguntó Daniel, dirigiéndose a sus habitaciones.
-Sí, señor, hay un caballero en la sala.
-¿Y quién es ese caballero? -prosiguió Daniel sin manifestar la menor curiosidad y entrando a su escritorio por la puerta que daba al patio.
-El señor Don Lucas González -respondió Fermín, entrando al escritorio junto con su señor.
-¡Ah, ah, el señor Don Lucas González! Por ahí debías haber comenzado, tonto: los hombres honrados, y sobre todo los amigos de mi padre, no deben hacer antesala mucho tiempo -dijo Daniel, dirigiéndose a su sala de recibo, pasando por su alcoba y dos habitaciones más, todas iluminadas y adornadas con sencillez, pero con elegancia.
-Cuánto siento, señor, que se haya usted incomodado en esperarme. Rara vez falto de mi casa a las siete, pero hoy una ocurrencia imprevista me ha detenido fuera de ella -dijo el joven, dando la mano a un hombre anciano y de un aspecto noble y respetable, a quien colocó a su derecha en uno de los sofás de la sala.
-Hace apenas algunos minutos que he llegado, y de ningún modo me incomodaba el esperar a usted, señor Bello -contestó con amabilidad el señor Don Lucas González, antiguo vecino de Buenos Aires; español, hombre acaudalado y de una honradez y buena fe conocidas.
-Es justo que los hijos hereden las afecciones de los padres; y yo siento, señor, perder un minuto de sociedad con aquellos hombres a quienes estima el mío, y que yo sé que son bien dignos de esa estimación.
-Gracias, señor Don Daniel. Yo también tengo por el señor Don Antonio una verdadera estimación: fue de los primeros argentinos que conocí en Buenos Aires. ¿Y cuándo viene a la ciudad?
-No lo sé, señor. Sin embargo, me parece que para setiembre u octubre tendré el placer de darle un abrazo; y espero entonces que tendremos el honor de ver a usted con más frecuencia en esta casa.
-¡Oh sí, sí! Yo salgo poco. Pero por el señor Don Antonio se hacen excepciones con gusto. Somos antiguos amigos. Y, fiado en esta amistad, es que vengo a pedir al hijo una disculpa.
-¿A mí, señor? Los hombres como usted no se ven nunca en el caso de pedir disculpas.
-Sin embargo, me hallo en ese caso -dijo el anciano con cierta expresión de disgusto.
-Veamos, señor, ¿qué falta es ésa de que habla la escrupulosa delicadeza de usted?
-Sabe usted, señor Bello, que he respondido a usted por los ciento cuarenta y cinco mil pesos que importan las tropas de ganado vendidas al abastecedor Núñez.
-Es cierto, señor, y en el acto de recibir la carta de usted, di orden para que fuese entregado el ganado.
-Es verdad, pero el plazo se vence mañana.
-No lo recuerdo ciertamente.
-Sí, mañana: mañana, 19 de mayo.
-¿Y bien, señor?
-Es el caso que Núñez no ha reunido el dinero, que recién me lo avisa hoy, y que no tengo en caja esa cantidad, que no podré realizarla antes de una semana.
-¿Y qué necesidad que sea en una semana? ¿Por qué no decir ocho, diez, veinte semanas, las que usted quiera? Al presente no tengo ninguna letra urgente de mi padre, y aun cuando así no fuera, sabe usted que los señores Arichorenas la cubrirían en el acto. No me fije usted tiempo, señor González. Su palabra de usted me vale tanto como si aquella cantidad estuviese en mis gavetas.
-Gracias, amigo mío -dijo el señor González, con una expresión marcada de ese reconocimiento que es peculiar en los corazones sanos, cuando reciben un servicio-; yo tenía en mi caja -continuó- quinientas onzas de oro. Podía con ellas cubrir a usted; pero anteayer me he encontrado en uno de esos compromisos... de esos compromisos de esta época... pues... de que un hombre no sabe cómo libertarse.
-¡Ya! -exclamó Daniel, que al oír compromiso y época, olvidó el respeto que debía guardar a los asuntos privados de un extraño, y quiso, por el contrario, incitarlo a su explicación-. ¡Ya!, ¡tanta suscripción, tanto donativo a hospitales, expósitos, universidad, guerra! Sobre todo, tantos préstamos, de que un hombre pacífico no puede eximirse por la posición de los que piden.
-¡Pues! Eso mismo es lo que acaba de sucederme.
-Préstamos que no vuelven -continuó Daniel echándose hacia un brazo del sofá, como si sólo quisiera hablar de las generalidades de la época.
-No; felizmente, creo que esto no me sucederá esta vez, porque Mansilla me hipoteca su casa.
-¡Oh, es una hermosa finca! -dijo Daniel, que al oír el nombre de Mansilla conoció que el asunto era más interesante de lo que al principio creyó.
-¡Hermosísima! Pero de todos modos, es dinero parado, porque ni pagará intereses ni yo le haré vender la finca cuando llegue el plazo.
-¡Oh, y hará usted muy bien! Usted conoce la posición del general Mansilla: con el préstamo, usted se hace de él un buen apoyo; con el reclamo se haría usted de él un mal enemigo quizá: los hombres colocados muy alto no gustan de que les reclamen nada.
-Ha acertado usted, señor Bello. La amistad de Mansilla me cuesta ya mucho, como la de otros señores; pero me daré por bien servido con tal de que me dejen vivir tranquilo, gozando con mi familia de esa poca o mucha fortuna que tengo y que es el fruto del trabajo personal de toda mi vida.
-¡Triste estado por cierto, señor González: tener que comprar como un favor lo que se nos debe en justicia! ¡Pero cómo ha de ser!, no se puede hacer de otro modo, y es muy prudente lo que usted hace.
-Así lo creo.
-Sin embargo, si las sumas se multiplican en esa proporción de quinientas onzas, la cosa irá muy mal al fin de algún tiempo. ¿No es usted de mi opinión?
-¿Y qué he de hacer? Sin embargo, esta vez me garanto a lo menos con una hipoteca.
-¿Se ha extendido ya?
-Todavía no.
-¿Pero ha entregado usted el dinero?
-Anteayer: una sobre otra, quinientas onzas de oro.
-¿Y no habría sido mejor que anteayer se hubiera extendido la escritura de hipoteca, y dar después una sobre otra las quinientas onzas de oro al general Mansilla?
-Esa era mi idea. Pero fue a casa; el dinero me lo pidió para cubrir un compromiso del momento, y quedó conmigo en que ayer se labraría la hipoteca.
-¿Y se hizo así?
-No, no le he visto la cara en todo el día de ayer.
-¿Y hoy?
-Tampoco.
-Entonces, señor González, siento decir a usted que mañana sucederá lo mismo que ayer y que hoy.
-¡Cómo! ¿Cree usted?...
-Yo creo muy pocas cosas en la vida, señor; pero dudo de muchas.
-¡Ah! Entonces duda usted que Mansilla...
-No dudo del general; dudo de la época: época esencialmente excepcional, todas las acciones deben serlo.
-Pero...
-Eso es lo único de que dudo, señor. Pero no es sino una idea mía, que puede ser extravagante...; ¡qué se yo!, tantas veces nos equivocamos al cabo del día.
-Hombre, ¡por Dios! Si Mansilla hiciera eso, sería una ingratitud, una felonía indigna de un hombre decente -dijo el honrado español esforzándose en persuadirse que el joven Bello se excedía en sus dudas, porque, mas que la pérdida de sus quinientas onzas, le lastimaba la idea de ser burlado por un hombre a quien prestaba un servicio.
-Señor González, usted es un anciano respetable; un hombre lleno de probidad y de experiencia; y yo no soy otra cosa que un joven que comienza la vida; sin embargo, yo le hablo a usted con la lealtad que uso siempre con aquellos que la merecen: haga usted lo posible porque se firme esa escritura; pero si encuentra usted resistencia, no lleve usted adelante este negocio: hágase usted cargo que ha perdido aquella cantidad en cualquiera especulación.
-¿Pero qué resistencia puede haber?
-No pregunte usted eso, señor González. Raciocinemos sobre los hechos, y no preguntemos si deben o no suceder; bástenos saber que suceden. ¿Cree usted que un cuñado de Rosas se deje demandar impunemente? ¿No cuenta usted por nada el orgullo de los hombres, nunca más resentido que cuando les hieren en su altanería?
-Conque entonces, si le quitan a uno...
-Y bien, señor González, ¿usted quiere decir que si le quitan a uno lo suyo, uno tiene el derecho de quejarse?
-Claro está.
-Pues no, señor, no está claro, sino muy oscuro. Por ejemplo, pongámonos en el caso que el general Mansilla no le hipoteca a usted la casa.
-Pero si ya ha recibido las quinientas onzas.
-Bien, bien, señor González, pero pongámonos en ese caso.
-¿En el que no me extienda la escritura?
-Justamente.
-En ese caso habría...
-En ese caso habría cometido una mala acción, ¿no es eso?
-Hombre...
-Sí, eso es lo que quiso usted decir... ¿Pero no estamos rodeados de ejemplos de esa naturaleza de cinco años a esta parte, dados por el gobierno, por el clero, por los diputados, y por todos, señor, cuantos viven a la sombra de Rosas?
-¿Y bien? La autoridad haría entonces que se me extendiera la escritura.
-La autoridad judicial, puede ser; pero la autoridad popular tiene también sus trámites muy expeditivos, y hay noventa y nueve probabilidades contra una, a que tomaría la parte del cuñado de Su Excelencia. ¿Entiende usted ahora todo lo que tiene de grave este asunto, señor González?
-Sí.
-¿Perfectamente bien?
-Sí -contestó el anciano bajando la cabeza como avergonzado de no poder alzarla a la altura de sus derechos.
-Entonces repito a usted, señor, que si no nace del general Mansilla el cumplimiento de su obligación, no se presente a la autoridad, ni le hostilice.
-Respetaré ese consejo -dijo el anciano algo pálido y descompuesto su rostro, al descubrir en las palabras de Daniel cierta reserva que no podía menos de alarmarle, en aquella época en que la confianza y la seguridad estaban expirando, y comenzando a nacer la incertidumbre y el terror.
-Si no es un consejo, a lo menos es una opinión de un buen amigo.
-Gracias, señor Bello, gracias. Yo respeto mucho la opinión de los hombres de bien, sean viejos o jóvenes. Los ciento cuarenta y cinco mil pesos los tendrá usted la semana que viene -dijo el anciano levantándose.
-El día que usted quiera, señor.
Y Daniel acompañó hasta la puerta de la calle al señor Don Lucas González, antiguo amigo de su padre, y cuyo nombre, por desgracia, debía inscribirse muy pronto en el martirologio de 1840.
Daniel dio algunos paseos en el patio, y, después de haber conversado consigo mismo, aquella cabeza jamas tranquila plegó sus alas y dejó un poco de tiempo a la vida del corazón, que en aquella organización febriciente estaba en continua lucha con la vida de la inteligencia.
-Un frac, Fermín -dijo Daniel, entrando a su aposento, donde lo esperaba, tranquilo como buen hijo de la Pampa, el gauchito civilizado en quien depositaba toda su confianza, porque realmente la merecía.
-¡Bien! -continuó Daniel después de vestirse su frac y de guardar en su escritorio su cartera con los treinta y dos papelitos, de acepillarse su cabello castaño, y de calzarse un par de guantes de cabritilla blanca.
-¿Lleva usted la capa?
-No.
-¿Saco lo que está en la levita?
-No, no habrá necesidad de él.
-¿Las pistolas?
-Tampoco, dame un bastón solamente.
-¿Las llevo luego?
-Sí: a las once; me llevarás también mi caballo y mi poncho.
-¿Lo he de acompañar a usted?
-Sí, vendrás conmigo a Barracas... a las once en punto.
-¿A lo de Doña Florencia, señor?
-¿Y a qué otra casa, tonto? -dijo Daniel, disgustado de ver que alguien ponía en duda que sus únicas horas de recreo pudieran ser pasadas al lado de otra mujer que de aquella tan bien amada de su corazón.
Ahora el lector tendrá la bondad de volver con nosotros a nuestra conocida quinta de Barracas, en la mañana del 24 de mayo, y una hora después de aquella en que dejamos a la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta acabando de arreglar su traje de mañana en su primoroso tocador.
Ella es, otra vez, la primera que se nos presenta.
Está sentada en un sofá de su salón, donde los dorados rayos de nuestro sol de mayo penetran tibios y descoloridos a través de las celosías y las colgaduras.
Está sentada en un sofá; su rostro más encendido que de costumbre, y fijos sus ojos en una magnífica rosa blanca que tiene en su mano, y a quien acaricia distraída con sus manos más blancas y suaves que sus hojas.
A su izquierda está Eduardo Belgrano, pálido como una estatua, con sus ojos negros, rasgados y melancólicos, jaspeados sus párpados por una sombra azul que los circunda contrastando con la palidez de su semblante, sus ojos, su patilla, y cabellos renegridos y rizados, que caen sobre sus sienes descarnadas y redondas con que la Naturaleza descubre la finura de espíritu de aquel joven, como en su ancha frente la fuerza de su inteligencia.
-¿Y bien, señora? -preguntó Eduardo con una voz armoniosa y tímida, después de algunos momentos de silencio.
-Y bien, señor, usted no me conoce -dijo Amalia levantando su cabeza y fijando sus ojos en los de Eduardo.
-¿Cómo, señora?
-Que usted no me conoce; que usted me confunde con la generalidad de las personas de mi sexo, cuando cree que mis labios puedan decir lo que no sienta mi corazón, o más bien, porque no hablamos del corazón en este momento, lo que no es la expresión de mis ideas.
-Pero yo no debo, señora...
-Yo no hablo de los deberes de usted -le interrumpió Amalia con una sonrisa encantadora-, hablo de mis deberes: he cumplido para con usted una obligación sagrada que la humanidad me impone, y con la cual mi organización y mi carácter se armonizan sin esfuerzo. Buscaba usted un asilo, y le he abierto las puertas de mi casa. Entró usted a ella moribundo, y le he asistido. Necesitaba usted atención y consuelos, y se los he prodigado.
-¡Gracias, señora!
-Permítame usted, no he concluido. En todo esto, no he hecho otra cosa que cumplir lo que Dios y la humanidad me imponen. Pero yo cumpliría a medias estos deberes, si consintiese en la resolución de usted: quiere usted retirarse de mi casa, y sus heridas se volverán a abrir, mortales, porque la mano que las labró volverá a sentirse sobre su pecho en el momento que se descubra el misterio que la casualidad y el desvelo de Daniel han podido tener oculto.
-Usted sabe, Amalia, que no han podido conseguir ni indicios del prófugo de aquella fatal noche.
-Los tendrán. Es necesario que usted salga perfectamente bueno de mi casa; y quizá será necesario que emigre usted -dijo Amalia bajando los ojos al pronunciar estas últimas palabras-. Y bien-continuó volviendo a levantar su preciosa cabeza-, yo soy libre, señor, perfectamente libre; no debo a nadie cuenta de mis acciones, sé que cumplo, y sin el mínimo esfuerzo, un riguroso deber que me aconseja mi conciencia, y sin prohibirlo, porque no tengo derecho para ello, digo a usted otra vez que será contra toda mi voluntad si usted se aleja de mi casa como lo desea, sin salir de ella perfectamente bueno y en seguridad.
-¡Como lo deseo! ¡Oh no, Amalia, no! -exclamó Eduardo aproximándose a la seductora beldad que se empeñaba en retenerlo-; no, yo pasaría una vida, una eternidad en esta casa. En los veinte y siete años de mi existencia yo no he tenido vida, sino cuando he creído perderla; mi corazón no ha sentido el placer, sino cuando mi cuerpo ha sido atormentado por el dolor; no he conocido en fin la felicidad, sino cuando la desgracia me ha rodeado. Amo de esta casa el aire, la luz, el polvo de ella, pero temo, tiemblo por los peligros que usted corre. Si hasta ahora la providencia ha velado por mí, ese demonio de sangre que nos persigue a todos, puede descubrir mi paradero y entonces..., ¡oh! ¡Amalia, yo quiero comprar con mi felicidad el sosiego de usted, como compraría con toda la sangre de mi cuerpo cada momento de la tranquilidad de su alma!
-¿Y qué habría de noble y de grande en el alma de una mujer, si no arrastrase también algún peligro por la salvación del hombre a quien... a quien ha llamado su amigo?
-¡Amalia! -exclamó Eduardo tomando entusiasmado una de las manos de la joven.
-¿Cree usted, Eduardo, que bajo el cielo que nos cubre no hay también mujeres que identifiquen su vida y su destino a la vida y el destino de los hombres? ¡Oh! Cuando todos los hombres han olvidado que lo son en la patria de los argentinos, deje usted a lo menos que las mujeres conservemos la generosidad de nuestra alma y la nobleza de nuestro carácter. Si yo tuviera un hermano, un esposo, un amante; si fuese necesario huir de la patria, yo le acompañaría en el destierro; si peligraba en ella, yo interpondría mi pecho entre el suyo y el puñal de sus asesinos; y si le fuere necesario subir al cadalso por la libertad, en la tierra que le vio nacer en la América, yo acompañaría a mi esposo, a mi hermano, o a mi amante, y subiría con él al cadalso.
-¡Amalia! ¡Amalia! ¡Yo seré blasfemo: yo bendeciré las desgracias de nuestra patria desde que ellas inspiran todavía bajo su cielo el himno mágico que acaba de salir de las inspiraciones de vuestra alma! -exclamó Eduardo, oprimiendo entre sus manos la de Amalia-. Perdón, yo la he engañado a usted; perdón mil veces. Yo había adivinado todo cuanto hay de noble y generoso en su corazón; yo sabía que ningún temor vulgar podría tener cabida en él. Pero mi separación es aconsejada por otra causa, por el honor... Amalia, ¿nada comprende usted de lo que pasa en el corazón de este hombre a quien ha dado una vida para conservarla en un delirio celestial que jamás hubo sentido?
-¿Jamás?
-Jamás, jamás.
-¡Oh! Repítalo usted, Eduardo -exclamó Amalia, oprimiendo a su vez entre las suyas la mano de Belgrano y cambiando con los ojos de él esas miradas indefinibles, magnéticas, que trasmiten los fluidos secretos de la vida entre las organizaciones que se armonizan, cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego divinizado del alma.
-Cierto, Amalia, cierto. Mi vida no había pertenecido jamás a mi corazón, y ahora...
-¿Ahora? -le preguntó Amalia, agitando convulsiva entre las suyas la mano de Eduardo.
-Ahora, vivo en él: ahora, amo, Amalia.
Y Eduardo, pálido, trémulo de amor y de entusiasmo, llevó a sus labios la preciosa mano de aquella mujer en cuyo corazón acababa de depositar, con su primer amor, la primera esperanza de felicidad que había conmovido su existencia; y durante esa acción precipitada, la rosa blanca se escapó de las manos de Amalia, y, deslizándose por su vestido, cayó a los pies de Eduardo.
A las últimas palabras del joven el semblante de Amalia se coloreó radiante de felicidad; pero instantáneo, rápido como el pensamiento, ese relámpago de su alma evaporóse, y la reacción del rubor vino después a inclinar, como una hermosa flor abatida por la brisa, la espléndida cabeza de la tucumana.
Las manos de los jóvenes no se separaron, pero el silencio, ese elocuente emisario del amor, a quien se debe tanto en ciertos momentos, vino a hacer que el corazón saborease en secreto las últimas palabras de los labios.
-¡Perdón, Amalia! -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza y despejando las sienes de los cabellos que las cubrían-, perdón, he sido un insensato; pero no, yo tengo orgullo de mi amor y lo declararía a la faz de Dios: amo y no espero, he ahí mi defensa si la he ofendido a usted.
Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Amalia bañaron con un torrente de luz los ojos ambiciosos de Eduardo. Esa mirada lo dijo todo.
-Gracias, Amalia -exclamó Eduardo arrodillándose delante de la diosa de su paraíso hallado-. Pero, en nombre de Dios, una palabra, una sola palabra que pueda yo conservar eterna en mi corazón.
-¡Oh, levántese usted, por Dios! -exclamó Amalia obligando a Eduardo a volver al sofá.
-Una palabra solamente, Amalia.
-¿Sobre qué, señor? -dijo Amalia colorada como un carmín; pretendiendo retrogradar en un terreno en que se había avanzado demasiado.
-Una palabra que me diga lo que mi corazón adivina -continuó Eduardo volviendo a tomar entre las suyas la mano de Amalia.
-¡Oh, basta, señor, basta! -dijo la joven retirando su mano y cubriéndose los ojos. Su corazón sufría esa terrible lucha que se establece en las mujeres en ciertos momentos en que su corazón quiere hablar, y sus labios se empeñan en callarse.
-No -prosiguió Eduardo-, déjeme usted al menos por la primera, por la última vez quizá hacer a sus pies el juramento santo de la consagración de mi vida al amor de la única mujer que ha inspirado en mi alma, con mi primera pasión, la primera esperanza de mi felicidad en la tierra. Amo, Amalia, amo y Dios es testigo que mi corazón es estrecho para la extensión de mi cariño.
Amalia puso la mano sobre el hombro de Eduardo. Sus ojos estaban desmayados de amor. Sus labios, rojos como el carmín, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y tranquila, sin volver sus ojos de la contemplación extática en que estaban, su brazo extendióse, y el índice de su mano señaló la rosa blanca que se hallaba en el suelo.
Eduardo volvió los ojos al punto señalado, y...
-¡Ah! exclamó, recogiendo la rosa y llevándola a sus labios-. No, Amalia, no es la beldad la que ha caído a mis pies, soy yo quien viviré de rodillas: yo, que tendré su imagen en mi corazón, como tendré esta rosa, lazo divino de mi felicidad en la tierra.
-¡Hoy no! -dijo Amalia, arrebatando la rosa de la mano de Eduardo-. Hoy necesito esta flor, mañana será de usted.
-Pero esa flor es mi vida, ¿por qué quitármela, Amalia?
-¿Vida, Eduardo? Basta, ni una palabra más, por Dios -dijo Amalia retirándose del lado de Eduardo-. Sufro -prosiguió-: esta flor, caída en el momento que se me habla de amor, ya ha sido interpretada. Bien, se ha interpretado la verdad; pero en mi espíritu supersticioso acaba de pasar una idea horrible. Basta, basta ya.
-¿Y quién estorbaría hoy nuestra felicidad en el mundo?...
-Cualquier locura, cosa muy fácil de hacer por ciertas personas en ciertos estados de la vida, sobre este mundo, el mejor de los mundos posibles, como decía no sé quién -dijo Daniel Bello, que entraba a la sala sin que le hubieran sentido venir por las piezas interiores.
-No hay que incomodarse -continuó, al ver el movimiento que hizo Eduardo para retirarse un poco del lugar tan inmediato a Amalia que ocupaba en el sofá-. Pero ya que me dejas espacio, me sentaré en medio de los dos.
Y como lo dijo, Daniel sentóse en el sofá en medio de su prima y su amigo, y tomando la mano de cada uno, dijo:
-Empiezo por confesar a ustedes que no he oído más que las últimas palabras de Eduardo, y que tanto valdría que no las hubiera oído, porque hace muchos días que me las estaba imaginando. He dicho.
Y saludó con una gravedad llena de burla a su prima, colorada como un carmín, y a Eduardo, que fruncía el entrecejo.
-¡Ah! Como ustedes no me quieren contestar -prosiguió Daniel-, seré yo el que continúe hablando. ¿Cómo dispone usted, mi señora prima: vendrá el coche de la señora Dupasquier a buscar a usted, o irá usted en el suyo a casa de la señora Dupasquier?
-Iré yo -dijo Amalia sonriendo con esfuerzo.
-¡Gracias a Dios que veo una sonrisa! ¡Ah! ¿Y usted también, señor Don Eduardo? ¡Alabado sea Baco, santo de la alegría! Yo pensaba que de veras se habían enojado porque yo hubiese oído un poquito de lo mucho
que naturalmente tienen ustedes que decirse en este solitario palacio encantado donde, aunque sea un año, he de venir a habitarlo algún día con mi Florencia. ¿Me le prestará usted, señora Doña Amalia?
-Concedido.
-En hora buena. Recapitulemos, pues. Horas fijas, como hacen los ingleses, que jamás yerran sino en la América: a las diez; ¿te parece buena esa hora?
-Preferiría más tarde.
-¿Alas once?
-Más todavía -contestó Amalia.
-¿A las doce?
-Bien, a las doce.
-En hora buena. A las doce de la noche, pues, estarás en casa de Florencia, para conducirla al baile, pues la señora Dupasquier sólo de este modo consiente en que vaya su hija.
-Eso es.
-¿Quién te acompañará en el coche?
-Yo -dijo Eduardo precipitadamente.
-Despacio, despacio, caballero. Usted se guardará muy bien de andar acompañando a nadie hoy a las doce de la noche.
-¿Y cómo ha de ir sola?
-¿Y cómo ha de ir usted con ella, en la noche del 24 de mayo? -contestó Daniel mirando fijamente a Eduardo y recargando la voz sobre las palabras veinte y cuatro.
Eduardo bajó los ojos, pero Amalia, que con su vivísima imaginación había comprendido que aquellas palabras encerraban algún misterio, se dirigió a su primo con esa prontitud de las mujeres, cuando les hieren alguna de las cuerdas de esa arpa de celosos afectos que se llama su corazón, y le preguntó:
-¿Puedo saber por qué no es lo mismo la noche del 24 de mayo que otra cualquiera, para que el señor me haga el honor de acompañarme?
-Es justísima tu interrogación, mi querida Amalia, pero hay ciertas cosas que los hombres tenemos que reservar de las señoras.
-Pero aquí hay algo de política, ¿no es verdad?
-Puede ser.
-Yo no tengo ningún derecho para exigir de este caballero el que me acompañe; pero a lo menos, creo tenerlo sobre él y sobre ti para recomendarles un poco de prudencia.
-Yo te respondo de Eduardo.
-De los dos -se apresuró a decir Amalia.
-Bien, de los dos. Quedamos, pues, en que a las doce irás a lo de Florencia. Pedro te servirá de cochero, y el criado de Eduardo de lacayo. Una vez en casa de Madama Dupasquier, montarás con ella en su coche para ir al baile, y el tuyo volverá a buscarte a las cuatro de la mañana.
-¡Oh; es mucho! ¡Cuatro horas! Una solamente.
-Es muy poco.
-Me parece que para el sacrificio que hago, es demasiado.
-Lo sé, Amalia; pero es un sacrificio que haces por la seguridad de tu casa, y con ella por la tranquila permanencia de Eduardo. Te lo he dicho diez veces: no asistir a este baile dado a Manuela, en que recibes una invitación de ella, solicitada por Agustina, es exponerte a que lo consideren como un desaire, y estamos mal entonces. Agustina tiene un especial empeño en tratarte, y ha buscado este medio. Entrar al baile y salirte de él antes que ninguna otra, es hacerte notable en mal sentido a los ojos de todos.
-¿Y qué me importa de esa gente? -dijo Amalia con un acento marcado de desprecio.
-Muy cierto; a esta señora, ni le deben dar cuidado los resentimientos de esa gente, ni he sido nunca de tu opinión, Daniel, de que le haga el honor de concurrir a su baile -dijo Eduardo dirigiéndose a su amigo.
-¡Bravo! ¡Superior! exclamó Daniel saludando a Amalia y a Eduardo sucesivamente-. Estáis inspirados y me habéis convencido -continuó-, es una locura que mi querida prima vaya al baile. Que no vaya, pues. Pero hará muy bien en empezar a quemar sus colgaduras celestes, para no ofender los delicados ojos de la Mashorca, cuando tenga el honor de recibir su visita dentro de algunos días.
-¡Esa canalla en mi casa! -exclamó Amalia, resplandeciendo sus ojos con todo el brillo de su orgullo, e irguiendo su cabeza, que parecía en aquel momento querer reclamar la majestad de una corona-. Y bien -prosiguió-, mis criados harán con ella lo que se hace con los perros: la echarán a la calle.
-¡Superior! ¡Sublime! -exclamó Daniel frotándose las manos; y, echando luego su cabeza hacia el respaldo del sofá y mirando al cielo raso, preguntó con una calma glacial:
-¿Cómo van las heridas, Eduardo?
Un estremecimiento nervioso y súbito como el que ocasiona el golpe eléctrico, conmovió la organización de Amalia. Eduardo no respondió. Él y ella habían comprendido en el acto todo el horrible recuerdo que encerraba la interrogación de Daniel, y todo cuanto, al mismo tiempo, quería presagiarles con ella.
-Iré al baile, Daniel -dijo Amalia, humedecidos sus ojos por una lágrima brotada de su orgullo.
-¡Pero es terrible que yo sea la causal -dijo Eduardo levantándose y paseándose precipitadamente por la sala, sin sentir el dolor agudísimo que le ocasionaban esos violentos pasos en su pierna izquierda, que apenas podía se afirmar en tierra.
-¡Vamos!¡Por amor de Dios! -dijo Daniel levantándose, tornando del brazo a Eduardo y volviéndole al sofá-, vamos, tengo que hacer con vosotros como con dos niños. ¿Puedo tener otro objeto en lo que hago, que vuestra propia seguridad? ¿No he hecho lo mismo, no he puesto el mismo empeño en que Madama Dupasquier asista con mi Florencia a este baile? ¿Y por qué, Amalia? ¿Por qué, Eduardo? Por despejar en algo el porvenir de todos de esas prevenciones, de esas sospechas que hoy fermentan el rayo sobre la cabeza en que se amontonan. La muerte se cierne sobre la cabeza de todos; el acero y el rayo están en el aire, y a todos es preciso salvar. A trueque de estos pequeños sacrificios yo proporciono la única garantía para todos, y a la sombra de ellos también me garanto yo mismo. Yo, que hoy necesito la libertad, la garantía, la estimación, puedo decir, de esa gente, para más tarde, de un día, de un momento a otro, poder arrancar la máscara de mi semblante, y... pero estamos convenidos, ¿no es verdad? -dijo Daniel interrumpiéndose a sí mismo, y, a merced de aquella potencia admirable que ejercía sobre su espíritu, haciendo vagar la risa en su semblante, un momento antes grave y serio, por no acabar de descubrir a su prima algo de los misterios de su vida política.
-Convenido, sí -dijo Amalia-. A las doce a casa de Madama Dupasquier; de estas nuevas amigas que tú me has dado, y que pareces tener empeño en que las sea importuna desde temprano.
-¡Bah! La señora Dupasquier es una santa señora, y Florencia está encantada de ti, desde que sabe que no eres su rival...
-Y Agustina; Agustina ¿qué motivos, qué interés tiene para querer tratarme? ¿También es por celos?
-También.
-¿De ti?
-No; desgraciadamente.
-¿Y de quién?
-De ti.
-¿De mí?
-Sí, de ti; ha oído hablar de tu belleza, de tus muebles y trajes exquisitos, y la reina de la belleza y los caprichos quiere conocer a su rival en ellos: he ahí todo.
-¡Bah! Pero, ¿y Eduardo?
-Me lo llevo.
-¿Tú?
-Yo.
-¿Ahora mismo?
-Ahora mismo. ¿No hemos convenido en que me lo prestarías por hoy?
-¡Pero salir de día! Tú me habías hablado de llevarlo esta noche por algunas horas a tu casa.
-Ciertísimo, pero no podré volver a esta casa hasta mañana.
-¿Y bien?
-Y bien, Eduardo no saldrá sino conmigo.
-¿De día?
-De día; ahora mismo.
-Pero le verán.
-No, señora, no le verán: mi coche está a la puerta.
-¡Ah! No lo había sentido llegar -dijo Amalia.
-Ya lo sabía.
-¿Tú?
-Yo.
-¿Tienes también el don de segunda vista como los escoceses?
-No, mi linda prima, no; pero tengo la ciencia de las fisonomías, y cuando entré a esta sala...
-Señora, ¿me hace usted el favor de mandar callar a su primo para que no nos diga algún disparate? -dijo Eduardo cortando la frase de Daniel, y acompañando sus palabras con una sonrisa la más inteligible para Amalia.
-¡Toma! Nuestro querido Eduardo, Amalia mía, cree que yo iba a cometer el desatino de repetir lo que él probablemente te estaría diciendo al entrar yo, pues que ha clasificado de disparate la frase que me dejó entre la boca.
-¡Hola! También es usted mordaz, caballero -dijo Amalia acompañando sus palabras con una mímica poco agradable para Daniel; es decir, arrancándole dos o tres hebras de sus lacios cabellos, sin que Eduardo lo notase y con tal prontitud que obligó a Daniel a hacer una exclamación.
-¿Qué hay? -preguntó Amalia con la cara más seria del mundo, y fijando sus bellísimos ojos en los de su primo.
-Nada, hija, nada. Me imaginaba en este momento que tú y Florencia serán las más lindas mujeres de esta noche.
-¡Gracias a Dios que te oigo decir una cosa razonable! -dijo Eduardo.
-Gracias, y para que sean dos, te diré que es hora de que pidas tu sombrero y me acompañes.
-¿Ya?
-Sí, ya.
-Pero es temprano aún.
-No, señor; por el contrario, es tarde.
-Bien, ahora.
-No, ya.
-¡Oh!
-¿Qué?
-Nada.
-Cáspita, el huésped parece sueco, pues, según el vulgo, donde entran, allí se quedan los compatriotas de Carlos XII, actuales súbditos del bravo Bernadotte, cuya mirada cuentan que nadie puede resistir. ¡Hace veinte días que está de visita en esta casa, y todavía le parece poco!
-Daniel, ¿me haces el favor de visitar temprano a Florencia? -dijo Amalia.
-¿Y para qué, señora?
-Para recibir tu audiencia de despedida.
-¿Cómo? ¿Cómo?
-Tu audiencia de despedida.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-¿Despedirme de Florencia?
-Justamente.
-¿Ha hablado con ella Doña María Josefa?
-No.
-¿Entonces?
-Entonces, seré yo quien hable, yo.
-¿Para decirla que me despida?
-Eso es.
-¡Diablo!
-¿No te parece bien?
-No, por cierto, ni en broma.
-Pues lo haré.
-¿Quieres decir?
-Quiero decir: que esta noche haré ver a esa pobre criatura todo lo que la espera con marido tan insufrible.
-¡Ah! ¡Bueno! Tomarás la revancha. Eduardo, ¿me haces el favor de despedirte de Amalia?
-Es irresistible, señora -dijo Eduardo levantándose y tomando la mano que le extendía Amalia.
-¡Bah! Esa es condición de todos los de mi familia: somos irresistibles -dijo Daniel sonriéndose y dando un paseo del sofá a las ventanas, mientras las manos de Amalia y Eduardo parecían querer estar despidiéndose todo el día.
Ni él ni ella se dijeron una sola palabra: sus ojos habían pronunciado largos discursos. Cuando Daniel dio vuelta, Eduardo se dirigía a la puerta, y los ojos de Amalia estaban clavados sobre su rosa blanca.
-Mi Amalia -dijo Daniel, solo ya con su prima-, nadie en el mundo velará por Eduardo más que yo. Yo velo por todos, mientras a mí sólo me guarda la providencia. Nadie tampoco desea más que yo tu felicidad en este mundo. Todo lo adivino y todo lo apruebo. Dejadme hacer. ¿Quedas contenta?
-Sí -dijo Amalia con los ojos llenos de lágrimas.
-Eduardo te ama, y yo también estoy contento de eso.
-¿Lo crees tú?
-¿Lo dudas tú?
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Dudo de mí.
-¿No eres feliz con ese amor?
-Sí, y no.
-Es como no decir nada.
-Y sin embargo, digo cuanto siento en mi alma.
-¿Le amas y no le amas entonces?
-No; le amo, le amo, Daniel.
-¿Y entonces, Amalia?
-Entonces, soy feliz con el amor que le profeso, y tiemblo, sin embargo, de que él me ame.
-¡Supersticiosa!
-Puede ser; pero la desgracia me ha enseñado a serlo.
-La desgracia suele conducirnos a la felicidad, amiga mía.
-Bien, anda, te espera Eduardo.
-¡Hasta luego! -dijo Daniel poniendo sus labios sobre la frente de su prima.
Un momento después, los dos amigos subieron coche, y, a tiempo de romper a gran trote los caballos, alzóse una de las celosías de las ventanas del salón de Amalia, y dos miradas se cambiaron un expresivo adiós.
El sol del 24 de mayo de 1840 había llegado a su ocaso, y precipitado en la eternidad aquel día que recordaba en Buenos Aires la víspera del aniversario de su grandiosa revolución. Treinta años antes se había despedido de la tierra, viendo desaparecer para siempre la autoridad del último de nuestros virreyes, de quien, en tal día como ese en 1810, el cabildo de la ciudad había hecho un presidente de una junta gubernativa, y cuya autoridad limitada descendió más, pocas horas después, contra la voluntad del cabildo, pero por la voluntad del pueblo.
La noche había velado el cielo con su manto de estrellas, y del palacio de los antiguos delegados del rey de España se esparcía una claridad que sorprendía los ojos del pueblo bonaerense, habituados después de muchos años a ver oscura e imponente la fortaleza de su buena ciudad, residencia de sus pasados gobernantes, antes y después de la revolución, pero abandonada y convertida en cuartel y caballeriza, después del gobierno destructor de Don Juan Manuel Rosas.
Los vastos salones en que la señora marquesa de Sobremonte daba sus espléndidos bailes, y sus alegres tertulias de revesino, radiantes de lujo en tiempo de la Presidencia, y testigos de intrigas amorosas y de disgustos domésticos en tiempo del gobernador Dorrego, derruidos y saqueados en tiempo del Restaurador de las Leyes, habían sido barridos, tapizados con las alfombras de San Francisco, y amueblados con sillas prestadas por buenos federales para el baile que dedicaba al señor gobernador y a su hija su guardia de infantería, al cual no podría asistir Su Excelencia, por cuanto en ese día honraba la mesa del caballero Mandeville, que celebraba en su casa el natalicio de su soberana. Y la salud de Su Excelencia podría alterarse pasando indiscretamente de un convite a un baile, por lo que estaba convenido que la señorita su hija lo representase en la fiesta.
Las luminarias de la plaza de la Victoria, la iluminación interior del palacio, que al través de sus largas galerías de cristales proyectaba su claridad hasta la plaza del 25 de Mayo, la rifa pública, los caballitos, y sobre todo la aproximación de ese 25 que jamás deja de obrar su influencia mágica en el espíritu de sus hijos, arrastraban en oleadas hacia las dos grandes plazas a ese pueblo porteño que pasa tan fácilmente del llanto a la risa, de lo grave a lo pueril, y de lo grande a lo pequeño: pueblo de sangre española y de espíritu francés, aunque no era esta la opinión de Dorrego, cuando desde la tribuna gritó a la barra que le interrumpía: «silencio, pueblo italiano»; pueblo, en fin, cuyo estudio sicológico seria digno de hacerse, si alguien pudiera estudiar en las páginas desencuadernadas del libro sin método y sin plan que representa su historia.
Los coches que se dirigían a las casas de los convidados al baile empezaban a correr con dificultad por las calles paralelas a las plazas de la Victoria y de 25 de Mayo; los cocheros tenían que contener los caballos; y los lacayos, que habérselas con esos muchachos de Buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo; y que se entretienen-en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar, en lo más rápido del andar del coche.
De repente, uno de los coches que venía del Retiro hacia la plaza de la Victoria pasa sus ruedas por encima de una especie de confitería ambulante colocada bajo la vereda de la Catedral, y una grita espantosa se alza en derredor del coche, acusando al cochero de haber muerto media docena de personas; porque para el pueblo no hay una cosa más divertida que tener a quien acusar en los momentos en que todo lo que le rodea es inferior a la potencia soberana que representa.
Los vigilantes acudieron. El coche estaba entre un mar de pueblo. Se buscan los muertos, los heridos; no se halla nada de esto, sin embargo; pero las mujeres lloran, los muchachos gritan, los vigilantes regalan cintarazos a derecha e izquierda y el coche no puede moverse.
-¡Adelante! Rompe por el medio de todos. Rompe la cabeza a cuantos halles, pero anda, con mil demonios -dice al cochero uno de los personajes que conducía el carruaje.
-Señor vigilante -dice otro de los que estaban dentro, sacando la cabeza por uno de los postigos del coche, y dirigiéndose a uno de los agentes de policía, que en ese momento hacía más heroicidades sobre las espaldas de los pobres diablos que allí había, que las que hizo Eneas en la terrible noche-; señor vigilante, creo que no se ha hecho mal a nadie; reparta usted este dinero entre los que hayan perdido algunas frutas, y haga usted que podamos pasar, pues que vamos de prisa.
-Sí, eso mismo decía yo. ¡Es gritería, nada más! -dijo el servidor del señor Victorica, guardando los billetes en su bolsillo-. ¡Campo, señores -gritó en seguida-, campo!, que son buenos federales y puede que vayan en servicio de la causa.
La trompeta de Josué tuvo menos magia para derribar las murallas de Jericó, que las palabras de nuestro hombre para arrinconar la multitud contra las paredes del templo, y despejar en un minuto la bocacalle de la plaza.
-Dobla por la calle de la Federación, y toma en seguida la de Representantes -dijo al cochero el primero de los que habían hablado.
Momentos después, el coche pasaba libremente por la puerta de Su Excelencia el señor Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, y a los diez minutos de marcha, se paró en el ángulo donde se cruzan las calles de la Universidad y de Cochabamba.
Cuatro hombres bajaron del carruaje, y de uno de ellos recibió orden el cochero, de estar en ese mismo lugar a las diez y media de la noche.
En seguida los cuatro desconocidos, embozados en sus capas, siguieron en dirección al río por la misma calle de Cochabamba, oscura en esos momentos, y solitaria como el desierto.
Marchaban de dos en dos, cuando, al desembocar la última calle que les faltaba para llegar a la casa aislada que se encontraba sobre la barranca, se hallaron de manos a boca con tres hombres, encapados también, que venían en la dirección de la calle de Balcarce.
Las dos comitivas se pararon instantáneamente, y, contemplándose sin duda, guardaron por algún tiempo un profundo silencio.
-Es preciso salir de esta posición; en todo caso somos cuatro contra tres -dijo a sus compañeros uno de los hombres que habían bajado del coche. Y con su última palabra dio su primer paso hacia los tres desconocidos.
-¿Puedo saber, señores, si es por nosotros que se han tomado ustedes la molestia de interrumpir su camino?
Una carcajada en trino fue la respuesta que recibió el que había hecho aquella paladina interrogación.
-¡Al diablo con todos vosotros! ¡No ganamos para sustos! -dijo el mismo que había hablado antes, a quien ya se habían reunido sus compañeros, pues que todos se habían reconocido recíprocamente por la voz y por la risa: todos eran unos. Y todos marcharon en dirección al río.
A pocos pasos llegaron a una puerta que nuestros lectores recordarán, aun cuando un poco menos que el maestro de primeras letras de Daniel.
Ninguno de los siete golpeó la puerta; pero uno de ellos puso sus labios en la bocallave, y pronunció las palabras: Veinte y cuatro.
La puerta abrióse en el acto, y cerróse luego de pasar por ella el último de los recién venidos.
Algunos minutos después, las mismas palabras fueron pronunciadas en el mismo paraje, y dos individuos más entraron a la casa. Y, sucesivamente por un cuarto de hora, fueron llegando comitivas de a dos, y de a tres individuos, usando todos de las mismas palabras y de las mismas precauciones.