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Corrientes submarinas. Las poéticas del 50 española e hispanoamericana (o viceversa)

Kiko Mora284


El lenguaje existe, el arte existe,
porque existe «el otro».


George Steiner                



Imagínate ahora que tú y yo
muy tarde en la noche
hablamos de hombre a hombre...


Gil de Biedma                


Voy a proponerles en lo que sigue que compartan conmigo la afirmación de que las generaciones hispanoamericana y española, que constituyeron desde la perspectiva actual el mainstream poético del tercer cuarto del siglo XX (por acotar temporalmente algo que es difícilmente acotable), comparten una serie de rasgos que no parecen ser de ninguna manera producto de la casualidad, aun siendo consciente de que existe toda una tradición investigadora no sólo en España sino también en los Estados Unidos y Latinoamérica cuya actitud dificulta la aproximación de ambas literaturas por razones en las que entran en juego complejos históricos, políticas educativas, intereses económicos e ideologías de toda índole que no es posible soslayar. Ni que decir tiene que las generaciones a las que me refiero, las que se han dado en denominar «Generación del 50» o «del medio siglo» en España y la «Poesía coloquial de tono conversacional» en Hispanoamérica, convivieron con otras tendencias cuyos fundamentos estéticos asumieron principios algunos de ellos radicalmente distintos a los propuestos por estos grupos. De manera que este artículo recoge un estudio de dos generaciones que durante un tiempo fueron predominantes, bien por su índice mayor en la escritura y publicación de libros, bien por la calurosa recepción por parte de la crítica más influyente, bien por su mayor difusión en los medios de comunicación y su mayor número de ventas (sin distinguir ahora si fue primero el huevo o la gallina), pero constatando aunque sea sólo en estas líneas que hubo otros márgenes poéticos cuya obra exige una atención mayor por parte de la crítica especializada.

En mi experiencia personal comencé leyendo en primer lugar a la llamada «Generación del medio siglo» española, especialmente a Ángel González y Gil de Biedma. Algún tiempo después, cuando abordé las lecturas de los conversacionales hispanoamericanos, tuve la sensación de que en los poemas de Roque Dalton, Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal (fueron los primeros autores a los que presté una atención mayor) había algo que me sonaba familiar; era una intuición primitiva, como la del boxeador que adivina el puñetazo sin saber muy bien de qué lado le viene, y, como todas, también incompleta en cuanto a la experiencia del conocimiento se refiere. Pero una relectura atenta y por tanto más racionalizada permite establecer algunas relaciones de las literaturas en lengua castellana de ambas orillas, ciertas corrientes subterráneas -mejor dicho, submarinas- sin las cuales no hubiera podido completar esa intuición

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ahora domesticada que ya ha dejado, para bien o para mal, de existir.

Al decir esto, espero que no se me haya malinterpretado. Si mi conocimiento de la generación poética hispanoamericana hubiera ocurrido en primer lugar creo que la sensación hubiera sido la misma y, por lo tanto, no pretendo instituir una jerarquía de influencias, sino más bien afirmar que hubo un diálogo, ya veremos en qué medida fue más implícito que explícito, entre ambas generaciones y que compartieron en líneas generales referentes políticos, culturales y literarios además de participar de una misma sensibilidad ante los problemas reales que la sociedad de su tiempo planteaba.


Un destino compartido

En cuanto al contexto político y social es posible, en términos generales, hablar de un paralelismo entre la situación vivida en nuestro país y la de la mayoría de los países latinoamericanos. No creo necesario explicar el represivo ambiente que se respiraba en la España de los años cuarenta que dio paso a un aperturismo gradual en las décadas posteriores hasta la muerte del general Franco. En Latinoamérica, sin que esa situación se prolongara durante tanto tiempo como en España exceptuando el caso de Cuba (Batista -1952-1958- y Fidel Castro desde 1959) y Nicaragua (los Somoza, 1936-1979), el contexto político era similar: Perú sufre en muy pocos años las dictaduras del general Odría (media década de los cincuenta) y de Velasco Alvarado (1968-1975); en Argentina hay gobiernos militares en el período entre 1955-58 (Aramburu), 1962, 1966 (Onganía) y desde 1976 hasta bien entrada la década de los ochenta (Videla, etc.), aunque desde 1974, bajo la presidencia de López Reja, la represión policial es constante. Colombia, a pesar de disfrutar de amplios períodos de régimen democrático sufre numerosos estados de sitio (1966-68; 1970-71, 1975, etc.) que impiden la normalización de la vida cotidiana, siendo víctima también de algunos golpes militares (Rojas Pinilla, 1953-57). Uruguay vive un clima de aparente normalidad, pero las prácticas represivas se hacen ya evidentes incluso en gobiernos legitimados por el pueblo, como es el caso del de Jorge Pacheco Areco (1967-1972), y, a partir de 1972 hasta bien entrados los 80 se instaura una dictadura militar burdamente solapada con civiles en los cargos más altos de los ministerios y la presidencia. El caso de Chile es quizá el más atípico puesto que el país vive prácticamente todo ese tercer cuarto de siglo en democracia hasta la llegada al poder del general Pinochet en 1973. En Venezuela, la sombra de los militares de un lado al otro del espectro ideológico planea durante todo este período: en 1952 el general Pérez Jiménez encabeza un golpe de estado y una dictadura militar que es reemplazada por otra en 1958 al mando del contralmirante Wolfang Larrazábal y en 1962 el país se ve envuelto en dos nuevos levantamientos por parte de grupos militares izquierdistas.

Creo que no es necesario seguir con este baile de fechas. Lo importante es señalar que los poetas de ambas orillas escriben bajo unas condiciones similares y mantienen una actitud parecida ante la precaria situación de sus respectivas comunidades: en general son poetas de izquierda que viven ideológicamente a la contra, que combaten activamente los regímenes totalitarios que les han tocado vivir y que intentan superar una situación de aislamiento provocada por las dictaduras. Incluso en el caso de Cuba donde la mayoría de los poetas conversacionales mantuvieron un lógico alineamiento cuando menos inicial con la revolución castrista sufrieron en alguna medida ese aislamiento que toda dictadura conlleva y algunos renunciaron al proyecto revolucionario a medida que éste fue perdiendo dinamismo y ganando intolerancia285.

Sin embargo, sea porque, como dijo Benedetti, «los censores no son especialistas en metáforas»286, o porque la poesía es asunto de minorías y, por tanto, no hace al caso preocuparse por su alcance político, lo cierto es que el compromiso de estos escritores con su forma de escritura no se vio seriamente afectado. Otra cosa fue su comportamiento civil que les llevará a situaciones muy embarazosas, especialmente en lo que respecta a los escritores del continente americano que viven, como consecuencia de los golpes militares y la posterior represión, en un estado de acoso casi permanente. Muchos de ellos no sólo soportaron la prisión o la censura sino que además, para salvar esos escollos o sus propias vidas

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tuvieron que exiliarse (Juan Gelman, Mario Benedetti, Pedro Simoshe, Heberto Padilla, Eduardo Galeano, Juan Liscano, José Kozer, etc.), y otros muchos pagaron su compromiso con la muerte (Roque Dalton, Paco Urondo, Otto-René Castillo, Ricardo Morales, Víctor Jara, Javier Heraud, Leonel Rugama, Ibero Gutiérrez, etc.).

En lo que respecta a España, los años cincuenta no tuvieron ese carácter tan siniestro, más identificable con el final de la Guerra Civil y la década del cuarenta, y aunque la mayoría de los poetas de esta generación estaban bajo sospecha y «visitaron» la prisión, no se alcanzaron las cotas de terror a las que se llegó en algunos países americanos. Lo cierto es que, al menos para el caso de los intelectuales y a partir de la década de los cincuenta, éstos pasaron miedo y sufrieron privaciones pero la sangre no llegaba nunca al río287. En muchos de los poetas españoles de esta época cundió un desánimo justificado por la existencia de un régimen dictatorial que gozaba de franca salud. Las Memorias de Carlos Barral nos ofrecen el testimonio de un grupo dentro de esta generación, el de Barcelona, que con algunas excepciones comienza su andadura con serias dudas acerca de la resistencia activa: «Con la excepción de los que ya eran o empezaban a ser militantes del partido [comunista] y habían escapado a la represión, los más [a partir del 56, 57], nos encerramos en el castillo de la dignidad de la inteligencia insumisa y de la seriedad de la obra insojuzgada y bien hecha»288. De todos modos muchos de los poetas de esta generación también abandonaron el país durante algunos períodos del franquismo, aunque estimo que debió motivarse menos por motivos estrictamente políticos que por puro y duro aburrimiento, por la necesidad de superar un entorno cultural asfixiante. Las palabras de Gil de Biedma en su libro de resonancias joyceanas Retrato del artista en 1956 revelan este estado de ánimo y se refieren al momento en el que el poeta barcelonés regresa a España después de su estancia en Filipinas: «Pienso que estoy llegando y no siento ni alegría ni tristeza. Veremos qué ha pasado, si es que ha pasado algo, si es que algún día llega a pasar algo»289.

En la nómina de los que se marcharon están Claudio Rodríguez (lector en las Universidades de Nottingham y Cambridge 1958-1964), Francisco Brines (lector en Oxford y viajes por Francia, Italia y Grecia), Jaime Ferrán (profesor en la Universidad de Siracusa, USA), Ángel González (profesor en la Universidad de Nuevo México desde 1973), José Ángel Valente (lector en Oxford y miembro de la OMS en Ginebra a partir de 1963), Ángel Crespo (profesor de la Universidad de Mayagüez, Puerto Rico), Caballero Bonald (profesor de la Universidad de Bogotá entre 1959 y 1962), Manuel Montero (profesor en la Universidad de Michigan desde 1969), José María Valverde (lector en Roma y profesor de la Universidad de Trent, Canadá), Gabriel Ferrater (lector en Burdeos), Jaime Gil de Biedma (comisionado por la Compañía General de Tabacos en Filipinas en el año 1956), Joan Ferrater (profesor en la Universidad de Santiago de Cuba), etc. Sus estancias más o menos prolongadas fuera de la Península acentuarán un sentimiento ya arraigado de cosmopolitismo que influirá en su visión de la poesía desde el punto de vista teórico y práctico, y puede considerarse un denominador común de las dos generaciones a las que aludimos. Ahora bien, dicho sentimiento no les hace renegar de su tierra natal y es posible encontrar poemas con una temática de la añoranza por los seres y lugares queridos, poemas retrospectivos donde aflora la nostalgia («Eso dicen» y «Cumpleaños en Manhattan» de Benedetti, «Melancolía del destierro» de Valente, «75 Gower Street», de Goytisolo, por ejemplo).

Pero esta situación de soledad y aislamiento no es la única peculiaridad biográfica que

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comparten ambas generaciones290. Un somero análisis biográfico de algunos autores nos permite establecer algunas analogías. En primer lugar, casi todos nacen en la década del 20 y del 30, esto es, antes de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial, por lo que han sufrido directa o indirectamente los efectos de las confrontaciones y participan en mayor o menor medida de las corrientes filosóficas del existencialismo (Sartre y Brecht, fundamentalmente). En segundo lugar, la mayoría proceden del estrato de la clase media acomodada (Barral, Gil de Biedma, Valverde, Goytisolo, Adoum, Germán Belli, etc.), aunque hay excepciones (Grande, Cabañero, Sabines) y la mayoría adquieren estudios universitarios, muchos de ellos en Derecho (Costafreda, González, Barral, Valente, Brines, Mantero, Adoum, Padilla, Dalton, Shimose). En tercer lugar casi todos ellos comienzan a publicar con asiduidad en la década del 50: Ernesto Cardenal (Hora Cero, 1956), Jorge Enrique Adoum (Notas del hijo pródigo, 1952), Jaime Sabines (Horal, 1951; La señal, 1951; Tarumba, 1956), Enrique Lihn (Poemas de este y otro tiempo, 1955), Juan Gelman (Violín y otras cuestiones, 1956), Roberto Fernández Retamar (Elegía como un himno, 1950); Mario Benedetti (Poemas de la oficina, 1956), Ángel González (Áspero mundo, 1956), Claudio Rodríguez (Don de la ebriedad, 1954), José Ángel Valente (A modo de esperanza, 1955), Ángel Crespo (Una lengua emerge, 1950), José Manuel Caballero Bonald (Las adivinaciones, 1952), José Agustín Goytisolo (El retorno, 1955), Carlos Sahagún (Profecías del agua, 1958), Jaime Gil de Biedma (Compañeros de viaje, 1959), etc.291.

Luis Antonio de Villena ha sido, al menos que yo sepa, el primer crítico que ha advertido una relación próxima entre la generación española y la hispanoamericana, aunque se ciña exclusivamente a la generación mexicana (Marco Antonio Montes de Oca, Jaime Labastida, Óscar Oliva, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis, etc.) y marque algunas diferencias sustanciales:

Se trata de un grupo poético nacido durante los años treinta, y dado a conocer literariamente en los cincuenta. No sería por tanto erróneo llamarla «Generación del 50», atendiendo (como en su homónima española) a los años de publicación del primer libro. [...] Observada desde una óptica española (y en comparación con la nuestra, Brines, Rodríguez, Gil de Biedma) se trataría de una generación más abierta. Lo primero porque si uno de sus pies está en la tradición, la poesía cívica, y el eticismo, el otro está decididamente en un gusto (no estridente) por la novedad, el movimiento y la experimentación, también lingüística; datos que -en las coordenadas españolas- apuntan más a los novísimos o Generación del 70. [...] Las generaciones del 50 de uno y otro lado del océano tienen muchos puntos en común292.



El propio Mario Benedetti ha expresado también en la línea de Villena esa mayor apertura y diversidad de las tendencias que en aquél y otros momentos anteriores y posteriores se daban en el contexto latinoamericano293, asunto que desde luego no comparto porque en la generación del 50 española, muchos de cuyos miembros se encontraban hasta hace poco en activo y algunos todavía lo están, se dio también una búsqueda del sustrato personal y de una identidad que los desmarcara de tendencias tan diversas como la de los poetas sociales (Gabriel Celaya, Eugenio de Nora, Leopoldo de Luis), aunque tuvieran con ellos afinidades ideológicas y alguna que otra estética, como de los llamados «garcilasistas» (Luis Rosales, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, José García Nieto), y tanto de los poetas existencialistas (Dámaso Alonso, Blas de Otero, Victoriano Crémer), como de los partidarios del esteticismo neovanguardista (Carlos Edmundo de Ory, Juan Eduardo Cirlot,

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Silvano Sernesi, Ricardo Molina, Rafael Morales). Lo que ocurrió es que este intento de desmarque se realizó sin aspavientos, sin arrogancias, sin gestos espectaculares y sin dar la espalda a ninguna de las tendencias que les precedieron o les circundaron, lo que supone un rasgo también coincidente con los poetas conversacionales: ambas generaciones no surgieron contra nada ni contra nadie, sino como un deseo de ahondar en las posibilidades del lenguaje poético como forma de comunicación y como forma de conocimiento. En este sentido, comparto la afirmación de Pedro Provencio de que la desvinculación de la poesía socialrealista se fraguó en la generación del 50294. Otra cosa fue el gesto «espectacular» de los novísimos que no se pareció en nada a la fractura silenciosa de aquéllos. El error, a mi entender, del juicio de Villena es que coloca en el mismo saco diferentes corrientes poéticas o grupos que comparten un mismo tiempo histórico. Aquí entiende el poeta madrileño por generación del 50 a un grupo de poetas mejicanos algunos de cuyos miembros poco o nada tienen que ver entre sí, tal el caso de José Emilio Pacheco y Marco Antonio Montes de Oca; el primero con una obra claramente varada en la Historia y en el Tiempo; el segundo, de filiación surrealista. Lo mismo sería aunar a poetas españoles del mismo período cuyas estéticas se distancian considerablemente, por ejemplo, Ángel González y Pablo García Baena.

Esa concepción compartida del lenguaje en estas dos vertientes equivale más o menos a decir que ambas generaciones tuvieron como preocupación fundamental la de aliar ética y estética. Por ello no es casual que muchos de estos poetas hayan coincidido en la elección de sus influencias: reconocen el magisterio de Machado, Neruda y Vallejo porque estos tres poetas han sabido condensar una poética total. No es caprichoso que Benedetti haya escrito dos artículos al respecto295, que Roque Dalton publique un libro titulado César Vallejo; que Fernández Retamar titule uno de sus poemas «Tumba para Antonio Machado» y hable del escritor peruano en su «Última carta a Julio Cortázar» y en un artículo laudatorio296, que Félix Grande escriba dos libros de poesía con títulos tan significativos como Taranto. Homenaje a César Vallejo (1961) y Puedo escribir los versos más tristes esta noche (1967-1969)297; ni que el llamado «Grupo de Barcelona» con Barral a la cabeza fundara la colección «Colliure», ni que el punto de partida de este grupo como tal se fundamentara en la celebración del 20 aniversario de la muerte del poeta sevillano. Tampoco es casual el hecho de que Francisco Brines, ajeno en aquel momento al grupo catalán dijera: «... siempre he sido también muy fiel a Antonio Machado, al Machado simbolista. También, posteriormente, me interesó mucho el último Machado. [...] Y a la vez que conocía la "Generación del 27", conocí a Neruda, y pude conocer también a Vallejo»298. La lista de declaraciones de uno y otro lado donde se manifiesta esta coincidencia de influencias se haría interminable.




Poesía de la comunicación y poesía del conocimiento

Parece lógico que ante una situación histórica tan subyugante los intelectuales reflexionaran explícitamente tanto sobre su propio papel en la sociedad como sobre la función social (o de cualquier otra índole) de la poesía y del arte en general, algo que pudo ser estimulado también a través de la lectura pormenorizada de los maestros citados y de otros como T. S. Eliot y los miembros de la Beat Generation. En el debate retórico e ideológico de estas generaciones subyace siempre la tensión nunca del todo resuelta (esa es su mejor cualidad) entre la poesía de la comunicación (incluida la del compromiso) y la poesía del conocimiento. Benedetti escribió que «el destino del escritor latinoamericano, salvo excepciones que, ni vale la pena nombrar, está hoy asimilado al de su pueblo» y que es demasiado absorbente nuestra realidad como para que no influya en nuestros escritores»299. El artículo citado es de 1977 pero en 1989 señaló que «la verdadera poesía comprometida tiene un doble compromiso: con la realidad, claro, pero también, y acaso, primordialmente,

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con la poesía en sí»300, dejando entrever que no sólo no hay en esta generación una escisión, tal y como estableció Octavio Paz, entre la generación partidaria de «la conciencia de la poesía» y de «la poesía de la conciencia»301, sino que «aún los cultores más consecuentes de la llamada poesía pura, suelen ser hechizados por la realidad, y aún los poetas más atentos a esa misma realidad se dejan llevar a veces por el ensueño y la fantasía»302. Entre los primeros destacan Álvaro Mutis, Marco Antonio Montes de Oca, Javier Sologuren, Homero Aridjis, Cintio Vitier, Antonio Cisneros, etc.; entre los segundos, a todos los «poetas conversacionales».

Puede resultar curioso y paradójico que la poesía de una generación como la hispanoamericana, resuelta a denunciar los excesos de una realidad literalmente sangrante, haya sido calificada por ellos mismos a través de una descripción que atiende más a su marca formal que a su contenido, o sea, como «coloquial de tono conversacional»303. Pero la paradoja no es tal. Roland Barthes ya señaló que la retórica constituye la cara significante de la ideología304. El lenguaje coloquial, el tono conversacional de esta poesía es un connotador (significante de la connotación) cuyo significado constituye un «fragmento de ideología» vinculado con nuestra cultura, nuestro saber y nuestra Historia. Así la retórica coloquial donde abundan los guiños al lector, las frases de introducción al diálogo, el uso del humor y las frases hechas, los vulgarismos, etc., significa, por debajo y redundante con el mensaje denotado, un intento de hermanamiento y de solidaridad con la gente de la calle, una «rehumanización», según Félix Grande, que se contrapone al sentido orteguiano de la vanguardia deshumanizada. En este sentido, la etiqueta de los hispanoamericanos, a diferencia de la generación española que buscó, probablemente sin tener conciencia de ello, un apelativo más «neutro», los dejó en mayor o menor grado cautivos de su propia denominación. Es sabido que cuando ciertas generaciones comienzan su andadura como grupo hacen uso de factores aglutinantes que las refuercen y que luego la propia dinámica individual de la obra de cada uno de sus miembros tiende a desmentir alguno de los postulados inicialmente más vinculantes. Aunque este fenómeno puede constatarse en los miembros de ambas generaciones, el núcleo más compacto de los conversacionales jamás ha podido zafarse de lo que cabría considerar su «marca de fábrica», porque una denominación así siempre deja un poso indeleble en la percepción que obtenemos de una generación305. El hecho de que se haya tildado a la generación española del 50 de «poetas sociales» es inexacto, pero su propio nombre la deja de alguna manera libre para otras definiciones posibles. Sin embargo, aunque calificar de poesía social a la generación hispanoamericana es también poco riguroso, la etiqueta se presta al reduccionismo o a la mistificación, porque esa retórica «conversacional», anunciada por ellos mismos a bombo y platillo a partir de los años 60, es el correlativo «natural» de una ideología practicada por la poesía social.

Ahora bien, estas afirmaciones no contradicen el hecho de que la generación del 50 no atravesara por un período de fuerte contenido social. Si la revolución cubana del 59, con el referente de José Martí a la cabeza, había sido el momento catalizador que pusiera en estrecha vinculación a poetas e intelectuales del continente americano que hasta esa fecha habían mantenido escasos contactos entre sí, ese mismo año supone el lanzamiento definitivo de la Escuela de Barcelona en toda la Península con la conmemoración en Collioure del veinte aniversario de la muerte de Antonio Machado. Indudablemente que el proceso revolucionario cubano había calado hondo en los intelectuales españoles como lo demuestra un libro de homenaje (Los poetas cantan a Cuba) que la revista Ruedo Ibérico rinde a la isla tras la invasión estadounidense de Bahía Cochinos en 1962, donde participan, entre otros, algunos miembros de la generación del 50 como Ángel González, José Agustín Goytisolo y Gil de Biedma. Pero no cabe duda también

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de que a partir de 1968 con la invasión soviética de Checoslovaquia y los comienzos de las purgas ideológicas dentro de Cuba, el fervor revolucionario de algunos poetas españoles e hispanoamericanos irá derivando progresivamente hacia un escepticismo más o menos tolerante con los regímenes autoritarios de izquierda que tendrá sus consecuencias en el viraje poético y vital de esta generación306. El período que transcurre entre 1959 y 1968 puede considerarse para ambas generaciones el momento en el que hay una práctica más generalizada del realismo crítico y del tono conversacional y cuyos mentores ideológicos fueron Fernández Retamar para el caso hispanoamericano y José María Castellet para el caso español.

Lo que parece evidente es que en el debate de fondo de los inicios de la segunda mitad del siglo XX aparece tanto en Hispanoamérica como en España un concepto que articula poesía y comunicación, en oposición al de poesía y conocimiento307. Mario Benedetti escribió un libro de entrevistas titulado Los poetas comunicantes donde defiende este concepto de poesía representante de su generación. Y, por lo que se deduce de la lectura de las entrevistas, la posición de los autores conversacionales parece mucho más homogénea que la de sus coetáneos peninsulares en lo que a este asunto respecta. En España sería Aleixandre en 1950 quien en sus «aforismos» publicados en las revistas Ínsula y Espadaña afirmaría que «la poesía no es una cuestión de fealdad o hermosura, sino de mudez o comunicación»308, afirmación refrendada por el grupo de la poesía social (Crémer, Celaya, Hierro, etc.). Dos años más tarde Carlos Bousoño escribe su Teoría de la expresión poética a partir de los postulados de Aleixandre y con una clara vocación científica apoyada por los progresos de la lingüística comunicacional. Pero la cuestión es que las primeras declaraciones de algunos miembros de la Escuela de Barcelona fueron contrarias a dicho concepto, porque la teoría de la comunicación no podía ser extrapolada a la poesía sin que ésta no sufriera una simplificación. La más clara fue la declaración de Carlos Barral en un artículo de respuesta publicado en la revista Laye y titulado «Poesía no es comunicación» (1953) en el que expresa sus reservas acerca de la poesía coloquial en general:

La ambición social -preocupación por el destinatario poético-, con el consiguiente confinamiento de la poesía obscura, el abandono de toda preocupación estructural -substitución de la unidad crítica del poema por la unidad crítica libro-, la poesía anecdótica y el coloquialismo, son a mi parecer, los datos más relevantes de esta situación. La poesía religiosa puramente confesional o con tardías resonancias rilkianas, la de presunto tema social, o la puramente narrativa y doméstica se nos parecen como muy próximas y desembocando en un nuevo momento campoamoriano. Y todo ello implica la existencia de una serie de fantasmas teóricos: el mensaje, la comunicación, la asequibilidad a la mayoría, temas de nuestro tiempo que coartan la vocación creativa309.



La declaración me parece relevante por dos motivos: en primer lugar refleja el abandono de la preocupación por la unidad del poema (nivel microestructural) en beneficio de la unidad de todo un poemario (nivel macroestructural), justamente el fenómeno contrario que denunciaba en 1935 Cesare Pavese310. Parece ser entonces que la batalla a favor de la unidad del libro ya se había ganado en los años cincuenta y que la intención de Barral prefigura un retorno al poema que tenga en cuenta su estructura autónoma. En segundo lugar porque demuestra que la generación del cincuenta sufrió serios titubeos acerca de la orientación teórica de sus postulados.

Las reflexiones de Gil de Biedma acerca de la poesía como comunicación provienen de su artículo introductorio a la publicación española del ensayo de T. S. Eliot Función de la poesía y función de la crítica (1955) que tan buena acogida tuvo también entre los miembros de la generación hispanoamericana. En ese artículo el poeta catalán planteó el problema del significado del término «comunicación» en relación a la poesía y de que los distintos resultados poéticos obedecían a otras tantas concepciones de ese término311. Podía entenderse el término en tanto en cuanto la poesía cumple una función comunicativa como un hecho de la experiencia de un poeta en particular (caso de Aleixandre); o, en el sentido en que lo argumenta Tolstoi, como una transmisión, como la evocación de un sentimiento experimentado que se transmite por medio del lenguaje con la finalidad de que el lector experimente también esa emoción, aunque en este caso Biedma, siguiendo a Wordsworth, replica que lo que el poema transmite no es

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una realidad anímica sino la representación de esa realidad, por lo que las emociones y experiencias se plasman en el poema en tanto que contempladas y no en tanto que vividas; también puede ser entendida como el acto que pone en relación no a dos personas sin más, sino a un poeta y a un lector, por lo que siempre estará mediatizada por el papel singular que concede al ser humano el acto poético, reconociéndole así su propia autonomía; y, finalmente, poesía es comunicación porque «hace entrar a su autor en comunicación consigo mismo»312.

De estas afirmaciones se deriva que las cosas estaban lejos de clarificarse, porque a esos titubeos, por lo demás muy sanos para el enriquecimiento de la actividad poética, debe añadirse las declaraciones de Valente quien en 1963 escribe que «cuando se afirma que la poesía es comunicación no se hace más que mencionar un efecto que acompaña al acto de creación poética, pero en ningún caso se alude a la naturaleza del proceso creador» y que todo acto creador aparece «como el conocimiento a través del poema de un material de experiencia que en su compleja síntesis o en su particular unicidad no puede ser conocido de otra manera»313. Poesía entonces, más bien como conocimiento que como comunicación, aunque más tarde algunos de los poetas aquí citados cerraran filas a favor de la poesía social motivados por circunstancias históricas o por estrategias de mercado.




La influencia de las influencias

Sin embargo, a pesar de que ambas generaciones practicaron un tipo de poesía bastante similar, creo que la elección compartida de algunas influencias se desarrolló por cauces distintos y sólo la comunicación intergeneracional se produjo una vez los grupos tenían más o menos afianzados sus postulados estéticos e ideológicos. La impronta antipoética de Parra, por ejemplo, sólo es visible en la obra de los hispanoamericanos, mientras que la autoridad de Juan Ramón Jiménez en su vertiente más existencial o del Alberti menos surrealista se reconoce exclusivamente en la de los españoles. La influencia de la literatura anglosajona de tono coloquial (Whitman, Eliot, Pound, W. Carlos Williams, E. E. Cummings) penetra en Hispanoamérica a través de los poetas nicaragüenses Salomón de la Selva, precursor del coloquialismo en su libro El soldado desconocido (1922), y de José Coronel Urtecho, mientras que esta misma influencia en España se la debemos sobre todo a Luis Cernuda, probablemente el primer poeta que aclimata al castellano en este país las aportaciones de Browning, Wordsworth y Eliot, fundamentalmente en lo que respecta al uso del monólogo dramático y del correlato histórico314, tan cultivado tanto por las generaciones que nos ocupan como por las generaciones posteriores315. La influencia de Thomas Merton en la poesía de carácter religioso se circunscribe a Ernesto Cardenal y a José María Valverde, traductor además de su obra en España, aunque otros autores de uno y otro lado practicaron esta poesía a través de una suerte de catolicismo progresista (Vitier y Mantero), o basada en la cábala judía (Valente), la mística (Valente, Gelman) o en religiones del Lejano Oriente (Pacheco, Kozer).

Esta preocupación creciente por la naturaleza y función de la poesía se reveló no sólo a través de entrevistas o artículos críticos, sino que los propios autores utilizaron el verso como instrumento de reflexión del propio acto creador y de la propia obra. Esta neurosis metapoética es un elemento recurrente en las generaciones de ambas orillas. La poesía cuya verdadera raíz se encuentra en el pueblo, en la línea de Machado (Goytisolo, «El oficio del poeta»), como fuente de placer con resonancias vallejianas (González, «A veces»), contra la retórica gastada y sentimental (Valente, «Arte de la poesía»), como vindicación del prójimo (Gelman, «Arte poética»), como tensión entre la realidad y el imposible (Padilla, «El único poema»), como acto de supervivencia (Lihn, «Porque escribí»), etc.

Incluso aquellos que podemos considerar afines a una ideología de la izquierda más ortodoxa manifiestan una concepción bastante heterodoxa de la poesía. García Hortelano escribió que los miembros de la generación española «son considerados marxistas-comunistas, pero a ello les lleva la urgencia de un método científico de pensamiento, su necesidad de enfrentarse al pensamiento oficial. No hay estética marxista en su poesía»316. Me parece que la afirmación es perfectamente compatible con la visión de los conversacionales. Fernández Retamar había escrito un hermoso poema titulado «Deber y derecho a escribir

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sobre todo»317, que explicita una de las reivindicaciones de Pound sobre la necesidad de una poesía donde pueda tener cabida hasta lo más prosaico, aliviándola de la carga de subjetivismo y trascendentalismo que sostenía desde el romanticismo318. Si durante el período romántico y modernista la creación de artes poéticas servía como justificación de la posesión de un aura sagrado, estas generaciones las convierten en un acto desmitificador. Desacralización pues de la poesía y, por extensión, del poeta, al que se pretende dar la imagen de un hombre (o una mujer) de la calle. De ahí que no pueda comprender del todo la crítica que Mario Benedetti hace de la desconfianza posmoderna que Oscar Hahn («Invocación al lenguaje») y Juan Gustavo Cobo Borda («Poética») muestran hacia el acto de escritura y del propio lenguaje, pues la semilla del problema ya había sido sembrada dentro de su generación.

Pero la desacralización de la poesía no es la única coincidencia. La mayoría de los críticos han señalado como una de las características principales de la generación del 50 el apego a la conjunción de prosa y poesía y un tono familiar para con el lector como forma de romper las barreras ideológicas y afectivas entre emisor y receptor: Debicki habla de unos textos libres de «toda dicción poética y generalmente de carácter enteramente coloquial»319; Caballero Bonald, en su reseña de Grado elemental de Ángel González elogia el «tono discursivo, con ciertos deliberados formulismos como de noticia de periódico» y el «frecuente acento conversacional»320 y Carmen Riera expone que «a través de esa comunicación informal se va formando una lengua poética, cuya principal característica es el tono conversacional»321.

Parece pues que el poema de tono conversacional constituye uno de los engranajes principales que ponen en funcionamiento la retórica de ambas generaciones. Y si a esto le añadimos que entre ellas se produjeron contactos más que esporádicos, la interrelación de influencias creo que está más que justificada. Así lo demuestra una declaración de Caballero Bonald:

El Colegio Mayor de Guadalupe era un colegio hispano-americano en teoría, pero donde residían españoles y donde convivieron en un momento determinado, aparte de José Agustín [Goytisolo], Valente, Juan Goytisolo o Emilio Lledó y yo mismo, una serie de poetas hispanoamericanos desde Ernesto Cardenal a Carlos Martínez Rivas. Todos formamos de pronto -y estoy hablando de los años cuarenta o cincuenta, finales de los cuarenta más bien- como un grupo. Unos escribíamos, otros no, pero, de todas formas aquella convivencia produjo, de alguna manera una especie de unificación de objetivos. [...] había una poética común que englobaba, de alguna forma, no sólo a los poetas de la «Generación del 50», sino también a algunos poetas hispanoamericanos322.



El Colegio de Guadalupe en Madrid y Casa de las Américas en La Habana fueron probablemente los centros donde pudo gestarse una mayor fluidez comunicativa entre ambas generaciones. Pero también el exilio en España de Benedetti, Lihn o Shimoshe, la acción de la revista Cuadernos Hispanoamericanos que dirigía Félix Grande, o los viajes por motivos editoriales de Carlos Barral y Juan Luis Panero. De ahí los artículos de José Agustín Goytisolo sobre Vicente Huidobro en Laye y su Antología de la poesía cubana, además de prólogos a ediciones de obras de Lezama Lima o Borges; la concesión del premio «Casa de las Américas» de poesía a Félix Grande en 1967 por su libro Blanco spirituals, o la Antología de la poesía colombiana, las colaboraciones en la revista Nueva Frontera y los prólogos a libros de Paz y Rulfo de Juan Luis Panero.

Al margen de las reflexiones metapoéticas, Carmen Alemany ha señalado unos rasgos caracterizadores para esta poesía hispanoamericana que, a mi juicio, son compartidos por la generación española323: la presencia explícita del lector en el poema, como en «Pandémica y Celeste» de Biedma o en «Ya ves como...» de Dalton; el uso del humor y la

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ironía manifiesto en juegos de palabras y transcodificaciones de frases hechas que provocan una ruptura del lenguaje y la mirada convencionales («Poeta virtuoso en sarcófago» de Brines o «Epitafio a un extranjero vivo» de Adoum), en el cruce de isotopías que funde lo cómico y lo trágico («Cuando tengas ganas de morirte» de Jaime Sabines, «Glosas a Heráclito» de González o «El crimen» de Valente) y en el uso de aforismos y sentencias (poemas de Presentación y memorial para un monumento de Valente, «Sentido contrario» de Pacheco); el juego explícitamente intertextual en el que se mezclan géneros distintos (el periodístico, el publicitario, el comercial, el epistolar), como en «Dactilógrafo» de Benedetti o «Pasos en la escalera» de Félix Grande.

Ambas generaciones practicaron también el uso de heterónimos (Gelman, Grande)324 y la referencia culturalista no sólo de nuestro ámbito sino de civilizaciones alejadas en el tiempo (maya, inca) o en el espacio y el tiempo (china, india), bien como correlato histórico para evitar la censura o bien como artificio paródico de desacralización de la «alta cultura» («Las ineptitudes de la inepta cultura» de Hugo Gutiérrez Vega, «Maquiavelo en San Casciano de Valente», «Silva de Siracusa o Bosque de Palermo» de Barral, «Tres sonetos para Giuliano Medici» de Shimoshe o «El filósofo Mao Tse» de Kozer). Todavía no se dan en este momento las cimas irónicas y paródicas que los novísimos y los miembros coetáneos de la generación hispanoamericana obtuvieron con este recurso en sus obras, pero el germen estaba ya desde la poesía de Cernuda y en los movimientos literarios que aquí se tratan. Sin embargo, la referencia a un hipotexto cualquiera perteneciente a la alta cultura conlleva necesariamente un peligro que anula la premisa de un arte dirigido a «la inmensa mayoría»: el hecho de que esa inmensa mayoría no conozca el texto parodiado y, por lo tanto, no se consiga el efecto pretendido. De ahí la paradoja anunciada por Siebenmann de que esta generación «no puede prescindir de lo que está combatiendo»325.

Al mismo tiempo la poesía se vincula también con la cultura popular. La vanguardia, a través de García Lorca (el flamenco), Nicolás Guillén (el son), Borges (el tango) y Langston Hughes (el jazz), recuperó el rastro de las «culturas sin historia» y son precisamente estas generaciones quienes recogieron el testigo de los vanguardistas con el tratamiento poético de unos patrones rítmicos, un léxico, unos temas y unos ambientes que se adecuaban perfectamente al tono conversacional elegido. Una suerte, pues, de popculturalismo alentado, quieran ellos o no, por los medios de comunicación masiva resuelto a disparar inmediatamente el resorte emocional de los lectores que se reconocen en una cultura cotidiana de objetos, iconos del star-system, melodías y lenguajes que integran la construcción simbólica de toda comunidad. Es verdad que este popculturalismo fue practicado en grados diversos, desde la reinterpretación excesivamente intelectualizada y hermética del flamenco en Anteo de Caballero Bonald, pasando por la mística paganizada de Cardenal en su «Oración por Marilyn Monroe» hasta la retórica laudatoria y sentimental de Benedetti en «Oración por Carlitos el Mago» o de Retamar en «Oyendo un disco de Benny Moré». En muchos casos, desde luego, el acierto es incuestionable, sobre todo porque por debajo del valor representativo subyace todo un magma de connotaciones que construyen a su vez un universo paralelo que remite en ocasiones a una visión alegórica del mundo326. En otros casos, los menos, el recurso se convirtió en un cliché de nulo valor artístico.

Cosmopolitismo, exilio (interior o exterior), coloquialismo, parodia intertextual, sentido comunitario con el lector, reflexión crítica y poética, ideología. Todo parece converger. Hay, desde luego, matices diferenciales pero, por encima de todo, hubo una lengua que durante un tiempo pareció más comunitaria que nunca. No sé si estamos en posición de afirmar lo mismo en las condiciones actuales.





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