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ArribaAbajo Poesía española del siglo XX en La Casa de Anteo

Philip W. Silver, La casa de Anteo. Estudios de Poética Hispánica (De Antonio Machado a Claudio Rodríguez), Madrid, Taurus, 1985.


Ángel-Luis Prieto de Paula


I.N.B. Hermanos Amorós, Villena (Alicante)

Uno de los vacíos más importantes en los análisis críticos de las letras hispanas contemporáneas es el de la ausencia de nexo con la gran literatura exterior, de modo que cualquier exégesis que se aborde sobre algún autor español carece de las necesarias correspondencias para calibrar verdaderamente su importancia metanacional. Y esto es así, según explica Philip W. Silver en La casa de Anteo, debido a dos razones fundamentalmente: por una parte, la escasez de pensamiento poético o discurso filosófico volcado a la poesía en España, al no existir en nuestra lengua, acaso con la excepción de Bécquer, poetas pensadores equivalentes a Coleridge, Baudelaire, Shelley, Wordsworth o Hölderlin (lo que imposibilita engarzar poesía nacional y poesía foránea, paralelamente a la atingencia entre tradición filosófica interna y corrientes de pensamiento externas); en segundo lugar, el breve recorrido estético que en nuestro país se da entre el Barroco y el siglo XX, puesto que, mientras que en Europa existió un Romanticismo que confirió caracteres netamente nuevos a la poesía surgente, en España no llega a haber (contra la opinión de Sebold) un Romanticismo «europeo», parangonable al inglés, francés o alemán, con lo que las posibles conexiones entre la poesía interior y exterior son poco perceptibles.

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Contra esas carencias, a veces contra estas imprecisas presuposiciones, Silver intenta un estudio poético-filosófico sobre poesía española, a salvo de tópicos perturbadores del análisis literario, como el considerar que la poesía es un modo de eternización de lo cotidiano y otros similares. Sigue el autor la línea desconstruccionista del comparatista Paul de Man y de Jacques Derrida, que cuestionan el estructuralismo y las anteriores posturas críticas. A Paul de Man se debe la destrucción del concepto nacionalista de la literatura, marco exiguo de entendimiento de una producción al margen de otras contiguas. Por eso, Philip W. Silver se afana en la ubicación de los autores analizados en un contexto europeo más ancho, pues considera que, pese a la escasez de pensamiento poético indígena, la realidad literaria muestra que la poesía postromántica española no desentona frente a la inglesa o alemana y es, desde luego, superior a la de la Francia postsimbolista. Además de ello, elude Silver la concepción orgánica y desarrollista de la historia literaria, el mixtificador encadenamiento generacional; por eso, aunque buena parte de los ensayos individuales aquí incluidos inciden sobre creadores del grupo del 27 (Salinas, Aleixandre, Lorca), otros lo hacen sobre la época inmediatamente anterior (Antonio Machado, Juan Ramón) o posterior (Blas de Otero, Claudio Rodríguez). Ahora bien, si Silver rehúsa aceptar la taxonomía generacionista, también se resiste, con más ahínco aún, a la consideración ahistórica de la literatura, consistente en reunir en confusa mezcolanza a un grupo de autores bajo el nexo de cualesquiera topoi críticos, bajo la presunción nietzscheana de que la poesía es intemporal.

Silver es explícito en numerosas ocasiones, y no deja paso a ninguna consoladora ambigüedad: la poesía, parte de una «antropología filosófica», «ha sido la repetición de los infructuosos esfuerzos por fundar objetos en un sentido ontológico» (pp. 23-24). En la persecución que el lenguaje poético realiza del objeto natural, subyace siempre la evidencia de un fracaso imputable a la propia esencia de este lenguaje. En este sentido, concibe Silver la poesía y la literatura en general como la «exhibición de su propio fracaso en una secuencia imaginaria de palabras; única figuración posible de un presente escamoteado, irrepetible» (p. 68). Véase que esto arranca de la conciencia de un vacío, al que todos los poetas aquí tratados se asoman en su creación artística. Volcarse a la literatura exige primero «reconocer un peculiar vacío dentro de sí, una secreta carencia, y luego salir de este mundo para entrar pro tempore en el del arte. Este arte de sacrificio se cobra un precio supremo, pues el poeta debe estar dispuesto a dejar atrás su proyecto existencial -como las ropas en la orilla- y prestarse a quedar reducido al más elemental papel de mediador entre la imaginación poética y el lenguaje, la inscripción» (162-163). Desmoronamiento, fracaso, derrumbe: «la poesía, a un nivel ontológico, no hace sino un solo gesto, reiterándolo una y otra vez: un gesto fallido en dirección del mundo» (p. 242). En este marco sitúa Philip Silver a nuestros poetas, radicados en el suelo (aquí la concepción telúrica y realista que generalmente se tiene   —601→   de la lírica hispana), como Anteo, el gigante hijo de Gea, que murió al ser arrancado de la tierra -su madre- por Hércules, que lo levantó en el aire y lo estranguló.

Los ensayos sobre los autores (siete) precisan de una nota preliminar, un prólogo, un capítulo inicial que sirve como marco y, en fin, un epílogo: los análisis poéticos individuales se perciben como ingredientes autónomos en ocasiones, a los que se ha aderezado con algunas notas comunes perfectamente trabadas (como la concepción de una poesía a modo de reflexión endocéntrica desde la que inquiere acerca de sí misma). Silver se ha afanado por dar coherencia externa a sus ensayos individuales. Ante todo, algo se eleva sobre otras consideraciones: una originalidad en la manera de abordar la crítica de las respectivas trayectorias de los autores estudiados. En efecto, muchos de los momentos de inflexión considerados por los estudiosos como hitos que marcan un cambio de rumbo en cualquier sentido (así, la poesía de Nuevas Canciones, de Machado, habitualmente considerada consecuencia del descenso lírico del autor, compensado por una progresión politizadora de la escritura del poeta; así, la poesía amatoria de Salinas, que se piensa como obra cenital ante la cual sus anteriores libros creacionistas eran meros ensayos preparatorios; etc.) no son sino, a juicio creo que acertado de Silver, indicio dolorosos del descubrimiento del papel de la literatura: la tensión de una poesía de la presencia y una poesía (como termina siempre por ser la gran obra) de la ausencia, necesitada esta última de una enorme valentía desenmascaradora de lo falaz y lo mimético. Desde esta perspectiva, contemplamos los senderos de los diferentes autores sin hiatos inexplicables ni cambios abruptos.

En el capítulo «La via naturaliter negativa de Juan Ramón Jiménez» hay páginas admirables en el estudio de la época creativa que va desde el Diario hasta los libros de 1923 Poesía y Belleza. Mayor envergadura tiene el ensayo sobre Antonio Machado («Las máquinas escribientes de Antonio Machado»), que rompe la contemplación de su obra como un tránsito negativo desde la poesía nostálgica y vagamente simbolista de Soledades a la representación del republicanismo, cediendo esto a cambio de un compromiso creciente con posturas de avanzadilla política, a partir de 1917. Para Silver, y en condensada emergencia, éstas son las conclusiones obtenidas de una lectura desprejuiciada de Machado: el poeta, tras Campos de Castilla, no aparece trastornado por la filosofía, y la particular evolución de su obra marca el avance desde la poesía de la nostalgia hacia la poesía del devenir; en esta línea, la interpretación de su obra posterior a 1917 (esto es, desde Nuevas Canciones) debe asumir la evidencia de que nos enfrentamos a una poesía volcada intelectualmente sobre su propia esencia. El influjo bergsoniano es, claro, existente, y en general su preocupación por la temporalidad, pero no debe desecharse otro menos aireado, como el neokantiano del ámbito madrileño en la época (1912-1917) en que Machado estudia filosofía en la Universidad en que explicaban García Morente   —602→   y Ortega. Exagerar la importancia de algunas ideas (el tempus fugit o el ubi sunt?) en la poesía del autor, como de una lectura del «Arte poética» de Juan de Mairena pudiera arrancarse, con sus conocidos ejemplos manriqueños, sería una inoportunidad. La poesía de ahora no está lastrada por la filosofía: adopta -que no es lo mismo- una actitud filosófica, porque el autor comienza a comprender «lo que puede y no puede hacer» (p. 60), percatándose de la indigencia de una tarea dedicada a señalar sus propias limitaciones.

Muy interesante resulta el estudio que realiza sobre Pedro Salinas («Pedro Salinas o la vanguardia de par en par»), a quien sitúa en un espacio creacionista-ultraísta, por considerar que es la poesía vanguardista de los años 20 y no la estela de Juan Ramón o del simbolismo francés de la generación de 1885 el ámbito que le corresponde. En la consecución de una poesía poética, que va más allá en su radicalidad que la poesía anti-anecdótica de Juan Ramón Jiménez, se cifra la importancia de Larrea, Diego o Salinas. En el caso de este último, no hay por qué trazar fronteras entre sus libros iniciales, propiamente creacionistas (Seguro azar o Fábula y signo) y los siguientes amorosos (La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento), que al cabo expresan una rebelión contra la realidad cotidiana, a la que contribuyen para dejar paso «a un mundo nuevo apto para el amor». Esta senda de la escritura saliniana no se torcerá cuando Salinas, tras 1939, continúe escribiendo versos que, cada vez más, tenderán a inquirir por el papel de la poesía.

«El metateatro de Federico García Lorca» analiza la obra dramática del granadino, y especialmente tres títulos (Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, La zapatera prodigiosa y Yerma), desde el prisma propuesto por Lionel Abel (Metatheatre: A New View of Dramatic Form, Nueva York, Hill and Wang, 1963). El metateatro, o teatro que reflexiona sobre el teatro, cuenta con obra tan señaladas como Hamlet o La tempestad, de Shakespeare, El gran teatro del mundo, de Calderón, y, en opinión de Philip W. Silver, las obras dramáticas de García Lorca. Cuando se alude al carácter poético del teatro de Lorca, se deja, en este superficial e impreciso juicio, constancia de una actitud literaria de todo metateatro, en cuanto que éste utiliza personajes que ya funcionaban cono actores, situaciones que ya eran teatro, antes de ser incluidos -unos y otras- en las obras correspondientes. Lo que realmente ocurre en el caso de Lorca, piensa Silver, es que los personajes «representan un papel en una obra que excede los límites de la pieza en que actúan. Esto es metateatro en su forma más pura» (p. 175).

Concluye el crítico sus ensayos con dos dedicados a poetas de la postguerra: Blas de Otero y Claudio Rodríguez. En Blas de Otero («Blas de Otero en la cruz de las palabras») estudia la paradoja de cómo Otero, al renegar de una literatura como sustituto imperfecto de la vida, pero haciéndolo en poesía, consigue la supervivencia de la obra, su obra, así denostada, permitiendo que entre   —603→   los entresijos de sus versos surja «la persona (poética) más vívida de la poesía de postguerra tras la contienda civil española. [...] Como tantas veces en la historia de la literatura, la adopción de una postura en contra del arte se convierte en el más infalible acceso al arte en una forma más incitante y emotiva» (p. 197). El último ensayo es, en fin, sobre Claudio Rodríguez («Claudio Rodríguez o la mirada sin sueño»), donde señala, más allá de la originalidad de un poeta que parece no tener deudas demasiado evidentes con la poesía española coetánea o inmediatamente anterior, sus raíces surrealistas y rimbaudianas, dentro de un sistema metafórico que funciona arbitrariamente, lo que provoca un trastorno de su carácter referencial y arranca al lector de la cómoda rutina en la que se halla tan frecuentemente instalado. Quizá Silver no repara en que el automatismo que atribuye a Rodríguez podría aplicarse a su primer libro, Don de la ebriedad, pero mal podría hacerse a sus obras de madurez, cuya trabazón, composición y meticuloso control de materiales no se compaginan con el automatismo psíquico. La poesía de Rodríguez, entregada al canto vital y férvido de una naturaleza solar, ebria en su epifanía, es, en realidad, un «memento mori y la anulación secreta del progreso de la civilización» (p. 233). Las razones para existir son (¿en todos los casos?) meras engañifas que no conviene desvelar. Cuanto la penetradora mirada del poeta se clava al objeto (mirada como sucedáneo de la verdadera posesión, ojos en vez de labios), queda desprendida ya del cuerpo del poeta, convertida en mirada incorpórea «que no tiene dueño».

No es, sin más, este libro una inmersión en la poética de siete de los más importantes autores españoles del siglo XX. Es también, y sobre todo, un intento de achicar el vacío de pensamiento poético aplicado a la lírica hispana, en su relación con el discurso filosófico y con la literatura no nacional.