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ArribaAbajo El sistema dialogal galdosiano

Ermitas Penas Varela


Mucho se ha escrito sobre las novelas dialogadas de Galdós desde que don Benito las diera a la imprenta, así como de sus versiones o adaptaciones teatrales172. Sin embargo, creemos que no han sido estudiadas en conjunto Realidad, El abuelo y Casandra como génesis y desarrollo de una nueva estética en el arte de novelar galdosiano173.

Cuando Galdós publica El abuelo (1897) se ve en la necesidad de escribir un prólogo justificador y explicativo de su nueva teoría y práctica de la novela, iniciada en 1889 cuando Realidad sale a la luz. Allí el escritor hace profesión de fe sobre el «sistema dialogal»174 y se declara abiertamente partidario de no establecer barreras rígidas entre los géneros literarios:

Aunque por su estructura y por la división en jornadas y escenas parece El abuelo obra teatral, no he vacilado en llamarla novela, sin dar a las denominaciones un valor absoluto, que en esto, como en todo lo que pertenece al reino infinito del Arte, lo más prudente es huir de los encasillados y de las clasificaciones catalogales de géneros y formas. En toda novela en que los personajes hablan late una obra dramática. El teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la novela moderna constituye acciones y caracteres175.



Ocho años más tarde, el Prólogo de Casandra (1905) resulta ser de nuevo una defensa de la ley de vasos comunicantes que puede establecerse entre dos géneros literarios diferentes, tales como la novela y el drama. Este «casamiento incestuoso» que representa la «novela intensa o drama extenso» dará, según Galdós, fecundos resultados por virtud de saludables influencias recíprocas: «Los tiempos piden al teatro que no abominen absolutamente del procedimiento analítico, y a la novela, que sea menos perezosa en sus desarrollos y se deje llevar a la concisión activa con que presenta los hechos humanos el arte escénico» (p. 906).

Como es obvio, la nueva estética galdosiana resultó sorprendente en su momento, y de inmediato tuvo sus partidarios y detractores. Entre los primeros hay que señalar a Emilia Pardo Bazán quien, como Zola, no tenía ningún inconveniente en defender un acercamiento entre ambos géneros. En las inteligentes páginas que dedicó al estreno de Realidad, recuerda cómo Safo de Daudet fue adaptada para el teatro, al igual que La dama de las camelias, y cómo en el Romanticismo las obras dramáticas tomaron abundantes elementos de la lírica. Se confiesa «rebelde a las divisiones, subdivisiones y clasificaciones de los tratados de retórica, sobre todo si se atribuye a tales divisiones carácter de límites esenciales y no de puramente formales, establecidos para auxiliar al crítico y al estudioso de calcar o inspirar en su tarea, en modo alguno para cohibir y ligar al creador» (pp. 223-24). Piensa, finalmente, «que los procedimientos y el contenido analítico y humano de la novela moderna   —112→   tienen que imponerse al teatro [...]; que no podrá eternizarse el divorcio de la escena y del libro [...]; que debe aspirarse a que llegue un día en que se funden dos personalidades al parecer inconciliables, el lector y el espectador, y se pongan de acuerdo la sensibilidad y la inteligencia» (p. 225).

Con respecto a este asunto en que la literatura se convierte en polémica, la actitud de Clarín resulta, en principio, ambigua. En 1881 proponía que el drama debía tomar de la novela cuanto pudiese llevarse a las tablas176; diez años más tarde su opinión ha cambiado. Leopoldo Alas, inspirado, según Laureano Bonet177, por las ideas de A. W. Schlegel, no cree definitivamente en el acercamiento de ambos géneros por considerarlos muy diferentes en forma y objetivos. En carta a Galdós escrita desde Oviedo con fecha de 30 de diciembre de 1889, señala el interés psicológico y del contenido de Realidad, pero rechaza la forma que, años después, tildará de «especie de capricho» y no «adecuada»178:

Leí Realidad: Síntesis: muy bien, interés, psicología honda, original, aguda, fisiología adecuada y exacta. [...] La forma semi-dramática hábil, ingeniosa, difícil, gran éxito del esfuerzo necesario para dar tanta vida privándose de tantos elementos de la novela, pero..., tan gran novela, por lo que toca al fondo, no debió ser la escogida para el tour-de-force. Pierde cierta formalidad el escrito tratado así179.



Otras críticas clarinianas sobre El abuelo abundan en la misma idea: «lo mejor es dar a cada cosa su forma propia y usada, dejando para casos muy extraordinarios licencias como ésta de dividir en jornadas y escenas una novela y poner en acotaciones, se pudiera decir, la descripción, mucho de la narración y no poco de los caracteres»180.

Cierta ambigüedad reviste también la actitud de Pereda. En carta escrita desde Santander con fecha 8 de enero de 1890, el autor de Sotileza parece no estar de acuerdo con el hibridismo de Realidad: «[...] el género ese resulta deficiente, como la mejor de las comedias, leído: falta la encarnación de la idea: lo que da, para complemento de la ilusión, el actor en el teatro, o el narrador en el libro, sin contar la salsilla estimulante y sabrosa de la genialidad y estilo del novelista, que en obras como Realidad, no puede haber» (Ortega, p. 148). Pereda hubiese preferido que Galdós diese a su novela un tratamiento tradicional: «con ser interesante y estar magistralmente hablado y dispuesto, a mí se me figura que narrado todo ello como en el primer tomo [se refiere a La incógnita], habría resultado mucho más interesante» (Ortega, p. 148). El escritor santanderino quiere que el autor siga manteniendo su status habitual de omnisciencia y no se resigna a que lo pierda. Estas son sus palabras sobre El abuelo pertenecientes a una carta fechada el 5 de diciembre de 1897: «no me avengo fácilmente a la forma teatral en la novela. Al cabo es un esqueleto: falta allí la carne del autor, su personalidad literaria, su estilo, su arte, lo que en las tablas se suple, malamente por lo común, con el actor; la sal y la pimienta, como si dijéramos del guisado: me parece, en suma, esta forma, la más rudimentaria de la novela... con perdón de los que piensan de distinto modo» (Ortega, p. 187). Días después, cuando Pereda ha finalizado la lectura de la novela, parece que, entusiasmado con la figura del Conde de Albrit y el mensaje de la obra, su opinión es más benevolente: «"¿Qué más da así que asao, si lo que pinta resulta tan interesante   —113→   siempre y a ratos tan grandioso como esto?" [...] ¿A qué razonamiento, ni alambiques, ni escalpelos para buscar el por qué o el para qué de cosas que tal vez no pasaron por las mientes del autor de lo que nos deleita, nos cautiva y hasta nos entusiasma?» (Ortega, pp. 188-89).

No creo deba preocuparnos demasiado si la llegada de don Benito a la novela dialogada fue un encuentro casual, del que desertó y al que volvió años más tarde con El abuelo y Casandra181. Galdós se refiere a La Celestina en el Prólogo de El abuelo, a la hora de establecer una filiación en su nueva estética, así como a Ricardo III de Shakespeare. La crítica ha señalado, además, como antecedentes a La Dorotea y como consecuentes algunas obras de Baroja como La casa de Aizgorri o Paradox rey y las Comedias bárbaras y la trilogía de la guerra carlista de Valle-Inclán. Galdós a la hora de denominar a La Celestina se guía, como ha escrito M.ª Rosa Lida, por «el criterio vigente de la longitud para distinguir drama y novela»182, y así la llama «drama de lectura» y la califica de «más grande y bella de las novelas habladas» (p. 801). El autor de Fortunata y Jacinta no es capaz de despejar, teórica o críticamente, la confusión reinante sobre el género de la Tragicomedia porque «los nombres existentes nada significan, y en literatura la variedad de formas se sobrepondrá siempre a las nomenclaturas que hacen a su capricho los retóricos» (Prólogo a El abuelo, p. 501). La perplejidad que le produce un posible encasillamiento de la obra de Rojas, le reafirma en su teoría de no separar rígidamente los géneros literarios. A nuestro entender lleva razón la autora argentina al considerar que las novelas mencionadas no suponen una simple resurrección de la forma dialogada «a consecuencia de un maridaje abstracto entre el género de la novela y el del drama [...] sino a la atención honda de La Celestina» (Lida, p. 72). En efecto, Galdós no tomó solamente el diseño teatral y el diálogo de la Tragicomedia sino que, tal como ha sugerido M.ª Rosa Lida, existen, sobre todo en Realidad, otros elementos estructurales de ella asimilados, que afectan a la espacio-temporalidad y a los monólogos introspectivos. Se da una representación dinámica del espacio -por ejemplo en la jornada inicial de Realidad- y un tiempo que no marca límites entre los actos sino en el interior de éstos. En este sentido, no están las novelas muy alejadas -la primera principalmente- de la concepción de estructura dialógica que sustituye los bloques de acción por contenidos de conciencia de los personajes, tal como Gilman sostiene refiriéndose a La Celestina.183

Como es sabido, Galdós llevó a las tablas sus novelas dialogadas así como otras que no tenían esta forma. Realidad (1892) y El abuelo (1904) con éxito, Casandra (1910) con críticas poco favorables. Parece ser que, según cuenta en Memorias de un desmemoriado, fue el actor Emilio Mario quien le convenció de convertir en obra representable la primera de ellas.

La crítica ha estudiado la labor de reconstrucción literaria hecha por don Benito al elaborar dramas a partir de las obras narrativas184. Podríamos decir, en líneas generales, que se reordena el contenido, lo que lleva a una mayor simplificación de la acción, de forma que los temas secundarios quedan reducidos a un único tema central: la moral en Realidad, el concepto caduco del honor en El abuelo y la venganza de la tiranía entendida como falsa caridad en Casandra. Las largas acotaciones de las novelas se convierten en breves y exclusivamente destinadas a la puesta en escena. Los focos espaciales disminuyen   —114→   visiblemente -de 36 se pasa a 6 en Realidad, 7 en El abuelo y 4 en Casandra- al igual que el tiempo, convertido en estricta sucesión absolutamente lineal. Se reducen también el número de personajes -de 25 a 13 en Realidad, de 15 a 11 en El abuelo, de 41 a 16 en Casandra-. Se eliminan todas aquellas expresiones o comentarios de carácter sociopolítico o religioso que podrían comprometer el éxito de la obra. Se teatralizan, dándoles un énfasis dramático, los finales de jornadas y escenas. En virtud de las exigencias genéricas y representativas, las versiones para las tablas son más breves. El número de páginas, manejando las Obras completas de la editorial Aguilar, se reduce notoriamente: de 110 a 47 en Realidad, de 102 a 40 en El abuelo y de 102 a 38 en Casandra. Esta última supone la cumbre del proceso ya que Galdós, que había eliminado los elementos maravillosos -sombras- de Realidad, no duda ahora en suprimir las jornadas cuarta y quinta de la novela que suponían un epílogo de carácter anticlimático. Esto, como es obvio, repercutirá en una reducción más decidida del espacio y del tiempo -de un mes, por lo menos, a 10 días del mes de mayo-. Con la justicia poética que supone el asesinato de doña Juana a manos de la simbólica protagonista, el drama se convierte en auténtica tragedia.

Como ha señalado Manuel Alvar, la segunda redacción en obra teatral hecha por Galdós supone, en la práctica, el utilizar la síntesis como método, rigiéndose por principios de economía y verosimilitud, y eliminando todo lo que no es dramático; de ahí que se acorten o desaparezcan los largos soliloquios y apartes. Cuando Galdós pasa a la praxis, nos parece claro que se plantee la escritura de dos géneros literarios diferentes. No se trata, en efecto, de una simple poda, sino de la aplicación pragmática de toda una concepción distinta de la novela y el teatro. Sin embargo, la novela dialogada supone, como hemos dicho anteriormente, un acercamiento entre la narrativa y el drama. En los dos prólogos a El abuelo y Casandra, aparece una reiterada declaración de principios que podríamos sintetizar del siguiente modo. En primer lugar, puede pensarse que el escritor tiene necesidad de romper con una estética precedente, fundada en la concepción literaria de una modalización de omnisciencia que para él resulta caduca, aunque sabe que nunca se puede ocultar totalmente al autor185.

En segundo lugar, piensa Galdós, el «sistema dialogal» y no narrativo o descriptivo es el que muestra mejor, más directamente, los caracteres. Así los personajes van mostrándose por sí mismos ante el lector. Es el showing frente al telling de H. James186. Parece como si Galdós quisiese cargar las tintas en el aspecto psicológico de la novela187.

En tercer lugar, don Benito nos da a entender que este procedimiento, que supondría utilizar la modalización del modo dramático, presenta los hechos y los personajes con más realismo -«como en la vida»- y con mayor objetividad188. Así lo entiende Baquero Goyanes: «Posiblemente el primer móvil que incitó a Galdós al empleo del diálogo como tal estructura novelesca, no fue otro que el prurito realista de una cierta objetividad»189.

No nos parece impertinente señalar, asimismo, que don Benito es consciente a la hora de intentar diluir la figura del autor, entre el escritor y el lector, de que es necesario tener en cuenta a este último. De tal manera que sea el lector quien tenga libertad para interpretar, recrear, completar lo que   —115→   en la novela está escrito sin necesidad de que un autor todopoderoso lo esté sugiriendo más o menos abiertamente190.

Por último, en este «casamiento incestuoso» Galdós quiere tomar del teatro ciertas características genéricas que le parecen positivas para la nueva novela: la inmediatez del diálogo, la agilidad de expresión y la ausencia de descripciones y digresiones largas. Pero también piensa que al teatro le conviene aprender de la novela más capacidad de análisis. Por eso, aunque se ha dicho con frecuencia que los hábitos de narrador no permiten construir a Galdós un teatro a su altura, para Gonzalo Sobejano fue, sin embargo, «deliberado propósito de regenerar el drama por aproximación a la novela, empresa de la cual es parte complementaria la aproximación de ésta a aquél»191, al igual que hicieron Ibsen, Chejov o Hauptmann. Era necesario corregir tanto los excesos de intriga y efectismo del primero como los abusos descriptivos de la segunda.

Llega el momento de analizar y describir hasta qué punto las ideas programáticas de Galdós a la hora de teorizar sobre el «sistema dialogal» se actualizan en sus novelas. El diseño de éstas es totalmente teatral. La acción se reparte en cinco jornadas integradas por 57 escenas en Realidad y 63 en El abuelo y Casandra. La novela dialogada se plantea, tal como comentábamos anteriormente citando las palabras del propio don Benito, una nueva concepción que supondría el empleo de la modalización más objetiva: el modo dramático. Ésta se basa en la presentación directa del personaje de tal forma que, aunque la eliminación total del narrador no se consiga, la voz narradora en tercera persona sólo dará pequeños fragmentos a modo de guías de lectura. Así fue entendido el proceso, en el seno de la novelística, hasta llegar a este último estadio de impassibilité del autor, como decía Flaubert. Sin embargo, un mínimo análisis de las acotaciones de Realidad, El abuelo y Casandra nos llevaría a consideraciones distintas. Unas son estrictamente teatrales, dentro de la tradición dramática, cuya única misión es orientar la puesta en escena. De tal manera que en ellas se describe el escenario o espacio novelesco, se señala la situación de los personajes en él o se dan pautas sobre la actitud de éstos en relación con lo que se dice o sucede. Pero existen, además, otro tipo de acotaciones de muy distinto signo, de tal forma que podríamos calificarlas de narrativas, donde la voz del narrador omnisciente da al lector variada información no presente en la trama. En Realidad estas últimas prácticamente no existen, salvo en algunas ocasiones donde se constata la presencia de aquél -cuando se nos advierte, por ejemplo, que el cuadro de la Virgen, colgado en el dormitorio de Augusta y Tomás, se trata de un Murillo auténtico-. En líneas generales, por lo que se refiere a las acotaciones en Realidad, se respeta el modo dramático de la novela. En El abuelo, sin embargo, Galdós no sostiene la trayectoria anterior ya que, ahora, las acotaciones tienen gran extensión y no sólo aparecen a principio de jornada o escena sino, incluso, al final o en medio de los parlamentos de los personajes. Estas acotaciones son diferentes entre sí. Unas presentan y describen a aquéllos física e incluso espiritualmente, su aspecto exterior e interior -Gregoria y Venancio, Senén, el cura, el médico, el alcalde y la alcaldesa, la Condesa, el Prior de Zaratán don Pío Coronado, el Conde y las niñas-. La descripción suele ir acompañada de la narración de ciertos hechos relacionados con los personajes retratados.   —116→   Se nos dan notas sobre su clase social, sus antecedentes familiares, su situación personal en la actualidad, su comportamiento, etc. Este narrador omnisciente, que «sabe» mucho más que el lector, prejuzga y manipula la información de tal manera que éste se encontrará con que se le está imponiendo un determinado tipo de «lectura», ya que todos esos personajes serán presentados a priori como agradables o desagradables, antes de que se muestren directamente a través de sus dichos y hechos.

Hay acotaciones en que se describe el espacio, pero no se trata de una descripción aséptica sino hecha en lenguaje lírico, tal como la del bosque cercano a Jerusa, el Monasterio de Zaratán, el cantil de Santorojo, etc. En otros casos, se nos narran en tercera persona hechos ya sucedidos o futuros, fuera de la acción en un tiempo posterior al desarrollo de la novela. Esto ocurre, por ejemplo, en la acotación final, gracias a la cual sabemos de la huida de Dolly, el Conde y don Pío y la llegada de la guardia civil con la carta de la Condesa que permite a la niña quedarse a vivir con su abuelo. Hay acotaciones que informan al lector sobre el paso del tiempo o sobre hechos que suceden «fuera de escena»: se nos dice que la confesión de Lucrecia duró «cinco cuartos de hora» y se nos narran los avatares de la comedia en casa del alcalde, por poner un par de ejemplos. De gran interés nos parecen las que muestran una clara presencia del autor implícito quien se atreve a comentar que la Marquesa «parece prima-hermana de la "Sibila de Cumas", obra de Miguel Ángel» (p. 852), que la luz del dormitorio del Conde, en la Pardina, es «chiquita, tímida, llorona» (p. 859)192 o que el jardín del alcalde «no necesita descripción, pues ya se comprende que es un afectado y ridículo plagio en pequeño del estilo inglés en grande» (p. 824). Intromisiones del autor implícito y presencia del narrador omnisciente que comprometen la objetividad del «sistema dialogal».

En Casandra, si bien las acotaciones son algo más breves que en El abuelo, también se nos da un retrato físico y espiritual de los personajes -doña Juana, criados, familiares, Casandra, Rogelio, etc.- y se narran hechos pasados o presentes que no aparecen en las conversaciones. En dos acotaciones, en concreto las que se centran en el interior del templo donde se celebra el funeral de doña Juana y en la sacristía, el narrador con perspectiva simultánea, nos informa de la colocación de los asistentes en la iglesia y de su ansiada salida. De todos modos, la presencia del autor implícito es todavía más marcada que en El abuelo. Aquí, sin ambages de ninguna clase, establece una comunicación directa con el «discreto, lector». De tal manera que le interroga: «¿Veis en el testero del fondo, colocados con simetría burguesa, dos grandes retratos, señora y caballero?» (p. 908); le advierte: «No hallaréis en ella la hermosura y arrogancia de Clementina» (p. 948); le insiste: «Créanlo o no todos expresan con lastimosa cortesía su sentimiento» (p. 950); o aclara: «Viene bien decir aquí que es Yébenes un señor maduro y acecinado» (p. 979). Todo ello en la mejor línea de la omnisciencia editorial, la más subjetiva y entrometida de las omnisciencias.

Con este «sistema dialogal» Galdós pretende dar una sensación de inmediatez, de algo visto y oído de forma simultánea, mostrando directamente la vida interior de los personajes. Pretende también evitar la figura del autor, intermedia entre el escritor y el lector. Todo lo cual supone para Roberto   —117→   Sánchez «equiparar el texto de la novela con el de la obra teatral; es decir, con el guión dramático. [...] Su objeto: actualizar y proyectar la situación dramática de la novela en su forma más desnuda, despojada de todo análisis, sustituir la descripción por la mise en scéne, la narración por la acotación» (p. 106).

Esta nueva técnica aparece en los textos como conversación -entre varios personajes-, diálogo -entre dos- y soliloquio o monólogo. Cualquiera de las tres modalidades son interrumpidas con frecuencia con apartes o para sí, de larga tradición teatral, que suponen en la escena un mensaje directamente establecido entre un personaje locutor y el público receptor, pasando total o parcialmente inadvertido para los demás personajes presentes. M.ª Rosa Lida lo define como «modo convencional de expresar dentro del cauce único de la obra de teatro los muchos cauces simultáneos por los que en la realidad fluyen el pensamiento y la palabra» (p. 137).

Las conversaciones no son tan frecuentes en Realidad como en La incógnita193. Se establecen sobre todo en las tertulias en casa de los Orozco a las que asisten los personajes clave de la novela. Son muy fluidas y se centran superficialmente en opiniones un tanto frívolas sobre hechos diferentes. La conversación es nota predominante en El abuelo. En líneas generales, podríamos establecer varios tipos. Conversaciones en las que participan varios personajes, sin que Albrit esté presente, donde el egoísmo es motor de la actuación de éstos. Conversaciones en las que toma parte el Conde, siendo frecuentes los apartes que muestran su otra perspectiva -irónica-. Y otras mantenidas con toda familiaridad por las niñas y el abuelo, guiadas por la obsesión de éste.

En cuanto a Casandra, aunque las conversaciones alcanzan gran extensión -giran sobre todo en torno a la herencia de doña Juana-, los diálogos adquieren un papel muy relevante. Hay varios fundamentales que establecen los puntos climáxicos de la novela: el de la vieja señora con su administrador, donde se muestra lo que ésta ha decidido; el de ella con Casandra, que es interrogada sin piedad; el de la protagonista y Rogelio, que evidencia el cambio de actitud de éste; y el de máxima tensión: el previo al asesinato de la tirana.

En El abuelo ocurre algo semejante, de modo que el diálogo adquiere importancia en ciertos casos. Se trata del inicial entre Gregoria y Venancio que ponen al lector en antecedentes de los hechos; el de Dolly y Nell que las presenta como dos adolescentes de aspecto saludable y costumbres espontáneas; el de Senén y el Conde; el de éste y don Pío; y el que reviste mayor interés en la novela: el de Lucrecia y su suegro.

Las conversaciones de El abuelo se centran en el futuro de Albrit y las de Casandra en la herencia. Los diálogos de aquél giran, casi por completo, en torno a la resolución del problema del honor que le agobia y en Casandra en torno a mostrar la tiranía y oscurantismo de doña Juana para con la protagonista. Es decir, ambos tipos de técnicas, conversación y diálogo, se utilizan para expresar las dos vertientes temáticas que se registran en ambas novelas.

En Realidad, sin embargo, los diálogos llegan a alcanzar otra dimensión y es que, excepto los de Federico con Infante y la Peri, en los demás destaca la presencia de los apartes. Hay algunos, en el que enfrenta a Orozco y Viera padre, más en los encuentros de Federico y Augusta y de éste con la sombra   —118→   de Tomás, y con mayor intensidad en los que se establecen entre aquélla y su marido. El argumento de la novela justifica esto. Se trata de un crescendo de ocultación entre la pareja dialogante y, sin duda, el grado máximo lo alcanza el matrimonio. En estos apartes surge otra perspectiva, como contenido de conciencia del personaje, distinta a la que expone mediante sus palabras en alta voz, dirigidas éstas a su receptor y aquéllos al lector.

Son sin duda los monólogos los que muestran mejor la interioridad de los personajes ya que significan un modo de explorar su conciencia. El procedimiento monologal, como ha escrito Sobejano, «es la forma manifestativa más importante de Realidad» (p. 84). En esta novela, las acotaciones dirigen al lector acerca de la interpretación de los soliloquios que deben ser pensados, realizados en la mente del personaje, suponiendo la ausencia de otros. Así en la jornada primera, Orozco monologa al acostarse y Augusta también ya que su marido se ha dormido. En la jornada segunda, Federico pasea solo; en la cuarta, muy excitado, vaga por las calles; y en la quinta, Orozco. Existen otros soliloquios larguísimos que tienen diseño de apartes -«para sí», dice la acotación-. Sin embargo, no están dirigidos al lector sino al personaje que habla -o piensa, mejor- consigo mismo estando otro personaje presente. Así le ocurre a Orozco en la jornada primera, mientras su esposa está sentada junto al lecho y a ésta mientras aquél la cree dormida.

Varios problemas se plantean aquí. En primer lugar, la verosimilitud y realismo de unos monólogos excesivamente teatrales, retóricos, verbalizados, difícilmente plausibles en la mente de los personajes, tal como reconoció el agudo Clarín194. En esos soliloquios, en realidad, no existe un fluir de la conciencia sino un monólogo bien pautado, introspectivo, con predominio de la reflexión. Es posible, no obstante, considerar a Galdós como antecedente remoto de los cultivadores del monólogo interior o corriente de conciencia de Dujardin y de Joyce en Ulises, pero no creemos que deba considerársele un precoz cultivador, ya que en ningún momento Orozco, Federico o Augusta llegan a una ruptura tanto de la coherencia lógica como sintáctica de sus pensamientos.

Podríamos señalar también que esos monólogos en primera persona aparecen interrumpidos por acotaciones del narrador en tercera persona, en una simultaneidad difícilmente mantenible por más que Galdós se esfuerce por incluir en éstas elementos que justifiquen, aunque con cierta torpeza, los contenidos de aquéllos195.

Por otra parte, se producen desequilibrios entre el diseño teatral y la concepción intrínseca de la novela: el aparte exige espectador, público; la novela, lector, y por eso, el soliloquio necesita del monólogo interior o del estilo indirecto libre en tercera persona, tal como lo entendieron Leopoldo Alas y la Pardo Bazán. Es el diseño teatral quien, también, impone la presencia de la Sombra que sólo funciona en la imaginación sobreexcitada, por la abstinencia y el alcohol, de Federico Viera, y lo mismo podría decirse de la Imagen de éste que dialoga en sueños con Orozco en la escena última196.

Pasado el tiempo, Galdós reduce convenientemente estos soliloquios -ya a solas, ya en presencia de otros personajes- en El abuelo y Casandra. De modo que, aunque los problemas que señalamos anteriormente continúan, la escasez de aquéllos los mitiga considerablemente.

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Si, después de lo dicho, comparamos las tres novelas dialogadas de Galdós, observamos que desde Realidad disminuye la cantidad e intensidad de los soliloquios que ponían en peligro la verosimilitud novelística, así como los apartes. Sin embargo, incrementó las acotaciones en El abuelo, con su narrador omnisciente y aun con la presencia del autor implícito, más subrayada en Casandra, con lo cual se comprometía la objetividad de la novela. Galdós, en efecto, tanteó terrenos, buscó nuevas hechuras -para «dar más fuerza al asunto»-, y finalmente abandonó el procedimiento: «esta forma no puede emplearse sistemáticamente, en la novela, y sólo de tarde en tarde me permito usarla»197. El que Galdós en pleno éxito de su sistema novelístico decida cambiar de fórmula en aras de una mayor objetividad, la haya o no conseguido, lo coloca junto a los grandes escritores europeos y españoles que a fines del siglo XIX fueron conscientes de la crisis de la novela y participaron, teórica o prácticamente, en su renovación.

Universidad de Santiago de Compostela



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