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Apuntes para el recuerdo de un exilio

Julián Antonio Ramírez





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Carnet de Julián-Antonio Ramírez...

Tomé el camino del exilio llevando a mi cargo el «Batallón del Talento» del Ejército del Ebro...

Puede parecer este arranque un poco excesivamente literario. Pero no. Me explico.

En primer lugar, no era el verdadero inicio de mi expatriación. Yo había salido de Asturias al caer Gijón, en el 37. Y al desembarcar en Lorient, puerto militar de la Bretaña francesa, tras cuatro días de aventuras peliculescas en alta mar -intercepción por el crucero franquista «Almirante Cervera», evasión, etc.-, a bordo de aquel cascarón de cabotaje, el «Toñín», decidí junto con la mayoría de mis compañeros volver a la guerra, regresando a la España republicana por Cataluña... Otros abandonaron; y hasta alguno, como el alcalde del Gijón del Frente Popular, Avelino González Mallada, pudo emigrar a Estados Unidos.

El exilio exilio, consecutivo a la derrota, largo, penoso... inacabable, lo inicié en febrero de 1939, el día 13, llevando a mi cargo el Batallón del Talento. Y repito, al decirlo no incurro en artificio literario. El tal cargo no tenía ninguna connotación intelectual ni política. Sencillamente, al iniciarse la retirada   —72→   desde la orilla izquierda del Ebro y posteriormente la evacuación a Francia, el Comisariado Político General de aquel Ejército decidió agrupar a los intelectuales recién incorporados que seguían las operaciones desde lo que se llamaba el Puesto Atrasado y me confió la misión de asegurar la transmisión de instrucciones y órdenes así como de atender a los problemas materiales de transporte, acuartelamiento y abastecimiento de acuerdo con el «gobernador» de intendencia de dicho Comisariado... En aquél ya llamado «Batallón del Talento» yo no era más que un «chico de los recados»... ¿Nombres de sus componentes? Recuerdo principalmente tres: Pedro Garfias, el poeta, de patética, inolvidable compañía, Martínez Nadal, que luego se revelaría mundialmente como uno de los grandes especialistas de García Lorca, Luis Alaminos, Director General de Primera Enseñanza, cuya sabiduría y erudición nos maravillaban...

Evoco todo esto porque al cruzar la frontera, en cumplimiento de la última orden recibida en España -nada de cabeza de puente, repliegue a territorio francés, abandonándolo todo, todo, incluso los víveres (¡-ojalá me decida a contarlo un día!)- al cruzar la frontera, digo, se produjo un hecho que luego se me confirmó como uno, de los signos dominantes de mi prolongado exilio.

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Frontera franco-española, febrero de 1939

Era ya de noche. Habíamos tardado medio día en escalar el encrespado puerto de carretera entre Port-Bou y Cerbère. Al pasar la frontera -ya se sabe- los combatientes republicanos españoles depositaban sus armas. Cuando llegaron nuestros dos camiones había ya un buen montón de ellas en el suelo. El control francés era riguroso. Un teniente de la Legión -no; era un brigadier de gendarmería; lo del teniente, un incidente semejante, fue algunos días después cargando maderos para construir los barracones del campo de Barcarés- el brigadier, pues, incitó a sus hombres:

-A fondo. Mucho cuidado con éstos; que son unos...

No recuerdo exactamente el calificativo. El del teniente de la Legión, sí. Él nos trató de «apaches»... En el «argot» de la época se llamaba «apaches» a los golfantes de los bajos fondos de París... - Lo cierto es que el apelativo empleado por el brigadier gendarme me sonó muy mal. Algo así como si nos llamara «facinerosos».

-Oiga -le interpelé- cuidado, usted, con lo que dice. Estos señores por destrozados que los vea, son unos seres humanos más dignos de lo que usted piensa, etc., etc.

Y le expliqué un poco. Y, sin más, nos dejó seguir. No sé si en alguno de los camiones pasó algún arma... Un lingote de oro sí; un chaval, enlace del Cuartel General, lo estaba enterrando poco después en la arena del Campo de Saint-Cyprien, bajo el toldo de un camión que nos servía de tienda de campaña   —73→   en los primeros días del hambre y de la sed y del destierro...

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Caricatura de Julián Antonio Ramírez, Por Miguel Orts

También recuerdo que al teniente de la Legión le corté con más dureza... Y así continué, enderezando entuertos, reivindicando dignidad, con más o menos flexibilidad, hasta muy avanzada la prolongada etapa del exilio, casi hasta el final...

Aquella anécdota del paso de Cerbère fue adquiriendo valor de categoría. Por eso la veo como la marca de uno de los signos dominantes de mi peregrinar. Por eso me he detenido un poco en ella...

Desde aquel febrero de 1939 hasta septiembre recorrí cuatro campos de internamiento -nosotros los llamábamos de concentración- en el de Francia.

Saint-Cyprien. Habíamos equivocado la ruta. Nos enviaron hacia Argelès. No sé por qué, no tropezamos con ningún control. Y nos adentramos bastante en tierra francesa. Preguntando a gente de la población civil hubimos de dar marcha atrás. Y fuimos a parar a Saint-Cyprien donde la playa estaba ya acordonada por senegaleses. Cuatro días sin comer, bebiendo agua, salinizada de la que se sacaba de bajo la arena. Disentería, entero-colitis generalizada. «¡A la playa, a la playa!» Intentos de mantenimiento de nuestra organización militar. Habíamos de estar prestos a ser evacuados hacia la zona republicana del Centro... Tremenda odisea, pletórica de recuerdos imborrables... No duró la ilusión del traslado al Centro. Y en cuanto pidieron intérpretes de francés para ayudar a la construcción de un nuevo Campo, en condiciones, allá fui.

Barcarés. Una región de lagos marinos -albuferas- al norte de Perpiñán. Se construía el Campo en la manga entre el estanque y el mar. Lo de las maderas... Únicamente evocaré la impresión que me produjo el aspecto de aquellos barracones. Parecían ataúdes... Llegó la orden de censar a los vascos para instalarnos en un campo especial en el otro extremo de los Pirineos, cerca del País. Lo consulté con mi organización y me apunté.

El traslado se efectuaba transitando por Argelès. Por fin Argelès. Allí me encontré con Adelita, soldado de la Reserva General de Artillería del Ejército de la República. Gracias al inicio de la actividad cultural.

Nos había llegado, con retraso y difusa, la noticia de la muerte de Antonio Machado en Collioure cuya torre se veía desde nuestra playa... Collioure era entonces un nombre siniestro para nosotros. En su castillo, transformado en campo de castigo, se encerraba a los más díscolos. Al menos, eso se decía.

Nosotros, en el campo, seguíamos con nuestro afán. Reorganizábamos la FUE. Fomentábamos la creación de «Barracas de Cultura». Se montaban actos, en chabolas, en alguna que otra barraca ya. En uno de ellos nos conocimos Adelita y yo. Yo, hablaba de Federico García Lorca y de La Barraca (!), Ella cantaba.

Lo del 14 de abril fue sonado. Gran fiesta en el campo central. Decenas de miles de asistentes, todo el campo. Tocaba la banda de música de un batallón de Guardias de Asalto, que también había ido a parar allí. No sé si estaba al completo. Pero sonaba bien. Yo presentaba. Y estaba Adelita.

-Pero creo que te vas.

-Sí, al campo de los vascos.

-¿Por qué?

-Soy vasco.

-¡Ah!

Y algunos días más tarde, seguí viaje. Hacia Gurs, en el entonces departamento de los Bajos Pirineos. Gurs, otro nombre desconocido. Iba como intérprete de francés, en un destacamento precursor de constructores de campos. ¡Qué manía!

¿Fechas? No recuerdo. Lo que sé es que el Primero de Mayo lo pasé allí en Gurs. Por las manifestaciones rituales que, a pesar de la prohibición del Mando francés, se desarrollaron en varios islotes.

El Campo de Gurs, con barracones iguales, más aislado -nueve hileras de alambradas en profundidad- no fue sólo para vascos. Luego fueron llegan do los de Aviación -de allí iban a salir futuros héroes de la Unión Soviética, como Zarauza- los de las Brigadas Internacionales no repatriables -alemanes, checos, yugoslavos y otros- y los tres últimos islotes se completaron con «otros españoles»... Yo me quedé con éstos, en el H, por razones complejas que hoy no quiero contar. Cada islote estaba cercado por tres hileras de alambradas; cada grupo   —74→   de cuatro islotes, por otras tres. Y el conjunto del campo, otras tantas; ya digo, nueve en total...

De Gurs, tendría mucho que decir... Después de las manifestaciones del Primero de Mayo, hubo lo de la misa. Los vascos pidieron misa dominical. En el «no mans land» central, una pradera cubierta de hierba, se erigió un altar-capillita. Y para asistir a la ceremonia se apuntaron muchísimos, no sólo de los islotes vascos. Fue muy pintoresco.

¡Y cuántas cosas más! Las visitas de estudiantes franceses de izquierdas, la epidemia de locuras, los talleres-forja de construcción de modelos reducidos,...

Desde el principio se había logrado una «Barraca de Cultura» en cada islote. Y se creó una Comisión Central de Cultura. Yo era el Secretario. Y el «padrino» francés, un teniente de infantería; veterano, bonachón...

Se conmemoraba entonces en Francia el ciento cincuenta aniversario de la Revolución Francesa... En un ambiente, yo diría, tanto o más apasionado que el del reciente bicentenario. Decidimos asociarnos a la conmemoración. ¿No éramos combatientes por la Libertad? Así se lo dijimos al jefe francés, Teniente Coronel Dabergne de la Gendarmería, cuando le pedimos audiencia el Presidente de la Comisión, un maestro con una barbilla leninista que sabíamos le había valido alguna que otra bofetada, y yo. Se aproximaba el 14 de julio excepcional, y nosotros que veníamos de la guerra de España, no podíamos permanecer indiferentes. El Jefe francés nos recibió muy bien; nos pareció que habíamos logrado conmoverle. Y nos dio toda clase de facilidades.

¡Qué trabajo! Hubo que acondicionar un campo de fútbol reglamentario y un teatro al aire libre, con anfiteatro y escenario, en el espacio comprendido entre la sexta y la séptima hilera de alambradas.

Fue sensacional. Acudieron bastantes personalidades francesas del exterior. Por la mañana, deporte: gimnasia colectiva, coordinada por los «sokols» checos. Y fútbol: Españoles contra Internacionales, con figuras famosas: el guardameta internacional del «Sparta» de Praga, entre otros. De allí saldría contratado el español Mateo para el equipo de Burdeos. Y no sé si estaba el aviador Artigas que luego sería entrenador del «Hércules».

Por la tarde, espectáculo en el teatro. Presentábamos, por los Internacionales, un Mayor de la Aviación brasileña, y por los españoles, yo. Un espectáculo variado, sugestivo: canciones y danzas tirolesas y de otras regiones de Europa, por los Internacionales. Por los españoles, lo de siempre, y con particular éxito, el caricato Pirulez -que era capitán observador en la Aviación- con su maquieta-parodia «Doña Mariquita de mi corazón» desatando efluvios de ambigua sensualidad. Y sobre todo, sobre todo, el Orfeón Vasco, doscientas voces de calidad dirigidas por el Maestro Sorozabal, del Conservatorio de Vitoria, hermano de Pablo, el famoso compositor. Sorozabal había organizado su Orfeón a base de sus compañeros de internamiento en el islote vasco D. Su éxito le valió ser invitado a una actuación en la catedral de la cercana ciudad de Pau donde creo que cantó una misa. Fue un acto inolvidable. El jefe francés, visiblemente emocionado, nos invitó al Mayor de la Aviación brasileña y a mí a estar junto a él hasta el final. Se produjo un incidente digno de ser reseñado. Aquel día habíamos gozado de un trato preferente: nos dieron rancho especial y hasta creo que un puro. La euforia era patente. Y por añadidura habían desaparecido momentáneamente las barreras. Así que al pasar la lista del anochecer, se vio que el campo había quedado casi totalmente vacío. La mayoría de sus ocupantes había desaparecido. Yo, un poco cansado, me había echado a dormir. El teniente francés, padrino de la Comisión de Cultura, vino a despertarme para decírmelo. Estaba inquietísimo. Quería notificárselo inmediatamente al Teniente Coronel Dabergne. Le rogué que no lo hiciera; que tuviera un poco de paciencia... y de fe...; aunque yo tampoco las tenía todas conmigo. Efectivamente, al día siguiente, en la normativa lista de la mañana se comprobó que casi todas habían regresado. Faltaron un total unos quince o dieciséis, de los 18.000 que componíamos la población total... Siempre he pensado que aquellos evadidos se tomaron al pie de la letra lo de la Fiesta de la Libertad.

Otro hito de la vida en el campo fue el paso del Tour de Francia. Se nos permitió salir hasta detrás de la tercera hilera de alambradas, a lo largo de la carretera. Al empezar el desfile de ciclistas, los Internacionales hicieron una de las suyas. Cada uno de los que componían un nutrido grupo se escudó tras un cartelón con una letra gigantesca; y la sucesión de estas letras formaba una frase que, en francés, rezaba: «Los combatientes de la Libertad saludan a los forzados de la ruta»... Todos los que pasaban -ciclistas y acompañantes- daban muestras de sorpresa. La furgoneta de «L'Humanité» pasó al ralentí, haciendo oír la Internacional por sus altavoces, a todo trapo. Pero el más célebre fue un corredor luxemburgués cuyo nombre no recuerdo. Al ver aquello, frenó, soltó el guión, se irguió sobre el sillín y recorrió lentamente toda la longitud del Campo con el puño en alto. Perdió la etapa que era contra reloj y sin duda también sus posibilidades en la clasificación general.

Luego vino lo del Pacto Germano-Soviético. Tampoco puede olvidarse. Ceremonia de la confusión. Apasionadas discusiones. Lo peor fue que allí se consumó la ruptura del Frente Popular Español. Y lo peor es que ciertos comunistas conocidos fue ron denunciados como tales al Mando francés por algún que otro compatriota. Y perseguidos. Y encerrados en el «paddock» -siniestro recinto de castigo-. No analizo, no comento, no doy nombres (aunque conozco algún superviviente de entre las víctimas). Reseño sencillamente.

Digno de recuerdo es el caso de Leoncio Peña, bilbaíno, dirigente de las J.S.U., uno de los que con más ahínco buscaban luz en las discusiones. Singular aventura la suya. Desapareció por entonces. Y reapareció, para nosotros, para mí, en 1945, tras haber sido sargento de «marines» en el Ejército liberador   —75→   de MacArthur, en las Filipinas, participando en la guerra del Pacífico.

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Tarjeta de identidad

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Permiso para circular

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El General Luis Fernández, jefe de la Agrupación de Guerrilleros Españoles en Francia, con Julián-Antonio Ramírez, ante el monumento a los españoles muertos en el campo de Gurs

Aceleremos. Estalla la guerra. Nueva oferta de los españoles que quieren continuar la lucha por la Libertad. Recelos del lado francés: «Enrólense en la Legión». -«No; en la Legión, no; eso no va con lo nuestro»... El Mando, algo desbordado por los acontecimientos, no pensó hasta algún tiempo después en reeditar la experiencia de la primera guerra   —76→   mundial en Francia: los Regimientos de Marcha de Voluntarios Extranjeros...

«Si quieren -nos dijeron los franceses- vamos a organizar Compañías de Trabajadores auxiliares del Ejército. Sin armas. En ellas tienen un puesto»-. De acuerdo.

Dada la situación creada había que salir del Campo. Y así me encontré alistado en la primera que se formó en Gurs: la 100.ª Compañía de Trabajadores Españoles. Destino: El principal Depósito de la Reserva General de Artillería en Chateaudun, al sur de París.

Viaje inolvidable, cruel, en vagones de mercancías de esos que llevan letreros elocuentes: «8 caballos, 40 hombres». Íbamos más de 40 en cada vagón. Tardamos día y medio en llegar al inmenso bosque de Fréteval que rodea al castillo de La Gaudinière, uno de los llamados del Loira. Estaba en ruinas, a causa de un incendio. El Mando francés se instaló en los dos pabellones de guardia, intactos; y nosotros, en las caballerizas.

La misión de nuestra Compañía era almacenar obuses, proyectiles de artillería; los había por millones bajo las tupidas florestas del bosque. Poco a poco nos fuimos organizando. Habría mucho que contar. Me limitaré a evocar el episodio de la guerra ruso-finlandesa. Recibimos órdenes apremiantes. Había que enviar mucha munición de artillería a Finlandia. Francia estaba, claro, del lado de Finlandia. No faltó, entre los españoles, quien hablara de sabotaje. Pero...

No creo que hubiera sabotaje. Por lo menos, eso me dio a entender el responsable del Partido Comunista en la Compañía.

Mayo del 40. Ofensiva hitleriana. Se acabó la «drôle de guerre», la extraña guerra en la que los ejércitos contendientes, parapetados en sus Líneas Maginot y Sigfried se miraban largamente sin mover un dedo. En mayo del 40, con su táctica de «blitzkrieg» las tropas nazis anegan Holanda y Bélgica y rompen el frente franco-británico. El 4.º BOA -Batallón de Obreros de Artillería-, nuestra unidad, recibe orden de retirada.

«¿Habrá que hacer saltar el depósito del bosque?» -dijeron algunos españoles- ¡Nada de eso! ¡Sería una catástrofe! ¡Lo protegeremos! Ustedes, ¡váyanse hacia el Sur!...

(Otro recuerdo: algo así me dijo un compañero de estudios enrolado en un batallón del PNV cuando, durante la guerra de España, en Guipúzcoa, me comunicó que le mandaban a proteger el Monasterio de Loyola. Era la víspera de la caída de San Sebastián).

Retirada, pues. Pero, ¿por dónde? El Mando francés era muy remiso en comunicarnos los planes cotidianos de repliegue. Desde el litigio sobre la eventual destrucción del depósito de municiones había como una crisis de confianza. A muchos españoles les sorprendió la entrega de aquel arsenal (aunque no se sabe si los alemanes pudieron sacar mucho provecho de él).

No había- manera de que nos indicaran el final dé etapa de cada día en la retirada. Como si la Jefatura del 4.º BOA no quisiera ya saber nada de nosotros. O sea: ¡Sálvese quien pueda!

A los indochinos, sí, que formaban otra Compañía auxiliar adjunta a la nuestra, a ellos, sí, los llevaban en camiones (porque decían que con aquel calzado no aguantaban la marcha). Pero nosotros, los de la 100.ª Compañía, nos las teníamos que apañar como pudiéramos. Lo hicimos. No diré cómo, para no alargar el relato, cada noche repartíamos entre los nuestros, papelitos con el itinerario del día siguiente. Y al final de cada etapa, allí estábamos casi todos nosotros, junto a las cocinas de campaña del batallón.

Hicimos la retirada tras las cocinas «roulantes» -así se llaman- guiados por el aparato ambulante de la Intendencia militar. No era fácil otro modo de subsistencia alimenticia. Las casas de campo abandonadas, sí... Pero nos resistíamos a incurrir en nada que pudiera parecer un saqueo. Además era peligroso. Nos confundieron a veces, por nuestro singular atuendo; con paracaidistas alemanes. El pánico en la población civil era mayúsculo.

El armisticio nos alcanzó cuando estábamos en un pueblecito del Lemosin. Nos alucinó la rapidez con que los militares franceses se desprendieron de sus armas.

Como la nuestra era la única Compañía auxiliar organizada de por aquellos pagos nos enviaron enseguida a otro depósito de artillería que había quedado en zona no ocupada: el de Neuvy-Pailloux; al Norte de Chateauroux. Era una especie de cochera, secreta, donde había cuatro o cinco de aquellos cañones gigantes de largo alcance, montados sobre carriles mediante treinta y tantos ejes de «boggies». Como tres locomotoras de las grandes, enfiladas y había que cuidarlos porque estaban abandonados.

Evoco este recuerdo por lo siguiente: permanecimos en aquel depósito apenas una semana. Resulta que los alemanes estaban enterados de su existencia. Y una de las primeras cuestiones concretas que plantearon en la Comisión de Armisticio fue la incautación de aquellos cañones que no habían sido utilizados. El comandante Godefroy, un ingeniero que mandaba lo que quedó del 4.º BOA, nos lo notificó enseguida; y nos dijo: «Creo que los más amenazados por la venida de los alemanes son ustedes, los republicanos españoles. Por eso he dispuesto su evacuación inmediata». Apenas tres horas después, al despuntar el día... estaba nuestra Compañía formada esperando el tren especial en el andén de la estación de Neuvy-Pailloux. El comandante Godefroy, después de pasarnos revista, me abrazó... A veces me llamaba «colega» por mi condición de estudiante de ingeniería y por los libros de matemáticas que había visto en mi biblioteca en las cuadras del castillo de La Gaudinière... Parece que los alemanes de la Comisión Central de Armisticio llegaron en la misma mañana... Inolvidable.

No me detengo en lo de nuestro paso por el Establecimiento Hípico Militar de Le Busson, un cuartel de la Remonte: 80 caballos pura sangre, abandonados. Había que cuidarlos también.

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Lo que sí me parece interesante reseñar es que, por las razones ya mencionadas se nos confió la misión de recoger a los llamémosles «náufragos» extranjeros, errantes en medio de aquel caos.

Nos trajeron uno; vestido con un traje gris, correcto, pero muy deteriorado. Se suponía que era español, pero no hablaba nada; no tenía ningún papel... Indiscutiblemente, estaba loco... Se decidió que yo lo llevara a un médico civil instalado en un pueblo a seis kilómetros de nuestro cuartel. Viaje en furgón militar de caballos. Había para casi una hora. En el trayecto me puse a cantar: salió una sardana, «Per tu ploro»... Y allí fue la chispa. El «náufrago» alzó la cabeza. Lloraba. Y con una voz irreal, enajenada, cantó conmigo... «Per tu ploro»...

Era -lo fuimos descubriendo poco a poco- el hijo de Lluís Companys, Presidente de la Generalitat de Catalunya, exiliado en Francia, no sabíamos dónde. Companys hijo, enajenado mental, que vagaba tarareando sardanas por aquellas carreteras enloquecidas del éxodo. Más tarde, mucho más tarde supimos que por entonces se avecinaba el trágico desenlace de su padre que iba a ser entregado a Franco por las autoridades de Vichy y fusilado junto con Zugazagoitia y el periodista Cruz Salido... ¿Llegó a enterarse él, el hijo? Muchas veces me lo he preguntado. Yo le dejé -julio 40- en una cama del Hospital de Argenton-sur-Creuse, en el centro de Francia. Al separarnos, con rostro plácido él, me sonreía.

Pero, ¡qué saltos he dado a impulsos de este peregrino caso! Habrá que recuperar cierto orden cronológico, aunque sea por atajos telegráficos... En un campamento estable ya, con barracones de madera, el de Sainte-Sévère-sur-Indre, reorganizamos la actividad cultural: partidos de fútbol con actuación del coro en el descanso. Planeamos un «festival artístico» en el cine del pueblo. Antes dimos un golpe teatral con nuestro desfile inopinado el 11 de noviembre del 40 ante el monumento a los muertos de la guerra 14-18... Una vez más habíamos deshecho hielos (aquello de los «apaches»)... En vista del éxito proyectamos la venida de Adelita para participar en un segundo festival. Se había escapado del Campo de Bram, donde trabajaba en el servicio del correo. Estaba sin papeles en un pueblecito -Grenade- cerca de Toulouse. Pudo llegar hasta mí. Actuó con nosotros; cantó, bailó; produjo un alboroto... De allí salió la decisión de formar oficialmente el Grupo Artístico de los Trabajadores Españoles... Y comenzamos a ir de un sitio para otro,... en furgones de caballos del Ejército...

Entre tanto, se me convocó a una importante reunión: se trataba de reorganizar y coordinar la acción de los españoles que luego serían elementos importantes de la Resistencia en Francia. La cita era en Castel Novel, un castillo señorial de la región de Limoges, propiedad del escritor Renaud de Jouvenel y de la escritora Colette, donde habían sido acogidos varios intelectuales españoles para salvarlos de los campos del Sur... Obtuve -no sé cómo- un permiso; y allí fui... Lo contaré un día. ¡Aquella sala de baño de Colette!

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El Grupo Artístico de los Trabajadores Españoles, denominado oficialmente así, prosiguió su singular trayectoria. De Compañía en Compañía, a bordo de furgones militares cuando mejor con gasógeno, con su cargamento de poesía, de evocación, de ensueño. Habría para todo un libro. Nos habían trasladado de la céntrica región del Berry a la de Auvernia, donde el jefe francés, el capitán Rougier, era más acogedor. Allí se completó el Grupo con nuevas incorporaciones de músicos y artistas, en su mayoría no profesionales, españoles, a quienes quisiera nombrar uno por uno; pero no es posible. Hubo, inclusive, un judío rumano, Alejandro, que era músico; y que nos regaló dos tortas de pan a Adelita y a mí, el día de nuestra boda.

Una boda, también, para contarla. La primera respuesta del Procurador de la República de Riom el capitán Rougier, cuando le planteó la cuestión, era que los trabajadores españoles en Francia no tenían derecho a casarse...(!) Pero, claro, nos casamos... unos días más tarde de lo previsto, y después de haberlo celebrado entre nosotros...

Pronto se produjo lo inevitable: Orden de disolución del Grupo Artístico y dispersión de sus componentes. La orden venía de la sede central de las Agrupaciones. Vic-le-Comte, cerca de Vichy, firmada   —78→   por el jefe superior de las mismas, coronel Thomas... Confidencialmente, algún agente de encuadramiento francés, nos dijo que en ciertos servicios especiales de Vichy había surgido la sospecha de que nuestro Grupo Artístico pudiera servir de enlace entre elementos españoles de la Resistencia... Digamos que no era ni del todo verdad ni falso del todo. Nos pareció que normalmente el coronel Thomas actuaba en agente de la colaboración con los alemanes... Posteriormente supimos que en realidad era un jefe de la Resistencia gaullista contra los nazis y que como tal murió heroicamente...

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El aseo en un campo de refugiados. Dibujo de Enrique Climent

La dispersión nos llevó, al pianista Riazuelo, al violinista -compositor Juste, al padre de Adelita y a mí, a las oficinas de un Grupo recién formado que necesitaba su aparato administrativo: el 414.º G.T.E. no era ya de españoles, sino que se destinaba a recoger y encuadrar a evadidos de Bélgica y Holanda. (Estábamos en zona todavía llamada libre). El jefe era un coronel belga, homologado como militar francés. Se llamaba Lisbonne. Era judío. Judíos eran también la mayoría de los holandeses que llegaban, diamanteros o comerciantes de diamantes muchos de ellos. Recuerdo que uno se apellidaba Granada...

No, no divago. Todo tiene su porqué. Estábamos destinados en Combronce, un pueblo de la llanura que se extiende al pie de la cadena de volcanes del Puy de Dôme entre Clermont-Ferrand y Vichy... Un día, temprano, de mañanita, apenas abierta la oficina, llega con estrépito y se detiene ante la puerta, una larga caravana de vehículos militares alemanes... (No puedo recordar con precisión si para aquella fecha se había producido o no la invasión nazi de la zona Sur... y reconozco que ello tiene su importancia)... Llegan pues, se apean, y entran rápidamente en nuestro local unos cuantos militares alemanes... Era la primera vez que veíamos de cerca a la Gestapo: aquel impermeable, cubrelotodo; gris brillante, y sobre todo, la gorra de plato con la parte superior muy empinada sosteniendo la famosa calavera. En pocos minutos arrasaron con todos los belgas que allí había; también se llevaron a alguno de los «surveillants» -vigilantes- franceses. Pero el enigmático luxemburgués Leon Bisenius había logrado huir por la ventanuca del cuarto trasero que daba al campo... Los cuatro españoles estábamos allí, clavados, de pie, cada uno en nuestro puesto de trabajo burocrático. Al salir hacia la puerta el jefe de la patrulla gestapista se detuvo, creo que fue frente a Riazuelo (antiguo seminarista):

-Y ustedes, ¿quiénes son?

-Somos españoles.

-¡Ah! ¡Republicanos españoles! ¡Rojos!

Lo pensó un poco. Y finalmente, se marchó, dejándonos petrificados. Se ve que lo tenía todo muy puntualizado. Y nosotros no figurábamos en el reparto. En cambio, otros gestapistas que habían ido al acantonamiento situado en el centro del pueblo, lo dejaron completamente vacío de belgas y holandeses...

Al quedar disuelto de esta manera el 414.º G.T.E. se me destinó como ayudante de la contable al Centro de Acogida para niños que los Servicios   —79→   Sociales de Extranjeros estaban instalando en el mismo pueblo. Allí nos sobrevino el golpe que estimo determinante:

Lo mismo que el otro día. Temprano, al abrir el despacho, se presentan dos hombres, acreditándose como agentes de la Policía de Estado de Vichy. Vienen a buscarme a mí. Primero me llevan a casa. Buscan armas y propaganda. ¿Qué armas? Las recogidas en «parachutajes» -lanzamientos por paracaídas desde aviones ingleses o norteamericanos-. Yo no sé nada de eso. Lo revuelven todo en casa. Se entretienen con los papeles y libros de mi pequeño rincón de trabajo. Mientras, Adelita abre a chorros el grifo de la cocina y sube descalza a nuestro dormitorio donde sabe que bajo el colchón yo tenía dos ejemplares del órgano de la Unión Nacional Española, que se llamaba «Reconquista de España», y un número de «L'Humanité», todos en formato clandestino. Los coge y los quema en el fogón donde estaba haciendo la comida. Los policías no cesan. Suben, deshacen las camas, brutalmente, lo revuelven todo. Pero no encuentran nada.

Me trasladan entonces al Ayuntamiento. Me hacen sentar en el despacho del Alcalde a quien explican lo que hay: una denuncia contra mí. El Alcalde, nombrado por el Gobierno de Petain pero hombre de bien, se deshace en elogios para mí y para toda mi familia. Lo mismo hace el cura del pueblo que iba a tramitar no sé qué. Es que hemos hecho, a base de la «troupe» familiar superviviente del Grupo Artístico, dos representaciones teatrales, una en la sala municipal y otra en la parroquial... Con mucho éxito, y tenemos muy buen ambiente en la población... Me parecer ver a los policías un poco desconcertados. En un momento en que estoy a solas con ellos en el mismo despacho, me lío la manta a la cabeza y les digo algo así:

-«Lo triste de esto es que ustedes no actúan al servicio de Francia, sino a las órdenes de un oficial extranjero».

Me miran como sorprendidos. No dicen nada. Yo agrego:

-Están ustedes aquí cumpliendo órdenes de un oficial alemán que se llama Otto Tarncke...

Yo tenía ya noticias de las andanzas de este tipo reclutando españoles por la zona antes no ocupada, y deteniendo a algunos de mis camaradas de la 100.ª Compañía que habían quedado allá en la región del Berry. Además, entre los papeles que los policías manipulaban durante mi interrogatorio, yo había visto una lista de nombres; y de reojo, me pareció reconocer el de Doroteo Gordo, que iría a morir al campo de Buchenwald...

No debió gustarles mi observación. No me respondieron. Me agarraron bruscamente y me llevaron a la Gendarmería. Tras largos conciliábulos con el Jefe de Puesto y varias comunicaciones con Vichy -que yo en el cuarto de al lado, no pude escuchar- salieron y le dijeron al Brigadier: «Queda aquí a su disposición de usted; bajo su responsabilidad. Usted responde de él».

Y emprendieron el regreso a Vichy... Cuando ya era seguro que estaban lejos, aquel Brigadier de Gendarmería (de cuyo nombre quisiera acordarme) se volvió hacia mí y me dijo: «Ramírez. Ya no quiero verle aquí. Y desde mañana, no quiero verle en el pueblo»...

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Aquella misma noche, emprendimos, Adelita y yo, viaje hacia el Sur, hacia Marsella.

Huida hacia el sur. Marsella. Hay una simpática pareja de bailarines españoles: los Vázquez. Él, dentista, había sido uno de los famosos del primer rugby español, en el equipo de Medicina de la FUE de Madrid, el de Moraíta. Congeniamos enseguida. Nos ayudaron. Actuaciones en cabarets, con el toque de queda, y una noche, el cañón de la metralleta del viejo «feld-webel» nervioso, en la barriga. Giras por las ciudades del valle del Ródano con la Compañía que llevaba de estrella al viejo cómico «troupier» (soldado caloyo) Cuvrard. Con él, sentados en el banco de un jardín de Arlés, la Romana, vimos pasar a un importante destacamento del «África Korps» de Rommel, que subía de retirada.

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Vida difícil. Muchos bombardeos. Cada vez más. Decidimos volver a reunirnos con nuestro hijo y los padres de Adelita que habían quedado en Combronde, en Auvernia. Ella se ocuparía del chico y yo iría al «maquis», a la guerrilla. Desde antes de salir de Combronde a consecuencia de la visita de los policías de Vichy, había perdido contacto con los grupos de leñadores que iban a formar los primeros núcleos de guerrilleros españoles en la región. No hubo manera de dar con ellos. La solución era ir a la región del Berry donde los antiguos amigos de la 100.ª Compañía, con quienes mantenía cierta relación, andaban para alistarse en los FTP -Francs-Tireurs Partisans Français- la fuerza militar organizada por los comunistas. En lugar de los FTP -sería largo de contar cómo y porqué- me encontré enrolado en las F.F.I. -Fuerzas Francesas del Interior vinculadas al Ejército Secreto gaullista.

Primer Batallón F.F.I. del Indre, 3.ª Compañía. Sección de españoles al mando de López de la Manzanara, teniente profesional de Caballería en España. Había otros españoles fuera de la sección, en la Plana Mayor, Carrasco, comandante profesional de caballería y Tos, telegrafista, que aseguraba el contacto con los aviones norteamericanos que nos asistían; los famosos «parachutajes»...

No puedo entrar en detalles. ¡Hay tanto! Simplemente leo y traduzco el texto del Certificado de mi desmovilización: «FUERZAS FRANCESAS DEL INTERIOR - GRUPO IDDRE - Este. 1.º B.L. - ATESTADO: El Comandante del l.º Batallón Ligero certifica que el Cabo (F.F.I.) RAMÍREZ HERNANDO Antonio nacido el 28-1-1916, casado, 1 hijo, ha servido en las filas de las F.F.I.... Ha tomado parte en los combates de L'ALPHARE (Comuna de Vic-Exemplet-Indre) el 21 de agosto de 1944 y de BRION (Indre) el 29 de agosto de 1944. Por Orden del Comandante del l.º Batallón Ligero - El Capitán-adjunto: firmado Jaivis»... (Ha cobrado la prima de la liberación del Departamento).

Efectivamente, en un ángulo del documento, escrito a mano, se lee: «Ha cobrado: atrasos septiembre, 900 + prima del Departamento, 3.550. En total, 4.450... El oficial liquidador, etc., etc.».

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Un curso en la barraca de internamiento. Campo de Gurs





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