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ArribaAbajoEl otro yo

Cervantes cuenta la historia de cierto enajenado que se creía de vidrio: evitaba los encontronazos por miedo de verse reducido a añicos; dormía en los pajares, sumido hasta el cuello en la blanda paja; era agudo y discreto; había estudiado en Salamanca Derecho y Letras; encantaba a todos por sus dichos de hombre sacudido y chancero; recobró la razón; la gente, decepcionada, le seguía a todas partes, no persuadida de que el nuevo hombre, ya cuerdo, fuera el antiguo, loco chistoso; al fin, cansado, hubo de abandonar España; guerreó en Flandes. Hasta aquí la historia cervantina.

Guerreando, en Flandes, nuestro personaje recibió una grave herida en la cabeza que le dañó el cerebro; tardó mucho en convalecer y quedó en un estado oscilante entre el ensueño y la realidad; padecía también frecuentes amnesias. Su carácter era manso; no tenía jamás ni gestos airados, ni palabras acerbas. Vivía de pupilo con una familia que le había cedido un aposento; el marido era tejedor y la mujer labrandera. En tanto que el ruido del telar sonaba acompasado, él, en su cuartillo, aquí en Amberes, se entregaba a sus meditaciones. A veces le daban trabajo, como corrector de pruebas, en una imprenta de las que en Amberes estampaban libros en castellano.

La lanzadera del telar iba y venía, la angustia traspasaba y volvía a traspasar el lienzo, y las pruebas de imprenta se iban llenando de signos convencionales en sus márgenes. El silencio y la paz reinaban en la casa; pero una íntima congoja oprimía a veces a nuestro hombre. ¿Soñaba él o estaba despierto? ¿Se encontraba en Amberes o en Valladolid? La patria estaba lejos; no podía volver a ella; a la patria tornaba siempre su desvariado pensamiento. A la patria y a los días en que, por paradoja, perdida la razón, poseía más razón que ahora. El pie del tejedor apretaba la cárcola y se producía, con el ir y venir de la lanzadera, un ruidito rítmico en la casa. Comía nuestro hombre alguna vez en un bodegón cercano; un día, al ir a comer, encontró a un compatriota que acababa de llegar de España; comieron juntos, en una misma mesa. El día estaba tristón; la niebla lo envolvía todo; el cielo era bajo y plomizo; luz cenicienta, luz opaca, luz que por contraste recordaba difusamente las cosas. El ánimo proclive a la taciturnidad, se apenaba extremadamente en estos días; ese era el caso de nuestro amigo. Envuelto en la niebla e imbuido de tristeza, no sabía ya él nada a punto fijo de su propia existencia; no acertaba a decir si existía o no, si era cuerpo material o espíritu.

Durante la comida hablaron, naturalmente, de España. El español llegado de allá conocía todas las poblaciones en que había estado su compañero: Salamanca, Valladolid, Antequera, Cartagena, Málaga. Cuando llegaron a evocar la hoya de Málaga, vista desde un altozano, tuvo nuestro amigo un momento de emoción: colores, olores, trinos de pájaros, verde de frondas, azul purísimo, temperatura clemente en invierno, todo, en fin, se le representaba en un instante, allí en el ahumado y lóbrego bodegón de la lejana ciudad anegada en la niebla.

-Y Valladolid, ¿le gustará usted? -le preguntó el forastero.

-Lo que más me gusta de España; me gusta la capital y me gustan los pueblos; todos son bonitos y todos encierran un recuerdo histórico. Valladolid lo tengo en el corazón; no puedo olvidar ni el Pisuerga ni la Esgueva. ¿Sabe usted si existe todavía la posada de las ánimas, en la Rinconada?

-¿Cómo no he de saberlo? En esa posada he parado yo.

-¿Está todavía de posadera Margarita la tordesillana?

-No; ahora ocupa su puesto María la de Nava de Rey; Margarita se retiró y se fue a su pueblo; yo no la he conocido; pero oí hablar de ella.

La comida trascurría plácidamente. El forastero había bebido mucho. Se encontraba, si no beodo, en ese estado medio entre la lucidez y la ebriedad que el vulgo denomina chirlo-mirlo. El humo de la cocina se había colado en el comedor; la niebla de la calle tenía un complemento en este humazo que prestaba irrealidad a las cosas y a las personas. Diríase que aquella mañana todo era ensueño.

-Margarita -dijo nuestro personaje tras larga pausa -era hacendosa y diligente; pero tenía algunas rarezas.

-Para rarezas -repuso el amigo- la que yo he visto en Valladolid; figúrese usted que allí he visto un hombre que dice que es de vidrio y que a cada momento teme que le quiebren con algún envión.

Nuestro personaje se puso a reír estrepitosamente; hacía mucho tiempo que no reía. Ya de buen humor, preguntó, al mismo tiempo que se erguía y miraba cara a cara a su nuevo amigo:

-¿Conocería usted a ese personaje de vidrio si lo tuviera delante?

-¿Cómo no, si vivía en la misma posada de las ánimas en que yo vivía?

-¿Cuánto tiempo hace que salió usted de España? -preguntó, ya ceñudo, ya ensombrecido nuestro amigo.

-De Valladolid he venido derechamente a Amberes, pasando por París; cuando yo salí de Valladolid, allí quedaba el hombre de vidrio.

De pronto, nuestro amigo puso su cabeza entre las manos y apoyó los codos en la mesa. Comenzó a llorar como un niño. Sí, él no era él; mejor dicho, el hombre de Valladolid era un trasunto suyo; él no estaba realmente en Amberes sino en Valladolid. No, no se trataba de un imitador. Retenido corporalmente en Amberes, su amor a España le restituía espiritualmente a Valladolid. Sufría en aquellos momentos una angustia indecible. El recién llegado de España, en la turbiedad de su borrachez, viéndole llorar, atribuía el llanto a uno de esos súbitos enternecimientos de beodo y reía a carcajadas.

Azorín

ABC, 5 de abril de 1942




ArribaAbajoEl retrato X

He visto el retrato X: retrato nuevo y presunto de Cervantes. Se supone pintado por Jauregui; es una obra del sigo XVII: está perfectamente conservada; no tiene repintes. Si quisiéramos hoy pintar un retrato de Cervantes, para hacerlo pasar por un Jáuregui, tropezaríamos con grandes dificultades. ¿Lo pintaríamos en tabla o en tela? En una u otra forma, el análisis químico revelaría la modernidad de la pintura. Demos por orillados los primeros inconvenientes. Tiene ya el pintor el pincel en la mano; ante él está una tela o una tabla que es preciso ir cubriendo. El pintor ha de dominar su arte y ha de poseer otros varios conocimientos: precisa, ante todo, conocer la escuela, la tendencia, la manera de Jáuregui. Juan de Jáuregui es pintor y poeta; nace en 1.583 y muere en 1614. No conocemos obras pictóricas de Jáuregui; gozó fama de pintor este poeta; pero sus obras han desaparecido. Decimos mal, no sabemos si contemplamos de vez en cuando alguna pintura de Jáuregui; posiblemente esta pintura de otro pintor que admiramos es de Juan de Jáuregui. En firme no podemos asegurar nada. Y si nos encontramos desamparados al tratarse de las pinturas de Jáuregui, habremos de recurrir a sus obras poéticas; recurrimos con objeto de lograr alguna partícula del ambiente propio de Jáuregui que nos guíe en nuestra labor.

Nos aguarda una sorpresa: Jáuregui no tiene color como poeta. Apresurémonos a decir que tampoco tienen color fray Luis de León, ni Herrera, ni antes Garcilaso; tal vez en Góngora encontremos, por excepción, color. El duque de Rivas, poeta y pintor, pintor de miniaturas tiene color en sus poesías; Víctor Hugo, poeta y dibujante, nos muestra también sus dotes de dibujante en sus obras literarias. Hemos visto en París, en la casa de la plaza de los Vosgos, que ocupó algunos años Víctor Hugo, dibujos admirables del poeta; son dibujos en que campean violentamente las luces y las sombras. Toda la obra de Victor Hugo es precisamente eso: un enérgico contraste de sombras y luces: continuada y formidable antítesis del mal y el bien, del progreso y la reacción. Jáuregui nos habla de la primavera, por ejemplo: nos pinta «verdes ramas y frescas flores». ¿De qué color son esas flores? Nos pinta también «mil guirnaldas de colores». ¿Qué colores son esos? Lo especificaría un poeta moderno. Digamos, para ser justos, que el color en el arte literario es cosa de los tiempos actuales, nace con el progreso de las ciencias de la Naturaleza. Jáuregui tiene una poesía en que discuten la pintura y la escultura. Cada cual expone sus cualidades; el debate acaba proclamando la pintura las excelencias de la perspectiva: «en cuyo cimiento estriba cuanto colora el pincel; arte difícil y esquiva, y más que difícil, fiel». (Son compatibles lo difícil y lo fiel; no son inconciliables, como tal vez la rima hace decir al poeta: un hombre de carácter difícil, áspero, puede ser dechado de fidelidad). No hemos, en suma, logrado nada con la lectura de las poesías de Jáuregui. Continúa su obra el supuesto pintor. Habrá de tener éste, para no desbarrar, algunos conocimientos de la ciencia que en lo antiguo cultivó Juan Bautista Porta, y luego, Lavate, y después, Guillermo Duchenne. Si el pintor no conociera la ciencia -si es ciencia- de la fisonomía, se expondría a que cualquier rasgo de las facciones, en su retrato, estuviera en contradicción con otro. Y de todos modos podría resultar que su retrato careciera de aquel espíritu de Cervantes que debe tener todo retrato de autor del Quijote. En el caso presente contamos con un retrato literario trazado por el mismo Cervantes; pero ese retrato, con todos sus pormenores aumenta, paradójicamente, las dificultades de la empresa. Cervantes enumera las particularidades de su faz. La frente es «lisa y desembarazada»; la nariz es «corva, aunque bien proporcionada»; los bigotes son «grandes»; los ojos son «alegres». Lo primero que se nos ocurre es que si acentuamos los rasgos, la frente, los bigotes o la nariz, correremos el peligro de pintar una caricatura. ¿Cómo nos arreglaremos para hacer unos bigotes grandes? ¿Quién ha usado, entre gente de letras que hemos conocido, bigotes grandes? Galdós usaba bigotes; Pereda también llevaba bigotes; Menéndez y Pelayo traía barba y bigotes; lo mismo le ocurría a Núñez de Arce. Pero ninguno de estos bigotes nos satisfacen. Pensamos, en último extremo, en Gustavo Flaubert, con sus recios y caídos bigotes de antiguo galo: ¿Eran éstos los bigotes de nuestro Cervantes? Las mismas dificultades encontraríamos respecto de la frente. Y la indumentaria del retratado, Cervantes, no ofrecería menores inconvenientes. En la mesa tengo un retrato de don José María de Pereda, hecho por Laurent, cuando Pereda estaba en la plenitud de la edad; nació Pereda en 1833 y murió en 1905. Su frente es ancha, como la de Cervantes; el pelo, espeso, aparece echado hacia atrás; los bigotes son grandes. Pereda era un tipo cervantesco. En este retrato usa cuello alto de los llamados «diplomáticos». Si Pereda hubiera invectivado la altura desproporcionada de esos cuellos, no le pondríamos, al hacer su retrato, una desmesurada tirilla; lógicamente habría de ser moderada, como ésta que, en efecto, usa en su fotografía, y como es breve la gola que Cervantes, mofador de las golas crecidas, trae en el retrato X.

El retrato X puede ser Cervantes y puede ser pintado por Jáuregui. Su dueño es el marqués de Casa Torres. Hemos contemplado largamente el retrato X. La mirada de Cervantes es una de esas miradas que sugestionan; mucho tiempo después de apartarnos del retrato, nos sentimos prisioneros de esa mirada: es un mirar el de Cervantes, en el retrato X, inquiridor, escrutador; diríase que la mirada lo es todo en el presunto retrato; se resuelve, al fin, después de estar escrutando Cervantes al mirador, en una infinita piedad o en un inefable desdén. Y desdén y piedad es en su obra y en su vida Miguel de Cervantes.

Azorín

ABC, 3 de marzo de 1945




ArribaAbajoEl testamento

Tres amigos salieron de Madrid y fueron a la Mancha; los tres estaban en plena juventud; el primero era médico, el segundo, abogado, y el tercero, poeta. Gozaba el poeta de cuantiosa fortuna; vivía en casa ricamente alhajada; pero él ocupaba dos o tres aposentos austeros. Cuando tomó posesión de su patrimonio, escribió lo siguiente en una reducida vitela: «No me causaría duelo la pérdida de la hacienda, ni me abatiría porque mis amigos me abandonaran. Hay dos piedras de toque para los humanos: la pobreza y la soledad. Quien tema a la soledad y tema a la pobreza, no será hombre». Metió este pergamino en una bolsita de seda y lo colocó en un bolsillo interior al lado del corazón. Había encargado al poeta a un aperador de Alcázar de San Juan una galera manchega; tenía la galera los adrales pintados de verde con vivos amarillos y el toldo pintado de azul con cenefa blanca.

Viajaban lentamente; llevaban a la zaga de la galera repuesto de vituallas y una corambre con vino claro de dos hojas. Galeras y carros no caminan, yendo al paso de las mulas, más de un kilómetro cada doce minutos. Se detenían los tres amigos a conversar con los yunteros en el surco; platicaban con los pastores, interrogaban a los viandantes, cogían manadas de flores silvestres.

-Las plantas que prefiero -decía el poeta- son las que crecen en las lindes y en los caminos; son plantas sin cuidados que se lo deben todo a ellas mismas; no tienen la presunción de las cultivadas en los jardines. Entre todas esas plantas espontáneas, mi predilecto es el jaramago con sus flores de amarillo claro; crece entre las piedras y en las ruinas; puede ser símbolo de lo pasado y representar nuestros deseos casi olvidados y nuestros recuerdos.

Aspiraban plenamente los tres amigos el aire libre del campo y posaban estáticos la mirada en el azul resplandeciente del cielo. A veces el poeta, ante una de estas paredes blanquísimas de las casas manchegas, recién cubiertas de cal, decía que él sentía deseos vehementes de escribir en ella, con letras grandes, un poema. El color, el sonido, el olfato y el tacto, daban pábulo al poeta para sus imaginaciones. El humo azulado en la mañana le extasiaba y el trino fugaz de una totovía que cruzaba rápida, le dejaba suspenso.

Llegaron a un pueblo y un hacendado les hospedó en su casa. Llevaban para él una carta de favor. Recorrieron el pueblo: las calles eran anchas y en las blancas fachadas aparecían angostas las ventanas. Como se gozaba de silencio en el pueblo, el tintineo de una recua, el tañido de una campana o el grito de un vendedor les hacían detenerse callados un instante; querían recoger en esos pormenores toda el alma del pueblo, del paisaje y de España. Diferían, deliberadamente, el momento para ellos conmovedor; con la espera voluntaria acrecían la emoción. Y como ya no podían demorarlo más, se detuvieron una tarde en la puerta de una casa; era aquella la última detención. Cuando iban a trasponer el portal ocurrieron tres cosas: dos cuervos cruzaron la calle casi al ras de los tejados; un perro ululó lastimosamente; en la casa se oyó un llanto. Los tres amigos, ya en el zaguán, entraron en la sala en que había varias personas y en que un hombre yacía en un lecho. Nadie extrañó la presencia de los forasteros. En los momentos de intenso dolor, nos embarga tal indiferencia, tal pasividad, tal desasimiento del mundo, que no nos causa nada sorpresa. Los tres amigos se sentaron en sendos sillones. El enfermo, tendido en la cama, hablaba con voz lenta y entrecortada: todos escuchaban enternecidos sus palabras. La conmoción del poeta le movió a hacer en su asiento algún amago de impaciencia. El médico, con la mano, calladamente, le hizo señas de que estuviese quieto. Se levantó luego y estuvo observando al doliente. Cuando volvió a sentarse el poeta le preguntó:

-¿Está cuerdo o está loco?

-Sí, está loco -contestó el doctor;- la fiebre le hace delirar; no sabe lo que dice.

-Ha renegado de todo -añadió en voz baja el poeta;- ha renegado de su vivir solitario y pobre por los caminos de su comer con sobriedad, de su nobleza, de su generosidad, de su amparo a los desvalidos, de su heroísmo.

-Ha hablado sin saber el valor de las palabras -agregó el médico.

Había entrado ya en la sala un hombre que, sentado ante una mesa, al lado de la cama, iba escribiendo el testamento del enfermo.

-Doctor -dijo el abogado- si desvaría el testador, el testamento es nulo.

-¡Evidentemente nulo! -exclamó vivamente y con voz sonora el poeta.

No pudo contenerse más: se levantó, dio dos pasos, desenvainó la espada, hoja toledana con puño de oro, y la puso de través en las fojas del escribano. Nadie osaba romper el silencio; no se movió nadie. Estuvo un instante la espada sobre los blancos papeles, como imponiendo la nulidad del testamento, y al cabo, el poeta la envainó otra vez y vino a sentarse donde antes. Seguía el silencio profundo: un galgo blanco se acercó al poeta y colocó la cabeza, cual muestra de asentamiento, en el muslo de su nuevo amigo. El poeta posó blandamente su mano en la fina cabeza del perro.

Azorín

ABC, 30 de junio de 1945




ArribaAbajoEn 1605

Un hombre traspone los umbrales de una casa; se encuentra la casa en las afueras de la ciudad, lindando con el campo. El Pisuerga cae al otro lado. El hombre anda con paso un tanto incierto, como muy fatigado; sus ojos son alegres y sus barbas rojizas, con hebras blancas; los bigotes, gruesos y caídos, ocultan la comisura de los labios. En la casa hay un zaguán rebozado de blanco, con un zócalo gris; al fondo se ve una puerta. Llama el hombre a esa puerta y gritan desde arriba: «¿Quién es?» El hombre contesta: «¡Gente de paz!». Conocen la voz y tiran de un cordel, que levanta el pestilllo; asciende lentamente el hombre, con su gesto de cansancio, por una escalera labrada entre blancos tabiques, solados los peldaños de azulejos rojos. Al entrar este hombre es la casa deja atrás el mundo; quedan lejos, por dos o tres horas, las agrias disputas familiares, los reproches, los enconos de los compañeros, las solapadas envidias, el continuo desasosiego, la baranda del hogar propio, hogar en cuyos bajos hay una taberna, y cuyos cuartos vecinos, arriba y abajo, están ocupados por gente murmuradora y dicaz.

El hombre va subiendo por la estrecha escalera blanca; no es caballero; no tiene don: a su nombre se acopla un señor, un vulgar señor, como ahora lo hacemos con el arcador, el regatón, el pellejero, el hortelano, y así decimos el señor Juan, o el señor Bernardo, o el señor Tomás, o el señor Vicente. En lo alto de la escalera se abre un reducido recibimiento, desnudo de muebles; franquéase una puerta, a la izquierda, y se penetra en una sala con balcones a la calle, donde se ve una cómoda con una Dolorosa, bajo fanal; dos candelabros con velas medio consumidas, un sofá y unas sillas de enea. De la sala se pasa a otro corredor y se entra en la cocina; limpia, resplandeciente en su pobreza, con platos blancos y con orcitas para las alcamonías, que, por las mañanas, cuando penetra el sol naciente, reflejan sus rayos en las vidriadas rotundidades. Y ya de la cocina el hombre que acaba de llegar, como llega casi todas las tardes, entra en un cuartito con ventana que mira al campo. Junto a la ventana hay una mesa y en la mesa recado de escribir. Pero para atalayar el campo es preciso quitar el encerado que cierra el vano de la ventana. Se sienta el hombre en una silla, ante la mesa, después de haber quitado el blanco lienzo de la ventana, y permanece un rato absorto, contemplando los verde árboles, el cielo azul y las nubes blancas. En el silencio, un silencio que nuestro personaje llamaría maravilloso, todas estas cosas, la Naturaleza entera, el mismo mundo interior -el de las sensaciones y las ideas- cobran un realce extraordinario, propicio al goce puro y a la creación artística.

En la casa vive una anciana sexagenaria, a quien el hombre ha conocido hace muchos años; viene aquí el hombre a gozar de un descanso que no puede lograr en su propia casa: descanso para restaurar sus ánimos decaídos y descanso para escribir. En la mesa tiene el ejemplar de un libro suyo que acaba de publicarse en Madrid; se lo han enviado con un corsario. Como ocurría antiguamente y ocurre también ahora, antes de ponerse a la venta el libro han corrido entre los curiosos algunos ejemplares, ya regalados por el editor, o ya por el autor mismo. Algún compañero del autor ha hablado detestablemente del libro; para eso precisamente, es compañero. Otros lo encuentran entretenido. No le preocupa al autor la suerte del libro; lo mismo da que, para el vulgo, sea una u otra. No será, en todo caso, peor que su suerte. Pobre y postergado, ¿qué puede él esperar de nadie? La Corte reside ahora en esta ciudad; pero llegar hasta el Rey quien no es caballero, como no lo es nuestro hombre, es cosa imposible. Pidió antaño pasar a Indias a buscarse la vida, y le contestaron desdeñosamente.

Todo se acabe en el mundo; todo tiene su aumento y su declinación: los grandes imperios lo mismo que las cosas minúsculas. Van a terminar estas horas de tregua que nuestro personaje se toma en esta casa; la anciana, llamada por sus hijos, ha de marchar, al amanecer del día siguiente, a una ciudad lejana. Y aquí tiene nuestro hombre uno de esos acabamientos descritos por él, que nos llenan de melancolía, se cifra en las despedidas: ya es un caballero que hemos conocido en una venta y que en el cruce de un camino se despide de nosotros para no volvernos a ver; ya es un estudiante que ha divertido a todos con su enajenación, que recobra el juicio y que se va fuera de España, para que no sepamos tampoco ya más de él; ya es una bella mora que, convertida viene a España, pierde sus riquezas cuantiosas y entra en una vida de humildad que, asimismo, ignoramos.

El hombre extiende sobre la mesa un pañuelo rameado y coloca en su centro el libro, un tintero de bolsillo, varias plumas y un rimero de blancos folios; después ata las cuatro puntas del pañuelo. Ha llegado la hora de la despedida.

-¡Ya vendrán mejores tiempos, señor Miguel! -exclama la anciana.

-Y si no vienen -replica Miguel-, ¿qué le vamos a hacer?

A seguida quiere paliar el hombre la tristeza de la despedida con una frase jovial, y no se le ocurre nada. Se acuerda de sus días de Italia, felicísimos días, y dice, sonriendo:

-Lasciamo andare questo.

Dejemos que ruede el mundo y tratemos de olvidar nuestras cuitas. Con el envoltorio en la mano. Miguel comienza a bajar lentamente la escalerita blanca con peldaños bermejos.

Azorín

ABC, 17 de marzo de 1945




ArribaAbajoEspaña

Cervantismo


Ciego será quien no vea por tela de cedazo; este refrán no se ha hecho para Américo Castro. Sobre cada autor, sobre cada texto, una tela de cedazo a través de la cual es preciso ver. Una palabra no ha sido puesta donde está por capricho del autor; un circunloquio no ha sido trazado indeliberadamente; un giro, que nos parece raro, no es raro si lo examinamos bien; tal elogio nos suena a hipocresía; pero no tenemos en cuenta en qué circunstancias fue escrito; tal condenación nos parece excesiva; mas no caemos en la cuenta de que se halla atenuada, si no contradicha, pon otras palabras que, como al descuido, ha dejado caer antes el autor. En resumen, que esta tela de cedazo que cubre el texto ambiguo es necesario que sea traspasada con la vista; con una vista de lince, de psicólogo doblado de historiador. Diríase que el autor contaba por adelantado con la inteligencia, la sutilidad, la penetración de su comentador de tres o cuatro, siglos después. Al escribir Cervantes tal frase -y era peligroso escribirla de otro modo- ya seguramente tenía el consuelo de que, si centenares y centenares de sus coetáneos no calaban el verdadero sentido, llegaría momento en que alguien habría de ver lo que el autor cauteló.

Américo Castro es un erudito y, además, un penetrante psicólogo. ¿Qué hubiera pensado el manco inmortal del soberbio, magnífico libro de Américo Castro El pensamiento de Cervantes? ¡Qué suspiro más profundo de satisfacción hubiera sido el suyo al recorrer con emoción esta obra singular! Ahora, Américo Castro ha publicado una adjunta al Pensamiento; un estudio de sumo interés para el conocimiento de la psicología cervantina. Cervantes y la Inquisición se titula el estudio de Américo Castro. En el Quijote el Santo Oficio mandó suprimir un cierto breve pasaje. Es éste: «Las obras de raridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada», ¿Por qué el Tribunal de la Fe mandó borrar estas palabras del libro maravilloso? ¿A qué respondía esta prohibición? A tales interrogaciones contesta cumplidamente dilucidada. Cuando se haga una nueva edición de El pensamiento de Cervantes, esta nota de ahora, tan sobria y precisa, deberá ser incorporada al volumen. No se puede llegar a más en la exégesis clarividente que adonde llega Américo Castro en este precioso volumen. Los matices más tenues, los cambiantes más sutiles, las alusiones más veladas; todo, en fin, está aclarado y recogido en este libro, modelo de crítica y de análisis. Pero no desdeñemos a los antiguos y simpáticos cervantistas: sin aquello no habría sido posible esto. Sin los primitivos cervantistas no se hubiera llegado a estas maravillas de adivinación y de interpretación. Cervantes, médico; Cervantes, [geó]grafo; Cervantes, jurisperito; Cervantes, agricultor; Cervantes alienista... Interesante todo. Pero de lo externo, del cervantismo externo, era natural que se pasara a lo interior. Se había visto lo que estaba fuera y quería verse lo que estaba dentro. Y nacieron las exégesis trascendentes. Vino Benjumea y vino Villegas. Siento una viva simpatía por todo el que, con fervor, con entusiasmo, se ha acercado al gran Miguel. Simpatía por estos cervantistas que desdeña la erudición selecta. Creo que en La verdad sobre el Quijote, de Benjumea, hay, por ejemplo, muchas páginas que hacen presentir los atisbos de un Américo Castro. Sin esas exploraciones previas no se hubiera dado el libro magistral de Castro. Respetemos a esos simpáticos exploradores. Y cuando releamos El pensamiento de Cervantes pensemos también en Balmes. ¿Por qué en Balmes? Porque Balmes es el promovedor de la crítica al uso moderno. De Balmes podrían ser las palabras que se colocaran como lema al frente del libro de Américo Castro; todo El pensamiento de Cervantes está contenido en las palabras de Balmes que vamos a citar. En El criterio, al tratar de las reglas para el estudio de la Historia, Balmes escribe: «Si sabéis dónde salió a la luz el libro que tenéis en la mano os haréis cargo de la situación del autor; y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura; en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquella adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida».

Y añade más adelante el gran pensador: «Además, no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio; y por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no haya dicho nada contra lo que pensaba».

¿No está en estas dos citas toda la sutil y magistral exégesis de Américo Castro?

Azorín

ABC, 18 de septiembre de 1930




ArribaAbajoFacundo Infantes

Tomé por la mañana el tren del Norte y por la tarde me encontraba en un pueblo de Castilla la Vieja. Había estado yo trabajando intensamente quince días: cuando dejé las cuartillas para ir a la estación, llevaba doce horas escribiendo sin levantar cabeza; estaba sumido en un entorpecimiento que me hacía ver las cosas como a través de una neblina: dudaba si me encontraba soñando o despierto. Comprendía yo que si continuaba escribiendo no tendría la prosa, con la fatiga, la fluidez requerida; por otra parte, el impulso adquirido, me hacía aferrarme tenazmente a las cuartillas. Decidí poner en el trabajo una tregua; había forzosamente que marchar lejos; cerca, hubiera vuelto, sin remisión a la labor. La fonda en que me alojaba estaba en una ancha calle con dos filas de álamos blancos y con bancos de trecho en trecho; salí de la fonda y me senté en el paseo; saqué un libro del bolsillo y eché la vista por sus páginas; levanté la cabeza de pronto, sin saber porqué; a pocos pasos vi a un anciano alto, apersonado, en la verdadera acepción de la palabra, o sea, algo abultado de carnes; su pelo era blanco y su traje negro, limpio y bien cortado. Había en su talante señorío natural, y se adivinaba dominio de sí. De un álamo había caído, girando lentamente, una hoja: el anciano se inclinó y la recogió del suelo; con la hoja en la mano la estuvo examinando atentamente; la observó por su anverso de verde oscuro charolado y por su reverso blanquecino. Venía un niño con su carterita escolar en bandolera y pasó junto a mí: al estar cerca, lo atraje y le dije en voz baja: «¿Tú conoces a ese señor?». El niño me contestó: «Es don Facundo Infantes». Volví a posar la mirada en el libro y no pude fijar la atención; la fantasía comenzaba a desvariar; había imaginado yo en aquel punto al comienzo de una ficción novelesca. Cruzó ante mí un leñador con su carga de hornija en un jumento, ramaje oloroso de pino, sabina y enebro. El anciano había ya penetrado en una casa de enfrente. Pregunté al leñador: «¿Conoce usted, amigo, a D. Facundo Infantes?» «¿Y quién no le conoce en el pueblo?», me contestó el interrogado. De nuevo intenté leer, y otra vez, en las páginas del libro, vi la imagen del caballero desconocido. Ahora es a un arcador que pasaba con sus corvas varas al hombro a quien pregunto. «¿Don Facundo Infantes? -dijo el menestral-. El hombre de más suposición del pueblo: vive en esa casa frontera».

Momentos después entraba ya en la casa; me encontré en una sala ricamente amueblada; entró con paso leve una señora y me dijo:

-Soy Presentación Infantes, nieta de Facundo Infantes; mi abuelo me ha encargado que si venía usted le recibiéramos; lo verá usted enseguida. Pero voy a pedirle un favor; usted sabrá perdonarme. No prolongue usted la visita: una pausa deliberada, un gesto discreto, podrán indicar a usted cuando la entrevista debe terminar, Después le diré a usted el motivo de tal súplica.

De la sala ricamente alhajada pasamos a otra estancia igualmente amueblada con gusto; luego recorrimos un pasillo, y después atravesamos una biblioteca con hermosos armarios de nogal; a continuación entramos en un cuartito en que había, junto a una puerta, un sillón y en el sillón un libro. Seguramente que aquí estaba sentada. Presentación Infantes, como de guardia, cuando yo llegué. Ya en el aposento del anciano, éste se levantó al verme entrar.

-Al pasar por la alameda -me dijo- le he visto a usted; como estaba usted leyendo, nada más fácil que suponer que usted es amigo de la lectura; he atisbado unos papeles blancos, que asomaban por un bolsillo de su americana, y he continuado imaginando que usted sería escritor. No me he detenido aquí, sino que he conjeturado que usted, al verme contemplar la hoja de un árbol, sentiría curiosidad y preguntaría por mí a cualquier transeúnte; el deseo de visitarme se le impondría. Pues aquí me tiene usted; aquí tiene usted a un hombre como todos.

-Como la generalidad de los hombres -repuse yo-; es decir, como un hombre que es cual la medida de todos los hombres, o sea, un hombre excepcional.

Sonrió el anciano, y tras una breve pausa, repuso:

-Hay una comedia del teatro antiguo, creo que de Tirso de Molina, que se titula Tanto es lo de más como lo de menos.

La conversación se deslizó llana y cordialmente; dos o tres veces hice ademán de retirarme, y el caballero me contuvo con un leve gesto. Cuando salí, después de media hora, la señora que estaba leyendo en la puerta, me preguntó:

-¿Qué le ha dicho a usted? ¿Le ha hablado de Cervantes?

-No hemos hablado de Cervantes -contesté- pero recordaré siempre que una de las cosas que me ha dicho es ésta: «Lo más difícil en la vida es saber esperar».

-¡Da lo mismo! -exclamó la señora-. Esperar lo es todo para mi abuelo y lo es todo para nosotros. Esperamos el cuarto centenario de Cervantes, que se cumple en 1947; faltan cinco años y mi abuelo cuenta ochenta y seis; desde niño mi abuelo es apasionadísimo de Cervantes; puede decirse que no piensa en otra cosa. Nosotros rodeamos de toda clase de cuidados al abuelo; procuramos evitarle toda fatiga; de ahí el ruego que hice a usted antes de que entrara a visitarle. ¡Sí, sí; Facundo Infantes verá, a los noventa y un años, el cuarto centenario del nacimiento del escritor que él tanto admira!

Y ahora, de nuevo yo ante las cuartillas, sumergido en el mundo de lo imaginario, perdido el contacto con la realidad, no sé si Facundo Infantes existe o no. No puedo decir si ha sido o no todo un sueño. Pero de pronto, cojo el libro que intenté leer en el lejano pueblo, y encuentro en él la hoja del álamo, que yo cogí del suelo cuando la tiró Facundo Infantes, ¡Ay, hubiera querido que todo fuera mentira, porque tendría entonces más verdad el arte que la realidad escueta!

Azorín

ABC, 28 de mayo de 1942




ArribaAbajoImprecación a Miguel

Miguel vienes de Esquivias y te encaminas a Madrid; hago contigo el mismo viaje; nos hemos encontrado hace poco en un olivar; descansamos ahora unos momentos en esta casa de un labrador. La casa es blanca y limpia; tú estás sentado junto a una cama de bancos y cuatro anchas tablas; como ésta has descrito tú alguna en la primera parte de tu libro, de tu gran libro; estás sentado en un sillón de moscovia -el labrador es rico- y en, una mesa, al alcance de tu mano, reposa un cántaro rojizo, de líneas sencillas y puras, y a su lado, un vaso. Ni Miguel Ángel, ni Berruguete, ni Rodin, con todo su genio, podrían variar, embelleciéndola, la forma de este cántaro humilde.

Tienes sed, Miguel; tientes mucha sed; toda el agua del Henares, tu río nativo, el río de tu ciudad nativa, no bastaría para aplacar tu sed. (Digo estas cosas entre mí; nos une a Miguel y a mi larga y cordial amistad; digo entre mí estas cosas, en tanto que le tomo el pulso y que nos miramos de hito en hito atentamente; soy el médico de la casa; pero no ando en mula con gualdrapa por las calles, ni entro en los zaguanes a orinar cuando de ello siento gana, ni llevo en el índice un sortijón con topacio o esmeralda, ni, en suma, soy un facultativo de los que pintan Tirso de Molina, Quevedo y compañía). Estás, Miguel, un poco pensativo, absorto. ¿En qué piensas? ¿Acaso es la fatiga del camino? Has trabajado y sentido tanto, que te rinde un cansancio profundo. No alargues la mano tantas veces al vaso; haz un esfuerzo para reprimir tu sed. Lo que a ti te ha rendido es, más que el trabajo, la emoción. ¡Cuántas, y cuán variadas, y cuán hondas tus sensaciones a lo largo de tu vida! Tú, Miguel, has pasado la vida en los caminos; conoces las ventas solitarias y los mesones de los pueblos. Has estado en Italia, en el mar, en Argel y en La Mancha, que es otro mar. La emoción -fíjate en lo que te digo, Miguel- la emoción, la intensa emoción en que se condensa prodigiosamente el tiempo, tú la has sentido como no la ha sentido Lope, ni la ha sentido nadie. ¿Cómo no ha de estar titubeante ahora tu corazón? Una vida de intensas emociones se paga al cabo; es como una factura que hay que saldar, y tú la estás saldando ahora. ¡Qué lejanos los días felices de Italia y los de Lepanto, y los angustiosos de Argel! Deja que te ponga cariñosamente la mano en el hombro -soy tu médico- y que te diga despacio, con voz solemne: Quien ha hecho lo que tú en Lepanto, y quien ha tenido como tú en Argel, para el prójimo, la abnegación que tú tuviste, abnegación peligrosísima, larga y constante, ha escrito en la Historia de la Humanidad la más bella página. Bello es tu libro, Miguel. Pero ¿tú crees -ni podrá creer nadie- que es más bello que tu propia vida?

Dejo tu mano, Miguel, después de haberte tomado el pulso y te aseguro que puedes estar tranquilo; el pulso está, sí, un poquito intercadente; llegarás a Madrid y allí encontrarás tranquilidad. Tú has dicho que tu casa es «antigua y lóbrega»; en esa penumbra reposará mejor tu espíritu. De tarde en tarde, para tu seguridad, vendrá de Toledo, enviado por el arzobispo y cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas, un recadero a visitarle... No insisto. Miguel, sobre esta parte de tu vida: es el lado doloroso de todos los artistas. De los artistas puros, desinteresados, como los que trabajan para formar el ambiente moral en que una nación ha de desenvolverse. ¡Y si fuera sólo la pobreza, Miguel! No quiero dejar de decirte que he leído recientemente -leído una vez más- que tu libro es un libro de decadencia, un libro enervador. ¿Acaso saben lo que es tu libro, lo que es una gran obra de arte, los que tal dicen? En todo gran libro hay dos cosas: el texto y el ambiente que se ha ido formando en torno a ese texto; el arte puro es cosa tan peregrina, que uno puede ser el texto y otro el ambiente. Lo que realmente nos hechiza en un libro es esa atmósfera que lectores y lectores, generaciones y generaciones, sensibilidades y sensibilidades han creado en torno al libro. Y el ambiente moral de tu libro, Miguel, yo lo afirmo rotundamente, es de humanidad, de honda humanidad, de confortación anímica, de esperanza y de consuelo. Cuando, estando afligidos, combatidos por la adversidad, rendidos por el dolor, leemos unas páginas de tu libro nos sentimos al punto fortalecidos y alentados, ¿Y es todo eso decadencia y enervación?

Vamos, Miguel; nos están llamando; ha llegado el momento de reanudar nuestro viaje, el viaje a Madrid y el viaje de la vida. ¡En marcha, pues!

Azorín

ABC, 27 de noviembre de 1941




ArribaAbajoLa actitud de Cervantes

Cervantes se encuentra con unos galeotes. Cervantes vive, no en pugna con la sociedad, sino al margen de la sociedad. No posee nada; vive incómodamente en una casa incómoda; «come mal y a puerta cerrada», según un texto cervantino que Rodríguez Marín reputa autobiográfico. Los valores de Cervantes son casi nominales; algo definitivo por Cervantes no han hecho. Cervantes espera siempre, espera algo, aunque vagamente. Y no puede romper con sus pretensos protectores. ¿Y de qué valdría romper? ¿Y por qué romper? Cervantes ha vivido en el camino: toda su vida ha sido el camino. Quisiera él tener un momento de asiento, un momento sin zozobra. No lo ha conseguido nunca. Su verdadera sociedad ha sido de las gentes que viven a la ventura. Hay en lo íntimo de Cervantes algo que le hace sentirse uno con los hombres que viven al margen de la sociedad. Ante la violencia o la injusticia; su gesto es el de la cólera. «Casi siempre que hay algo de valentía o de travesura en quien se burla de las leyes o desafía a la autoridad -escribe Valera-, Cervantes, sin poder remediarlo, se pone de su parte». Los rasgos de Cervantes que esbozamos son los de la última etapa de su vida. Hay, naturalmente, en las obras de Cervantes algo que confirma el carácter del escritor. El patio sevillano que Cervantes nos pinta corresponde a la aventura de los galeotes. El patio es limpio; tiene el suelo ladrillado con losetas brilladoras de carmín finísimo. Produce todo el ámbito una sensación de bienestar. Se respira aquí orden e inteligencia. Cubre el piso, en parte, una esterita de enea. En una de las salas laterales, también, con su esterita de enea, se ve una imagen de Nuestra Señora; en la pared, y, debajo un cepillo para las limosnas y una pila de agua bendita. Y la nota delicada; en el centro del patio, un tiesto con una mata de albahaca. ¿Quién vive en esta casa? ¿Y quiénes se congregan en este patio? Los que aquí se juntan prestan a su jefe una obediencia indiscutible. Cumplen todos la pena que se les impone, según la ordenanza, caso de que incurran en falta. Es éste el patio de Monipodio.

Cervantes, o Don Quijote -es lo mismo- se encuentra con unos galeotes. Nunca ha escrito Cervantes ningún pasaje de su libro con tanta naturalidad, con tanta fluidez, como al pintar la aventura de los galeotes. Llevan a galeras a gente forzada, y pregunta Don Quijote: «¿Cómo gente forzada? ¿Se puede hacer fuerza a nadie?». Y se dispone a libertar a los forzados. Considérese bien la trascendencia de tal gesto. Ha tenido Cervantes la precaución de no poner entre los forzados a ningún reo de delitos de sangre: uno de los galeotes va por haber robado una canasta de ropa blanca. ¿Cómo por tal delito se condena a un hombre a cien azotes y tres años de galeras? ¿Y cómo va preso otro delincuente que ha procurado facilitar las relaciones entre amantes? ¿Y es que podemos tomar en consideración, siendo irrisorio, el que tenga querencia a la hechicería? ¿Y por qué llevan también a quien no ha hecho más que ser burlador de cuatro mujercitas? Pero todo esto es lo accesorio: lo esencial es que Cervantes, es decir, Don Quijote, en campo abierto, en lucha con autoridad, tiene este gesto. Cervantes, con tal actitud, nos dice más de lo íntimo de su ser que en todos los demás actos. Que Cervantes ha estado temerario, lo demuestra el hecho de que más adelante siente necesidad de justificarse; principio del capítulo XXX. Y todavía en el capitulo XLV y siguiente, Cervantes cree liquidar ese asunto, sin liquidarlo.

Azorín

ABC, 2 de febrero de 1947




ArribaAbajoLa mano del cardenal

El cardenal es don Bernardo de Sandoval y Rojas; nace en 1546, un año antes que Cervantes; muere en 1618, dos años después de Cervantes; muere siendo arzobispo de Toledo. Antes de ser promovido a la metropolitana de Toledo ha sido obispo de Ciudad Rodrigo de Pamplona y de Jaén. El cardenal, en su retrato, es un hombre de cara angulosa: descarnada, con los pómulos salientes, expresivos los ojos, grande la boca y recios los bigotes, aguda la corta barba. Hay en la faz del cardenal cierta expresión de cansancio, de bondad y de melancolía. La mano del cardenal es fina, alargada: se ostentan en el dedo del corazón el anillo pastoral y en el meñique, una sortija con una piedra. Tres o cuatro sortijas -si no recordamos mal- se ven en el retrato del cardenal Niño de Guevara, lector de Cervantes, pintado por El Greco. En la mano izquierda de Erasmo, en el retrato pintado por Holbein -en el Louvre- se ven: en el índice, una sortija; en el dedo del corazón, dos sortijas, una de ellas con una piedra verde; en el dedo meñique, un arito de oro. El 26 de marzo de 1616, Cervantes escribe una carta al cardenal; acusa con ella recibo de una del cardenal: carta recibida «con nuevas mercedes». Habla también Cervantes en su respuesta de las «repetidas muestras de favor y amparo» recibidas por parte del cardenal. Sabemos, por otro conducto, que el cardenal atiende reiteradamente a Cervantes; Cervantes mismo nos habla, en otro lugar, de la «suma caridad», para con él, del Cardenal. Nos complace ver, en el retrato, la fina mano del cardenal, arzobispo de Toledo, con su sortija en el auricular. Seguramente que la mano izquierda no sabe lo que, respecto de Cervantes, respecto de Espinel, respecto de otros escritores, respecto de los menesterosos en general, hace la mano diestra.

Américo Castro ha explicado finamente, muy finamente, ciertas actitudes de Cervantes en el Quijote. En el Quijote, la actitud general de Cervantes parécenos que es la de quien contempla las cosas como desde el fondo del tiempo: ya, a esas alturas -con los años y los desengaños de Cervantes- diríase que Cervantes ve las cosas con serena indiferencia: lo mismo, en resolución, le da una cosa que otra. Necesita Cervantes, sin embargo, ver lo que escribe; sin querer, puede deslizarse una reticencia comprometedora, una alusión inoportuna. Y, en efecto, se deslizan, a pesar de la prudencia de Cervantes. Esas actitudes han sido puestas de relieve, delicadamente, por Américo Castro. Y esa prudencia de Cervantes ¿obedecerá, enteramente, únicamente, a la situación de la persona ante un poder determinado -la Inquisición- o bien, en parte, a otra causa? Esa otra causa puede ser, en esta ocasión, la mano del cardenal: esa fina mano con su linda sortija; esa mano dadivosa, generosa con Cervantes. ¿De cuándo data la amistad del cardenal y Cervantes? Cuando queremos -con profundo y agradecido afecto- a una persona, ¿no es verdad que nos reprimimos, prudentemente, en la expresión de un pensamiento que pueda contrariar, conquistar, desasosegar a esa persona? No es preciso que se trate de cosas políticas o sociales; basta con que las materias expuestas sean estéticas, literarias, ¿No desagradaría nuestro modo francamente naturalista -naturalista a lo Zola- a persona de todo nuestro afecto, a quien debiéramos gratitud, y que profesara el idealismo en literatura?

Azorín

ABC, 21 de agosto de 1947




ArribaAbajoLa noche del 23

No olvidaré nunca la noche del 23 de abril; el 23 de abril estaba yo en la Mancha; era yo huésped, en la finca del Rozalejo, de mis parientes Paco Muñoz y su mujer María de los Llanos. El 23 de abril de 1616 murió Cervantes. Había yo ido a la Mancha después de muchas instancias por parte de mis deudos y de muchas promesas por parte mía. El viaje lo había ido aplazando durante mucho tiempo; no podía demorarlo más. En esa noche del 23 me ocurrió una cosa muy rara; aun hoy, después de tantos años, ese lance me hace cavilar.

-¡Ya estás aquí, querido Arnaldo! -exclamaron, al verme llegar, Paco Muñoz y María de los Llanos-. ¡Ya estás entre nosotros, por más que vengas, más por tu capricho que por nosotros!

Al proferir mis parientes estas palabras sonreían irónicos; aludían con eso de mi capricho algo que debo explicar. Sí, yo había ido al fin a la Mancha; había ido, tanto por afecto a mis deudos cuanto por cumplir un deseo vehemente. No lo extrañaban Paco y María, porque, sabiendo que soy poeta, me tienen por lunático. Y no es que yo cultive la poesía al modo incoherente que hoy prevalece; respeto todos los modos de poetizar; pero yo tengo el mío; ansío yo, en cuanto puedo, hallar las relaciones profundas de las cosas, no las encimeras, y exponerlas con matices sutiles. Voy al motivo ineludible de mi viaje: soy apasionado de Cervantes; he leído el Quijote incontables veces; no transcurre día sin que lea un capítulo de la novela; tengo todo un ancho estante lleno de ediciones varias del Quijote. En mi lectura de la obra, he llegado a tal saturación que yo necesitaba ardientemente realizar un acto en que concretar todo mi fervor. Estoy oyendo que ustedes, como Paco y María, dicen en voz baja: «¡Cosas de Arnaldo!».

Ya estaba yo en plena llanura manchega; la casa era toda blancura: blanca por dentro y blanca por fuera. De una lengua se veían fulgir, sobre la tierra parda, bajo el cielo azul límpido, las paredes nítidas de la casa. Nos hallábamos, acabado yo de llegar, al anochecer, en una espaciosa sala, con litografías en las paredes y con muebles isabelinos. Se respiraba grato olor a espliego; llegaba el momento tan suspirado por mí.

-¡Esta es la llave! -exclamó María de los Llanos blandiendo una gran llave. La irónica sonrisita no se apartaba de sus labios.

-Sube con María -añadió Paco, también sonriente- y verás si está todo como lo deseas.

Comenzamos María y yo a subir las escaleras; de la llave que empuña María cuelga una chapa con este rótulo: «Camaranchón de D. Quijote». La casa fue primitivamente venta; la convirtieron más tarde en casa de labor, y en torno al núcleo originario se habían ido labrando accesorias y anejos diversos. Cuando después de recorrer pasillos y atravesar estancias María abrió, por fin, el camaranchón, me sentí hondamente conmovido. En tiempos el desván había sido pajar. Cervantes, en el capítulo XVI de la primera parte del Quijote, dice que, hallándose el héroe manchego en una venta, durmió en un camaranchón que en lo antiguo fue pajar. Describe con brevedad Cervantes la cama: «Cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales blancos».

-Esta es la cama -dijo María-; la cama en que tú quieres dormir la noche del 23 de abril, es decir, esta noche. No hemos respetado en absoluto el texto de Cervantes; no podrías dormir en esa cama si tuviera, como Cervantes dice, un delgado colchón lleno de duros bodoques de lana y dos ásperas sábanas de cuero; lo que hemos hecho es poner dos colchones de mullida lana y dos sábanas de hilo. Como ves, allá junto al techo, hay una ventana sin postigo, por la que entra el viento. Al lado de este camaranchón está un aposento cómodo con otra cama de hierro; tú, Arnaldo, haz lo que quieras; si quieres te acuestas en la cama de bancos, como es tu empeño, y si no en el cuarto de al lado.

Lo digo ahora con tristeza y con cierta inquina contra mí mismo: no me acosté en la cama de los bancos; con sólo contemplar el camaranchón mi deseo quedó satisfecho; así sucede muchas veces en la vida. Pasé la noche en el aposento contiguo; cerré la puerta bien cerrada por dentro; para entrar en el desván había forzosamente que pasar por mi cuarto. Recuerdo que dejé la llave del camaranchón en una mesa, sobre un libro de máximas de Tito Livio que había llevado yo para el camino. He leído muchos libros sobre el sueño y he visto que nadie sabe lo que es el sueño. Las explicaciones más científicas son las más embrolladas. Muchas veces, cuando creemos velar, dormimos profundamente, y otras veces, cuando nos parece que dormimos estamos despiertos. Apagué la luz la noche del 23 y creo que pasé horas y horas, hasta el alba, en un ligero duermevela; al levantarme, apenas amanecido, lo primero que hice fue entrar en el camaranchón. La cama estaba revuelta; alguien había dormido en ella. No había advertido yo nada en toda la noche, y la llave, por la mañana, estaba encima del libro, tal como la coloqué al acostarme. ¿Padecía yo una alucinación? ¿Estaba ya deshecha la cama cuando la vi al oscurecer? Bajé al comedor a la hora del desayuno, y allí estaban ya Paco y María. Les referí el caso y callaron los dos; volví a ver la sonrisa burlona en sus labios. Cuando volví al cuarto, abrí el libro de máximas de Tito Livio y leí lo siguiente: Quod difficillimum videtur, eo ipso facillimum s[e]pe est. La traducción es ésta: «Lo que parece más difícil, es por lo mismo muchas veces lo más fácil».

Azorín

ABC, 23 de abril de 1942




ArribaAbajoLa pobreza de Cervantes

¿Hemos olvidado ya a nuestro amigo Pedrito, retratado por Anatole France en su reciente libro Le petit Pierre? No; tenemos todavía que, contar algo de él; y lo que contemos nos servirá para añadir algo a lo ya dicho sobre Cervantes. Pedrito va con su mamá a hacer las compras en las tiendas. La tienda que más le gusta a Pedrito es una amplia limpia y silenciosa tienda en que hay sentadas unas señoritas y una señora. Las señoritas envuelven grandes pastillas de chocolate en fino papel de estaño. La señora manosea en un cajón monedas de plata y de cobre. Cuando regresa a su casa Pedrito después de haber agotado todos los juegos, intenta -él solito- jugar a despachar aquellas pastillas de chocolate en la tienda. Pero una cosa le con[...] y pone perplejo a nuestro amigo. ¿Qué hacía la señora anciana con el dinero? ¿Quién da dinero a quién en la tienda? ¿Se lo dan los compradores al vendedor, o se lo da el vendedor a los compradores?

-Mamá -pregunta Pedrito-, mamá en las tiendas, ¿es el que compra o el que vende quien da el dinero?

Al oír esta pregunta, el padre de Pedrito, que cató presente, exclama:

-¡Qué tontito es este niño!

Pero la mamá, un poco pensativa, dice:

-No; no es una tontería lo de Pedrito: eso es un rasgo de su futuro carácter. Pedrito no sabrá jamás el valor del dinero.

Pedrito le petit Pierre, es el grande, el admirable, el querido maestro Anatole France, al contar estas anécdotas de su infancia añade: «Mi buena madre había reconocido mi genio y adivinado mi destino: mi madre profetizaba. Yo no debía nunca conocer el valor del dinero. Tal como yo era a los tres años o tres años y medio, en el gabinete tapizado de botones de rosa, tal he permanecido hasta la vejez, que me es ligera, como lo es a todas las almas exentas de avaricia y de orgullo. No, mamá; yo no he conocido nunca el valor del dinero. Yo no lo conozco todavía; o más bien: yo lo conozco demasiado. Yo sé que el dinero es la causa de todos los males que devastan nuestras sociedades, tan crueles y de que nos envanecemos tanto».

Cervantes murió pobre. ¿Desconoció el valor del dinero como lo desconoce France? ¿Desconoció el valor del dinero como -en campos tan diversos de la poesía- lo han desconocido Musset, Lamartine, Verlaine? Hay una imprevisión en el artista que diríase es la [...] del artista mismo. Desde lo absoluto en que se mira la belleza, el tiempo no existe. Las nubes, tan bellas, cambian en el cielo y siempre son las mismas. Hemos dicho -tal es nuestra opinión- que el Quijote no fue considerado en su tiempo al modo como lo consideramos ahora. Libro de pasatiempo, libro de solaz, libro chocarrero, eso fue todo. Y si Cervantes tenía conciencia de su obra, de la trascendencia y alta delicadeza -maravillosa delicadeza- de su obra, ¿cómo no había de sentirse entristecido, amargado, al ver la incomprensión ambiente? Y ¿de qué manera no había de tener conciencia de su obra quien escribe la segunda parte de una melancolía tan honda y sutil, de una tan vibradora y conmovedora humanidad? El autor de esa segunda parte, ¿era posible que creyese -él también, él con el vulgo- que había escrito simplemente un libro de pasatiempo?

Cervantes tiene plena conciencia de su obra, y vive pobre. (No desconoció el valor del dinero, porque no lo tuvo). No se diga que otros ingenios vivían también pobres. No se diga que otros escritores, coetáneos de Cervantes, pasaron adversidades, como Cervantes, y sufrieron, como él, angustias y estrecheces. Porque si se plantea así el problema, la pregunta, la objeción que inmediatamente se ocurre es ésta: pero los tres ¿era también Cervantes? No, no eran Cervantes; Cervantes no había más que uno. Hoy nuestra sensibilidad de hombres modernos se extiende a todos los seres humanos -y aun a los que no lo son-. Nuestro sentido de la justicia social no tolera excepción. Cuando vemos que un hermano nuestro en la especie sufre un dolor, hacia él va nuestra piedad. Pero irremisiblemente nuestra piedad y nuestro amor establece jerarquías en el corazón. La igualdad y la justicia, que lo nivelan todo, no pueden destruir esta mayor y menor intensidad en el sentir. ¿Cómo vamos a sentir del mismo modo el infortunio de un inanimado que la desgracia de un artista dilecto? No es tampoco la misma contribución que uno y otro han dado a la Humanidad. Decir que los vivientes del siglo XVII eran también pobres, no es decir nada. Lo que lacera nuestra sensibilidad -sin que dejemos de sentir las otras amarguras- es que Cervantes, el artista a quien nosotros tanto queremos, haya vivido en la pobreza. Lo que nos punge y conmueve es considerar en su cuartito angosto, ante su mesita de trabajo, rodeado de incomodidades, hostilizado por la necesidad, a este hombre que ha hecho elevar un grado más el sentimiento humano.

Y para un hombre como Cervantes, la desproporción entre la realidad que se vive y la realidad que se apetece, era mucho mayor que para los demás mortales. No olvidemos este aspecto importantísimo del problema. La visión de esos otros escritores, que también fueron pobres, era más limitada que la de Cervantes; menos intenso era su poder de sentir; menos activa y extensa la asociación de sus ideas... Con los mismos medios de vida que Cervantes -los mismos escasos medios de vida- esos coetáneos suyos, sentían, por lo tanto, menos que Cervantes el áspero rigor de la realidad. ¡Terrible capacidad de sentir la de Cervantes! Terrible capacidad la de quien escribe esas páginas estupendas que van al frente de Persiles y Segismunda. ¿Cómo hay quien extrañe la emoción profunda que la pobreza de Cervantes inspira? Dejad que nuestro amor vaya a este hombre, pobre y mísero, que, como Molière, su glorioso compañero en el infortunio, sonreía hasta el momento de morir...

Azorín

ABC, 31 de marzo de 1919




ArribaAbajoLa primera salida

La casa estaba triste: se había vendido el olivar; el aceite que se gastaba no era, naturalmente, de la propia cosecha, sino comprado y se compraba, no por arrobas, sino por [...]. Habíanse enajenado también unas tierras sueltas [...], se estaba finalmente, en tratos para malvender unos tranzones, de tierras fuertes, tierras arcillosas, en que se daba admirablemente el trigo. La casa había venido a menos; vivían en ella un señor maduro de unos cincuenta años; una sobrina zagalona, que no llegaba a los veinte; una mujer, ya de días, encargada del gobierno, y un criado que iba y venía a la hacienda. No se quedaba ya la llave de la despensa en la cerradura por recelo de que las entrantas y salientas afanaran algo; hablo de esas mujeres ocasionales que vienen a fregar los pisos, preparar la colada, ayudar a la matanza o a hacer los mandados. Derramadora de harina y allegadora de ceniza, se dice de la mujer que, despilfarrando en lo grande, escatima en lo pequeño. No fue ciertamente así el alma que hemos mentado: pero si antes se pasaba por alto cualquier sisa en la compra o tal cual distracción de las sobredichas entrantas, ahora todo se llevaba con rigurosa parsimonia.

La ruina de la casa la había acarreado la compra de libros y los viajes incesantes que, para comprarlos, había de efectuar el señor. No existía librero en el lugar, y era preciso ir, para adquirir esos libros, ya a Albacete, ya a Alcalá de Henares, o bien al propio Madrid. Añádase a estas causas de cuarteamiento de la casa el descuido del amo para con su hacienda. Dice el refrán: «Hacienda, tu amo te vea». No visitaba sus terrazgos el caballero; los jornaleros, obligados a ir al trabajo a la salida del sol y a retirarse cuando el sol se trasponía, alteraban a su talante esas horas, sobre que en el haza, entre rato y rato de cava o entre reja y reja, ponían anchos descansos en que se solazaban con sus conversaciones. El señor no veía nada; la sobrina y el ama andaban encapotadas y cabizbajas; la mohína se respiraba en el aire. No sentía mucho la mozuela, encogidita y zonza; pero sí el ama conocedora por sus años y por su experiencia de lo que es la pobreza. Y la pobreza, la absoluta desnudez, podía fatalmente sobrevenir si se continuaba por tal camino.

Los libros que el amo compraba a tanto precio eran historias fantásticas; no había sucedido nunca lo que en ellas se relataba. Pero el señor, metido en su cuarto, cerrada la puerta por dentro, pasaba los días y las noches leyéndolas. Los continuos de la casa -el cura del pueblo, un bachiller y un barbero- discutían a veces con el amo; fingían tomar en serio sus desvaríos. Les parecía inocente el esparcimiento -aunque ello importara a la sustentación de la casa- y daban pábulo con sus contradicciones humorísticas a los devaneos mentales del caballero. Lo malo fue que el señor, poco a poco, iba formando el propósito de huirse en busca de aventuras. Intervinieron entonces de un modo decidido al ama y la sobrina. No se declaró explícitamente el amo: guardó secreto en lo tocante a su salida; pero necesitaba la ayuda del criado, estaba ésta al tanto de lo que se tramaba y sigilosamente lo participó a las dos mujeres. Y entonces fueron las imprecaciones, los aspavientos y las lágrimas.

El bachiller Sansón Carrasco había recomendado a sobrina y ama que no contradijeran al señor, es decir, a don Quijote, como ya el mismo había decidido apellidarse. La contradicción podría irritarle y hacer, desde luego, más honda e inapelable su determinación.

-Pero, bueno, señor, ¿tan loco está mi amo? ¿Y qué va a hacer por esos caminos? [...] el ama.

-¡Cosas de la vida! -contestaba filosóficamente Sansón Carrasco-. Otras locuras se han visto mayores. Y si se va, si anda por esos caminos, si cae aquí y se levanta allá, si es, en fin, la irrisión de las gentes, ¿qué le vamos a hacer? Peor sería que por no poder cumplir su deseo, le entrase una mu[...]ia vehemente y le acabase.

-¡Pues que se vaya bendito de Dios! -acabó por decir el ama.

-¡Y que no nos arruine la casa! -añadió quedito la sobrina.

Por su parte don Quijote tenía planteado un grave problema sentimental: ansiaba la salida, pero quería marcharse sin gritos y sin llantos. Hombre delicado, a pesar de sus desvaríos, le angustiaba la idea de ver en el patio de la casa a su sobrina y el ama cogidas de las piernas del señor, va montando en su caballo, y no dejándole partir, entre exclamaciones lastimeras y lágrimas sorbidas. Sí, él tenía cariño verdadero a las dos mujeres. Y todo su cavilar consistía en el modo de marcharse en un momento en que las dos mujeres no lo advirtieran. A medianoche era imposible: el levantarse intempestivamente hubiera alarmado a las mujeres. No había que pensar en marchar de día. En cuanto al amanecer, entre dos luces, el ama y la sobrina iban todos los días a misa del alba; se tocan en los pueblos tres toques para llamar a misa; al primero ya estaban levantadas sobrina y ama. Media hora después de haber salido, ya oída la misa, estaban en casa de regreso; don Quijote para armarse de todas armas y para disponer el caballo, necesitaba mucho más tiempo. Cierta noche el ama le dijo a don Quijote.

-Nosotras estaremos mañana mucho rato fuera de casa; asistiremos primero, a un funeral en la iglesia, y luego iremos a casa de los parientes del muerto para darles el pésame.

No había muerto nadie en el pueblo. A otro día don Quijote pudo salir descansadamente: al cerrar la anchurosa puerta del corral, después de haber salido el caballero, el criado, su confidente, exclamó:

-¡Anda y no vuelvas más en mucho tiempo!

No dijo esto el criado por malquerer a don Quijote, sino sencillamente por su comodidad.

Azorín

ABC, 24 de mayo de 1942




ArribaAbajoLa venta

La venta está puesta en una angostura entre dos montañas y se llama venta de las Quebradas; es lugar muy pasajero. Ha tenido la venta primero Antonio González, llamado el Moro y la tiene hoy su hijo Juan. Hasta los veinte años estuvo Juan en el pueblo, distante cuatro leguas de la venta: fue a la escuela y se aficionó a los libros. No podía desatender la herencia paterna y se convirtió en ventero. Lleva bien la venta; tiene fama la venta de las Quebradas, que otros apellidan del Moro, entre los viandantes; a diferencia de lo que en otras ventas sucede, en esta hay recado abundante en la despensa. En cierta ocasión, al hacer la limpieza de un cuarto, se vio que un viajero había dejado olvidada una maleta: estaría ya muy lejos el dueño; sin abrirla la tuvo Juan González tres o cuatro meses. Al fin, cansado de esperar, la abrió y vio que contenía ropas de escaso valor y un ejemplar de la primera parte del Quijote.

El libro de Cervantes estuvo dos o tres semanas en una mesita, al lado de la cama, sin ser abierto; había mucho trajín en la venta; cuando Juan se retiraba a descansar no sentía apetencias de lectura. Pero un día, precisamente el día en que estaba más cansado, abrió el libro y comenzó a leer. No pudo ya dejarlo; con avidez, una noche y otra, iba pasando las hojas. Le divertía y le entusiasmaba la figura de don Quijote; unas veces era para él don Quijote un estafermo y otras un caballero. En sus cavilaciones llegó Juan González a no saber si don Quijote era real o no: si existía efectivamente en el mundo o si sólo existía en la mente de su creador. De todas suertes, puesto que don Quijote trafagaba por los caminos y posaba en las ventas, Juan González hubiera querido que su venta, la famosa venta de las Quebradas, fuese honrada con la presencia del caballero. Tanto pensó en ello que el vehemente deseo se convirtió en agobio. No olvidó, ciertamente, el cuidado solícito a los huéspedes; pero se comenzó a murmurar de ciertas negligencias. Se susurraba que algo extraordinario le ocurría a Juan. ¿Por qué permanecía a veces en la ventana del desván, frente al camino, atalayando la llegada de los pasajeros? Juan estaba creído de que el hidalgo manchego aparecería a lo lejos, seguido de Sancho Panza, y de que él, el ventero, saldría a su encuentro y lo agasajaría después de la venta.

Lo que ha de suceder, sucede: se presentó un día en la venta don Quijote de la Mancha; encantó a todos unas horas con sus corteses modales y sus palabras discretas y se marchó. Ocho días después, llegaron a la venta dos viajeros que se alojaron en un cuarto de la planta baja, frente a la cocina: uno de ellos caminaba con paso tardo; su frente era ancha, desembarazada, sus bigotes recios y su barba entrecana; había en su talante señorío y sosiego.

-Tendrán ustedes aquí -dijo el ventero a los viandantes- todo cuanto deseen: carnero verde, conejos en pebre, jigote grueso, lonchas de buen pernil... En fin, lo que me pidan.

El viajero de los ojos alegres y la frente desembarazada se pasaba con suavidad la mano por la barba y sonreía. No habíamos dicho antes que este personaje tenía rientes los ojos. El viajero había estado en muchas ventas; pero como esta no había visto ninguna. Todavía le quedaba por ver algo más extraordinario: no atropellemos la narración. Al escanciar el vino -era el ventero o quien servía- dijo alegremente Juan González:

-Clarete como este tan oloroso y suave, no lo hay en parte alguna; es el mismo que he servido hace unos días a don Quijote de la Mancha.

En este punto, el pasajero de la barba cenicienta se removió en la silla, levantó la cabeza y miró fijamente y en silencio a Juan González. El otro viandante se echó a reír a carcajadas.

-¿Cómo dice usted? -preguntó el primer viajero. -¿Ha dicho usted don Quijote de la Mancha?

-¡Sí, sí, don Quijote de la Mancha! -exclamó con viveza el ventero-. El propio don Quijote, que pasó por aquí hace una semana.

-¡Eso no puede ser! -replicó el viajero de los ojos alegres.

-¿Cómo que no puede ser? -rearguyó Juan González-. ¡Si ahí mismo, donde ustedes están sentados, estuvieron sentados don Quijote y Sancho!

-¡Déjalo, Miguel! -exclamó el compañero-. Serán figuraciones suyas.

Cervantes no cesaba de contemplar al ventero; ponía la vista en la mesa y la trasladaba luego a Juan González; parecía meditar profundamente.

-¿Y cómo era don Quijote? -preguntó al cabo.

El ventero pronunció entonces las siguientes memorables palabras:

-Don Quijote de la Mancha es un caballero de unos cincuenta años, cenceño, fuerte, con el rostro seco; sus palabras eran corteses y sus modales, señoriles.

-¿Quieres que te diga, Miguel, lo que estoy pensando? -dijo el compañero de Cervantes-. Se trata, sin duda, de un loco, como tu personaje.

-¡Hombre, un tanto; mi personaje no es propiamente un loco!

-Quiero decir que, por lo visto, algún hidalgo de pueblo, imbuido de novelerías y entusiasmado con tu libro, habrá dado en la sandez de creerse don Quijote.

-¡Ah, sandez tampoco! -replicó desabrido Cervantes.

-O desvarío o lo que quieras -rectificó el amigo.

-¿Llevaba armas? -preguntó Cervantes al ventero.

-No; dijo que eran antiguas y febles las que tenía en casa y que iba a la ciudad a comprar otras nuevas. Y como certificado de su estancia en la venta me dejó un recuerdo.

Juan González sale ligero del aposento y vuelve al cabo de unos minutos. Trae en su mano, un pedacito de vitela, a modo de nuestras modernas tarjetas, y se lo entrega a Cervantes. Cervantes lee Soy don Quijote de la Mancha, caballero andante.

Azorín

ABC, 19 de junio de 1942




ArribaAbajoLa vida en el campo

Don Quijote encuentra en el campo a don Diego de Miranda. Hay una filosofía naturista y puede haber otra filosofía hominista: hominista de homo, hominis, el hombre. El hombre transfigura la Naturaleza; el hombre transforma el medio habitado. Don Diego de Miranda vive holgadamente; vive en una casa de un lugar próximo. Se come bien en la casa de don Diego de Miranda; a Don Quijote, en los cuatro días que en ella ha morado, le han servido una comida «limpia, abundante y sabrosa». Pero lo que más le ha placido a Don Quijote, es decir, a Cervantes, es el «silencio maravilloso» que en la vivienda se goza. En la casa vive la familia: el marido, don Diego, la mujer, Cristina, y el hijo, Lorenzo. ¿Y qué es lo que acontece en esta morada? ¿Cuál es su ambiente? ¿No podremos decir, al estar entre sus muros, que el hombre transfigura la Naturaleza? ¿Que el hombre transforma el medio? A primera vista, es el padre, don Diego de Miranda, el que impone su personalidad a la casa. Y con la casa, al lugar, Y con el lugar, al paisaje. El hijo de la casa, Lorenzo, es poeta; su afición a la poesía es extremada. Todo lo ha dejado por consagrarse a la poesía. Estudiaba con Salamanca, donde ha estado seis años, y ha abandonado los estudios por ser todo, enteramente todo, en absoluto todo, del numen. Y cavilando sobre temas poéticos «se pasa todo el día». Fijémonos en que esto de «pasarse todo el día» en sus cavilaciones poéticas nos la dice Cervantes. ¿Y qué sucederá en una casa en que el hijo dedica todas sus horas, con tenacidad, con entusiasmo, con arder, a la poesía? Reparemos también en que Lorenzo es hijo predilecto; de los demás hijos no sabemos nada; del único de quien se nos habla es de este mozo caviloso y opinativo: opinativo porque nadie extravaga más que un poeta recalcitrante. Fatalmente habremos de pensar que todo en la casa pende de Lorenzo; que todo gira en torno a Lorenzo. Las cavilaciones de Lorenzo, sus temas poéticos, sus desmayos y sus audacias, en fin, todo cuanto piensa Lorenzo, se habrá de discutir, de pesar y sopesar, a todas horas, en todos los lugares, en la mesa y en la aula, por los individuos de la familia: por el padre, un poco mohíno, y por la madre, siempre amorosa. El ambiente que en la casa se habrá creado, con tanto y tanto tema estético, será él de la poesía. Hemos entrado, con Don Quijote, en la casa de un caballero labrador, y nos encontramos, en este lugar manchego, con una morada en que lo intelectual, lo intensamente intelectual, lo llena todo.

¿Nos place o nos desplace la transformación que nuestra filosofía ha efectuado en la casa de don Diego de Miranda? ¿Y podremos encontrar, modernamente, en el siglo XIX, otro caso en que el hombre transfigure el medio? En 1895 dos periodistas, Julio de Vargas y José Lázaro, visitan en su finca levantina a don Ramón de Campoamor. Campoamor les da de comer «espléndidamente»; Campoamor les recita algunos versos, no muchos; Campoamor escribe aquí sus poemas y lee libros de metafísica. Con el poeta, el ambiente de la casa se transfigura, como en el caso de Lorenzo de Miranda. El hombre, este anciano de setenta y ocho años, crea un ambiente que no es el que nos impondrían la tierra y el mar cercano. Y por si esta figura no bastara para la transformación, aquí con el poeta tenemos la de su médico: don Miguel Ferrero. El médico acabala al poeta. Los dos periodistas nos dicen: «Miguel Ferrero es un madrileño de pura raza. Más bajo que alto de estatura, recio y grueso más de lo que él quisiera; de fisonomía expresiva, franco, decidor y generosa; con su traje de lanilla gris y su sombrero de fieltro de anchas alas, parece un tipo de Teniers». En la primera mitad del siglo XVI, al hacer don Antonio de Guevara el balance de las ventajas y desventajas de la Corte y la aldea, estampa este aforismo; «Para saber gozar del reposo, es menester buen seso». ¿Y es que no lo tienen, cada cual a su modo, Lorenzo de Miranda, Campoamor y Ferrero?

Azorín

ABC, 22 de mayo de 1947




ArribaAbajoLa vida

Pedro estaba enfermo; se dirigía en su coche a un lejano manantial salutífero; era todavía joven y se encontraba, empero, aventajado, entrecano, marchitas las facciones, sin brillo en la mirada. A la entrada de un pueblo había una fuente que manaba grueso caño que caía con apacible murmurio en ancho pilón. Pedro mandó parar: un criado sacó del coche una silla de tijera y Pedro se sentó al lado del agua cristalina. Había hecho Pedro su carrera en Valencia; estudió perseverantemente y con entusiasmo; frecuentaba el famoso manicomio valenciano, y desde entonces cobró afición a las dolencias del espíritu. Con viva cordialidad consideraba a los enajenados; se complacía en estudiar toda la varia gradación que va desde el peligroso arrebato a la melancolía mansa e inefable. Digo inefable, porque es imposible expresar con palabras esa leve aura de tristeza que a veces nos envuelve, y de que no podemos librarnos. No podemos y tal vez no queramos, puesto que, circundados de ese ambiente, nos sentimos más de nosotros mismos -con todos nuestros desvaríos- y más apartados del mundo.

Pedro continuaba sentado a par de la fuente: había puesto el codo en el muslo y apoyaba la cara en la mano; sus ojos miraban el agua -acaso sin verla- y su imaginación corría hacia lo infinito. Llegó a la fuente una moza con un cántaro y lo dejó en el reborde de la pila; se sentó luego en una piedra. El criado de Pedro sacó un primoroso vidrio veneciano para henchirlo de agua; pero se le escurrió de entre las manos y se hizo añicos en el suelo. Pedro no dijo nada; su mirada estaba fija en la muchacha que tenía sentada enfrente; la actitud de la moza era la misma que la de Pedro: el codo hincado en el muslo y la cabeza reclinada en la mano. La cara de la moza estaba pálida; había en toda la persona como un aire de profundo cansancio. Hizo señas Pedro a la moza de que se acercara; cuando la tuvo a su lado, silenciosa, mirándole con ojos entristecidos, Pedro se puso en pie, estuvo un momento examinando a la muchacha, le alzó un párpado, observó el globo del ojo y se tornó a sentar calladamente.

-¿No tienes ganas de comer? -preguntó a la moza.

La muchacha movió la cabeza denegativamente; había llegado a la pila también una anciana con un cantarito.

-¿Por qué no comes? -tornó a preguntar Pedro.

La anciana voceó entonces:

-¡Porque tiene penas, señor!

-¡Ah, tener penas! -exclamó con profundo desaliento Pedro.

Y sacó de una bolsita una moneda de plata y se la entregó a la moza. La anciana, como suplicando, volvió a gritar:

-¡Yo soy su abuela, caballero!

Pedro entregó otra moneda a la anciana. Cuando las dos mujeres, la vieja y la niña, tornaban al pueblo, volvían de cuando en cuando la cabeza para mirar a Pedro. En el pueblo, a poco, se había esparcido ya la nueva de la llegada de un caballero tan generoso: en la plaza, la multitud rodeó el coche de Pedro; le costó a Pedro trabajo abrirse paso entre la gente; deseaba dar un corto paso por las calles. De pronto, se detuvo ante un labrador que le estaba observando; se le acercó Pedro, le puso las manos en los hombros y le miró fijamente, en tanto que en sus labios aparecía una sonrisa melancólica. Transcurrió un momento sin que los dos hombres dijeran nada, y al fin se dieron un apretado y largo abrazo.

Se acercaba el mediodía; Pedro y el labrador habían estado conversando en una ancha y clara estancia; en la cocina de la casa, el trajín era afanoso; la mujer y la hija del labrador disponían un copioso yantar para su huésped.

-¡Qué días aquellos, amigo Sancho Panza! -exclamaba Pedro.

-¡Los días más felices de mi vida! -contestaba Sancho.

-¿Y aquel caballero a quien tú servías? -preguntó Pedro Recio de Aguero.

Sancho se enterneció; contó cómo Don Quijote había muerto, años hacía, de aflicción y tristeza.

-¿Murió de melancolía? -profirió, admirado, el doctor.

La mesa estaba ya aparejada; se hallaban ya todos sentados en su torno; las viandas aparecían puestas de una vez, a uso extranjero, sobre los blanquísimos manteles. Sancho sentía por adelantado un vivo agrado al pensar en la complacencia que iba a proporcionar al doctor: una comida exquisita tras el viaje que abre el apetito. Pero el doctor Pedro Recio de Aguero, va sentado a la mesa, volvió a tener el gesto de profunda tristeza que tuvo junto a la fuente. Sí, él no podía comer de todo aquello. Sí, él no podía probar ni las perdices asadas, ni los conejos guisados, ni la suculenta olla. Su régimen severísimo, se lo impedía.

-¡Así es la vida, amigo Sancho! -exclamó. -Yo aquel día, en la ínsula Barataria no te dejé comer lo que tú ansiabas, interpuse mi varita de ballena y te lo vedé todo. ¡Y ahora soy yo quien, en tu casa, al cabo de tantos años, no puedo probar bocado de lo que me ofreces!

Cuando el doctor y Sancho se despidieron, tornaron a estar abrazados un largo rato; Pedro Recio se sentía profundamente triste; como por la mañana, ante la muchacha pálida, volvió a exclamar:

-¡Ah, tener penas!

Azorín

ABC, 5 de junio de 1942




ArribaAbajoLas influencias literarias

Recientemente hemos releído el «Ensayo» de Andrés Gide sobre las influencias literarias. El problema de las influencias es muy complejo. Las ideas que en este trabajo expone Gide nos parecen interesantísimas. El escritor se ve asaltado de mil maneras por las influencias. ¿Cómo precisar las buenas? ¿Cómo rechazar las nocivas? ¿Y cuáles son las benéficas? ¿Cuáles las dañosas? Generalmente se cree que los literatos están sólo influidos por los grandes autores. Se acepta la influencia de las obras capitales en literatura. No se habla para nada de las obras mediocres. No se concibe que una obra mediocre pueda influir benéficamente en un autor. El asunto merece ser estudiado con detenimiento. Ni el mismo autor influido puede decir con exactitud de qué modo y en qué medida y por qué autores ha sido influido. Vivimos en un ambiente espiritual -sea el que sea- que nos es imposible definir con precisión. Un poeta, un novelista, un comediógrafo hacen lecturas múltiples y diversas. Leen autores conspicuos y autores anodinos. ¿Cuáles de ellos serán los que hayan influido definitivamente y por modo laudable en la obra realizada? Se habla tan sólo de las influencias literarias en la gestación de la obra. Pero ¿y lo literario? ¿No influirá también? ¿Cómo separar lo ficticio de lo real? No podemos marcar, en cuanto a influencias, la línea que separa un mundo de otro. La realidad cotidiana, con sus pequeños detalles, con sus incidentes minúsculos, influye tan intensamente en la obra como pueda influir un preclaro autor.

Andrés Gide se chancea sarcásticamente de los autores que, celosos de su personalidad, evitan ciertas influencias. Esos autores no quieren leer determinados libros para no ser por ellos influidos. Creen que su personalidad va a desviarse, a apocarse, a perder en propio [son y pergeño]. El autor que comentamos dice que, por el contrario, esas lecturas vendrían a fortificar y corroborar la personalidad del autor. [...] en todo el «Ensayo» de Gide éste sea el punto más sustancioso. Muchos autores hay, en efecto, que se niegan a entrar en comunicación con otros determinados autores. Si es un amante de la claridad y de la precisión, no quiere leer a un escritor nebuloso y prolijo. Si es un partidario de los clásicos, apasionado de Racine, por ejemplo, no querrá leer a Chateaubriand o a Víctor Hugo. Andrés Gide casi nos convence. Pero reflexionamos un poco. Entra en este punto otra vez la consideración de las influencias materiales. ¿De qué modo lo que nos repugna puede aprovecharnos? ¿En qué forma un autor opuesto a nuestra sensibilidad puede enriquecernos? No vemos otro modo sino el de reafirmar, por reacción en contra, nuestra propia personalidad. Pero ¿y si nuestra personalidad, ya madura, ya sólida, no necesita de ese reactivo o estimulante? ¿De qué manera me va a favorecer a mí la lectura de un autor que se halla a mil leguas de mi intelecto? No me enriquecerá nada. Y en cambio puede perjudicarme. En lo posible estará que yo, seducido por ese autor, me desvíe de mi ruta instintiva y natural. Acaso, si mi personalidad es fuerte al cabo de algún tiempo volveré al camino abandonado. Pero entretanto ¿qué es lo que habré hecho? Descaminado, sin estar dentro de mí, seguro de mí habré escrito algo que merezca leerse? ¿No será lo escrito por mí algo híbrido, insípido y violento? Aceptemos, aunque no sea más que provisionalmente, la negativa a leer autores que no nos placen. Esos autores representan una realidad literaria nociva a nuestro ser. Y si aceptamos -todo el mundo lo acepta- la nocividad de ciertos ambientes físicos, psicológicos, lo que se llama vulgarmente «malas compañías», no sabemos cómo nos podremos aceptar también la nocividad de las «malas compañías» literarias. Ruego al lector que no vea en estas líneas una apología moral. No se trata ahora de la moral, sino simplemente de la estética.

El medio físico influyó, indudablemente, en Cervantes. Cervantes no habría escrito ciertas páginas, o las habría escrito de otro modo, de vivir en un medio más elevado que aquel en que vivió. Pobre, rodeado de gente humilde, inculta unas veces, zafia y grosera otras, el esfuerzo para libertarse espiritualmente de esa atmósfera moral había de ser grande. Rastros de ese ambiente habían de quedar en su obra. Ciertas páginas del «Quijote» -las referentes, por ejemplo, a los efectos del bálsamo de Fierabrás o las que se relacionan con el miedo de Sancho en la aventura de los batanes- no se hubieran escrito, «Entraba eso en el ambiente de la época -dirá tal vez el lector-. No era simplemente cosa del medio familiar en que Cervantes se movía». La objección no quiere decir nada. De un reducido círculo, el familiar de Cervantes, trasladamos el problema a otro mayor, el de España en determinados siglos. El problema, por lo tanto, subsiste. Y si cabe la defensa contra determinada realidad, para que esa realidad cotidiana no influya en nosotros dañosamente, en pugna con la opinión de Gide, ¿no cabrá también la defensa contra ciertos autores que pueden menoscabar nuestra personalidad intelectual? Harán, pues bien los escritores que se nieguen a ciertas lecturas.

Lo primero es cuidar de nuestra propia realidad mental. No nos es grato el permanecer en un paraje de aire viciado. Ni el comer ciertas viandas que puedan dañarnos. No debemos tampoco entrar en ciertos libros. No es necesario. Para que el autor francés tuviera razón en su crítica, sería preciso, lo repetimos, establecer una división marcada, limpia, definida, entre el mundo moral y el mundo físico. Y eso es imposible y absurdo. Los dos mundos se entremezclan. De espíritu y de realidad está compuesta nuestra vida. Las leyes que se dan en un mundo se dan en otro. La personalidad de un escritor es cosa difícil de determinar. A veces la parte consciente de la personalidad hace una cosa y la parte subconsciente manda otra. No llegaremos a saber por quién estamos dominados. ¿Quién escribe la página que ahora mismo estoy yo escribiendo? Miguel de Montaigne, en el célebre capítulo XII del segundo libro de los «Ensayos», trae una observación curiosa y pertinente al caso. «La memoire -escribe el maestro- nous represente, non pas ce que nous choisissons, mais ce qui luy plait». Y añade Montaigne que «nada imprime más vivamente en nuestros recuerdos una cosa que el deseo de olvidarla». Hemos contemplado un determinado espectáculo. Hemos leído un determinado libro. Tratamos de olvidar. No nos place. Y de pronto, ante las cuartillas, ese libro y ese espectáculo aparecen para influir en lo que estamos escribiendo. Todo el esfuerzo que hagamos para rechazar esa influencia será inútil. Ahí estarán ante nosotros, dominándonos espiritualmente, ese espectáculo o ese libro que nos repelen. El texto de Montaigne viene a ilustrar de modo interesante la doctrina de Gide.

¿Y la influencia de las cosas? ¿No tendrán tanta eficacia como el libro que leemos? No nos referimos ya al medio social. Las cosas nos rodean y son, unas nuestros amigos, otras nuestros enemigos. La simplicidad de líneas de un humilde cántaro de barro nos producirá viva simpatía. Desde los albores de la civilización, la forma de esa vasija ha sido inmutable. Se ha tratado de modificar la hechura de tal recipiente y ha sido imposible. La prístina forma de ahora es la forma perfecta y eterna. Ningún gran artista -un Miguel Ángel o un Rodin- podría hacer otro cántaro que tuviese distinta forma y fuese tan bello como éste que desde siglos y siglos viene utilizándose en las casas por generaciones y generaciones. La lección de esta pobre obra de barro, limpia y armoniosa, sencilla y genuina, entrará hondamente en nuestro espíritu. Ningún gran autor podría influir más en nuestro estilo. Y lo mismo podemos decir de estas trébedes de hierro. Y de esta sillita con asiento de esparto. Y de esta jofaina blanca con ramos azules. Son todas cosas familiares que hemos visto desde niños y que nos encantan por su sencillez y armonía. En nuestra obra podrán penetrar tan hondamente podrán penetrar tan hondamente como penetran Platón, Cervantes, Shakespeare, Balzac o Tolstoi.

ABC, 20 de diciembre de 1936




ArribaAbajoLas ventas

En las obras del duque de Rivas encontramos: tres ventas y dos posadas. En El ventero, cuadro de costumbres, una venta siniestra, trágica, en que, por la noche, se escuchan, en los contornos, algunos tiros; en la cocina, trajín de idas y venidas precipitadas, y en el huerto, unos azadonazos. En los Romances históricos, romance dedicado a don Álvaro de Luna, una venta cerca de Portillo, en la provincia de Valladolid, partida de Olmedo. En El crisol de la lealtad, acto primero, cuadro primero, una venta -no sabemos cómo será-, cerca de Zaragoza, en el siglo XII, en 1163. En el Don Álvaro, la famosa venta, en Hornachuelos, provincia de Córdoba. Se han dicho muchas cosas del drama del duque de Rivas; no se ha dicho nada tan raro como lo dicho por un amigo del duque, amigo y panegirista: Pastor Díaz. Dice este crítico que en el drama se pueden encontrar «extravagancias y ridiculeces». ¿Dónde esas ridiculeces y extravagancias? Trabajito le costaría al censor señalarlas; acaso tuviéramos que reír de las extravagancias y ridiculeces, en este caso, del crítico. En El parador de Bailén, finalmente, encontramos, claro, un parador, punto de enlace de diligencias. Ha sido repudiada esta comedia por su autor; no ha querido Rivas que figure en sus obras completas; el motivo, acaso este en que Rivas ha llevado, deliberada o irreflexivamente, a esta comedia un lance -lance de amor-, análogo al de su hermano Juan Remigio; gracias a esa aventura, ha podido heredar colateralmente, Ángel Saavedra el título y la grandeza que ostentaba su hermano.

Antonio Oudin, en sus Diálogos muy apacibles (París, 1650), nos dice, hablando de las posadas, que no se encuentra el viajero en ellas sino «el casco de la casa, con un poco de ropa blanca, y a veces no hay camas». Sobre todo en las ventas. No hay nada en las ventas de España. No se puede viajar por España. La desprovisión de las ventas es una verdad incontrovertible. En toda Europa lo saben. ¿Y cómo no ha de ser verdad la inopia de las ventas si Cervantes acredita al asunto? No podemos dudar de Cervantes. Las ventas son malas; las ventas están en España; España es, por lo tanto, lógicamente, fatalmente, un país inculto. Lo que pasa en España no pasa en ninguna otra parte. Vayamos, sin embargo, a cuentas. En el siglo XVII, cuando se cimenta el prejuicio, España tiene diez millones de habitantes; en el siglo siguiente, tiene ocho. La superficie de España es de cuatrocientos noventa y dos mil kilómetros cuadrados. Vea el lector cuántos habitantes corresponden por kilómetro cuadrado. Se viaja poco en España; los que viajan llevan sus provisiones. Hay ventas en sitios pasajeros, como los puertos, en las montañas, las hay en sitios poco transitados. Para establecerse en una venta se necesita cierta vocación de abnegado eremita. Hay, además, que emplear un capitalito en bastimentos: aceite, vino, jamón, cocina, embutidos, garbanzos, judías, sal, especias, etc. Como no existen tránsito, especialmente en las ventas esquivas, habrá que tener ese capitalito inmovilizado; aparte de que, con el tiempo, las vituallas, ciertas vituallas, se deterioran. ¿Cómo pretender que en una venta se encuentre el trato que en una posada ciudadana? ¿Y cómo pretenderíamos que en una posada nos dieran la minuta que en un restaurante de los alrededores de la Magdalena, en París? En la venta que figura en El ventero, sólo se encuentra vino, aguardiente, pan y pimientos. En la de los Romances históricos, ya mejoramos un poco: tenemos magras con tomate y huevos. De la venta del siglo XII no sabemos nada en cuanto a mantenimientos. En la posada de Hornachuelos mejoramos notablemente, sin duda gracias a la tía Colasa, gran guisandera: se habla de arroz, de tomate, de bacalao, de un gazpacho, que está, desde media tarde, enfriándose en el brocal del pozo. Finalmente, en Bailén casi estamos en uno de los restaurantes de la Magdalena: podemos comer sopa, cocido, riñones, pollos. Y se nos dice que «nada el hambre mitiga como el cocido». Mejor que mitiga estaría extingue.

Azorín

ABC, 2 de septiembre de 1936




ArribaAbajoLeandra y Augusta

¿Qué lección puede darnos Leandra? Hoy, diríamos: ¿cuál es el mensaje de Leandra? ¿Y cuál el de Augusta? Leandra es hermosa, muy hermosa; a más de hermosa, es inteligente, muy inteligente; a más de inteligente, es rica, muy rica. ¿Y cómo con tales prendas no ha de contar con pretendientes Leandra? Los tiene: pero sus padres no se deciden por ninguno. Y Leandra también espera. ¿Qué será lo que espere Leandra? Está Leandra en la ventana, en su casa de este pueblo manchego; ha retornado de la guerra un mozo que se marchó antaño. Hay en la plaza un poyo, al pie de un álamo; en ese poyo se sienta Vicente de la Rosa. (En la edición príncipe del Quijote se dice Rosa y no Rosa, y a ese texto nos atenemos). Vicente de la Rosa es galán, apuesto, elegante, vistoso. «Viene -dice Cervantes- de las Italias y de diversas otras partes». Podemos asegurar, por lo tanto, que viene de Italia, desde luego; de Francia, de Flandes y de Alemania. Viene, en suma, de Europa. Y viene de Europa a ese pueblecito manchego donde, desde su ventana, lo está contemplando Leandra. Vicente de la Rosa, además de lo dicho, compone versos, tañe con arte una guitarra; es, en fin, algo que no hay por estos contornos. En la plaza, sentado en el poyo, al pie del álamo, Vicente de la Rosa va contando sus aventuras. Y poco a poco va influyendo a Leandra, en su ventana, una fuerza secreta y misteriosa. Al cabo, Leandra y Vicente desaparecen del pueblo; los buscan, y después de tres días, encuentran a Leandra en la cueva de un monte, robadas las joyas que se llevara, e indemne en su cuerpo. ¿Qué es lo que pudiera hechizar en Vicente a Leandra? ¿La novedad? ¿El ser una cosa europea? ¿El venir de lejanas tierras? ¿El ser algo que por aquí no había?

Cuando estudiamos las costumbres en Cervantes, nos encontramos con las costumbres de Galdós; Cervantes y Galdós son los dos grandes historiadores de las costumbres en un determinado período de nuestra historia. Realidad es un fragmento de historia española; la novela está firmada en 1889. Hay en sus páginas política, parlamentarismo, vida social, administración de las colonias, rasgos de la vida galante. Augusta de Cisneros, mujer de Tomás Orozco, descuella en la obra. Todo lo tiene Augusta: riqueza, hermosura, inteligencia. ¿Y cómo con todo esto se descarría Augusta? ¿Cómo se prenda de Federico Viera, que es poco más o menos un Vicente de la Rosa? Oyendo sus explicaciones, en un soliloquio íntimo, nos parece que estamos escuchando a Leandra. «Declaro que hay dentro de mí, allá en una de las cuevas más escondidas del alma -nos dice Augusta-, una tendencia a enamorarme de lo que no es común ni regular». Y agrega estas palabras, que también serían las de Leandra: «Bendito sea lo repentino, porque a ello, debemos dos pocos goces de la existencia». ¿No está explicado el mensaje de Augusta? Y con esta explicación, ¿no tenemos aclarado el mensaje de Leandra? Pero existe una diferencia entre Augusta y Leandra. Se explica a sí misma Augusta su hechizamiento y no se le podría explicar Leandra. «¿Hemos nacido acaso para este tedio inmenso de la buena posición -dice Augusta-, teniendo tasados los afectos como las rentas?» Sin el siglo XVIII, ¿cómo pudieran concebirse estas palabras?

Azorín

ABC, 27 de abril de 1947




ArribaAbajoRabelesistas y Cervantistas

Palabras


No hace mucho dedicábamos un artículo a Remy de Gourmont. En Francia se ha recordado recientemente la dilección que dicho escritor tenía por los libros de Rabelais. En el culto a Rabelais acompañaba Gourmont a France. También Anatole France es un entusiasta del autor de Gargantúa. Una revista ha publicado un fragmento de alguna de las conversaciones que uno y otro escritor, France y Gourmont, solían mantener acerca de su común simpatía. Si gustaban los dos de Rabelais, no iba su autor hasta convertirse en fanatismo; Rabelais era para ellos, no un ídolo chino, sino un amigo a quien se quiere y a quien se le habla con franqueza y sin remilgos.

-Rabelais -dice Gourmont- no era lo que llamamos; o, mejor dicho, llaman los alemanes un sabio. Nunca fue pedante y enfadoso. Sabía lo que tenía interés y lo que no lo tenía; no confundía nunca la erudicción con la inteligencia.

-Tiene usted razón de sobra, querido Gourmont -replicaba France-; a mí también me son desagradables los fanáticos de Rabelais que se esfuerzan por hacernos creer que Rabelais entendía de todo. Se ha llegado a decir, a propósito de la guerra entre Gargantúa y Picherochilos, que Rabelais era un gran estratega. Riámonos. Por ese Sistema, ¿qué autor no podrá ser un táctico de primer orden? Le digo a usted que estoy tentado de hacer la prueba con Paúl de Kock. ¿Recuerda usted aquella novela suya en que un sargento adiestra a gritar a una cotorra ¡Presenten, armas!? Pues eso podría ser una base para mi estudio...

Anatole France tenía razón en sonreír; pero el hecho no es exclusivo de Francia. Muy lejos habrán ido en Francia los rabelistas; no habrán ido, sin embargo, tan adelante como en España los cervantistas. No condenamos esta singularidad; tratamos de explicarla. No la condenamos porque, en el fondo, tales extremos de la adoración son naturales y lógicos. En el campo de la admiración ha de haber de todo: hombres extremados y hombres discretos: espíritus desapoderados y espíritus razonadores. Pero que los exaltados y los posesos permitan, si no una condenación de su conducta, si una explicación de ella y una no conformidad. Cervantes, al igual que Rabelais, ha sido considerado como estratega, y además como geógrafo, jurisconsulto, médico, botánico, político, etc., etc. Poco a poco se ha ido formando una especie de misticismo cervantista: ya, afortunadamente, han sido abandonados estos vericuetos de la estrategia, la geografía, la medicina, etc.; pero el ambiente que se quiere formar alrededor de Cervantes diríase que no es el de la admiración cordial, sincera, afectuosa, sino el de la adoración dogmática e incondicional que no admite distingos, observaciones y réplicas. Recordamos ahora un cierto pasaje del librito que D. Fermín Caballero consagró a Cervantes considerándolo como geógrafo. Hablando Caballero de la descripción que Cervantes hace del baile manchego, copiaba las siguientes palabras del autor del Quijote: «Allí era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los cuerpos, y, finalmente, el azogue de todos los sentidos». Y añadía por comentario don Fermín, que era un hombre inteligente y un genio escritor: «Leyendo estas imágenes sublimes nos parece estar gozando de la visión intuitiva de nuestro baile nacional». Imágenes sublimes, visión intuitiva... ¿Qué tiene aquí que hacer para nada la sublimidad? ¿Para qué hablar de sublimidad cuando se trata de frases corrientes y cuando la sublimidad es muy otra cosa?

Pues hoy, aun persiste entre algunos de nuestros cervantistas este espíritu. Se podrían citar curiosos casos. Y vamos a repetir por segunda vez, para que no puedan interpretarse aviesamente nuestras palabras; vamos a decir por segunda vez que lo que desearíamos sería, para Cervantes, no una exaltación desapoderada y fanática, sino una admiración cordial, afectuosa y razonadora. El mayor daño que le puede hacer al autor del Quijote es seguir laborando sobre ese misticismo cervantista de que hablábamos antes: la creación del dogma suscita lógica y fatalmente la rebeldía y la protesta; la pasión justifica la repasión. Y después debemos considerar que Cervantes no está solitario en su época; Cervantes es un árbol hermosísimo: pero un árbol, no aislado en una llanura, sino en un bosque con otros árboles. Cervantes no se halla solo, como un milagro: en el siglo XVII están con él, rodeados todos de un ambiente de cultura. Lope, Góngora, Gracián, Tirso, Calderón... No consideremos a Cervantes, aislándolo, sin tomar en cuenta ni el ambiente ni sus compañeros de letras, de una manera que sería, aparte de anticientífica, injusta para Lope, Góngora, Gracián, etc., y depresiva, en resumen de cuentas, para el mismo Cervantes. Y añadamos que la difusión y perfección de la lengua castellana (no es más extendida y perfecta que la francesa o la inglesa) no se debe sólo a Cervantes. En cuanto a la perfección, se debe sólo a Cervantes y a otros muchos escritores castellanos; y se debe -esto es lo esencial- al pueblo, a la masa popular, perdurable almáciga o vivero del idioma, donde el idioma está siempre en germinación y crecimiento. Y en cuanto a la difusión por el mando, se debe a Cervantes y a sus camaradas de letras; pero se debe más a gentes que no eran ni Cervantes, ni Lope, ni Calderón, etc., sino hombres de milicia, guerreros, conquistadores, que anduvieron por distintos países de Europa y por América. No olvidemos, finalmente, cuando tratemos de celebrar con monumentos o conmemoraciones el idioma castellano, que en España existen varios idiomas, alguno de ellos, como el catalán, idioma del sentir y del pensar de todo un pueblo con su historia y con su etnografía, idioma en que antigua y modernamente han sido trabajadas obras literarias verdaderamente admirables y perfectas.

En fin, que cada cual marche por su camino; pero que los exaltados y frenéticos no quieran regatear a los condicionales su derecho a la admiración razonada. Achaque y muletilla harto cansada de ahora es lo de reprochar a los nuevos escritores un espíritu de crítica negador y abominador de todo. Se exagera bastante. Y no se ve -o no se quiere ver- que lo que al presente ocurre ha ocurrido en todos los siglos. Nos limitamos a la literatura. ¿Podrá hoy parecernos ningún siglo tan próvido de ingenios de toda suerte como el XVII? Pues Gracián, por ejemplo, no se cansa de repetir en El Criticón que su tiempo es estéril en hombres, y que él no descubre a nadie verdaderamente eminente. ¡Cuántos poetas no contamos hoy en la decimoséptima centuria! Pues en el prólogo de El peregrino en su Patria, Lope de Vega, no un muchacho rebelde y extravagante de ahora, escribe lo siguiente: «Yo no conozco en España tres que escriban versos». Y pocas líneas antes había dicho: «En España se tiene por sin duda que no ha nacido poeta en este siglo». ¡Que cada cual diga de los escritores antiguos lo que le plazca! Los clásicos no padecen nada en el examen, la contradicción y la negación. Lo deplorable es el silencio. La contradicción supone ya preocupación. Seguramente Cervantes, tan llano y hecho a la vida libre y ancha, gustaría más de uno de esos escritores que le discuten, que de un cervantista de los que ven exquisitos primores donde no hay sino palabras corrientes. Anatole France y Remy de Goarmont sonreían de los rabelesistas inmoderados; sonreíamos también acá en España de sus congéneres los cervantistas sin freno. Sonreíamos benévolamente; pero dejémosles con su simpática quimera. Esos cervantistas desempeñan una misión especial: que es la de suscitar la crítica y estimular la contradicción.

Azorín

ABC, 28 de octubre de 1915




ArribaAbajoSerenidad y humanidad

Cuando comenzamos a leer a Cervantes una sensación se nos impone: la sensación de serenidad. Cuando avanzamos en la lectura, otra sensación completa a la anterior: la sensación de humanidad. Es humano. Cervantes en el desenlace de ciertos episodios, por ejemplo, el final de El celoso extremeño, en que el viejo obcecado colma de bienes, a la hora de su muerte, a la infeliz Leonor, y en que ésta se retira a un convento pesarosa y contrita. Si La tía fingida ha podido ser atribuida a Cervantes, no es ciertamente por ciertas frases y giros que son impropios de Cervantes, aunque otra cosa crean ciertos cervantistas, sino por el final, netamente, auténticamente, cervantino una muchacha, que hasta ahora ha sido liviana, se corrige y es, ya casada, una mujercita laboriosa y prudente, con lo cual encanta al suegro y hechiza al marido. Sereno y humano Cervantes, hay sólo extrañamente en su obra, en el Quijote, una nota que nos sorprende; en la segunda parte, capítulo LXV, un morisco, Ricote, exalta, de un modo entusiasta, la expulsión de sus compatriotas, realizada por «el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar». No, es ciertamente quien habla este morisco, sino el propio Cervantes. Y nos preguntamos: ¿Cómo, extemporáneamente, en lugar no a propósito, sin venir a cuento, ha podido Cervantes expresarse en forma tan ajena a su íntimo natural? ¿De qué modo podremos explicarnos tal incongruencia? Pensamos en el largo y azaroso cautiverio de Cervantes en Argel; tenemos entonces que atribuir a resentimiento personal estas invectivas; pero nos repugna hacer que Cervantes, con su serenidad, proceda por sentimientos bajos. Buscamos otro motivo y no lo encontramos. ¿Y cómo ha de ser por política? ¿Y cómo un morisco, que ha sufrido la expoliación, en parte, y ha visto cómo era separado de sus caras prendas, podrá hacer tales manifestaciones, adulatorias más que justicieras? La contradicción con lo sustancial de Cervantes, con lo íntimo de Cervantes, hace resaltar más la totalidad del carácter cervantino. En otros muchos paisajes vamos a neutralizar, con creces, este mal sabor que el dicho paisaje nos produce.

¿Cómo podremos comprobar el espíritu de Cervantes, sereno y humano al mismo tiempo que nos demos cuenta de su técnica? Entre las Novelas ejemplares ninguna más a propósito, para nuestra experiencia, que Rinconete y Cortadillo, aquí está todo Cervantes: leámosla con cuidado y con amor.

Miguel de Cervantes va a pintar el cuadro de una gente maleante, en Sevilla; él mismo ha visto a lo largo de su vida, en distintos lugares, cómo viven estos hombres; conoce bien su vida, sus costumbres; nos aventuramos a decir que existe cierta oculta, o no oculta, simpatía de Cervantes por estos hombres, que sin ser forajidos sanguinarios, están al margen de la ley. Sus vidas son vidas libres; la vida de Cervantes es una vida libre; sus vidas son azarosas; la vida de Cervantes es también azarosa. Ante el propósito de pintar el cuadro que hemos indicado, se le ofrecen a Cervantes varias dificultades; ha de resolverlas si quiere que la pintura sea propia de su carácter. ¿Y cómo hará Cervantes para lograr que, siendo realista la pintura, pintura de una asociación de indeseables, sea al mismo tiempo idealista? Esa es la mayor dificultad que resuelve Cervantes en Rinconete y Cortadillo. Ante todo paremos nuestra atención en el lugar de la escena; poco a poco, sin que nos percatamos de ello, irán posesionándose de nuestro ánimo las dos capitales sensaciones cervantinas: serenidad, humanidad. Estamos en una casa de Sevilla; entramos en su zaguán y nos encontramos con el silencio y la limpieza. Avanzamos y vemos un patio: el piso de baldosín rojo está tan aljofifado, que parece que «vierte carmín de lo más fino». Antes, en una sala, hemos visto, puesta en la pared, una pilita de agua bendita: una blanca almofía. Y no falta, con la bendita agua, una estampa piadosa. Cuantos van entrando en la casa se producen con tacto y cortesía; respetan todos a quien tienen por su jefe natural. Obedecen todos a unas normas inquebrantables; lo que dice el jefe, eso es lo que acatan todos. Desciende el jefe de su aposento y entra en el patio: todos le hacen una profunda reverencia; los que no se inclinan se quitan el sombrero. Y el jefe habla; habla en este recinto de silencio y de respeto. ¿Y cómo se expresa el jefe, es decir, Monipodio? Aquí tenemos, prácticamente, uno de los máximos escollos que ha de sortear Cervantes. Monipodio es hombre de larga y varia experiencia: sus palabras reflejarán su íntimo ser. Cervantes, llevado del deseo de naturalidad, hace que Monipodio cometa en su habla algunos ridículos disparates: dice, por ejemplo, estupendo por estipendio, naufragio por sufragio. Pero a seguida, Cervantes se olvida del disfraz y hace que Monipodio hable según su verdadero carácter; un parlamentario no se produciría con la afluencia y la elegancia de Monipodio. «Digo -profiere Monipodio- que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que, desde luego, asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año de noviciado». Esto es lo que tal hombre rudo, ignorante, dice a Rincón y Cortado. De nuevo Monipodio habla disparates, y de nuevo vuelve a emplear razones elegantes. El ambiente de la casa, la compostura, el acatamiento acaban por darnos en Monipodio, su verdadero ser. ¿Y cómo no si un hombre al frente de gente bravía los domina con su imperio? ¿Y cómo los podría dominar si no tuviera prendas excepcionales? En este patio sevillano, entre esta gente extrasocial, nos sentimos confiados: nos hacen confiar la serenidad y humanidad de Cervantes, que se han sobrepuesto al realismo en este cuadro realista, y han contagiado a los personajes de la novela. ¡Y qué extraño final! Cervantes prescinde, inexplicablemente, misteriosamente, diríamos, de Diego Cortado y se queda, para lo porvenir, para continuar la novela en lo porvenir, para continuar la novela en lo porvenir, con solo Pedro del Rincón. ¿Por qué esta desaparición y esta preferencia?

Azorín

ABC, 27 de mayo de 1915




ArribaAbajoSiglo XVII

Un pasillo largo y ancho, de paredes blancas, con piso de ladrillo rojo, sumido en la penumbra; al cabo de este corredor, una puerta por la que sale viva luz; en la penumbra resplandece la franja vívida que hace la luz entre la puerta y el mareo. Puerta de una sola hoja, y esta hoja labrada en cuarterones: unos cuadrados y otros cuadrilongos; cuadrada también la puerta. Dentro del aposento, una alfombra gris con ramos morados; ante la mesa de recio nogal, un caballero, y junto a la ventana, una señora. El traje del caballero, negro, de terciopelo, y el de la señora, malva, de seda. En una silla, un sombrero ancho con un diamante en el cordón o cintillo. La ventana da a un patio, y el patio comunica con el zaguán de la casa por un arco. Hay en la estancia leve olor de ámbar: en la mesa, junto a un libro, se ven unos guantes con ámbar adobados. Si subiéramos al desván, podríamos otear, por encima de los tejados, el panorama de los alrededores de la ciudad: árboles, un río, el Pisuerga, que corre entre la verdura, huertos frutales, cuadros de flores; en el horizonte, una línea baja de montañas. Silencio profundo; en el silencio, dos sensaciones capitales: el perfume de ámbar y el brillo del diamante en lo negro del sombrero. Se oyen las campanadas de una hora. A las dos sensaciones consignadas, tal vez se pudiera añadir otra: la atención con que el caballero lee el libro y la nervosidad con que la dama revuelve papeles en un escritorio.

-Bonita fiesta la de anoche. ¿Verdad? -dice la señora.

-Sí, bonita -contesta el caballero sin levantar la vista del libro.

-¿Hablaste con el rey?

-Unos momentos.

-¿Cómo lo encontraste?

-Cansado.

-¿Cansado o triste?

-Cansado; hablé con él de madrugada.

Creí verle toda la noche triste.

-No; cansado; cansado de todo el día y toda la noche.

El caballero pasa una página del libro; llega el campaneo lejano de una iglesia; un rayo de sol que entra por la ventana; está ya, al cabo de media hora, un poco más separado de donde estaba antes. Las carnes rosadas de un cuadro de Caravaggio que pende en la pared, frontero a la mesa, han comenzado, con el declinar de la tarde, a ser menos vivas.

-Lees con mucha atención -dice con cierto retintín la señora.

-Sí, con mucha atención -contesta al cabo de un instante de estudiado silencio el caballero.

-¿Te interesa ese libro?

-Sí, me interesa mucho.

-¿De qué se trata?

-Es un libro nuevo que me ha traído de Madrid un amigo.

-¿De pastorcitos y zagalas?

-No; se trata de un caballero que deja su casa y va en busca de aventuras.

-¿Cómo nuestro Carlos?

El caballero no contesta; se hace una larga pausa: la dama, de entre el revoltijo de papeles ha sacado una miniatura, el retrato de un mozo, y la contempla. El campaneo lejano, acaso de un convento, ha terminado. En la estancia, al cabo de otro largo rato, la luz ha decrecido: tal vez con esta luz, un poco vaga, parece más bello el cuadro que cuelga del muro.

-¿Cómo nuestro Carlos? -repite la señora.

-No; Carlos ha ido a la guerra.

-¿Sufrirá mucho allí?

-Menos de lo que nosotros imaginamos; la vida al aire libre y el continuo ejercicio acrecen la resistencia.

-¿Terminará pronto la guerra?

-Cuando Dios lo disponga.

-¿Qué haces esta tarde?

-Voy con unos amigos. ¿Y tú?

-Espero a unas amigas.

El rayo de sol, que ha seguido desplazándose, rayo de sol ya un tanto pálido, el postrer rayo de sol de la tarde, ha ido a posarse en el negro sombrero y refulge el diamante del cintillo; con la proximidad de la noche, el perfume de ámbar parece más penetrante. Todo calla; llega de la calle, por el arco que comunica con el zaguán, el tintineo de una campanilla y la voz de un muñidor; el muñidor de la Cofradía del Cristo de los Agonizantes que avisa la muerte, hace unos momentos, de un hermano.

El caballero y la dama se ponen en pie, y así permanecen breve rato silenciosos, fija la vista en el suelo, caídos los brazos y juntas las manos. Tiempo y eternidad; siglo XVII y todos los siglos; en Valladolid o en cualquier parte del cosmos. Diríase que, a causa de ese grito fúnebre, como figuras de retablo movidas, por invisibles hilos, la dama y el caballero han pasado en un instante de lo terrenal a lo extramundano.

Azorín

ABC, 1 de mayo de 1942




ArribaAbajoSu retrato

Quedamos algunos de los que hemos conocido a Miguel de Cervantes; finó Cervantes en 1903; no es yerro de imprenta. El conde de Romanones fue uno de sus dos discípulos predilectos; el otro lo fue don Trinitario Ruiz y Capdepón. Cervantes, cuando le conocimos los que le alcanzamos, era un anciano que caminaba despacio, ligeramente apoyado en su bastón, por el pasillo de la Cámara popular, sobre la muelle alfombra; se detenía de cuando en cuando en un grupo de parlamentarios o de periodistas; cambiaba con ellos unas palabras; sonreía afable a todos; entraba en el salón de Sesiones, dejaba el bastón en el banco azul y se sentaba con indolencia. Tenía una cabeza muy expresiva: la frente era ancha, noble; los ojos fulguraban, rasgados, con viva inteligencia; la nariz se perfilaba gruesa; había conservado en su vejez su cabellera, abundosa, naturalmente ondulada y sedeña; mostraba en todo su continente un aire de indulgencia -indulgencia para los errores humanos-, de cansancio, de espiritualidad. Al entrar en la Restauración, lo había sido ya todo en la política; podía, por lo tanto, hacer lo que es más difícil de hacer: esperar. Si alguna vez parecía impacientarse, se impacientaba simuladamente para satisfacer las impaciencias de sus parciales. El gran secreto de su gobernar, gobernar en España, era el de «dar tiempo al tiempo». Un semblancista, Miguel Moya, viendo el lado paradójico de la cuestión, ha escrito donosamente: «Sagasta, que es en la oposición un incansable e invencible combatiente, se retira a la vida privada en cuanto le nombran presidente del Consejo de ministros». Siglos atrás, un agudo psicólogo, Gracián, había dicho, entre sus aforismos, que «muchas cosas que eran algo, dejándolas, fueron nada»; había recomendado también que «no se haga negocio de lo que no es negocio». El tiempo resuelve por sí solo muchas cosas que parecen aterradoras; no hurgando en un asunto intrincado y pasional, él mismo se va desvaneciendo. Pero nuestro Cervantes, tachado de negligente, tenía una voluntad férrea; el conde de Romanones ha dicho que es achaque de observadores superficiales el creer que el carácter entero está en la inflexibilidad, y no en la hábil contemporización: «no parando mientes -escribe el conde, a propósito de Sagasta- en que se requiere mayor fuerza de voluntad para ser flexible y para acomodarse a las circunstancias, que para dejarse guiar por los imperativos de la propia convicción». Sagasta fue en su juventud un hombre muy templado, en la acepción familiar de «valiente con serenidad».

Se ha descubierto un nuevo retrato de Cervantes: cuando se contempla esta efigie se advierten reminiscencias sorprendentes de ella en el retrato de Sagasta; los dos tienen la misma frente despejada, los mismos ojos inteligentes, la misma boca expresiva, los mismos pómulos un tanto prominentes, la misma barbilla corta. Cuando existe semejanza facial entre dos personas, existe también similitud de gesto, de movimientos, de voz y en el andar. Cervantes había sido igualmente un hombre templado; como Sagasta, se jugó la vida en alguna ocasión: emanaba de su persona un efluvio misterioso que se imponía: acaso uno de los elementos constitutivos de ese efluvio era, como en Sagasta, la voz, una voz llena, sonora, pastosa, insinuante. Ni salió de pobre Cervantes, ni pasó nunca de un vivir modestísimo, con haberlo sido todo. Sagasta. Decía nuestro personaje: «Yo no seré rico jamás. He pensado siempre que para vivir, sólo necesitaba un par de huevos y un panecillo». El tiempo era el aliado de Sagasta: el tiempo es un factor primordial en la obra capital cervantina, como alguna vez hemos tratado de demostrar; si Lope es el espacio, Cervantes es el tiempo. Hay un cansancio de inefable dulzura en la segunda parte del Quijote, y ese mismo cansancio subyugador es el cansancio de Sagasta, cuando, habiéndolo ya sido todo, se presta al mayor de los sacrificios, al encargarse del Poder después del asesinato de Cánovas, tras el compás de un ministerio transitorio; se encarga del Poder en las circunstancias más pavorosas para un gobernante. En la casa de Sagasta entraba todo el mundo; reinaba en ella un rebullicio incesante. En la casa de Cervantes, sobre todo, en la época de Valladolid, debía reinar también una confusión algo parecida. Cervantes lo tomaba todo con calma, y Sagasta también. Para uno y otro, siendo lectores selectos, muy cultos, el mejor libro era la vida. De tarde en tarde, Cervantes gustaba de contar algún cuentecillo, en que resumía su experiencia: tal es, por ejemplo, el cuento del loco y el podenco. Sagasta resumía también su saber del vivir en cuentecillos análogos, como el del gorrión y su cría. El retrato de Cervantes, ahora descubierto, es un retrato vivo; los otros eran retratos muertos. «¡Ah, qué expresión tiene!», exclama Zuloaga.

Azorín

ABC, 18 de marzo de 1944




ArribaAbajoUn estreno

Moratín nos presenta en La comedia nueva o el café el caso de un estreno. Eleuterio está casado con Agustina; Mariquita es hermana de Agustina y prometida de Hermógenes. Eleuterio es pobre; tiene cuatro hijos chiquitos. Ha compuesto una comedia; tiene en preparación otras. La familia vive con ahogos. Esperan todos salir de apuros con la comedia; con lo que produzca esta obra -y con lo que vayan produciendo las otras- atenderán también a los gastos de boda de Mariquita y ayudarán a los casados en su vivir. Ya ahora, Eleuterio, generoso, desprendido, ha pagado con sus ahorritos las trampas de Hermógenes. El cual Hermógenes es un erudito ostentatorio; digamos, un pedante. El estreno va a efectuarse esta tarde. Moratín necesita presentarnos a toda la familia y sus allegados: Hermógenes y Serapio. Con la familia y sus allegados, tendremos que ver algún otro personaje: don Antonio, concurrente impertérrito a los estrenos; don Pedro, crítico irritable de las obras nuevas. Comienza para Moratín el gran problema. ¿Dónde y cómo presentar esos personajes? ¿En casa de Agustina? ¿En el saloncillo del teatro? ¿En el domicilio de un amigo? Todos estos sitios tienen sus inconvenientes. Pensado y repensado, se ve que la acción no podrá desenvolverse, tal como la concibe Moratín, en ninguno de estos lugares. ¿Cómo hacer, por ejemplo, que don Pedro, hosco, huraño, enemigo de las obras nuevas, que juzga deleznables, concurra a casa del pobre Eleuterio? Hay un sitio en que se pueden reunir a todos: el café. En un café puede todo el mundo entrar y salir. Estamos, pues, en el café, en 1792: don Antonio dialoga con el mozo que le sirve; el único mozo que vemos, al igual que esta gente de la comedia será la única parroquia, rala parroquia, del café. No olvidemos que es por el mediodía; en el entresuelo hay un restaurante. La familia de Eleuterio, con Hermógenes, con Serapio, está comiendo. Llevan ruidosa bulla. Celebran «gran comida»; se bebe en ella. Burdeos, pajarete, marrasquino. ¿De qué modo esta menesterosa familia puede darse este banquete? ¿Y no es extraño que se celebre el estreno antes de conocer su resultado?

El estreno es un fracaso: se deshacen todas las alusiones: las alusiones de Eleuterio, de Agustina, de Mariquita. En cuanto a Hermógenes, más vale no hablar: huye, abandona a Mariquita en cuanto ve que ya, con esta boda, no podrá pelechar. Esta comedia, que Moratín ha querido hacer irrisoria, no tiene un pelo de risible: no mueve a risa -antes bien a simpatía- la ingenuidad de Agustina, la buena fe de Eleuterio, el candor de Mariquita. Don Pedro, el áspero -generosísimo en el fondo- les da a todos un réspice: las prédicas de este personaje son, precisamente, lo único desagradable de la comedia. Y precisamente también para esas prédicas es para lo que ha escrito Moratín en la obra. Don Antonio, escéptico, camastrón, se contenta con sonreír. ¿Y qué daño hacen a nadie, ni Comella, satirizando en la obra, ni Monein, ni Gaspar Zamora, comediógrafos, todos mediocres, del siglo XVIII? En el siglo XVIII, el gran hecho, en Feijóo, es que Feijóo vuelve a poner a España en relaciones con Europa. En el siglo XVIII, estos autores mediocres, que llevan a la escena -tal comedia- casos y personajes raros de Europa, preparan el movimiento romántico europeísta. Los señores González Palencia y Hurtado, en su Historia de la literatura española, dicen, hablando de Comella, que «gustó mucho de asuntos exóticos sobre un fondo de historia fantástica». Si aplicamos estas palabras a las Orientales, de Víctor Hugo, ¿es que desvariaremos? Exotismo y fantasía encontramos en esos poemas. Lejanía, en el espacio o en el tiempo, hallamos en los románticos. Si es en el espacio, ¿qué más lejanía, lejanía oriental, que la de un Arolas? El mismo título de la obra estrenada, El gran cerco de Viena, ¿en qué desdice de Ángelo, tirano de Padua, de Víctor Hugo, o de La Creación y el Diluvio, de Zorrilla?

Azorín

ABC, 13 de septiembre de 1947




ArribaAbajoUna ilusión

¿Duerme o está despierto Don Quijote? ¿Se da cuenta o no se da cuenta de lo que pasa? Don Quijote, en su cama, está en una situación especial; la misma situación en que se encontrará el lector muchas veces. Ni está dormido ni está despierto; está en un estado dulce, voluptuoso, en que, sin perder el contacto con la realidad, no sabría dar cuenta de tal realidad. Existe y no existe para Don Quijote el mundo sensible. Y en este estado de pronto - o no repentinamente-, comienza a darse cuenta de algo que no es ordinario en la casa: no sabe él si lo que empieza a percibir lo percibe realmente o no. Pero como esta sensación extraña aumenta no tiene más remedio que confesar, sin confesar, siendo para sí explícito sin serlo, que algo excepcional sucede en la casa. Flotando como está entre el sueño y la vigilia, pasa de la certidumbre que ha tenido durante un segundo al olvido de tal noción, puesto que ha caído de nuevo en el sueño. Y al salir del sueño, para estar de nuevo en la vigilia, en una semivigilia, otra vez le sorprende la sensación anterior; si algo que él todavía no puede definir está sucediendo... ¿Qué será ese algo? ¿De qué modo concretar lo que es ahora inconcretable? De pronto, como en una revelación, advierte que la sensación extraña es olfativa: huele en la casa cuero y papel quemados. Puede ser que se trate de una alucinación suya: cosa rara, muy rara, es que, a las doce de la noche, sin que en la casa dé nadie la voz de alarma, se esparza este olor a cueros y papeles chamuscados. No puede ser; no puede creer Don Quijote que se esté ardiendo la casa ¿Y por qué se había de arder? ¿Y cómo si se ardiera no oiría él gritos? De nuevo se sume Don Quijote en el marasmo. Y de nuevo torna a salir de él; el olor que se percibe es más penetrante cada vez. Inconfundible es el olor a cuero quemado; inconfundible es el olor a papeles quemados. No cabe duda ya; no tiene Don Quijote que hacer sino levantarse. Pero no se levanta. Otra cosa le intriga también. ¿Y cuál es esa cosa?

Al mismo tiempo que huele los olores dichos, advierte como si rasparan una pared; no puede él decir si la sensación es la que acabamos de expresar; lo cierto es que el raspar continúa. Diríase que una llana va jaharrando una pared. Y es cosa rara ésta, tan rara como el olor a chamusquina. ¿Estarán tapiando algún hueco en la casa? ¿Y por qué estas operaciones a media noche? ¿Y por qué sin que él lo sepa, sin que se haya hablado de ello durante el día? En fin, Don Quijote no puede más: se levanta en silencio y con pasos atentados -aunque se trate de Don Quijote no pueden ser desatentados- se acerca a una ventanita que da al patio y la abre. ¿Y qué es lo que ve Don Quijote? Ve en el patio una hoguera. ¿Y con qué está formada esa hoguera? Con libros de su biblioteca. ¿Y para qué están quemando sus libros? El caballero, en un momento de meditación, de recapitulación, lo comprende todo, como en las comedias. Y volviéndose a su lecho, con los mismo pasos atentados que antes, murmura entre dientes: «¡Qué ilusión!» Y al estar acostado, escucha el ruidito como de raspar que había escuchado antes; sale entonces a un pasillo, siempre con cautela, y ve que en el cabo del corredor un albañil con una llana y otro con una cantidad de ladrillos están levantando un tabique; tabique que cierre la biblioteca. Don Quijote, sin sorpresa, torna a exclamar: «¡Qué ilusión!». Y luego, con toda tranquilidad, se acuesta. Y, cuando se levante y vaya a su biblioteca, fingirá que no encuentra la puerta. Y se persuadirá, para engañar a los engañadores, de que un encantador ha cometido tal desaguisado. Y exclamará por tercera vez y sonriendo irónicamente: «¡Qué ilusión!».

Azorín

ABC, 14 de junio de 1947




ArribaAbajoUna minuta de Cervantes

Cervantes ha redactado dos minutas: una en el patio de Monipodio; otra en el campo. No hablamos de las minutas del gobernador de la ínsula Barataria. Cinco alemanes y un morisco español, establecido en Alemania, entran en España y van pidiendo de pueblo en pueblo: son gente llana, alegre, simpática. Al llegar a cierto punto, se disponen a comer; hacen, como dice Cervantes, de la hierba mantel. Y van poniendo en dicho verde mantel lo siguiente: pan, rajas de queso, nueces, cuchillos, sal, huesos mondos de jamón, aceitunas secas y sin adobo alguno, caviar. En su edición de Argamasilla, Hartzenbusch extraña que, no teniendo nada que salar, se ponga en este ágape la sal. Y en su consecuencia, en vez de «cuchillos» pone el comentarista «cebolla». Antes de pasar adelante, habremos de decir que no comprendemos cómo se ponen en la mesa los cuchillos; entendámonos; hoy sí que lo comprenderíamos; pero entonces, tratándose de estos mendigos, suponemos que cada uno llevaría su cuchillo y que, al comenzar a comer, lo sacaría y lo utilizaría. La sustitución que Hartzenbusch hace de los cuchillos por las cebollas tampoco es clara. No es la cebolla, que se suele comer sin sal, lo que más reclama la sal. La reclamarían, por ejemplo, los huevos duros. Recuérdese el dicho que se profiere tratándose de anfibiologías: «Quien se come un huevo sin sal se comería a su padre y a su madre»; es decir, al gallo y a la gallina. ¿Y qué comentario nos merecerá la presencia de los huesos mondos, descarnados, de jamón? ¿Cómo unos hombres que lleva cada uno su bota bien henchida de vino puede agotarla, como estos personajes la agotan, con tal frugal comida, nada a propósito para la copiosa bebienda? Cervantes nos dice que si estos huesos descarnados no aprovechan para comer, al menos servirán para ser chupados. ¿Y qué guiso y provecho tendrán estos hombres con chupar estos mondos huesos?

La réplica que se da a Hartzenbusch no es concluyente: se le dice que la sal es necesaria en este banquete y que no es posible sustituirla. Esas aceitunas, arrugadas, secas y sin ningún adobo, suelen comerlas espolvoreadas con una pizca de sal cazadores y campesinos de Morón, Écija y Carmona. No lo dudamos. Pero, ¿por dónde entran en España los seis personajes? ¿Dónde y cómo han podido procurarse esas aceitunas? Sin duda, han entrado por la frontera aragonesa, a juzgar por el sitio en que se encuentran. ¿Y qué sucede con las aceitunas en Aragón? No lo sabemos. Conocemos regiones olivareras en Alicante y Murcia: en ninguna de éstas hemos sabido nunca de aceitunas que se comieran secas y sin adobo. Si alguien propusiera tal comidilla, indiscutiblemente le tendrían por un extravagante. Queda la cuestión de los cuchillos; cuestión ardua. Nos dice Cervantes que estos comensales comen «poquito de cada cosa y con la punta del cuchillo». ¿Qué forma tenían esos cuchillos? De todas las cosas que han sido puestas sobre la hierba, no vemos sino el queso que pueda ser tomado con la punta roma, como nuestros cuchillos de mesa, podrán tomar con él un poquitín de caviar. ¿Cómo tomar estas bolitas, del tamaño de granos de mostaza, con la punta aguda de un cuchillo? ¿Y cómo tomar también las nueces? En cuanto al pan, lo natural es que lo tomen, como nosotros lo tomamos, con la mano. Y quedan los famosos huesos mondos. ¿Qué haremos con ellos? Los seis comensales apuran sus botas: no dejan ni gota en ellas. ¿Han quedado satisfechos de su yantar? Seguramente que sí de su beber. Han comido parcamente y han trasegado mucho.

Azorín

ABC, 18 de abril de 1947




ArribaAbajoUna misión cervantina

Deseamos completar una idea esbozada en el artículo anterior. ¿Cómo dejábamos a Cervantes? Lo dejábamos -cual él se retrata- sentado ante su mesa de trabajo, meditativo, acaso un poco triste, con la mejilla apoyada en la mano. Y Cervantes -aquí de nuestra fantasía... verosímil- pensaba en las generaciones venideras. ¿De qué modo pensaba? ¿Tenía Cervantes plena conciencia de todo su valor? ¿Cómo creía que los siglos venideros acogerían, interpretarían, juzgarían su obra? Un artista como Cervantes siempre sabe lo que hace y el alcance de la obra que realiza. La ironía, una indulgente ironía, domina en el libro supremo del gran escritor. Ha vivido él mismo el dolor y es compasivo para los ajenos dolores. Ya al final de su vida, la inteligencia, en Cervantes, reviste la forma suprema de la humana inteligencia; se nos muestra con un desinterés heroico, desasido del mundo y de las cosas.

Con la mejilla apoyada en la mano, Cervantes piensa en nosotros... los hombres de ahora. El pobre y la necesidad le intriga. Ahora, nosotros, no podemos sufrir esta pobreza de Cervantes. El autor del Quijote sonríe. Quisiéramos separar nosotros esa estrechez angustiosa del gran humorista. Nuestras manos se tienden hacia él. Vamos a estrecharlo entre nuestros brazos; vamos a clamar ante el mundo la reparación de esta iniquidad. ¡Y es una sombra, un nombre, unas cuantas letras lo que nuestros brazos estrechan! Cervantes ha desaparecido. Ya no está ante su mesita de trabajo. Ya no sonríe con su sonrisa de bondad. Cuatro siglos han pasado; esa injusticia, que quisiéramos ver enmendada, que íbamos a corregir nosotros, ya no puede ser borrada de las tablas del tiempo. Es eterna; es inmutable. Generaciones presentes y venideras: millones y millones de lectores; sociedades y más sociedades que pasen en procesión interminable por el planeta: esa angustia de Cervantes ya no puede ser redimida: esa sonrisa de cansancio y de melancolía ya no podrá desaparecer de los labios del inmortal escritor. Mientras viva el hombre, mientras exista el mundo. Cervantes estará ante las blancas cuartillas, con la cabeza reclinada en la palma de la mano.

Hablábamos en el artículo anterior de una traducción del Quijote que, por primera vez, acaba de hacerse en Cristianía.

El éxito del libro ha sido inmenso: 8.500 ejemplares despachados -de dos grandes volúmenes- en una mesa. Es decir, que en los comienzos del siglo XX se nos ofrece el caso de toda una nación culta que entra por primera vez en contacto con la obra maravillosa. El hecho singularísimo se presta al estudio. Nos podría instruir ese caso respecto a la impresión que el Quijote produjo en España cuando su aparición. Se discute frecuentemente la manera cómo el Quijote fue acogido por el público. ¿Se le consideró como un libro de divertimiento y solaz? ¿Fue juzgado como la obra trascendente e idealista que ahora nos conmueve? El éxito del libro en Noruega pudiera ayudarnos para resolver esta cuestión -importantísima cuestión- de psicología estética y social. Sería interesante recoger, allá en el lejano país, las impresiones de la crítica, de los periódicos, del público superficial, de los hombres doctos.

¿No habrá en España ningún prócer amigo de las letras, apasionado de Cervantes, que mande a Cristianía un enviado con la misión de realizar tales estudios? Al Estado no hay que pedirle tales delicadezas y primores. Cataluña siempre se ha distinguido por su despierta curiosidad intelectual: ella nos reveló el Greco olvidado; por aquella puerta entró en España el romanticismo; allí han conocido, antes que en el resto de España, grandes autores europeos como Ibsen... ¿No sería curioso que esa misión intelectual saliera de Cataluña? Don Quijote, el sin par caballero, se inclinaría cortés y agradecido. Y Cataluña, al aportar al cervantismo una tan interesante y delicada contribución, correspondería al amor que por Cataluña sentía Don Quijote.

Azorín

ABC, 17 de marzo de 1919




ArribaAbajoValera y Cervantes

Valera siente predilección por Cervantes; ha dedicado a Cervantes cuatro o seis estudios. Su último trabajo fue un trabajo sobre Cervantes. ¿Cuál puede ser el motivo de esta atracción de Valera por Cervantes? El estudio más considerable de Valera sobre Cervantes es el de 1864. Podemos resumir las ideas cervantinas de Valera contrayéndonos a tal estudio. Se siente Valera atraído por Cervantes. ¿Y por qué -volvemos a preguntar- Valera, tan distante, al parecer, de este hombre lego y andariego, lo quiere tanto? Cervantes es un hombre de eufemismos, de reticencias, de omisiones. Y Valera usa tales recursos dialécticos; todo Valera, podríamos decir, está en las omisiones, en las reticencias y en los eufemismos. Supone todo esto, en Cervantes, una personalidad que se recata. Y sabemos de Valera que era una personalidad que se recataba. Ni Cervantes se da todo en sus libros, ni Valera se da tampoco. Se ha dicho que cuando Valera afirma o niega, hay que mirar mucho cómo lo afirma y cómo lo niega. ¿Y es que en Cervantes no encontramos, a veces, una actitud análoga? Se ha querido dar a ciertos textos cervantinos, en que se significaba tal actitud, un carácter político, doctrinario. Nos parece que no es necesario todo eso; basta con que pensemos en el ambiente en que se desenvuelve Cervantes y en la necesidad que tiene Cervantes de exteriorizar su pensamiento. ¿Y cómo lo va a exteriorizar Cervantes? ¿Y cómo lo va a exteriorizar Cervantes? ¿Y cómo lo va a exteriorizar don Juan Valera? Uno de los puntos capitales del ensayo, en 1864, de Valera sobre Cervantes es el examen del esoterismo, pretenso esoterismo del Quijote. No hay sentido oculto en el Quijote. No debemos ver tampoco en Cervantes un especialista en tales o cuales ciencias: geografía, medicina, jurisprudencia, náutica. No hay sentido oculto, ni existen especialidades. Pero ¿qué hacemos con esta actitud cervantina que entrevemos, que presentimos, que sospechamos?

Cervantes, pobre, protegido más o menos protegido, por personajes de cuenta, necesita usar de precauciones. ¿Y qué es lo que Valera, en una cierta sociedad española, en determinada época, hace para evitarse en su carrera complicaciones y descalabros? Su posición es idéntica a la de Cervantes; los recursos para salvarse, en tal posición, deben ser idénticos a los de Cervantes. En 1864 Valera nos dice que Cervantes no era un «liberal» tal como en esa fecha se entendía. Cervantes no podía por menos de elogiar la expulsión de los moriscos. No agrega Valera a este hecho nada por su cuenta. Pero en 1905, en el estudio que dedica a Cervantes. Valera nos dice algo que no es esta actitud reservada, impasible, de 1864. Habla Valera de otras expulsiones, no de los moriscos: pero la de los moriscos está implícita en lo que Valera nos dice, «Tan absurdo me parece -escribe Valera- considerar que fuera indispensable requisito, para que España fuese la primera nación del mundo, el expulsar, expilar y quemar unos cuantos millares de judíos y herejes, como el entender que convenía pasar por el trance de la Reforma con su recrudescencia de fanatismo, con sus guerras civiles e internacionales, con sus matanzas y suplicios...». ¿Qué ha ocurrido, en Valera, de una fecha a otra, de 1864 a 1905? ¿Qué ha cambiado en Valera? ¿Qué ha cambiado en la sociedad española?

Azorín

ABC, 24 de marzo de 1947




ArribaViaje a Sevilla

Viaje a Sevilla, a la manera del «viaje sentimental» de Lawrence Sterne a París. ¡Eso quisiéramos nosotros! Sevilla es lo ineluctable: no se puede luchar en Sevilla contra lo indefinido; lo indefinido nos envuelve y nos oprime en Sevilla. Lo indefinido es un anhelo hacia algo que no sabemos, y una añoranza de algo que no hemos visto. En Sevilla, una callejita formada, a un lado, por una larga tapia, de la que sobresale la verde copa de un árbol, y a otro, por una fila de casas humildes. Se abre una puerta y trasponemos los umbrales con pasos atentados: estamos en un patizuelo empedrado de menudos guijos blancos, y al fondo se ve una escalera. En lo alto de sus peldaños, otra puerta nos franquea un blanco ámbito. Todo está limpio y gozamos de un profundo silencio. Entra María Antonia, cuando estamos más abstraídos, y de una cestita de mimbres saca un pan, un pan de Alcalá de Guadaira, que coloca calladamente sobre un tablero de pino, en que nosotros habíamos puesto el reloj. El tiempo no lo necesitamos en Sevilla; como el reloj es uno de los toscos y antiguos de níquel, en este silencio en que estamos María Antonia y yo, resuena en la estancia su tic-tac, María Antonia está sentada frente a mí y tiene las manos, una sobre otra, puestas en las rodillas. Se llama María Antonia, como la sevillana María Antonia, reina consorte en Cerdeña, hija de Felipe V. Y como una de las mujeres de Fernando VII. Y también como la infeliz mujer de Luis XVI, María Antonia y no María Antonieta, decapitada en la plaza de la Concordia y enterrada no lejos, en el cementerio, en pleno París, lo hemos tenido constantemente ante la vista más de un año; vivíamos enfrente.

-¡Ah, María Antonia, María Antonia la sevillana! Has pasado ya de la juventud; tus modales son reposados y tus palabras, parcas y discretas. Tienes en orden y reluciente toda tu casa; mi pensamiento, en estas horas, va de la espiritualidad de París a lo indefinido de Sevilla: las dos sensaciones son supremas. Hay en ti, María Antonia, un cruce misterioso de diversas civilizaciones. Tu cara es morena, con un ligero color ambarino; son negros tus ojos, como tu pelo, y en el óvalo de tu faz resaltan la nariz un poco adunca y los labios carnosos. No sonrías: tu sosiego, ahora, con las manos colocadas una sobre otra, en este ámbito blanco y silencioso, es una lección insuperable. Lo indefinido de Sevilla me oprime en estos momentos más que nunca. No tengo ya noción del tiempo: el reloj, junto al pan que has puesto en el tablero de pino marca su hora y hace sonar su tic-tac; recuerdo yo, a su vista, preocupado como he estado siempre con el tiempo, todos los que a lo largo de los años han introducido mejoras en el mecanismo del reloj, desde el doctor Hocke hasta Barlowe, inventor de los relojes de repetición. ¿Y para qué he de necesitar yo el tiempo en Sevilla? En Sevilla las horas se evanescen volando. No vuelvas a sonreír, María Antonia. Estoy ahora en Sevilla y estoy en París con la nostalgia y el anhelo que en Sevilla me sobrecogen.

Cervantes y Valdés Leal condensan cada uno a su modo, el espíritu de Sevilla: el realismo de Valdés Leal es tan ineluctable como el idealismo de Cervantes. No estamos ya en el ámbito blanco en que reposa el pan a par del reloj, sino en un patio que Cervantes pone empeño en que nos dé la sensación de suma limpieza. Cervantes dice que parecía verter carmín de lo más fino su enladrillado. Las gentes que aquí se congregan, hombres y mujeres, han podido escapar a la ley penal: no pueden sustraerse al ambiente señorial de Sevilla. Tienen sus ordenanzas y las observan fielmente: son respetuosos con el jefe que los preside y cumplen estrictamente sus promesas. Si no se puede ir más allá de Valdés Leal, no se puede tampoco ir concretamente, definidamente, más allá de aquellos relatos de Cervantes, como este del patio, que quedan en suspenso. La sensación más honda que Cervantes da la ofrece en esas narraciones en que no acaba nada: esta del patio sevillano, la del licenciado Vidriera y la del cautivo, incluida en el Quijote. ¿Qué ha pasado después, transcurridos años y años? ¿Qué fin han tenido todos estos personajes? ¿Y por qué Cervantes deja en suspenso lo que todos deseamos saber? Lo indefinido sevillano nos aprisiona. Tomás Rueda, el licenciado Vidriera, se marchó de España; los dos mozuelos que hemos conocido en una venta y que hemos vuelto a ver en el patio sevillano, han desaparecido también. Termina la narración y no volvemos, naturalmente, a saber más de ellos.

Vueltos al ámbito encalado de blanco, en la casa de María Antonia, nos tornamos a sentar. No hemos hecho nada en Sevilla y lo hemos hecho todo; no hemos visto nada y todo lo hemos visto. Sevilla, con su anhelo hacia lo que no conocemos y su añoranza por lo que ignoramos, ha entrado en nosotros.

-¡Ah, María Antonia! Tu sosiego lo quisiéramos nosotros, febricitantes artistas, para nuestras creaciones. Y tus palabras discretas, sin prurito de ingenio, claras y sencillas, las ambicionamos para nuestra prosa. María Antonia, en estos momentos de profundo y grato silencio, el pensamiento va del realismo extremado de Valdés Leal a la idealidad de Cervantes, también absoluta. Hemos perdido en Sevilla la noción del tiempo, y en vano el reloj, el tosco reloj de níquel, que suena reciamente, produce para nosotros su incesable tic-tac.

Azorín

ABC, 12 de septiembre de 1943





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