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Hospital y torno de Trujillo

El hospital de Trujillo no es un establecimiento notable por su extensión, ni un edificio monumental que merezca ser observado por el arqueólogo y artista; no por grande y suntuoso, sino por pequeño y limpio, vamos a ocuparnos de él. Allí está en práctica la teoría de la descentralización en el ramo de Beneficencia, con su hospital y su torno en la cabeza de partido, tal y como lo proponíamos en las bases para la ley de Beneficencia. Vamos a transcribir el sencillo y verídico relato de nuestro corresponsal:

«El hospital continúa en muy buenas condiciones, aunque con escasos recursos, consistentes en la renta de láminas intransferibles, producto de sus bienes vendidos. Estos intereses no están puntualmente satisfechos, pero el Ayuntamiento anticipa cuando faltan medios; y así, auxiliado por las limosnas del vecindario, se sostiene, y en él encuentran los pobres enfermos un asilo pobre, pero acomodado, y donde hay mucha limpieza, buena asistencia, tanto facultativa como de enfermeros, alimentación suficiente, y caridad, que es lo que principalmente influye para que este pequeño establecimiento llene su objeto.

»Al frente está una mujer sumamente limpia, y la gran limpieza es lo que, a mi juicio, hace desaparecer la repugnancia que tienen los enfermos a ir a otros hospitales más grandes. Los empleados son pocos, y el reglamento se puede decir que es más bien prudencial que oficial, lo que en un círculo reducido ofrece cierta comodidad a los enfermos; por ejemplo: una persona que carece de recursos para cubrir los gastos de una larga enfermedad, y tiene una persona que la cuide, puede estar asistida por ella, siempre que observe las prescripciones del médico.

»Un vecino del pueblo, capitán retirado, hace de administrador, sin retribución alguna, y presta muchos y buenos servicios con el celo más desinteresado.

»Hay también una casa-cuna con torno, a donde vienen los expósitos del partido si en el pueblo donde se exponen no hay ama que se encargue desde luego de su lactancia. En la casa hay dos mujeres, una encargada del torno, y otra, ama que lacta al expósito hasta que hay nodriza que le saque. En la actualidad es raro que falte, porque se dan 40 reales mensuales a las de los pueblos, y 50 a las de ciudad, en vez de los 30 que antes se daban. Si no se presenta ama, y la del torno tiene más de dos niños, se conducen a la capital de provincia de donde depende este torno. La conducción la hace una mujer que esté criando, y va a caballo, acompañada de un hombre que se releva.

»Los que se crían en el partido permanecen con las nodrizas hasta la edad de seis años, que van a la casa-cuna de la capital de la provincia si no han sido prohijados, que muchos lo son.»

Hasta aquí nuestro corresponsal.

Digno es del mayor elogio el Ayuntamiento que hace pocos años planteó ese modesto hospital, y puede ofrecerse como modelo a todos los municipios de las cabezas de partido, donde con un pequeño esfuerzo podría hacerse lo mismo que se ha hecho en Trujillo. Reciba la expresión de nuestros sinceros elogios y de la gratitud que en nombre de los pobres le tributamos, como también a los Ayuntamientos posteriores que continúan prestando su protección al benéfico establecimiento y a su caritativo y desinteresado administrador. Se honra mucho un pueblo que puede decir con verdad: Cuido bien a mis enfermos pobres. Lo que es triste e injusto es que el pueblo que así lo hace contribuya para el sostenimiento del hospital provincial.

También es consolador el cuadro que ofrecen los expósitos en Trujillo, comparado con el que presentan los de otras provincias. ¡Qué diferencia entre el expósito que lleva en sus brazos una nodriza que va a caballo y acompañada, y los desdichados conducidos por un hombre, que los alimenta como quiere o como puede, dándoles vino muchas veces!

Según se infiere de la relación de nuestro corresponsal, sólo por excepción salen del partido. Son muchos los que se prohíjan, lo cual no sucedería si, careciendo de torno, fuesen a acumularse a la capital de provincia, donde, a consecuencia del mucho número de expósitos, faltan amas, y hay que tomar las que se presentan, aunque sean muy pobres y no ofrezcan todas las garantías de robustez y moralidad que fuera de desear: esto, además de influir malamente en la salud del expósito y hasta en su vida, hace más remota la probabilidad de que sea prohijado, que es lo que con gran empeño debe procurarse, por bien de él y de la sociedad. Una mujer desmoralizada, ni es probable que tome cariño al expósito que lacta, hasta el punto de prohijarle, ni se le debe dejar; y una familia muy miserable está imposibilitada de cargarse con un nuevo individuo.

Ya que puede citarse como ejemplo el modo que tiene Trujillo de tratar los expósitos de su partido, podría dar un paso más, y encarecidamente le rogamos que le dé. Podría formar una Junta de señoras para protegerlos, y procurar que ninguno fuese a lactarse a la capital de provincia. Esta Junta debería extender su protección al hospital, que si hoy está en buen estado, puede decaer por mil circunstancias; pueden faltar las personas que hoy le prestan su auxilio eficaz, y a los males que existen siempre han de llevarse remedios por colectividades, que no mueren nunca. Donde los hombres constituidos en autoridad han hecho tanto por los enfermos y los expósitos, necesariamente ha de haber mujeres caritativas y generosas que hallen consuelo en consolar. A ellas nos dirigimos en nombre de los pobres niños que no tienen madre: ojalá, que en su nombre también podamos bendecirlas antes de mucho tiempo.




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Carta a un suscriptor

Patronato de los diez


Señor de todo nuestro aprecio: Hemos recibido con mucho gusto su carta de 28 de Junio, siendo para nosotros una verdadera satisfacción que haya quien procure extender el Patronato de los diez, como usted intenta hacerlo en esa ciudad. Sus atinadas observaciones y sus dudas prueban que ha pensado mucho en todo lo que al alivio de los desvalidos se refiere; diremos lo que aquí se va haciendo, y lo que nos parece, sin tener de ningún modo la pretensión de dar reglas, sino de manifestar lo que pensamos, a fin de estimular a otros a pensar, y porque las ideas comunicadas son como la luz que se refleja: se aumentan, completan y multiplican. Uno de los grandes males de nuestra patria es que muchos impulsos nobles y generosos mueren esterilizados en el aislamiento. Por creerlo así, publicamos esta contestación, satisfaciendo a las preguntas que usted nos hace, en el mismo orden que tienen en su carta.

1.ª ¿Cuánto necesita la familia patrocinada, suponiéndola de cuatro individuos, para que no les falte sustento sano, aunque pobre? Aquí se ha calculado que por lo menos ha de recibir cuatro reales diarios.

Aquí nos hemos fijado mentalmente en la misma suma, y es el mínimum de lo que se ha dado en las tres decenas instaladas ya, pero de ningún modo debe establecerse como condición precisa. Creemos que la cuestión debe plantearse de este modo: ¿Cómo estará mejor una familia miserable, desvalida completamente, o patrocinada por diez personas? La respuesta no puede ser dudosa. Si no se le pueden dar cuatro reales diarios, se le dan tres, dos, o uno: siempre es un gran bien para quien nada tenía. Debe, pues, instalarse la decena siempre que haya diez personas que quieran dar algo, por poco que sea, a la familia patrocinada; y de seguro, al cabo del mes y del año se sacará más de lo que se había pensado. Cuando acogemos bajo nuestro amparo una familia pobre, y sabemos sus necesidades, se apura un poco menos el vestido y el calzado, y se sacan de los rincones cosas que le son muy útiles, y que de poco o nada nos servían. Cuando hay un enfermo, la compasión crece con la necesidad, y se hace un esfuerzo. Dada la general pobreza, creemos que el patronato debe tener aspiraciones modestas, y formularlas así: Que sus patrocinados sanos no vean nunca ponerse el sol sin haberse desayunado, y enfermos, no vayan al hospital, excepto en casos excepcionales, en que por las condiciones de la casa o de la familia halle el enfermo ventaja en ir al hospital. Éste es el mínimum; aunque no se salga de él, se hará un bien inmenso.

Pero se tendría una idea mezquina y equivocada del patronato, si se limitara al socorro material. Es necesario velar por la educación de los niños, cuando los hay, procurar trabajo, dar buen consejo y dirección, corregir y consolar, y procurar, en fin, limosna al alma, que suele estar de ella tan necesitada como el cuerpo. Para esto es necesario elegir que el visitador o visitadora sea a propósito; y nos atrevemos a asegurar que la decena que tenga un buen visitador, tendrá vida y hará mucho bien.

2.ª ¿Se han de dar los restos de la comida? No en todas las casas los hay; y además, ¿ha de ir el patrocinado a casa del patrocinante? Esto humilla un poco al primero. ¿Ha de ir el patrocinante a llevarlos? Esto tiene inconvenientes, y también los tiene recurrir a una tercera persona, etc.

No puede establecerse una regla fija; debe obrarse según los casos, sin apartarse nunca de las reglas de la prudencia, ni alterar el buen orden de la casa propia por atender a la ajena, y teniendo en cuenta aquello de que la obligación es antes que la devoción. Hay que obrar también de muy distinto modo, según que los pobres son muy buenos, buenos solamente, medianos o malos: de sus cualidades depende en gran parte el modo con que se los ha de tratar. Una regla invariable, sería el absurdo y la injusticia.

Convendría fijarse en dos cosas: la primera, que hay pocas casas en que no se desperdicie alguna comida y mendrugos de pan; la segunda, que la limosna bien dada no humilla. Esta cuestión merece ser tratada especialmente, y no por incidencia: volveremos a ella.

Desea usted saber los ingresos y gastos de las decenas instaladas, y voy a satisfacerle, pero antes le diré que se han reunido una vez al mes. Se ha tratado de las necesidades de la familia patrocinada y de los medios de mejorar su situación. Se han nombrado visitadores; en la primera y segunda son señoras. En la segunda, además de visitadora se ha nombrado depositaria, con el objeto que sirva de asesora cuando tenga dudas la encargada especialmente de visitar, acerca de la forma y cantidad del socorro. En la primera y tercera decenas, el visitador y visitadora tienen los fondos, ateniéndose para su distribución a las instrucciones que reciben de los asociados. Todos tienen el nombre y señas de la familia socorrida, que pueden visitar o no, a su voluntad; el visitador es el único que se obliga a hacer una visita cada semana. Los socios que visitan (salvo en algún caso excepcional) no dan dinero ni provisiones, solamente ropas si ven que hacen falta. Esto con el objeto de que haya orden en la distribución y que una semana no haya demasiado y otra falte.

La limosna se recoge haciendo circular una bolsa, donde se mete la mano cerrada, de modo que ninguno sepa lo que echa el otro.

La primera decena se ha reunido dos veces, y recaudado 346 reales. En ella está el benéfico incógnito Sr. X. Z., que ha mandado el primer mes 60 reales, y 40 el segundo.

La segunda decena ha tenido también dos reuniones, y recaudado 246 reales.

La tercera decena se ha reunido una sola vez, recaudado 202 reales.

Aunque se ha dicho que debe procurarse economizar algo para el invierno, la primera y la segunda decena no podrán hacerlo, porque tienen sus pobres enfermos.

Además, los patrocinados han recibido ropa y calzado. Unos pañuelitos viejos que para nada servían, han sido un regalo precioso para el anciano, que se limpiaba los ojos malos con un pedazo de tela de jergón; etc., etc.

La limosna se ha repartido en bonos y algún dinero, cuando (como sucede a veces) puede darse sin inconveniente. Los bonos son tarjetas de una tienda de comestibles, que dicen Vale por (lo que sea) en géneros. Se procura que el dueño de la tienda sea persona de confianza, y se le encarga que no dé golosinas cuando hay temor de que los pobres las pidan. Lo que se ha hecho ante todo con las familias patrocinadas es pagarles el alquiler de la casa, que en Madrid apura tanto a los pobres.

En cada decena, La Voz de la Caridad figura como un socio; es decir, que de los fondos sobrantes (que hay algunos) del periódico, se da la limosna correspondiente, más o menos, según la necesidad. Si usted puede reunir nueve, cuente usted con el periódico como el décimo, y reuniremos inmediatamente la limosna: lo mismo pensamos hacer con todas las decenas que se formen, hasta donde alcancen los fondos. Donde haya Patronato y suscriptores, quedará en el mismo pueblo una parte del producto de la suscripción, o todo si no es mucho.

Creemos haber contestado a todo lo que en su carta exigía contestación; si así no fuese, prontos estamos a satisfacer a cualquiera otra duda, no sólo con el mayor gusto, sino agradeciéndole que nos ponga en el caso de dar explicaciones, por si Dios quiere que no sean inútiles.

Antes de concluir, creemos deber manifestarle nuestra opinión sobre dos puntos importantes.

1.º Que el Patronato de los diez debe procurar que sus patrocinados trabajen, diciéndoles: Ayúdate y te ayudaré.

2.º Que debe retirarse el socorro a la familia que mendigue, advirtiéndolo antes.

Se ofrece de usted con toda consideración atenta servidora Q. S. M. B.




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La caridad en la guerra

La guerra ha estallado antes que la caridad española se hubiese organizado para acudir a ella. Si fuera en el propio suelo, habría improvisado socorros; mas para llevarlos a tierra extraña y apartada, se necesita una organización perfecta, cuantiosos recursos, y todo, en fin, lo que da el tiempo, que no se suple con nada. Dicen que nuestro auxilio no será necesario; que en Francia, nuestros hermanos de la Obra del Socorro despliegan una prodigiosa actividad, y no menor los de Alemania, donde la Asociación cuenta con 24.000 señoras asociadas. ¡Quiera Dios que basten, y que ningún herido muera ni sufra por falta de auxilio!

Nos duele en el alma no poder enviar más que estériles votos a esos campos que tal vez, antes que se impriman estas líneas, recorrerá el dolor y la muerte haciendo estragos nunca vistos; nos duele no hacer nada; pero es imposible, porque además de su falta de organización, la sección de señoras de Madrid puede decirse con verdad que no está en Madrid; el calor la había dispersado cuando se declaró la guerra18.

¿Por qué hablamos, pues? ¿El silencio no está bien a la impotencia? ¡El silencio! Y ¿es posible callar? ¿Por ventura la pena no arranca gritos del alma, y no tenemos, como Herrera,


Voz de dolor y canto de gemido,
y espirita de miedo envuelto en ira?



¿No creemos sentir como el choque de dos planetas, que al girar se hubieran apartado de la órbita que Dios les trazó? Antes de dormir, y así que despertamos, y a todas horas, ¿no está nuestro corazón oprimido, esperando que el telégrafo diga: Veinte mil madres lloran a sus hijos; veinte mil hijos han quedado sin padre?

¿Por ventura no escuchamos los ayes de sesenta mil heridos y moribundos, y vemos el suelo cubierto de cadáveres, y el agua de los ríos enturbiada por la sangre? Y cuando esto vemos y sentimos, ¿cómo no unirnos a todos los que ven y sienten lo mismo? ¿Cómo no comunicar nuestra aflicción a los que como nosotros se afligen y miran como compatriotas a todos los desdichados? ¿Cómo no decir a los del lado de acá del Rhin y a los de la orilla opuesta, a todos los que caigan en los dos campos: -Si España no ha podido acudir a restañar vuestra sangre, siente vuestra desventura y llora vuestros dolores?






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Precocidad para el bien19


Anales de la virtud

   Gloria del suelo andaluz,
Dulce, inspirado Murillo,
¡Qué cuadro hacerse podría
Con tu pincel peregrino!
Es el mar allá a lo lejos,
Más cerca un valle y un río,
En cuya florida margen
Están jugando dos niños.
El uno, el más pequeñuelo,
En la orilla entretenido,
Forma redes con sus manos
Para coger pececillos;
Se le escapan, y se enoja,
Y se retira aburrido,
Pero los mira de nuevo
Y le parecen tan lindos,
Que la malograda pesca
Vuelve a empezar con ahínco.
Ya se retrae medroso,
Ya se adelanta atrevido,
Luchando el temor prudente
Y el poderoso atractivo.
Mírase de arriba abajo,
Y queda un tanto mohíno
Al ver que destilan agua
Su calzado y su vestido.
Las grandes resoluciones
Son para grandes conflictos;
Se remanga y se descalza
Con presteza y regocijo,
Y la interrumpida hazaña
Emprende con mayor brío.
Tiene el mayor larga honda
En incesante ejercicio,
Y de las piedras que arroja
Hace escuchar los silbidos.
Se ha propuesto un gran problema:
Llegar hasta el Crucifijo
Que recuerda una desgracia,
Al otro lado del río.
La empresa es dificultosa,
Pero el muchacho es fornido,
Y a juzgar por las señales,
En el arte muy perito.
Va caminando despacio,
Grave, absorto y abstraído;
Trata de hallar un guijarro
Bien proporcionado y liso;
Bájase para cogerle...
Oye como un alarido.
Es su pobre compañero,
Que, en las aguas sumergido,
La poderosa corriente
Le arrebata, y pide auxilio.
Deja su juego infantil,
Despójase del vestido,
A la corriente se lanza,
Coge a su infeliz amigo;
Pero no iguala la fuerza
De su corazón al brío,
Y entrambos desaparecen...
En aquel instante mismo,
Una madre desolada,
Todo un mundo de martirios,
De tortura y de congoja,
Revela exclamando: «¡Hijo!»
Y amparo y socorro clama,
Y dice entre hondos gemidos:
«Abandona al desdichado...
Que muera si es su destino...
¿No ves que me quedo sola?...
¿No ves que sin ti no vivo?...»
Nada escucha el esforzado,
Que en medio del torbellino
Se sumerge, sobrenada,
Vuelve a hundirse en el abismo,
Siempre con brazo de hierro
A su compañero asido.
Más que humana criatura
Parece un ángel bendito
Que Dios desde el cielo envía
Para salvar aquel niño.
Lo salvó. Loca su madre,
Tiende los brazos, da un grito,
Y después sobre la arena
Se desploma sin sentido.
Carles, infúndele aliento:
¡Dila que ya está contigo;
Dile que ya nada tema;
Dile que ya no hay peligro;
Dile que vuelva a la vida;
Dile que ya tiene hijo!
Y tú, a quien Dios favorezca,
Valeroso, amado niño,
Sublime ejemplo en la edad
Que ha menester recibirlos,
¡Oh! que hermoso brille siempre
Tu nombre puro y querido;
Haz bien a todos los tristes
Que hallares en tu camino;
Sé bueno toda la vida;
Y ten presente, hijo mío,
Que es la virtud más difícil,
Mucho más, que el heroísmo.

1.º de Agosto de 1870.




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Asilo de Nuestra Señora de la Asunción en Madrid

La caridad en España


Con frecuencia, con demasiada frecuencia leemos u oímos decir que un carpintero o un albañil se han caído de un andamio, quedando muertos en el acto o falleciendo poco después; que otro ha sucumbido bajo los escombros de la pared que demolía. Según el estado de nuestro espíritu y los sentimientos de nuestro corazón, sentimos más o menos aquella desgracia, que priva de la vida a un hombre que la amaba, lleno de fuerza, que la empleaba útilmente, y reflexionamos o no sobre la suerte que cabrá a los ancianos padres o a los hijos pequeñuelos de quien era único sostén, aquel pobre mártir del trabajo. Si nuestra compasión se excita, decimos: ¡Pobre infeliz! ¡Desgraciada familia! Si tenemos el hábito de reflexionar sobre si entre los componentes de la desgracia está la injusticia, examinamos si habrá aquí alguna, y de todos modos, minutos antes, horas después, nos olvidamos del muerto, que habiéndose averiguado (esto siempre se averigua) que murió por culpa suya, va a la fosa común, y de los herederos de su desgracia, que no sabemos dónde irán. Esto es lo que hacemos por regla general, muy general desgraciadamente; tiene, no obstante, algunas honrosísimas excepciones.

En el año de 1857, algunas personas (propietarios de casas en su mayor parte, si no estamos mal informados) no se limitaron a una compasión estéril y pasajera, y quisieron fundar un asilo para los hijos desvalidos de albañiles y demás artesanos que se ocupan en la construcción de casas. No contaban con más auxilio que el de la caridad; pero era en ellos tanta, que venció todos los obstáculos, y fundaron el Asilo de Nuestra Señora de la Asunción. Se admiten en él los niños mayores de seis años y que no pasen de catorce: el domingo inmediato al día de su admisión se imponen a su favor en la Caja de Ahorros 20 reales, y en la misma se consigna a su nombre el fruto de su trabajo que pase de dos reales diarios: hasta esta cantidad queda a beneficio del establecimiento.

Reciben cama, ropa, alimento, educación religiosa, instrucción elemental, y aprenden un oficio, a cuyo efecto se los coloca en talleres particulares, a fin de que puedan aprender aquel para que tengan más disposición.

Con la imposición primera hecha en la Caja de Ahorros, y las sucesivas si el producto de su trabajo excede de dos reales diarios, o si se hacen acreedores a recompensas especiales por sus buenos servicios, los acogidos van formando un fondito que, aunque salgan, no se les entregará hasta su mayor edad, o hasta que tomen estado, y en cuyos réditos encuentran un recurso cuando se hallan en algún grande apuro por enfermedad o falta de trabajo.

De la buena alimentación, aseo y conformidad con los preceptos higiénicos, es buena prueba la poca mortandad que hay en los acogidos: la comparación con otros establecimientos y entre niños de la misma edad, le sería muy favorable.

Por los exámenes, que a veces se han hecho con gran solemnidad, se ha visto que se cuida con esmero de la instrucción religiosa y elemental.

La protección, dirección y sostenimiento de este Asilo está a cargo de una asociación de propietarios, arquitectos y maestros aparejadores u otras personas que vivan del producto de las fincas urbanas y quieran contribuir mensualmente con la cantidad de cuatro reales en adelante.

Los recursos del establecimiento consisten:

En la suscripción mensual.

En el producto del trabajo de los acogidos hasta la cantidad de dos reales diarios.

En las limosnas con que por una sola vez se quiera auxiliar al establecimiento.

En lo que se recauda en los cepillos llevados los sábados al pie de las obras.

En el producto de las colectas voluntarias hechas entre los individuos de la Junta directiva, que se reúnen todos los domingos.

En la subvención de 20.000 reales anuales pagados por el Estado.

Este último recurso está lejos de ser seguro, habiendo empezado a retrasarse los pagos hace tiempo.

El producto del trabajo de los acogidos no puede ser de mucha importancia, porque la mayor parte son niños de muy corta edad, y además se atiende antes a su educación que a utilizar su trabajo.

La cuestación al pie de las obras tampoco da el resultado que debía esperarse: los jornaleros no han llegado a comprender la importancia de un establecimiento que puede servir de amparo a sus hijos, y además están muy pobres, porque no trabajan siempre.

A pesar de todas estas desfavorables circunstancias, en los doce años que cuenta el Asilo ha recaudado por todos conceptos más de un millón de reales: no sabemos la cantidad fija, porque nos falta la Memoria del año 1861; pero pasa bastante de un millón de reales lo recaudado, como queda dicho.

Los acogidos, que al principio no pasaron de 24, son ahora 50; además de los contratiempos generales, ha tenido el Asilo los especiales de un fuego y de una mudanza, perjuicio grandísimo en una fundación naciente y en un pueblo como Madrid, donde con tanta dificultad se hallan edificios propios para asilos benéficos, y tan caros cuestan los alquileres.

Desde el año de 1868 se ha abierto otra casa para niñas: empezó admitiendo 6, y hoy cuenta 18. Está a cargo de una Junta directiva de señoras, e inmediatamente al cuidado de una directora. Habla mucho en favor del establecimiento la circunstancia siguiente: a pesar de ser tan corto el número de acogidas, de su poca edad, de ser general la falta de trabajo, el de las niñas ha producido en el último año 5.079 reales, próximamente la mitad de lo que necesitan para su manutención; sin que por esto se haya descuidado su instrucción religiosa y elemental. Dignos son del mayor elogio el celo e inteligencia de las señoras de la Junta directiva, del director espiritual, que gratuitamente desempeña su cargo, y de la directora. Lo recaudado por todos conceptos en los tres años asciende a 52.000 reales próximamente.

Tanto la casa de niños como la de niñas tienen gastos superiores a sus ingresos, y eso que ha sido gratuita la asistencia médica, la dirección espiritual y parte de la enseñanza, porque algunos señores arquitectos, con una caridad digna del mayor elogio, se han convertido en maestros de dibujo. Ha habido cuantiosas limosnas, y el celo de la Junta directiva y de su incansable Presidente no puede encarecerse bastante: de ejemplo y de consuelo sirve la perseverancia con que lucha con grandes dificultades, y la generosidad con que ayuda a vencerlas. ¿Por qué, pues, el presupuesto está en déficit? Porque la suscripción, que debía ser el recurso principal y fijo, no es lo que ser debiera, creemos que menos por falta de caridad que por falta de reflexión.

Prescindiremos de si la ley debería intervenir aquí, sólo apelaremos a la conciencia, a la ley moral. Al construir una casa o al demolerla, además de la inteligencia, del capital y del trabajo, entra otro elemento: el riesgo a que se exponen los operarios, riesgo que no se paga porque hay muchos que se ven en la necesidad de correrle. El dueño de la casa no podría vivir de sus rentas, ni de sus honorarios el arquitecto, ni el aparejador de sus ganancias, si el operario no hiciera un trabajo en que, más próximo o más lejano, hay peligro de la vida. ¿Cuánto vale la de un hombre? Escribid la tasación con las lágrimas de los que le lloran; basad vuestros cálculos sobre los dolores y miserias de los que deja en el desamparo, y en Dios y en vuestra conciencia veréis, propietarios, que después de haber pagado todas las cuentas de la edificación, hay una partida no satisfecha: el riesgo que de balde corre el operario. Arquitectos, maestros de obras, etc., al percibir vuestros honorarios cobráis también una parte de ese elemento indispensable, y que no se paga. ¿A cuánto asciende? ¿Quién puede saberlo? Calculadlo con el corazón, y siempre que recibáis una cantidad, separad una parte, aunque sea pequeñísima, y decid todos al ponerla a un lado: Lo que nuestra buena conciencia da a la mala fortuna de los que por unos cuantos reales ponen en peligro su vida.

Pero ¿son solos los propietarios de casas, los arquitectos, aparejadores, etc., los que se aprovechan de ese riesgo que no corren? A todos los que hallamos albergue y más o menos comodidades en una habitación, ¿no nos corresponde una parte de esta deuda que nadie paga? Sin el peligro que corrió el pobre albañil y el pobre carpintero, ¿nos veríamos a cubierto de la intemperie, y tendríamos las ventajas de una suntuosa o cómoda vivienda? ¿No es nuestra también una parte de esta obligación, que en nuestro egoísmo queríamos cargar toda sobre otros? Si al instalarnos en una casa, al ver con gusto que satisface nuestras necesidades o nuestros caprichos, pensáramos: para hacerla, muchos hombres han arriesgado su vida, alguno tal vez la perdió, natural parece que después de esta reflexión mandáramos una limosna a ese Asilo donde se acogen los huérfanos de los que exponiendo su existencia nos preparan albergue. Entre los gastos de mudanza, ¿qué significarían unos pocos reales más enviados de limosna al Asilo de la Asunción? Con esto, y que la suscripción se extendiese entre los propietarios, arquitectos y maestros de obras, el benéfico establecimiento, no sólo podría vivir con desahogo, sino crecer y ensancharse.

El Asilo de varones se halla establecido en la calle de Valencia, núm. 2; el de niñas, en la del Tutor, núm. 17. Ambos se hallan abiertos todos los días y a todas horas para las personas caritativas que deseen visitarlos y auxiliarlos con sus limosnas, sus consejos, o la indicación de alguna falta que la Junta no haya advertido y deba corregirse.

La situación económica de estos asilos no es buena, pero el desaliento no ha entrado en sus protectores, y en prueba de ello terminaremos este artículo con las hermosas palabras con que concluye su Memoria el caritativo y generoso Presidente de la Junta directiva.

«Bendigamos, pues, los secretos designios por donde Dios ha de conducir a punto de completa seguridad nuestro buen deseo, salvando la institución de todos los peligros, y afirmando la fe, que no ha faltado un solo instante al que con ella empezó esta obra, con ella termina estas desaliñadas líneas, y con ella presume que han de continuar los que nos sucedan en los cargos que hasta ahora hemos desempeñado.»




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Los manicomios son para los dementes pobres

Por el Ministerio de la Gobernación se ha expedido una circular disponiendo que ínterin se piden a las Cortes los fondos necesarios para ensanchar el departamento de locos de Leganés, y se estudian los medios de allegar recursos sin gravamen del Estado para construir el proyectado manicomio modelo, las Diputaciones establezcan en los hospitales, si no contaren con locales a propósito, un departamento para dementes de ambos sexos, o bien que satisfagan los gastos de traslación de las provincias donde se encuentren sus naturales respectivos, a los manicomios de Valladolid, Zaragoza, Valencia y Toledo, así como las estancias que en ellos devenguen, siempre que resulten ser pobres de solemnidad.

Aunque instantáneamente apareciese hecho y habilitado el manicomio modelo de que se habla en la circular, como en él no habían de caber todos los dementes de España, y como tampoco los podría recibir todos la casa de Leganés aunque se ensanche, lo que se disponga con carácter de generalidad no debe partir de circunstancias locales.

Tampoco debe ser condicional el que las Diputaciones establezcan en cada capital de provincia un departamento para dementes, pues aunque paguen los gastos de traslación a los manicomios de Valladolid, Zaragoza, Valencia y Toledo, como dice la circular, media algún tiempo entre la declaración de que una persona está demente y la posibilidad de conducirla a un manicomio, a 60 u 80 leguas de distancia. Es, pues, indispensable un lugar de depósito para los dementes, para evitar los conflictos y las desgracias que de no haberle resultan. ¿Qué se hace con un loco pobre? Se le lleva a la cárcel o a una casa de beneficencia. Como lo primero repugna mucho, sobre todo cuando la cárcel es como suelen ser en España, a veces van los dementes a las casas de beneficencia, y ya hemos visto en un hospicio a un pobre niño asesinado por un loco que estaba allí porque no se sabía dónde llevarle. Si se opta por conducirlos a la cárcel, su suerte es horrible, encerrados en un calabozo, a veces en la mayor desnudez, porque la Administración no sabe determinar a quién incumbe el vestirle, y siempre en una soledad ociosa, bastante para hacer perder el juicio al que le tenga muy cabal.

Cuando de la cárcel se saca al demente para conducirle al manicomio, ¿cómo se le lleva? Por la Guardia civil y como a un criminal, sin atender a que no sólo es inocente, sino que está enfermo: que no se escape y no haga daño, es el objeto que se propone la fuerza armada que le custodia, y no puede proponerse otro; el mismo tiene el alcaide de la cárcel, donde espera dos o tres días a que vuelva otra pareja a llevarle a otro encierro. Así va de justicia en justicia, como suele decirse, de crueldad en crueldad, como se diría con más exactitud. Y no es que creamos que son crueles los individuos de la Guardia civil; al contrario, suelen tener muchísima humanidad: pero no pueden convertirse a la vez en médicos y Hermanas de la Caridad, ni transformar el camino que tienen que andar con sol y agua y nieve en un tiempo dado, y la mala cárcel de un pueblo subalterno, en lugar apropiado para un enfermo. ¡Y qué enfermo! El triste ha perdido tal vez hasta el instinto de conservación; no se preserva de lo que más lo daña; busca lo que le puede perjudicar; no quiere alimentarse, etc. ¿Cómo llegan los desventurados dementes después de este horrible Calvario cuando es largo? Que se pregunte en el manicomio de Valladolid cómo suelen llegar los de Galicia, y responderá que con frecuencia en el estado más deplorable, y a veces moribundos; y esto responderán también los números, porque en los libros deben constar algunos casos de locos que han fallecido apenas llegados a la casa. ¿Con qué derecho les han impedido que se tiren por una ventana o al mar, los que les tienen preparado semejante abismo de dolores? La Administración es culpable, muy culpable, y culpa tenemos todos, que con nuestra indiferencia cruel sancionamos la suya.

¿Y qué condiciones han de tener esos departamentos para dementes que se han de establecer en las provincias? Nada se dice, cuando era tan necesario fijarlas bien. Madrid, la capital de la Monarquía, que debiera servir de modelo, ¿en qué estado tiene el departamento de locos en el hospital general? Sobre él guardamos silencio cuando hablamos de los otros, porque queríamos decir algo más que lo que habíamos visto. Los datos que esperábamos, o no nos han venido, o no tenemos quien responda de su exactitud, aunque estemos de ella convencidos, hallándonos en el caso triste y frecuente de callar la verdad porque no podemos probarla. Pero aunque no digamos sino lo que hemos visto y puede ver cualquiera, es bastante para que dé vergüenza y pena.

Por claustros húmedos, sombríos, apestados con las emanaciones de la ropa sucia y el agua en que se ha lavado, que no corre bastante, se llega a una puerta sólida y cerrada, que abre un hombre cargado de llaves, y que por su poco aseo, traje y aspecto se ve que podrá ser muy bueno, y aun a juzgar por su fisonomía creemos que lo será, pero que carece de educación, y que cree que cumple con su deber con tener la puerta cerrada para que no se escapen los dementes y encerrar en las jaulas a los agitados. Y, en efecto, cumple; no es él, son otros los que faltan a lo que deben.

Los dementes agitados están en las jaulas, especie de alcobas improvisadas, donde en el invierno debe hacer un frío horrible, porque ni siquiera se han hecho los tabiques de modo que las cierren: no llegan más que a cierta altura; después quedan abiertos en las bóvedas de aquellos inmensos subterráneos. Tienen una cama, una puerta y una reja fuerte; ninguna precaución para que, en los accesos, el enfermo no se lastime contra ella o contra las paredes; ni medios adecuados para que el encierro no se convierta en lugar inmundo.

Los locos que no están agitados tienen un dormitorio común, con camas muy sucias, que sacan al sol para que seque su pestilente humedad: en el invierno estarán siempre mojadas las de los enfermos que no sean limpios, que no suelen ser los más en esta enfermedad terrible. Por aquella habitación, o por un patio reducido y rodeado de altos muros, andan más o menos vestidos, según les parece, o se sientan o acuestan al sol. Calentaba mucho el día que los visitamos, y las lágrimas vinieron a nuestros ojos viendo aquellos desdichados inmóviles, recibiendo en la cabeza descubierta un sol abrasador, capaz de trastornar la mejor organizada. Allí no hay nada que los ocupe ni distraiga, ni se ven señales de que se intenta algún medio de curación: no sabemos si el médico los visita; lo mismo da, porque en tales condiciones es inútil. El departamento de hombres está a cargo de los obregones; el de mujeres cuidan las Hermanas de la Caridad, y en cuanto a limpieza está mejor: en lo demás lo mismo.

Se dirá tal vez que aquel departamento es sólo como un paso, como un depósito de donde van inmediatamente a Leganés. Ni aun así debería tolerarse en el estado en que está; pero los dementes no están allí de paso, sino que muchos permanecen meses y años. ¿Por qué? Porque no caben en Leganés. Y ¿por qué no caben? Porque no se ha comprendido, sino por muy pocas personas, que los hospitales, llámense manicomios o tengan otro nombre, son para los enfermos pobres. De aquí resulta que en un edificio ya muy poco propio para el objeto, se arregla de modo que la mejor y mayor parte es para los empleados y pensionistas, quedando muy reducido espacio para los dementes pobres que se hacinan como y donde se puede.

El manicomio es una casa de beneficencia, donde no deben admitirse más que los desvalidos. La familia acomodada que tiene un loco, debe buscar un establecimiento particular donde se cure. Hay ya de estos establecimientos, y habría más si en los del Estado no se admitiesen personas que tienen medios. Supongamos que los establecimientos públicos y particulares no fuesen suficientes para el número de locos que pedía ingreso en ellos. Ni aun en este caso deben ser admitidos los ricos en los manicomios del Estado mientras haya pobres fuera de ellos. Es triste, es terrible para una familia acomodada tener un demente; pero, en fin, tiene la posibilidad de cuidarle, de tenerle en cuarto separado, de pagar personas que le vigilen, etc.; pero ¿qué hará una familia pobre, apretada en un reducido cuarto, de donde tiene que salir todos los días para ganar el sustento, dejando solo al desdichado enfermo privado de juicio, porque claro está que no puede pagar quien le vigile? Esta vigilancia, triste y difícil para el rico, es imposible para el pobre, y por eso es claro su derecho a ser admitido con preferencia en los establecimientos públicos. Dése un plazo para que salgan de ellos los pensionistas, e ingresen los infelices que están horriblemente hacinados sin posibilidad de curarse, porque la Administración se olvida de una cosa tan sencilla como el que las casas de beneficencia son para los pobres.




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Suplemento al número 10 de «La Voz de la Caridad»

La caridad en la guerra


El suplemento al núm. 10 de La Voz de la Caridad, por una equivocación, ha salido en una forma que no permite encuadernarle con el periódico; por esta razón algunos suscriptores nos han rogado que le insertemos en este número, y lo hacemos deseosos de complacerlos.

¡Quién pudiera encabezar estas líneas diciendo: españoles, o siquiera, madrileños! ¡Quién tuviera una autoridad reconocida por muchos y una voz que oyeran todos! Pero aunque así no sea, aunque ni a la patria ni al público podamos dirigirnos, no hemos de callar, que el desaliento es cobardía, y soberbia culpable desdeñar el bien cuando no puede hacerse mucho.

¡Lectores de La Voz de la Caridad! a vosotros nos dirigimos; a vosotros que nos hemos acostumbrado a mirar como amigos, como compañeros en la difícil obra de consolar a los tristes; a vosotros que estáis afligidos, como lo estamos, pensando que de un momento a otro las hermosas orillas del Rhin van a convertirse en campos de muerte, y miles, muchos miles de hombres, la juventud de dos grandes pueblos, la esperanza de la patria, la dicha de las familias, va a caer como las espigas de una mies bajo la hoz del segador. Veis cómo vemos el espectro de la guerra envuelto en polvo y humo y vapores de sangre, reflejándose en un mar de lágrimas, y desgarrando el corazón con una voz compuesta de cien mil ayes. Todos queréis noticias de los ejércitos, todos estáis pendientes del telégrafo; ninguno peca de indiferencia: horrible pecado enfrente de tan inmenso infortunio.

Pero vuestra piadosa simpatía ¿no debe traducirse en alguna buena obra para que no se equivoque con frívola curiosidad? Ya sabéis que, por el nuevo derecho de gentes, los heridos y los que los auxilian y el techo que los alberga son una cosa sagrada; ya sabéis que hay caridad en la guerra, y numerosas asociaciones que mandarán su material y sus voluntarios a los campos y a los hospitales, para recoger y cuidar a los pobres heridos. En España estas asociaciones empiezan a formarse; todavía no han arraigado en nuestro suelo; su espíritu no ha penetrado en nuestro pueblo, cuya inmersa mayoría ni aún sabe que existen.

En Madrid, la Asociación internacional de socorro a los heridos no está organizada; además, se hallan ausentes la casi totalidad de los individuos que componen la Asamblea. Sin embargo, el corto número de los que quedan va a hacer un llamamiento a la caridad española en favor de los heridos franceses y prusianos. Por ello les felicitamos muy cordialmente, comprendiendo que tiene mucho mérito no desalentarse viéndose con tan poca fuerza, y aceptar con humildad la misión de hacer el poco bien que se puede y no el grande que se deseaba.

En Navarra se halla ya constituida la Asociación del Socorro, y los buenos hijos de aquella tierra de valientes quieren mandar la expresión de su simpatía a los bravos que van a caer en Alemania. Hilas, trapos ni vendajes, según todas las probabilidades, no harán falta, y con muy buen acuerdo han pensado mandar vinos, siendo tan apreciados los de España y tan preciosos en algunos casos. Con este mismo objeto, La Voz de la Caridad abre una suscripción, y os rogamos muy encarecidamente que no nos neguéis vuestra limosna: será dos veces bendita, una por los que la reciban, y por los que la enviamos otra. Os pedimos una cantidad pequeña, tan pequeña como queráis; al dárnosla, figuraos que alargáis una copa de vino generoso a un pobre herido exánime por la pérdida de la sangre, y a quien vuestra caridad salva tal vez la vida; al negarla, pensad que parece como que no os inspira compasión quien merece tanta. ¡Son extranjeros! ¿Qué importa? Son inocentes condenados a muerte por la pasión y el error. Son hombres que sufren; son hermanos atribulados, hijos de nuestro Padre celestial. En las entrañas del mundo empieza a latir fuertemente el amor a la humanidad, y antes de mucho tiempo las guerras todas serán guerras civiles.

Pero esta limosna que vais a darnos no es solo para alivio del doliente; es como un voto que consignáis, como una santa protesta, como una voz que va a unirse al inmenso coro de la reprobación general que condena la guerra. ¿Sabéis dónde han de embotarse esas balas que todo lo taladran? En la compasión. ¿Sabéis quién ha de apagar los fuegos de esas máquinas infernales que vomitan la muerte? Las lágrimas. ¿Sabéis quién ha de contener esas ambiciones sin conciencia? El horror de los estragos que causan. ¿Sabéis quién ha de servir de barrera a los que todo lo atropellan? La conciencia del mundo, despertada por el ¡ay! de los corazones que aman, y sufren y lloran. No nos neguéis, pues, esta limosna bendita, porque, creedlo, la caridad en la guerra es la celestial precursora de LA PAZ.

15 Agosto 1870.




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A nuestros suscriptores

La Voz de la Caridad continúa publicándose, siendo más que suficiente para cubrir sus gastos el número de suscriptores que hoy tiene. Si disminuye, como es posible, no por eso dejará de publicarse, este semestre al menos, habiendo reservado un pequeño fondo para suplir el déficit, si le hubiese.

Rogamos a las personas que tan activamente nos han auxiliado en muchos pueblos, que continúen su caritativa cooperación encargándose de recoger el importe de las suscripciones que se renueven, evitándonos así mucho trabajo, gasto de correo, y haciéndonos un gran favor.

Los pocos suscriptores que no han satisfecho el importe del semestre vencido, recordarán que tienen una deuda con los pobres. Los que quieran renovar la suscripción convendrá que lo hagan cuanto antes, para saber con exactitud el número total, y no hacer un gasto inútil tirando más ejemplares de los necesarios.

Por lo que antecede se ve que prevemos el caso de que la suscripción disminuya, y esto por dos razones: la primera, porque en esta clase de periódicos suele haber muchos suscriptores que lo son por compromiso; la segunda, porque, a pesar de nuestra buena voluntad, nuestra Revista no ha correspondido tal vez a lo que de ella esperaban.

No terminaremos esta advertencia sin decir que si se nos han presentado obstáculos imprevistos, también hemos hallado facilidades y simpatías que no esperábamos. Nuestra voz, aunque débil, no ha clamado enteramente en el desierto: hay un grupo que como nosotros piensa, que con nosotros siente y sufre, y que, estamos de ello seguros, no nos abandonará y llegará hasta donde lleguemos. Si tenemos que retirarnos como soldados vencidos después de una penosa e inútil campaña, el recuerdo de estos amigos del corazón nos servirá de consuelo, y esperamos vivir en su memoria como ellos vivirán en la nuestra.




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¡Pobres dementes!

En nuestro número anterior, y en un artículo cuyo título es Los manicomios son para los dementes pobres, hemos hecho algunas observaciones acerca de una circular dada por el Ministerio de la Gobernación sobre dementes; y dejamos sin examinar, por falta de espacio, un párrafo que, por ser el más notable, no podía tratarse en pocas palabras. Dice así:

«De la propia manera, S. A. el Regente ha dispuesto que por el Gobernador de Madrid se oficie a los de las provincias respectivas dándoles cuenta de la existencia de los locos que estén en el hospital general pertenecientes a ellas, no sólo para el pago de las estancias devengadas, sino para que dispongan, en un período que no excederá de un mes, su traslación a los puntos que por el Gobernador requerido se indiquen.»

Grande es la pena y el asombro con que hemos leído este párrafo, en que se manda, no ya contra caridad, sino contra justicia, porque sin faltar a ella no se puede negar asistencia a un enfermo en el pueblo donde enferma.

La mayor parte de los habitantes de Madrid creemos que no son madrileños; la mayor parte de los enfermos del hospital general no lo serán tampoco; y cualquiera que sea la proporción en que estén los naturales de las provincias, ¿por qué no se envían a ellas los que puedan ir sin peligro, y por qué no se exige el valor de las estancias de todos? ¿Cómo no se abren cuentas con las provincias en todos los hospitales de Madrid para reclamar las cantidades que sus naturales han gastado? Esto sería monstruoso, se dirá tal vez. Y si lo es, en efecto, para el que padece de tisis o de reumatismo, ¿cómo no lo será para el que sufre enajenación mental, que es una enfermedad como cualquiera otra?

Fijémonos bien en la cuestión, porque envuelve un punto de derecho que importa mucho a los pobres y bastante a los contribuyentes. Un desvalido tiene derecho a que se le asista cuando cae enfermo y se paguen los gastos que ocasiona, no en el pueblo donde ha nacido, sino en aquel en que vive, en que trabaja, donde contribuye, donde con grandes dificultades cría sus hijos, que serán ciudadanos útiles, soldados de la patria; donde con la fuerza de sus brazos o con su inteligencia ha llevado un elemento indispensable al bienestar general. Supongamos un pobre bombero, natural de Tarragona, que por apagar un fuego que se prende en una casa de Madrid, propiedad de un vecino de Madrid, asegurada por una sociedad que radica en Madrid, habitada por vecinos de Madrid, por apagar ese fuego, que si se propagase cundiría por todo Madrid, se rompe una pierna, y es curado en el hospital general. ¿Sería justo que las estancias que allí cause se pidan al pueblo de su naturaleza? En este ejemplo la injusticia está más en relieve, pero el caso es el mismo, porque el que nos trae el agua, y nos barre las calles, y vigila par la noche para que no nos roben, servicios presta tan útiles como el bombero, y para prestarlos, más de una vez compromete su salud; y cuando la pierde, sea cualquiera la causa, ¿ha de cubrir los gastos de su curación el pueblo de su naturaleza? Él podrá decirle a Madrid: Te aprovechas del trabajo de mis hijos cuando estáis sanos; por ellos vives y prosperas; y cuando enferman debo curarlos yo. ¿No basta que te los dé criados, que los mantenga niños y adolescentes, para que puedas utilizarlos cuando sean hombres? ¿Y qué responderá Madrid? Que no tiene tan injusta y descabellada exigencia, y que su Diputación no ha exigido nunca a las de otras provincias las estancias causadas por sus naturales. ¿Y por qué los enfermos que padecen de demencia han de ser una excepción? ¿Por ventura la razón y la justicia, la equidad y la lógica varían según se apliquen al que sufre de la cabeza o del estómago?

Lo que debe mandarse no es que los dementes del hospital general de Madrid emprendan una dolorosa peregrinación, cuando no sea un horrible vía crucis para ir a las respectivas provincias, sino que en un plazo breve salgan de Leganés los pensionistas, y se habilite para los pobres el lugar que ocupan, y mientras esto no se hace, abrir otro departamento para dementes en el hospital de Madrid, que no será muy complicado ni muy costoso cuando, como ahora, no se trata más que de encerrarlos. Unas cuantas camas, alguna reja y un carcelero más, no arruinarán a la Diputación provincial. ¿Y cómo calculará las estancias de enfermos cuya curación no se intenta, y que se ponen en condiciones que han de agravar su enfermedad? ¿Cree en Dios y en su conciencia que por ellos tiene derecho a exigir un diario? Madrid debe pedir a las provincias, no dinero, sino perdón por el trato que da a sus hijos dementes.




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¡Pobres inocentes!

Las palabras con que encabezamos este artículo, repetidas con desdichada frecuencia, son como el comentario y el resumen de todo lo que pensamos y sentimos al saber la suerte de los desdichados expósitos. Nunca hemos oído decir es expósito, sin que nos inspire una compasión profunda la criatura que se señala con este nombre, sinónimo de desventurado. ¡Nacer sin madre! ¿Qué desgracia puede compararse con ésta?

Dios, que ha hecho al hombre tan débil al nacer, ha puesto al lado de un ser que no puede nada, otro que está dispuesto a hacerlo por él todo; enfrente de una criatura que necesita sacrificios continuos, otra cuya abnegación no tiene límites. Cuando se rompe esta celestial armonía; cuando una mujer deja al hijo de sus entrañas en el torno de una Inclusa o en la vía pública; cuando le priva del calor de su seno, del alimento de su pecho, de la luz de sus ojos y del cariño de su corazón, entonces hay un criminal y un desdichado; una mujer monstruo, y un pobre niño que gime sin que nadie le compadezca; que sufre sin que nadie se aflija; que crece sin que nadie lo note; que llega a una edad que nadie sabe sin consultar un libro; que tiene gracias que nadie celebra; que es hermoso sin que nadie se complazca, o deforme sin que nadie se desconsuele; que está enfermo sin que nadie se sobresalte; que se cura sin que nadie se alegre; que muere sin que nadie llore... Nadie respondió con un ¡ay! a sus quejidos, ni con una sonrisa a sus manifestaciones de contento, ni con una caricia a esas manitas que se levantan buscando en vano el seno maternal, y el primer ósculo que recibe es el beso impúdico de la prostituta. Cuando se compara este infortunio inmenso con el cariño sin límites que inspira un hijo amado; cuando se piensa que el ser que se arroja con dureza a la vía pública y el que se estrecha con ternura infinita contra el corazón amante, son los dos inocentes, se clama a Dios: ¡Señor, incomprensible es tu justicia; y se dice a los hombres: venid los que tenéis entrañas, a traer un poco de consuelo a tanta desventura; a las mujeres: corred a amparad al pobre niño abandonado, y borrad con las lágrimas de vuestra compasión la mancha que arroja sobre vuestro sexo esa mujer más feroz que las fieras!

La sociedad, cuyos elementos producen ese monstruo que se llama madre que arroja de sí a su hijo, tiene el deber de amparar al expósito; este deber no le desconoce ningún pueblo cristiano, pero hay ocasiones en que le cumple tan mal, que no parece sino que, al aceptarle, lo hace más por hipocresía que por convencimiento.

En la mortandad y en el cuidado de los expósitos se nota, entre otras cosas, una desigualdad que es argumento bien poderoso contra la centralización en beneficencia, que ni siquiera ha conseguido establecer la igualdad y pasar su nivel por el torno de la Inclusa.

En una localidad el expósito se recoge, se viste, se entrega a una mujer que está criando, y que a caballo y acompañada le conduce a la Inclusa; en otra se coloca sobre unas pajas con algún mal trapo, para que le lleve cualquiera al torno, a veces muy distante, y le dé vino por todo alimento. Hay tornos en que los niños están bastante bien cuidados; hay otros en que muere el ciento por ciento... En unas partes los expósitos se ponen en manos de mujeres honradas, y a su tiempo se devuelven, y reciben alguna educación; en otras se hallan en el más horrible abandono, siendo objeto de la más infame especulación. Vamos a citar como ejemplo lo que nos dice nuestro verídico corresponsal de Sepúlveda, cuya caridad le ha llevado muchas veces a los lugares que describe, del modo siguiente:

«Hay en esta villa unas sesenta familias, que habitan en cuevas abiertas en la concavidad de las grandes rocas sobre que está fundada la población. Estas cuevas naturales se han ido ensanchando por la mano del hombre. Tienen generalmente tres departamentos, pero sin más ventilación ni más luz que la que entra por la puerta; son húmedas, hay en ellas un humo insoportable, producido por los tomillos y leña vieja con que atizan sus miserables moradores, que suelen tener una decrepitud anticipada y achacosa. Es muy de lamentar que estas cuevas, en vez de disminuir como la civilización lo exige, aumentan, habiéndose abierto cinco en poco más de un año. Las viven algunos jornaleros, pero en general sus moradores son pobres de solemnidad. Una de las cosas a que se dedican es a la lactancia y adopción de expósitos, no sólo de la Inclusa cuando la había en esta villa, sino de otras y especialmente de Madrid, siendo rara la cueva en que no hay alguno, y muchas las que tienen varios. No ha mucho, preguntando a una mujer los que había criado, me contestó: Señor, de una sola leche, siete. A destete perdido la cuenta,, ahora no tengo más que tres.

»Esto tiene gravísimos inconvenientes de muchas clases. Los niños se crían en la mayor miseria y abandono; es raro el que va a la escuela ni aprende oficio. Se sacan y adoptan por especulación, dedicándoles a pedir limosna y convirtiéndolos en una carga insoportable para el pueblo.»

Cuando al empezar este artículo nos lamentábamos de la suerte del mísero expósito, cuando le compadecíamos porque no tenía madre, aún no estaba completo el cuadro de las miserias. No basta que se le abandone por crueldad, es preciso que se recoja por especulación vil, que se le críe por cálculo, que se lo convierta en un ser despreciable y despreciado. En mal hora salvó la Administración la vida de su cuerpo, si mata su alma entregándola a la ignorancia, a la miseria, a la holgazanería, a la ineptitud, que le llevarán al vicio y tal vez al crimen. El horrible cuadro de las cuevas de Sepúlveda es de los más completos en su género, pero no es el único. Con frecuencia se entregan los expósitos a la miseria, que especula con ellos, sin que nadie la vigile, ni la pida cuentas, ni la ponga a raya.

Si todo esto sucedía cuando había recursos y se pagaban las atenciones con regularidad, ¿qué será ahora, donde se deben seis, ocho y diez meses a las nodrizas? ¿Cómo cuidarán al expósito los que le habían sacado para mejorar un poco su situación, y ven en él una causa de ruina? En muchas localidades el triste abandonado es causa inocente de la ruina de la pobre mujer que le lacta, y véase cómo. La nodriza arregla sus gastos contando con el salario que lo vale la lactancia del expósito; no cobra este salario y se empeña, y da en garantía alguna tierra, algún prado contando cobrar antes que expire el plazo. El plazo expira, no cobra, y su pequeña propiedad pasa a otras manos; si no es muy buena, el desdichado expósito, además del abandono de su madre, tendrá la maldición de la que le ha criado... Esto no es una suposición, sino un hecho muy repetido en las localidades, no pocas por desgracia, en que se deben muchos meses a las nodrizas.

En tal situación, ¿cómo no ha de haber expósitos mal cuidados, y devueltos a los tornos, donde se acumulan en gran número, donde faltan amas, que es una manera hipócrita de decir que los niños se mueren de hambre? La sociedad no lo sabe; el llanto cada vez más débil de las inocentes víctimas no se oye fuera de los muros donde los sepultan en vida. No nos tacharán de exageración los que hayan visto la verdad; el torno de una Inclusa donde no hay suficiente número de nodrizas, parece un cementerio donde los cadáveres sufren.

Al saber lo que en muchas partes sucede, no podemos menos de exclamar: -Si se cierra el corazón a la piedad, que se cierren los tornos a los expósitos; no más mentida compasión ni hipocresía fatal; con los tornos cerrados habrá más infanticidios, pero morirán menos niños que con ellos abiertos sin suficiente número de amas, porque hay madres que, bastante malas para llevarlos a la Inclusa, no son perversas hasta el punto de asesinarlos, y los criarán. ¿A quién recurrir? ¿Nos dirigiremos al Gobierno? Nunca nuestra voz ha hallado eco en las regiones oficiales; además, si cuando había paz y prosperidad relativa, y exactitud para cubrir las atenciones públicas, en unas provincias se conducían los expósitos de una manera inhumana, en algunos tornos morían el 100 por 100, o se albergaban en cuevas como las de Sepúlveda, ¿qué esperar ahora del poder menos centralizado, y en medio de continua lucha, de zozobra incesante y penuria creciente? Y ahora y antes, y siempre, cuando se trata de niños, más bien que implorar a los hombres, nos parece dirigirnos a las mujeres. En las bases para una ley de Beneficencia proponíamos que la autoridad invitase a las señoras para que en las capitales y cabezas de partido formasen juntas que pudieran patrocinar a los expósitos. Esta iniciativa oficial la deseábamos, porque hubiera facilitado la obra en un país que no puede pasar instantáneamente de esperarlo todo del Gobierno a hacerlo todo por sí; mas como la aspiración de nuestro buen deseo no pasará de tal; como la ley no será probablemente nunca lo que nos parece que convendría que fuese, nos dirigimos, no a los que tienen poder, sino a los que tienen corazón; nos dirigimos principalmente a las mujeres. Donde quiera que haya una persona dispuesta a hacer algo por los pobres expósitos, por débil que sea, por inútil que se considere, puede favorecerlos. ¿Con qué condición? Comunicando su buen deseo a otros que también le tienen. Concebimos una asociación que debería extenderse por todo el territorio. Se dirá que nuestra ambición es mucha; no ciertamente: nos contentaríamos con empezar, aunque fuera por muy poco, y con servir de intermediarios entre las personas de buena voluntad, para formar aunque no fuera más que una junta que patrocinara a los que no tienen madre. Si entre las personas que leen estas líneas hay alguna que se sienta inclinada a contribuir a este pensamiento, que no sepulte en el silencio su buen propósito, que diga donde quiera que esté: heme aquí; y en siendo unos pocos, muy pocos, nos reuniremos en espíritu los que estemos lejos, y el de Dios nos inspirará el modo de empezar la buena obra.

En medio de tanta desdicha, ¿negaremos el pecho a la compasión? ¿Dormiremos ese horrible sueño del egoísmo, aceptando con nuestra indiferencia, una especie de negra complicidad con los infanticidas? Nosotras, mujeres, ¿nos negaremos a cumplir los deberes de una sociedad cuyos vicios, cuyos errores, cuyos crímenes engendran esos monstruos que no quieren sustentar a sus pechos los hijos de sus entrañas? Si nada hacemos por los inocentes abandonados, las lágrimas que no enjugamos caerán sobre nosotras como una maldición; y si no nos inspira piedad quien merece tanta, bien podemos decir que no nos vuelvan a llamar ya con el nombre de sexo piadoso.




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Cuenta de los ingresos y gastos que ha tenido «La Voz de la Caridad» en el primer semestre de su publicación

Aunque en el prospecto de nuestra Revista no ofrecimos dar cuenta de sus ingresos y gastos, después nos ha parecido que sería bien hacerlo, para que nuestros suscriptores tengan la satisfacción de ver que, aunque poco, se hace algún bien con los fondos sobrantes. No son muchos en este semestre, ya por los gastos de instalación, ya porque el de fajas es relativamente grande haciéndolas para cuatro años, por no traer ventaja imprimir menos de ciento para cada suscriptor; ya, en fin, porque, en la idea de que sería muy corto el número de suscriptores, prodigamos los números 1.º y 2.º, que nos faltaron, habiendo tenido que hacer de ellos segunda edición.

En cuanto al empleo de nuestros fondos, lo más fácil era haberlos remitido a un establecimiento de Beneficencia; pero una cantidad tan corta era débil auxilio; además, para nosotros la Beneficencia domiciliaria es la primera y la mejor. En su consecuencia hemos distribuido a domicilio las cortas cantidades de que podíamos disponer, teniendo por mejor evitar que un pobre vaya al hospital, que hacer un corto donativo a aquel establecimiento.

Pensamos un momento en dar una lista con los nombres y señas de las personas que hemos socorrido, pero echamos de ver muy pronto que esto era absurdo. Nuestros pobres, tan buenos y tan dignos, que la mayor parte han tenido una posición regular, algunos aventajada; nuestros pobres, con los cuales tenemos todas las consideraciones que merece la desgracia honrada, ¿iban a ser sacados a la vergüenza? Desechamos la idea como un mal pensamiento. No sabrán su desdicha más que los que la compadecen y la socorren, y les llevan la limosna que no rebaja ni humilla, porque va envuelta en afecto y compasión. Pero diciendo solamente tanto en limosnas, ¿no habrá quien piense que las hemos puesto en la cuenta sin haberlas dado? Entre nuestros suscriptores no habrá ninguno que semejante cosa imagine; en lo que se llama el público, tal vez se halle. Si así fuese, añadiríamos al trabajo que nos da el periódico, éste, que no sería grande, de arrostrar una suposición calumniosa. Así como cuando se cortan ropas para vender o para el ejército se parte del principio de que los que las han de llevar no están mutilados ni son contrahechos, del mismo modo escribimos nuestra cuenta para los que tienen el alma buena y sana, prescindiendo de si puede haber alguna tan enferma y contrahecha que dude de nuestra verdad.

Réstanos advertir que no hemos invertido en limosnas la pequeña existencia que resulta en la cuenta, porque en la duda de si la mayoría de los suscriptores continuarán, y en la posibilidad de que la recaudación del segundo semestre sea algo lenta, necesitamos tener algún fondo para los gastos de este número y de los siguientes.

1.º de Septiembre de 1870.




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La Coruña

La caridad en España


En los pueblos, lo mismo que en los individuos, la señal de que hay verdadera caridad es que no aparece exclusiva, que toma todas las formas, que no se cierra en un estrecho círculo, que no mira con prevención ni aun con indiferencia los variados modos de hacer bien; que ni es sorda a ningún quejido, ni cierra los ojos a ningún desastre, ni pasa de largo al lado de ninguna desventura, y si no puede consolar todos los dolores, todos los compadece y los llora. Si esta señal es cierta, en la Coruña hay verdadera caridad, representada por cuatro asociaciones de señoras, que se proponen objetos muy diferentes:

1.ª La Asociación de Caridad, que auxilia el hospital y el hospicio, puede presentarse como modelo, y será muy difícil encontrar alguna que la aventaje en celo e inteligencia, ni que haya hecho más en beneficio de los pobres. Antes de que hubiera Hermanas de la Caridad en aquellos establecimientos benéficos, las señoras han trabajado lo que difícilmente se creería, luchando con el descuido, el despilfarro y el fraude para proveer de ropas a sus pobres protegidos. Después han luchado con los contratistas, y en muchas ocasiones con las autoridades. Ruidosa fue la cuestión de un pan tristemente célebre, que el estómago de los pobres y la química declaraban nocivo, y el Gobernador daba por bueno. ¿Qué hubiera sido de la justicia de los desdichados si no hubiera estado fuertemente apoyada por la Asociación? Viendo lo mal servidos que estaban los pobres, se hizo contratista; auxiliada por las Hermanas de la Caridad, entró en licitación y se quedó con la contrata de provisiones. Desde entonces el pan y los demás alimentos han sido buenos; porque aunque la Asociación no se haya quedado con la contrata todos los años, había dado el ejemplo y la prueba de lo que se podía hacer, y era moralmente imposible que se volviera a los anteriores abusos; no se ha vuelto, porque para extirpar un mal no hay como quitar la idea de que puede hacerse; el bien que con esto han hecho las señoras es inmenso.

Se trató de recoger los mendigos y desvalidos de la población, y se recogieron en un asilo, cuyo edificio, sobre ser muy malo, era prestado, y en nombre del Estado, a quien pertenecía, se amenazó alguna vez con echar a los pobres a la calle. Esta amenaza produjo en la Asociación el vehemente deseo de dar a los pobres casa propia, de donde no pudieran ser arrojados; y se la han dado, construyendo de nueva planta un edificio con buenas condiciones higiénicas, y que regaló al Ayuntamiento. Cómo la Municipalidad se condujo con la Asociación entonces y después, no queremos consignarlo aquí: tratamos de la caridad, no de la ingratitud en la Coruña; ni tenemos derecho a acusar cuando la principalmente ofendida ha perdonado. Pero aunque se olvide la ofensa debe recordarse la lección que encierra, que es ésta: Una asociación o un individuo no debe regalar un edificio para establecimiento benéfico al Municipio, o la Provincia o al Estado, sin establecer alguna condición.

2.ª La Conferencia de señoras de San Vicente de Paúl, bastante numerosa, trabaja con mucho celo, cumpliendo su caritativa y difícil misión, que es la beneficencia domiciliaria y la visita de los pobres.

3.ª La Sociedad de la Magdalena, establecida para moralizar las prisiones, y que visita la casa-galera con mucho celo y todo el fruto que puede sacarse, dadas las malísimas circunstancias de aquella penitenciaría. No da auxilios materiales más que a las enfermas y a los inocentes hijos de las penadas, de los que muchos seguramente le deben la vida.

4.ª Asociación Internacional de Socorros a los heridos. Acaba de instalarse, y estamos seguros de que, si llegara el caso, cumpliría como la que mejor con su santa misión.

Se ve, pues, que en la Coruña se ejerce la caridad bajo todas las formas, y puede presentarse como modelo a poblaciones de mucho mayor vecindario, que tienen, bajo este punto de vista, mucha menor importancia.

El Hospicio provincial tiene 583 acogidos de ambos sexos, y 317 expósitos, de los cuales 314 se lactan en el campo, no habiendo ahora en el torno más que tres con tres amas; a veces hay mucho mayor número, y a su cuidado están dos Hermanas de la Caridad de las once que tienen a su cargo el establecimiento, en cuyos departamentos todos hay gran limpieza.

En el departamento de mujeres se trabaja mucho, ya para lavar, componer y hacer la ropa de la casa, ya para fuera, saliendo labores verdaderamente primorosas.

Hay talleres de

Carpintería,

Encuadernación,

Hojalatería,

Sastrería,

Zapatería,

que no han dado grandes resultados, ni el principal que debe proponerse un establecimiento benéfico, que es que los acogidos aprendan con perfección el oficio a que se dedican.

Hay una imprenta, de la cual salen cajistas en estado de proveer a su subsistencia.

También se enseña música, y gran número de acogidos hallan colocación en las bandas de los regimientos. Debería comprenderse bien que el objeto del trabajo en estas casas no es el de utilizar el de los acogidos, sino enseñarlos y ponerlos en estado de que puedan ganar el pan honradamente. Así lo manda, no sólo la caridad, sino el interés, porque le tiene muy grande el asilo benéfico en que los acogidos puedan vivir por sí.

La escuela de primeras letras, que tiene maestro y ayudante, tampoco nos parece que ha dado los resultados que debían esperarse de la ilustración del profesor, y convendría estudiar por qué así sucede, y poner remedio al mal, que es muy grande el que la instrucción primaria no se dé tan completa como es posible y lleve más tiempo del que debe llevar.

El Hospital de Caridad es municipal; tiene 80 camas y seis Hermanas de la Caridad que cuidan de las salas, tanto de mujeres como de hombres, habiendo algún enfermero para las últimas. Hay mucha limpieza, y la asistencia es esmeradísima. Los marinos extranjeros que hay allí con frecuencia no se cansan de encarecer el mucho bien que reciben, y de expresar su gratitud, asegurando algunos que será eterna. El defecto del hospital está en sus reducidas dimensiones; ni aun en las circunstancias ordinarias basta para las necesidades de la población, porque no puede haber salas diferentes para cierta clase de enfermedades que, por ser contagiosas o por otros motivos, no deben confundirse con las otras.

La Casa de Maternidad (municipal). Necesita reforma.

El Asilo de Mendicidad, cuyo edificio, como hemos dicho, fue regalado al Municipio por la Asociación de Señoras, estuvo a su cargo algunos años, y se comprometía a mantener 200 pobres con 24.000 reales que lo daba el Ayuntamiento y 12.000 la Diputación provincial, saliendo para los fondos públicos la estancia de cada acogido a menos de medio real diario; el resto hasta el gasto verdadero, se cubría con una suscripción, limosnas, rifas, etc. El proceder del Ayuntamiento puso a la Asociación en la triste e imprescindible necesidad de dejar aquel establecimiento: de esto hace años, y desde entonces los gastos han aumentado mucho, sin que aumente el número de pobres, que hoy es de 160, al cuidado de cuatro Hermanas de la Caridad. Hoy se halla muy mal de recursos.

Escuela de Párvulos, fundada y sostenida por la señora Condesa de Mina, para niños pobres. Además de educación reciben varias prendas de vestuario a título de premio, o a título de necesidad cuando se hallan muy necesitados. También se les socorre con algún alimento, cuando es tanta su miseria que no pueden llevar el ligero refrigerio que toman al medio día. La escuela está montada como las mejores, regida por dos Hermanas de la Caridad, y son muy notables los progresos que hacen los 120 niños que asisten a ella.

Taller de Caridad. Se ha establecido uno, en que se reúnen por la noche una vez a la semana varias señoras y señoritas y cosen para los pobres. Cada una lleva cuanto puede recoger de su casa o agenciarse de las amigas. Las tiendas dan retales, y no falta alguna persona caritativa que ofrezca una pieza de algodón, bayeta para mantillas, etc. Se componen unas prendas con otras, se hacen gorritas de los pedazos más pequeños; todo se aprovecha, y el interés más activo difícilmente igualará al afán con que allí se trabaja para vestir al desnudo. Muchos se han vestido en el poco tiempo que lleva, y quisiéramos que siguiesen este buen ejemplo tantas señoras como pasan en ociosidad aburrida las largas noches de invierno. No podemos terminar este párrafo sin enviar un recuerdo cariñoso a las caritativas operarias.

La caridad de un pueblo no sólo se ve en circunstancias normales: se mide también en los grandes conflictos; la Coruña ha tenido dos en poco tiempo: uno el año 1854 con la invasión del cólera, que hizo allí horribles estragos; otro el año que con razón se llama allí del hambre.

La epidemia se desarrolló con tal rapidez, que puede decirse que estalló como una tempestad. ¿De qué servía un hospital con 80 camas? Hubo que improvisar hospitales en la ciudad y en las afueras, y la caridad los surtió abundante e instantáneamente de todo lo necesario. Desde el médico que se multiplicaba, al comerciante que mandaba la pieza de lienzo o las docenas de mantas; desde el sacerdote que noche y día sin descanso auxiliaba a los enfermos, hasta la joven acogida en el hospicio que voluntariamente se ofrecía a cuidarlos, todos cumplieron como buenos, y la Coruña puso su caridad a la altura de su infortunio.

Para dar alguna idea de lo que fue el año del hambre, vamos a transcribir algunos párrafos de unos apuntes inéditos de nuestra querida amiga la Sra. Condesa de Mina:

«El otoño de 1852 fue tan extraordinariamente lluvioso en Galicia, que en los terrenos más bajos apenas se pudo hacer la sementera, y en todos germinó endeble y mezquino el fruto, sin llegar a sazonarse. La lluvia caía a torrentes y era incesante; aquello fue una especie de diluvio, que arrastró la capa vegetal de la tierra, quedando ésta pobre y endurecida, de manera que, aun en las de primera calidad, se labraba difícilmente.

»Resultado inevitable fue la falta absoluta de cosecha.

»A principios del año 1853 ya se vieron invadidos los pueblos del litoral por multitud de pobres; eran los habitantes de las montañas, que las abandonaban después de haber agotado los últimos recursos. Veíanse familias enteras con multitud de niños de todas edades, pálidos, extenuados, pidiendo un poco de pan y caldo, que preferían al dinero casi siempre. Llegaron a reunirse en la Coruña 1.000 individuos a quienes se dieron raciones. Era entonces presidente del Ayuntamiento D. Juan Flórez, que, dicho sea en justicia, fue infatigable en aliviar tanta desolación.

»El Hospicio no era aún provincial, y, por consiguiente, se hallaba a cargo del Ayuntamiento, con menos número de acogidos que hoy tiene. Hizo el Alcalde preparar un local contiguo a éste, y allí recogió a los infortunados forasteros. Los había en gran número que sólo tomaban la ración, y otros eran albergados también. Un padre llegó llorando a entregar tres tiernos niños, y ofreció volver a recogerlos así que pudiese proporcionarse algún auxilio.

»Promovióse una suscripción en la ciudad, que correspondió caritativamente, y una junta de vecinos que inspeccionaban diariamente el alimento, abundante y sano; se suscribieron además muchos propietarios para proporcionar semillas, a fin de que las tierras no quedasen incultas, y muchos perdonaron la renta a sus colonos. En las casas de campo también se daban abundantes socorros. Esto mismo se practicó en todas las poblaciones; la caridad fue general. El Sr. Arzobispo vendió las mulas del coche, y dio buen ejemplo con el auxilio que prestó.

»El local que ocupaban los pobres forasteros en la Coruña era un antiguo cuartel, que carecía de condiciones a propósito para albergarlos; lo peor era la falta de ropas y camas; los pobres dormían vestidos, sobre paja; y, por más que hubiese celo, no fue posible impedir que se declarase una fiebre tifoidea, porque aquellos infelices, antes de llegar a los pueblos donde recibían auxilios, habían usado de alimentos nocivos, y hubo casos en que se averiguó por las autopsias que comían hierbas cocidas. ¡Y en tan angustiosa situación las gentes se morían de hambre, pero no robaban! Me dijo un magistrado que estaba admirado el Tribunal de que no se presentaban más quejas de hurto que en los tiempos ordinarios.

»En tal angustia acudió el Alcalde a la Asociación de Señoras, haciéndoles presente el apuro en que se hallaba y solicitando su cooperación. La Asociación, sin perder momento, se prestó al humanitario llamamiento, y resolvió implorar del vecindario ropas usadas de todas clases, hasta de la más ínfima calidad; y fue tan feliz en su gestión, y reunió tantas y tan buenas, que se formaron diversos lotes con que secretamente se remedió la necesidad de muchos pobres vergonzantes. Con las demás se pudo cubrir la desnudez de los pobres forasteros. Hubo una especie de rivalidad caritativa.

»El tifus, compañero del hambre, acometió a los desdichados huéspedes; pero, merced a la activa caridad, no hizo en ellos grandes estragos; más bien se extendió por la población, haciendo no pocas víctimas.»

En el año de 1868, con motivo de la falta de cosecha de Castilla, hemos podido observar la caridad, íbamos a decir de la Coruña, pero la justicia exige que digamos de Galicia toda. Sabido es que sus hijos son tratados con desdén por los de Castilla, hasta el punto de llamar gallego al que quieren ofender o injuriar.¿Cómo han vengado esta ofensa en el día del infortunio, cuando el hambre arrojaba a su suelo miles de castellanos convertidos en mendigos? Que lo digan ellos. Que digan si no han recibido bien por mal; si no han sido acogidos donde quiera con amor y compasión; si el rico no les daba abundante limosna; si el pobre no los recibía bajo su techo y partía con ellos su pobreza. Que digan si, en lugar del desprecio que tan injustamente habían prodigado a los hijos de Galicia, no hallaron en ellos el respeto que merece la desgracia. Testigos hemos sido del noble comportamiento de los que reputaban viles; ninguna provincia ha dado a Castilla desolada tantas pruebas de amor como Galicia; su dulce piedad era una elocuente lección para la soberbia. ¡Ojalá que la hayan tomado los que la necesitaban! Merece una mención muy especial el Sr. Arzobispo de Santiago, el primer Prelado que alzó la voz en favor de la desolada Castilla en una Pastoral que no deben olvidar los amigos de la humanidad. En ella se mandaba a todos los párrocos hacer una cuestación en sus parroquias a favor de los castellanos; y si la medida no produjo todo el resultado que era de esperar, efecto fue de las circunstancias, y no culpa del que tomó tan generosa iniciativa.

Terminamos estos apuntes bajo una impresión muy triste: el hospital de la Coruña está para cerrarse por falta de recursos. La Asociación de Señoras ha tomado a su cargo sostenerle por un mes. ¿Y después?

Ese pueblo de cuya caridad vamos hablando, y que en grandes ocasiones ha dado de ella tan inequívocas pruebas, ese pueblo que no ha cerrado nunca su corazón a la piedad, ¿cerrará el hospital para sus pobres, los arrojará enfermos o moribundos a la vía pública, o al suelo desnudo, frío y húmedo de su miserable vivienda? ¡Imposible! Si necesitase que le dijeran con lágrimas la suerte que amenaza a los afligidos por la miseria y la enfermedad, otra voz más querida y más respetada que la nuestra se alzaría, hallando, como otras veces, ecos prolongados en la compasión y en la caridad. En medio del dolor que nos causa ver el estado aflictivo en que por falta de recursos se halla el hospital de la Coruña, creemos firmemente que no se cerrará.

Hemos hecho este imperfecto bosquejo de la caridad en la Coruña, sin que al hablar de sus trabajos hayamos dicho quien ha tenido en ellos la principal parte; quién no se ha desalentado por ningún obstáculo; quién lo ha arrostrado todo por amor a los pobres, la ingratitud en las horas de injusticia, el contagio en los días de epidemia; no hemos pronunciado un nombre respetado por todo el que se respeta, emblema de consuelo y de esperanza para los que sufren, y de nosotros muy querido. Por serlo tanto, podría tener apariencia de parcialidad lo que dijéramos, y además no hace falta decir nada; el mayor elogio de quien le lleva, está en que ese nombre bendito lo leen aquí todos, sin que nosotros le escribamos20.

1.º de Octubre de 1870.




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¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!

Dícese que las corporaciones científicas y artísticas de París van a formular una protesta y comunicarla a todas las academias del mundo; una protesta en nombre del arte y de la ciencia, contra la destrucción que amenaza a las bibliotecas, a los archivos, a los museos, a tantos tesoros artísticos, científicos y literarios como encierra aquella gran capital. Está bien. Pero ¿no hay en aquel pueblo algo más precioso que los manuscritos y los cuadros, los fósiles y las estatuas? ¿No hay miles de criaturas inocentes, no hay santos amenazados de muerte? Los sabios alzan la voz en nombre de sus colecciones, ¿y el mundo no la levanta en nombre de la humanidad? Estamos esperando a que la diplomacia, esa decrépita de mala fama, ponga las cosas en orden. Estamos haciendo sumas y restas de muertos, heridos y prisioneros. Estamos calculando los grados de responsabilidad en que cada uno incurre y de culpa que cada uno tiene. Detestamos el exterminio y la violencia, sin hacer otra cosa para evitarlos que condenar a Napoleón, y acusar a Bismark y al rey Guillermo.

El rey Guillermo y Bismark. ¡Ah! El hombre es miserable, puesto que todo lo grande le trastorna. Un gran dolor, una grande alegría le sacan fuera de sí; un gran poder deprava su sentido moral. Desde que puede todo lo que quiere, quiere más de lo que debe; los omnipotentes no han tenido nunca conciencia21. Por eso es necesario que les hable, y que les hable muy alto, la conciencia de la humanidad, y que se les haga oír la voz del deber, que no se levanta ya en su corazón.

¿Por qué el rey Guillermo, que acaba de decir: «Yo no hago la guerra más que a Napoleón», caído éste, sigue abrasando a la desventurada Strasburgo, y marcha sobre París? ¿Por qué el mundo no le ha dicho: «¡detente!» Porque el mundo no cumple bien su deber, ni sabe hasta dónde llega su derecho; y cuando la Prusia dice que no quiere intervención de nadie, parece dispuesto a tomar un error de la voluntad por una ley de justicia.

Cuando dos hombres, ciegos de cólera, se golpean, se hieren y van a matarse, toda persona razonable tiene el deber y el derecho de apartarlos. Pero no es esto, es mucho más que esto. No son dos hombres, son dos pueblos. Tomando la voz del uno, y probablemente contra su voluntad, se ha provocado la lucha; los que no la querían, los que protestaron contra ella, se ven hoy obligados a sostenerla. Rotos los ejércitos de Francia, invadidas sus ciudades, destruidas sus plazas fuertes, parece que no se trata de vencer a un pueblo, sino de rematarle, y el mundo no dice: «¡Basta!»

¿Para cuándo son los gritos de la opinión pública y las protestas? Hay manifestaciones de partido y de bandería, y no se promueve una en nombre de la humanidad. Convocadla, hombres generosos de todos los pueblos. Póngase de acuerdo por el telégrafo la justicia internacional. Que en un día, en una hora, se reúnan todos los que tienen entrañas, en ambos mundos; que escriban en su bandera: PAZ A LA FRANCIA; que alcen la voz y digan: «¡Basta!» Que extiendan la mano y amenacen al que se obstine en la guerra con la maldición del mundo, y esta voz de millones de conciencias no será, no puede ser sofocada por el estruendo de la artillería.

La Francia se encuentra en una situación horrible: sus ejércitos y su Gobierno, todo ha caído en un día; y la anarquía fatal, inevitable, impera, cuando se necesitaba un poder de hierro. Los blancos, que la arrastraron al abismo, la abandonan; los rojos la amenazan; el extranjero avanza como suben las aguas de una inundación; es una hora de dolor supremo, como han sonado pocas para ningún pueblo, en que la pasión grita, la prudencia calla, la fuerza oprime, la desventura llora, la resolución vacila, y hasta el valor tiembla.

¿Y no ha de movernos a piedad desventura tan inmensa? ¿No tenderemos una mano compasiva a estos fuertes que han mordido el polvo? ¿No se alzará la opinión pública de todos los países para imponer a todos los Gobiernos la necesidad de que ellos impongan la paz? ¿Verá el mundo prolongarse esa lucha impía sin ponerle término, como debe y como puede hacerlo? ¿Es honrado no apartar a dos que luchan, cuando uno yace por tierra? ¿Es prudente no poner coto a la embriaguez de la victoria? ¿Es razonable consentir por más tiempo el trastorno general de todas las transacciones? La justicia y la utilidad, ahora como siempre, son una misma cosa: haga el mundo oír la voz de su justicia, y todos, todos sin excepción, hallarán su conveniencia. Auxiliemos a los franceses, para que no sufran en toda su crueldad la ley del más fuerte; ayudemos a los prusianos a vencerse a sí mismos, cosa más difícil que triunfar de sus enemigos y no menos necesaria, porque el desenfreno del poder, por un camino o por otro, arrastra al abismo. ¿Están intratables los vencedores? Poco importa. Ya escucharían si en nombre de todos los pueblos les hablase la voz del deber; ya rendirían las armas para hacerle honor si apareciese delante de sus tiendas en toda su majestad la conciencia del mundo.

¡Mísera Francia! ¡Terrible pena ha recibido el pecado de tu soberbia! Tus hijos, insensatos y culpables, han atraído sobre ti la inmensa desventura en que ves perecerá tus buenos hijos; y, lo que es más triste, al dar cuenta de tu desastre, no puedes decir lo que después de su derrota escribía a su madre tu rey caballero. Brillante y poderosa, se celebraban hasta tus vicios; caída, se desconocen tus virtudes; tienes detractores como todos los desgraciados; y las almas pequeñas se olvidan de que eres un gran pueblo. Te acusan de haber escrito libros malos, sin recordar tus buenos libros. Te acusan de extender el imperio de la moda, sin recordar que has generalizado la ciencia. Te acusan de impiedad, sin recordar que tu genio cosmopolita, derramando mucho bien sobre la tierra, debía también llevar el mal, en la medida que no es dado evitar a la humana miseria. Te acusan de aplaudir tus deshonestas bailarinas, sin recordar que has dado al mundo las Hermanas de la Caridad. En tus carnes vivas, y a impulsos de generosas aspiraciones, has hecho experimentos terribles; y hoy se clama contra tus ejemplos malos, olvidando tus fecundas lecciones. En tu lengua se entienden los pueblos para denigrarte; e arrojan a la frente unos cuantos nombres viles, sin ver las sagradas sombras de tus sabios, de tus santos y de tus invencibles. Al empezar la lucha no tenías razón; acaso va a dártela el vencedor abusando de la victoria. Cuando te ve en una hora tan terrible, dividida, destrozada, agonizante, y sigue marchando, y amenaza clavar su hierro en tu corazón, se parece a esos hombres siniestros que llegan a la playa durante la tempestad para despojar a los náufragos. Si continúa por ese desdichado camino, la historia dirá que Prusia prodigó sus tesoros y vertió a torrentes la sangre de sus hijos para cubrirse de vergüenza. Aún es de esperar que no merezca ese terrible fallo, y que no quiera poner el pie sobre tu cuello. Si así no fuese, gime, Francia desventurada, pero no desesperes. Tú volverás a ser grande, dichosa y respetada; entonces ten presente esta lección terrible; no llames ley a la fuerza ni oprimas a los débiles. Aquel día te echaremos en cara tus faltas y tus vicios; hoy sólo podemos recordar con respeto tus virtudes y con lágrimas tus dolores.




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El trapero

Al ver el título de este artículo, el lector esperará probablemente un artículo de costumbres; y si tuviéramos talento a propósito, bien podía hacerse con ese personaje que recorre las calles ridículamente ataviado con prendas de todas formas, clases y tamaños, encasquetándose dos o tres sombreros, y con más apariencia de candidato para Leganés o de percha ambulante que de persona cabal. Sería curioso seguirle en sus excursiones matutinas, dispuesto a comprar todo lo que se le venda de balde, afirmando por la mañana la completa inutilidad de los objetos que compra, y encareciendo por la tarde, cuando quiere venderlos, su mucho valor e infinitos usos a que pueden destinarse. No sabemos si su industria podría clasificarse entre aquellas que llamaba Fígaro: Modos de vivir que no dan de vivir, y que más que de oficio honrado, tienen visos de vagancia disfrazada, si no de otra cosa peor. Hace treinta años vivíamos en Madrid en una calle céntrica, y no pasaba por allí más que un trapero, ahora estamos en una muy apartada, y habiendo estado con cuidado dos días a ver los traperos que pasaban, hemos contado uno nueve y otro doce. ¿Cuántos habrá en Madrid? No entraremos en consideraciones sobre esta industria, ni investigaremos las causas que la han hecho tomar tal incremento, porque esto nos llevaría muy lejos de nuestro propósito, que es considerarla bajo el punto de vista de la caridad.

¿De la caridad? se nos dirá tal vez. ¿Qué tiene que ver la caridad con los traperos? Mucho, y tanto que no existirían si hubiera caridad reflexionada, de esa que observa, investiga, razona y tiene el entendimiento por auxiliar de la buena voluntad. Por regla general, los muy pobres no venden nada al trapero; los que le abastecen son personas mejor o peor acomodadas, pero que no están en la última miseria, y criados que utilizan la prenda muy usada o el utensilio inútil que han recibido de sus señores. Esta prenda o este utensilio, en vez de ir directamente al necesitado, va al sirviente o a otro cualquier favorecido, que no se halla muy necesitado; luego al trapero; después al que tiene puesto de ropas y objetos viejos, de modo que, saliendo gratis de manos del señor, llegan a las del pobre por un precio relativamente subido, y más, cuanto mayor es la miseria general y la dificultad de adquirirlos nuevos. Muchas veces hemos notado la carestía de las prendas usadas, haciendo una adición mental a las leyes de la circulación de la riqueza con la circulación de los desechos, que comprados por el trapero pasan por tres manos, desde que salen de las del rico hasta que llegan a las del miserable.

No sé dónde hemos leído que pocas cosas necesitan reflexionarse tanto como una buena acción; y así es la verdad. Por poca importancia que tenga un don, no debemos hacerle nunca sin pensar quién le necesita y a quién puede ser más útil. Cuando se da una prenda o utensilio de desecho, debe darse al que la utiliza directamente. Bien poco trabajo cuesta ver el pobre a quien viene bien nuestro vestido o nuestro calzado, porque el que da sin reflexión puede decirse que tira. Damos, por ejemplo, los desechos de un niño a un adulto, que los vende por casi nada a otro que los vende más caros, y el que se los compra exige que se los pague por mucho más de lo que valen la triste madre del niño pobre, que se aflige de verle desnudo y no puede vestirle con ropa nueva. Esteramos, dejando los pedazos de estera vieja a un mozo que tal vez no tiene casa ni hogar, y los vende por un vaso de aguardiente, en vez de darlos a una pobre familia, que abrigaría con ellos su fría vivienda; no reflexionamos que en el rigor del invierno va mucha diferencia de tener los pies en el ladrillo a ponerlos en la estera vieja que, tirada por nosotros, se vende a un precio que por ínfimo que sea no puede pagar el pobre.

La industria del trapero se sostiene, pues, por los que dan sin reflexión, y por los que venden casi de balde por codicia culpable y por ligereza, que tampoco está exenta de culpa. Si pensaran que lo que a ellos les vale cuatro cuartos lo cuesta al pobre cuatro reales, buscarían la bendición de un desvalido, de mucho más precio que los ochavos morunos del trapero.

Creemos haber probado en estas breves consideraciones que puede mirarse bajo el punto de vista de la caridad esa industria, tan perjudicial a los que sufren en la miseria. En su nombre y por su bien, declaremos la guerra al comercio que con ella especula. Entre el que desecha un vestido y el que está desnudo, el intermedio no debe ser el trapero, sino la compasión.




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¡Socorro a Barcelona, Alicante y Valencia!

La guerra franco-prusiana ha causado y está causando, entre otros muchísimos males, el de familiarizar nuestra sensibilidad con cuadros horrendos de muertes y desolación, al lado de los cuales parecen pálidas las pinturas más vivas de los mayores infortunios. Las ciudades que se hunden bajo los proyectiles traidores, los habitantes que huyen, los campos que se talan, los pueblos que arden, los combatientes que caen; todo ese estruendo homicida, que convierte las comarcas florecientes en tierra de luto y desolación, los sembrados en mataderos y los surcos en sepulturas; todo este horrible espectáculo, al mismo tiempo que nos impresiona, nos habitúa a la vista del dolor en una escala inmensa, y nos predispone a sentir con menos vehemencia infortunios que en otra ocasión nos hubieran conmovido profundamente. Daño gravísimo, porque compadecemos según sentimos, y auxiliamos según compadecemos.

Ese polvo del combate, ese humo de la pólvora, esos vapores de sangre, al través de los cuales nuestra imaginación ha penetrado tantas veces, ¿no influyen algo, no influyen mucho para que no nos aflijamos tanto como deberíamos ante el doloroso cuadro que presentan nuestras provincias marítimas de Levante? Barcelona, Alicante y Valencia no escuchan el estruendo del cañón, ni ven el brillo siniestro de las armas, ni tienen que abrir sus puertas al invasor victorioso; pero acerquémonos a esas ciudades que la guerra no aflige con sus horrores, y veremos otros tan dignos de lástima y no menos necesitados de auxilio. Cuando los capitales emigraban o se escondían y faltaba trabajo; cuando las huelgas privaban al jornalero de su jornal, y tal vez de las simpatías de que tanto necesita en la hora de la desgracia; cuando las malas cosechas habían hecho salir cientos de millones, en vez de entrar, en pago de nuestros cereales; cuando el desquiciamiento de la Hacienda, la penuria del Tesoro y la falta de equidad en la distribución de sus mermados recursos sumía a clases numerosas en la miseria; cuando la guerra entre Alemania y Francia interrumpía nuestras relaciones mercantiles con esta última, causando grandes perjuicios a muchos puertos del Mediterráneo, en esta situación aflictiva y verdaderamente angustiosa, llega la peste, enemigo invisible que siembra en silencio la desolación y el espanto. Al acercarse los prusianos a las ciudades francesas no han salido sus habitantes en tanto número como los de Barcelona, Alicante y Valencia aterrados por el temor del contagio. La gente bien acomodada emigra, y los pobres a quienes daban trabajo o limosna quedan en el más terrible desamparo. La epidemia es contagiosa; se la quiere poner coto con la incomunicación, y el aislamiento interrumpe el comercio, paraliza la industria; puede decirse que casi mata la vida social. Se cree que hay focos de donde el mal parte; para destruirlos se arranca a los habitantes a sus hogares, y aplicando a la letra el salus populi, barrios enteros quedan vacíos trasladando a sus pobres moradores a parajes más salubres. Sus trabajos habituales se interrumpen, y tienen que vivir en triste ociosidad a costa de las rentas públicas. Las corporaciones provinciales y municipales, que carecían de recursos y no podían cubrir los gastos de los establecimientos benéficos, tienen que acudir a este gran desastre, en que a tantos miles de voces que piden pan o trabajo responden tan pocas ofreciendo limosna y jornal. La miseria está sirviendo de poderoso auxiliar al contagio; ¿y esta verdad sencilla y sabida de todos no dice nada a nuestro corazón y a nuestra conciencia? ¿Qué diríamos del que pudiendo llevar fácilmente auxilio a una ciudad hermana y sitiada la dejara perecer en el abandono? Pues esto dirán de nosotros Valencia, Alicante y Barcelona si permanecemos indiferentes a su terrible infortunio, y si cada cual, en la medida de sus fuerzas, no procura darles algún consuelo. Los que allí permanecen luchando con la peste y la miseria, si lo hacen por deber cumplen uno de los más duros, si por caridad dan un alto ejemplo, y dignos son en todo caso de que les tendamos una mano fraternal y les enviemos la expresión de nuestra simpatía; y aquellos a quienes encadena la pobreza a los lugares en que se cierne la muerte bien merecen que les alarguemos una limosna. No hace mucho la hemos pedido en nombre de los heridos extranjeros y no se nos ha negado; hoy la demandamos para los que el contagio diezma o reduce a la miseria, Valencia, Alicante y Barcelona, con las casas de sus pudientes cerradas, sus pobres hambrientos, sus barrios en que no ha quedado morador alguno y sus cementerios que poco a poco va poblando la epidemia, tan dignos de lástima son como esos pueblos de Francia ocupados por el invasor victorioso. Acudamos a su infortunio, hagamos de este auxilio caso de honra; que si ante el extranjero en armas, el honor es la lucha, ante la epidemia, el honor es la caridad. Mengua sería que miráramos impasibles cómo la miseria se hacía aliada de la muerte, sin que nuestra compasión llevase ningún socorro a la vida; mengua que, porque el contagio no puede llegar a la tierra que habitamos, la compasión no llegase tampoco a nuestro corazón.

Todos debemos auxilio a esas ciudades atribuladas, pero muy particularmente sus hijos y habitantes que de ellas se han alejado. Dicen que en Valencia se exigen algunos reales a los que huyen; nosotros, en vez de imponer una contribución, les diríamos: «La ciudad te dio albergue muchos años, tal vez toda la vida; te dio sus hijos para que te sirviesen y auxiliasen; te dio su aire, su sol, sus flores, sus alegrías, cuando las tenía. Hoy llora, y tú la dejas: no te acusa, el heroísmo no obliga; pero al alejarte, al romper el día del dolor los lazos formados en la prosperidad, no te apartes indiferente de tus hermanos atribulados; no les niegues un socorro que haga menos triste el conflicto que no pueden evitar como tú. Si tienes corazón y conciencia, alarga una limosna; si no, di tu nombre, para pedir a Dios que te perdone.»

Nuestra voz, aunque débil, se levanta por si logra despertar otras que deben hallar más eco, y de lo más íntimo de nuestro corazón decimos: ¡Socorro a las ciudades atribuladas! ¡Socorro a Barcelona, Alicante y Valencia!




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La llama del hogar

En una noche friísima de invierno, una mujer estaba al lado de una chimenea recibiendo su benéfico calor. No había más luz en la estancia que la incierta e intermitente producida por la llama del carbón de piedra. La mujer, silenciosa, con los ojos fijos en el fuego, parecía leer allí alguna grave sentencia, hallar la definición de algún difícil problema, o querer penetrar algún hondo misterio; tanta era su atención, su inmovilidad, y ese aire y ademán que tiene una persona cuando por su frente contraída que apoya, pasan ideas que dejan una huella profunda. En su preocupación no oyó los pasos de una anciana amiga, la cual tuvo que hablar para que su presencia no pasara desapercibida, entablándose entre las dos el diálogo siguiente:

ANCIANA.-  La obscuridad, amiga del reposo, veo que ha llamado al sueño.

MUJER.-  No es verdad, amiga mía, no duermo. La obscuridad a veces adormece los pensamientos, otras los aviva; además de que aquí no es completa, el fuego da luz.

ANCIANA.-  Incierta y escasa.

MUJER.-  Pero que tiene para mí un grande atractivo; podría decir una especie de encanto.

ANCIANA.-  ¿Hasta ese punto te agrada?

MUJER.-  ¡Oh! sí. Primeramente, la habitación, los muebles, todo es mayor en apariencia; las cosas como las personas, cuando la luz las baña por todas partes, cuando se ven bien, parecen más pequeñas. Después, los objetos tienen contornos indeterminados, que la imaginación puede variar o completar a su gusto. Ella da formas artísticas a las obras apelmazadas de los artesanos, convierte los cristales en lagos, y en frescos de gran mérito los mamarrachos del papel. Para los aficionados a la decoración lujosa y elegante es grande esta ventaja; yo prescindo de ella.

ANCIANA.-  ¿Cuál sacas, pues, de la obscuridad?

MUJER.-  El ver en ella distintamente la forma e intensidad de la llama, su color, sus vicisitudes, que son muchas y variadas. Esa cosa impalpable que brilla y quema, parece como un intermedio entre el mundo de la materia y el mundo inmaterial; unas veces asemeja a espíritus que, venidos de distintas regiones, se comunican sus goces o sus penalidades desde que dejaron la tierra; se amonestan, se desalientan o se conforman con relatos portentosos; vacilan o perseveran; tienen dudas o afirmaciones enérgicas; palpitan al recuerdo de un horrendo martirio o de una dicha inefable; y después de haberse comunicado grandes verdades y revelado grandes misterios, se despiden citándose para la eternidad. Otras veces son ideas. Aparecen tímidamente, y hallando en derredor frialdad, se apagan al instante; vuelven a aparecer, hallan un poco de calor, y duran algo más; así van apareciendo y desapareciendo, teniendo cada vez mayor brillo, hasta que al fin penetran, iluminan y encienden esa masa negra y fría, que comparo al mundo cuando se niega a recibir la verdad. Cuando las llamas son sentimientos, sufren mayores vicisitudes.

Ya aparecen, hallan otras a que se unen, adquieren gran incremento, despiden calor y luz intensa, parece que van a ser eternas, y de repente se apagan.

Ya se presentan con colores extraños y formas indeterminadas, tantean aquí y allí dónde hallarán elementos de vida, y la suya apenas tiene ya fuerza para utilizarlos cuando los hallan.

Ya brillan un momento con luz deslumbradora, y después se convierten en humo.

Ya tímidos, temblorosos, vagos, están aislados por círculos de frío y obscuridad, y se extinguen sin haberse comunicado. A estas pobres llamas solitarias se une mi pensamiento, las personifico, las pongo un nombre, les doy un cuerpo, y hasta ojos para que lloren su suerte desdichada; y cuando se apagan las sigo a otros mundos que deseo, donde ninguna llama pura se extingue.

A estas luces acompañan también ruidos significativos, castañeteos como de risas sarcásticas, respiraciones suaves o agitadas, y a veces algo parecido a un gemido, a un ¡ay!... ¿Te sonríes de los extravíos de mi mente?

ANCIANA.-  Al contrario, me aflijo de que la llama del hogar diga tanto a tu fantasía y tan poco a tu corazón. Escucha. Yo vengo ahora de una buhardilla por donde pasa el tubo de tu chimenea. Allí viven un hombre y una mujer septuagenarios, hijos del mismo padre, y de Dios como tú. Su vida está pura; han trabajado mientras tenían fuerzas; ahora, que les faltan, padecen miseria y tienen frío; el triple frío del invierno, de la falta de alimento y de la edad. Cuando tu chimenea se enciende, se acercan al tubo a recibir el poco calor que despide: éste es el único medio que tienen de calentarse; aplican sus yertas manos y su cuerpo entumecido al metal, y dan gracias a Dios por aquel pequeño consuelo. Ni la envidia ni el despecho les inspira un sentimiento hostil hacia los que allá abajo, llenos de comodidades, se sientan cerca de ese fuego, de cuyo calor les llega una parte tan pequeña. Impresionada mi alma por esta desgracia y por esta resignación, al ver el fuego de tu hogar también me han hablado las llamas.

MUJER.-  ¿Y qué te han dicho?

ANCIANA.-  Me han dicho que estamos en Noviembre; que los favorecidos de la fortuna visten sus casas; esto no está mal, siempre que se acuerden de que hay muchos pobres que están desnudos. No se les pide que se despojen de todo lo necesario para su comodidad y aun para su ostentación, sino que busquen en sus baúles, en sus cómodas, en sus armarios, todo lo que está allí sin uso, y lo distribuyan entre los pobres a quienes pueda ser útil. Que a la entrada del invierno pasemos revista a nuestro equipo, y separemos lo que podamos excusar, para abrigar al desdichado. ¿Qué se ha hecho de nuestro corazón si nos complace más la idea de las ropas guardadas que cubriendo la desnudez del pobre? ¿Qué se ha hecho de nuestro corazón, si cuando arrecia el viento del Norte y cae la lluvia o la nieve, calientes en el mullido lecho olvidamos a los que tiemblan de frío, y no necesitamos para gozar el bien que tenemos del recuerdo del que hemos hecho? ¡Ah! Cuando la muerte nos hiele a todos, a los pobres como a los ricos, mucha ropa ha de sobrarnos si hemos sido más avaros de trapos que de bendiciones.

Los teatros se abren y se llenan; si el espectáculo es honesto, no digo que no vayáis; pero al asistir a los dramas inventados por los poetas, pensad en tantos otros dramas que la miseria crea; y si al pagar el billete no apartáis una moneda para el pobre, aunque durante el espectáculo os indignéis contra la perversidad y os entusiasmen los sentimientos generosos, no imaginéis tened un corazón bueno; vuestra sensibilidad es de grande espectáculo, y vosotros cómicos de virtud.

Los salones reciben a los elegantes; los que daban trabajo despiden a los pobres. Las obras se paran o no se emprenden en el invierno. El frío da hambre, el hambre da frío; cuando hay más necesidades tienen los desvalidos menos medios de satisfacerlas, y en la época de los convites y de los tes, carecen del necesario alimento, y beben en el cáliz de su existencia atribulada la hiel de todas las amarguras. No so trata de suprimir los teatros, los convites y las recepciones, sino de desterrar la indiferencia de los que en ellos gozan para los que sufren; no se pretende pedirle a la naturaleza humana lo que no pueda dar, sino aquello que posee y se halla en estado de conceder a poca costa; no se le exige heroísmo, sino honradez; no se le ordena que renuncie a las alegrías, sino que no se entregue a ellas como si en el mundo no hubiera dolores, y que en vez de apurar la copa del placer, deje en el fondo algo que, compartido con el triste, evite al dichoso la saciedad y al desdichado la desesperación.

Esas llamas débiles, vagas, azuladas, que vacilan y desaparecen, recuerdan a los que, temblando y lívidos, piden socorro y son arrojados por la dura indiferencia. Esas que brillan y se apagan en seguida, son como esos corazones que, agitados un instante por generosos sentimientos, vuelven a caer en culpable egoísmo. Esas que arrojadas de un lado aparecen en otro, y se reúnen, y se multiplican, y se propagan, y dan luz y calor, son como las almas compasivas y elevadas, que buscan el bien sin reparar en dificultades y venciendo los obstáculos que siempre halla, que rodean a la indiferencia y a la apatía, la encienden, y consiguen obras de piedad y frutos de consuelo. Esos cuerpos incombustibles en medio del fuego, que sólo sirven para manchar o interceptar el aire, se parecen a los corazones insensibles, que ningún dolor conmueve. Todo ese fuego, tan brillante, tan grato, tan vivificador, me recuerda los seres que tiemblan ateridos. Ya ves que también para mí tienen su lenguaje las llamas del hogar.

MUJER.-  Sí, lenguaje que importa que todos escuchemos, en vez del que a mí me hablaban, y que nada se pierde en que de nadie sea oído. No sé lo que dirán a mi imaginación en adelante esas llamas, pero creo que siempre habrá una que me diga: Los pobres tienen frío. Creo que entre esos cuadros que con la luz incierta forja mi fantasía, estará siempre esa chimenea, enfrente a la cual está sentado un dichoso de la tierra, y a la extremidad de cuyo tubo busca un poco de calor un desdichado. ¿Seré yo más cruel que el aparato de metal, y me negaré a dar lo que no necesito?

ANCIANA.-  No lo seas. Que la llama del hogar te recuerde que la de la caridad debe arder en tu pecho; que al verte a cubierto de los rigores de la intemperie, procures mitigar los del infortunio y que en premio de tu bondad, cuando sientas frío en el corazón, hallas en otro la llama de algún amor santo que te vivifique y conforte.

Este diálogo nos ha parecido propio de la estación y de La Voz de la Caridad.

1.º de Noviembre de 1870.



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La caridad en la guerra

España, en medio de sus infortunios, y contando con un corto número de secciones de la Asociación para socorro a los heridos en campaña, lejos de permanecer indiferente a ese gran infortunio que se llama guerra entre Francia y Alemania, da pruebas de que le compadece y deplora.

El comité de Guipúzcoa ha abierto una suscripción, encabezándola con 2.000 reales. Pasan de 12.000 reales los que lleva recaudados el comité de Navarra, y la sección central de Señoras ha remitido 52.000 reales a la Agencia internacional de Basilea. Las Señoras de la sección central de Madrid han acompañado su donativo con la siguiente carta:

«Señor Presidente del Comité internacional.

»Cuando estalló la guerra entre Francia y Prusia, las Señoras que componemos la Sección central de España para el socorro de los militares heridos nos habíamos reunido una sola vez; apenas constituidas, aplazamos nuestra organización para el otoño, dispersándonos como sucede siempre durante el verano, y nos hallábamos unas en las provincias y otras en el extranjero. Apenas vueltas a Madrid y antes de organizarnos definitivamente, nuestro primer pensamiento ha sido para las víctimas de la guerra franco-prusiana, y nuestro primer deseo darles una prueba, aunque débil, de que no las vemos caer con indiferencia.

»Creemos que la neutralidad a los ojos de la compasión significa para entrambos, y que no nos ha dado Dios el vapor y la electricidad solamente para aumentar goces e intereses, sino más bien para multiplicar simpatías, y para que, suprimiendo las distancias más que de los hogares de los corazones, no miremos como extraño a ningún hombre de ningún país, sobre todo cuando sufre.

»Animadas por estos sentimientos, quisiéramos ofrecer a nuestros hermanos de Francia y Alemania un cuantioso donativo; pero tenemos guerra en América, peste en las provincias de Levante, miseria en todas. No hemos podido pedir a la nación lo que en su angustia no puede darnos, y nuestra ofrenda es el producto de nuestros medios personales y de la generosidad de algunos amigos: lo decimos, no para encarecer su mérito, sino para disculpar su pequeñez. Cuando se refieran los esfuerzos de la institución más humanitaria de nuestro siglo, y los prodigios de la caridad disputándole sus víctimas a la guerra; en este concierto sublime de los más generosos sentimientos, pueda decirse que se oyó también la voz de España, débil como suele ser la de los afligidos, pero acorde con la del mundo civilizado y cristiano.

»Al distribuir, señor Presidente, entre los dos campos y por partes iguales nuestra humilde ofrenda, decid que va con ella nuestra más enérgica protesta contra la guerra, nuestros más fervientes votos en favor de la paz; decid que los ¡ayes! de los heridos resuenan en el corazón de las mujeres españolas, que lloran con las madres de los muertos.»






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La muerte del justo22


   Los que no veis en el hombro
sino inclinaciones malas,
puestas por obra en el curso
de una vida depravada;
los moralistas sombríos,
que miráis la especie humana
por un prisma ennegrecido
que la obscurece o la mancha;
los que enaltecéis del vicio
la omnipotencia y la magia;
los que negáis la virtud
por no tener que imitarla,
dejad vuestro gabinete,
venid conmigo a esa casa,
empujad la débil puerta,
llegad a esa pobre cama,
mirad a ese moribundo,
ved en su frente la calma,
bendiciones en sus labios
y en su pecho la esperanza.
Es Miguel, el pobre ciego,
con tanta luz en el alma
que muchas cosas obscuras
cerca de él parecen claras.
Miguel, el ciego ebanista,
que no ha mucho trabajaba
con destreza portentosa,
con incansable constancia.
Ora atento a su obrador,
Ora en la calle, en la plaza,
era de su enferma esposa
como el ángel de la guarda.
La pobre mujer no tiene
muy firme su razón clara,
y aquel mental extravío
toma cien formas extrañas.
Él con cariño la escucha,
él con cariño la aplaca
él con cariño la vuelve
la dulzura que le falta:
que es gran médico el amor
de los enfermos del alma.
Dos seres débiles, pobres,
ella la mente extraviada,
él sin vista, son dichosos,
y al Señor tributan gracias.
Dichosos por el trabajo,
el amor, la virtud santa:
grande lección para el mundo,
si el mundo quiere tomarla.
Mas la dicha acá en la tierra
es flor que no se aclimata;
pronto marchitan sus hojas
el huracán y la escarcha.
Y cuando el pobre Miguel
seguro en su bien descansa,
llega a posarse en su frente
la mano de la desgracia.
Está enfermo, está muy grave,
ya no sale ni trabaja,
sus fuerzas se debilitan
y sus recursos se acaban.
Ve muy cerca la miseria,
empieza el triste a tocarla,
y la sufre, y se resigna,
ni un ¡ay! ni una queja exhala.
Acepta las rudas pruebas
cual los bienes aceptaba,
y a Dios dirige fervientes
sus cánticos de alabanza.
Un día... Miguel es hombre,
le aflige su suerte infausta,
tiembla por su compañera...
ve el porvenir que le aguarda...
oye en la puerta ruido...
siente una emoción extraña...
Abre, apresúrate a abrir;
es la caridad quien llama.
¡Mírala! viene amorosa,
y tus dolores acalla;
reviste todas las formas,
en todos los tonos habla.
Es el humilde artesano,
es la señora encumbrada,
y el de limitado ingenio,
y el que mucho se le alcanza.
Es el aturdido joven,
y el tierno niño y la anciana;
son todos, es el buen Dios,
que cerca de ti los manda.
Tú en el lecho de agonía,
tu pobre mujer postrada,
ningún recurso tenéis
y ninguna cosa os falta;
que es la compasión quien pide
y es la caridad quien paga.
La que nunca piensa mal,
aquella que no se cansa,
y te acude, y te rodea,
te sostiene, te acompaña,
de Enero en los tristes días,
de Enero en las noches largas,
sin que recibas el frío
de una mano mercenaria.
Lo que en cuidados recibes
bien en ejemplos lo pagas:
grande, sublime, le ofrece
tu resignación cristiana.
Es tu dolencia penosa,
tu agonía prolongada,
y ni el dolor ni la muerte
una queja, un ¡ay! te arranca.
Con tus ojos que no ven
en el infinito hallas
un rayo de luz divina
que en tu frente se retrata.
Sientes que llega la muerte,
no tiemblas al contemplarla,
y tu voluntad sumisa
ni la teme ni la llama.
Sólo te aqueja la idea
de ta esposa abandonada,
falta de razón y enferma
y rendida en una cama.
¡Pobre Miguel! no te aflijas,
te damos nuestra palabra
de acudir en su quebranto,
en sus males de cuidarla,
y aquí no ha de haber ninguno
de condición tan villana
que no cumpla una promesa
sobre un sepulcro empeñada.
Tú lo comprendes así,
¡pobre Miguel! muchas gracias.
Parece una bendición
esa dulce confianza
con que partes de la tierra
llano de paz y de calma.
¡Oh! cuando estés en el cielo
verás que no te engañabas.
Ya tu débil voz se extingue...
ya es vidriosa tu mirada...
ya tu corazón no late...
calor a tus miembros falta...
ya tu pecho generoso
el postrer suspiro exhala.
¡Adiós! La paz del Señor
te acoja, en ella descansa,
y al ir a cerrar tus ojos,
los nuestros llenos de lágrimas,
en vez de rogar al cielo
por el perdón de tus faltas,
a implorar tu intercesión
pronto el corazón se halla:
que santo parece ser
quien tuvo muerte tan santa.
¡Adiós! nunca olvidaremos
tu fin, tus lecciones altas
el corazón las recibe
y en él se quedan grabadas.
¡Adiós, Miguel! tú pasaste,
mas tu memoria no pasa;
si no mármoles y bronces,
quedan para conservarla
el llanto de nuestros ojos
y el amor de nuestras almas.




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Un error del egoísmo

Nadie es tonto para su provecho. He aquí una frase vulgar que traduce una opinión generalizada, y tanto, que sostener la contraria parecerá tal vez un absurdo. No obstante, no vacilamos en afirmar que cuando se trata de su provecho, es cuando los hombres hacen menos uso de su cordura y de su inteligencia, y esta afirmación la confirma el estudio de todos los pueblos y de la mayor parte de los hombres.

La historia nos dice que todas las naciones, todas sin exceptuar una, en ningún país ni en ninguna época, todas han obrado a impulsos del fanatismo, la ambición, el amor a la gloria, el interés, la cólera, la venganza, el honor mal entendido, nunca llevadas por la razón; es decir, que la conclusión más evidente que se saca del estudio de la historia, es que los pueblos son tontos para su provecho.

Todos los hombres que pueblan las prisiones, y gran parte de los que ocupan las camas de los hospitales, han sido tontos para su provecho; pero prescindiendo de estos desdichados, bastante numerosos por desgracia, para probar la inexactitud de la frase que encabeza estas líneas; prescindiendo de todo lo que puede aparecer con el carácter de excepción, estudiemos la regla. Pasemos revista a las personas que conocemos mejor, y veamos cuál es su conducta tocante a las cosas que más han de influir en su felicidad; cómo cuidan de su salud; cómo siguen un oficio o una carrera; cómo se afilian en un partido; cómo eligen esposa; cómo educan a sus hijos; y de este estudio resultará, por regla general, que el hombre no es para nada tan tonto como para su provecho.

¡Qué de artistas, de hombres de ciencia, de políticos, de militares y de filósofos, acertados o sublimes al frente de la estatua que modelan, de las leyes que descubren, de las asambleas que ilustran, de los enemigos que vencen, del auditorio que arrebatan, y desacertados o insensatos en todo lo que a su bien interesa, es decir, tontos para su provecho!

¿Y por qué el sentido común habrá sancionado un error como verdad inconcusa? No comprendemos cómo ha podido generalizarse una opinión que los hechos contradicen; probablemente habrá contribuido a extenderla el considerar ese provecho para el que nadie es tonto, MATERIAL E INMEDIATO. Un jugador, por ejemplo, despliega gran sagacidad e inteligencia para ganar dinero, para no perderlo, para que nadie le engañe. Juzgado en aquel momento, y atendiendo a los medios que emplea para procurar la ganancia o evitar la pérdida de su dinero, seguramente nadie podrá decir que no comprende muy bien lo que le conviene, y no obstante, teniendo en cuenta toda la vida y el verdadero interés, los jugadores son tontos para su provecho, puesto que arruinan su fortuna, y muchas veces su salud y su honra, dominados por un vicio que ni aun placeres momentáneos proporciona, porque en vez de gozar al perder su dinero, como el glotón o el dado al lujo, el jugador rabia. Un enamorado pone en juego los medios más eficaces para poseer el objeto de su amor. Aquel hombre, observado en aquel momento, no es tonto para su provecho, que es unirse a la mujer que adora; y no obstante, aquella mujer le hará desgraciado, etc., etc.

El egoísmo, que se considera como el consejero más ilustrado y el guía más seguro, suele ser la causa de los errores más groseros y de los extravíos más fatales. No hace hoy a nuestro propósito considerarle bajo todas sus fases, y nos limitaremos a observar una que influye malamente en la práctica de la caridad. Es bastante común que los maridos, los padres, los hermanos mayores, todos los que tienen alguna autoridad en la familia, aparten a las personas que de ellos reciben órdenes o consejos, de ciertos actos caritativos que exigen cooperación personal. Mi hija o mi mujer, dice el padre o el marido, si se entregan a la práctica de la caridad, faltan de casa algunas horas en ciertos días, y esas menos me consagran. La obligación de casa es la primera, y no es razón desatender los propios por ir a cuidar los extraños.

Bajo el punto de vista del egoísmo, que es como lo consideramos aquí, parece que el cálculo está bien hecho, y no obstante va errado. Los buenos sentimientos, como las fuerzas físicas, aumentan ejercitándolos, disminuyen y casi desaparecen en la inacción. Una mujer siente el caritativo impulso de ir a visitar al pobre en su buhardilla, o de auxiliar al enfermo en su enfermedad, pero por no disgustar a su marido, le contiene, y permanece en su casa. Estos impulsos, comprimidos una y otra vez, son cada día más débiles, y concluye por saber que existen desgraciados sin pensar en llevarles consuelo, o por no acordarse de que los hay.

Es el bello ideal para el marido calculador, que además de no ver a su mujer distraída de su cuidado por ningún otro, encuentra una economía en las limosnas que deja de dar. Pero esta mujer, que no se acuerda de hacer bien, que no ejercita sus dulces y nobles sentimientos, que sólo se ocupa de sí y de su familia, concluye por endurecerse, y el marido egoísta no tardará en hallar otro egoísmo enfrente del suyo, y en ver a su lado una de esas personas que sólo son buenas para sí; es decir, que no son buenas para nada. Llega un día en que necesita abnegación y sacrificio, ¿cómo los hallará en aquella mujer que ha apartado constantemente del espectáculo de la desgracia, de la escuela del sufrimiento, que no ha aprendido por grados a inmolarse, que no tiene, en fin, el hábito de aceptar sufrimientos para consolar dolores? Dura y fría será la mujer que por mucho tiempo ve fríamente los dolores de sus semejantes, o los olvida.

Además, la desgracia es una gran maestra. La mujer que la ve y la consuela, no sólo educa su corazón, sino su entendimiento, y será no sólo mejor, sino más razonable e instruida. Un año de ver dolores da más experiencia que una vida entera pasada en las regiones tranquilas de la felicidad; y los caprichos y las puerilidades de que tanto se quejan los hombres hallan un gran correctivo en las lecciones solemnes que la compasión recibe del dolor como en pago del consuelo que le lleva.

Bajo el punto de vista pecuniario, las limosnas que da la mujer deben tener por resultado una economía para el marido. Raro será que la mujer caritativa no sacrifique alguna vez su capricho o su gusto en favor de los infelices que protege, y hela ya en el buen camino, que tiene también su pendiente rápida como el malo, y es posible que entre en la senda de una razonable economía la que suprime una gala por hacer una limosna. Es bien extraño y bien absurdo que los maridos que no murmuran contra los despilfarros del lujo, clamen contra los gastos de la caridad; sin notar que el pequeño vacío que dejan en el bolsillo, está más que compensado por las disposiciones que dejan en el corazón. De muchas casas sabemos que se han arruinado por el lujo de las señoras; nunca hemos oído decir que ninguna viniese a menos por las limosnas que la señora daba.

¿Qué diríamos de un padre que, para utilizar las fuerzas físicas de su hijo, le prohibiese ir al gimnasio, diciendo que allí las malgastaba sin emplearlas en algún efecto útil para el autor de sus días? Pues así se conduce el que, queriendo aprovecharse de los buenos sentimientos de los suyos, les prohíbe el ejercicio de la bondad, y se forja el monstruo imposible de criaturas llenas de abnegación en su casa y de egoísmo cuando salen de ella. No consiente la Providencia que haya tal discordancia en las armonías del mundo moral.

Calculadores todos que tenéis autoridad, y la empleáis en apartar a los que dependen de vosotros de las prácticas caritativas, vais errados. Y en nombre de vuestro egoísmo os conjuro a que variéis de conducta: porque sois malos, necesitáis más del auxilio de los buenos. Dejadlos que se ejerciten en la práctica de las virtudes que deseáis utilizar; dejadlos que aprendan a consolaros compadeciendo, a amaros amando: si no lo hacéis así, en el día de la prueba verán vuestros ojos el horrible reflejo de vuestro egoísmo, en vez de la llama divina de la caridad.




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La señora Condesa de Espoz y Mina

Comprendemos que puede haber escritores que tengan derecho a ocupar al público de sus dolores y de sus alegrías, personalidades poderosas, encarnaciones de ideas o de sentimientos que han conmovido las masas, inoculándoles alguna grande idea. Nosotros no podemos presentar títulos para reclamar este privilegio; nuestro dolor es nuestro sólo: no valemos tanto que exijamos la simpatía como derecho, ni tan poco, que la pidamos como limosna.

No es, pues, la amiga la que va a hablar de la señora Condesa de Mina; es la redactora de La Voz de la Caridad, que no correspondería a su nombre si no se congratulase de que la mujer que es toda caridad, se halla fuera del peligro que ha corrido, una existencia tan preciosa para los desgraciados. La que es ejemplo de todas las virtudes durante su vida, lo ha sido también al borde de la tumba; y en medio de terribles padecimientos no se ha desmentido ni un instante su fortaleza inquebrantable, su incansable paciencia, su modestia incomprensible y su bondad sin límites. Siempre ha parecido más ocupada de las molestias que causaba que de los dolores que sufría. En las tristes horas que el sufrimiento hacía eternas, tenía presentes siempre aquellas en que debían comer o descansar los que la cuidaban; la que no había mirado con indiferencia ninguna desdicha, veía con asombro que inspirase interés la suya; atribuía a bondad ajena, no a mérito propio, la simpatía que inspiraba, recibiendo como gracia todo lo que se le debía de justicia. Esta amenaza de la muerte ha servido para hacer como un resumen de su vida, para poner en relieve todas las altas cualidades de su natural angélico, y también para darnos esas provechosas lecciones que se llaman grandes ejemplos.

Debemos consignar también otra lección que con este motivo hemos recibido del mundo, no tan perverso como dicen los que contribuyen poderosamente a pervertirle. La Condesa de Mina no tiene hijos, ni parientes inmediatos. Ha caído enferma en una casa de huéspedes, y en un pueblo donde estaba de paso; y en circunstancias tan desfavorables habrá en el mundo pocas, muy pocas personas, que hayan recibido cuidados más tiernos ni asiduos. En medio de las pasiones y de los intereses, entre las cuestiones políticas y sociales que agitaban los ánimos, había un grupo numeroso que rodeaba de una atmósfera de cariño, de respeto y de dolor la casa en que sufría aquella santa, y parecía delegado por la capital de España para tributar a la virtud el homenaje de la justicia. El telégrafo y el correo traían también de las provincias pruebas de afecto y simpatía; y al ver este cuadro armónico, no podía dejarse de exclamar: «¡El mundo no es tal, perverso!»

Nosotros damos gracias de lo más íntimo de nuestra alma a tantas personas como han sentido y llorado el peligro de la ilustre enferma, y han deseado prestarle algún servicio. Puede decirse que para ella no ha habido en esta ocasión extraños; no lo ha sido ni el portero de la casa que habita, ni las excelentes mujeres que la hospedaban. ¿Y qué diremos de la joven que la acompaña, y la ha cuidado como si fuera su madre? ¿Qué de aquel médico que no ha vivido más que para ella mientras ha estado en peligro y para cuyos cuidados no halla la enferma palabras, ni nosotros tenemos más que lágrimas? Si él no supiera lo que vale la vida que ha salvado, se lo dirían los que le rodeaban con ansiedad en los días del peligro, y hoy le dan mil plácemes.

A pesar de las injusticias del mundo, nadie que no los merece, recibe los homenajes de cariño y de respeto de que ha sido objeto la señora Condesa de Espoz y Mina.

15 de Diciembre de 1870.




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¡Falta uno!

Las tres decenas del Patronato de los Diez siguen consolando a sus patrocinados y auxiliándolos generosamente; cuando demos cuenta de lo que por sus pobres han hecho, se verá que merecen las bendiciones que de ellos reciben. La cuarta iba a instalarse. ¡Con qué gusto íbamos a decirle al pobre ciego y a su desventura familia: ya estáis amparados, y si no de la pobreza, de la miseria extrema os halláis a cubierto! Pero un contratiempo de familia pone en la necesidad de retirarse de la segunda Decena a una de sus más celosas socias; hay que cubrir aquel hueco, y los diez individuos de la cuarta quedan en nueve, y no puede instalarse. La Voz de la Caridad, que ha hallado siempre eco en sus buenos suscriptores, ¿se perderá esta vez cuando implora la compasión de las personas caritativas? ¡Hay tantas necesidades y hace tanto frío en aquella pobre buhardilla, cuya puerta se abriría para tantos consuelos si hubiera un corazón que se abriese a la piedad! Bendito sea anticipadamente el que sin duda llegará a decirnos: Que no se esterilice la buena voluntad de nueve personas, esperando inútilmente al décimo compañero. ¡Que la Noche Buena no sea tan mala para aquella desventurada familia! Ya podemos rodearla con nuestra protección y llevarle el aguinaldo de la caridad. Ya no falta ninguno.

1.º de Noviembre de 1870.




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Las Casas de Socorro de Madrid

La caridad en España


Para apreciar debidamente lo que son las Casas de Socorro, deben recordarse aquellos tiempos, no lejanos por cierto, en que no las había; aquellos heridos que era preciso llevar desangrándose, desde la puerta de Santa Bárbara, por ejemplo, al Hospital General; aquellos accidentados que se metían en una barbería, donde lo mejor que podía sucederles era no recibir auxilio alguno; aquellos conflictos, cuando no se hallaba médico en muchas horas para la enfermedad repentina y grave de un ser querido. Cuando esto se ha visto, se ha sentido y se recuerda; cuando se compara con el estado actual, en que el enfermo y el herido, a cualquiera hora del día o de la noche, hallan pronto y eficaz auxilio, cómo no exclamar: ¡Bendito sea mil veces el que tuvo el pensamiento de las Casas de Socorro, y benditos sean también los que las han planteado!

Las Casas de Socorro tienen el raro privilegio de ser objeto de los elogios más sinceros y de las más severas críticas; cosa extraña a primera vista, pero muy natural, a poco que sobra ello se reflexione.

La Casa de Socorro, tal como se halla establecida en Madrid, es a la vez un servicio público y un establecimiento benéfico. Es servicio público como el del empedrado o la limpieza, porque lo mismo el magnate que el de mediana condición, que el desvalido, si se dan un golpe, reciben una herida o tienen algún accidente en la calle, hallan pronto e inteligente auxilio a cualquier hora del día o de la noche. Ésta es la parte intachable de la Casa de Socorro y la que le ha granjeado los sufragios de la opinión, porque lo que es bueno siempre para todos, acaba por no recibir oposición de ninguno.

La Casa de Socorro es también un establecimiento benéfico. Se da asistencia facultativa gratuita a los pobres, medicinas, ropas y alimentos; y bajo este punto de vista, y como institución caritativa, da mucho que decir, porque realmente deja mucho que desear.

No vamos a dirigir severos cargos, ni a censurar a determinadas personas. ¿Para qué? El mal está principalmente en las cosas. El servicio público está bien; está al menos todo lo bien que puede estar en un país en que el público no se hace respetar bastante para que, al servirle, se tenga siempre gran cuidado de hacerlo con el mayor esmero, y donde sus buenos servidores no viven seguros de continuar en los cargos que desempeñan bien. Estas dos circunstancias han de influir malamente en las Casas de Socorro, como en todo, y teniéndolas en cuenta, podemos decir que el servicio público que prestan está bien. ¿Por qué su misión benéfica se llena mal? Porque la compasión no se manda ni se impone, ni la caridad puede ejercerse por medio de empleados. No es esto decir que no haya ninguno que la tenga, no; pero puede asegurarse que, en general, serán personas como todas las demás, sin una vocación especial para consolar a los afligidos, que es lo que se necesita en todo establecimiento benéfico, y muy particularmente cuando se trata de beneficencia domiciliaria. Detengámonos un momento a reflexionar sobre esta última circunstancia.

Hemos dicho hace años que un reglamento no puede ser más que el esqueleto de la caridad, tratándose de asilos benéficos; pero cuando se aplica a la beneficencia domellaría, ni un esqueleto será. En una casa de beneficencia puede establecerse una regla, puede vigilarse para que se cumpla, puede obligarse a que haya limpieza, a que los alimentos sean sanos, las medicinas según la farmacopea, a que el médico visite con exactitud, a que haya orden, en fin, y regularidad, al menos exterior y material. Una autoridad celosa puede conseguir todo esto cuando los pobres están reunidos, mas no lo alcanzará cuando se hallan diseminados, es decir, cuando se trata de la beneficencia domiciliaria.

El médico de la Casa de Socorro sale de mala gana a deshora de la noche a ver a un pobre; el caso urge, tarda en salir, va despacio, hace o no hace todo lo que puede, se detiene o no se detiene todo lo preciso. Cuando por primera vez visita a un desvalido, vuelve o no vuelve, porque él es el juez de la necesidad de su presencia. No decimos que por regla general haya faltas en este servicio, pero puede haberlas, y las hay algunas veces; y ni el reglamento ni la autoridad pueden seguir al facultativo en las calles apartadas y en las miserables viviendas, ni mandar inspeccionar el medicamento que no es lo que debiera ser, y pasa de la botica al estómago del paciente sin que nadie examine su buena o mala calidad, ni si la leche de burra llega tarde a los pobres y después que se sirve a los otros parroquianos, etc., etc. Podríamos extendernos más entrando en otros pormenores; pero creemos que basta lo dicho para que se comprenda que la Beneficencia domiciliaria se sustrae más que otra alguna a la inspección oficial, y necesita absolutamente de la caridad.

No queremos decir por esto que sea indiferente que los reglamentos sean buenos o malos; lejos de eso, desearíamos que los actuales se modificasen, y que, por ejemplo, uno nuevo prohibiese que se diesen por contratistas los socorros en especie, etc., etc.: bien están las buenas reglas en las cosas que a regla pueden sujetarse; pero mientras la caridad no entre en las Casas de Socorro, no saldrán de ellas consuelos eficaces para los desvalidos.

Algo de esto se comprendía desde su creación, puesto que además de los empleados retribuídos hubo visitadores, que desempeñaron gratuitamente su cargo, representando el elemento caritativo; pero no tienen bastante intervención ni bastante autoridad, ni disponen de recursos suficientes; de modo que el visitador, cuando quiere cumplir como debe, ha de sostener una continua lucha en que es raro que no sea vencido, y séalo o no, su influencia no es bastante poderosa para hacer triunfar la idea que representa. Además, los visitadores son nombrados por el Ayuntamiento, que podrá acertar algunas veces, pero que las más es probable que se equivoque, aunque no fuese más que por ser materialmente imposible que los encargados de la elección conozcan treinta o cuarenta personas en cada distrito con las cualidades que debe tener el visitador del pobre. Los alcaldes de barrio son visitadores, y no debieran serlo por sus muchas ocupaciones y porque varían con el Ministerio, teniendo un color político muy marcado, como los Ayuntamientos, y que influye en todos los nombramientos que hacen. El visitador del pobre debe estar muy lejos de recibir influencias políticas y de variar con el Gobierno, ni aun con la dinastía. Esto importa mucho, porque el visitador es la clave de la Casa de Socorro: si tiene celo e inteligencia, caridad y espíritu de justicia, todo irá bien; si le faltan, a pesar de cuantos reglamentos se hagan todo irá mal. Repetimos, pues, que en sus mejores tiempos, y cuando no carecían de recursos, la situación de las Casas de Socorro ha podido siempre expresarse así: Servicio público, bien. Institución benéfica, mal.

A estas consideraciones hay que añadir, en las actuales circunstancias, otra no menos importante. La falta de recursos del Municipio, que no le permite cubrir los muchos gastos de las Casas de Socorro, y vienen a ser casi nulas como institución benéfica. ¿De qué sirve, por ejemplo, que visite el médico, si no puede recetar la medicina que conviene al enfermo, porque no hay fondos para pagarla? Cuando esto sucede, puede considerarse el personal facultativo como un ejército bien instruido, pero sin armas.

Si entrara la caridad en las Casas de Socorro, enlazando el servicio público con la institución benéfica, recibiría gratis y aprovecharía grandes elementos, como la asistencia facultativa, edificio para consultas, depósito de ciertos objetos, centro adonde pudieran dirigirse los desdichados como los compasivos, y sobre todo, las simpatías del vecindario. En este sentido se ha hecho una tentativa que, por desgracia, no ha tenido resultado. Un año hará próximamente que el Ayuntamiento trató de reformar la Beneficencia municipal, y al efecto eligió una comisión mixta de concejales y personas de conocimientos especiales en el ramo de Beneficencia. Esta comisión nombró una subcomisión, compuesta de los Sres. D. Nemesio Carabias, D. Antonio Balbín y Unquera y don Eduardo Sánchez Rubio, encargada de formar un proyecto de reglamento, que presentó, se ha impreso, y como obra de personas tan competentes, es notable. Estamos conformes en casi todo lo esencial que proponen, aunque en algo disentimos, sobre todo en la parte práctica y forma de llevar a cabo el pensamiento, que es altamente benéfico, y puede resumirse en estas palabras: Grande importancia de la Beneficencia domiciliaria. Necesidad de enlazar la Beneficencia oficial con la caridad, hasta que ésta pueda atender por sí sola al socorro de los desvalidos.

¿Por qué el proyecto de reglamento para realizar esta idea, y presentado a la Municipalidad, no ha dado ningún resultado? No lo sabemos. Comprendemos que se hubiera modificado, pero que se abandone, no. La Beneficencia domiciliaria es la primera, es la forma más útil que puede tomar la compasión para socorrer la desgracia. Las Casas de Socorro necesitan, como hemos procurado demostrarlo, del concurso de la caridad, que no puede estar, generalmente hablando, representada por los empleados. La penuria del Ayuntamiento es grande. ¿Cómo, pues, parece haber caído en olvido completo un proyecto que procuraba ayudarle a llevar una pesada carga, ponía en el lugar que le corresponde a la Beneficencia domellaría, y como elemento indispensable con el auxilio de la caridad? Repetimos que no lo comprendemos, deplorándolo amargamente.

Sabemos que hay algunas personas caritativas que, doliéndose de la mala situación de las Casas de Socorro, y de los elementos de consuelo que en ellas se esterilizan, están resueltas a pedir al Municipio que permita en una la intervención de la caridad, representada por dos asociaciones, una de hombres y otra de señoras, que procurarán allegar fondos, encargándose de la parte concerniente a la beneficencia. Ya comprendemos que se presentarán dificultades para formar, enlazar y establecer armonía entre el servicio público y la institución benéfica; pero ¿qué obra buena se lleva a cabo sin obstáculos? ¿No está admitido el principio en la creación de los visitadores? Al crearlos, ¿no reconoció el Municipio su impotencia para practicar la caridad por medio de sus delegados? Y este Ayuntamiento que inició la reforma, y cuyos individuos (al menos los que formaban parte de la comisión) parecían conformes en lo esencial con las bases propuestas por la subcomisión; este Ayuntamiento, decimos, ¿no tiene una especie de compromiso de consecuencia, además de su deber, de procurar en todo lo mejor para sus administrados? Si el proyecto que abrazaba las Casas de Socorro y las escuelas le parece demasiado vasto, limítele. Hágase la prueba en un solo distrito, que meditando bien el reglamento por que haya de regirse, y confiando su ejecución a las personas caritativas e ilustradas, que, si no estamos mal informados, desean prestar este gran servicio a los desvalidos, nada puede perderse en el ensayo. Este modo de empezar, aconsejado por la prudencia, lo está igualmente por la experiencia de que las grandes obras de caridad han tenido siempre pequeños principios, como si necesitasen en su origen el sello de la humildad y de la modestia, sin las cuales no pueden vivir.

Rogamos encarecidamente al Ayuntamiento de Madrid que si levanta la caridad su voz en favor de las Casas de Socorro, no la desoiga, y hará una buena obra, y dará un buen ejemplo, como está en el deber de hacerlo la capital, que no lo ha de ser sólo para ostentar el lujo en mayor escala. En cuanto a las personas caritativas que tienen el pensamiento que aplaudimos, que no se desalienten por ningún obstáculo, que perseveren, que prueben una vez más que San Pablo conocía bien la caridad cuando dijo: Que no se cansa.




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Dolores y consuelos

Los días clásicos son horriblemente tristes para los desdichados. Parecen como el resumen de un capítulo del libro de la vida, o como una piedra miliaria, que marca lo que se lleva andado por el penoso camino, y lo que probablemente falta que andar, porque es raro que el que se fatiga mucho en la marcha, no piense en el fin de la jornada. Todavía es peor si el día señalado es aniversario de alguna desgracia sin remedio, o de alguna ventura que se perdió para siempre. Imposible razonar ni destruir el poder de los aniversarios. Nada significa para la razón aquel tal día como hoy, a que responden, como un eco, cien dolores en el corazón lacerado.

La humanidad tiene sus aniversarios como los individuos, pero hay esta diferencia: la humanidad no quiere afligirse con ningún recuerdo, y los celebra todos. Mejor sería ignorar las fechas en que nacen o mueren sus bienhechores. Los discípulos, los imitadores, conmemoran con piadoso recogimiento el día en que vieron la luz; pasan algunos años, desaparecen los ungidos del gran sentimiento o de la grande idea, y cuando el recuerdo de su apóstol pasa de los escogidos a la multitud, el aniversario se convierte en fiesta, es decir, en profanación, y los sentimientos que se podrían llevar sobre un ara, deben simbolizarse en un tonel de vino.

Cuanto más vale el santo o el héroe que se recuerda, se insulta más su memoria porque se celebra más. El Nacimiento de Jesucristo es para todo el que sabe un poco de historia, crea o no, el suceso de mayor importancia que conoce la humanidad. Al conmemorarlo, los que piensan habían de pensar, los que sienten sentir, los que creen creer, y todos, grandes y pequeños, si no eran viles e insensatos, debían recogerse para adorar aquel misterio o meditar sobre aquel gran acontecimiento, y practicar alguna buena obra, a fin de recordar dignamente la hora en que vino el que pasó haciendo bien.

En lugar de este respetuoso homenaje, ya sabemos todos cómo se celebra LA NOCHE BUENA. Hay misterio, dice Larra, pues comamos; y el pueblo come hasta la saciedad, y bebe hasta embriagarse, y luego, al compás de los ruidos más desacordes, entonando el coro bestial de sandeces y obscenidades, recorre calles y plazas, y hay que cerrar las puertas de los templos para que no los profane. La clase media y las altas clases profanan a su modo, es decir, con un poco menos de grosería, pero profanan también groseramente la bendita memoria del que por amor al hombre nació pobre, vivió santo y murió mártir.

Para el que no se divierte, ni come, ni bebe más de lo que tiene por costumbre, y duerme menos, o tal vez no duerme nada, es bien mala la Noche Buena, y las tristes reflexiones que en ella se hacen son más enemigas del sueño que su infernal ruido. Las tiendas, las calles y las plazas son inmenso almacén de regalados manjares; se tropiezan las gentes que van a comprar con las que han comprado; se chocan los que llevan regalos en todas direcciones; y los trenes vienen cargados como si llegasen para abastecer una ciudad cuyo sitio acabara de levantarse. Pero no, las seras, las cajas, los cajones, las botellas, las cestas, los toneles, los barriles, los animales vivos o muertos, toda aquella inmensa provisión no es para acudir a necesidades, sino para lisonjear gustos y caprichos; satisfará la glotonería, pero no remediará el hambre. Los que padecen recibirán el aguinaldo de la tentación, del contraste horrible, y sofocado por coro brutal de la gula ahíta, alzará la miseria el grito de su desesperada blasfemia, o la voz piadosa de su resignación sublime. Los ojos del alma ven la población dividida: a un lado pálidos, hambrientos y yertos los que carecen de lo necesario; al otro, repletos, alegres y bulliciosos los que gozan sin tasa de lo superfluo; y en medio el egoísmo que los aísla para el consuelo, dejándolos comunicar solamente para el provocador contraste que hace de una parte tan odiosa la indiferencia, y de otra la prueba tan ruda.

Así se celebra el día en que vino al mundo el Santo de los Santos. Él quiso ser pobre: se ostenta y despilfarra la riqueza. Él fue puro en palabras como en obras: se entona un coro de blasfemias y obscenidades. Él predicó el olvido de las ofensas: se practica el olvido de los deberes. Él fue el triunfo del espíritu sobre la materia: la materia sofoca al espíritu. Él proclamó la ley de amor: se obedece a la ley del placer. Él estableció la fraternidad humana: no hay más lazo que las guirnaldas del banquete o el libertinaje de la orgía. Él apuró un cáliz amarguísimo: se apura la copa del deleite, y corre el vino para celebrar el nacimiento del que había de verter su sangre por los hombres. Este egoísmo es pagano; esta grosería es gentílica. ¿Fue inútil el sacrificio del Gólgota?

Como respuesta a esta tristísima duda, se nos aparecieron miles de criaturas que se acordaron de la colación de los pobres al pensar en la suya; centenares de personas que recorrieron las pobres viviendas, llevando a los desvalidos lo necesario y aún algo que parece superfluo, y que no lo es realmente a los ojos de la caridad. Aparecieron las cuantiosas limosnas dadas y distribuidas con tanto amor y celo en este día. Aparecieron los nombres benditos de los que nos han elegido por intermedios entre ellos y los pobres, y la memoria querida de los que, ocultando su nombre, los socorren por nuestra mano; aparecieron aquellas niñas que han trabajado con afán para aumentar su escaso peculio y dar el aguinaldo a sus pobres; y resonaron en nuestro corazón las treinta voces que han exclamado: ¡Aquí estamos! cuando nosotros dijimos: ¡Falta uno! Faltaba uno, en efecto, para completar la cuarta decena del Patronato de los Diez. Se lo comunicamos a nuestros lectores en breves palabras, sin artificios oratorios. Bendecíamos anticipadamente a ese uno que respondería a nuestros llamamientos; teníamos la firme esperanza de que vendría, pero no de que acudiese con veintinueve compañeros, llegados muchos por caminos que señala la Providencia y admiran a los hombres. En vez de cuatro familias patrocinadas habrá pronto siete, y sus bendiciones, que valen más que la nuestra, acogerán a los que, al entrar por las puertas del pobre, llevan consigo el consuelo y la esperanza. Bienvenidos seáis, compañeros de la buena obra, amigos del corazón, que tenéis eco en el vuestro para los ayes de la desventura. Bienvenidos los que, en medio de tantos gritos desacordes, establecéis las sublimes armonías de la compasión y el dolor. Cuando habéis llegado en medio de la falange de los consoladores; cuando los ojos de nuestra alma han visto, en medio de aquel tumulto, salir los numerosos representantes de la virtud más celestial, las lágrimas de la compasión y de la gratitud lavaron las manchas de la orgía, y, en medio de su bacanal, Madrid nos pareció purificado por el sufrimiento y el interés que inspira, por la desgracia y la abnegación, por el infortunio y la caridad. Al lado del cinismo que ostenta el hecho vicioso, la humildad que oculta la acción santa: enfrente del vergonzoso escándalo, el sublime ejemplo. Considerando aquel espectáculo a la luz de la verdad, y pesando aquellas acciones en la balanza de la justicia, debe abandonarse el triste papel de críticos indignados; y cuando en medio de grandes faltas hemos visto grandes virtudes, hemos podido exclamar: ¡DOLORES Y CONSUELOS!




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¡Socorro a los prisioneros!

La caridad en la guerra


Siguen destrozándose dos grandes pueblos. En nombre de la patria se escarnece la humanidad; en nombre del derecho se holla la justicia; en nombre del honor se llevan a cabo los hechos más infames; en nombre de la gloria se satisfacen los caprichos sangrientos y las pasiones viles. La Europa asiste al terrible duelo franco-prusiano, y lejos de espantarse más cada vez, el hábito, ese monstruo que disminuye el horror a los espectáculos sangrientos y la admiración de las sublimes virtudes, el hábito nos va acostumbrando a los combates diarios, a los bombardeos, a los incendios, a ver ese París donde ayer parecían haberse citado todos los placeres, y es hoy la reunión de todos los colores; al cuadro, en fin, de un pueblo que agoniza, y otro que pone el pie sobre su cuello y la punta de la espada sobre su corazón. Se acusa a los Gobiernos; error: las naciones son las verdaderas culpables, porque la opinión que condena la guerra, en vez de alzar su voz atronadora, da apenas débiles vagidos.

Los muertos, los heridos y sus desventuradas familias excitaban casi exclusivamente nuestra compasión; pero una circular del Comité internacional de Ginebra para el socorro a los heridos ha venido a revelar una inmensa desventura: la de los prisioneros. Este Comité es neutral, no sólo por sus acciones, sino por sus ideas; y en caso de inclinarse a algún lado, creemos que sería más bien alemán que francés: lo advertimos para que se comprenda todo el valor de las palabras que vamos a traducir.

«El número de estos desgraciados (los prisioneros) es tal en Alemania, que no ha podido proveerse a sus necesidades sino de un modo enteramente insuficiente23. A pesar de lo que hacen, tanto los Gobiernos como las poblaciones y Comités próximos a los depósitos, en favor de los prisioneros, estos desventurados sufren crueles privaciones, haciendo entre ellos las enfermedades grandes estragos. ESTE ESTADO DE COSAS ES DE NOTORIEDAD PÚBLICA.

»No hemos oído decir que la suerte de los prisioneros en Francia fuese tan triste, lo que se explica fácilmente por su número mucho más corto; no obstante, no cabe duda que hay mucho que hacer en su obsequio.»

Se ha establecido un nuevo Comité en Ginebra para el socorro de los prisioneros, compuesto de los señores

Christ-Socin.

Rodolphe Merian.

Sutter-Christ.

Las personas que quieran dirigirles algún socorro, pueden hacerlo con esta dirección: Comité international de secours pour les prisonniers de guerre. Kohleberggase, 24, Bale.

La Princesa imperial de Prusia, la hija de la reina Victoria, que se ha puesto a la cabeza de las mujeres alemanas para socorrer a los heridos, ¿no tomará una generosa iniciativa en favor de los prisioneros? Nos consta que comprende perfectamente nuestra lengua, y si estuviéramos en la capital de Prusia le diríamos:

Señora: Como en los ecos de las montañas resuena el estruendo de las armas de fuego, los corazones sensibles repiten los ayes de los que caen ensangrentados, -y la distancia, que va apagando el sonido, no disminuye la compasión. Aquí, en España, en el confín de esa Europa afligida por tan grande desventura, sentimos y lloramos las mujeres, como si estuviera cerca, el sangriento espectáculo de la guerra entre Prusia y Francia.

En medio de tanta desdicha, una idea nos halagaba. Los prisioneros -decían- son tratados con la mayor humanidad, nada les falta; y lo creíamos, porque es fácil creer en el bien, y dulce recibir consuelo. Hoy sabemos que los prisioneros sufren terribles privaciones; que las enfermedades hacen entre ellos grandes estragos; y tenemos una dulce ilusión menos y un gran dolor más.

Comprendemos que es difícil auxiliar con todo lo necesario a tanto número de hombres encerrados; pero Alemania, un gran pueblo, ¿no sabrá cumplir más que deberes fáciles? Ha habido abundancia, desdichada abundancia, para abastecer los parques; los almacenes de la muerte están siempre llenos; ¿y no habrá recursos para abastecer los que atienden a la vida? Si es así, si Alemania no tiene 350.000 raciones diarias y cama y abrigo para sus vencidos, ¿no podría alzarse de entre ellos una voz que exclamara: -Mujeres alemanas, decid a vuestros esposos, a vuestros padres, a vuestros hijos, que inmolen a los vencidos en los campos de batalla; que Prusia ha agotado todos los recursos en acumular medios de destrucción, y no tiene con qué comprar pan para sus prisioneros; suplicadles que no den cuartel; más vale morir de heridas en el campo de batalla que de miseria en la prisión?

Pero esta exclamación sería un delirio del dolor. Los labios de donde han salido tantas palabras de consuelo para los heridos no pueden formular esta terrible súplica, ni ese gran pueblo ha de hacerla necesaria. Si los hombres alemanes tienen la gloria de vencer, las mujeres alemanas evitarán la vergüenza de dejar morir por falta de auxilio a los vencidos. Ellas comprenderán la inmensidad de esa desventura que humilla y abate, y acudirán a llevar socorro a los que, mil veces más infelices que los mendigos, no pueden salir a implorarle; que expresan su dolor en una lengua incomprensible para los que necesitan conmover, y gimen por el honor empeñado, por los amigos que cayeron, por la patria atribulada, por el recuerdo de la madre sin consuelo y por la idea de hallar la muerte en tierra extraña, que caerá sin una lágrima sobre la tumba ignorada del pobre prisionero. Recordadles, señora, que esas manos aherrojadas tuvieron armas y han sabido blandirlas; que si por la voluntad de Dios no se hallaran fuera de combate, los objetos de su amor tal vez hubieran perecido. Cada mujer alemana debe ver en el prisionero como una arma apartada del pecho de su padre, de su espeso o de su hijo.

Dad, señora, el grito de ¡socorro a los prisioneros!, y la Alemania entera responderá. Procurad que no haya más huérfanos ni más viudas que los que haga el plomo y el acero; yo os lo pido por la memoria de vuestro padre, de aquel Alberto tan querido, por las lágrimas de vuestra madre, la casta viuda que no se consuela.

1.º de Enero de 1871.




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La sociedad de San Vicente de Paúl y la revolución

[Artículo I]


Hace dos años y algunos meses, leíamos en la Gaceta el decreto siguiente:

«En uso de las facultades que me competen, como individuo del Gobierno Provisional y Ministro de Gracia y Justicia, de acuerdo con el Consejo de Ministros,

»Vengo en decretar:

»Quedan disueltas desde esta fecha las Asociaciones conocidas con el nombre de Conferencias de San Vicente de Paúl. Los Gobernadores civiles procederán a incautarse de los libros, papeles y fondos que, siendo propiedad de las mismas, existan en poder de sus Presidentes, Secretarios o de cualquiera otra persona.

»Madrid 11 de Octubre de 1868. -El Ministro de Gracia y Justicia.- Antonio Romero Ortiz

Lo decimos con verdad: antes nos hubiéramos dejado cortar la mano que firmar ese decreto; comprendemos la vida con el cuerpo mutilado, pero no con el alma acongojada por la idea de haber sido causa de tanto mal. ¿Qué podíamos hacer para remediarlo? Bien poca cosa: escribir algunas páginas, más para descargo de nuestra conciencia que para consuelo de nuestro corazón, porque ya se nos alcanzaba la dificultad de que se escuchase nuestra débil voz en medio del estruendo revolucionario. Escribimos, pues, un folleto que debía llevar este título: Apelación a la conciencia del Gobierno Provisional, de un fallo dado por el mismo.

Cuando tratábamos de imprimirle, y a los pocos días de darse el decreto que disolvía las Conferencias de San Vicente de Paúl, se restablecieron las de Señoras; suspendimos la publicación de nuestro opúsculo, creyendo que el Gobierno, vuelto de su error, reparaba su injusticia; esperamos un día y otro, y semanas y años; hemos esperado sin que la injusticia se repare. Personas cuyo parecer respetábamos nos decían que era inútil hablar mientras durase el período revolucionario y la interinidad.

Hoy, que la interinidad ha cesado y que la legalidad debe sustituir a la revolución, vamos a pedir que no continúen fuera de la ley los bienhechores de los pobres, y vamos a publicar en La Voz de la Caridad el folleto que dirigíamos al Gobierno Provisional. Tal vez convendría hacer otro; pero no sabemos escribir dos veces sobre el mismo asunto, sobre todo cuando es tan dolorido que nos oprime el corazón.

No haremos, pues, en nuestro manuscrito más que las variaciones indispensables, atendido el nuevo orden de cosas; y a los que crean que hay párrafos escritos con demasiado calor, les responderemos que, a nuestro parecer, tratar ciertos asuntos con calma, más que un mérito, nos parece una mengua. Poco tenemos que modificar lo que escribíamos en Octubre de 1868, y decía así:

«Antes de examinar este decreto, nos creemos en el deber de hacer una advertencia. Con las prevenciones injustas de que son objeto las Conferencias de San Vicente de Paúl, bien podría sospecharse que, hipócritamente resignadas con el golpe que han recibido, me elegían como instrumento para protestar. Los que me conocen saben que para escribir sólo me inspiro en mi conciencia; a los que no me conocen les aseguro, bajo mi palabra honrada, que el único socio de San Vicente de Paúl que he visto desde que leí el decreto que encabeza este escrito opina que se debe callar. Si en hablar hay error, imprudencia o necedad, yo soy la equivocada, la necia o la imprudente; yo nada más y no es bien que nadie aparezca como moralmente responsable de una falta que es solamente mía.

»No alzo, pues, la voz en nombre de las Conferencias de San Vicente de Paúl, no. Yo protesto, con las lágrimas en los ojos y la pena en el corazón, en nombre de SESENTA Y CINCO MIL POBRES que quedan sin socorro y sin consuelo, de cerca de OCHO MIL NIÑOS que quedan sin patrocinio, de un gran número de acogidos en los asilos de las Conferencias, arrojados a la calle y gimiendo en el más completo desamparo. Y esto, ¿por qué razón? El decreto ¿no la dice? Ni una palabra que justifique, que motive siquiera medida tan grave, tan dura; y ese silencio, reminiscencia desdichada del ordeno y mando del despotismo, es bien extraño y bien incomprensible.

»¡Cómo! Miles de personas que se asocian con un objeto caritativo, miles de pobres que reciben socorro y consuelo, ¿no merecen los unos que se les diga por qué quedan privados de socorro, los otros por qué se les prohíbe el ejercicio de la caridad? ¿La nación entera no tiene derecho a saber por qué se deja sin amparo a sus hijos más desdichados, y precisamente cuando el hambre aflige la mitad de España, cuando la falta de trabajo se hace sentir en toda ella? El Gobierno ¿ha tenido razones poderosas para medida tan grave? ¿Por qué no decirlas? Imponer así su voluntad sin razonarla, es tratarnos como se trata a los niños, a los locos y a los esclavos.

Vamos a demostrar que, al disolver las Conferencias de San Vicente de Paúl, el Gobierno

No ha cedido a una exigencia de la opinión.

No ha sido consecuente con los principios que proclama.

No ha sido justo.

No ha tenido presente ni aun el interés y la conveniencia del partido que ha podido promover esta medida.


- I -

El gobierno no ha cedido a una exigencia de la opinión


¿Por ventura la supresión de las Conferencias de San Vicente de Paúl era una de esas medidas que exige la opinión, con quien hay a veces que transigir por evitar mayores males? No creemos que la justicia debe ponerse nunca a votación; pero comprendemos que lo mismo que para los individuos, para las corporaciones y para las ideas hay casos de fuerza mayor. El Gobierno ¿se hallaba en uno de estos casos? En su manifiesto a la nación, dice:

«...Conveniente y necesario es ya que el Gobierno provisional, constituido en virtud de sucesos que han transformado fundamentalmente el estado político de España, recoja y concrete las varias manifestaciones de la opinión pública, libre y diversamente expuestas durante el solemne período de lucha material por que ha atravesado nuestra revolución salvadora.»

¿Dónde ha recogido y concretado el Gobierno las manifestaciones de la opinión pública contra las Conferencias de San Vicente de Paúl?

El partido caído no las condenó, puesto que las autorizaba, como las han autorizado todos hace diecisiete años. Los partidos que han hecho la revolución no las han condenado, puesto que de 400 Conferencias de Señoras y más de 600 de hombres, es muy corto el número de las suprimidas por las Juntas revolucionarias.

Las Juntas revolucionarias se han compuesto en todas partes de las personas de ideas más avanzadas, cuyas opiniones son en general diametralmente opuestas a las de los socios de San Vicente de Paúl. Las Juntas revolucionarias, que con la más completa espontaneidad han obrado conforme a lo que pensaban y a lo que sentían, sin que traba ni consideración alguna las detuviese; las Juntas revolucionarias, aún impulsadas muchas veces por el error y la pasión, han respetado las Conferencias de San Vicente de Paúl, extinguidas, no por el sufragio universal, no por ninguna imperiosa exigencia de la revolución, sino por la voluntad del Gobierno. ¿Quién había de creer que un Gobierno constituido había de atropellar lo que respetó la Junta de Valladolid24. ¿Cuál puede ser la causa de este inverosímil absurdo? Procuraremos investigarla más adelante; bástenos ahora haber demostrado que el Gobierno provisional, al disolver las Conferencias de San Vicente de Paúl, no ha sido el órgano de la opinión pública, ni se ha visto arrastrado por el torrente revolucionario.




- II -

El gobierno ha sido inconsecuente con los principios que proclama


En su manifiesto a la nación dice el Gobierno provisional:

«Las libertades de reunión y de asociación pacíficas, perennes fuentes de actividad y de progreso, que tanto han contribuido en el orden político y económico al engrandecimiento de otros pueblos, han sido asimismo reconocidos como dogmas fundamentales por la revolución española.»

¿Y cómo esos dogmas fundamentales de la revolución son atacados por el Gobierno que de la revolución ha nacido? Las Conferencias ¿hacen otra cosa que ejercer el derecho de reunión pacífica para el más santo de los objetos? ¿Hacen otra cosa que asociarse para ejercer la caridad? ¿Dónde está la prueba de que se reúnen y se asocian para otra cosa? Y si no la hay, ¿dónde está el derecho para declararlas fuera de ley? ¿Dónde está la consecuencia, la lógica, el respeto a la propia palabra, la libertad, la igualdad, la justicia?




- III -

El gobierno no ha sido justo


Tal vez el Gobierno provisional, al disolver las Conferencias de San Vicente de Paúl, ha obrado de buena fe, pensando llevar a cabo una medida útil: que es ancho el campo que tala el error, sin necesidad de pedir auxilios a la malicia.

Tal vez en esto no ha habido más que error, irreflexión, temor, prisa; y lo creemos tanto más, viendo que ni aun el decreto se ha dado por el Ministerio de la Gobernación, que ha entendido siempre en todo lo relativo a beneficencia, sino por Gracia y Justicia, que dispone con respecto a las comunidades religiosas.

Los amigos del pueblo ¿pueden ser enemigos de los pobres, o conducirse como si lo fuesen, más que por una equivocación? ¿Y cómo esta equivocación la padece un Gobierno y no las Juntas revolucionarias, compuestas muchas de ellas de hombres vulgares o ignorantes? Porque en la provincias se conocen las personas que forman las Conferencias, se las sigue paso a paso, se sabe el bien que hacen; en los pueblos de provincia, donde todos saben la vida de todos, no se cree, no es posible que se crea que las Conferencias de San Vicente de Paúl son un mal para la sociedad y un peligro para la revolución. La Junta revolucionaria de Valladolid, por ejemplo (y volvemos a citarla porque es una de las que han tenido menos moderación en el ejercicio de la soberanía), la Junta de Valladolid sabía quiénes eran los señores que formaban la Conferencia, y no podía ocurrirle que hiciesen daño visitando pobres, y nada les ha dicho. Con los señores, su suspicacia se ha limitado a exigirles que le mostrasen los libros, y le dieran cuenta todas las semanas de la inversión de los fondos: contra razón y contra derecho era esta exigencia, pero al menos no era contra humanidad. Ella imponía a la Junta revolucionaria el deber de respetar una reunión de hombres que, aún suponiendo que pensasen de otro modo que ella, acudían a socorrer a los desvalidos hijos de la infeliz Castilla, afligida por el hambre; de esos hombres que poniendo algún dinero y mucho trabajo, daban al pobre una ración de potaje con pan por seis cuartos. Las Juntas revolucionarias han respetado las Conferencias, porque si no tienen de ellas una idea exacta, las desconocen menos que sus enemigos de la capital. Hay males que sólo pueden hacerse de lejos y de abajo.

Las Conferencias tienen un reglamento. Sus enemigos ¿le han estudiado, le han leído siquiera? No.

Las Conferencias deben cumplir este reglamento. Sus enemigos ¿saben, han investigado si lo cumplen? No.

Las Conferencias tienen un periódico. Sus enemigos ¿han leído alguno de sus números? No. Las Conferencias tienen reuniones públicas a que puede asistir todo el que quiera. Sus enemigos ¿han asistido a estas reuniones? No.

¿Tienen idea de la organización de las Conferencias, de lo que son, de lo que hacen? No, no, y mil veces no.

El Gobierno ha escuchado en mal hora voces acusadoras que no han presentado pruebas, que no las presentarán. La suspicacia del espíritu de partido, ha dicho, declara sospechosa una reunión de hombres que piensan como no pienso y que hacen lo que no hago. La suspicacia del espíritu de partido ha formulado cargos que no han sido contestados por los que han creído, en mal hora, que bastaba oponer a la calumnia vocinglera las buenas obras hechas en silencio, y que no había peligro en que el error cundiese, y se extraviase la opinión de muchas personas, y se ha extraviado. La suspicacia del espíritu de partido ha hecho respirar al Gobierno el aire que ella inficiona, y dádole, para que vea, el prisma con que desfigura la verdad.

Además, para los que no tienen trato íntimo con los pobres; para los que no han adquirido el hábito de verlos con frecuencia, en su casa, en el hospital, en la cárcel, donde quiera que estén; para los que ignoran el cariño que se toma a esas familias desvalidas a quienes se socorre, cuyos enfermos se consuelan en la enfermedad, cuyos muertos se acompañan al cementerio; para el que nada de esto sabe, la verdad de lo que pasa en las Conferencias de San Vicente de Paúl es inverosímil, y no la cree; y como es preciso que haya algún móvil para que miles de hombres y mujeres se tomen un gran trabajo, y hagan sacrificios, no atribuyéndolos al móvil verdadero, se buscan otros, y el espíritu de partido no escrupuliza en indicar los más ruines o los más culpables. Nada tiene de extraño que señale como sospechosa una reunión de hombres que declara adversarios en política, y que se asocian para una cosa que no se comprende. Lo que tiene mucho de extraño y de culpable es que un Gobierno se convierta en ciego instrumento del espíritu de partido.

Un periódico liberal daba cuenta hace años de que se había publicado un libro con el EXTRAÑO título de Manual del visitador del pobre, y hacía de él un elogio muy sentido, muy delicado y muy superior a su mérito.

Esta calificación de extraño, que tan extraña pareció a los que visitan a los pobres, prueba bien que el terreno que recorren las Conferencias es desconocido para los que las han condenado sin oírlas. ¿Qué mucho que la verdad parezca inverosímil a los que tienen ciertas ideas y ciertos hábitos, si a los mismos pobres favorecidos les hemos oído decir que han tardado mucho tiempo en creer que iban a verlos los señores por pura caridad y sin una segunda intención, que procuraban adivinar en vano, pero que no dejaban de atribuirles?

Estas causas explican las prevenciones injustas de los que tienen ciertas opiniones; pero el Gobierno ¿es el Gobierno de un partido o el Gobierno de la nación? ¿Debe ceder al impulso de las pasiones políticas, del odio ciego, de la miserable suspicacia, o pesar sus resoluciones con la balanza de su imparcial criterio, en las regiones serenas de la justicia y de la verdad? ¿Puede proclamar la libertad de asociación y de reunión, y dispersar a los que se reúnen y se asocian con el objeto más santo?

Pero este objeto, dicen, es un pretexto; los pobres son una pantalla, para maquinaciones políticas. Y ¿dónde está la prueba de ese dicho? Presentadla pronto, acusadores de las Conferencias de San Vicente de Paúl. En vuestro poder tenéis los libros, la correspondencia, los papeles todos de esa temida sociedad; apresuraos a examinarlos; sepamos qué maquinaciones tenebrosas que ponen en peligro la patria han motivado la medida violenta que deja sin socorro y sin consuelo a tantos desdichados. Venga la prueba de que miles de hombres y mujeres honradas disfrazan impíamente de caridad sus culpables propósitos, y bajo pretexto de hacer bien organizan el mal. En vuestras manos están las piezas del proceso; tendréis numerosos abogados; sois los fuertes: venga la prueba, os decimos otra vez, y si no la traéis, merecéis y recibiréis el nombre de los que sin ella acusan.

¡Y vosotros sois los amigos de los pobres, los que fuisteis también blanco de la calumnia, los que en días terribles tuvisteis valor, abnegación y caridad, los que yo canté con entusiasmo! No os reconozco. ¿Dónde está vuestra compasión, vuestro amor al que sufre, vuestra humanidad y vuestra justicia? No os reconozco. El demonio de la política ofuscó vuestro entendimiento, endureció vuestro corazón, dio aliento a vuestra voz e impulsó a vuestro brazo, y derribasteis en mal hora el asilo donde se refugiaban tantos infelices. Iba a llamaros calumniadores; no, no; en general creo que sois obcecados; tenéis una idea equivocada; y con razón afirma una mujer ilustre que no hay nada más implacable que una idea.

Es preciso aplacar el monstruo, de vuestro error; ya puede darse por satisfecha su cólera con las lágrimas de tantos niños que lloran de hambre, de tantas madres que lloran de pena, de tantos ancianos que tiemblan de frío. Cada día, cada hora que pasa desde que habéis privado a los pobres del socorro de las Conferencias, significa una suma de dolores y de sufrimientos que no puede mirar impasible ningún corazón honrado. El bien que hacen las Conferencias es claro, es público, está probado; probad ese mal de que las acusáis; y si pesa más que el bien, en vuestro derecho estáis suprimiéndolas, pero publicando antes las piezas del proceso, y satisfechas las necesidades de la justicia, que no puede creer a ningún acusador por su palabra, ni admitir ninguna voluntad por ley.

Estudiad el reglamento por que se rigen los socios de San Vicente de Paúl; estudiadle bien, y veréis que es bueno. Estudiad la correspondencia de la Sociedad, y veréis que se cumple ese reglamento, que nada se consiente que no esté conforme con su letra y con su espíritu. Interrogad a los voluntarios de la libertad, que muchos hay socorridos por las Conferencias; preguntadles si los socios les han hablado de política, si les han dicho que dejen las armas, si les han retirado el socorro porque las tienen. Interrogad a los heridos en las barricadas, a los pobres hijos del pueblo que en la calle de las Tres Cruces hallaron esmerada asistencia, y ellos os dirán que los socios de San Vicente de Paúl improvisaron allí un hospital, cuidando de que no les faltase nada de día y velándolos de noche. Preguntad a las familias de los muertos si no han sido los socios de San Vicente los que las han amparado en su desdichada orfandad. Investigad entre miles de pobres y entre miles de socios diseminados por todo el territorio de España, y ved si halláis alguna prueba de esas maquinaciones que se cubren con el sagrado manto de la caridad. No hallaréis esa prueba, os lo afirmamos, porque no se puede probar la existencia de lo que no existe. Abrid el proceso, os lo repetimos; todas las ventajas están de vuestra parte; sois los fuertes; y una mujer sola, una mujer débil os reta a que probéis lo que habéis dicho, a que justifiquéis lo que habéis hecho. ¡Hombre de corazón, quienquiera que seas, dime con la mano puesta sobre él si no significa para ti algo esta seguridad! Y yo, que tan alto hablo, y yo, que tan resueltamente afirmo, amo tanto como el que más el progreso, la patria y la libertad, solamente que yo entiendo por libertad la justicia.

En nombre de ella os conjuro a que miréis no sólo el bien material, sino el moral que hacían las Conferencias. El Gobierno ha conservado las comunidades religiosas que se dedican a la beneficencia y a la enseñanza, y disuelve las Conferencias como si no hicieran bien y no enseñaran. Aunque nada sirviesen sus amonestaciones, sus consejos y sus escuelas, ¿no da una grande, una santa lección al pobre el rico que va a visitarle a su miserable casa y le escucha la relación de sus dolores, que remedia o que consuela, y deja sus comodidades, y se toma molestias, y arrostra la intemperie y a veces el peligro por llevarle el socorro? Los que habláis con tanto desdén de la limosna no la habéis dado, no la habéis visto dar nunca envuelta en la ternura de la compasión y en el cariño de la amistad; no habéis visto cómo socorren la indigencia del espíritu esas lecciones que se reciben en forma de consuelos; cómo levanta la moral del pobre el rico que, lejos de desdeñarle, le trata como a un amigo.

Ha causado grande admiración a todos que el pueblo no haya cometido más desmanes; que, abandonado a sí mismo, haya respetado las vidas y las haciendas; que no haya declarado la guerra entre pobres y ricos, la más terrible de todas. Este resultado es efecto de muchas causas. Pero ¿no habrán tenido ninguna parte en él las Conferencias de San Vicente de Paúl? Bien recordamos todos los que no somos jóvenes que había casas de vecindad en Madrid, que había calles por donde no podía pasar ninguna persona decentemente vestida sin exponerse a un insulto o a una burla. Y si ahora no sucede así, ¿no tendrán alguna parte en este progreso las Conferencias? Veinte años de ver entrar los señores y las señoras en casa de los pobres para hacerles bien, ¿no habrán influido nada para disminuir la hostilidad que había entre los pobres y los señores, para que ese abismo abierto entre la levita y la chaqueta se ciegue con afecto y buenas obras en vez de cegarse con lágrimas y con sangre? Veinte años en que miles de señores y señoras han depuesto en aras de la caridad el orgullo de su clase y han ido a visitar al pobre en su miserable albergue, ¿no habrán contribuido a extinguir el odio de clase, el más terrible de los odios? Nadie que haya visto cómo son recibidos en los barrios bajos, en las casas de vecindad, los señores y señoras de San Vicente puede dudarlo.

Todos el que trabaja para hacer al pueblo religioso sin superstición; todo el que le moraliza y procura suavizar sus costumbres y extinguir sus odios; todo el que le ilustra, contribuye eficazmente al triunfo de la libertad; porque es ilusión extraña, error desdichado, creer que un pueblo inmoral e irreligioso puede ser libre. Lo que voy a decir arrancará una sonrisa desdeñosa de muchos lectores; pero la verdad, para serlo, no necesita la aprobación de nadie; y la verdad es que las Conferencias, trabajando eficazmente para morigerar al pueblo, para extinguir el odio de clase, trabajaron por el progreso y por la libertad. Medítese bien, y ¡se comprenderá que en la moderación del pueblo el día del triunfo han tenido una parte los que han contribuido a que se acerquen por la caridad los que su posición alejaba. El servicio es grande, porque el antagonismo de las escuelas y la animadversión de los partidos, no son nada si se comparan al odio implacable de clase, de casta, puede decirse.

Los enemigos de las Conferencias preguntarán tal vez en son de burla si los que de ellas forman parte se han afanado por el triunfo de la libertad. Os responderemos que, aunque probablemente no haya sido ese su objeto, debe ser en parte el resultado de sus caritativos esfuerzos; que ellos, sin pensarlo, trabajaron en favor de la libertad visitando y morigerando los pobres, así como vosotros, sin pensarlo también, trabajáis en favor del despotismo prohibiéndoles que los visiten.

¡Dejad a la caridad neutral como lo es, como debe serlo, enemigos de las Conferencias! El bien que hacen está probado; el mal que les atribuís es imaginario; la infracción de la ley promulgada por vosotros clara; y evidente que habéis obrado contra justicia.

Tenemos que disculparnos con nuestros lectores por las dimensiones de este artículo; en otro acabaremos de tratar esta cuestión, de que no podía prescindir sin faltar a su título La Voz de la Caridad.

15 de Enero de 1871.








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Valor heroico25


Anales de la virtud

   Es un motor poderoso
de la industria catalana,
y dos robustos obreros
que en repararle trabajan.
Giran las enormes ruedas
que unas en otras engranan,
potentes, irresistibles,
férreas, acompasadas,
y causa pavor y asombro
ver su misteriosa marcha.
Parece que algún gigante,
por medio de oculta magia,
los miembros de aquel coloso
mueve con mano encantada.
Sea que el trabajo es rudo,
o sea que pavor causa
ver aquel impulso ciego,
ni aquellos dos hombres hablan,
ni se escucha más ruido
bajo las bóvedas altas
que el de los centros que giran
y el de las ruedas dentadas.
De repente se oye un grito
agudo, que llega al alma;
de esos que afligen, que aterran,
que conmueven, que desgarran.
Es un desdichado obrero
que la enorme rueda engancha,
y le aprieta y le retuerce,
y le destroza, y le arrastra,
y si Dios no hace un milagro,
¡ay, sin ventura! le mata.
¡Qué pena y qué horror el ver
su angustia y mortales ansias,
y cómo socorro implora,
y luego sin fuerza calla!
¡Qué pena y qué horror el ver
al triste en congoja tanta,
y cómo el monstruo de hierro
tranquilo, impasible marcha!
Si es dable al fin detenerle,
mucho en detenerse tarda,
y el hombre que está en peligro
auxilio al punto demanda.
Para arrancarle a la muerte,
Monrás heroico se lanza;
pero es superior la empresa
de un hombre a la fuerza flaca,
y amenazando su vida
la rueda, lejos le aparta.
Otra vez la obra sublime
acomete con audacia,
y otra vez cae, y herido,
la noble sangre derrama.
Veloz de nuevo se arroja,
y de nuevo le rechaza,
y vuelve a herirle de nuevo,
girando a compás la máquina.
¿Adónde vas, sin ventura?
No ves que el monstruo te arrastra,
y en vez de una sola vida
van a ser dos inmoladas?
¿No ves que es débil tu fuerza
en lucha con fuerza tanta?
¿No ves que tu corazón,
aunque es inmenso, no alcanza?
¿No ves tus hijos sin padre,
y tu esposa desolada,
que tu vida, que es la suya,
con lágrimas te demandan?
La noble sangre que corre
de tus heridas restaña;
ya como bueno cumpliste,
hombre generoso; basta.
Con menos de lo que has hecho
eres honra de tu patria,
y digno de que pregone
tu acción gloriosa la fama.
No escucha, no ve el peligro
que su existencia amenaza,
ni oye más voz que una voz
que lo grita y que le llama,
y dice: -Muere con él,
o a tu compañero salva.-
Voz de abnegación sublime,
voz de la virtud más alta,
voz de las que encuentran eco
tan sólo en las grandes almas.
Y fascinado por ella,
cual delirante se lanza
al triste que, sin sentido,
ya no se queja ni llama.
Monrás, ¿qué va a ser de ti?
¡Ampárale, Virgen santa!
Brilla en su rostro el reflejo
de alguna divina llama;
radiante está su cabeza,
que lleva erguida y muy alta,
y con la sangre que corre
por sus carnes desgarradas,
parece que se conforta,
parece que se embriaga.
Debe sentir de su brazo
las fuerzas centuplicadas,
porque al motor poderoso
se arroja otra vez: ¡la CUARTA!
lucha con él, y le vence,
y su víctima le arranca.
¡Bien, soldado valeroso
de la virtud sacrosanta!
¡Bien, ilustre campeón,
gloria, orgullo de tu raza!
¿Quién calumnió la virtud,
y dijo que es débil, flaca?
¿Quién blasfemó que es del crimen
Más la fuerza y la constancia?
¡Monrás! El guante que arrojas
ningún malvado levanta,
ni tiene tu heroico arrojo
la perversidad nefanda.
Si algún miserable ostenta
sus criminales hazañas,
tu acción heroica, sublime,
le arrojarás a la cara.
¡Poderosos argumentos
los que dan las grandes almas!
En torno de esa bandera
que has levantado tan alta,
con entusiasmo y orgullo
grabemos estas palabras:
NUNCA EL CRIMEN LLEGAR PUEDE
DONDE LA VIRTUD ALCANZA.




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La sociedad de San Vicente de Paúl y la revolución

Artículo II y último


La caridad en España


- IV -


Al decretar la disolución de la Sociedad de San Vicente de Paúl, el Gobierno no ha tenido presente ni aun el interés del partido que ha podido promover esta medida.

Mirando las cosas desde su verdadero punto de vista, de aquél en que se ven bien por todas partes y como son en su esencia, cualquiera que obra mal, individuo o Gobierno, obra contra su interés; de modo que si hemos acertado aprobar que el Gobierno ha sido injusto al disolver la Sociedad de San Vicente de Paúl, queda probado que ha sido torpe. Pero aun mirando esta medida desde muy abajo y por el prisma del interés más mezquino y pasajero, es para nosotros evidente que ha hecho mal al partido que la ha tomado. Si de ello tuviéramos alguna duda, la habría desvanecido el gusto con que la han visto aquellos de sus enemigos que no aman bastante a los desgraciados para no poder alegrarse de nada que los aflija.

El triunfo tiene sin duda, como el vino, vapores que se suben a la cabeza y la trastornan; si no, ¿cómo el Gobierno habría dejado de ver el daño que le hacía esa serie de atentados contra tantos derechos, y señaladamente contra el de propiedad, que si no es el más sagrado, cuando se ataca, es el que produce más alarma y escándalo?

El Gobierno prescindía de la justicia: sin duda esto no pareció bastante, porque los Gobernadores fueron más allá, y no sólo se incautaron de los libros, papeles y fondos, como se les mandaba, sino que se apoderaron de todo; del material de las escuelas, de las cocinas económicas, y en alguna parte, hasta de las legumbres acopiadas para las raciones de los pobres. Estas raciones sedaban por cientos de miles, y cocina económica había (la de Barcelona) que había costado 40.000 reales. ¿Cómo la conciencia pública no había de lanzar su anatema contra el despojo de una propiedad, la más sagrada de todas, porque era de los desvalidos? En el torbellino de tantos acontecimientos, en la fermentación de tantas pasiones, en el choque de tantos intereses, en la explosión de tantas iras, se ha sofocado la voz de la conciencia pública. No disputaremos sus derechos al huracán, ni a la tempestad su jurisdicción; pero cuando la atmósfera debe empezar a serenarse, menester es que empiecen a verse las cosas al sol de la verdad. Y la verdad es que indigna y repugna a un tiempo el espectáculo de un Gobierno que, sin decir por qué, ni para qué, se apodera por fuerza de efectos y caudales que no son suyos, y prohíbe que se reúnan, para hacer bien, miles de personas honradas. Indigna y repugna ver apoderarse con tal afán de papeles que no habían de examinarse, y de fondos de que no había de darse cuenta.

Al ver aquella prisa con que en Madrid se sacaban en carros los libros, papeles y correspondencia de la Sociedad de San Vicente de Paúl; al ver aquella premura que se negó a conceder plazo alguno, ¿quién no creería que, apoderada la autoridad del cuerpo del delito, no había de examinarle, y formular y publicar inmediatamente su acusación? El Gobernador de Madrid ocupó todos los papeles, libros y correspondencia que estaban en la secretaría general. O se han examinado, o no. Si lo primero, nada resulta contra la Sociedad, puesto que nadase ha publicado; sí lo segundo, ¡qué olvido tan completo de todos los principios de justicia, y qué desdén tan incalificable de la opinión, ante la cual debía procurar justificarse medida tan violenta!

Cuando se abusa de la fuerza material, se desprecia todo lo que no es la fuerza bruta. No eran gente de recurrir a ella los que componían la Sociedad de San Vicente, ni ejército temible la multitud de niños, ancianos, enfermos y débiles mujeres que socorrían: el carro revolucionario pudo pasar sobre ellos sin arrancarles más que lágrimas y débiles gemidos. Pero de las protestas y de las lágrimas que arranca la injusticia, se elevan, como de la tierra, vapores invisibles, que, acumulados, forman nubes de donde salen tempestades. Llega un día en que los Gobiernos que han abusado de la fuerza contra el derecho se sienten débiles, y se asombran de serlo, porque no saben que toda violencia injusta abre una brecha en el poder que a ella recurre. La Sociedad de San Vicente no conspiraba, pero al desaparecer ha dejado organizadas dos terribles conspiraciones, al frente de las cuales se hallan dos grandes conspiradores, que se llaman la razón y la justicia. Contra ellas no valen ni policía, ni estados de sitio; y darán guerra mientras no se las dé satisfacción. Todo poder cae a impulsos del mal que ha hecho. Cada falta que ha cometido se convierte, tarde o temprano, en un ariete que contribuye a derribarle.

No queremos encarecer hasta qué punto es repugnante prescindir de la justicia de los débiles; pero sí hemos de hacer constar que la debilidad de los miles de socorridos por las Conferencias quita toda apariencia de razón a los que las han disuelto. Cuando se tienen grandes planes de trastornar la sociedad o de influir sobre ella, se busca arriba, dinero, ciencia o poder; abajo, fuerza. La Sociedad de San Vicente ha buscado pobreza, ignorancia, debilidad: ¿os parece que son tres poderosas palancas para conmover el mundo? Si pudiéramos reunir en un lugar y una hora a esa multitud que habéis dejado sin amparo, hombres del Gobierno provisional; si pudiéramos presentaros ese ejército de desventurados, a la vista de tantas penas de que habéis prescindido, de tantas desventuras como habéis agravado, os diríamos... Pero no; no podríamos deciros nada, porque ante el espectáculo del dolor en tan inmensas proporciones, una mujer no puede tener más que lágrimas. Sentimos lo primero, el mal que habéis hecho a los desgraciados, después el que hacéis a los principios y a las ideas, porque las gentes sencillas se preguntarán de buena fe qué especie de monstruo es esa libertad en cuyo nombre se prohíben las obras de misericordia.

Hora es ya de poner fin a todas las violencias, y de no seguir tomando las ráfagas de cólera por rayos de luz. El país está constituido; al Gobierno, que ya no es provisional, pedimos la reparación de una grande injusticia. Pedimos que se restituyan a la Sociedad de San Vicente de Paúl todos los libros, papeles, efectos y fondos de que ha sido despojada. Pedimos que no esté por más tiempo fuera de la ley, y que sus individuos, como todos los españoles, tengan derecho de asociación y reunión. Si nuestra voz se desoye, es que las regiones del poder continúan rodeadas de gases mefíticos, puesto que se apaga en ellas la antorcha de la verdad. Si nuestra petición se desatiende, señal es de que aunque se haya promulgado una Constitución y proclamado un rey, la interinidad continúa, porque en el siglo XIX todo poder injusto es interino.




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Frío glacial y fuego sagrado

Si los dolores de la multitud indigente no quedaran ignorados; si las amarguras que devora en silencio, abatida unas veces, resignada otras, dejaran una huella en el recuerdo de los hombres; si los desvalidos tuvieran historia, la página escrita en este invierno terrible sería de las más lúgubres. La falta de cosechas, la falta de trabajo, los trastornos políticos, la peste, la guerra, las inundaciones, son causas que tienen todas por efecto producir una terrible miseria; y en una tierra afligida por tantos desastres, la capa de nieve que la cubre, más que un manto, parece sudario.

Para el rico, algunos grados de frío más, significan un aumento de combustible, de alimento y de abrigo; para el pobre quieren decir sufrimientos redoblados, y enfermedad, y muerte. Cuando una temperatura muy baja se prolonga, como acontece este año, se agotan los pocos recursos y la fuerza para resistir; los ancianos, los niños, los enfermos, los débiles todos, caen, y si no mueren enferman, y arrastran por mucho tiempo, tal vez por toda la vida, una existencia miserable. Como el frío es un enemigo que hiere y mata en silencio, no suele inspirar la compasión que merece. Si se dijera que en la calle o en sus casas había gran número de heridos desangrándose, todos acudiríamos; si se dice que hay una multitud tiritando, pocos corren a llevarle abrigo. Esto en gran parte es efecto de falta de reflexión; de no fijarse en que cierta cantidad de calor es tan necesaria a la salud y a la vida como la sangre; y que una temperatura demasiado baja, sin medios de combatirla, sin alimento y abrigo, agota las fuerzas como una hemorragia.

Hay muchas personas buenas que no se fijan en esta verdad, y pasan de largo al lado de los que tiemblan de frío; pero hay un gran número que los compadece y auxilia, y siente aumentarse el ardor de su caridad a medida que disminuye la temperatura; criaturas benditas que no pueden descansar bien en su cama hasta habérsela proporcionado al pobre que han visto sin ella. Como prueba de que el número de los compasivos no es tan corto, citamos el incremento que ha tenido el Patronato de los Diez, precisamente en estos días en que más necesitan auxilio sus míseros patrocinados. Poco más hace de un mes que nos faltaba un socio para la cuarta decena, hoy se halla instalada ya la undécima, y están formándose algunas más. ¡Cuántas lágrimas enjugadas, cuántos dolores consolados, cuántos buenos impulsos puestos en acción no significa ese grupo de ciento y diez corazones que laten inspirados por el mismo sentimiento! Los hay que han contestado a esta pregunta de Rioja:


«¿Es por ventura menos poderosa
que el vicio la virtud? ¿Es menos fuerte?»



con un ardor tal, que no deja duda de que las grandes almas se apasionan por la virtud, como las almas ruines no pueden apasionarse por el vicio. ¡Qué consuelo tan grande verlos trabajar en la buena obra, empleando para llevarla a feliz término sus medios materiales, su sensibilidad, su inteligencia, su energía, todo cuanto han recibido de Dios y de los hombres! ¡Qué consuelo estrechar estas manos ungidas por las lágrimas que enjugan! Hay un frío que contrae más que el de la atmósfera a muchos grados bajo cero; es el frío de la indiferencia, sobre el cual resbalan las exhortaciones a la piedad, dejando menos huella que el patinador sobre el hielo. Pero no todo es dureza; el mundo encierra también tesoros de abnegación, y corazones que combaten el frío glacial del egoísmo con el fuego sagrado de la caridad.






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¡Socorro a Navarra, Rioja y Aragón!


   Los que miráis vuestros campos
apacibles y serenos,
de praderas tapizados,
de mies naciente cubiertos;
los que veis en lontananza
trojes, lagares, graneros,
con ricos preciados frutos,
de tantas fatigas premio,
contemplad las tristes vegas
alegres en otro tiempo,
mirad la tierra asolada
de las orillas del Ebro.
    Los que apacentáis tranquilos,
buscando abrigo del cierzo,
vacas con sus ternerillos,
ovejas con sus corderos,
y al toque de la oración
cantando volvéis al pueblo,
o hacéis con vuestra riqueza
cien cálculos en silencio,
mirad hermosas vacadas,
mirad rebaños enteros
por las aguas arrastrados
en las orillas del Ebro.
   Los que en cómoda vivienda
desafiáis el invierno,
con lumbre en el dulce hogar
y lana en el blando lecho,
ved la furiosa corriente
arrebatar con estruendo
muebles, ropas, provisiones,
casas hasta sus cimientos;
mirad niños y mujeres,
ancianos, pobres, enfermos,
sin pan, albergue ni abrigo
en las orillas del Ebro.
   Los que tras de larga ausencia
echáis los brazos al cuello
a la madre, al hijo amado,
al esposo, al padre tierno,
y al estrecharlos gozosos
contra vuestro amante seno,
con lágrimas de alegría
gracias tributáis al cielo,
ved tantos como a los suyos
han dado el adiós postrero,
ved los que yacen sin vida
en las orillas del Ebro.
    Los que no pasáis de largo
cuando hay un triste en el suelo;
los que con ojos enjutos
no miráis el llanto acerbo;
todos los que corazón
sentís latir en el pecho
de esos benditos que tienen
para los dolores eco,
dad por Dios una limosna,
dad por Dios algún consuelo
a los míseros que gimen
en las orillas del Ebro.

1.º de Febrero de 1871.




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Asilo de Nuestra Señora del Consuelo en Ciempozuelos

La caridad en España


«¡Ved esa desdichada! El vicio ha grabado en su frente una marca infame; su voz es áspera; la blasfemia y la obscenidad han dejado en su boca una indefinible expresión repugnante; sus ojos amortiguados brillan por intervalos con fuego siniestro; no tiene ni la dulzura de su sexo, ni la fuerza del otro: nada hay en ella que no sea repulsivo. Si intentáis hacerle bien, andará buscando cuál motivo interesado puede impulsaros, porque no comprende la abnegación. Si le habláis de Dios, se reirá de vuestra credulidad; si de virtud, os desdeñará como a un necio; si de honor, hará una cínica ostentación de infamia. Tal vez, con maligna complacencia, finge arrepentimiento, y luego se goza en burlarse de la candidez de su bienhechor; tal vez, con alguna mira interesada, une la hipocresía a sus demás perversos instintos; y cuando se cansa, o no le conviene ya explotar la santa credulidad de la virtud, arroja la máscara. No hay deber que no pise, virtud que no escarnezca, cosa santa que no profane: la miseria y el vicio han embotado su inteligencia y depravado su corazón. Despreciada y despreciable, sintiéndose infeliz y vil, escupe el veneno de su ignominia sobre todo lo que la rodea. ¿No es imposible la regeneración de esta mujer? Para intentarla, ¿no es preciso estar loco o ser santo?»

Esto pensábamos y escribíamos hace algunos años, y esto pensamos hoy: el aspecto físico y moral de la prostituta es tan repulsivo, su regeneración tan difícil, que apenas se concibe cómo hay quien se atreve a intentarla. Pero en aquel cuerpo arrojado al muladar del vicio hay todavía una alma que puede levantarse y ser purificada; hay una conciencia que aún puede comprender la virtud; hay una razón que aún puede distinguir lo justo de lo injusto; hay un instintivo deseo de agradar que aún puede dirigirse a hacer obras dignas de alabanza; hay un sentimiento que aún puede admirar la belleza y compadecer el dolor; hay un corazón que todavía puede amar con amor puro y reflejar la idea de Dios. Pero todas estas disposiciones están ocultas como tesoros en antro lóbrego y pestilente; nadie las ve, nadie sospecha que existen, hasta que las ilumina la llama celestial de la caridad. La caridad llega a la mujer caída, y le abre los brazos con amor, y llora con ella, y olvida, y perdona. La triste entonces despierta; huye aterrada de su pasado, halla apoyo, guía, consuelo y tiene esperanza. ¿Qué espera? La gloria en el cielo, y la paz, acaso la dicha, sobre la tierra. ¿No era dichosa? ¡Ah! no. Las mujeres deshonestas son desgraciadas, profundamente desgraciadas, porque es condición de la mujer necesitar cariño para ser feliz, y la que es liviana sólo inspira repulsión y desprecio. Nunca se conmueve nuestro corazón tan tristemente como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse; saben que a nadie inspiran lástima, y procuran sofocar el dolor físico, lo mismo que el dolor moral, con chanzas obscenas, y con blasfemias, y con carcajadas que dan lástima, como las de un loco. Quieren embriagarse en el vicio: no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado; quieren reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten bien desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que arde en la pupila de la prostituta.

De estas almas había en las salas del hospital de San Juan de Dios, cuando en Mayo de 1864 se celebraba el mes de María. Varias jóvenes extraviadas acudieron a escuchar la predicación; la palabra de Dios halló eco en su conciencia, el arrepentimiento humedeció sus ojos y el propósito de enmendarse se formuló en su corazón. Pero ¿adónde ir? Faltaba sitio para recibirlas en el colegio de Desamparadas de Madrid, y era preciso dejarlas bajo la garra del vicio por no tener un albergue donde recogerlas. Cosa triste, no hallar un poco de oro para rescatar a estas cautivas de su pasado. Un hombre que había arrostrado cien veces la muerte por llevar a remotos climas la religión de Jesucristo, un heroico misionero, un virtuoso prelado, dio prueba de que era capaz del sacrificio bajo todas las formas, y que sabía vencer la repugnancia que inspira la víctima degradada del hombre civilizado, como había arrostrado en otro tiempo las iras del hombre salvaje. Cuando resolvía, para descansar de sus fatigas, emprender tan ruda labor, una mujer, inspirada en el mismo sentimiento, hacía el propósito de buscar asilo para las arrepentidas, de dedicarse a regenerarlas, de consagrarles todo lo que había recibido de Dios, su fortuna, su gran corazón, su claro talento, su inteligencia cultivada; de alejarse de la sociedad escogida donde hasta entonces había vivido, para ir a vivir con el desecho de la sociedad; de dejar una existencia de comodidades, para ir a luchar con la pobreza; y este propósito, difícil de hacer, más difícil de cumplir, le ha cumplido.

La actividad del anciano prelado y de la piadosa mujer fueron tales, que en 1.º de Junio del mismo año de 1864 se alquilaba una reducida casa en Ciempozuelos, se amueblaba con lo más indispensable y recibían dos arrepentidas. Pronto se vio que no podían continuar en la estrecha vivienda, y adquirieron en el mismo pueblo un convento que había sido de franciscanos, ruinoso, y que, restaurado en 1866, abrió su iglesia al culto, y sus habitaciones a las arrepentidas y a sus protectores incansables. La obra de restauración y ensanche del edificio continuaba a medida de los recursos, e igualmente la admisión de arrepentidas, hasta que en Mayo de 1869, el fuego prendido en un gran montón de sarmientos se comunicó al edificio. Las llamas le envolvieron, y en un momento quedaron destruidas habitaciones, provisiones, muebles, todo, menos la fe viva de sus fundadores y la esperanza en Dios. Alentados por ella volvieron a habitar las humeantes ruinas, y auxiliados por los vecinos del pueblo emprendieron por segunda vez la obra de restauración. Su primer cuidado fue la iglesia. -Hagamos la casa de Dios, decía el prelado, y si Él quiere, ya se hará la nuestra.- Y Dios ha querido; el edificio se ha cubierto, se han ido habilitando habitaciones y recogiendo arrepentidas; pero después de tales desastres, la pobreza del establecimiento es tan grande, que nos dicen: Si Dios con su divina misericordia no lo remedia, pronto no tendremos ni pan.

Tener que negar una limosna al que con necesidad la pide, es bien triste; pero verse obligado a rechazar a la mujer pervertida que se arrepiente, no poder alargarle la mano que la sacaría del abismo, cerrarle la puerta a que llama con lágrimas en los ojos y buenos propósitos en su corazón, y verla que se vuelve a este mundo que la ha corrompido, y que ella corrompe a su vez, adonde será culpable y desgraciada y hará mal por donde quiera que vaya, ¡ah! debe ser cosa bien cruel. Comprendemos el propósito de los santos fundadores del Asilo de Ciempozuelos, de no rechazar a ninguna desventurada que quiera acogerse al sagrado de la virtud. Pero ¿cómo cumplir este propósito si no hallan auxiliares? Han recibido el muy poderoso de dos señoras ilustradas que, identificadas con la grande obra, se han consagrado a ella. Se trata de establecer industrias lucrativas que, al mismo tiempo que den a las acogidas medios de ganar la subsistencia cuando salgan, puedan con sus productos sostener la casa; pero se necesita aprendizaje, primeras materias, máquinas, y la pobreza es tanta que una acogida cede su manta a la que llega y se cubre con un haraposo resto de alfombra; otra quiere vender las ricas galas de cuando era pecadora para cubrir con su producto la necesidad de algunos días.

El Gobierno tiene asignados a esta casa 10.000 reales anuales, y debe un año; ahora se ha mandado dar una mensualidad, pequeño auxilio para tantas atenciones. Estas casas merecen la particular protección de todo Gobierno que comprenda su misión social, y abstracción hecha de todo sentimiento religioso. La mujer arrepentida que no se puede recibir en el asilo de la virtud, es probable que haya que mantenerla en el hospital o en la prisión, y seguro que corromperá y pervertirá a muchos hombres, dejando en pos de sí como un rastro de enfermedades, de vicios y aún de crímenes. En la historia de los criminales es raro que no figure, con una gran complicidad moral o material, alguna mujer perversa. Cuando el Estado contribuye a la regeneración de la prostituta, no sólo cumple con un deber, no sólo hace una obra de moralidad, sino de economía; porque para la colectividad, lo mismo que para el individuo, no hay cosa tan cara como el vicio y el crimen.

Rogamos, pues, al Gobierno que, en cuanto pueda, atienda al Asilo de Nuestra Señora del Consuelo; y rogamos a aquellos de nuestros lectores a quienes sea posible, que se suscriban por una cantidad, aunque sea corta, hasta que la casa se establezca sólidamente sobre la base del trabajo, o que den una pequeña limosna para contribuir a la buena obra. Limosnas y suscripciones se admiten en la Redacción de La Voz de la Caridad, Dos Amigos, 10, segundo izquierda; y se publicarán en el periódico, para la debida claridad y satisfacción de los interesados, con nombres o iniciales, como gusten.

Si alguno nos dice que estamos pidiendo de continuo, responderemos que si los periódicos de teatros hablan de representaciones teatrales, de política los políticos, los de caridad han de hablar continuamente de dolores para implorar consuelos. La misión parece enojosa, pero no lo es; mientras otros se dirigen con frecuencia a las malas pasiones, nosotros hablamos siempre a los buenos sentimientos.

No podemos terminar estos apuntes sin mandar la expresión de nuestro cariño y de nuestro respeto a los que en el retiro de Ciempozuelos hacen bien con tanta abnegación y perseverancia, practicando virtudes evangélicas, dando consuelo a los débiles, muestra de lo que pueden hacer a los fuertes, y ejemplo a todos.



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