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Un dicho de lord Palmerston

Si en lugar de hacer todos planes y sistemas para la felicidad de todos, cada uno pensase en procurar la dicha de uno solo, el mundo se vería trasformado y el mal disminuido hasta donde puede serlo.

Esto decía el magnate inglés; y aunque no estamos seguros al hacer la cita de conservar sus propias palabras, reproducimos con exactitud su pensamiento, sencillo como lo que es grande, y fecundo como todo lo que es bueno y verdadero.

No somos seguramente de los que desprecian las teorías, ni de los que desdeñan las innovaciones, ni de los que creen que el entendimiento se nos ha dado para seguir eternamente por el carril que tiene trazado la rutina. No pensamos que la práctica del mal lo abone, ni que los siglos sean argumentos; pero tampoco podemos admitir que todo el que ha recibido la facultad de combinar algunas ideas y expresarlas de modo que no suenen muy mal, tiene la misión de hacer la felicidad del género humano, o de su patria cuando menos. Si la gran mayoría de entendimientos educados se contentara con la práctica del bien, las teorías absurdas serían poco peligrosas, porque la sociedad, lo mismo que el hombre, no escucha a curanderos cuando está sana. La práctica del bien daría a todos, a los de arriba, a los del medio y a los de abajo, esa calma serena que permite distinguir el error de la verdad, y haría imposible el curso de doctrinas subversivas de todo orden, que sólo pueden tener larga vida en una atmósfera infestada por la perversidad. El castigo más pronto e indefectible del que obra mal, es no ver claro: esto lo mismo para los individuos que para las naciones; el delirio no impera arriba sin que la corrupción esté abajo, y sólo la perversión moral puede recibir como oráculos los bramidos de la tempestad.

Así, pues, el que vive en la práctica del bien, el que procura que los demás vivan, eleva un obstáculo a la teoría del mal y allana el camino a todo razonable sistema. Una buena acción es un buen argumento, con la diferencia de que todos somos capaces de buenas acciones y no todos somos aptos para formular grandes máximas. Es evidente que todos somos aptos para la práctica del bien, y muy pocos los capaces de formular su teoría, de analizarle, de generalizar y formar sistema; y como Dios da la facilidad de las cosas en razón de su necesidad, se ve claro que lo necesario, lo indispensable, es ser bueno: de la bondad de todos se elevaría la sabiduría como una armonía celestial.

Pero alguno ha de personificar esa sabiduría, ha de formular el buen sentido de las masas y reunir en un foco todos esos rayos de luz. Seguramente, y no es fácil empresa cuando la falta de virtudes, y por consiguiente de cordura, ha permitido tal desbordamiento de amor propio, ponerle coto y decir a nadie que piensa otra cosa: -Tu misión se limita a hacer bien en un pequeño círculo.- Ésta es la regla, pero todos, todos estamos dispuestos a creernos excepciones.

Ya que no podemos evitar que pretendan gobernar el mundo los que no saben gobernar su casa, ni a sí mismos, procuremos inculcar al menos la idea del deber que tenemos todos de practicar el bien; que nadie satisface sólo con formular teorías; que el hombre grande no puede cumplir por el hombre honrado; que no merece el nombre de criatura racional la que no emplea racionalmente, es decir, para el bien, las facultades que de Dios ha recibido; que si se nos ha dado el entendimiento para pensar, también el corazón para sentir, y que las buenas ideas sin las buenas obras constituyen un ser incompleto, mutilado, repugnante y culpable. Porque, ¿cuál descargo podría dar para no practicar el bien el que le comprende y le sabe? Ya que no sigamos el consejo de lord Palmerston; ya que, en lugar de hacer sistemas y proyectos para la felicidad de todos, no nos propongamos contribuir con todas nuestras fuerzas a la de alguno, que siquiera, al mismo tiempo que generalizamos con el entendimiento, particularicemos con el corazón, y que por haber hecho una obra de mérito no nos creamos relevados de hacer una buena obra. Fijemos nuestra consideración en esa infinidad de libros, de cuadros, de estatuas, de armonías y de poemas; en tanta constitución y sistema como el confiado amor propio arroja al piélago del mundo; veamos los muchos que se van al fondo y los pocos que sobrenadan, y respondamos después, los unos por los otros, si el hombre que quiere estar seguro de hacer algún bien a su paso por la tierra puede contentarse con derramar luz sobre la generalidad, si no es preciso que haya consolado e ilustrado a un individuo. La fama pende de los demás; la virtud, de nosotros mismos. ¿Quién se hace esclavo de un ídolo pudiendo ser libre en el templo de la Divinidad?






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Probidad heroica26


Anales de la virtud

   ¿Será la gloria y la fama
cual patrimonio exclusivo
de quien arrostra la muerte
por matar a un enemigo?
¿No hay triunfos sin opresión?
Sin pólvora, ¿no hay peligros?
Sin hierro, ¿no habrá combate?
Sin sangre ¿no hay heroísmo?
Cuando en el fondo del alma,
en silencio, sin testigos,
luchan en brava pelea
el deber y el egoísmo;
cuando la tentación viene
deslumbradora en su brillo,
y armada de punta en blanco
asesta mortales tiros;
cuando halaga las pasiones,
cuando turba los sentidos,
cuando ofusca la conciencia
y el entendimiento mismo;
cuando con voz seductora
dice en lenguaje sentido:
-Escúchame, y ¿son dichosas
las prendas de tu cariño?-
Cuando el deber se presenta
difícil, severo, frío,
sin pompa y sin aureola,
sin aplauso y sin prestigio;
cuando caminar ordena
por un áspero camino,
de compañeros escaso
y de placeres vacío;
cuando como ley impone
la obscuridad, el olvido,
y arrastrar eternamente
de la pobreza el cilicio,
el hombre que en tanta prueba
lucha y no queda vencido,
y hace ley de su existencia
el deber y el sacrificio,
y a ella tan sólo obedece
hasta su postrer suspiro.
Esa virtud triunfadora
que mira a sus pies rendidos
las pueriles vanidades,
las pasiones, los instintos.
Esa virtud, que no cede
a mágicos atractivos,
a seductores halagos,
a los sofismas impíos,
¿no merece ser llamada
con el nombre de heroísmo?
¡Oh! Contemplad aquel pobre
Humilde, desconocido,
con una familia larga
y con un jornal mezquino.
Mira al suelo por acaso,
y ve a sus pies un saquillo;
le coge, le abre..., un tesoro
contempla allí sorprendido.
Él le halló, puede ser suyo
sin esfuerzo, sin peligro,
que ni su dueño revela,
ni nadie cogerle ha visto.
¡Qué brillante porvenir
puede ofrecer a sus hijos,
y a sus hijas muy amadas,
y a su esposa y a sí mismo!
En lugar de privaciones
tendrá goces infinitos,
y libertad y descanso,
consideración, prestigio;
todo lo que el mundo ofrece
complaciente al hombre rico.
¿Y el honor? ¿Y la conciencia?
Vuelve a cerrar el saquillo,
y según va presuroso
y busca a su dueño activo,
parece que es fuego, y quema
aquel hallazgo imprevisto,
o que sólo por mirarle
incurre en grave delito.
Halla a su señor turbado,
temeroso y afligido,
viendo ya de la pobreza
el aterrador peligro,
y en sus manos temblorosas
pone el tesoro perdido,
con la palabra modesta,
con el ademán sencillo,
como hacen las grandes cosas
los que grandes han nacido.
Gozoso el capitalista
le alarga lleno un bolsillo.
¡Detente! Pues qué, ¿imaginas
que es el oro premio digno
de quien despreció del oro
el poderoso atractivo?
¿No ves cómo le rechaza,
por el rubor encendido?
¿No ves en el buen Piqueras
una especie de prodigio?
Su incorruptible virtud
se alza. ¿Y cuándo? ¿Y en qué sitio?
En la Bolsa, en ese templo
a la riqueza erigido,
donde el honor, la conciencia,
se ofrecen en sacrificio;
donde todos se prosternan
y adoran el vellocino,
y no hay más que un mal, ser pobre,
y no hay más que un bien, ser rico.
Donde arrastran los ejemplos
de la maldad al abismo;
donde impera la codicia,
y el pundonor es cautivo;
donde se hollan las virtudes,
donde se respiran vicios...
Y en aquel aire infestado,
y en aquel suelo maldito,
se alza una flor bella y pura,
que con su aroma divino
conforta y trae consuelos
al corazón afligido.
¿Y tú vas a profanarla?
Guarda, guarda tu bolsillo.
Si no hay en tu corazón
Entusiasmo ni cariño;
si nada grande comprendes,
si nada sublime has visto;
si a las voces de lo alto
están sordos tus oídos;
si eras de la casta impura
de los miserables ricos,
vete en paz... aún en la tierra
no todo está envilecido.
Aún hay ecos prolongados
del santo deber al grito.
Aún hay quien levanta altares
con las palmas del martirio,
y ante ellos puesto de hinojos
entona un canto divino.
Aún hay grandes corazones
que tienen grandes latidos;
aún hay labios que sedientos
buscan celeste rocío.
Aún hay, sí, lágrimas santas
para los hechos benditos;
aún hay quien puede pagar
la deuda que has contraído.




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A la paz

Ven, hija del cielo; desciende sobre esos pueblos que se destrozan.

Mira esa tierra de Francia. Ayer causaba envidia, hoy inspira compasión.

Caen los muros desplomados. No vale que sean depositarlos de la ciencia, templos del Altísimo, asilos del dolor. Nada hay sagrado.

Las llamas consumen el soberbio edificio de la ciudad y la humilde choza del pastor. Los incendios hubieran podido apagarse con sangre, ¡Tanta se ha derramado!

Los niños preguntan por su padre a la desolada viuda, que responde llorando.

Los jóvenes, muertos o cautivos.

Los ancianos dicen: «¿por qué hemos vivido tanto?»

Los árboles talados, ya no darán sombra; los que a ella se sentaban, duermen para siempre.

Sobre la tierra ensangrentada pasan hombres y mujeres, cubiertos de luto y abrumados de tristeza.

Las desposadas tejen coronas fúnebres, y las madres verán con horror las flores de la primavera que nacen sobre las tumbas de sus hijos.

La alegría huyó, y en aquella Francia tan jovial y bulliciosa ya no se ríen más que los locos.

Digo mal. Hay un monstruo que goza y ríe en presencia de este cuadro lúgubre y dolorido; un monstruo que regala sus ojos con ruinas, sus oídos con ayes, sus labios con lágrimas... Este monstruo se llama ¡VENCEDOR!

La medida de sus alegrías son los dolores que causa.

Se apoya en un animal indómito: la fuerza.

Su consejero es una furia: la pasión.

Para fascinar ha inventado una locura: la gloria, que con manto de oropel deslumbra a los insensatos y cubre sus deformidades horrendas.

No es feroz porque sea turco ni griego, galo ni germano, sino porque es VENCEDOR. En toda época sigue las huellas de Atila, y su espada es siempre la espada de Breno. La destrucción es la ley de la guerra, como de la tempestad.

¿Ha creado Dios la luz para alumbrar horrores y nos ha dado la conciencia para sancionar iniquidades?

Ven, paz bendita; ven, hija del cielo; posa tu mano ungida sobre las abatidas frentes y sobre las frentes soberbias.

Dile al vencedor que un pueblo no puede hacer honradamente lo que no debe hacer un hombre honrado.

Que la guerra no da más derechos que los que tú concedes, ni exime de ningún deber de los que impones.

Dile que puede indemnizarse con cosas, no con personas. Que la cesión de territorio contra la voluntad de sus habitantes es nula ante la justicia. El desierto puede cederse o venderse, no la tierra habitada por criaturas de Dios.

Que cuando el vencedor injusto abusa de la victoria o inscribe en arcos triunfales los nombres de los oprimidos, aquellos nombres son un eterno llamamiento que se oye tarde o temprano; y los oprimidos de ayer, opresores hoy, responden: -¡Aquí estamos!

Que los tratados que impone la fuerza no tarda en rasgarlos la fuerza misma; que no hay pacto duradero si no está inspirado por la equidad.

Dile que una nación, como un hombre que pisa al que yace por tierra, se degrada.

Que el humo de la victoria, los vapores del triunfo se desvanecen, y queda la conciencia del mundo y la justicia de Dios.

Que al hacer el recuento de los trofeos que lleva no olvide enumerar las virtudes que deja. Que aprenda a formar la estadística de la guerra:

Tantos muertos.

Tantos inútiles.

¡Tantos depravados!

A las mujeres alemanas, que lloren al abrazar a esos hijos que han hecho llorar a tantas madres y cuyas frentes están cubiertas de laurel... y de maldiciones.

A los vencidos diles que acepten la humillación como justo castigo de la soberbia.

Que no pidan a la desesperación lo que ella no puede dar nunca.

Que reciban las lecciones severas de la desgracia.

Que acepten el terrible fallo de la necesidad, pero no cubran de ceniza la frente gloriosa donde brilla el genio.

Que en la tribulación, en vez de la blasfemia del réprobo, entonen el salmo sublime de la penitencia.

Que todo dolor recibe consuelo en el tiempo.

Que toda mancha se borra con virtudes.

Que un gran pueblo cae sobre la tierra, pero no en el abismo, y las señales de la inspiración divina que lleva en la frente no puede borrarlas el pie sangriento de ningún soldado.

Diles, ¡ah!, repíteles muchas veces que los muertos no claman venganza; que desde el mundo de la verdad piden justicia.

Que desde allí la tierra es patria común, los hombres hermanos, y todo el que inmola a otro, fratricida.

Resignación, virtud, perdón, olvido; esto piden los manes de las víctimas; esto quieren como homenaje a su memoria querida.

¡Paz bendita y deseada! Llega, no a los labios hipócritas, sino a reinar en los corazones. Ven a reparar tantos estragos, a restañar tantas heridas, a consolar tantos dolores como deja en pos de sí la guerra.

Que en tu seno mediten los hombres sobre tantos problemas como ha planteado la horrible lucha.

Que piensen si la inteligencia nos fue dada para hacer con ella irresistible el choque de la fuerza, y si el pueblo más grande ha de ser en adelante el que pueda matar de más lejos.

A tu voz vuelvan los pobres cautivos que gimen en tierra extraña. Los muertos, ¡ay!, no volverán aunque los llames.

Calma las iras, templa los rencores, ciega los abismos.

Que la desesperación no se enseñoree del mundo, ni parezcan insensatos los que tienen esperanza.

Los hay, sí, que esperan. Aún en estos momentos terribles creen que descenderás algún día sobre la humanidad menos infeliz, y persisten en su razón dejando pasarlos hechos como un río de lava. Los hombres de sangre y de metal y de hielo les llaman visionarios; la verdad cuando está muy lejos tiene apariencias de visión.

¡Oh paz, hija del cielo! Te llaman, esperan en ti los débiles y los fuertes, los que tienen clara inteligencia y corazón levantado, los filósofos y los de fe sencilla, que hablando con Dios dicen todos los días: -Hágase tu voluntad, como en el cielo en la tierra.




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¿Hay caridad en España?

Es muy frecuente, después del relato de alguna desventura cuya causa es la miseria, añadir: -¡Aquí hay mucha caridad!- Y muchas veces también, habiendo referido una gran desdicha, se dice: -Hay tanta indiferencia y egoísmo, que es para desalentar. Nadie se mueve para auxiliar eficazmente al desvalido, y sólo Dios sabe el mérito que tiene el más pequeño paso que se da en el camino del bien, etc.- Y estas dos opuestas conclusiones son verdad en los casos a que se refieren y en otros muchísimos análogos. ¿Cómo así? ¿Por qué son ciertas dos afirmaciones distintas? Porque, en efecto, hay casos en que la compasión aparece con su piadosa mano, y otros en que se ve la indiferencia, con su mirada vidriosa como la de los muertos y su corazón helado. Restando del mayor número de estos casos el menor, con el residuo podremos responder afirmativa o negativamente a esta pregunta: -¿Hay caridad en España?

Imposible sería llevar la cuenta exacta de las ocasiones en que el corazón debe afligirse o consolarse en presencia del egoísmo y de la abnegación; pero si no nos es dado contar los hechos, podemos apreciar su índole, y de los que hemos observado resulta el juicio que vamos a emitir en estos ligeros apuntes.

La caridad, como otras muchas disposiciones que hemos recibido de Dios, puede estar:

1.º En estado de instinto, es decir, de impulso.

2.º Elevarse a sentimiento.

3.º Razonarse; recibir la sanción de la inteligencia.

Es propio del instinto recibir una sensación, producir un impulso, y cuando ya no ven los ojos el objeto que la produce, olvidar o recordarle vagamente. Es también propio del instinto que su acción sea fuerte, instantánea y no continua. Aplicando estos caracteres al ejercicio de la caridad, comprenderemos que en España, por regla general, está en estado de instinto. A la vista de la desdicha o a la relación animada de ella, nuestro corazón se conmueve, nuestra mano da una limosna; pasado aquel momento olvidamos, y de tal modo que una hora o un día después nos cuesta trabajo dar, o negamos lo que en el primer impulso habíamos ofrecido. Si ni la vista o el relato de alguna desgracia hiere nuestros ojos o entra por nuestros oídos; si nada sabemos de los dolores de la humanidad, o sólo percibimos de ellos un rumor lejano, vago, no determinado, entonces el instinto, aislado de lo que puede despertarle, está como la chispa en el pedernal cuando no choca con otro cuerpo duro. Es, por desgracia, grande el número de personas que entre nosotros tienen la caridad instintiva, y como si dijéramos inédita; tal vez mueren sin que tenga ocasión de darse a conocer; tal vez un inesperado suceso revela la existencia de aquel ignorado tesoro.

Cuando el individuo eleva más su nivel moral; cuando educa, ejercitándolas, sus buenas disposiciones, la caridad de impulso se convierte en sentimiento, es decir, que su acción no es instantánea, sino continua; que no necesita para compadecer y amparar la vista de la desdicha; que recuerda, que prevé, que forma hábito y es capaz de sacrificio. Aunque son muchos los que ofrecen ejemplos de la caridad en este estado, no tantos como cuenta el anterior.

Subimos un grado más, y la hallamos apoyada en la razón y elevada por la inteligencia. No ha perdido la fuerza del instinto ni la belleza del sentimiento; pero además de impulso y un hábito, es un sistema. Razona, generaliza, acusa, ampara, ataca, defiende, halla causas, expone efectos, da relaciones, deduce consecuencias, pesa obstáculos, busca auxiliares, y llama, en fin, en su auxilio las fuerzas vivas de la sociedad y los recursos todos de la humana inteligencia; y tiene la perseverante energía del que comprende bien lo que desea y sabe perfectamente lo que hace. No hay para qué insistir en que la caridad en este grado se halla en un número muy reducido de personas.

Sin más que ésta clasificación, se comprende ya por qué, según las ocasiones, parece que en España hay mucha caridad, poca o ninguna. Si el caso requiere la instintiva, brota por todas partes; si la de sentimiento, escasea más; si la razonada, es posible que no se halle, no porque no exista absolutamente, sino porque no es tan general como las necesidades que la reclaman.

Y al formular esta clasificación, ¿la hacemos sólo como gimnasia de entendimiento, por el gusto de generalizar, y sin que nada útil ni práctico resulte de nuestro trabajo? No es éste seguramente nuestro propósito, y esperamos que no sea tal el resultado de nuestras observaciones.

En primer lugar, si lo que hemos dicho es cierto, la verdad es siempre útil; y tanto lo creemos así, que en nuestro concepto es erróneo todo lo que es perjudicial, y que las verdades peligrosas tarde o temprano resulta o ha de resultar que son mentiras.

Después conviene, para no desalentarse, comprender bien en qué consiste la indiferencia y frialdad que a veces se halla al proponer una buena obra. Tengamos presente que la falta de educación de los afectos no es sinónimo de perversión, y que el obedecer más bien al impulso que a la reflexión, y no violentarse para hacer bien, no sucede sólo cuando de caridad se trata. Aquel hombre nos niega una hora de trabajo para aliviar un grande infortunio; ¿concluiremos de aquí que es un hombre duro y perverso? No. A sí mismo se ha negado también esa hora de esfuerzo que inútilmente le pedimos; y por irse a paseo, en vez de asistir a la junta de la sociedad minera, de crédito o de seguros a que pertenece, ha perdido grandes sumas, dejando que exploten su descuido los que tienen un poco de actividad y mucha mala fe. Resulta, pues, que muchas personas no son útiles para las buenas obras por dureza o egoísmo, sino por dejadez, por descuido, por hábito de no trabajar: defectos que son en perjuicio suyo, aún más que de los pobres cuya suerte no procuran mejorar. El comprenderlo así nos trae la ventaja de ser justos, nos evita la indignación que produce en toda alma honrada el espectáculo de la maldad, y nos deja esperanzas, que muchas veces se realizan, de sacar algún partido, y aún mucho, de personas que, por un juicio equivocado, habíamos creído enteramente inútiles para el bien.

Cuando no hallemos la caridad razonada, inteligente, embellecida con todos los divinos resplandores de la verdad, contentémonos con la caridad sentida; comprendamos que el hábito equivale muchas veces en la práctica al sistema, y si a tanto no podemos aspirar, resignémonos con recibir del instinto sus esfuerzos intermitentes, y recojamos sus dones como el agua de esos manantiales que no tienen corriente seguida.

Esto en cuanto a los otros, para no afligirnos por ellos, para no desesperar de su cooperación, para no calumniarlos. En cuanto a nosotros mismos, procuremos llevar al ejercicio de la caridad todos los dones que hemos recibido de Dios. Recibamos el impulso del instinto, la ternura del sentimiento y la luz de la razón. Nuestra obra será así más perfecta y nuestra satisfacción más grande, porque las buenas obras hechas al acaso poco sirven para la perfección, y menos todavía para el contentamiento. Los que dan sobre la marcha y dejan caer como al paso sus dones, parece que, como van tan de prisa, no les alcanza el premio, cuyo paso en todo suele ser un poco tardo.

Procuremos inspirar este mismo deseo de perfección en todos aquellos que nos rodean y en quienes influimos. Que la caridad pase de la confusión de un latido a la lucidez de una idea; y si esto conseguimos, hallaremos más cariño en nuestros hijos, en nuestros amigos, en nuestros hermanos: que la dicha, o para los que no pueden ser dichosos el consuelo, es más fácil en esas regiones elevadas en que el bien se ve de cerca y el mal a larga distancia. Los lazos son más fuertes cuanto más santos; unámonos por las buenas obras, y hallaremos tantos consuelos que ninguno preguntará: -¿Dónde está el premio de la virtud?

¿Terminaremos este artículo sin contestar a la pregunta que le sirve de epígrafe? No. Creemos que en España hay mucha caridad instintiva, alguna caridad sentida y muy poca razonada.






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Bondad sublime, valor27


Anales de la virtud



I

   En la América española,
pensativo al pie de un árbol
está un apuesto mancebo
hijo del suelo africano.
Sus ojos lágrimas vierten,
o de ira fulminan rayos,
ya se levanten al cielo,
ya estén en tierra clavados.
A su frente contraída
lleva la trémula mano,
como si arrojar quisiera
algún pensamiento malo.
Puede oírse en el silencio
su respirar agitado,
late fuerte el corazón,
tiembla su nervudo brazo,
y su contraído rostro
revela por signos claros
una conciencia que lucha,
y un corazón desgarrado.
¿Qué tendrá? ¿Tal vez su esposa
vendida ha sido a un extraño?
Los hijos de su cariño
¿le fueron arrebatados?
¿Vio sucumbir a su padre
al exceso del trabajo?
¿De aquella que le dio el ser
la sangre salpica el látigo?...
¡Quién sabe! No hay desventura,
ni horror, ni crimen nefando,
que torturarle no pueda,
porque el mísero es esclavo.


II

   Después que consigo mismo
sostuvo combate largo,
resuelto emprende la fuga,
corre al través de los campos,
cruza los bosques espesos,
pasa los ríos a nado;
quiere ser libre... ¡Infeliz!
no habrá tenebroso antro
donde no entre la codicia,
que arma la ley en su daño.
Como a una fiera le acosan
los perros y los soldados;
a ellos se entrega rendido
por el hambre y el cansancio.
Y tras de largo camino
que es un horrible calvario,
en dura cárcel le encierran
a esperar un duro fallo.



III


   Allí con sus pensamientos
está solo el desdichado,
y en las imágenes tristes
de una noche sin descanso
ve angustias, humillaciones,
abrumadores trabajos;
ve la muerte precedida
del martirio... ¡ve a su amo!
Y aquella visión terrible
le produce tal espanto,
que suenan ayes dolientes
en su encierro solitario.
Como si de la inocencia
al gemido no escuchado
respondiera aterradora
la cólera de lo alto,
así la voz del cautivo
cubre el huracán bramando,
y las torrentosas aguas
de los ríos desbordados.
¡Noche de horror! Fuertes muros
que al tiempo desafiaron,
aquel ímpetu furioso
quieren resistir, y al cabo
vacilan, tiemblan y crujen,
se derrumban desplomados,
que el huracán los sacude
como las hojas de un árbol.
Todo es angustia y zozobra,
y pavura y sobresalto:
en Dios esperan los buenos,
y temen a Dios los malos.
Caen humildes viviendas,
caen templos y palacios,
y caen, cual sacudidas
por un gigantesco brazo,
las puertas de la prisión
donde gimo el africano.
¿Quién no medita un instante
sobre este suceso extraño?
Si sólo una tempestad,
entre terrores y estragos,
puede romper las cadenas
de un pueblo que gime esclavo,
sea: que tiemble la tierra
que el mar la invada bramando,
que brille en la noche obscura
la luz siniestra del rayo,
antes que la iniquidad,
tranquila, honrada, al sol claro
la justicia en la tormenta
nos venga, oh Dios, de tu mano.


IV

   Pobre cautivo, estás libre;
sal, depón el terror vano;
ni puertas ni carceleros
irán a cerrarte el paso.
Sal, tus opresores gimen;
ven a reír de su llanto;
mira como el huracán
los derriba ensangrentados,
o en la furiosa corriente
exánimes ya, luchando.
Te lanzas... ¡Oh! Vengativo
vas sin duda a exterminarlos,
como el auxiliar terrible
del dolor y del espanto.
Acción culpable es la tuya,
mas para el eterno fallo
no has de responder tú solo
de ese tu horrendo pecado.


V

   ¿Qué es lo que miran mis ojos?
¿No será un sueño insensato
de esos que forma el deseo
en un mundo imaginario?
No, no. Libre está el cautivo,
y se lanza como un dardo
donde débiles enfermos,
mujeres, niños, ancianos,
con lastimeros gemidos
auxilio piden, amparo.
Allí pelea sin tregua,
allí lucha sin descanso,
allí a riesgo de su vida
muchas vidas pone en salvo.
Dijérase, al ver la fuerza
de su poderoso brazo,
que de la rota cadena
había sido forjado.
¡Alma noble y generosa
que así vengas los agravios,
que iniquidades recibes
y abnegación das en pago;
que olvidas viendo sufrir
tu dolor desesperado,
y el odio fiero de raza
conviertes en amor santo!
¿Cómo habrá quien a la tuya
aplica torpes dictados,
con la grosera calumnia
su crueldad disculpando?
¡Silencio los detractores!
Tu acción nos dice muy alto
que hay almas grandes, sublimes,
en esos cuerpos esclavos,
almas imagen de Dios,
al mundo entero clamando:
-Que son de todas las razas
todos los hombres hermanos.-
Sordos a esa voz divina
y a ese celestial mandato,
has visto a tus opresores,
¡oh heroico desdichado!
Nada esperas. La tormenta
va sus iras aplacando,
Ya no hay vidas en peligro
que puedas poner en salvo,
y en vez de huir donde logres
ocultarte a tus tiranos,
a la pesada cadena
tiendes de nuevo los brazos.
¡No! ¡jamás! Aunque culpables,
tan viles no son los blancos.
Ya eres libre. Vete en paz,
y que Dios guíe tus pasos.
Tú, que estarás en su gracia
porque amas y has perdonado,
pídele la redención
de tus míseros hermanos.

15 de Febrero de 1871.




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Un cochero que merecía andar dentro del coche

No hace muchas semanas, salía una mujer de cierta buhardilla de la calle de la Reina. Anduvo pocos pasos, y abrumada por su infortunio se sentó en la escalera llorando como lloran los que no tienen quien los consuele. Muy anciana, absolutamente imposibilitada para trabajar por un grave padecimiento en la mano, muy sorda y completamente desvalida, acaba de ser arrojada de la casa, donde hacía muchos meses que no puede satisfacer nada por el hospedaje. No tiene pariente ni amigo a quien dirigirse para que la recoja, y en su abandono llora, llora y llora. Un hombre sube; es el cochero que vive en la buhardilla de al lado, y que, viendo su aflicción, se para y le pregunta qué tiene. Aunque no oye, comprende la pregunta: un desdichado adivina fácilmente lo que quiere decir el que le compadece.

-¿Qué tiene usted, señora N.?

-Me echan, señor N., me echan; ya veo que tienen razón...

-¡Razón!

-Hace meses que no les doy nada... no puedo. No tengo adónde ir; está noche dormiré en la calle, y me moriré de pena y de frío.

Los sollozos impiden continuar a la pobre abandonada; el hombre calla, acaba de subir la escalera y entra en su casa. Su mujer le mira y le dice:

-¿Qué tienes? ¿Qué te ha sucedido?

-Acabo, de encontrar a la señora N. hecha un mar de lágrimas; mira, me ha partido el corazón. No puede pagar, es claro, y la echan; esta noche no tiene donde recogerse.

-¡Válgame Dios, qué pena! ¡Con tanta edad, y enferma, y sorda, y sin nadie que mire por ella!

-Mira, mujer; verdad es que no gano mucho; nuestro cuarto es bien pequeño, pero la pobre mujer se meterá en cualquier rincón. Tenemos hijos, que acaso puedan verse algún día como ella se ve; y para que Dios los ampare, amparémosla.

-Sí, por cierto. Yo no me había atrevido a decírtelo. Vete a buscarla.

Y el hombre corre en busca de la anciana, y la mujer la recibe cariñosamente, y ambos la consuelan. La infeliz enjuga sus lágrimas; apenas puede creer tanta felicidad: acaba de entrar en una casa donde no la echarán aunque no pague.

Al oír esta sencilla relación, tal absolutamente como queda escrita, no hemos podido menos de pensar: -Merecía andar dentro del coche ese cochero.- Después nos ha ocurrido decirte, lector, el número del carruaje, para que dieras una buena propina si alguna vez entras en él; pero preferimos suprimir toda indicación sobre este digno hombre, que no leerá estas líneas y está bien lejos de creer que ha hecho nada que merezca escribirse. Dejémosle en esa santa creencia, y nosotros modifiquemos un poco la opinión, no muy buena, que suele tenerse de los cocheros de plaza. Las prevenciones de clase son siempre injustas; el pensar así desfavorablemente es malo y hace mal. Cuando subamos a un coche de alquiler, en vez de mirar con hostilidad al conductor, que, después de todo, pasa una vida de las más duras y tristes para proporcionarnos una gran comodidad; en vez de pensar si podrá ser el que tuvo una cuestión con U., o dio una moneda falsa a R., digamos: -¿Si será éste el que recibió en su reducida buhardilla a la desvalida anciana?

Por lo demás, si este hombre caritativo necesita alguna vez de otros que lo sean; si Dios le pone en estado de no poder pagar ese albergue que abrió a la desgracia, entonces te diremos, oh lector amigo, quién es, dónde vive, y seguros estamos que no lo sabrás en vano.




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La culpa

Ninguna persona medianamente honrada niega a otra lo suyo. Nadie que no sea absolutamente vil es capaz de quitar a su dueño muebles, prendas de vestir, créditos ni fincas; y en cuanto a las personas que tienen delicadeza, o solamente buena conciencia, no hay para qué decir con qué exquisita escrupulosidad restituyen lo que una equivocación ha dejado en su poder, y no es de su propiedad, y ponen en claro en cualquier circunstancia lo que a cada cual pertenece. No hablaremos de la gente perversa que en una sociedad corrompida puede llevar alta la cabeza porque no ha robado un duro, cuando ha robado la honra de una familia; nos dirigimos, como queda indicado, a las personas de conciencia, y de buena conciencia, incapaces de cometer a sabiendas el menor fraude. Esta escrupulosidad que se tiene para las cosas materiales, es raro que se lleve a las que no lo son; y aún las que no murmuran ni calumnian, juzgan sin datos ni antecedentes bastantes, es decir, juzgan mal, hacen incurrir en responsabilidad, y privan de su aprecio, y probablemente del de los demás, a una persona a quien por nada del mundo privarían del valor de una peseta. Si nos dejamos en una casa un pañuelo o un guante olvidado, seguros estamos de hallarle; si allí mismo un juicio temerario o incompetente nos quita la estimación, ¿quién nos la devolverá?

Tan pronto como llega a nuestra noticia un suceso desagradable o perjudicial, una desdicha o un crimen, lo que hacemos ante todo es echar la culpa a alguno. Una escuela, un partido, una corporación, un individuo, tienen la culpa de tal o cual desventura, de éste o de aquel delito; ellos solos son responsables; sobre ellos la odiosidad o el castigo. Esto, lo mismo en la plaza pública que en el hogar doméstico, donde si hay culpa se atribuye, según los casos, al padre o a la madre, al hijo, al amigo o al pariente. Parece que la culpa es un todo indivisible, cuando, por el contrario, no hay cosa que tenga más partes y sea más compleja. Sucede con ella lo que con esos cuerpos simples, homogéneos para el espectador ignorante y apresurado, y donde el microscopio y el análisis descubren gran número de componentes, desigualdades y diferencias. Por regla general, tan general que será difícil hallar una excepción, toda culpa es un compuesto de muchas culpas.

Así, pues, cuando ha cometido una falta nuestro padre o nuestro hijo, nuestro amigo o nuestro hermano, en vez de arrojarle al rostro su culpa como un fragmento de roca arrancado por nuestra indignación, examinemos qué parte podrá caber a eso que se llama el mundo, cuál a sus allegados, cuánta a nosotros mismos; y de este examen, si es sincero, podrá resultar que el culpable no lo sea tanto, y que a veces la mayor responsabilidad pesará sobre su acusador más intransigente.

En todo culpable hay culpa; no permita Dios que tengamos nunca la locura de no verlo así muy claro; pero el culpable no ha vivido solo; ha tenido dolores y placeres, estímulos y desalientos; se ha hallado en la miseria o en la abundancia, rodeado de las tinieblas del error o de la luz de la verdad; ha visto para sí la justicia o la iniquidad; ha recibido aplausos o improperios, amor u odio, escándalos o altos ejemplos, consuelos o heridas. Y todas estas circunstancias, y otras de que no dispone, de que han dispuesto los otros, ¿no han influido en su determinación? ¿Por qué, pues, no han de influir en nuestro juicio? Los juicios severos son casi siempre juicios injustos, y casi siempre es justicia lo que al juzgar llamamos caridad. Este error, menos que ningún otro, puede ser indiferente, porque como la justicia obliga y la caridad no suele tenerse por obligatoria, no hay derecho para negar como don gratuito lo que en conciencia debemos.

Descompongamos, pues, la culpa de los que nos ofenden o nos afligen, y no dejemos al culpable más que la parte que le corresponde, y veamos la que puede cabernos; porque es grande nuestra propensión a poner al que falta en caso grave, fuera de la ley moral, y a mirarle como si en él no hubiera nada bueno, ni en el que le condena nada malo. Puede medirse casi siempre la distancia que nos parece inconmensurable, ¡y qué de veces esas acciones, contra las cuales clamamos tan alto, no son más que la reproducción amplificada de una imagen que llevamos en nosotros mismos! La exactitud de nuestros juicios disminuirá la actitud de nuestras acusaciones, y hará que desesperemos menos de los otros y no confiemos tanta en nosotros mismos.

Lo propio que de individuo a individuo, sucede con la culpa de las colectividades. Los absurdos de una escuela son como el eco modificado de los absurdos de otra, y no hay delirio que, bien observado, no sea la reacción de algún otro. La culpa del error, como la del delito, es compuesta también; aquí ya se ve más clara la justicia; el ser colectivo vive siempre; no le juzga una persona en un instante, sino el mundo en los siglos, y la historia suele distribuir entre muchos la responsabilidad que se quería hacer pesar sobre uno solo.

Los partidos políticos son todavía más injustos que las escuelas, porque en ellos el interés y la pasión representan papeles más principales. Allí toda la culpa es del que está enfrente, y allí es donde se halla repartida de tal modo que apenas hay alguna que no parezca consecuencia lógica de otra cometida por el acusador. La filiación de casi todas las locuras, excesos, extravíos y crímenes que vemos en el otro campo, está casi siempre en el nuestro; suelen ser reflejos lo que tomamos por imágenes, y es nuestra propia fealdad la que miramos con tanto horror y disgusto. Si los hombres de partido que se acusan con tal acritud analizaran la culpa que a sus contrarios atribuyen; si la descompusiesen y vieran la parte que les toca, habría menos, porque, en la lógica de las pasiones, el crimen propio se autoriza con el delito ajeno.

Cuando en una época (ésta u otra) hablamos con desconsuelo de los males públicos, lo hacemos todos con el tono del que en ellos no tuviera ninguna parte y como si las desdichas sociales vinieran de las nubes como los pedriscos. ¿Quién tiene la culpa del mal estado de la cosa pública? Tal persona o tal partido, dicen los otros; y si individualmente se examinan los españoles (o los franceses igual), la culpa no está en nadie: prueba evidente de que está en todos. La suma de los dolores de un pueblo es proporcional a la de sus vicios y sus crímenes, que son un compuesto de sus ignorancias, sus egoísmos y sus pasiones; y salvo un cortísimo número (tan pequeño que puede prescindirse de él sin que resulte error apreciable), que hace todo lo que debe, los demás son y somos cómplices, en mayor o menor grado, de ese mal que deploramos con aire de inocencia, como obra exclusiva de los otros. La culpa, cuyo castigo es la miseria, el desorden, los atentados, la desdicha, en fin, de la patria, está compuesta de tantas culpas como hay habitantes, deducción hecha de los locos, los niños y los justos.

Las cosas van muy mal, se dice en todas las épocas, y siempre con verdad. ¿Y cómo irían mejor? Si en vez de echar la culpa a otro, cada cual examinara la parte que tiene en ella y la suprimiese. Pretender que esto lo hagan todos, sería absurdo, pero las personas de razón y de conciencia, ¿no deberían pararse a examinar qué parte tienen en ese mal de que acusan a otros? Si este examen no nos hiciera variar de conducta, nos serviría al menos para ser más tolerantes; nuestros odios no recibirían al menos el apoyo de la razón; y reducida la esfera de acción de los impulsos malévolos, habría en todas circunstancias más lugar para el amor, para la caridad.




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A la entrada triunfal de los alemanes en París28

Del Neva al Guadalquivir, del Mississippí al Ganges, ¡cantad, poetas!

El que vive en la nieve eterna y el que respira azahar; el paria y el ciudadano, todos los hombres de todos los pueblos, oigan en todas las lenguas celebrar la victoria de los hombres del Norte y la entrada triunfal en París del Emperador invicto.

La bayoneta de la Revolución francesa inoculó ideas de un modo feroz. La espada sangrienta del norteamericano ha roto las cadenas de una raza esclava. Todo esto es mezquino. La guerra franco-prusiana ha legado al mundo cosas más grandes, restableciendo el derecho de conquista y haciendo tributarios a los pueblos vencidos.

Vosotros, los inspirados poetas, cantad estos heroicos hechos.

No olvidéis decir al mundo que la Francia es un pueblo de iniserables. Que la raza latina, la raza latina, ¿lo entendéis?, está para siempre degradada; esto es esencial.

Decid que la Alemania triunfa porque es un pueblo sabio, morigerado, religioso, etc. Ya se sabe que las victorias se alcanzan a fuerza de virtudes, que los conquistadores son santos y los oprimidos una canalla vil.

Si los franceses hubieran vencido, serían el escándalo del mundo.

Los alemanes, triunfantes, dan altos ejemplos.

¡Qué delicadeza! ¡Qué ausencia de vanidad pueril! ¡Qué respeto a la desventura y al valor desgraciado no revela su entrada en París!

¡Qué espíritu de justicia! ¡Qué homenaje al derecho y a la dignidad de todo hombre no hay en la apropiación de las provincias fronterizas!

¡Qué moderación! ¡Qué generosidad no imponer más que el ligero tributo de DIEZ Y NUEVE MIL MILLONES DE REALES, con réditos si se retrasaba el pago, y el sostenimiento del ejercito apremiador hasta que se extinga la deuda!

Ya se ve que los pueblos triunfan a fuerza de virtudes. ¡Cantad, poetas, las del pueblo alemán! Él va a trasmitirlas a la Europa, regenerada por su espíritu de moderación y de justicia; él es a la vez la prueba y el campeón de los progresos de la humanidad.

¡Cantad al Emperador, hombre sencillo, sin bordados en el uniforme; caudillo piadoso, que hace todas las cosas en nombre de Dios!

Después de la heroica hazaña de rendir a París por hambre, no ha querido privar a la dichosa ciudad de la honra de tenerle en su seno, ni privarse a sí mismo de la satisfacción de compararla con lo que era cuando le recibió con agasajo en otros días.

Ha pasado allí revista a sus tropas sin novedad, dice a su mujer. El telégrafo no ha trasmitido nunca frases más sublimes.

¡Qué placer tan puro, entrar al compás de tantas bendiciones y del ruido que hacen, al contarlas, las monedas de tributo!

¡Detener los convoyes fúnebres, que llevan a la última morada las víctimas del hambre!

¡Ver los bosques talados y las ruinas de los edificios!

¡Pisar la tierra que regaron con su sangre generosa aquellos valerosos marinos, que el Señor reciba en su seno!

¡Imaginar lo que sentirán las madres al rodar de esa artillería, que de tan lejos ha matado a sus hijos pequeñuelos!...

Y no es satisfacción efímera, no; las que proporciona la virtud son duraderas.

Por muchos años, por más años que ha de vivir el Emperador invicto, los pobres niños franceses llorarán de hambre, y al preguntar a su padre, si no les da pan, ¿para qué trabaja?, el padre responderá: -¡Para los prusianos!

Todo esto es grande, y noble, y bello. ¡Cantad, poetas!

Yo he querido cantar también.

Yo he querido pagar mi tributo de simpatía y de entusiasmo a la guerra y a la victoria; pero ¡ah!, bajo el cabello encanecido no brota la inspiración; la sangre apaga el fuego sagrado; cuando mi mano trémula pulsó la lira, han salido de sus cuerdas ayes lastimeros...

¡Cantad, poetas, cantad! Yo lloro...

15 de marzo de 1871.




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A muertos y a idos hay amigos

La caridad en España


Un hombre joven, fuerte, acaba de expirar. Ha sido arrebatado en pocas horas al amor de su esposa y de sus cinco hijos, que quedan en el mayor desamparo. La profesión del que ya no existe era la Medicina, es decir, que la viuda y los huérfanos son personas que, por su educación y por el contraste, sentirán doblemente los horrores de la miseria. El que lloran no tuvo tiempo para hacer economías; no las hubiera hecho probablemente aunque hubiera vivido muchos años; su hermoso corazón no le permitía guardar la moneda con que podía consolar a un infeliz, y el pan de cada día, trabajosamente ganado, se repartía entre las trece personas que se sentaban a su mesa; de tal modo la caridad había aumentado su familia. Al morir le ha legado la pobreza, un nombre querido y un ejemplo digno de imitarse.

Al parecer, no dejaba otra herencia; pero el hombre de corazón halló simpatía en otros corazones; el que hacía bien, despertó sentimientos benévolos; el que amó fue amado, hasta el punto de que sus amigos, al dejarle en la última morada, han acompañado al adiós eterno la promesa de no desamparar a su desolada familia. Y esta promesa no es uno de esos impulsos momentáneos que pasan con el espectáculo del dolor que los determina, ni uno de esos propósitos que no se cumplen, no: los amigos de este hombre, que con razón llaman honradísimo ciudadano, cariñoso padre, amante esposo, y dechado, en fin, de todas las virtudes públicas y privadas; sus amigos, en número de quince, persisten en una de las más santas obras con que puede honrarse una memoria querida.

Veamos la sublime sencillez con que expresan su caritativo pensamiento en una carta impresa que han dirigido a las personas que, en su concepto, pueden contribuir a la realización de su hermoso pensamiento, y de la que vamos a copiar algunos párrafos:

«Desde entonces (la muerte de su amigo) una idea tenaz, indeleble, se grabó en nuestra mente: la de salvar a esa familia de la miseria que la amenazaba y de las contingencias que lleva consigo la vida, cuando se arrastra dolorosamente entre disgustos y privaciones nunca sufridas.

»Ardua la empresa, porque no se trata de un recurso momentáneo y pasajero, sino de darle el carácter de permanencia necesario para que responda a nuestros propósitos, la acometemos con la decisión y constancia que de nosotros exige la memoria querida del que ya no existe.

»Expondremos a usted sencillamente nuestro pensamiento. Deseamos reunir el capital bastante para la adquisición de 200.000 reales nominales en títulos de la Deuda consolidada al 3 por 100, que reditúan próximamente 6.000 reales anuales. Comprados aquellos títulos, los convertiremos en una inscripción intransferible en el gran libro de la Deuda del Estado, y la lámina que la represente la entregaremos a la desolada viuda, a cuyo favor se expedirá, y la llevaremos como un lenitivo, si puede haberlo, a pena tan acerba.»

Sí, amigos incomparables; sí, hombres caritativos y generosos, a pesar de las dificultades que habréis de hallar y de lo rudo de los tiempos, reuniréis esa cantidad, aunque crecida, y en un día no lejano iréis a llevar a la pobre viuda todo el consuelo que está en vuestra mano darle. ¡Quién fuera pintor para trasladar al lienzo ese hermoso cuadro! ¡Aquellos quince hombres, cuyos rostros están iluminados por la divina llama de la caridad, y radiantes con la satisfacción de haber hecho una obra santa; aquellos cinco niños, mirando con asombro una escena que no comprenden, y adivinando que los salvan; aquella mujer recibiendo el papel donde está la seguridad de que sus hijos no padecerán hambre, y derramando lágrimas de sus ojos, que se vuelven al cielo, como diciendo al que debe estar allí que bendiga a sus amigos y pida a Dios que les pague lo que ella sólo puede agradecer! ¡Quién pudiera inmortalizar las buenas acciones y presentarlas a los ojos de la multitud con vivos colores para eficaz ejemplo! ¡Oh caridad celestial, cuándo tendrán pintores tus héroes y tus mártires!

Si no estampada en el lienzo ni esculpida en mármol, grabada queda en los corazones amantes la hermosa acción de los quince amigos. Ellos nos dicen que el número de las personas buenas y activas para el bien no es tan corto como pretenden hacer creer los que quieren ocultar su maldad tras la multitud de malvados; ellos nos dicen que donde quiera que hay un gran corazón se forma como un centro, donde se agrupan otras corazones aptos y dispuestos para la caridad; ellos nos dicen que si todos no podemos legar a nuestros hijos riquezas, todos podemos dejarles la herencia de amor y de respeto que merece una existencia consagrada a la virtud; todos podemos vivir de modo que a nuestra muerte haya quien diga llorando: -No abandonaremos a los que llevan un nombre tan respetable y querido.- Ellos, en fin, desmienten un refrán que, como otros muchos, presenta a la humanidad por su lado peor y prueban que en muchas ocasiones: A muertos y a idos hay amigos.

Los que de amistad sois dechado, no os separéis aun después de haber dado cima a vuestra bendita obra. Permaneced unidos para hacer el bien que solos no podríais hacer; reuníos un día a la semana o al mes con un pensamiento caritativo. Cuando una vez sabe el mundo acciones como la vuestra, la admiración y la simpatía que inspiran impone como un deber de seguir dando ejemplos de caridad.

Formad una lista de las personas que han acogido como debían vuestra bendita idea, y antes de morir dádsela a vuestros hijos. Si alguno de ellos necesita alguna vez auxilio, que se dirija a los que os auxiliaron; y si le preguntan qué títulos tiene a la protección que pide, que responda: -Mi padre era uno de aquellos quince... -No necesitará decir más.




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A las señoras de Alcalá

No os conozco ni me conocéis, señoras. He pasado por vuestra ciudad como los barcos por el mar, sin dejar huella; pero en mi corazón ha quedado una profunda, que me hace escribir estas líneas: pueden parecer imprudentes, tal vez lo sean; pero ante el espectáculo de una gran desventura, hay alguna cosa mejor que la prudencia.

No os conozco ni me conocéis; ¿qué importa? Quien dice mujer, dice compasión. Para nosotros, el infortunio tiene autoridad: en nombre de uno, grande, inmenso, voy a hablaros. Segura estoy de que lloraréis conmigo, y dos personas que derraman lágrimas sobre una misma desventura ya no son extrañas.

A vuestra vista, muy cerca de vosotras, se eleva una prisión, donde están recluidas casi todas las mujeres de España condenadas por la ley. La administración que ahí las ha reunido, ha hecho un mal presente a vuestro egoísmo; Dios, que ha permitido que ahí vayan, ha abierto un ancho campo a vuestra abnegación.

El crimen os repele, ¿qué mucho? es repulsivo de suyo; pero el crimen en todas partes, y ahí más que en ninguna, además de pecado es ignorancia y dolor. Dejad el pecado a Dios, el delito a la ley, y tomad para vosotras el error y la desdicha. Enseñar y consolar es un hermoso papel, una misión bien santa.

Pero el dolor de la prisión no creáis que es como esos que habéis visto en el mando ni como los que sentís, mujeres puras y honradas; no es ese dolor que llamamos prueba o misterio, porque al humano juicio no parece merecido; no es el que está rodeado de simpatías y cuyas lágrimas hallan ojos compasivos que las miren y manos piadosas que las enjugan: no, el dolor del criminal es castigo, es vergüenza; y en una cárcel, en vez de compasión encuentra otro y otros enfrente, acres, acerbos, punzantes, que le multiplican como otros tantos espejos, reflejando sobre el alma la imagen amplificada de su desventura. Si el espíritu salva los muros y rompe las rejas, halla para la conciencia el recuerdo del crimen; para la dignidad, un nombre infamado; para el corazón, indiferencia, odio, rencor. Y la mujer que, culpable o inocente, honrada o invilecida, es infeliz siempre que no es respetada y querida, la mujer condenada por la ley se arma en vano de impiedad y de cinismo; la blasfemia y el obsceno cantar es el horrendo antifaz de un corazón que sangra y llora. Cuando las fuerzas físicas no pueden resistir más, cuando la salud falta, empieza un verdadero martirio: sólo Dios sabe cómo arrastra la existencia la reclusa doliente, y cómo sufre, y cómo muere en esas enfermerías asistidas por criminales, de donde salen ayes que nadie compadece y no entra nunca la caridad. ¡Qué agonía, sin que haya una voz piadosa que ayudo a conjurar las voces terribles que salen del fondo de la conciencia, ni una mano compasiva que aparte el fantasma horrendo del crimen cometido, presente en la última hora!

Todo en la prisión es diferente que en el mundo: traje, régimen, lenguaje, castigos; parece que la sociedad no quiere que haya nada común entre la mujer honrada y la mujer delincuente, y que la ley penal la pone fuera de todas las leyes. Pero una campana suena; las puertas del templo se abren; las reclusas entran, y hallan allí el mismo altar, el mismo culto, iguales misterios que se celebran ante los reyes y las vírgenes del Señor. Dios es el mismo para todos, y esos brazos extendidos sobre la cruz se abren, como para la mujer inocente, para la mujer criminal.

Imitad al Redentor, ¡oh piadosas señoras! No rechacéis a las que él acoge, y en su nombre, y con su gracia, llevad un poco de consuelo a las que sufren y de luz a las que viven en las tinieblas. Las mujeres creen siempre en Dios, y con este faro, si hay quien les arroja una tabla, pueden salvarse al fin y llegar a seguro puerto.

Cada día salen de la prisión de Alcalá una o muchas mujeres, que van a propagar por todas las provincias de España el vicio y el crimen. ¿Cuántos hombres pervertirá cada una? ¿Quién es capaz de saberlo? Contribuid en cuanto esté de vuestra parte a moralizar la prisión; contribuid a que, en lugar de monstruos cuyo cinismo es contagioso, salgan mujeres cuyo arrepentimiento edifique, contribuid a devolver corregidas las culpables que os manda España, y en Dios y en mi conciencia os aseguro que Alcalá habrá merecido entonces bien de la patria, y tendrá una ilustración mayor que ser la cuna de Cervantes y la tumba de Cisneros.

Pero la tarea es ruda; la empresa raya en imposible por lo dificultosa. No os arredréis. Dad a vuestra empresa un principio pequeño, como han tenido tantas cosas grandes, marcadas al nacer con el sello de la humildad, tan indispensable a las obras caritativas. En esa prisión está el crimen, os espanta; pero también está la inocencia. Allí hay cincuenta niños que levantan sus bracitos como pidiéndoos que cubráis su desnudez y les enseñéis a rezar. Id a visitarlos, y veréis cómo os aman y escuchan mejor vuestra palabras de piedad que las voces que blasfeman. Cuando la ley los separe de sus madres, tendedles vuestra mano compasiva, enjugad sus lágrimas y consolad a la encarcelada: que no vea salir al hijo de sus entrañas en brazos de un hombre duro, porque en la prisión más corrompida hay dos cosas puras: la idea de Dios y el amor maternal. Vuestra presencia empezará a purificar esa atmósfera pestilente; la caridad lleva siempre en pos de sí un rayo de luz y un perfume suave. No consolaréis a los inocentes sin mejorar a los culpables; la virtud no pasa por ninguna parte sin dejar huella, y aunque guardéis silencio, enseñaréis mucho, porque una buena obra es una gran lección.

1.º de Abril de 1871.




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La caridad en España

No vamos hoy, como hemos solido hacerlo, a consignar en esta sección de nuestro periódico los laudables esfuerzos que han creado y sostenido un asilo benéfico o alguna de esas acciones inspiradas por la caridad, que son a la vez un ejemplo y un consuelo, asemejan en el mundo moral a los oasis del mundo físico, y dan al corazón descanso de la pasada fatiga y le comunican fuerza para continuar la marcha penosa. Más triste es hoy nuestra misión; para hablar propiamente, este artículo debía llamarse la falta de caridad en España; y no porque no haya entre nosotros esta celestial virtud, sino porque se halla, por regla general, en aquel estado instintivo de que hemos hablado ya, obrando por impulsos, sin acción reflexionada continua, como necesitan los graves y permanentes dolores, que sólo pueden ser aliviados por la compasión.

De muchas partes nos llegan noticias del mal estado de los establecimientos de beneficencia, viniendo a ser bastante general la horrible frase de van a tener que cerrarse por falta de recursos; de muchas partes nos dicen que a las nodrizas de los expósitos se les deben cuatro, seis, doce meses. Hacer responsable de este triste estado al Gobierno, sería lo más sencillo y lo que tendría más aceptación; porque, aun prescindiendo del espíritu de partido, descansa el ánimo cuando puede señalar al causante de un mal que deplora, y afirmar que tal o cual corporación es su autor único; es ciertamente muy cómodo, y por eso muy común, tranquilizar la conciencia, no con una acción buena, sino con un mal juicio, y pensar que puesto que tal autoridad o tal corporación faltan a sus deberes, nosotros no tenemos ninguno que cumplir. No es así como lo decimos, pero así es como solemos hacerlo, especialmente cuando se trata de beneficencia.

Ya saben nuestros lectores lo que pensamos de la culpa, y que la consideramos, no como una o indivisible, sino como un compuesto de muchas; esto, que para nosotros es casi siempre cierto, aun en los casos en que la acción del individuo parece del todo aislada, es evidente cuando el fenómeno, en vez de ser privado, es social; cuándo el hombre obra en virtud de atribuciones y deberes que le impone un cargo público y tiene medios y halla dificultades que le vienen de la comunidad.

Partiendo de estos principios, creemos que cabe al Gobierno responsabilidad, y muy grande, por el estado deplorable en que se hallan los asilos benéficos, ya por las deudas que con algunos tiene, y debía mirar, por muchas razones, como las más sagradas, ya por no haber resuelto antes con razón clara y mano firme la cuestión de que depende el que las Diputaciones y Municipios tengan recursos para atender a los establecimientos de beneficencia. De la situación angustiosa en que muchos se hallan, creemos que son en gran parte responsables las Diputaciones provinciales y los Ayuntamientos, muchos, al menos, por su falta de actividad y poco celo; que no parece sino que la circunstancias de haber mucho que hacer es una razón para no hacer nada. Creemos, en fin, que la responsabilidad que cabe al Gobierno y a las corporaciones populares no nos exime de la nuestra o porque los grandes deberes de humanidad son personales siempre, y si los encomendamos a una persona o corporación que los olvida, en el deber estamos de obligarla a que los cumpla, y si esto no es posible, a cumplirlos. ¿Nuestros hermanos enfermos sufren horribles privaciones en un hospital sin recursos? ¿Van a ser arrojados a la calle? Los inocentes abandonados de sus padres, que prohíja la sociedad, ¿mueren extenuados? Y si esto puede o llega a suceder, ¿cumpliremos con una acusación? ¿Dónde está la limosna que hemos dado para acudir a la necesidad más urgente, la gestión que hemos hecho para recordar al Gobierno, a las autoridades, a las corporaciones que los desvalidos necesitan amparo? Si nosotros hiciéramos todo lo que podemos hacer, obligaríamos a los que mandan a que hicieran lo que deben. No hay Gobierno ni autoridad que pueda dejar de satisfacer por mucho tiempo a lo que con justicia exige la opinión. Pero ¿dónde están sus manifestaciones en materia de beneficencia? Alguna voz débil, aislada, se eleva de tarde en tarde; alguna voz que apenas halla eco y que se pierde en el ruidoso y desacorde clamoreo de las pasiones políticas; he aquí todo lo que hace la opinión por la beneficencia: antes y después silencio, y siempre impunidad para los que faltan y dolor para los que sufren.

Es necesario repetirlo: no nos eximimos de los grandes deberes de humanidad encomendándolos a alguno que no los cumple. Si el Gobierno, si las corporaciones populares desatienden los asilos benéficos, debemos abogar por ellos un día y otro, hasta que seamos atendidos; pero no con la acrimonia que convierte los dolores en arma de oposición, sino con la claridad que los pone de manifiesto y hace cuanto está de su parte para remediarlos.

En circunstancias como las actuales se tocan los tristes resultados de que la beneficencia se mire nada más que como un ramo de la Administración, y participe de las vicisitudes políticas, de los trastornos económicos, sin que la caridad la ponga a cubierto de los fuertes sacudimientos, ni amortigüe siquiera su violencia. Ahora se ve cuánto contribuyen las malas leyes a formar las malas costumbres, favoreciendo el vuelo de los sentimientos egoístas, que, cuando menos en germen, existen en todo hombre. El enfermo carece en el hospital de lo necesario, o no puede ser admitido; el decrépito padece en el hospicio hambre y desnudez; el niño es rechazado por la mujer mercenaria a quien no se paga: nada de esto sabemos, y si por acaso llega a nuestra noticia, decimos que estas cosas son tristes, pero que ninguna nos incumbe, siendo todas de cuenta del Gobierno, de la Diputación o del Ayuntamiento; después de hacerles un cargo, no hacemos otra cosa, y nuestra conciencia queda tranquila, y nos creemos personas muy honradas, y hasta nos hacemos la ilusión, extraña por cierto, de que somos buenos cristianos.

El Gobierno y las corporaciones se componen de individuos que han pensaclo y obrado toda la vida como obramos y pensamos; no se improvisan con la alta posición los elevados sentimientos, ni se convierte en diputado provincial o en ministro muy activo para la beneficencia el ciudadano que era inútil para la caridad. Esos hombres que con tan culpable indiferencia miran a los desvalidos son nuestro reflejo; si no se les acusa mucho ni muy alto, debe consistir en que, además de la indiferencia, sentimos que hacen lo que en su lugar haríamos nosotros.

Es una vergüenza, para una persona que quiere pasar por decente, carecer de ciertos conocimientos elementales. Algo de gramática y de historia, un poco de aritmética y algunas nociones de francés, siquiera para no pronunciar los nombres con todas sus letras, son cosas absolutamente necesarias para no hacer un papel ridículo en una visita o al escribir una carta. A la verdad, y por desgracia, la opinión no es muy exigente para la educación de la inteligencia. ¿Y para la educación moral? Lo es todavía mucho menos, o por mejor decir, no exige cosa alguna. Aunque un hombre no piense jamás en sus semejantes que sufren; aunque los ayes sean para él solamente un ruido desagradable; aunque no haya dedicado en toda su vida una hora a consolar la desgracia; aunque en su presupuesto no figure al lado de las grandes partidas para las cosas superfluas, una, ni aún mínima, para los que carecen de lo necesario; aunque no se haya preguntado nunca por qué y para qué viven en la abundancia, mientras que otros viven en la miseria; aunque no haya sentido la necesidad de enjugar una lágrima, ni de tender una mano al que yace por tierra y no puede levantarse sin auxilio; aunque no sea hombre, en fin, en el sentido humano de la palabra, será en todas partes bien visto y bien admitido, en ninguna parte hará mal papel por no tener educado el corazón, y con tal que pague con exactitud lo que compra, cumpla su palabra, y no haga cosa que la ley castiga, o la haga de modo que no pueda probarse, será un hombre honrado, intachable, un caballero.

Éste es el mal, el grave mal. Los padres buscan quien enseñe a sus hijos para que sean militares, médicos, abogados o ingenieros; a ser hombres no los enseña nadie: ni teoría ni práctica reciben de los deberes de humanidad, y las generaciones legan a las generaciones la horrible indiferencia para el infortunio. Estos corazones secos esterilizan las inteligencias; hacen la desgracia de los que rodean o la suya propia; piden al vicio que aniquila; las emociones que no han sabido buscar en la virtud que vivifica, y tarde o temprano sienten el peso de una existencia que ha sido, por su culpa, un noble instrumento en manos viles.

Empecemos cada uno, en la medida de sus facultades, la educación moral propia y de todos aquellos en quienes podamos influir; el infortunio tiene siempre abierta su cátedra; entremos a recibir sus profundas lecciones, y después de haberlas comprendido seremos más grandes, mejores, y por consiguiente más dichosos. Exijamos al Gobierno, a las Diputaciones y a los Ayuntamientos toda la responsabilidad que tienen en el mal estado de los establecimientos de beneficencia; pero no vayamos a figurarnos que a nosotros no nos cabe ninguna: los grandes deberes pueden no transmitirse en absoluto y para siempre a quien los desempeñe por nosotros, y cuando una autoridad o corporación los olvida, no cumplimos como honrados guardando un silencio culpable y permaneciendo en una inacción cruel.




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Los inválidos del trabajo

Uno de los espectáculos que más conmueven el corazón y sublevan la conciencia, es ver un soldado inválido pidiendo limosna. Arrebatar a un hombre a su hogar pacífico, a su madre amante; darle un fusil para defender la patria o el orden social; lanzarle al combate, y cuando cae herido y queda inútil arrojarle como arma inservible cuyo metal no puede fundirse, y abandonarle para que se muera de hambre o viva de la caridad pública, es una cruel injusticia que revela falta de sentido moral de un pueblo y empaña el brillo de su buen nombre. Los que no somos jóvenes hemos presenciado con frecuencia este desdichado espectáculo, y nuestros padres han dado limosna a los heroicos mutilados de Gerona y de San Marcial.

No somos ya tan injustos. La patria reconoce y cumple el deber de sustentar a los que, por inutilizarse en campaña, se hallan imposibilitados de ganar el sustento. Seguramente que es un paso dado en el buen camino; pero es necesario continuar andando, porque no hemos llegado al término marcado por la justicia.

Por servicios prestados al Estado, se entendía los años pasados formando parte del ejército, de la armada o de alguna dependencia pública. Los militares y los empleados eran los que tenían servicios de bastante importancia para ser recompensados cuando no podían servir. Hace muy pocos años que se ha comprendido que el que cultiva la ciencia o el arte y la enseñan, sirve a su patria tan bien, al menos, como el que extracta expedientes, y el profesorado tiene derechos pasivos que transmite a su familia.

Hoy empieza a reconocerse por muchos que todo el que trabaja sirve a su patria. Podrá disputarse en cuanto al valor del servicio: no necesitamos, para nuestro propósito, discutirle; bástanos hacer constar que todo el que trabaja sirve, y todo el que sirve merece. El pago de este merecimiento se llama sueldo, honorarios, jornal o salario, según que el trabajador sirve directamente al Estado o a los particulares, y ejerce una profesión o un oficio.

El Estado no puede ni debe pagar sino a los que emplea directamente. Cuando quiere formar un expediente, da un sueldo al que escribe lo que él manda escribir, y paga la tinta y el papel al fabricante que remunera a los obreros. Si quiere hacer un arma y no se fía de la industria particular para la obra, paga directamente a los que la construyen conforme a las reglas que él impone, y satisface el valor del metal al vendedor, de cuya cuenta corre el remunerar el trabajo de los obreros. Ni el expediente puede instruirse sin papel, ni la lanza sin hierro; de modo que aun en las cosas que hace directamente el Gobierno, emplea una gran suma de trabajo que él no dirige.

El que manda paga, es un dicho vulgar. El Gobierno manda hacer un cañón, paga la hechura; un particular manda extraer el mineral y paga a los que le extraen: hasta aquí no hay dificultad ni en la teoría ni en la práctica. Pero al manejar ese cañón en un ejercicio o en una batalla, el soldado se inutiliza; el Gobierno de todo pueblo que en algo se estima, mantiene y viste al pobre mutilado; ¿qué menos puede hacer? El Gobierno cumple con este deber en nombre de la nación, y lo hace porque él directa e indirectamente empleaba y dirigía al militar. Si en vez del soldado que maneja el arma se inutiliza el obrero que extrae el metal, ¿no es éste tan acreedor como el otro a que se lo vista y alimente? ¿Puede defenderse la patria con el hierro que está en las entrañas de la tierra?

Suele decirse: el obrero acepta voluntariamente el riesgo que corre, y este riesgo es remoto.

No es cierto que el obrero acepte voluntariamente el riesgo. La necesidad de comer es una ley aún más imperiosa que la de reemplazo; y en cuanto a lo remoto de quedar inútil, no es argumento cuando se trata de un hombre que lo está.

Si se dice que la guerra hace más inválidos que el trabajo, lo concedemos; si se afirma que aquéllos son más acreedores que éstos a ser atendidos, lo negamos. El labrador, sin el cual no tendríamos pan que comer; el albañil, sin el cual no tendríamos techo que nos guareciese de la intemperie, ¿son menos necesarios que el soldado que defiende el orden o el territorio? Pero el militar está rodeado del brillo y del aparato de la fuerza, que impone y deslumbra, y obra a impulso de un sentimiento que inspira respeto, el honor. ¡El honor! No seremos nosotros quien le llamenos fantasma vano. Lejos de negarle culto, deseamos que tenga mayor número de adoradores. El honor militar, que tiene su raíz principal en el peligro de la vida aceptado por cumplir con un deber, no debe ser exclusivo de los hombres de guerra; en todo hombre debe haber algo de militante.

El sacerdote que auxilia al que muere de una enfermedad que se comunica;

El médico que arrostra el contagio;

El profesor que reprueba a un discípulo inepto para que un día no mate con sus recetas al los enfermos, o sacrifique a los inocentes con sus fallos, y esto lo hace en ocasión en que hay riesgo en hacerlo;

El juez que condena a un criminal que puede tenga vengadores;

El ingeniero que prueba un puente para asegurarse de que otros podrán pasar con seguridad; o baja a una mina a fin de evitar una explosión o un hundimiento;

El arquitecto que entra a reconocer una casa ruinosa para apuntalarla;

El escritor que defiende la verdad y la justicia en tiempos en que el error es fuerte y el odio furioso;

Todos los hombres, en fin, de todas las profesiones, y de todos los oficios, y de todas las categorías, y de todas las clases, deben tener un sentimiento parecido al honor militar; todos deben aceptar como un deber el peligro de la vida que en un caso dado puede llevar consigo el cumplimiento de su obligación.

Pero si a todos el riesgo, a todos la recompensa también; al que se expone para hacer un puente, como al que se expone para volarlo. En los fuegos es muy frecuente la abnegación en los trabajadores; hay que separarlos muchas veces del peligro que arrostran. ¿Y por qué no ha de haber honor allí donde hay desprecio de la vida por hacer una buena obra? ¿Por qué no ha de brillar la cruz de San Fernando en el pecho del obrero que arrostra la muerte en un fuego, en una inundación, en un hundimiento, como en el pecho del soldado que la arrostra en la batalla? La ocasión, la forma, son diferentes; el noble impulso es el mismo, e igualmente acreedor a la consideración pública.

Si queremos que el trabajador sea digno, que tenga un gran elemento de moralidad que hoy le falta, honremos el trabajo. Sus inválidos no son menos acreedores a ser atendidos que los de la guerra. Pero ¿quién debe atenderlos? ¿El Estado? No, porque no conviene que él haga lo que tan bien o mejor pueden hacer los particulares.

Por nosotros debe ser socorrido el que se inutiliza trabajando para su provecho, es cierto, pero también para el nuestro. En la sublime equidad establecida por Dios, nadie puede trabajar para sí sólo y sin que redunde en bien de los demás. ¿Qué dice esto a nuestro corazón y a nuestra inteligencia? Que si participamos de la utilidad de la obra, no debemos ser indiferentes a la desgracia del obrero herido por llevarla a cabo. Disposición oficial que nos imponga esta carga, no la hay, es cierto; ¿pero valdremos tan poco que necesitemos apremio de la autoridad para cumplir en conciencia con las leyes de la justicia? Es muy frecuente que estos deberes de todos no los tenga por suyos ninguno, lo cual es una gran desgracia y una mengua no pequeña. No hablemos, pues, de deber; imploremos la compasión en favor de los que caen trabajando. ¡Qué víctimas, no sólo de nuestras necesidades, sino de nuestro recreo y solaz! Los que pierden un brazo o una pierna en una obra necesaria son acaso los menos, y el que oye distraído la orquesta de un teatro ignora que hay allí alguno que, tocando un instrumento de viento, contrae una enfermedad de pecho; y la hermosa que se mira al espejo está lejos de pensar que para que el cristal refleje tan perfectamente su imagen ha sido necesario que un hombre baje a las entrañas de la tierra y contraiga un padecimiento que le durará toda la vida. Hay seguramente más ligereza que maldad en el descuido con que miramos todas estas cosas; pero es tiempo de empezar a reflexionar y a comprender nuestros deberes; comprenderlos y llenarlos viene a ser la misma cosa, salvo en algunos casos de deformidad moral que pueden despreciarse.

Años hace que se intentó formar en Madrid una asociación para socorrer a los inválidos del trabajo. Se habían reunido bastantes personas; pero llegaron a la autoridad en uno de esos momentos, harto frecuentes por desgracia, en que los Gobiernos pierden el sentido moral, y fue necesario renunciar al pensamiento. Hemos visto con grandísima satisfacción que hoy se intenta realizar de nuevo por los Sres. D. Miguel Garzón y D. F. Fantoni, que han presentado al Sr. Gobernador civil los estatutos de una Asociación benéfica para socorro de obreros que se inutilizan trabajando. Santa obra emprenden, y no dudamos que tendrán por auxiliares eficaces a todos los amigos de la humanidad y la justicia. Nosotros les damos las gracias en nombre de los inválidos del trabajo y de sus míseras familias; les enviamos nuestro cordial parabién y les ofrecemos el apoyo débil, pero cordial, de La Voz de la Caridad.

15 Abril de 1871.




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La casa de beneficencia de Valladolid

La caridad en España


En medio del dolor que causa ver el estado aflictivo en que por falta de recursos se hallan los establecimientos benéficos, es un consuelo ver que alguno, como la Casa de Beneficencia de Valladolid, vive con desahogo, prospera y crece. ¿Y cómo ha podido sustraerse a la penuria general? ¿Cuál es el secreto de su bienestar, precisamente en una población tan castigada por la miseria, y donde hospital y hospicio se hallan tan apurados de fondos? Este secreto está en la caridad.

La Casa de Beneficencia es un asilo para ancianos de ambos sexos, que no depende del Gobierno ni de las Corporaciones provincial o municipal, ni recibe subvención alguna. Dirigida por personas caritativas, respetables y respetadas, que inspiran la confianza que merecen, la población ha respondido siempre como debe, acudiendo con donativos en dinero y en especie, siendo frecuente ver en las testamentarias alguna partida para este caritativo albergue. Cuando ha sido mayor la miseria general y la penuria de los otros establecimientos, éste ha tenido mayor abundancia, gracias al cuantioso legado del Sr. D. Esteban Guerra, de bendita memoria. Sentimos no saber a cuánto asciende en su totalidad, pero debe ser de mucha consideración, puesto que en un solo año, y a cuenta de lo que tiene que haber de su testamentaria, ha recibido la Casa 377.302 reales, de los cuales se han empleado 217.977 en obras para instalación de Hermanas de la Caridad, escuelas de párvulos y niñas y enfermería de convalecientes.

Basta echar una rápida ojeada sobre las cuentas para ver que se administra con pureza, inteligencia y economía. Siendo el gasto total (aparte de las obras) de 213.876, el del personal, que le componen capellán, Hermanas de la Caridad, mayordomo y barbero, no pasa de 10.260. La manutención de los acogidos sale por muy poco más de un real diario; y aunque la Casa ha recibido algunos donativos en especie, no son de mucha consideración si se tiene en cuenta la buena alimentación, como lo prueban estas partidas:

2.326 libras de carne.
1.138 cántaros de vino.
238 arrobas y 14 libras de tocino.
118 arrobas de arroz, etc.

Se ve que los acogidos están perfectamente mantenidos por un precio sumamente módico. De la comparación de estas cuentas con otras, y del trato que reciben estos pobres con el que a otros se da, se sacan consecuencias tan desventajosas para otros establecimientos, como lisonjeras para la Casa de Beneficencia de Valladolid, y se comprende con cuánta razón dice el Secretario de la Junta general, en la Memoria leída a la misma, hablando de las Hermanas de la Caridad: «Creado y sostenido este instituto por la fe y la caridad, teniendo por base la abnegación de sus individuos, y educados exclusivamente para el cuidado y servicio de los pobres, nada tiene de extraño que sus resultados demuestren inmediatamente su bondad. El orden y la economía, la dulzura en las formas y la perseverancia en el trabajo son cualidades innatas en la Hermana de la Caridad; debido a ellas, se ha construido en la Casa toda la ropa blanca y de mujer que ha sido necesaria, y cuyo coste se eleva en el año actual a 1.836 reales, que anteriormente se pagaban a costureras de afuera29.

»En el pan se ha obtenido también una gran economía, originada en su mayor parte por el inflexible rigor con que diariamente se cumple la orden de recibirle por peso en lugar de contar su número; y como siempre resulta escaso, se compensa abonando lo que falta. El vino, legumbres, tocino, y en general todos los artículos, han dado su contingente proporcional de economías, sin disminuir la ración del pobre, antes aumentándola, pero impidiendo que nada se distraiga de su legítima aplicación.

»Los estados mensuales del consumo habido y del que debería haber manifiestan la verdad de lo expuesto, por lo cual no hay reparo en afirmar que los servicios de las Hermanas de la Caridad nada cuestan o la Casa, considerando el ahorro que producen en otro sentido, y que compensa ampliamente su modesta comida y módica pensión

Este resultado se obtiene siempre que de buena fe, y sin preocupación ni prevenciones injustas, se busca en la administración de las Hermanas de la Caridad lo que no se encuentra nunca en la de los empleados.

En el benéfico establecimiento de que vamos hablando se ha instalado también una escuela de párvulos y otra de niñas, regidas ambas por Hermanas de la Caridad. En la primera han sido admitidos 194 niños y niñas, de los cuales asisten ordinariamente de 120 a 130; en la segunda 104, siendo la asistencia continua de 70 a 80.

Otra importantísima fundación es la de dos salas de convalecientes para ambos sexos, con ocho camas cada una, que están constantemente ocupadas; obra en alto grado benéfica, porque es una de las mayores necesidades y de las más desatendidas la de establecimientos donde los pobres que salen del hospital, sin medios de subsistencia, ni fuerza para trabajar, hallen los cuidados que su estado exige, si no han de volver a recaer, o arrastrar toda la vida una existencia enfermiza, como tantas veces sucede.

Dice la Memoria: «El Sr. D. Esteban Guerra podrá ver desde el cielo realizado su pensamiento, y los cuidados que se prestan a los desgraciados que se acogen en dichas salas. «Seguramente, y desde el cielo bendecirá al que lo dirige las palabras que copiamos, y a sus dignos compañeros, fieles cumplidores de su voluntad postrera.

La Casa de Beneficencia de Valladolid puede presentarse como modelo de buena administración y como ejemplo de lo que serían los asilos benéficos si de la caridad dependiesen solamente. Ella los cuidaría con solicitud e inteligencia, ella los pondría a cubierto de las borrascas de la política, ella atraería donativos viendo el buen uso que de ellos se hacía, y legados de las personas piadosas que, como el señor D. Esteban Guerra, darían a su nombre la celebridad de las bendiciones, mil veces más envidiable que la de los aplausos. Esos nombres grabados en piedra, como el del bienhechor de Valladolid, y más todavía en el corazón de las personas buenas, serían una historia edificante, una lección santa, un estímulo eficaz, una amonestación eterna, y como un reflejo, en la tierra, de la inmortalidad del cielo.




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La conversación

Cuando dos o más personas se reúnen, cualquiera que sea su edad, su clase y su sexo, comunican verbalmente, es decir, conversan. Hay pueblos e individuos más comunicativos que otros, y que en un viaje, en un espectáculo, hablan aún con la gente extraña; pero prescindiendo de esta locuacidad, en toda reunión de amigos, o solamente de conocidos, el silencio no está en uso; sería una cosa rara, embarazosa, y hay, y es precioso que haya conversación, aunque a veces cueste no poco trabajo sostenerla. Para ella no suelen darse reglas a los jóvenes, ni las personas formales tienen otra que seguir su natural impulso e inclinación, hablando de las cosas que les agradan o que pueden hacerles agradables. Cuando no se falta al respeto que se debe a las señoras, a los jóvenes y a los niños; cuando no se comete alguna imprudencia grave ofendiendo a un desconocido, cuando no se murmura, ni se calumnia, ni se infama, la conversación puede presentarse como un modelo, porque, por desgracia, y en general, sólo tiene bienes negativos. ¡Y cuántos positivos, inmensos, podría reportar la comunicación verbal, si desde niños nos acostumbráramos a mirarla como un gran elemento de perfección, como un medio de aprender lo que se ignora y de enseñar lo que se sabe!

No pretendemos convertir las reuniones familiares en cátedras; pero en la medida que sea posible, dadas las personas que las componen, desearíamos que desde la niñez se nos fijasen bien estas consideraciones:

1.ª Que la comunicación verbal y familiar, que se llama conversación, lejos de ser indiferente, tiene grandísima importancia, e influye todos los días y a todas horas en el niño y en el anciano, en el pobre y en el rico, en el dichoso y en el desventurado.

2.ª Que no debemos comunicar a los otros nuestras debilidades y nuestros vicios, y poner en común nuestros defectos, sino que, por el contrario, debemos llevar a la conversación toda la parte que podamos de ideas exactas y sentimientos levantados, a fin de asociar la parte más noble y no la más vil de nuestro ser.

3.ª Que la conversación debe procurar levantarse a la altura del que vale más, en vez de ponerse al nivel del que vale menos, como generalmente sucede.

4.ª Que en la conversación con los que saben más se aprenda; con los iguales se discute y se aprende; con los que saben menos se aprende también, no sólo porque se enseña, sino porque la superioridad no es nunca absoluta, y en algún sentido pueden recibirse lecciones de aquellos mismos a quienes en otro se dan. Todo está en formarse de la comunicación con nuestros semejantes una idea digna y elevada, y persuadirse de que, al par de un goce, debe ser una utilidad.

5.ª Que si en la conversación deben llevarse al fondo común las ideas sanas, con mucho más motivo los buenos sentimientos, que se comprenden así que se anuncian, se multiplican así que se comprenden, y lección, ejemplo y recreo a la vez, hacen entrar en sí al que ha faltado, y tomar vuelo y expansión al alma pura y generosa.

¡Cuánto bien se haría a los desdichados con sólo deslizar de vez en cuando en la conversación alguna palabra que recordase sus dolores, o los medios de darles consuelo! ¡Cuántas desdichas que el dichoso no adivina, cuántos modos fáciles de hacer bien, que no se practican porque se ignoran! La poderosa iniciativa para la caridad no es común, pero tampoco la indiferencia absoluta, ni naturalezas completamente refractarias a los sentimientos benévolos. Si desde niños se nos hiciese comprender que la buena educación no puede existir sin buenos sentimientos; que ningún hombre malo puede ser un hombro decente; que cierto grado de sensibilidad es tan necesario como cierto grado de cultura para no merecer el nombre de bruto; si se nos pusiera de manifiesto el bien que podíamos hacer, suprimiendo de la conversación el relato de las malas acciones, sustituyéndole por el de las buenas, aunque parezca exagerado, es seguro que las costumbres se modificarían, porque nadie sabe lo que pueden esas influencias pequeñas, pero comunes y generales: No todos tienen vida de acción, ni escriben, ni piensan, pero todos hablan, e influyen por consiguiente en el que escucha. A la horrible frase: di mal, que algo queda, ¿por qué no ha de sustituirse esta otra: di bien, que siempre queda algo?

Por ligereza somos cómplices del mal, contribuyendo a publicarlo, y oponemos obstáculos al bien, guardando sobre él silencio.

Al terminar el día, pocos se dirigen esta pregunta, que debíamos hacernos todos: ¿Qué he hecho hoy? Se tiene como una cosa heroica el dicho de aquel emperador romano, he perdido un día, porque no había hecho ningún bien; y calificar de sublime tal frase, es colocar bien bajo el nivel de la virtud, aunque no se tratase de quien podía tanto. Todos podemos, y por consiguiente, todos debemos hacer bien todos los días, si no con sacrificios personales o pecuniarios, con palabras buenas, encaminadas a despertar nobles sentimientos o a rectificar errores.

Empecemos a avergonzarnos de que la palabra sea para nosotros como un noble instrumento en manos viles, y sólo nos sirva para hacer daño; no estemos hablando como loros horas y horas sin hacer otra cosa que ruido; sea la conversación descanso, solaz y recreo, pero sea también razón, sea también sentimiento, porque la criatura racional y moral debe recordar siempre que lo es.

Si todos los días no podemos hacer grandes cosas, todos podemos decir cosas razonables y honradas, y mucho contribuiremos al bien de nuestros semejantes si en nuestras conversaciones no prescindimos enteramente de la verdad, de la justicia y del dolor.

1.º de Mayo de 1871.




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Montes de piedad y casas de préstamo

Cuando se visita un manicomio, un hospital o una inclusa, un asilo cualquiera de los que la compasión abre al dolor, el corazón se conmueve, el ánimo se aflige, y recordamos con pena el enfermo que padecía más, el demente que estaba más agitado y el niño que lloraba con voz más débil. Pero si los establecimientos benéficos corresponden a su objeto y a su nombre, a la dolorosa impresión que causan los desdichados que allí sufren va unida una especie de consuelo, considerando los cuidados que reciben y cómo los padecimientos de la desventura se atenúan con los auxilios de la caridad.

Hay un establecimiento del que se sale con el ánimo más afligido que del hospital o del manicomio; que deja impresiones, cuya amargura nada dulcifica; que despierta ideas lúgubres; que inspira sentimientos doloridos; que comunica impulsos de cólera e indignación: el establecimiento a que nos referimos se llama Casa de Préstamos.

La casa de préstamos es la codicia explotando indistintamente el vicio, el crimen, el dolor y la ignorancia. Hace años ya, se vendía en una de ellas gran número y variedad de objetos, como suele acontecer periódicamente, entré con una amiga que iba a comprar, y a quien no pude disuadir de su propósito; entré con repugnancia, como se entra en una clínica a estudiar una enfermedad asquerosa; había mucha gente ajustando y regateando: me senté en un rincón a ver con amargura y asombro cómo todas aquellas personas, probablemente honradas, se hacían cómplices de la especulación inmoral; cómo daban vueltas a ropas, y examinaban alhajas, ni más ni menos que si estuvieran en un almacén o platería, sin pensar que el objeto que tenían en la mano había pertenecido a un criminal, a un vicioso o a un desdichado, y que cada cosa de las que allí había era una historia siniestra, indecente o dolorida. Es triste ver con qué facilidad el hombre que va a cualquier parte con una idea prescinde de todas las otras, como si la razón y la conciencia, la dignidad y el decoro no debieran acompañarnos adonde quiera que vayamos, y como si hubiera ninguna acción indiferente, y no estuvieran todas dentro o fuera de las leyes de la moral. La gente que acudía a la casa de préstamos iba a comprar barato, y no se cuidaba de nada, absolutamente de nada más.

Mirando aquel cuadro animado, para mí tan doloroso, mi corazón recibió como un choque violento; acababa de ver dos objetos que conocía: una escribanía de plata con una cifra, y un reloj esmaltado y cincelado, cuyas figuras y labores le hacían fácilmente reconocer entre muchos: eran el recuerdo de una historia... de una tragedia. ¿Con qué angustias mortales habría llevado allí su dueño aquella escribanía con las iniciales de la esposa enferma, aquel reloj consultado tantas veces con impaciencia, para saber los minutos que faltaban para ver a la mujer adorada? El dolor de llevar estos objetos a aquel lugar siniestro estuvo sin duda templado por la esperanza de rescatarlos; esperanza que, como tantas otras, quedó defraudada, y que después de un largo via crucis, fue a sepultarse en la fosa común de un cementerio.

La pena que este recuerdo me produjo, el esfuerzo que hice para no profanarla vertiendo lágrimas en aquel lugar, produjeron en mi ánimo un grado de exaltación tal, que me pareció que todos aquellos objetos recibían vida y voz, y me decían: -Yo estoy aquí depositado por la mujer impúdica que me recibió por precio de sus favores y me vende para satisfacer sus caprichos. -Yo soy un presente del engañado esposo, traído por la adúltera para agasajar a su cómplice. -Yo fui sustraído por el hijo indigno a la madre confiada. -Yo pertenecí a una mujer honesta; me han empeñado para obsequiar a una ramera e ir a probar fortuna a un garito. -Yo he sido robado y traído aquí por el ladrón. -Yo he sido depositado por la noble criatura, que quiso desprenderse de sus alhajas para sacar a su marido de un compromiso de honor. -Yo he venido para contribuir a la redención de un soldado. -Yo cubría el lecho de un enfermo, había cubierto el tálamo nupcial de la desolada madre que aquí me dejó para comprar las medicinas que no salvaron ¡ay! a su pobre hijo...

¡Basta! ¡basta! y salí de aquel lugar con el corazón tan oprimido y la imaginación tan exaltada, que al bajar la escalera me parecía ver a mi lado al ladrón que se iba riendo y a la madre infeliz que iba llorando...

Pasaron horas; necesité muchas para calmarme, y, tranquila ya, pensé que si los objetos vendidos en la casa de empeño carecían de vida, no era menos cierto lo que significaban, y si pudieran hablar, habrían dicho lo mismo que en mi exaltación me pareció oír.

Las casas de préstamos son una gran calamidad y una gran vergüenza. Queremos tratar la cuestión hoy bajo el punto de vista de la caridad, y prescindiremos de si, en virtud de la libertad de los contratos, la ley debe sancionar, y aprobar el gobernador de la provincia, lo que no puede ni quiere hacer ninguna persona honrada. Vamos a los hechos tales como existen.

En las casas de préstamos más autorizadas se da dinero sobre ropas y alhajas con las condiciones siguientes:

1.ª Tasación del objeto empeñado, hecha de mutua conformidad, pero que es raro que llegue a la mitad de su valor, y es por lo común de la tercera o cuarta parte.

2.ª El tiempo del empeño son seis meses; pasado este plazo, si no se pagan los intereses e pierde el objeto, sin abonarse nada por la diferencia entro el valor de la tasación y la cantidad prestada.

3.ª El interés es de SESENTA POR CIENTO.

4.ª El establecimiento no responde de los objetos en caso de robo, incendio, polilla, etc.

Es decir, que sin ningún riesgo, con poco trabajo y menos inteligencia, se saca un sesenta por ciento al capital.

¿Cómo va nadie a empeñar a las casas de préstamos con tan onerosas condiciones, teniendo el Monte de Piedad, donde se presta al seis por ciento, se hacen tasaciones aproximadas al valor del objeto, se abona el exceso que haya entre el valor en venta y el dado por la prenda, caso de no desempeñarla, y se espera un año? Aunque parezca imposible, es lo cierto que la gran mayoría de los que empeñan van a las casas de préstamos. Apenas visitamos pobre que en ellas no tenga una parte de su equipo: la ignorancia, el error y el descuido son responsables de este mal, como de tantos otros. La culpa está en todos, como sucede con las grandes calamidades, que tal consideramos las casas de préstamos. En vez de acusar a las autoridades y pedirles el remedio de cualquier mal, ¿no sería mejor ver si está en nuestra mano y ponerle? ¿Qué sucede, por ejemplo, con los revendedores de billetes para las diversiones públicas? La autoridad podía y debía perseguirlos. ¿Pero no podía el público acabar con ellos por el medio sencillo de no pagar nunca una localidad más que por su valor? ¿Qué más da ver una función hoy que mañana? ¿Con qué derecho reclama el público contra una estafa de que es el principal cómplice? ¿Su queja no puede traducirse por estas palabras: Yo soy tan insensato que si tú, autoridad, no me imposibilitas absolutamente de hacer una necedad, la haré en perjuicio de mi bolsillo y provecho de una especulación inmoral?

La especulación de las casas de préstamos es por muchas razones aún más inmoral que la de los revendedores, porque se ejerce fomentando el vicio y el crimen, o explotando la miseria del modo más cruel. Todos podemos hacer algo para disminuir los males que causa, y todos debemos hacerlo.

No compremos ningún objeto en casas de préstamos, o procedente de ellas, aunque se venda muy barato: por la pequeña ventaja que nos pueda resultar nos hacemos cómplices de una infracción de la ley moral, y esta cantidad que ganamos es una parte de la que pertenecía al desdichado dueño del objeto comprado.

Procuremos ilustrar a las personas que tratamos, y sobre todo a los pobres, haciéndoles comprender la ventaja de ir al Monte de Piedad, donde se presta, según hemos indicado, al seis por ciento; haciendo una tasación equitativa; esperando un año, y en caso de venta, dando al dueño del objeto la diferencia entre su valor en venta y la cantidad prestada. Se reciben objetos hasta el valor mínimo de 10 reales.

Pero no basta evitar toda complicidad con las casas de préstamos, negándose a comprar todo lo que en ellas se vende; no basta generalizar la idea de las ventajas que tiene acudir al Monte de Piedad; es necesario que cada cual, en la medida de sus fuerzas, procure aumentar el número de estos establecimientos, y el de las sucursales en las poblaciones grandes en que ya existen. En Madrid, por ejemplo, debería de haber, por lo menos, una sucursal en cada distrito, dando publicidad por todos los medios posibles, tanto del lugar en que se instalaba, como de las condiciones con que se hacían los préstamos: todo es poco, nada basta para combatir el descuido, el error y la rutina.

La mayor parte de las poblaciones de España, aún de las más importantes, carecen de Montes de Piedad, y podían tenerlos sin más que un poco de buen deseo; porque no se trata de hacer sacrificios pecuniarios, toda vez que el capital empleado tiene hipoteca segura y gana un razonable rédito.

El primer Monte de Piedad establecido en Perusa a mediados del siglo XV por el padre Bernabé de Terni, de bendita memoria, obtuvo de la caridad el capital para su instalación; otras poblaciones siguieron también este generoso ejemplo; pero hay muchas en que esta utilísima institución se ha planteado y crecido sin recibir limosna alguna.

El gran número de Montes de Piedad que existen en Francia, por ejemplo, forma su capital por un sistema que pudiera llamarse mixto, puesto que las sumas que le componen son:

1.º Los fondos de que ha podido disponer la administración con destino a socorros para pobres.

2.º Las fianzas de los empleados que necesitan darlas.

3.º Emisión de acciones tomadas por particulares que, al mismo tiempo que sacan un rédito razonable a su capital, contribuyen a una obra de caridad.

4.º Empréstitos dando billetes al portador por un año y con un rédito que varía según el estado de la plaza.

¿No podía intentarse algo parecido entre nosotros? Una autoridad celosa, algunos particulares que, sacando utilidad de su dinero, prestasen a los pobres un gran servicio, ¿no podían empezar, aunque fuera en corta escala, una obra cuya bondad acreditaría la experiencia?

Hemos dicho la autoridad, porque estamos en España acostumbrados a contar para todo con ella; por lo demás, bien sería que, sin recurrir a su auxilio, se intentara dar impulso a los Montes de Piedad, siquiera no fuese más que para apartarlos de las tempestades políticas, y que no vieran, como el de Madrid ha visto después de la revolución, separar a empleados antiguos, probos y llenos de celo por el establecimiento, para sustituirlos por otros que tenían favor. Con estos cambios, reprobados por la justicia, padece el crédito de estos establecimientos, cuyo personal escogido, intachable, debe ser inamovible mientras cumpla con su deber. Que sea ésta la primera cláusula de sus estatutos si nuevos Montes de Piedad se fundan alguna vez; que nada cambie en ellos en los cambios políticos; que se aparten en todo de las tradiciones de la beneficencia oficial, donde tantas veces se une en desdichado y monstruoso consorcio el hielo de la indiferencia y el fuego de la pasión.

15 de Mayo de 1871.




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Patronato de los diez

La caridad en España


No hace muchos días acudían a una casa, a hora fija y con exactitud poco común, diez y ocho personas, desconocidas entre sí, pero compañeros no obstante, porque tomaban parte activa en la misma buena obra e iban allí impulsados por un mismo sentimiento, la caridad. Eran las visitadoras y visitadores de las diez y ocho Decenas instaladas, que se reunían por la primera vez para conocerse, para auxiliarse, para dar unidad a sus esfuerzos, para comunicarse los dolores de sus pobres y los consuelos que les habían proporcionado. Como no se conocían, como nadie hubiera querido decir lo que le debían sus patrocinados, ha sido necesario que una persona que apenas ha hecho nada, pero confidenta de todos, fuese diciendo quién era cada uno y los socorros que había prestado a la familia patrocinada. La presencia de los bienhechores imponía al hablar de los beneficios una gran concisión, que conservamos por muchos motivos aumentándola; y si damos una idea de los hechos, es porque son ejemplos que conviene presentar, y consuelos que no deben negarse a los amigos y promovedores del bien.

Primera Decena. Ampara a una mujer enferma y abandonada de su marido; tiene tres hijos; la mayor, que es la única que podía ayudarla, está loca.

Segunda Decena. Ampara a una viuda con tres hijos, enferma la mayor y enfermizos los otros.

Tercera Decena. Ampara a dos ancianos, hermano y hermana, muy achacosos e imposibilitados de trabajar.

Cuarta Decena. Ampara a un ciego con mujer y dos hijos que aún no pueden ganar nada. Los fondos reunidos por esta Decena sobraban para cubrir las verdaderas necesidades de la familia patrocinada, y ha auxiliado a otra, compuesta de un matrimonio y seis hijos, que halló guarecidos en un rincón que les daban por caridad, y donde se acostaban en el suelo desnudo.

Quinta Decena. Se compone de un matrimonio con tres hijos pequeños, que de todo carecían. Se ha provisto a sus necesidades, probando, al auxiliar a esta familia por circunstancias especiales, que la caridad no se cansa.

Sexta Decena. Amparaba a dos ancianas decrépitas, de las cuales acaba de fallecer una. Ha llevado para que cuide a la otra un matrimonio que se halla en la mayor pobreza y que, a la vez que recibe socorro, presta un servicio.

Séptima Decena. Ampara a una anciana enferma y una joven hija suya, a quien han sacado de la situación más aflictiva.

Octava Decena. Amparaba a un matrimonio con cinco hijos; el padre ha muerto. La viuda, persona bien educada y muy dispuesta, estudia para matrona con tanto aprovechamiento, que su visitadora cree que pronto podrá mantener a sus hijos sin el auxilio de la caridad.

Novena Decena. Acogió bajo su protección a una anciana enferma y en la mayor miseria, con una hija que parecía moribunda, y cuya vida se ha prolongado por algunos meses, debido probablemente a los cuidados que ha recibido. Ha fallecido al fin. La Decena patrocina ahora a la mujer y seis hijos de un presidiario que está extinguiendo su condena.

Décima Decena. Amparó a tres niños completamente abandonados, porque su madre y una hermanita estaban en el hospital; carecían de todo absolutamente: esta familia, dispersa por la enfermedad y la miseria, hoy está reunida y tiene lo necesario.

Undécima Decena. Acogió a un matrimonio enfermo, con una niña. La enfermedad era sin duda efecto de la miseria, porque, repuestos estos enfermos, sus favorecedores les han conseguido ocupación fuera de Madrid y pagádoles el largo viaje.

Duodécima Decena. El visitador de esta Decena, al ir a socorrer a la familia patrocinada, halló dos en la misma habitación e igual necesidad. Una mujer sacramentada y un hombre gravemente enfermo, sobre unas tablas y bajo unos harapos. Mucho se hizo por él, pero nada ha bastado: ha muerto. La mujer ha recobrado la salud.

Decimotercia Decena. Un matrimonio sin trabajo y seis hijos, el mayor imbécil, ampara esta Decena, que ha hallado a sus patrocinados sin cama, pan ni vestidos.

Decimocuarta Decena. Amparó a una joven que acababa de quedarse viuda, y embarazada, con dos niños pequeños; podía acogerse a su familia que está en Galicia, pero carecía de recursos para hacer el viaje. Se le proporcionaron y se ha ido con sus padres. La Decena patrocina ahora a otra viuda casi ciega, con madre anciana y enferma y cuatro hijos, el menor de los cuales nacía en el momento en que expiraba su padre.

Decimoquinta Decena. Patrocina a dos hermanas, enferma una, hijas de un oficial, que no tienen orfandad por haberse casado de subalterno su difunto padre.

Decimosexta Decena. Ampara a un cesante, enfermo hace muchos años, con mujer y cuatro hijos, de los cuales sólo el mayor puede ganar algo, aunque poco.

Decimoséptima Decena. Ampara a una viuda achacosa con cinco hijos; y habiéndole quedado fondos después de atender a las necesidades de la familia patrocinada, auxiliaba a un matrimonio con seis hijos, habiendo pagado también la casa a una pobre viuda que iban a arrojar de ella.

Decimooctava Decena. Ampara a un viudo con seis hijos cuatro pequeños.

De las 18 Decenas, nueve tienen médico, que asiste a la familia patrocinada; en algunas, el médico es uno de los diez, y en todas han cuidado a sus pobres enfermos con la mayor caridad. Tres Decenas tienen también farmacéutico, que generosamente les facilita cuantos medicamentos han menester.

Como la experiencia va demostrando que, por regla general, la Decena no puede soportar los gastos de una larga enfermedad si ha de pagar médico y botica, los visitadores han acordado esforzarse a fin de proporcionar gratuitamente a la familia patrocinada facultativo y medicamentos. Abrigamos la esperanza de que lo conseguirán, porque hasta ahora el Patronato no ha llamado a ningún médico ni farmacéutico en nombre de la caridad que no haya respondido como hombre caritativo; a la mayor parte no ha sido necesario llamarlos, y la única dificultad que nos parece que ha de haber para que se presenten es que sepan dónde hacen falta.

Como en la casa donde hay un pobre suele haber muchos, algunos visitadores han hecho limosnas de consideración a familias y con fondos que no son de la Decena. Camas, en especial, se han dado bastantes. Teniendo corazón, ¿cómo no compadecerse del pobre, muchas veces enfermo, que duerme sin abrigo en el duro suelo?

Se ha buscado trabajo para los que pueden trabajar; desgraciadamente, muchas veces no se encuentra. Con muy pocas excepciones, tanto los pobres de las Decenas como los socorridos fuera de ellas, quieren trabajo, lo piden con ansia y trabajan siempre que se les proporciona.

Se ha procurado que los niños vayan a la escuela, y aún ha habido quien ha tenido exámenes y ofrecida a los aplicados premios que, por desgracia, no han podido adjudicarse por dejar mucho que desear la instrucción elemental en los niños que se han examinado hasta ahora.

Se han celebrado algunos matrimonios de personas que vivían en relaciones ilícitas, más por descuido y falta de recursos, que por perversión de costumbres.

Ésta es la relación, descarnada como el esqueleto, de lo que ha hecho el Patronato de los Diez. Séanos permitido, al terminarla, dar gracias del corazón a los consoladores del afligido, enviar un saludo cariñoso a nuestros incógnitos y ausentes, y derramar algunas lágrimas por nuestros pobres muertos.






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Dignidad. Amor al trabajo


Anales de la virtud

   ¡Pobre Jaime! ¡Cuán alegre
vivías en el trabajo,
antes que ese mal horrible
encadenase tus manos!
¡Y con qué dolor recuerdas
aquellos días pasados,
en que eras tú vigoroso,
ágil esbelto, gallardo!
¡Qué pena ver a los otros
con fuerzas y brío tanto,
y débil, sin movimiento
en ese lecho clavado!
¡No hay cárcel más tenebrosa
que las paredes del cuarto
donde un mísero impedido
cuenta sus días tan largos!
No hay sentencia tan cruel
como ese terrible fallo
que arranca al cuerpo la vida,
en él un alma dejando.
No hay servidumbre más dura,
cadena que pese tanto;
el triste que nada puede,
de todos se juzga esclavo.
¡Pobre joven! qué desdicha
verte en tus mejores años
más débil que el tierno niño,
más que el decrépito anciano.
No te queda otro recurso,
y da tristeza pensarlo,
que implorar la caridad,
que vivir de ella al amparo.
¿Se aflige tu corazón?
¿Tus ojos derraman llanto?
¿Cubra el rumor tus mejillas?
¡Pobre Jaime! No lo extraño.
¡El que no tiene fortuna,
no tener tampoco brazos!
Ansioso por trabajar
e inhábil para el trabajo;
decirse con amargura:
-Soy inútil, lo que gasto,
ni en mi propiedad lo tengo,
ni con mi sudor lo gano.
Sirvo de pesada carga,
a mí propio no me basto.-
¿Qué hombre honrado no comprende
su amargura y su quebranto?
Mas apenas de flaqueza
triste tributo ha pagado,
su alma fuerte y vigorosa
se eleva en el cuerpo flaco.
Recuerda el celo incansable
que sus padres emplearon
porque instrucción adquiriera
allá en sus primeros años.
El obrero desvalido
no es seguramente un sabio;
pero la instrucción primera
supo adquirir en tal grado,
que pudiera trasmitirla
si se sujetase a tanto.
Esta idea le ilumina
como de esperanza un rayo,
y exclama: -Seré maestro,
¡oh! sí, viviré enseñando;
viviré sin implorar
de la piedad el amparo
Y enseña desde aquel día
y vive de su trabajo,
pidiendo a la inteligencia
lo que le niegan los brazos.
¡Oculto en humilde techo,
es bien sublime aquel cuadro!
El paralítico joven
eternamente clavado,
dice adiós a los placeres,
a los efectos más caros,
y padeciendo sin tregua
se atarea sin descanso
en la enseñanza primera,
prolija, enojosa tanto.
El que ha menester sosiego,
solicitud y cuidados,
de infantiles travesuras
es muchas veces el blanco.
Hostíganle de mil modos
que inventan los pocos años,
y él, apacible y sereno,
está, siempre resignado.
¡Pobre Jaime! Si en la vida
hay para ti algún halago,
si has podido hallar dulzuras
en un cáliz tan amargo,
Dios prolongue esa existencia
que da un ejemplo tan alto,
para que admiren los buenos,
para que aprendan los sabios.
Pero si arrastras la vida
cual su cadena el esclavo;
si sobre el pecho la sientes
como una losa de mármol;
si padeces desconsuelo;
si sufres mortal cansancio;
si al mirar la nueva luz
exclamas acongojado:
-Otro día tan acerbo,
tan trabajoso y tan largo;-
entonces, mi triste amigo,
Dios quiera abreviar el plazo,
y Dios te premie en el cielo
la prueba de que has triunfado
con la constancia de un mártir
con la paciencia de un santo.

1.º de Junio de 1871.




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¡Pobres inocentes!

Esta misma exclamación servía de título a un artículo que hemos escrito hace algunos meses, y la desventura que allí deplorábamos, lejos de haberse remediado, ha crecido en horribles proporciones. Después hemos procurado llamar varias veces la atención del público y de las autoridades sobre el mal estado de los establecimientos benéficos; ha sido inútil: la beneficencia oficial cree haber dado una respuesta concluyente diciendo que no tiene recursos, y la caridad se cree dispensada de intervenir cuando se trata de desvalidos que deben amparar las autoridades o las corporaciones. ¡Situación terrible, en que nadie se cree en el deber de dar la mano al que cae, ni siente remordimiento de haberle dejado perecer!

Dolorosa, dolorosísima es esta situación para los enfermos y para los ancianos, y los niños de alguna edad; pero todavía el enfermo puede hacer un llamamiento a la compasión y ser auxiliado en su casa; todavía el niño desamparado y el anciano pueden implorar la caridad pública, y hallar en la limosna un remedio a su desventura; pero el recién nacido, el expósito, rechazado por su madre, sacrificado por la que debía sacrificarse por él, no puede ir en busca de socorro, no puede hacer más que llorar, y si no hay quien se compadezca de su llanto, perece. Éste es el caso de centenares, de miles de niños, cuando la caridad, esta madre bendita de todo el que padece, no acude a recoger los que abandonan las madres desnaturalizadas.

Las diputaciones provinciales no tienen fondos; el número de nodrizas para los expósitos es insuficiente, y los niños SE MUEREN DE HAMBRE. En la Inclusa de Orense, por ejemplo, se deben a las nodrizas veinte meses de lactancias; como es natural, se retraen de ir a buscar expósitos o los devuelven, y en el torno están en la proporción de UNA ama para CUATRO o CINCO niños. «La mortandad (nos escriben) es horrorosa

Pedimos a la Diputación provincial de Orense que cierre la Inclusa, y hacemos igual súplica a todas las que se hallan en igual caso. El torno donde se deja morir de hambre a los niños, es una criminal hipocresía; no sirve más que para quitar a las madres el remordimiento de inmolar a sus hijos, y a la sociedad el horror de dejar perecer, por falta de auxilio, a los desventurados inocentes. Pedimos que se cierre la Inclusa, y lo pedimos en nombre de la humanidad. Habrá muchas madres que, bastante perversas para abandonar a sus hijos, no lo serán hasta el punto de querer inmolarlos, y los conservarán cuando no haya un asilo en que se diga que se recogen y se visten y se alimentan. No faltarán monstruos que, sabiendo que no hay Inclusa, dejen al pobre recién nacido en la plaza, a la puerta del templo o en el camino; pero entonces la compasión y la conciencia pública se alzarán a la voz dolorida del inocente, y habrá hombres, y sobre todo habrá mujeres que, movidas a piedad, cubrirán su desnudez, le guarecerán de la intemperie y darán alimento a aquellos labios que buscan en vano el seno maternal. No queremos creer que nuestra sociedad sea tan mala; no lo será, seguramente, hasta el punto de saber impasible que hay un niño abandonado que se muero de hambre y de frío. ¿Quién pasará de largo sin prestarlo auxilio? ¿Quién no bajará de su casa al saber que está en la calle? No nos hacemos ilusiones: faltando la Inclusa en las condiciones que debe tener, aumentará el número de infanticidios, y el de los expósitos que sucumben por falta de socorro; pero cerrada la Inclusa tal como se halla hoy en muchas provincias, disminuirá el número de víctimas, muchas madres conservarán a sus hijos, como dejamos dicho, y la caridad acudirá a socorrer a los expósitos. Hoy se acalla el remordimiento de la madre desnaturalizada, y se adormece la compasión de las personas buenas, por ese torno abierto, que quiere decir: Aquí se da albergue, vestido y alimento a los pobres niños abandonados. En todos los casos, hoy por desgracia frecuentes, en que esto no es verdad, el torno, lo repetimos, es una criminal hipocresía.

Las cosas han llegado a un punto que debieran llamar la atención, no sólo al Sr. Ministro de la Gobernación, sino al de Gracia y Justicia. Si se supiera que en muchas provincias diaria y constantemente se cometían numerosos infanticidios y quedaban siempre impunes, ¿no se excitaría a los promotores, a los jueces, a las audiencias, para que persiguieran a los criminales? Pues es el caso. No ya sólo en nombre de la humanidad, sino en el de la justicia, se puede hablar, y hablar muy alto; pregúntese a los médicos, y que digan en verdad y en conciencia si no se mata de hambre a los niños que por espacio de algún tiempo no tienen más que una nodriza (que no suele ser muy buena) para cada tres, cuatro o cinco. Reos o cómplices de infanticidio son y somos todos los que no hacemos cuanto dable sea, cada cual según su posibilidad, para que los tornos de las inclusas dejen de ser tumbas en que los niños hallen una muerte lenta, recibiendo el alimento necesario para prolongar su agonía días, semanas o meses: más humano sería dejarlos morir en pocas horas sobre la vía pública.

Las diputaciones provinciales y las personas todas, con más o menos poder para remediar el mal, no se han fijado sin duda en él bastante, ni meditado en toda su extensión. Más que falta de humanidad, creemos que hay falta de reflexión, ignorancia de lo que sucede o falsa idea de impotencia para remediarlo. Serán inconscientes, así lo creemos, pero no son menos ciertos los infanticidios donde quiera que los niños se mueren de hambre en los tornos. La responsabilidad es de muchos, se dirá; cierto, y por este motivo desaparece a los ojos de algunos; pero el delito y el crimen no se prorratea; la parte que tiene uno no disminuye la que cabe a otro, y por pequeña que fuese, debería pesar mucho sobre nuestra conciencia y sobre nuestro corazón.

Hace meses, cuando escribíamos el artículo citado al empezar éste, hacíamos un llamamiento a las mujeres en favor de los niños, como sus más naturales protectoras. El resultado de nuestra gestión no ha debido animarnos mucho; solamente dos señoras, cuyo nombre está grabado en nuestra alma, acudieron a ofrecerse para trabajar en favor de los expósitos: no nos desalentamos con todo. Volvemos a gritar: ¡Los expósitos se mueren de hambre! Y a repetir lo que entonces decíamos.

«... Nos dirigimos, no a los que tienen poder, sino a los que tienen corazón; nos dirigimos principalmente a las mujeres. Donde quiera que haya una persona dispuesta a hacer algo por los pobres expósitos, por débil que sea, por inútil que se considere, puede favorecerlos. ¿Cómo? Comunicando su buen deseo a otros que también le tengan. Concebimos una asociación que debería extenderse por todo el territorio. Se dirá que nuestra ambición es mucha; no ciertamente: nos contentaríamos con empezar, aunque fuera por muy poco, y con servir de intermedio entro las personas de buena voluntad, para formar aunque no fuera más que una junta que patrocinara a los que no tienen madre. Si entre las personas que leen estas líneas hay alguna que se siente inclinada a coadyuvar a este pensamiento, que no sepulte en el silencio su buen propósito; que diga donde quiera que esté: Héme aquí, y en siendo unos pocos, muy pocos, nos reuniremos, si estamos lejos, en espíritu, y el de Dios nos inspirará el modo de empezar la buena obra.

»En medio de tanta desdicha, ¿cerraremos el pecho a la compasión? ¿Dormiremos ese horrible sueño del egoísmo, aceptando con nuestra indiferencia una especie de complicidad con los infanticidas? Nosotras, mujeres, ¿nos negaremos a cumplir los deberes de una sociedad cuyos vicios, cuyos errores, cuyos crímenes engendran esos monstruos que no quieren sustentar a sus pechos los hijos de sus entrañas? Si nada hacemos por los inocentes abandonados, sus lágrimas, que no enjugamos, caerán sobre nosotras como una maldición; y si no nos inspira piedad quien merece tanta, bien podemos decir que no nos vuelvan a llamar ya con el nombre de sexo piadoso




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El hospicio de Madrid

Las Hermanas de la Caridad salieron del Hospicio de Madrid; a los pocos días, las personas que conocían el establecimiento y tenían por él algún interés, empezaron a saber cosas que las afligían en gran manera. A las pocas semanas se ensanchó el círculo de las que tuvieron noticia de los desórdenes que allí había, que fueron públicos a los pocos meses. Nosotros hemos guardado silencio, no por escarmentados de haber hablado inútilmente del hospital general, sino porque decir que el Hospicio estaba mal era muy poco decir, y revelar hasta dónde llegaba el mal era afirmar una verdad que no hubiéramos podido probar, y que, dadas todas las circunstancias, habría podido hacerse pasar legalmente por mentira. La parte del público, muy pequeña por desgracia, que de estas cosas se ocupa, sabía los abusos; los que podían y debían remediarlos no los sabían sin duda, o necesitaban pruebas, a nuestro parecer muy fáciles de hallar para ellos, y que nosotros no podíamos darles.

Hoy tenemos una verdadera satisfacción en tributar un elogio tan sincero como merecido a los tres diputados provinciales visitadores del Hospicio, por la inteligencia, por el celo y por la firmeza que han desplegado para ordenar y moralizar aquella desdichada casa. Nos consta que no es una visita lo que hacen, sino que pasan muchas horas en el establecimiento, que han empezado a poner orden, a moralizar la administración, a cortar ciertos abusos que no deben tolerarse en una casa de corrección, cuanto más en una de beneficencia. Los que así se afanan para cumplir un deber penoso, y son caritativos curadores de los que la muerte, el vicio o la miseria han dejado huérfanos, bien merecen las bendiciones de los pobres y el aprecio de los que por ellos se interesan.

Las noticias de lo que la Diputación provincial ha hecho y se propone hacer en el Hospicio son consoladoras. Lástima grande que esta satisfacción de las personas de buena voluntad esté acibarada por la idea de que la política se ha introducido en cuestiones a que debía ser ajena, llevando a ellas su hiel, su ceguedad y su intolerancia. En el Hospicio se trata de no malversar los fondos provinciales y de moralizar a los acogidos, cosas que nada tienen que ver con la forma de gobierno, que son esenciales para todos, y más precisas en aquellos en que hay más libertad, porque, a medida que la represión de la ley es menor, es necesario que aumente la que impone al individuo la moral, la razón y la conciencia.

Si la cuestión es de probidad y moralidad, ¿por qué no han de estar de acuerdo los hombres morales y probos? Seguramente es por no haberla fijado, o más bien por no hallarse de acuerdo en los medios de conseguir el objeto, que será el mismo para todos. Conformes en el fin, la divergencia está en los medios de llegar a él; no puede haber otra. Rogamos a los señores visitadores del Hospicio, ellos que tantas pruebas han dado de interés por la casa y que saben del modo que la han encontrado, que investiguen cómo estaba antes de salir de ella las Hermanas de la Caridad, y se persuadirán de la conveniencia de que vuelvan. El aumento de gastos que a consecuencia de su salida ha habido, sensible es, pero no es el mal mayor; lo más grave es la desmoralización, cuyos males son incalculables. Si los señores visitadores tienen un bello ideal para el asilo benéfico que está bajo su inspección inmediata, tendrán que renunciar a él probablemente; las cosas no irán a medida de su deseo, porque el bien, no pudiendo ser absoluto, queda reducido a un mal menor, y uno de los grandes méritos de la bondad es resignarse a hacerle tal como se puede, y no tal como se quería.

Felicitamos a la Diputación provincial por su resolución de que las Hermanas de la Caridad vuelvan al Hospicio. Sentimos que no se encarguen de la parte administrativa, porque creemos que habría en ello gran ventaja para los fondos provinciales; pero lo más esencial y urgente era la dirección de las niñas que se les ha confiado. El pensamiento de arrojar a las Hermanas de la Caridad de todos los asilos benéficos que dependen de la Diputación fue combatido en ella con vehemencia, con firmeza: dictado, así lo creemos, por el buen deseo, pero sin bastante conocimiento de causa, su realización hubiera sido fatal para los desvalidos, que han hallado enérgicos defensores, a los que enviamos la expresión de nuestro sincero agradecimiento.

Algunos se alarman del calor con que se ha discutido la cuestión de las Hermanas de la Caridad; nosotros no, porque lo que nos alarma sobre todo es la indiferencia. La armonía es una gran cosa ciertamente; pero hay que cuidar de no dar este nombre al silencio del egoísmo o a la unanimidad en el error. La Diputación ha dado un gran paso en el camino del bien, tanto más meritorio cuanto ha sido más difícil; y los que con tanta valentía han defendido la causa de los pobres, deben tener la doble satisfacción del que cumple un deber y hace una obra de caridad.

Hay quien mira como una fatal coincidencia, que puede dar lugar a disgustos, el que los señores visitadores del Hospicio, adonde van a volver las Hermanas de la Caridad, sean de los que opinan que no debían ir: nosotros no abrigamos temor alguno. Esperamos que las Hermanas se conducirán con prudencia; que comprenderán que las cosas muy desordenadas no pueden ordenarse en un día; que la caridad no consiste sólo en asistir a los pobres, sino en ser pacientes y tolerantes con todos, y que la humildad más difícil y más útil es la que nace de la persuasión de que podemos equivocarnos en aquellas cosas en que creemos estar en lo cierto, y que pueden tener razón los que juzgamos equivocados. Un consejo nos atreveríamos a darles, y es que, en cualquiera diferencia que pudiese haber, apelen de los señores visitadores a ellos mismos, y nada más que a ellos, y no hay duda de que al cabo se entenderán, porque todos desean la misma cosa: el bien. Por prevenidos que estén contra las Hermanas de la Caridad, su recta intención rectificará su juicio, y por un sentimiento de delicadeza, estamos seguros de que la circunstancia de no haber sido de opinión de que fuesen al establecimiento, hará, no sólo que sean con ellas justos, sino benévolos.

15 de Junio de 1871.




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La libertad de cultos en las casas de beneficencia

Al tratar la cuestión de si las Hermanas de la Caridad deben ir a los establecimientos benéficos, algunos de los que opinan negativamente han dado como razón la libertad de cultos; porque el Estado, dicen, no teniendo religión, no tiene derecho a imponer esta o aquella a los acogidos, y las Hermanas de la Caridad que van allí hacen su propaganda católica.

Empecemos por ver lo que significa esta frase tan repetida de que el Estado no tiene religión. ¿Quién es el Estado? ¿Es el Rey? ¿Son las Cortes? ¿Es el Ministerio? ¿Es el Ejército? ¿Son los tribunales? ¿Es la milicia ciudadana? ¿Es el pueblo? El Estado es todo esto, porque es la nación, y si no tiene religión alguna será atea, o deísta cuando menos. Ni esto es cierto, ni esto es lo que se quiere decir (al menos por los que saben lo que dicen) con la frase cuya significación deseamos determinar.

La mayoría de los ciudadanos tiene religión bien o mal entendida, bien o mal practicada; y como de ellos se compone el Estado, el Estado tiene religión. Lo que significa la frase que dice que no la tiene, es que no la impone, que no la juzga, que carece de facultad legal para prohibirla, a menos que no esté en oposición con las leyes vigentes y las de la moral universalmente reconocidas como buenas. Si hay una religión, por ejemplo, que autoriza el robo y la poligamia, el Estado no puede permitir que alce templos en un país donde ambas cosas están penadas por las leyes. La frase de que el Estado no tiene religión es la fórmula de la tolerancia, no la del ateísmo: no quiere decir que deje de elevar el corazón a Dios, sino que se abstiene de imponer por la fuerza el modo de adorarle. El Estado, pues, aunque no prescriba las fórmulas del culto, necesita religión, porque la tienen y la necesitan los ciudadanos que le componen.

Téngase muy presente que tratamos la cuestión bajo el punto de vista social; estamos en el terreno en que, a nuestro parecer, deben estar aquellos cuyas opiniones combatimos: no lanzamos anatemas, pero queremos garantías para la moral, apoyo para la virtud y consuelo para el dolor. Sentados estos preliminares, entremos en una casa de beneficencia.

El asilo benéfico puede albergar niños o adultos; la cuestión varía según que sea el uno o el otro caso: tratemos primeramente de aquel en que sean niños. El Estado hace allí veces de padre. En materias de religión, ¿qué hacen los padres con sus hijos? Les enseñan la suya, porque sería absurdo y perjudicialísimo para todos que por respeto a la libertad de cultos y a la conciencia humana y a la iniciativa individual, viviesen los hombres sin religión hasta la edad en que pudiesen ser jueces de cuál es la mejor. El Estado, que, como acabamos de decir, hace veces de padre para con los niños acogidos en la casa de beneficencia, debe enseñarles la religión que razonablemente calcula que sus padres les enseñarían, y de no hacerlo así falta a uno de sus deberes más sagrados.

Supongamos que, según esa torcida interpretación que se da a la libertad de cultos, se echa de los establecimientos benéficos, no sólo a las Hermanas de la Caridad, sino principalmente a los capellanes, y se cierra el templo y no hay allí culto alguno, ni se pronuncia el nombre de Dios. ¿Qué sucederá? Que no habrá más freno para los delitos que el látigo y el calabozo; que para los vicios no habrá freno alguno, y que los niños y los jóvenes, completamente pervertidos, no podrán vencer sus hábitos viciosos cuando sean hombres y hayan elegido la religión que los condena.

Los que traducen libertad de cultos por ausencia de cultos, ¿han reflexionado lo que sería una casa de beneficencia sin ninguno, y el desenfreno de costumbres donde la acumulación de personas extrañas y la falta de familia abre a los vicios tan ancho campo, y hace tanto más difícil la virtud? Hay derecho para enseñar a los niños el sistema decimal, ¿y no le habría para enseñarles que hay Dios? ¡Pobres criaturas, a quienes se quiere privar de un aliado poderoso para combatir las malas tentaciones que harán su desgracia! ¡Pobres criaturas, a quienes se da la dura necesidad en vez de la dulce resignación! ¡Pobres criaturas, en cuya alma se inocula el virus de la impiedad, que no podrán extirpar nunca! ¡Pobres criaturas, tan desdichadas en la tierra, y a quienes no se deja siquiera la esperanza del cielo! ¡Pobres huérfanos, a quienes se priva del Padre celestial!

Hemos dicho que los niños pervertidos no podrán vencer sus hábitos viciosos cuando sean hombres y hayan elegido la religión que los condena. ¿Y en qué tiempo la elegirán? De temer es que nunca. La religión no es cosa que se aprende como el álgebra o la química; no es un conocimiento que se adquiere cuando la inteligencia brilla en todo su esplendor. La religión se siente, y este sentimiento, como todos, decae cuando no se ejercita, y siendo más elevado que ninguno, decae más en toda criatura que se degrada, porque necesita para alimentarse nobles impulsos que no hay en ella, y porque impone preceptos severos, que no puede observar el que, débil, se deja arrastrar por sus apetitos. Sin religión no puede educarse el niño, y el que no la tuvo en la infancia, difícil es que la tenga en la edad madura. Suprimiéndola en los establecimientos de beneficencia para los niños, se suprimirá para los hombres toda la vida. ¿Se quiere que salgan de los asilos benéficos generaciones de ateos? Pues si tal fuese el objeto, que no lo creemos, de los que quieren dejar para la mayor edad la práctica de la religión; si tal fuese el objeto, decimos, no lo conseguirían. Los niños no serían católicos ni cristianos, pero serían supersticiosos e idólatras. No serían creyentes, pero serían crédulos; porque la religión no es una invención, sino una necesidad, una especie de instinto que Dios nos ha dado para perfeccionar nuestra alma, así como tenemos otros para conservar nuestro cuerpo. Si no se enseña a los niños las máximas divinas de una religión de amor, ellos alimentarán creencias menos puras, y en nombre del progreso se los hará retrogradar al estado salvaje en la cosa que más importa que progresen.

Es evidente que en un establecimiento benéfico hay necesidad imprescindible de religión. ¿Cuál ha de ser ésta? En España, la católica; con excepciones muy raras, católicos son o eran los padres de los acogidos, y el Estado debe hacer para ellos las veces de padre.

¿Cabe en razón rechazar a las Hermanas de la Caridad, como se ha dicho, porque hacen propaganda para el catolicismo? Suprimiendo el culto y las ideas religiosas, se hace propaganda para las casas de prostitución, para las prisiones y para el patíbulo. Esto no son suposiciones; son verdades que pudieran ponerse en evidencia con hechos, si no los hubiera de tal naturaleza que no es dado citarlos, como prueba, sin causar escándalo.

Si del hospicio pasamos al hospital, la frase de que el Estado no tiene religión tampoco puede significar que es ateo. En el hospital hay enfermos que necesitan de los consuelos de la religión; hay moribundos que llaman a Dios en la postrer hora, e imploran su perdón, y piden que los absuelva un sacerdote. ¿Puede negárseles este consuelo, y la satisfacción de esa imperiosa necesidad de su alma, en virtud de la libertad de cultos? El Estado no tiene derecho a convertir el hospital en un establecimiento de veterinaria, atendiendo sólo al cuerpo de los enfermos y prescindiendo de su alma; tiene, al contrario, el deber de proporcionar consuelos al espíritu, lo mismo que proporciona cuidados a la materia.

Si de los asilos en que se acoge la niñez o se ampara la enfermedad pasamos a aquellos en que se albergan los adultos que disfrutan salud, hallamos las mismas necesidades del espíritu y los mismos deberes de no prescindir de ellas. Si hay quien tiene otra religión que la establecida para la mayoría de los acogidos, no se le podrá obligar a que tome parte en un culto que no es el suyo. Pero ¿quiere decir esto que no debe haber allí culto alguno? Los fascinados por la fortuna pueden olvidarse de Dios; los probados por la desgracia necesitan volver a Él a cada instante, y no comprenderán nunca cómo puede decirse que es para ellos un derecho el privarlos de un bien, tal vez del único bien que tienen sobre la tierra.

Finalmente, si de la teoría pasamos a la práctica, ¿cuál es la de los países en que hay libertad de cultos? La religión ¿no es allí el apoyo, el guía y el consuelo de los que se acogen en los establecimientos benéficos? ¿Se priva de esta santa compañera al decrépito anciano, y de esta madre bendita al niño expósito?

No es un derecho, es un deber del Estado llevar la religión para el espíritu a todo establecimiento donde da auxilios al cuerpo. ¿Cuál religión? La de sus padres a los niños; a los adultos la que tengan. La libertad consiste en no imponerla, no en suprimirla, porque la libertad no es en nada una negación.






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La limosna del pobre


Anales de la virtud

   En una humilde vivienda
que entre tejados se esconde,
y a que se llega subiendo
sesenta y cuatro escalones,
se ve una mesa de pino
frente dos viejos sillones,
una percha y una cama,
algunos libros y un cofre.
En la cocina, el ajuar
de quien lo preciso come;
en las paredes estampas
objeto de devociones,
clavadas en las esquinas
porque el papel no se arrolle,
y con marco un espejito
a trechos falto de azogue.
No hay jaula con pajarillos,
ni hay en la ventana flores,
ni grillera, ni guitarra,
ni nada, en fin, que denote
la alegría, que no es siempre
enemiga de los pobres.
Está sola una mujer
con sus tristes reflexiones:
la hora es buena para hacerlas,
entre la tarde y la noche.
Su mirada y ademanes
dicen en lúgubre acorde
o las desdichas pasadas
o los presentes dolores.
Razón tiene de afligirse:
es sola, y enferma, y pobre.
Cuando la cabeza inclina,
a la puerta una voz oye;
debe serle muy querida
según alegre responda.
Corre a abrir; una señora
entra la mano le coge,
y la silla en que se sienta
cerca de la suya pone.
Sus proyectos reflexiona
y sus desventuras oye,
alienta sus esperanzas,
desvanece sus temores;
que no hay abatido pecho
que la piedad no conforte.
Saca luego un blanco paño
que en partes menudas rompe,
y conversando entre sí,
se dicen estas razones:
    -A demandarte un servicio
llego. -Llegáis en buenhora.
Por vos me fuera, señora,
dulce cualquier sacrificio.
-¿Estás de servirme ufana?
-Mandad, ni como ni duermo.
-Son hilas para un enfermo
que debe partir mañana.
-Dejad que en algo le ayude.
-Pocos tan míseros viste.
¿Y a quién acudirá el triste
si a la caridad no acude?
Tantas amarguras pasa
para llegar a su puerta
pobre... y una herida abierta...
y a cien leguas de su casa...
¿Qué ha de hacer? -Atribulado
nuestro corazón suspira,
y apenas alredor mira
ve alguno más desgraciado.
-Este mísero probó
el rigor de nuestros males.
-Con estos cuatro reales
quiero socorrerle yo.
-Tienes pocos, otra obra
harás de Dios en servicio.
-Pues hace buen sacrificio
el que da lo que le sobra.
-El tuyo a rechazar voy;
mañana estás desvalida.
-Dios me ordena que le pida
nada más que el pan de hoy.
-Tu enfermedad..., tu vejez...
y tu triste situación...
-No añadáis la privación
de hacer bien alguna vez.
Aceptad, pues, sin demora
mi limosna, sin recelo,
que me es el darla consuelo
y tengo pocos, señora.-
    Esto diciendo, en la mano
de su bienhechora pone
una moneda que aquélla
con veneración recoge,
y a sus últimas palabras,
estas palabras responde:
    -No es ésta la vez primera
que al desvalido socorres
tú, infeliz y desvalida...
¡Dios de gloria te corone!-
    Y una lágrima bendita,
que por sus mejillas corre,
es la bendita alabanza
de la limosna del pobre.

1.º Septiembre 1871.




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Los pobres van a tener mucho frío

No hacen muchos días conversaban dos personas sobre la desdicha de los que sufren en la miseria. Tenían enfrente un grupo de árboles, que, a pesar de su corpulencia y abundante riego, perdían la hoja; el suelo estaba cubierto de ella, y el ramaje verde y amarillo empezaba a abrir paso a los rayos del sol.

La última época del año, como la última hora del día, es melancólica: la conclusión de las obras del hombre es difícil, las de Dios no tienen fin; pero al terminar cada una de sus fases, parece que encierran una lección severa o un recuerdo doloroso: todo lo que se acaba nos entristece.

Los dos amigos guardaron silencio un largo rato; fácil era comprender, con sólo mirarlos, que del árbol de su vida se habían desprendido muchas hojas que no volverían a retoñar. La proximidad del invierno, en vez de traerles a la memoria los salones brillantes, las reuniones entretenidas o instructivas, los teatros con los espectáculos de magia que hablan a los ojos, o las armonías de la música que hablan al corazón, la proximidad del invierno les recordó cuánto en él se agrava la desventura de los que, sumidos en la miseria, padecen hambre y desnudez; y entablaron un diálogo, que vamos a transcribir, sin más diferencia que la de alguna frase que no hayan recordado los interlocutores con toda exactitud; diálogo que empezaba con las palabras que sirven de epígrafe a este artículo:

-¡Los pobres van a tener mucho frío!

-Sí, el trabajo escasea; los mantenimientos suben de precio; las vicisitudes de los tiempos ponen en la categoría de necesitados los que no ha mucho socorrían necesidades; los haberes disminuyen, y aumentándose el número de los que necesitan caridad, y reduciéndose el de los que pueden ejercerla, si no se aviva en éstos mucho, parecerá como que se acaba.

-Escrito está que no se acabará nunca, pero hay ocasiones en que se entibia bastante. Como somos limitados para todo, lo somos también para compadecer; y nuestra compasión, no pudiendo abrazar igualmente todo género de desventuras, según la manera de ser del compasivo, se fija más bien en una desdicha que en otra. La de sentir frío y no tener con que abrigarse, no sé si porque a mí me hace daño, es de las que me inspiran más lástima; y al acostarme bajo las cubiertas que se van aumentando según baja la temperatura, me acuerdo siempre de los que al pisar el hielo, no pudiendo decir: Me abrigaré más, dicen: sufriré más cruelmente.

-Ese recuerdo es algo parecido a una oración, yendo como yo sé que va acompañado en usted de esfuerzos para remediar el dolor que compadece.

-Esfuerzos inútiles; no he hallado una sola persona que quiera secundarlos.

-¿Ni una sola?

-Ni una. El frío de los pobres que no tienen ropa, parece haber pasado al corazón de los que pueden dársela. Pero no será así, sino desgracia mía de no haber hallado las muchas personas que sin duda compadecen esta desdicha, que tanto me afecta, y falta de elocuencia para expresar y hacer sentir lo que siento, al ver que los caballos tienen manta y hay muchísimos pobres que no la tienen.

-La razón de que nos hallemos tan solos a veces cuando tratamos de hacer bien, suele estar en la ligereza de los otros y en la falta de perseverancia nuestra. Todos tenemos propensión a llamar imposible lo que no hemos podido realizar con un pequeño esfuerzo. ¿Por ventura es cosa más fácil ser benéfico que ser abogado, médico o arquitecto? Y no obstante, ¿quién emplea en buscar medios de hacer bien, la centésima parte del tiempo que gasta en buscar los de hacer fortuna? ¿Quién entiende por educarse mejorar su corazón con la práctica de la virtud, a medida que eleva sus ideas con las verdades de la ciencia? ¿Quién no está más dispuesto a mirar el mundo como una mina que se explota, que como una sociedad a la cual se contribuye? ¿Quién imagina que para ser hombre grande no lo basta recibir aplausos y que ha menester ser bendecido? ¿Quién cuenta entre sus precisas ocupaciones la de consolar? ¿Quién ve que en el mundo moral hay montes de egoísmo, más duros y más difíciles de perforar que las entrañas del Mont-Cenis? ¡Oh! amigo mío: yo me acuso el primero de este gran pecado; pero la verdad es que dedicamos poco tiempo a ser buenos, y por eso el mal nos opone tan poderosa resistencia.

-Tal vez tiene usted razón; tal vez no he insistido tanto como debía en pedir mantas para los pobres que no las tienen, citando el ejemplo de otros países, en que hay asociaciones que se dedican a darlas a la entrada del invierno, y las recogen en la primavera para evitar la tentación de que en el verano, que no hacen falta, pasen a la casa de préstamos o sean vendidas. Redoblaré mis esfuerzos, pediré a los que puedan dar, recordaré a los que olvidan. Si todos los que pueden dijeran: Corre de mi cuenta el abrigo de un pobre, no los habría que no tuvieran más que el techo para guarecerse de las heladas de Diciembre.

-Trabajemos con buen ánimo; más de una vez el esfuerzo que se hace después de haber formado el propósito de no hacer ya ninguno, es coronado de éxito. ¿Queremos asociarnos para dar mantas a los pobres? Digámoslo a todos los que puedan repetirlo, y comuniquemos nuestro pensamiento a La Voz de la Caridad, que no podrá menos de mirarle como suyo.

-No me parece mal la idea. ¿Se encarga usted del artículo?

-El artículo está hecho con escribir esto mismo que estamos diciendo.

-Sea en buen hora, y que nuestras palabras hallen eco, y que todos los corazones donde hay un poco de calor se acuerden de que los pobres van o tener mucho frío.

La Voz de la Caridad acoge con amor el pensamiento formulado en el diálogo que precede, y le recomienda eficazmente a sus lectores, rogándoles que procuren sea conocido por todas las personas que se hallen en situación de contribuir a él. El que no pueda dar una manta nueva, podrá tal vez dar una usada; el que no pueda asociarse materialmente y dar trabajo personal, puede dar una limosna.




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Horas de prueba

Patronato de los Diez


El Patronato de los Diez había crecido más de lo que se podía prudentemente esperar. Tres decenas se formaron en pocos días, costó meses organizar la cuarta, pero luego en pocas semanas se instalaron hasta veinte. Los pobres bendecían a sus bienhechores, y nosotros a la Providencia. Aquel árbol, a cuya sombra se guarecían algunos tristes consolados, crecía rápidamente, como si las lágrimas enjugadas y la llama de la caridad le dieran riego sobrenatural y calor portentoso. Tal vez su crecimiento era demasiado rápido; tal vez lo rico de su follaje no estaba en armonía con la robustez del tronco; tal vez necesitaba que la escarcha secase sus puntas, que el huracán tronchase sus ramas, para que se robusteciese más y arraigase mejor.

La muerte, las vicisitudes humanas, las del tiempo presente, han mermado las filas de los asociados del Patronato, y algunos que podían dar, si no piden, se hallan en el caso de recibir. La experiencia ha demostrado que no sobran diez para socorrer a una familia cuando sus individuos no pueden trabajar o no encuentran trabajo, y decena hay que apenas cuenta hoy cinco. En tal situación se ha hablado de refundirse, de completar las decenas disminuyendo su número; es decir, de abandonar algunas de las familias patrocinadas. ¿Cuáles deberán quedar en el desamparo, cuando la más necesitada parece la que se quiere dejar? ¿Encomendaremos esta clasificación a la suerte? ¿Escribiremos los nombres de nuestros pobres en un papel, los meteremos en una bolsa para que le saquen con un número como los soldados que se diezman, y que por su propia mano sacan la vida o la muerte? ¿Qué más muerte que verso en el desamparo y la miseria los que tuvieron pan y protectores?

Los asociados se han resistido a la refundición; ningún visitador tiene ánimo para formar parte de un cuadro como el siguiente:

Es una buhardilla. Una señora llama; preguntan quién; a su voz conocida, una mujer corre a abrir; su semblante se anima, la expresión del contento aparece en él, acerca una lana silla, y aunque no tiene polvo, la limpia con su delantal. Sus cuatro hijos están allí; dos salen para el taller, uno para la escuela, la otra no saldrá ya más cuando pase los umbrales de la puerta la llevarán a la última morada. Después de algunas preguntas sobre la salud de la niña, la pobre lee en el semblante de la señora alguna cosa que la aflige, y la pregunta:

-¿Está usted mala?

-No.

-¿Lo está alguna persona de su familia?

-Tampoco.

-¿Ha muerto alguien que usted quiere bien, le ha sucedido a usted algún contratiempo?

-Ninguno.

-¿Pues usted tiene alguna pena?

-Sí, una muy grande, Tomasa; hoy es el último día que vengo a socorrer a usted.

-¿Se va usted de Madrid?

-No.

-¿Han nombrado otra visitadora? ¡Dios mío, cuánto lo siento! La que venga será buena, ya lo creo; si no, no vendría a vernos; pero como no la conozco... Una toma cariño a cualquiera con el trato, aunque no reciba bien; ¡qué será habiendo recibido tanto! La señora que venga, Dios se lo pague, pero no puede sacarme de donde usted me sacó; no puede recogerme los hijos que estaban en la calle cuando yo estaba en el hospital; no puede buscarme casa y tenérmela prevenida con sus camas para cuando yo saliese, y vestirnos, y calzarnos, y mantenernos a todos, enfermos como estábamos de aquel tifus que nos vino de miseria. Diga usted a los señores de la Junta que no me cambien la visitadora; que usted ha hecho tanto por mí... que yo he llorado mucho al saber que usted no volvería...

-Si al menos viniera otra persona en mi lugar...

-¿Cómo dice usted?

-Que no vendrá nadie, Tomasa; que cosa el socorro, porque habiendo disminuido el número de los que socorrían, ha sido necesario reducir el de las familias socorridas, y reflexionándolo muy detenidamente, ha parecido que usted es de las menos agobiadas.

Las lágrimas que derramaba la pobre cesaron como devoradas por sus ojos, que se abrieron desmesuradamente; luego los bajó, y parecía que los fijaba en sus manos temblorosas; al fin miró a su interlocutora, y con voz trémula repitió sus últimas palabras:

-¡De las menos agobiadas!

-Sí, Tomasa; por grande que le parezca a usted su infortunio, hay otros mayores.

-Lo creo, sí, señora; pero pronto me volveré a ver como estaba. Andrés, en lugar de ir a la escuela, irá a pedir limosna, y se hará un pillo; los otros, descalzos, desnudos y hambrientos, no podrán ir al taller, ni aprender oficio, ni ganar lo poquito que ganan. No pagaremos al casero, y nos echará, y mi pobre Celestina, que está tan malita, que ahora tiene médico sin pagar nada, y una botica de las mejores, donde pida las medicinas que pida me las dan de balde, y que en su gran desgana la andan ustedes buscando el gusto, y la han mandado hasta gelatina y flan... mi pobre Celestina irá morir al hospital, donde ya he visto yo cómo se muere.

Y la desolada madre solloza en el mayor desconsuelo.

El abandono de cualquiera de las familias que ampara el Patronato daría lugar a una escena semejante o mucho más triste, porque hemos citado como muestra a una de las que por el momento están menos abrumadas.

Ninguna visitadora ni visitador, lo repetimos, tiene fuerza para llevar la desolación allí donde llevaba el consuelo; nadie lo pretende tampoco, y la idea de refundirse se ha abandonado. La miseria en la proximidad del invierno, en circunstancias azarosas, nos acomete como un terrible enemigo que quiere apoderarse de nuestros pobres. No le abandonaremos ninguno; los cubriremos todos con nuestro corazón; pediremos auxilio a los que puedan darle; los llamaremos un día y otro día hasta que vengan, y vendrán, y los recibiremos con lágrimas de gratitud, diciéndoles: Benditos de Dios seáis, porque, si no la voluntad, estábamos a punto de que nos faltaran las fuerzas.




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Gratitud, al sr. D. Eugenio de Ochoa

No sabemos si ha habido épocas, o si las había, en que sea cosa frecuente que una persona emplee las dotes de su claro entendimiento y de su noble corazón y de su cultivada inteligencia en recomendar al público un humilde escrito sin otro móvil que creerlo útil. Si esos tiempos han existido, o han de existir alguna vez, no hay duda que han sido o serán unos tiempos benditos, y una ventura grande para los escritores de buena voluntad vivir en ellos. En los nuestros es cosa rara que los que brillan con una alta reputación la vuelvan hacia los ignorados y obscuros, prestándoles de su luz y señalándoles al aprecio público como obreros asiduos en la difícil tarea de disminuir un poco los dolores humanos.

Esta buena suerte ha tenido La Voz de la Caridad, amorosamente recomendada al público por el Sr. D. Eugenio de Ochoa en una carta dirigida a La Ilustración de Madrid, inserta en el número correspondiente al 30 de Septiembre próximo pasado, y de tal manera escrita que, con ser toda elogio, se lee por los indiferentes con tanto interés como si fuera censura. Líbrenos Dios de creer que merecemos todo el bien que de nosotros dice: la lágrima de compasión que cae sobre un escrito que la invoca, se forma del sentimiento del que escribió, unido al del que lee, y el Sr. Ochoa piensa que es obra nuestra la que en gran parte corresponde a su propio corazón.

En nombre de los pobres, y en el suyo, los redactores de La Voz de la Caridad, que no le conocen personalmente ni son de él conocidos, le dan las gracias, no de esas que formula la cortesía, sino de las que salen del alma. Aunque su acento, dulce y armonioso para nosotros como la voz que consuela, se pierda entre las voces desacordes de las excitadas pasiones; aunque ni un socorro para nuestros pobres, ni un prosélito para nuestras ideas, ni una simpatía para nuestros sentimientos haya despertado su escrito, no será por eso inútil; ¡oh! no, Los redactores de La Voz de la Caridad no son héroes ni santos; son débiles e imperfectas criaturas, necesitadas de apoyo, y que sienten las fatigas del cansancio y las congojas del vacío. Cuando crean hallarle a su alrededor, recordarán las palabras del Sr. Ochoa, que algo se parecen a una bebida refrigerante ofrecida a los que viajan por el desierto. Su carta es más que un buen escrito, es una buena obra.

15 de Octubre de 1871.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

Hace un mes hemos insertado aquel diálogo que con un amigo tenía usted, doliéndose del frío de los pobres y del de los ricos. La voz no puede decirse que clamó en el desierto, ni tampoco que se oyó en poblado. Sonó en una de esas sendas por donde pasa poca gente. De estos pasajeros (¡Dios los bendiga!) se han parado nueve, y con voz compasiva han alargado la mano diciendo: para mantas.

D.ª P. T. 60
D. F. C. 30
D. F. I. 40
D. C. M. I. 28
D.ª M. P. 5
D.ª C. A. 60
D. A. C. 100
Una suscriptora 30
Que con los seiscientos de usted 600
Son en total 953

Además hemos recibido dos mantas muy buenas de una persona que ha ocultado su nombre.

Los que habéis hecho cuanto estaba de vuestra parte para que los pobres no tengan frío, que halléis calor en los corazones amantes cuando el vuestro atribulado necesite consuelo. Los que habéis echado un abrigo sobre el pobre que tirita en su dura cama, que tengáis en la vuestra sueño apacible, que soñéis un mundo donde no hay dolores, o si los hay son compadecidos; un mundo en que, al tender las alfombras, tapizar las puertas, encender las chimeneas, ahuecar los edredones y cubrirse de pieles los ricos, no se olviden de que tienen frío los pobres.

15 de Noviembre de 1871.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA J. R.-  Aquel traje completo cubrió la completa desnudez de un desdichado. La solícita mano de la caridad se ve bien en no olvidar ni las botas, ni el sombrero, ni las medias, que se han cosido. El don se ha recibido con tanto amor como se ha dado.

DOÑA E. C.-  ¡Qué hermoso pañuelo para una enferma anciana, y qué consuelo tan grande ha tenido con él! Las camisitas, para una pobre criatura que nacerá en breve, de ésas que no se esperan, sino que se temen. Ya hemos visto que los seis pares de medias vienen cosidos; cuando la limosna se da así, sale bien del corazón y llega a él.

D. L. J. D.-  Los 40 reales se han aplicado inmediatamente a mantas para los pobres, según la voluntad del incógnito bienhechor, a quien mandamos la cordial expresión de nuestra gratitud.

A D. J. G. T.-  Aplicados los 40 reales a su Decena de usted, y los otros 40 a mantas; para nosotros hemos guardado este párrafo de su carta: «Al abrigar a un pobre, él devuelve con usura calor por calor; le recibe en el cuerpo y le comunica al alma. ¿Quién gana? No es dudoso afirmar que el ganancioso es el que, en cambio de un don material, recibe uno para el espíritu. Quisiera estar con ustedes; pero ya que esto no sea posible, tengan al menos la seguridad de que con el corazón les acompaño.»

Y usted puede tener la de que está muy en el nuestro, y que su amistad figura entre nuestras grandes ganancias. Sentimos que su mucha ocupación no le permita hacer alguna limosna intelectual.

DOÑA T. L.-  Llegaron con los 40 reales las dos excelentes mantas, las almohadas, el gabán y demás objetos; rico donativo para nuestros pobres y gran satisfacción para nosotros, y por la que lo enviamos gracias muy sentidas. Que en la distribución de las alegrías le quepa a usted tanta parte como toma en la tarea de consolar los dolores.

DOÑA J. F.-  Buen día para los pobres y buen rato para nosotros, cuando llegó aquel saco con tantas y tan buenas cosas. Es lástima que usted no haya podido ver la alegría codiciosa con que se miraban, queriendo cada cual llevar para sus protegidos la mayor parte posible; mucho bien que les ha hecho usted y mucha satisfacción nos ha proporcionado. Desconocida materialmente, la conocemos a usted por sus beneficios; que no hay modo tan bueno de darse a conocer, y no impide el que nunca nos hayamos visto, que tengamos amistad, y le enviemos, agradecidos, un cordial saludo.

N.-  Se había acabado el fondo de mantas, y sabíamos de muchos pobres que dormían sin ella, cuando llegaron los 500 reales. Usted puede prohibirnos hasta que pongamos sus iniciales; pero nos permitirá decir su santa acción para ejemplo de los que lo necesitan, para consuelo de los que sienten con el afligido, y para desahogo nuestro no llevará a mal que, callando su nombre, le bendigamos.

DOÑA F. A.-  Dos colchones y tanta ropa de buen uso eran un día de fortuna, si no hubieran venido a recordar una irreparable desgracia. En vez de la satisfacción con que son acogidos todos los donativos, éste fue recibido con tristeza, y nuestras lágrimas se unieron a las de la pobre madre que nos enviaba la cama desde donde su hermoso hijo voló al cielo. Dios querrá conservar los que le quedan a la que es tan buena, que, en medio de su dolor, ha cuidado de que se laven sus colchones antes de darlos a los pobres, para que no les lleven contagio alguno, y le enviará el consuelo que le deseamos. A estos ángeles que pasan por la tierra les decimos, ¿Por qué nos dejáis? Y ellos podrían respondernos: ¿Por qué nos hemos de quedar?

El joven militar que se conmueve al saber las penalidades del desdichado y procura auxiliarle, y el coronel D. F. Z., que con tanta caridad y esplendidez ha contribuido a cubrir la desnudez de nuestros pobres, prueban que son ciertas aquellas palabras que recordamos haber leído en la camilla de un regimiento: EL VALIENTE ES COMPASIVO. ¡Que las bendiciones que los enviamos puedan servirles de escudo en las batallas!



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Talleres de caridad

¡Son eternas estas noches de Diciembre! ¡Ya se olvida una de cuándo se encendió luz! ¡Se cansa una de todo! Con estas y otras frases semejantes suelen encarecer las señoras el fastidio que les producen las largas noches de invierno. Las que van constantemente al teatro, se aburren también; no es posible hacer todos los días una cosa inútil sin que llegue a ser enojosa. La generalidad no tiene voluntad o medios para acudir diariamente a las representaciones teatrales; van alguna vez o no van nunca. Muchas pasan la velada combatiendo el sueño si son ancianas, combatiendo el tedio si son jóvenes, sin hacer nada, o haciendo labores que no pueden considerarse como trabajo, porque no dan ningún resultado útil; antes suelen producir el perjudicial de gastar la vista y algún dinero que podía destinarse a cosa mejor. No decimos que esto suceda siempre; pero sucede muchas, muchísimas veces.

De las siete noches de la semana, pasadas en ocioso aburrimiento o en ocupación pueril, ¿no podría dedicarse una a trabajar para los pobres? Los que padecen desnudez, o no saben coser, o no pueden, les falta vista, tiempo, luz, hilo, ánimo o tela que convertir en vestido o con que remendar el que tienen roto. No acontece así siempre, pero sí con muchísima frecuencia; de modo que el que da al pobre una prenda a su medida y recompuesta, le da como dos limosnas, y como media, el que se la da para que él la arregle.

Hay noches de moda para ir al teatro; ¿no sería posible que hubiera noches de caridad para vestir al desnudo? Entre las diversiones y el hastío, entre las obras frívolas, enojosas o tal vez perjudiciales, ¿no habrá turno para las buenas obras? ¿No sería posible formar talleres caritativos, en que una vez a la semana se reunieran las amigas a trabajar para los pobres? No sólo recibirían así arreglado lo que se les da, sino que recibirían más.

Las operarias, para no estar ociosas en la noche dedicada al santo trabajo, se ingenian. Escudríñanse los rincones; se habla al comerciante conocido para que dé retales a un precio módico, o tal vez de balde; todo se aprovecha; lo que no sirve para un hombre sirve para un niño; y alguna persona caritativa, sabedora de la buena obra, la anima enviando algo nuevo.

Donde esto se ha ensayado (y se ha ensayado ya en algunas partes), las operarias no acuden al taller caritativo como quien va a hacer un sacrificio, sino como el que está seguro de tener un rato de contentamiento, porque reina allí la santa alegría del que hace bien. ¡Qué jovial emulación para aprovechar lo que no parece utilizable! ¡Qué competencia afectuosa para abastecer el obrador de primeras materias! ¡Qué júbilo general al recibir una pieza de lienzo para sábanas, o de terliz para jergones! Y si a esto se añade, como puede añadirse, por intervalos, alguna lectura grata y que eleve el ánimo, la noche de caridad será tan agradable como la noche de moda.

Vosotras, todas las que podéis contribuir a vestir al desnudo, quered. No os desaniméis por el corto número, ni por falta de recursos; Dios bendice todo lo que es bueno, y todo lo que está bendito por Dios crece. Si halláis algún obstáculo, vencedle, que será pequeño si vuestra voluntad es grande. Probad a reuniros para alguna cosa útil; esto levanta el ánimo y le purifica: probad a asociaros a las personas buenas para hacer bien; esto conforta y alegra. Los que se agrupan con vosotras en las diversiones, no serán vuestros compañeros en el día de dolor; día que, tarde o temprano, llega para todos. Los que se asociaron con vosotras para hacer bien, esos se asociaron a vuestra pena; aquellos con quienes habéis consolado, os traerán consuelo. Los que reúne el egoísmo se dispersan al soplo de la desgracia, como bandidos al aproximarse la justicia; los que reúne la abnegación se acercan más en los días de prueba, como los brazos amantes se estrechan más al ceñir el cuello doblado por la desventura. «No hay amigos verdaderos», se oye decir muchas veces. ¿Dónde se buscarán? ¿En el teatro de los Bufos, en los toros o en el café, tal vez en la casa de juego? ¿Qué se diría del que buscase nardos entre los hielos de Siberia? La amistad, la amistad verdadera, ese don de Dios, supone altas dotes de corazón y sentimiento. ¿Dónde hallarla mejor que donde acuden los que compadecen y aman? Pero hablando a corazones amantes, la voz de la conveniencia ha de poder menos que los ayes del dolor. ¡Oh mujeres, las que sois indignas del nombre de piadosas que os dan: mirad que mientras estáis ociosas o entretenidas en inútiles labores, hay ancianos ateridos que piden en vano a sus hijos con que abrigarse, y recién nacidos que no tienen para cubrirse más que las lágrimas de su madre!






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El aguinaldo


   Se acercan aquellos días
de gastrónomos regalo,
de los golosos delicia,
de los glotones encanto.
Si Madrid como cabeza
halla los miembros rehacios,
y unos lo niegan tributo
y otros le niegan soldados,
como estómago es señora
de pueblos, fieles vasallos,
que de la gula a las leyes
no hacen jamás desacato.
Préstanle pleito homenaje,
y en prueba de tributarios
ofrecen Valencia y Murcia
limas, naranjas a carros,
y dátiles y granadas,
uvas frescas e higos pasos.
Manda Alicante y Jijona
turrones duros y blandos,
cuyo esplendor obscurece
el mazapán toledano.
Vienen de Málaga pasas,
y capones vascongados,
miel de la Alcarria, y almíbar
de Vitoria y de San Payo,
con besugos de Laredo
y con néctar jerezano.
Galicia le da escabeches,
Castilla lo envía pavos,
Sevilla sus aceitunas,
sus corderos el navarro,
el extremeño embutidos,
conservas el riojano,
Monforte bizcochos secos,
Guadalajara borrachos,
y Soria sus mantequillas
y Astorga sus mantecados.
De Badajoz a Tortosa,
desde Tarifa a Bilbao,
del estómago central
son los pueblos tributarios.
Van y vienen con finezas
mozos de cuerda y criados;
todo es dádivas y obsequios,
y cumplidos y regalos.
El cariño, el interés,
y la gratitud y el cálculo,
presentes hacen sin cuento
donde no son necesarios.
Y tú, Caridad bendita,
¿no mueves ninguna mano?
Para tus queridos tristes
¿no habrá ningún agasajo?
Al hacer el presupuesto
de Navidad para el gasto,
ningún corazón te dice
¿y para los pobres tanto?
Mirad aquel triste niño
medio desnudo y descalzo,
que en las cajas de Toledo
tiene los ojos clavados.
Es su solo movimiento
el temblor del que está helado,
y el que le imprimen a veces
los que lo empujan al paso.
Entre los que van de prisa
alguno llega despacio,
sobre cuya noble frente
asoman cabellos blancos,
y contempla al pobre niño,
y ve que está tiritando,
y que una lágrima corre
por su rostro demacrado.
Al afligido inocente
acércase el buen anciano
y -¿qué tienes? le pregunta.
-¡Hambre! responde el cuitado.
-¡Hambre, dice el compasivo,
entre abundancia y regalo!...
¡Es cruel!- No corren solas
las lágrimas del muchacho:
siente que a enjugarlas llega
una compasiva mano,
y una voz dice: -No llores,
voy a comprarte aguinaldo.-
El rostro del inocente
parece trasfigurado,
y en ventura y alegría
torna su pena y su llanto.
Con sólo algunos reales,
prudentemente gastados,
es dichoso el triste niño,
y su madre y sus hermanos:
que de los pobres el gozo
puede comprarse barato.
Y si por miles padecen
abatidos y apenados,
¿no habrá miles de almas buenas
que digan al consolarlos:
-No sea nuestra abundancia
de su miseria el escarnio;
que al menos no tengan hambre
un solo día del año?
¿Verdad que no es pedir mucho?
¡Oh corazones honrados!
Delante del que padece
ninguno pase de largo;
al triste que está caído
tended piadosos la mano,
procuradle NOCHE BUENA
todos los que no sois malos.
La Voz de la Caridad
suene poderosa tanto,
que nadie Pascuas celebre
sin dar al pobre AGUINALDO.

15 de Diciembre de 1871.





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