Escena
I
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PROCLO, de edad
de cincuenta años, seco, escuálido, consumido por
vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un
sitial. Su discípulo, MARINO, está de pie, junto a
él.
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MARINO.- ¡Maestro! ¿Estás
decidido a recibir esta noche?
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PROCLO.- Lo estoy. En cualquier otra ciudad
podría yo excusarme: en Bizancio no, que es mi patria.
¿Cómo privar a mis paisanos del auxilio y consuelo de
la sabiduría?
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MARINO.- Difícil es; pero debieras
reposar y cuidarte. Estás que pareces el espíritu de
la golosina -96- de
puro desmedrado. Te vas a matar con tantos afanes.
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PROCLO.- Lléveme el cuerpo donde quiero
ir, y luego que muera.
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MARINO.- Me afliges al decir eso.
¿Qué haré yo sin ti en este mundo? Pero dime,
y perdona mi atrevida curiosidad: los que vienen a consultarte
hablan siempre a solas contigo; no extrañes que note una
contradicción...
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PROCLO.- Di cuál es, y te
demostraré que es aparente.
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MARINO.- ¿No afirmas tú que se
requieren largos preparativos antes de comunicar la
sabiduría? ¿Qué revelas entonces a los que te
consultan?
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PROCLO.- No toda la verdad, cuyo resplandor los
cegaría, sino algo de la verdad, velado en símbolos.
Así el sol se vela entre nubes, a fin de que ojos mortales
puedan fijarse en su disco glorioso.
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MARINO.- Veo que esta noche estás
expansivo. ¿Me permites que te haga varias preguntas?
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PROCLO.- Haz las que se te antojen. Si me es
lícito, contestaré.
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MARINO.- Pues con tu venia: ¿Qué
nos trae aquí desde el fondo del Asia, donde estabas
estudiando los más obscuros ritos y misterios del Oriente, y
desentrañando su oculto sentido? ¿Es capricho de tu
alma o mandato de un numen?
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-97- |
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PROCLO.- Hace ya años que mi alma no
tiene caprichos. Es mandato de un numen.
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MARINO.- ¿Puedo saber de cuál?
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PROCLO.- De Venus Urania.
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MARINO.- ¿La evocaste?
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PROCLO.- No la evoqué. Ya sabes tú
que en el día rara vez me tomo el trabajo de evocar a los
númenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienen a verme,
enamorados de mi afable trato. Es verdad que en la escala de la
vida ocupo lugar inferior al de ellos. Si quiero elevarme a la
inteligencia y a la causa soberanas, a través de todas las
manifestaciones corpóreas de su omnipotencia, tengo primero
que subir por mil grados hasta llegar a dichos númenes, y
aun después, desde los númenes hasta el manantial
inexhausto de lo celeste y terrenal, del espíritu y la
naturaleza, hay una peregrinación harto penosa. Por dicha,
yo tengo un atajo, una trocha, un sendero recóndito y breve,
por donde luego, no ya a la inteligencia y a la causa, sino
más hondo; por donde llego al Uno. Me abstraigo de todo lo
exterior; echo a un lado sentidos y potencias; borro
imágenes de la fantasía; cubro con niebla densa todo
lo escrito en la memoria, y hundiéndome en el abismo del
alma, hallo al que es. Allí nos juntamos él y yo.
Allí él y yo no somos más que el Uno. De este
modo se explica que siendo yo simple mortal, sea tan considerado
por -98- los
dioses. En la ligereza de carácter, propia de la serena
beatitud de ellos, no caben estas reconcentraciones poderosas de la
mente que me llevan al Uno. Ya te lo he dicho mil veces: por el
principio vital, que gobierna mis sentidos, no valgo más que
un perro; por el alma racional me quedo por bajo de las divinidades
olímpicas; mas por la inteligencia especulativa e intuitiva,
llego al Uno y dejo muy atrás de mí a los
ángeles, a los demonios, a los genios y a los
númenes. Por la unidad esencial que en mí hay, y de
la cual hasta la inteligencia es emanado tributo, soy el Uno mismo.
El Uno soy yo en los instantes dichosos de entusiasmo, de
conjunción y de éxtasis.
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MARINO.- Por Hércules vivo, maestro, que
me lleno de envidia siempre que te oigo afirmar esa unión,
por la cual te pones en el Uno o te identificas con el Uno. Se me
ocurre, no obstante, cierta dificultad.
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PROCLO.- Explánala y te la
resolveré.
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MARINO.- ¿Por qué, si hallas al
Uno, hundiéndote en el abismo del alma, te allanas a
buscarle en la naturaleza? ¿Por qué no estás
siempre reconcentrado y como viviendo en la eternidad?
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PROCLO.- Para imitar al propio Uno. Porque el
Uno y yo, además de ser el Uno, somos el Bien. Es nuestra
ley no quedar en el centro, absortos en el absoluto egoísmo
y en la inefable contemplación -99-
de nuestra esencia. Tenemos que salir fuera a crear y mostrarnos
activos. De él y de mí emanan la voluntad, la
inteligencia y la palabra, y ellas crean el mundo. Desenvuelve el
Uno su idea, y van apareciendo el ser, la vida, y la
armonía, y el movimiento, y cuanto es y será.
Desenvuelvo yo mi idea, y nacen el arte, las religiones y la
ciencia. Y la creación del Uno y mi creación se
compenetran y confunden y vienen a ser la misma. ¿Me
entiendes ahora?
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MARINO.- Me pasmo de tu claridad. Con sobrada
razón mereces apellidarte el sumo pontífice de todas
las creencias, el gran ciudadano de todas las repúblicas y
el archimetafísico de todas las metafísicas. No,
Proclo, tú no eres un mortal.
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PROCLO.- En la esencia no lo soy. En la esencia
soy eterno. Considerado en mi unidad, vivo en la eternidad
primitiva: esto es, en un punto inmóvil, en el cual toda la
duración infinita de los siglos se halla parada, cifrada y
reconcentrada. Considerado en el ápice de mi mente, en la
inteligencia, vivo en la eternidad secundaria; torrente de las
existencias sucesivas, perpetuo tránsito, movimiento sin
término, carrera sin meta, mudanza y proceso que no
acaban.
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MARINO.- Y dime, maestro: el sacrificio que sin
duda haces al salirte del Uno y penetrar con la mente, y con el
discurso, y con el afecto en este -100-
universo visible, ¿qué principal propósito
lleva?
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PROCLO.- Lleva varios propósitos; pero el
principal es de la mayor transcendencia. La ley divina que sigue la
historia me ha suscitado en el tiempo debido para una
función importantísima. Mi espíritu toma carne
hacia el fin de la civilización antigua para comprenderla
toda en conjunto armónico. El genio de la Grecia, con sus
castizas o peculiares creaciones, con los sueños de sus
poetas desde Lisio y Orfeo hasta ahora, con su pensamiento
filosófico desde Pitágoras hasta Jámblico, con
los descubrimientos de sus matemáticos, astrónomos y
físicos, y con las enseñanzas arcanas de Samotracia y
de Eleusis; el genio de la Grecia, con los despojos opimos que
trajo de Egipto, de Persia y hasta de la India, después de
las conquistas del Macedón; todo este trabajo, toda esta
aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones,
han venido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente.
Ya fundido todo, he desechado la escoria por los bríos de mi
virtud crítica, y he guardado sólo el metal limpio y
puro. Por último, por otra virtud plasmante que hay en
mí, he vaciado ese metal como en un molde, y he sacado a la
luz el refulgente y completo sistema de la antigua
sabiduría. Los pueblos del Norte acabaron ya con el imperio
de Occidente. El imperio de Oriente sucumbirá
también. Pronto vendrá la barbarie.
-101- Las
tinieblas de la ignorancia cubrirán al mundo. Yo
seré, desde entonces hasta que aparezca la aurora de una
nueva y tal vez más rica civilización, faro luminoso
que alumbre y guíe al humano linaje.
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MARINO.- Reconozco la importancia de tu vida y
de tus obras. Pero, concretándonos al caso singular de tu
venida a Bizancio, ¿qué es lo que a ello te
mueve?
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PROCLO.- Muéveme amor.
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MARINO.- ¿Amor de patria? ¿Amor de
gloria?
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PROCLO.- Amor de una mujer.
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MARINO.- ¡De una mujer! Me dejas turulato.
¿Quién había de suponer que pensabas en tales
cosas?
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PROCLO.- No hay motivo para que te quedes
turulato. ¿Qué tiene de absurdo que yo ame a una
mujer? La amo desde que la vi: desde hace quince años. Ella
tenía entonces diez y siete. Hoy tiene treinta y dos.
Entonces era como capullo de rosa; hoy debe de brillar con toda la
pompa y el esplendor de la hermosura, en la plenitud de su vida.
Claro está que si yo estuviese siempre reconcentrado en el
Uno, no la amaría; pero, volviéndome, y no puedo
menos de volverme, al mundo exterior, ¿qué
hallaré en todo él que represente mejor al Bien y al
Uno mismo? ¿Qué imagen, qué trasunto,
qué destello de la belleza increada descubrirá
-102- el
sabio que valga más que la mujer hermosa? Cuando el artista
quiere representar a la ciencia, a la poesía, a la virtud,
¿no les da forma de mujer?
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MARINO.- Es cierto.
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PROCLO.- No debes, pues, maravillarte de que yo
ame en esta mujer a la ciencia, a la poesía y a la virtud
con forma visible.
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MARINO.- Ya no me maravillo. ¿Y puedo
saber cómo se llama tu amada?
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PROCLO.- Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi
maestro Plutarco. Ya te he dicho que la conocí quince
años ha. La conocí en Atenas. Plutarco me
acabó de enseñar la filosofía. Asclepigenia me
inició en los misterios caldeos, en los ritos de las
orgías sagradas y en los procedimientos más eficaces
de la teúrgia. Desde entonces estamos ella y yo ligados por
amor espiritual y sublime. Su gallardo y lindo cuerpo ha sido
sólo para mí como dorada nube, donde se me
aparecía, en reflejos fugitivos, el sol eterno: toda la
perfección del Ser.
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MARINO.- Nobilísima manera de amar fue la
tuya... ¿Y ella, cómo te amaba?
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PROCLO.- Me amaba también con el alma y
andaba enamorada del alma mía.
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MARINO.- ¿Y por qué te separaste
de ella?
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PROCLO.- Por mil razones. Ni ella ni yo
queríamos contaminar la pureza del amor que para siempre nos
une. -103- Ambos
anhelábamos seguir sin tropiezo el camino ascendente que
hacia el bien y hacia la luz nos encumbraba. Éramos
demasiado jóvenes. No estábamos aún a toda la
altura a que nos importaba estar. Decidimos, pues, separarnos por
amor de nuestro mismo amor. Prometimos reunirnos cuando ya no
hubiese peligro alguno. Venus Urania me ha revelado que ya no le
hay, y por eso vengo en busca de Asclepigenia.
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MARINO.- Notable revelación estuvo. No
hay más que verte, maestro, para conocer que no estás
peligroso.
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PROCLO.- Tienes razón que te sobra.
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MARINO.- La fama ha difundido por esta gran
capital, que la honras con tu presencia y que recibirás en
consulta a tres personas cada noche. Por medio del senador
Marciano, a fin de que la casa no se te llene de gente, han sido
repartidos los billetes de entrada. Pronto irán llegando por
su orden los que vienen hoy a verte. Tus siervos los
detendrán en la antesala. Yo los conduciré luego
hasta ti.
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PROCLO.- Aunque Marciano profesa la
religión de Cristo, es muy amigo mío y se parece a
mí en muchas cosas. Ama a la virgen emperatriz Pulqueria,
como yo amo a la hija de Plutarco. Marciano, que pronto va a
cumplir doce lustros, dos más que yo, dicen que se
casará con Pulqueria, -104- con
quien ha de compartir, en honestidad santísima, el trono y
el imperio de Oriente. Del mismo modo, Asclepigenia
compartirá conmigo el trono y el imperio de la
filosofía. Pero oigo ruido en la antesala. Ve y mira si ha
venido alguien.
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(Sale MARINO y
vuelve un instante después.)
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MARINO.- ¡Maestro! El primero que acude a
consultarte es un bellísimo y elegante mancebo, llamado
Eumorfo. Nadie se viste con tanto lujo y primor, nadie monta mejor
a caballo, nadie baila con tanta gracia y gallardía. Por
estas y otras prendas es el encanto de las damas más
encopetadas.
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PROCLO.- ¿Qué pretenderá de
mí ese pisaverde? Dile que pase adelante.
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Escena
IV
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PROCLO,
ASCLEPIGENIA.
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EUMORFO asoma
la cabeza de vez en cuando, ve, escucha y hace gestos de asombro
durante toda esta escena.
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PROCLO.- ¡Deslumbrante aparición!
¿Quién eres? ¿Eres mortal o diosa?
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ASCLEPIGENIA.- (Alzando el velo y
descubriendo el rostro.) ¿No me reconoces,
Proclo?
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PROCLO.- ¡Asclepigenia de mi
corazón! ¡Cuán bella estás! Como el
medio día vence al albor de la -107-
mañana, tu beldad de hoy vence a la beldad con que hace
quince años resplandeciste en Atenas. No dudo que tu alma se
habrá mejorado y hermoseado también.
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ASCLEPIGENIA.- No lo dudes. También mi
alma se ha mejorado y hermoseado.
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PROCLO.- Sea mil veces enhorabuena. ¿Y de
quién es tu alma?
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ASCLEPIGENIA.- En su unidad es del Uno. En todas
sus facultades, virtudes, potencias y demás atributos, es
siempre tuya.
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PROCLO.- ¿Con que me amas?
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ASCLEPIGENIA.- Te amo. Apenas supe que estabas
aquí, he venido a buscarte.
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PROCLO.- Ya no hay peligro.
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ASCLEPIGENIA.- Lo veo.
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PROCLO.- ¿Viviremos juntos?
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ASCLEPIGENIA.- ¿Y por qué no?
Poseo un magnífico palacio donde albergarte. Serás mi
filósofo. Contigo, por medio de la contemplación, en
alas del entusiasmo y del amor sin mácula, me
arrobaré, me extasiaré y me perderé en el
Uno.
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PROCLO.- Así sea.
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ASCLEPIGENIA.- Ahora tengo que dejarte. No puedo
faltar esta noche en mi palacio, donde aguardo visitas. Ve a
instalarte allí desde mañana.
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PROCLO.- No aspiro a otra cosa.
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ASCLEPIGENIA.- Como supongo que no te
habrás -108-
venido sin los utensilios de tu profesión, mis criados se
presentarán aquí con un carromato para la mudanza de
todos los libros y trastos de hacer milagros, hablar con los
muertos y atraer a los genios y demonios.
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PROCLO.- Eres mi providencia terrenal.
¿Cómo pagar tanto cuidado?
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ASCLEPIGENIA.- Amándome.
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PROCLO.- Con el alma toda.
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ASCLEPIGENIA.- Para despedida, te permito que me
des un casto beso en la frente.
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(Besándola con timidez
respetuosa.)
PROCLO.- Es la vez primera que la tocan mis
labios. ¡Cuán regalado favor!
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ASCLEPIGENIA.- ¡Adiós,
amadísimo Proclo!
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(Vase.)
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Escena
V
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PROCLO,
EUMORFO.
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EUMORFO.- ¿Sabes lo que digo,
maestro?
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PROCLO.- Di, y lo sabré. No quiero
tomarme el trabajo de adivinar tus pensamientos.
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EUMORFO.- Pues digo que se me van quitando las
ganas de estudiar filosofía.
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PROCLO.- ¿Y por qué?
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EUMORFO.- Porque la filosofía vuelve
tonto a quien la estudia.
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-109- |
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PROCLO.- Te equivocas. Lo que hace la
filosofía es reforzar las prendas que cada uno tiene. Al
tonto no le vuelve discreto, tú al discreto tonto; pero al
discreto le hace discretísimo, y al tonto
tontísimo.
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EUMORFO.- Salvo el merecido respeto, te
declararé entonces que tú propio te condenas.
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PROCLO.- ¿De qué suerte?
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EUMORFO.- Porque mostrándote ahora
tontísimo con toda tu filosofía, debiste de ser tonto
en tu vida precientífica: tonto de nacimiento.
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PROCLO.- ¿Y qué prueba he dado yo
de esa tontería superlativa de que me acusas?
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EUMORFO.- La prueba es tu amor sublime por
Asclepigenia.
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PROCLO.- ¿Qué sabes tú de
eso?
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EUMORFO.- Conozco a Asclepigenia muy a
fondo.
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PROCLO.- Te alucinas. Quiero dar por supuesto
que conoces las potencias de su alma, las cuales, en su
efusión, han creado para ella un cuerpo tan hermoso; pero la
esencia eterna de esa alma misma, que es lo que yo amo y por lo que
soy amado, está en un punto inaccesible para ti.
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EUMORFO.- ¿Consientes que me valga de un
símil?
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PROCLO.- Valte de cuantos símiles se te
ocurran.
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-110- |
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EUMORFO.- ¿Quién es más
dueño del mundo, la emperatriz Pulqueria que le gobierna, o
tú que le comprendes?
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PROCLO.- Yo, que le comprendo. Aunque Pulqueria
poseyese, no ya sólo este planeta que habitamos, sino todos
los demás planetas, y los astros, y los cielos, no
poseería más que un burdo remedo del Universo, tal
como el Demiurgo le contempla en el Paradigma, antes de sacar la
copia o el traslado. Pero me inclino a sospechar que eres un
majadero, y que no entiendes ni entenderás jamás
estas cosas.
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EUMORFO.- No te sulfures, maestro. Si yo no
entiendo esas cosas, entiendo otras más fáciles y
agradables de entender. Asclepigenia tendrá quizá su
Demiurgo y su Paradigma misteriosos que tú entiendes y
posees; pero sus cielos, sus planetas y sus estrellas son
míos desde hace algunos meses.
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PROCLO.- ¿Qué palabra dijiste?
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EUMORFO.- Dije que Asclepigenia filosofa
contigo; que contigo no quiere ni quiso nunca peligrar; pero que
conmigo no hay peligro que no arrostre.
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PROCLO.- Por las divinidades superiores e
inferiores, que en larga serie proceden del Uno, confieso que me
duele lo que acabas de descubrirme. Sin embargo, todo se explica
satisfactoriamente dentro de mi sistema. Las cosas son como son, y
-111- no
pueden ser mejores de lo que son, porque, como son, son perfectas
según su grado.
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EUMORFO.- Consuélate con ese
trabalenguas.
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PROCLO.- ¿Y por qué no consolarme?
Asclepigenia y yo, con el libre albedrío de nuestras almas,
dispusimos amarnos, y nos amamos y seguimos y seguiremos
amándonos eternamente, ayudados del favor divino, que acude
a nosotros en virtud de la plegaria. Contra esto nada puedes
tú; nada pueden tus iguales. Hay, a pesar de todo, en la
efusión de las potencias del alma, algo de corporal que
está sujeto al hado. Esto es lo que he perdido en
Asclepigenia. La fatalidad me lo roba. El libre albedrío de
ella no ha sido bastante brioso para defenderlo con heroicidad.
Pero la discordia entre el libre albedrío y el hado
será al fin dominada por la Providencia, la cual lo
purificará todo, reduciéndolo a la celestial y
maravillosa armonía, que casi toca y se confunde con el Uno
hiperhipostático.
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EUMORFO.- Tu discurso suena tan peregrino en mis
profanas orejas, que me induce a creer o que eres un prodigio de
prudencia semi-divina, o que estás loco de atar.
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Escena
VII
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PROCLO,
CREMATURGO.
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CREMATURGO.- ¡Oh faro de las más
altas especulaciones! ¡Oh déspota de los genios y
demás poderes sobrenaturales!...
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-113- |
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PROCLO.- Está bien. No me adules. Di
qué pretendes de mí.
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CREMATURGO.- Tú, que lo sabes todo,
¿no podrías decirme de qué medio me
valdré para que mi amada sea mía, solamente
mía?
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PROCLO.- No llega tan lejos mi saber. Si
llegara, le hubiese yo empleado en favor mío, que buena
falta me ha hecho.
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CREMATURGO.- Veo que tu saber no vale un comino.
Harto me lo sospechaba yo.
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PROCLO.- Expón, no obstante, tu caso, y
allá veremos si puedo remediarle o darte al menos
algún consejo útil.
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CREMATURGO.- Yo estoy prendado de la más
hermosa mujer que hay en Bizancio. Por ella hago descomunales
desembolsos. No hay primor, ni refinamiento, ni objeto de arte que
ella no logre por mí. He traído para ella telas
bordadas del país de los Seras, alfombras de
Ctesifón, perlas y diamantes, papagayos y monos de la India,
perfumes y oro de Arabia, y chales de Cachemira. Su palacio
encierra muebles incrustados de marfil y nácar, estatuas de
mármol de Paros, vajillas de plata, vasos de Nola y jarrones
del Extremo Oriente, que tienen un barniz desconocido en los
imperios de persas y de romanos. Ella hace visitas a mi costa en
silla de manos lindísima, o se pasea o va al circo o al
hipódromo en reluciente carroza o harmamaxa,
-114-
tirada por cuatro blancos caballos. En fin, nada le falta.
¿Cómo me compondré para que ella no me falte a
mí?
|
|
PROCLO.- Lo discurriremos. Para mayor
ilustración del asunto, infórmame de quién es
esa dama que tan caro te cuesta.
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|
CREMATURGO.- Es Asclepigenia, la hija del
filósofo Plutarco.
|
|
PROCLO.- ¡Profundos cielos!
¿Quién lo hubiera podido imaginar en la vida?
Tú eres mi rival.
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|
CREMATURGO.- ¿Tu rival? Pues qué,
¿también a ti te ama? ¿Qué le das
tú, esqueleto pordiosero y ambulante?
|
|
PROCLO.- El alma, la esencia eterna. Pero sabe
¡oh sátiro vetusto!, que todavía tienes otro
rival. Sal, Eumorfo.
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Escena
IX
|
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Estrado o parastasio rico y elegante en casa
de ASCLEPIGENIA, adornado
con estatuas y pinturas, e iluminado con lámparas, unas
pendientes del techo, otras colocadas sobre mesas
délficas.
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|
ASCLEPIGENIA y
ATENAIS.
|
|
La primera aparece reclinada, casi tendida
lánguidamente en un esquimpodio o silla-larga.
ATENAIS, a su lado, en un
taburete.
|
|
ATENAIS.- ¿Con que has visto a tu primer
amor?
|
|
ASCLEPIGENIA.- Sí, le he visto. Me ha
dado lástima. Está flaco, pálido,
apergaminado. Y luego ¡qué sucio! Doy por cierto que
en los quince años que ha vivido lejos de mí no se ha
lavado una vez sola ni siquiera las manos.
|
|
ATENAIS.- Ese grave defecto tiene el
espiritualismo -116- o
misticismo, que ahora priva y cunde. Parece que las virtudes a la
moda exigen que sean puercos los virtuosos.
|
|
ASCLEPIGENIA.- Y no es eso lo peor, sino que se
apodera de los ánimos una tristeza vaga y sofística
que los enerva; tristeza que los antiguos apenas conocieron; un
menosprecio del mundo y de las dulzuras de la vida, que despuebla
las ciudades y puebla los desiertos; un desdén del bienestar
y de la riqueza, que roba brazos a la agricultura y a la industria,
y una mansedumbre resignada, que amengua el valor del ciudadano y
del guerrero. Más que Atila y todos los bárbaros, me
hacen prever estos síntomas la total ruina de la
civilización. Pero volviendo a la suciedad y descuido en la
persona, te aseguro que me ha dado grima ver a Proclo. Ofende toda
nariz medianamente delicada.
|
|
ATENAIS.- Cruel inconveniente es ese si has de
vivir con Proclo.
|
|
ASCLEPIGENIA.- Yo sabré remediarle. No me
meteré en discusiones ni en consejos, sino que, a modo de
broma, haré que mañana le cojan dos esclavos antes de
comer, le soplen en un baño y me le laven y frieguen con
pasta de almendra, y me lo froten con aromoso diapasma.
Él mismo se sentirá mejor después, y
tomará la costumbre de lavarse.
|
-117- |
|
ATENAIS.- Pero, declárate con franqueza:
a pesar de estar Proclo tan viejo, tan estropeado y tan sucio,
¿le amas todavía?
|
|
ASCLEPIGENIA.- Le amo y le adoro. Se me figura
que él es la última encarnación del
maravilloso genio de Grecia. Amándole, se magnifica y
ensalza todo mi ser, hasta considerarme yo misma como la ciencia,
la poesía, la civilización griega personificada.
|
|
ATENAIS.- En efecto, Proclo es el
príncipe de los filósofos. Tu padre Plutarco y mi
padre Leoncio, notable filósofo también, le veneraban
como superior a ellos. Comprendo, pues, que ames a Proclo.
|
|
ASCLEPIGENIA.- Una doncella tan sabia, educada
con esmero en Atenas; una poetisa tan inspirada como tú, en
quien veo renacer en edad temprana las altas prendas de Hipatia, no
podía menos de comprender este amor mío que descuella
sobre mis otros amores.
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|
ATENAIS.- Es un dolor que no pueda ser el
único.
|
|
ASCLEPIGENIA.- La culpa, hasta cierto punto, la
tiene el pícaro misticismo. Por él nos separamos. Sin
él hubiéramos vivido juntos, hubiéramos sido
humanamente amantes y esposos, y ni yo hubiera caído, ni
Proclo hubiera llegado a ser, con lamentable precocidad, y
quedándose pobre, un vejestorio tan incapaz y tan feo.
|
-118- |
|
ATENAIS.- Tu propósito era
difícil. No extraño que no hayas podido cumplirle. El
temple de alma de la emperatriz Pulqueria es rarísimo.
|
|
ASCLEPIGENIA.- ¿Qué temple de alma
ni qué calabazas? Ella es Emperatriz y no necesita de un
Crematurgo.
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|
ATENAIS.- ¿Tiene acaso algún
Eumorfo?
|
|
ASCLEPIGENIA.- ¡Vaya si le tiene! Nadie lo
ignora, menos tú, que estás en Babia, y Marciano, que
hace la vista gorda.
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|
ATENAIS.- ¿Y quién es ese feliz
mortal?
|
|
ASCLEPIGENIA.- El lindo y gracioso Paulino.
|
|
ATENAIS.- Pues no tiene mal gusto la santa.
(Aparece una sierva.)
|
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SIERVA.- Señora, Crematurgo pide licencia
para entrar.
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|
ASCLEPIGENIA.- Que entre. (Vase la
SIERVA.)
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|
ATENAIS.- ¿Me retiro?
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|
ASCLEPIGENIA.- Retírate. (Vase
ATENAIS.)
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Escena
X
|
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ASCLEPIGENIA,
CREMATURGO, PROCLO y EUMORFO.
|
|
ASCLEPIGENIA se
pone de pie para recibirlos.
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|
ASCLEPIGENIA.- ¡Qué agradable
sorpresa! ¿Qué significa venir los tres juntos a mi
casa?
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CREMATURGO.- Envidiable frescura te
concedió -119- el
cielo. ¿Cómo, al vernos entrar juntos a los tres, no
tiemblas, no te asustas, no te hundes avergonzada en el centro de
la tierra?
|
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EUMORFO.- Eso mismo repito yo.
¿Cómo no te hundes en el centro de la tierra?
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CREMATURGO.- Inicua. Nos estabas
engañando a todos.
|
|
EUMORFO.- Esto pasa de castaño obscuro.
¡Tres al mismo tiempo!
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CREMATURGO.- ¿Qué puedes alegar en
tu defensa?
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EUMORFO.- Con razón enmudeces.
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ASCLEPIGENIA.- Yo no enmudezco ni con
razón ni sin ella. A fin de probaros que la razón no
me falta, os contaré una parábola, si tenéis
calma para oírla.
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CREMATURGO.- Cuenta.
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EUMORFO.- Te escucho.
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ASCLEPIGENIA.- (A PROCLO, que ha estado y sigue
silencioso desde que entró.) Y tú,
¿qué dices?
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PROCLO.- Nada. Te escucho también.
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ASCLEPIGENIA.- En el jardín de este
palacio hay un rosal, que estaba casi seco y perdido por hallarse
en terreno estéril. -¿Qué necesita? Me dije yo
al contemplarle. -Mantillo, me respondí. Es menester que de
las substancias corrompidas que en el mantillo hay, absorba el
rosal la savia vivificante que ha de dar lozanía, gala y
primor a sus -120- hojas
y a sus flores. Cubrí, pues, con mantillo las raíces
y el pie del rosal, y el rosal ha reverdecido y florecido como por
encanto. La verdura de sus hojas es brillante; sus rosas son
divinas. Los pétalos de estas rosas tienen el color
encendido del alba; el centro parece cáliz de oro; en el
cáliz hay miel. ¿Qué ser delicado, elegante,
ligero, bonito, en armonía con la rosa, podrá tocar
sus pétalos sin marchitarlos, y libar la miel del
cáliz con la correspondiente suavidad y finura? -Una
aérea, pintada y alegre mariposa, pensé yo. Y apenas
lo hube pensado y deseado, acudió la mariposa más
gentil y juguetona que he visto en mi vida, y revoloteando en torno
de la rosa, se posó en su seno, sin ladear apenas el
flexible tallo, y libó la miel del cáliz de oro.
Noté, sin embargo, que esto no bastaba. De la rosa se
desprendía exquisita fragancia, que iba disipándose
por el ambiente y que el céfiro esparcía en sus alas.
En la rosa había asimismo belleza extraordinaria, reflejo de
la idea; perfección de formas, que encierra puros
pensamientos artísticos. Esto sólo puede comprenderlo
la inteligencia. Sólo el espíritu puede gozar de todo
esto. Es así que la mariposa no tiene inteligencia, ni
espíritu, ni siquiera olfato; luego al rosal le faltaba lo
mejor. Sus prendas de más valía quedaban sin fin y
sin propósito. Entonces vi claro que si el mantillo y la
mariposa eran indispensables para el rosal, -121- eran
más indispensables aún mente elevada, espíritu
y conciencia, que le comprendiesen y admirasen. Aplicad ahora la
parábola y reconoceréis mi justificación. Yo
soy el rosal; tú, Crematurgo, eres el mantillo; tú,
Eumorfo, la mariposa y Proclo es la nariz que aspira el aroma y la
mente que estima la beldad y goza dignamente de ella.
¿Qué culpa adquiere el rosal de que nada sea completo
en este bajo mundo? ¡Lástima es que no se logren
mantillo, mariposa, narices y mente en un ser solo! Como el rosal
requería todo esto y no se hallaba reunido, he tenido que
buscarlo por separado.
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CREMATURGO.- Pues yo no me avengo. No quiero ser
mantillo y nada más. ¡Adiós, ingrata!
(Vase.)
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EUMORFO.- Tampoco me resigno yo a ser una
mariposa inteligente, sobre todo cuando por amor tuyo me
había puesto ya a estudiar filosofía.
¡Adiós, infame! (Vase.)
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Escena
XII
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Dichos, ATENAIS.
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ATENAIS ayuda a
ASCLEPIGENIA a cuidar a
PROCLO, aplicando un pomo
de esencias a sus narices.
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ATENAIS.- Cálmate. No es nada. Ya vuelve
en sí.
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ASCLEPIGENIA.- ¡Buen susto me he llevado!
¡Pobrecito mío de mi alma! ¡Qué malo se
me puso!
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PROCLO.- (Se levanta.)
Perdóname, amiga. Ha sido un momento de debilidad.
(Reparando en ATENAIS.) ¿Quién
es esta gallarda doncella?
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ASCLEPIGENIA.- Es Atenais, hija de Leoncio.
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PROCLO.- ¡La hija de mi docto e ilustre
amigo!... ¡El cielo te bendiga, Atenais!
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ASCLEPIGENIA.- ¿Me perdonas, Proclo?
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PROCLO.- No hablemos más de lo pasado:
olvidémoslo.
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ASCLEPIGENIA.- ¿Vivirás
conmigo?
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PROCLO.- No quiero ni puedo vivir ya sin ti.
Tú serás el lucero que ilumine con su faz apacible la
melancólica tarde de mi existencia. Estas blancas y suaves
manos (las toma entre las suyas) cerrarán
con amor mis párpados cuando se junten para dormir el
último sueño.
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ASCLEPIGENIA.- Contigo no echaré de menos
-125- ni la
riqueza ni la hermosura corporal... ¿Qué más
hermosura, qué más riqueza que el tesoro de tu alma?
Si es menester, viviremos en la mayor estrechez. Algo se me
estropearán las manos de guisar y de remendarte la ropa. La
elegancia, el esmero, el perfume de aristocrática
distinción se desvanecerán casi por completo cuando
vivamos míseramente. ¿Pero qué importa? Yo
poseeré tu alma y tú la mía.
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PROCLO.- No ha de ser así. No
consentiré que se pierda o que se deteriore ni una chispa ni
un átomo de toda esa beldad que te dio Naturaleza y que el
Arte ha completado y realzado. Yo ganaré riquezas para ti.
Para ti tendré hermosura corporal y juventud lozana.
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ASCLEPIGENIA.- No te alucines, Proclo. La
juventud que se fue, no vuelve nunca. Venus Urania no te
visitó sin motivo. En cuanto a la riqueza, doy por cierto
que no ganarás jamás un óbolo con toda tu
filosofía, a no ser que apeles al milagro.
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PROCLO.- Pues bien: al milagro apelo. Ahora vas
a ver quién yo soy. ¡Aquí te quiero, oh
Teúrgia! Para algo me has de servir. Hasta ahora,
Asclepigenia idolatrada, has poseído en Eumorfo y en
Crematurgo hermosura, juventud y riquezas, contingentes, limitadas
y caducas. De hoy en adelante vas a poseer la juventud, la
hermosura y la -126-
riqueza, en absoluto y para siempre. Guardad silencio religioso. Ya
empieza el conjuro.
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(Profundo silencio. PROCLO, agitando su báculo,
traza en el aire círculos y otras figuras mágicas, y
murmura entre dientes palabras ininteligibles. Óyese
música celestial, lenta y sumisa. En el centro del teatro se
va cuajando una brillante y cándida nube, con arreboles de
carmín, oro y nácar.)
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ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.- ¡Qué
portento!
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PROCLO.- Ocultos en esa nube tienes ya, a tus
órdenes y para tu servicio, en reemplazo de Eumorfo y de
Crematurgo, al flechero Apolo, al más elegante y bonito de
los dioses, y al hijo de Jasión y de Ceres, al ciego Pluto,
dispensador de las riquezas. ¿Quieres que salgan con
séquito de musas, gracias, ninfas y genios, o que salgan
solos?
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ASCLEPIGENIA.- Que salgan solos. Ya les
iré pidiendo, en la sazón conveniente, todo aquello
que se me ocurra.
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PROCLO.- ¡Apareced, dioses!
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(Se abre la nube, y salen de ella, con mucha luz de
Bengala, Pluto, cojo, ciego y alado, y Apolo, muy bizarro y airoso,
con manto de púrpura, corona de laurel y lira en
mano.)
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PROCLO.- ¿Qué más tienes
que pedir?
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ASCLEPIGENIA.- Nada. Yo me contentaba con tu
amor.
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PROCLO.- Recapacita, sin embargo, si algo te
falta.
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ASCLEPIGENIA.- Si no me motejases de sobrado
pedigüeña y exigente, aún te pediría una
cosa.
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PROCLO.- ¿Cuál?
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ASCLEPIGENIA.- Que te laves.
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PROCLO.- Me lavaré.
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ATENAIS.- Ya eres dichosa. Posees ciencia,
hermosura, juventud, riqueza y hasta aseo. Yo, desvalida y
menesterosa, lejos de envidiarte, me regocijo.
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PROCLO.- El cielo te premiará, generosa
Atenais. Yo, que estoy ahora inspirado, leo en el porvenir tu
egregio destino. El joven Teodosio, a quien educa muy bien su
hermana Pulqueria, a fin de que brille en el trono imperial, se
casará contigo. Así serás Emperatriz de
Oriente. Serás feliz y poderosa sin acudir a la magia; pero
tendrás que hacerte cristiana. Por último, para que
nuestra gloria y nuestra felicidad sean más estupendas y
vividoras, después que pasen trece o catorce siglos,
contando desde el día de la fecha, aparecerá en la
risueña y fértil Bética, cuna de la
dinastía reinante y patria de tu abuelo político el
Gran Teodosio y de otra infinidad de personas eminentísimas,
cierto escritor ingenioso y verídico, el cual ha de componer
sobre los sucesos de esta noche un diálogo, donde trate de
competir con el divino Platón en lo elevado y grave, y con
el satírico Luciano en lo chistoso y alegre.
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ATENAIS.- Mucho me he de holgar si tus
vaticinios se cumplen.
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ASCLEPIGENIA.- Y yo también. Temo, sin
embargo, que ese diálogo que Proclo anuncia, sea una
extravagancia sin amenidad y sin viveza, donde nosotros figuremos,
no como seres reales, sino como personajes alegóricos; donde
Proclo y yo representemos la antigua poesía sensual y
corrompida y el antiguo saber agotado, desesperado y
estéril, que para seguir viviendo juntos se entregan a
brujerías y supersticiones.
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ATENAIS.- Si esa alegoría puede tener
alguna aplicación cuando el diálogo se escriba, tal
vez interese el diálogo.
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ASCLEPIGENIA.- Suceda lo que suceda, no debe
importarnos mucho. Allá se las haya el autor. Nosotros
cinco, mortales y dioses, vámonos al triclinio, donde tengo
preparada una suculenta y bien condimentada cena.
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MORTALES Y DIOSES.- Vámonos a cenar.
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Madrid, 1878.