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Atajos de la verdad [Epílogo a «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez]

Sergio Ramírez





No es casual que, en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez comience hablando de Antonio de Pigafetta, astrónomo, geógrafo, cartógrafo y lenguaraz -que entonces quería decir políglota-, uno de los pocos sobrevivientes del viaje de Magallanes alrededor del mundo. Y si García Márquez abre con él su espléndida alocución sobre la soledad de América Latina es porque encuentra en Pigafetta a un par, alguien incapaz de separar por un instante la verdad de la imaginación.

Esa cualidad de poder borrar las fronteras entre ilusión y realidad, tan sustancial a la literatura, fue también de los conquistadores y cronistas de la conquista, y de muchos otros geógrafos y cartógrafos, exploradores y naturalistas que penetraron en el nuevo mundo.

Sus historias nacieron de las fábulas y sagas de la imaginación popular europea, y se diseminaron en tierras de América para pasar a ser parte de un imaginario común que fue ganando prestigio con los siglos, bajo el favor de una mezcla insólita de culturas donde lo portentoso se volvió moneda corriente. «Los hechos, tanto los más triviales como los más arbitrarios, estaban a disposición desde los primeros años de mi vida, pues eran material cotidiano en la región donde nací y en la casa donde me criaron mis abuelos», dice García Márquez.

La imperturbable destreza de contar mentiras sacadas de la entraña de la realidad cotidiana, como se las contaban a García Márquez sus abuelos, «en un tono impertérrito, con una serenidad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera cayendo el mundo encima», es el hálito invisible que habrá de mover las bielas de Cien años de soledad, un libro de portentos que encuentra su tradición en los fabuladores que con el mayor de los aplomos describen lo que vieron, o lo que otros juraron haber visto.

Naipul recuerda en La pérdida de El Dorado que los conquistadores españoles no venían preparados para el asombro porque en sus cabezas había ya fantasías persistentes. Eran soldados de fortuna, no pocos de ellos analfabetos, pero que no necesitaban haber leído los libros de caballería para participar de la atmósfera imaginativa que las aventuras excesivas de esos libros habían creado en las mentes, ni para dar crédito a las historias del reino de los Incas que hablaban de príncipes cubiertos de oro molido, como un segundo pellejo.

Eran todos ellos hijos bastardos de los libros de caballería. A la exageración real que la naturaleza americana abría ante sus ojos, y que vendría a ser parte de la imaginería de Cien años de soledad -ríos sin orillas a la vista que parecían mares serenos, cordilleras nevadas que descendían por un lado hacia páramos de espejismos y por el otro hacia selvas impenetrables, volcanes dormidos que al estallar creaban un nuevo paisaje, tormentas de arena sin tregua capaces de llevar a la locura y al suicidio, huracanes capaces de arrancar de cuajo un navío y encallarlo en mitad de la selva-, agregaron sus propias invenciones, no menos hijas de la exageración que los paisajes mismos que se alzaban ante sus ojos, y no tardaron en poblarlos de sirenas, tritones, centauros, mantícoras -leones con rostro de mancebo que se alimentaban de carne humana-, unicornios que solo podían ser cazados por doncellas a la luz de la luna, basiliscos que transmitían la maldición de la sífilis, monos que al verse cautivos lloraban con el llanto inconsolable de un niño acongojado y gentes con cola de asno hasta las corvas.

De esta misma estirpe vienen los Buendía, que por culpa de su afición recurrente al incesto están condenados a nacer, al cabo de los excesos, con cola de cerdo. Nada más cierto: llegado a las costas de Cuba en el curso de su segundo viaje, Colón, que hizo levantar acta al notario Juan Pérez de Luna certificando que se hallaba en la fabulosa Mangi de Marco Polo, cuenta, además, que todos los habitantes de una isla cercana tenían rabos de más de ocho dedos de largo, lo mismo hombres que mujeres. También Pedro Mártir de Anglería habla en sus Décadas de seres provistos de colas duras y alzadas como las de los caimanes, que no podían sentarse sino en asientos con agujeros.

Ponce de León oyó hablar a unos indios del Caribe de una fuente en cuyas aguas se remozaban los viejos tornándose mancebos, y dispuso una expedición en su busca. Era ya un viejo invento del preste Juan que aparecía en el Roman d'Alexandre. Y hombres y carabelas anduvieron perdidos por más de seis meses, cuenta Fernández de Oviedo, quien se queja de que fue muy gran burla decirlo los indios y mayor desvarío creerlo los cristianos.

Estos buscaban la fuente de la eterna juventud en la península de la Florida; la ciudad de El Dorado en la Guyana y en Nueva Granada; el país de la canela en las selvas del Amazonas... Pero eran sueños destructivos: muchos perecieron ahogados en los torrentes, murieron de tifus o viruelas, fueron comidos por las fieras o se vieron obligados a comerse a sí mismos; y porque los guiaba la ambiciosa imaginación, nombraron a los territorios que iban pisando, o trataban de encontrar, con los nombres que llevaban en sus cabezas: la Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia, una geografía ya definida en los libros de caballería o inspirada en ellos.

El propio Colón quiso ver huertos floridos de azahares como los de Valencia en parajes donde la lujuria del trópico desconcertaba toda armonía. Y aún más: con toda gravedad escribió a los Reyes Católicos, al navegar frente a la desembocadura del brazo occidental del Orinoco durante su tercer viaje, que aquel río tenía su fuente primigenia en el mismo paraíso terrenal. José Arcadio Buendía descubrió que la tierra era redonda, y que si se navegaba siempre hacia el oriente se regresaría al punto de partida. Colón, por su parte, según recuerda fray Bartolomé de las Casas, «vino a concebir que el mundo no era redondo, contra toda la máquina común de astrólogos y filósofos, sino como una teta de mujer», y que sobre aquel pezón de aquella teta le parecía que podía estar situado el jardín del edén.

En su último viaje encontró Colón en Caratasca a una tribu de la raza de los orejones, con los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera en ellos un huevo de gallina. Era una variante del Homo fanesius auritus, habitante de la California de la caballería andante, seres que podían protegerse del frío con sus propias orejas, y que seguirían siendo avistados en América, igual que los esternocéfalos, que tenían los ojos, la boca y la nariz en el pecho, a los que situó sir Walter Raleigh en la Guyana; o los gastrocéfalos, que los tenían en el estómago, según la Relación universal del abate Botero; o los nativos que tenían los pies al revés, talones delante y dedos atrás, que Cristóbal de Acuña vio en las selvas del Amazonas.

Pero aún dejó constancia el Almirante de mucho más: gente con un solo ojo en medio de la frente, como los cíclopes de la Odisea, y sirenas con plumas de gallo. Por esa misma ruta debió de pasar Ulises, quien se había arrimado a las costas de Campeche y Yucatán en su viaje de regreso a Ítaca, según Pedro Sarmiento de Gamboa. Y amazonas que se cercenaban un pecho para no estorbarse al disparar el arco, según Mártir de Anglería, y que convocaban a los hombres una vez al año a fin de hacer sus ayuntamientos, según Fernández de Oviedo.

Mártir de Anglería va aún más allá y cuenta de un método para fabricar gigantes. Y según Américo Vespucio, había en Curazao un poblado de ellos, y Juan de Aréizaga habla de uno al que solo alcanzaba a llegar él mismo con la cabeza a la altura de sus órganos vergonzosos, sin duda también descomunales. Y se cuenta de otros gigantes, castigados por el pecado de sodomía en la isla de Santa Helena, de los que solo quedaban sus huesos de mamut como recuerdo, y un diente roto que, de haber estado entero, hubiera sido del grosor de un puño, grandísimos huesos y calaveras que halló también Pizarro en Puerto Viejo.

Gigantes más altos que árboles, y hartones capaces de despachar una recua de carneros tras pasarlos por las brasas, aligerada la vianda con un tonel de vino, y que vomitan solo para empezar a comer de nuevo. Aurelio Segundo, bendecido por la suerte que le trae Petra Cotes, dueña de la virtud de hacer parir sin cesar a las bestias de asta y pezuña, vuelve a recrear en Macondo el reino de Jauja, que siglos atrás se había trasladado de Europa a América. Un reino donde llueven del cielo longanizas y jamones, abundan las codornices y los pichones que vuelan ya guisados para posarse en las mesas, corren por los prados ríos de miel y se despeñan cascadas de vino, donde los platos mismos se cortan de los árboles y los cubiertos se arrancan como la hierba.

Así nació una narración al mismo tiempo que nacía un continente, y desde entonces no ha sido posible separar la mentira de la verdad, que es el punto donde la escritura de invención alcanza su apogeo. Los conquistadores que suben desde Veracruz en busca de Tenochtitlán, antes que a Cortés, llevaban como capitán al mismo apóstol Santiago, que guerreó en la batalla de Tlaxcala al lado de la Virgen María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según recuerda con algo de duda y respetuoso desdén Bernal Díaz del Castillo.

Pero los reinos indígenas eran, a su vez, dueños de su propia cosmogonía imaginativa y de un rico credo acerca del oficio implacable de los dioses, que, igual que en el panteón griego y en la tradición medieval católica, provocaban la abundancia y las hambrunas, la lluvia y las sequías, y se regodeaban en la venganza, como los señores de Xibalbá del Popol Vuh, amos del inframundo, que convierten en frutos del jícaro las cabezas de sus enemigos. Pero no solo la fatalidad, también la picardía ligada a la exageración, como en la historia del dios Titlacahuan, transformado en un humilde tohuenyo, que se instaló desnudo a vender chiles frente al palacio del rey solo para que la princesa Huémac se prendara de su falo descomunal, tan descomunal como el de José Arcadio Buendía, lleno de tatuajes y escrituras en diversos idiomas.

Y cuando aparecieron los esclavos africanos, sus creencias, sus historias orales y sus ritos, los fetiches y las hechicerías, su familiaridad con los ancestros muertos y, sobre todo, sus dioses tan maleables, capaces de fundirse en los altares con los santos católicos, vinieron a formar parte de esa triple amalgama imaginativa, europea, indígena y africana, que pasaría a permear la conducta cotidiana, donde el prodigio se volvió parte de lo real.

La exageración vino a encarnarse desde entonces en nuestra manera de ser, y así en la literatura. Todo pasó a ser desproporcionado. Y de allí nació también la epopeya, que marcó la independencia. El héroe libertador que atraviesa las cordilleras cumple las hazañas más intrépidas y traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción. Su pasión es crear un Nuevo Mundo, la utopía. Pero a pesar de eso, y por eso, igual que los conquistadores, son héroes de novela y terminan generalmente derrotados, olvidados, en el exilio, en galeras o frente al paredón de fusilamiento, como el coronel Aureliano Buendía, que nunca pudo ganar una guerra de las tantas que peleó.

Y la formidable contradicción que nace entre el proyecto de nación utópica y realidad espuria viene a ser parte del mito, el abismo entre la perfección de los sueños históricos y la realidad heredada, entre mundo rural y modernidad frustrada. Esta es una consideración que no debemos perder de vista a la hora de desentrañar las razones de Cien años de soledad, que nos enfrenta a ese interminable juego de espejos entre la realidad de desamparo rural en la que se represan el atraso y la miseria de la sociedad patriarcal -y, al mismo tiempo, las fábulas que persisten en el imaginario colectivo de esa misma sociedad- y la propuesta racional de modernidad inventada desde la Ilustración y que nos persigue aún con sus fantasmas encendidos de retórica.

La cauda de portentos que arrastramos desde el Descubrimiento nunca ha sido casual en la vida, ni lo es tampoco en la literatura. En lo hondo de los sueños y las ansiedades de los pobres de la sociedad rural bullen siempre la ambición y la necesidad, junto con el temor a lo desconocido, como desde el origen de los tiempos. Quien ve pasar la riqueza como una caravana lejana que solo levanta polvo inventa las lámparas maravillosas que, al ser frotadas, despiertan al genio capaz de todos los favores, y se inventa también a sí mismo como quien, bendecido de pronto por el milagro de la riqueza, utiliza los billetes para empapelar las paredes de su casa, como ocurre con Aureliano Segundo, que no para de colmar sus establos. No hay fábula sin sentido, y toda fábula desciende hasta los resquicios más secretos del alma humana, donde la necesidad tiene siempre cara de perro hosco. Pero un perro capaz de transformarse en efrit dadivoso.

La maravilla, vista y aceptada desde la vida diaria, quedó arraigada en el Caribe, el territorio al que pertenece Macondo, y aún sigue siendo el patrimonio anónimo de los marginados de la riqueza, aventados al fondo del abismo de una sociedad siempre injusta. El patrimonio de los pescadores de los villorrios costeros que nunca han dejado de creer en la probabilidad de encontrar una joya en el vientre de un pargo, o mejor aún, de que el pez les hable para entregarles las claves de la felicidad; de los carpinteros de ribera que sueñan en casar a su hija, convertida en reina de carnaval, con un príncipe de tierras lejanas, y de menestrales y campesinos, arrieros y buhoneros que esperan siempre el premio de la lotería de animalitos de Petra Cotes, todo ese público marginal a la literatura que, sin embargo, halló en Cien años de soledad un relato de su propia historia.

El ajuste de cuentas pendiente entre el mundo rural, que sobrevive pese a todo, y nuestra idea ilusionada de civilización, entre lo arcaico, conservado como estrato geológico, y lo moderno, entrevisto como panacea, es la marca fundamental de nuestra cultura. Eso que se ha dado en llamar «realismo mágico» no es más que el choque de imágenes y concepciones entre el terco universo rural que sobrevive y nuestra idea de modernidad nunca alcanzada del todo.

El desajuste entre la realidad rural y la idea de modernidad comienza desde los tiempos de la independencia, cuando los caudillos liberales conciben las nuevas repúblicas bajo la doble premisa del credo iluminista de libertades y derechos del hombre de la Revolución Francesa y la organización del estado laico en equilibrio de poderes independientes que prodiga la nueva Constitución de los Estados Unidos. No dejan nunca de ser quimeras que alcanzan la letra de las leyes, pero nunca la realidad, de modo que el gorro frigio de los sans-coulottes de las barricadas de París se quedó extraviado, como recuerdo exótico, en los escudos de armas de las banderas republicanas, desde Argentina a Nicaragua, aun durante las dictaduras más oscuras de la reacción.

De allí nace nuestro asombro ante la sobrevivencia de lo pretérito, donde se mezclan el autoritarismo arcaico del poder patriarcal, la persistencia de la familia encerrada en sí misma como fetiche apolillado, las costumbres sociales que privilegian la represión del sexo y el sometimiento de las mujeres, y la ceguera de la superstición religiosa, con lo que en este universo de ascendencia rural, que es el universo de Macondo, conviven sin estorbarse los orfebres que dejan la mesa del taller para encumbrarse en caudillos militares, los curas que levitan, los funcionarios conservadores que llenan las urnas de papeletas falsas, las solteronas entregadas a la amargura de la soledad tras noviazgos que no encontraron cauce en la sagrada institución del matrimonio y los hijos bastardos concebidos en los campamentos militares con mujeres sin rostro. Es un universo, como recuerda el mismo García Márquez, del que no se puede eludir «la sensiblería, el melodramatismo, lo cursi, la mixtificación moral, las grandes mentiras históricas y otras tantas cosas que son verdad en la vida y no se atreven a serlo en la literatura».

Mientras tanto, la modernidad, en lugar de ocupar el lugar de la realidad, ocupa el de la ilusión. Es un contrasentido feliz para la literatura, que se alimenta de la anormalidad. El mundo rural es la realidad, y la modernidad urbana, el sueño político que se ofrece en un futuro siempre pospuesto. Y en esa sociedad rural, donde reina la mitología de la exageración y perviven la fe en el destino implacable y las bondades fortuitas de la suerte, sobreviven también tanto el lenguaje arcaico oral, con toda su riqueza represada, como el escrito, que proviene de las floridas construcciones parabólicas de los pliegos y mandamientos coloniales. Ese mundo no sería sino un recuerdo lejano al realizarse la sociedad urbana moderna, un referente del patrimonio histórico de la cultura al que se acudiría con algo de nostalgia y otro poco de desdén. Pero la modernidad se queda retenida en el marco teórico, mientras el mundo rural penetra los tejidos urbanos y socava y deforma la idea feliz de modernidad.

Por eso la fábula no se queda relegada al bosque encantado de las sagas europeas, como un coto cerrado de fantasías ejemplares o arquetípicas, sino que es esencial a la vida cotidiana y se encarna en los seres comunes, que viven su cultura de la pobreza adornada de milagros y pasan a convertirse ellos mismos en personajes capaces de aceptar lo sobrenatural como parte de su propia realidad, ya habiten en lo hondo del mundo rural, en las ciudades de provincia o hacinados en los asentamientos improvisados de las grandes ciudades metastásicas. Igual que la segunda piel de oro de los príncipes de El Dorado, la piel de la cultura rural no abandona a quienes provienen de esa matriz, y esa piel conserva sus propios destellos prodigiosos.

El cúmulo de creencias y prejuicios abonados por siglos de cultura rural, que domina los resquicios más íntimos de las relaciones personales, del machismo a la sumisión femenina, de la virginidad obligada de las desposadas a la obediencia ciega de los hijos, toma cuerpo en las relaciones sociales de poder, que se vuelven relaciones autoritarias, marcadas por la injusticia, la desigualdad, la marginación y la intolerancia. Es la sociedad patriarcal, que Cien años de soledad describe minuciosamente, y que se alimenta de su propia anomalía. Todo tiene allí una implacable explicación racional que nace de lo irracional, y todo aquello que no se resuelve en la realidad se resuelve en la superstición, que es una forma espuria de la imaginación.

En el principio feliz de los tiempos inocentes de Macondo se halla el patriarca José Arcadio Buendía, como fundador no solamente de una estirpe, sino de un poblado. La estirpe es consecuencia de la figura del patriarca, como lo es el poblado mismo, que seguirá existiendo porque existe la estirpe. La suerte de ambos está soldada por el destino. Es el patriarca quien guía el éxodo, el que señala el lugar de la fundación, el que traza las calles y reparte los solares, afirma el orden político primitivo y reparte las responsabilidades sociales. Su autoridades es indelegable e irrenunciable, salvo por línea de sucesión hereditaria. La figura del primer Buendía es un arquetipo y sirve también como puente de la parábola. Es él el único capaz de conectar el poder fundacional con el portento, el sentido de la autoridad con el del riesgo y la aventura de la exploración. Y busca desbordar no solo los confines geográficos para averiguar cómo es el mundo, sino también para elegir y adaptar los beneficios de la civilización a través de los descubrimientos de la ciencia, para los que inventa siempre una desaforada utilidad práctica.

Es en el momento de la entrada de la modernidad cuando se rompe el encanto de la pureza primitiva y el escenario se nublará con los vapores maléficos del poder. El viejo patriarcado inocente no podrá sobrevivir, y el orden de las cosas solo podrá ser devuelto a su pureza de nacimiento gracias a los intentos de Úrsula Iguarán por someter los esperpentos del poder con mano de mujer. Pero ya la figura del coronel Aureliano Buendía, convertido en caudillo, va a llenarlo todo, y el matriarcado fugaz no podrá con su ambición de guerras.

Úrsula Iguarán sostiene a la familia como entidad a través de las generaciones, pero no determina lo que ocurre con los varones, que igual que los diecisiete Aurelianos con la cruz de ceniza, están marcados por el signo patriarcal. Es la vocación masculina la que se impone, según la enumeración que ella misma hace de los vicios que se repiten como una maldición de la estirpe: las guerras, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y los proyectos extravagantes. Las mujeres, salvo conatos de rebeldía, solo cumplen un papel pasivo dentro de la casa. De esta manera, la familia extenderá su autoridad inequívoca más allá de las divisas políticas y los credos ideológicos, y el orden arcaico que representa será capaz de intervenir aun en la conducta del espíritu y en las relaciones sentimentales, pues sus leyes invisibles lo alcanzan todo.

El arbitrio del patriarca cubre no solo a los hijos legítimos y bastardos, sino también a los ahijados de bautismo, sirvientes, caporales y mozos de la hacienda, porque el patriarca es primero terrateniente, y de la autoridad agraria pasa a la autoridad política por la vía de la familia. Y esa figura de autoridad rural, a falta de instituciones sólidas que las repúblicas independientes no pudieron cimentar, habrá de servir de molde al Estado, extendiéndose al comportamiento social en general. Así, el patriarcado sigue siendo la institución social y cultural más persistente en América Latina.

El caudillo es el patriarca en armas, una figura que desde las guerras de la independencia se ha reproducido de manera incesante, y tiene su marco clásico de expresión en los enfrentamientos entre liberales y conservadores que se inician en el siglo XIX y entran en el XX, como atestigua la Guerra de los Mil Días en la que participa el coronel Aureliano Buendía. Se trata, aparentemente, de un conflicto ideológico, en el que el orden nuevo ilustrado proclama el cambio del régimen oscurantista clerical y terrateniente, de resabios coloniales, por otro de naturaleza laica y libertaria, promotor del progreso.

Los jefes insurgentes que proclaman la revolución liberal representan a una nueva clase que no se funda ya en la pasividad de los obrajes de añil y de la hacienda ganadera, sino en otros cultivos más dinámicos, como el café, la caña de azúcar y el banano, que presuponen una modernización de las formas de producción. Es el ascenso de la gleba mestiza que fue surgiendo a lo largo de los siglos de la colonia, y que ahora reclama para sí participación económica y política. El antiguo orden no sirve ya a esta dinámica, y el primer presupuesto es el de la separación de los negocios de la iglesia de los negocios del Estado.

Don Teodoro Moscote, el capitoste conservador enviado a representar el principio de autoridad en Macondo, le explica la naturaleza del conflicto entre conservadores y liberales al joven Aureliano Buendía, que pretende a su hija y aún no ha tomado las armas: «los liberales son masones, gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, de despedazar el país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad». La reflexión del futuro caudillo es muy simple: ¿cómo podía hacerse una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos?

Aureliano Buendía no entrará en la guerra por razones ideológicas, sino por los abusos de los militares conservadores. Se subleva contra la crueldad, la injusticia y la corrupción. Se alza por humanidad, no por ideología. Pero luego, mientras se hunde en el tremedal de la guerra, va a seguir peleando por la soberbia del poder, que lo lleva a fusilar no solo a sus enemigos, sino a ordenar la ejecución del coronel Gerineldo Márquez, su lugarteniente más íntimo y querido. Es cuando comienza a pudrirse en vida.

Entre los rebeldes del bando liberal hay de todo, como en la asamblea que convoca el coronel Aureliano Buendía: «idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales, y hasta delincuentes comunes. Había, inclusive, un antiguo funcionario conservador refugiado en la revuelta para escapar a un juicio por malversación de fondos. Muchos no sabían ni siquiera por qué se peleaba».

El asunto está en que, más allá de la retórica encendida de proclamas y discursos de inspiración francmasónica, la conducta de los caudillos liberales durante las campañas militares viene a diferenciarse poco de la conducta de los gamonales conservadores en la perversión en el ejercicio del mando, la reiteración de los abusos, el provecho personal y la corrupción.

Es la misma historia de Víctor Huges, el héroe dual de El siglo de las luces de Alejo Carpentier, fiel primero a la proclama de la Revolución Francesa que sepulta los privilegios reales y los de casta, y a quien tocará, como agente del Directorio, abolir la esclavitud en Cayena y Guadalupe, para restablecerla luego sin parpadeos bajo el Consulado, entonces agente de la restauración. Y para ambos trabajos se vale de la guillotina que él mismo lleva a las islas del Caribe en un barco que no en balde reaparecerá en las páginas de Cien años de soledad.

José Arcadio, uno de los dos hijos del patriarca fundador, empieza arando su patio y luego sigue por las tierras de los contornos, hasta acaparar todo lo que cubre su vista. Su alegato para justificar la rapiña tiene una inocencia cínica: prueba de que su padre estaba loco desde los tiempos de la fundación de Macondo es que no había registrado esas tierras a nombre de la familia. Y su sobrino, que se llama Arcadio a secas porque es bastardo y ha sido dejado al mando de Macondo por el coronel Aureliano Buendía cuando este se va a la guerra, abre una oficina de registro para legalizar el latrocinio. Otra historia eterna y común en el continente, la del despojo agrario. Y el propio Arcadio pasará de maestro de escuela a rico potentado.

Macondo es primero la arcadia feliz donde no hay cementerio porque no se muere la gente, pero José Arcadio Buendía no se conforma con haber llegado en éxodo a la tierra prometida. Su ambición, como la de los positivistas liberales del siglo XIX, es la civilización. Primero, los objetos de la modernidad llegan periódicamente a Macondo y tienen un peso mágico en tanto sus portadores son los gitanos: el astrolabio, la lupa, el imán, el daguerrotipo, el hielo; pero luego esos objetos pasarán a tener una dimensión más terrena. No la marqueta de hielo dentro de un cofre de pirata custodiada por un gigante de pantomima, sino la fábrica de hielo como negocio real, y la fábrica de helados, el gramófono de cilindro, el cine, la planta eléctrica y las bombillas, el teléfono y, por fin, el ferrocarril.

La conexión del mundo rural con la modernidad se consuma con la llegada de la compañía bananera, un impacto suficiente para convertir Macondo en algo desconocido aun para sus propios habitantes. Mr. Herbert, que es primero un personaje de feria, sustituye el globo aerostático por los bananos como objeto de su preocupación científica, y allí empieza la catástrofe. La terrible consecuencia, como afirma el coronel Aureliano Buendía, de haber invitado a un gringo a comer guineo. Y Aureliano Segundo, con un destino menos mítico que sus ancestros, acabará convertido en líder sindical para defender los derechos de los trabajadores bananeros.

Llegan los gringos y, con ellos, parvadas incesantes de forasteros, la mano de obra que requiere la producción de la fruta, cuyos sembríos transforman también, de manera radical, el paisaje. Es un fenómeno en el que todo el Caribe puede reconocerse: la aparición de la United Fruit Company, diosa poderosa que al crear enclaves bajo sus propias leyes, con su policía, sus comisariatos, su propia moneda, sus ferrocarriles y sus puertos, trastoca y pervierte el mundo rural.

Desde inicios del siglo XX, y durante al menos cincuenta años, la United Fruit pone en jaque la soberanía de Guatemala, Costa Rica, Honduras, Panamá y Colombia. Quita y pone presidentes a través de golpes de Estado y controla a los diputados para que voten las leyes que más le convienen. Para aquellas naciones de economía rural, desperdigadas y pequeñas, el estigma de repúblicas bananeras vino a deshacer sus sueños de modernidad ideal, trocados en una modernidad falsa y vergonzante. Es el punto donde chocan de manera brutal el universo arcaico rural y el universo de la modernidad impuesta, que ahora sí ha tomado sustancia.

La apoteosis de Cien años de soledad empieza con la aparición de la compañía bananera en tierras de Macondo, y alcanza su clímax con la masacre de los trabajadores, asesinados a tiros por el ejército como castigo ejemplar a la huelga, un fenómeno de represión que llega a ser constante en todas las repúblicas bananeras. El crecimiento de los movimientos sindicales, amparados por los partidos comunistas, se dio en la primera mitad del siglo XX gracias a la aparición de los cultivos de banano y, en contrapartida, los despidos masivos, las desapariciones, los asesinatos y las manifestaciones reprimidas a balazos.

Igual que en la segunda parte del Quijote, la realidad va apoderándose de la novela y los personajes pasan a tener sustancia tangible. La entrada en escena de la bananera en Cien años de soledad viene a disputarle al mito el territorio. Las demandas que los trabajadores amparan con su huelga se alejan de la imaginación: la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo.

No hay nada de mito en todo eso. Tampoco en la masacre de los más de tres mil trabajadores ocurrida el 6 de diciembre de 1928 bajo el decreto del jefe civil y militar de la provincia de Magdalena que «declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala». Ni en el viaje nocturno del tren frutero hacia el mar, repleto de cadáveres, para ser botados como fruta de desecho. Ni en la afirmación oficial de que no hubo un solo muerto. Ni tampoco en que la gente, aun los deudos de los asesinados, empezó a repetir desde la misma madrugada que siguió a la masacre, entumida por el miedo, que no había pasado nada. Es el retorno de la arcadia feliz, solo que vestida de mortaja.

Y lo único que hace la verdad, en este caso, es tomar un atajo.





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