Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Autobiografía, biografía y fuerte desplazamiento hacia la narración: Sarmiento en el origen de una literatura

Noé Jitrik






I

Yo creo que ninguno de los críticos y estudiosos de Sarmiento, tanto del hombre público como del escritor, ha dejado de ver la relación que existe, y que puede establecerse muy naturalmente, entre Mi defensa (1843) y Recuerdos de provincia (1850). Esa relación es, ante todo, ideológica: el evidente movimiento apologético (redundante en el primero) es común a ambos textos. Pero también es genética: Mi defensa sería el embrión de Recuerdos de provincia, la idea central de este libro estaría también en aquél, aunque tan sólo, en el inicio, en un boceto que, no obstante, está atravesado por todas las marcas de estilo que resplandecen en Recuerdos.

En cuanto a la relación ideológica, pese al parentesco, se establecen distinciones entre ambos textos en cuanto a la «intención» o, en prototeoría de la recepción, en cuanto a los destinatarios: mientras que Mi defensa habría sido escrito para restituir, como reivindicación, una imagen ante el público chileno, dando también una mano -por altura- a sus protectores políticos, quizá en posición de debilidad al proteger a un sujeto que ofrecía tantos flancos al ataque, Recuerdos tiene en cuenta sobre todo a cierto público argentino («A mis compatriotas solamente» es una dedicatoria-título de la introducción). Ese público, tal vez, estaba por ese tiempo reconsiderando valores humanos en el mercado político, fluctuante a causa de lo que podía interpretarse como cambios próximos en la escena nacional, con el previsible ingreso en ella de nuevos actores que se estaban preparando o ejercitando en el anonimato o en las sombras para desempeñar algún papel. Desconocido, o poco menos que eso, a pesar de la repercusión de Facundo y de la acción pública desarrollada en Chile, Sarmiento habría querido decir, por medio de una síntesis que pusiera también de relieve su capacidad de sintetizar, es decir por medio de sus condiciones de escritor, «heme aquí, éste soy yo».

Esta relación y/o distinción entre los dos textos me parece, por cierto, atendible aunque no me importan ahora las razones psicológicas que pudieran invocarse para explicarla; no afirmo, de todos modos, que no haya asidero para considerarlas pero no es mi propósito entrar en ese campo. Diría, más bien, de tal relación, que sin duda da lugar a una observación en el orden de la escritura o lo que podamos entender por eso y aunque de lo que voy a señalar se pueda decir que incluyo con imprecisión nociones de estilo. De este modo, la primera circunstancia endochilena habría favorecido una prosa in-continente, que se desborda, de atropellamiento casi, a borbotones, en virtud de lo cual pareciera que el efecto se juega al todo de la adhesión -como adhesión a la figura que es objeto de tal despliegue energético- o a la nada del rechazo, como declaración de incapacidad de entender o de rutinario apego a una argumentación denigratoria y/o calumniosa.

Sin embargo de este tumulto, no se descarta la acción de mecanismos discursivos, en la estructura expositiva general, de argumentación razonada -tema por tema, parte por parte, dichos en contra, esclarecimientos en favor- en apariencia cubiertos por un énfasis que no podríamos separar de una búsqueda de empatía.

En cuanto a la segunda circunstancia, caracterizada por una radical noción de distancia -por cuanto no se sabe con precisión cómo son los destinatarios del sistema locutorio y, por lo tanto, con no muchas posibilidades de prever la perlocutividad concreta aunque, sin duda, la perlocutividad puede tender, con todo el riesgo del caso, a crear tales destinatarios así como lo hace todo intento literario-, da lugar, acaso, a un punto de vista más ordenador, con cierta dosis de cálculo pero que, paradójicamente, le concede menor atención y aun valor a la estructura expositiva en general.

En pocas palabras, y considerando ambos textos a partir de sus respectivos y diferentes contextos, se diría que van de la espontaneidad indignada, en el plano expresivo, pero articulada con vistas a una eficacia frente a un hipotético tribunal, a un autorretrato compuesto, pero lanzado a la tierra de nadie de un discurso poco conocido respecto del cual pudo no ser fácil decir, desde un punto de vista discursivo, «adonde va». Esta idea es seductora, porque se hace cargo del impulso romántico a mezclar, y sin duda reaparecerá en otro tramo de esta aproximación en referencia, desde luego, a Recuerdos de provincia.

Ahora bien, viendo las cosas por el lado genético, podría decirse además -y se ha dicho con profusión- que Mi defensa es no sólo el embrión de Recuerdos de provincia sino también su protorrelato y aun su genotexto concreto. Hay diferencias entre estas cosas. Así, la imagen del embrión parece convincente y justificada porque ambos textos, teniendo el mismo productor pero también el mismo sujeto de enunciación y de enunciado, parecen ser uno desarrollo del otro además de contenerse uno al otro, pese a que en Recuerdos la estrategia de exhibición abarque regiones de la memoria, o por eso mismo, que en Mi defensa estaban ausentes o apenas esbozadas o dirigidas a fines diferentes. Sin embargo, y porque esta manera de ver las cosas consiente expansiones imprevistas en el caso de atender a la hipótesis del embrión -que conduce de modo inevitable a la imagen de un «centro productor» difícil de establecer- es más fructífero quizá considerar que Mi defensa es un protorrelato que si bien pareció agotarse en su función original, no en su reverberación, cuando fue producido sus efectos quedaron en suspenso y ciertas líneas y temas en espera de nuevas condiciones de escritura. Pero como genotexto el uno del otro la idea es todavía más concreta en la medida en que bastó, tal vez, retomar el primer texto y reescribirlo -o al menos creer que sólo eso se estaba haciendo- para producir el segundo.

Pero, además, creo que hay que considerar otro factor, a saber que el tiempo que hay entre un texto y otro es llenado -exclusión hecha de diversísimas e intensas acciones, como lo que cierto tipo de imaginación podía engendrar y dar de sí después de mucha reflexión- por dos estructuras escriturarias, denominada una «crónica de viajes» y la otra «biografía» y que, más o menos en el medio de esos dos textos, ponen en evidencia una posibilidad trascendente, una deriva, un objetivo o un programa de escritura.

Puedo decir esto mismo de dos modos. En primer lugar, quizá Recuerdos tome de Mi defensa el esquema principal, la atención volcada en lo que ofrece la materia propia, y desarrolle la causa que implica pero, en todo caso, es Facundo, como biografía lograda -aunque se sabe que es más que eso- lo que abre a la vertiginosa posibilidad filosófica de contraponer dos perfecciones, la del mal, ya presentada y, la del bien, por añadidura en una dimensión largamente perseguida por los buenos románticos (unir literatura y filosofía). La gradación que se da entonces, entre Facundo y Recuerdos, de la biografía a la autobiografía, supone también un acceso a la literatura, entendida como dimensión en la cual el circuito enunciador tiende a objetivarse en un modelo complejo, algo así como una proyección superior o síntesis de numerosos planos, observables desde el no tan remoto iluminismo, en cuanto a los conceptos puestos en juego, hasta la capacidad analítica romántica, en lo que concierne a la posibilidad de configurarse y de actuar, incluso en la escritura.

En segundo lugar, mencionaré la idea que tiene Sarmiento acerca del papel social que desempeña la biografía y sobre lo cual conviene volver a ver su ensayo De las biografías, publicado en 1842 («[...] la biografía de un hombre que ha desempeñado un gran papel en una época y país dados, es el resumen de la historia contemporánea, iluminada con los animados colores que reflejan las costumbres y hábitos nacionales, las ideas dominantes, las tendencias de la civilización y la dirección especial que el genio de los grandes hombres puede imprimir a la sociedad»). Yo diría que estas finalidades fueron indiscutibles para Sarmiento en lo que concierne a Quiroga y antes, quizá, a Aldao (1842) -como grandes hombres de la negación- pero me parece improbable que, si su modelo admirado de la afirmación fue Franklin, haya asumido él mismo y para sí que él fuera ya un ejemplo de esta categoría, bastante antes de la expansión más plena de su talento y en una época de cierta depresión psíquica, difícil que pudiera pensar de sí mismo que había cumplido -recalco el tiempo verbal- «un gran papel, resumen de la historia contemporánea», pero en cambio, es probable que haya pensado de sí mismo que podía «ver» y contar lo que veía, desde la novedad desconocida hasta los mitos y, por qué no, lo que estaba depositado en la memoria. A partir de esa improbabilidad y de esta probabilidad, creo que se trata más bien de un desplazamiento previsible de las finalidades morales -eliminado el grueso de la compulsión apologética- de un género literario hacia uno de los aspectos, el acaso formal de la narración que, en una perspectiva según la cual el punto de vista es quien la administra, no podía sino ver en la autobiografía una oportunidad; el narrador sobre sí mismo, la mínima distancia pensable entre experiencia, memoria y escritura, esto es ya la narración.




II

En un acercamiento externo a ambos textos y, pese a todas las relaciones establecidas, las precedentes y otras que con ánimo comparatista se pudiera establecer, se advierten diferencias de estructura, o mejor dicho, de estructuración si se piensa con mentalidad constructivista, en términos dinámicos. Mi defensa está articulado, previsiblemente en virtud no de un respeto a las reglas, stricto sensu, del definido discurso judiciario-apologético sino de una reminiscencia de ellas, o más aún, de una utilización estratégica, en una secuencia de aspectos o momentos del objeto o tema central de disertación, a modo de capítulos o ítems encadenados: «Introducción», «Mi infancia», «El militar y el hombre de partido», «El hijo, el hermano y el amigo». Cada uno de esos capítulos atiende, como lo haría un abogado, a diferentes temas planteados por la acusación, agravios o calumnias relativas a diversas facetas de la personalidad en cuestión y, que agrupados pueden ser respondidos o desbaratados en virtud de la claridad que proporciona, justamente, el agrupamiento. Dicho sea de paso, es sugestivo que el capítulo «El militar y el hombre de partido» sea el más extenso: supongo que hay en ello una clave para comprender los alcances de la «misión» y el «sacrificio republicano» que recorren, después, el mito sarmientino. Quizá ese capítulo sea, además, el estilísticamente más atormentado, en el sentido romántico-prometeico del alma prisionera de su destino e indicativo, por lo tanto, de una centralidad, la cual podrá advertirse en plenitud en Recuerdos de provincia, por cuanto la existencia que aparece retratada es en esencia una vida pública, fundida, como se ha señalado muchas veces, con la vida misma del país, en una homología, y tampoco esto ha dejado de observarse, sin duda prospectiva y visionaria.

Sea como fuere, para volver al punto y, si la indignación por el maltrato, como típica reacción del exiliado herido por una pésima lectura de sus actos, fue el desencadenante del texto y, por lo tanto, un poderoso factor de subjetivización de la escritura -marca de lo cual pueden ser, dicho sea como mero ejemplo, los frecuentes aumentativos, los giros modales y los adverbios de cantidad-, la estructura, en cambio, posee cierta armonía, la de un escrito «presentable» y que, por consecuencia, debe ser discursivamente eficaz en relación con sus fines y objetivos; por ello, hay un gradual desarrollo argumentativo recorrido, además, por una racionalidad gestáltica, en el sentido de completar de manera orgánica y acabada un retrato. Y si, como creo, todo tiende en esa dinámica estructurante de doble plano -subjetivización y discursivización- a configurar dicho retrato, podríamos decir que ese ánimo constructivo le debe algo a la pintura que sería su autorizante y legitimador. Esto puede observarse en escritos de fondo costumbrista, sus contemporáneos, desde los de Larra hasta los de Echeverría, entendiendo esa apelación -y la palabra no es vana- como una salida romántica bien clara; esto haría menos casual y sólo ilustrativo el pequeño apólogo inicial que evoca -apela- a Apeles y su cuadro La calumnia.

Por su lado, Recuerdos de provincia sigue una dirección estructuralmente muy diferente. Desde luego, la noción de estructura que estoy empleando no es la estructuralista sino una muy general, de alcance descriptivo: alude, sobre todo, a la forma que asume la articulación de la totalidad. A ese propósito diré, en primer lugar, que su esquema discursivo no sería asimilable al de ningún discurso-tipo en particular; renuncia al jurídico -de lo cual podría ser una expresión consciente, incluso una tematización, esta frase que inscribe en el fragmento «Juan Eugenio de Mallea»: «Dejando de lado el enojoso estilo y fraseología de la escribanía, haré breve narración de los hechos»-, y manipula el histórico en cuanto menciona «investigaciones». En razón de ello, su texto tiene mucho más que ver con el Facundo, como mosaico no de géneros sino de aproximaciones o esbozos genéricos y aun modificaciones de géneros, que con Mi defensa. En la veta comparativa, se diría además que no parece que la «argumentación», entendida como sostén estructural de la totalidad, sea el elemento central que articule, ligue o confiera racionalidad a los diferentes momentos del conjunto en su interacción, como podría haberlo hecho lo expositivo-jurídico en Mi defensa. Es más, no me parece que una argumentación de ese tipo, que funcionando en la totalidad pueda volver sobre la escritura de las partes, sea el nutriente de su escritura, así como podría pensarse que una lógica de acciones, que es un «modo» particular de argumentación, es lo que puede sostener una novela de su contemporáneo Balzac, quiero decir las instancias principales de su desarrollo, incluso el horizonte metafórico de sus aspectos descriptivos. Puede observarse, en cambio, que en Recuerdos de provincia hay un predominio de la afectividad, lo que se traduce en una abundancia de recursos enfáticos destinados, previsiblemente, a producir un efecto de convicción.

Pero estoy hablando del conjunto, no de cada sección en las cuales -especies de estampas que tienen entre sí una relación de muy vago parentesco en los objetos descriptos- hay, en efecto, porque no se trata de un caos descriptivo, cierta argumentación que le es inherente y propia y sirve a los propósitos o motivos centrales de cada una; así, por ejemplo, el capítulo dedicado a Domingo de Oro sigue el modelo de las «historias de vida», o sea un predominio de la narración, con algo incluso de «ficción» por sobre la información, mientras que en el que se refiere a Fray Justo Santa María de Oro es más fuerte lo que podríamos llamar lo contextual, en el sentido de un «resto» de discurso histórico. Aún más, podría decirse, aunque a riesgo de actuar sólo en la superficie, que los capítulos o secciones se siguen sin la finalidad de aportar rasgos para un retrato, a fin de cuentas objetivo central del gesto autobiográfico. En ese sentido, si cada capítulo se justifica, quiero decir cuya presencia no es arbitraria ni caprichosa, es porque el núcleo central, la figura autobiografiada, tiene algo que ver con el motivo del capítulo, un punto de tangencia que fue suficiente para desencadenar el desarrollo que en lo anecdótico parece casi autónomo. Pero tal vinculación no es insustancial o de pura ocurrencia: se produce sobre diverso fondo de memoria y experiencia; así, por ejemplo, en la segunda estampa, sobre los huarpes, que tiene el aspecto de un gesto no explicado de «volver a lo arcaico», la idea de componer ese capítulo puede haber sido fruto de un resto imaginario preciso, la entrañable figura de Calibar el rastreador, que Sarmiento había llevado a una dimensión mitológica en Facundo y que podría seguir adherida, como presencia creada, sinecdóticamente -algo así como «Calibar c'est moi»- al propio imaginador, también Sarmiento, un rastreador, sociólogo y hombre de letras, lector del destino de un país perdido. Y si la génesis de los capítulos, en su autonomía, puede explicarse quizá de este modo, lo que en realidad se produce es, creo, otro efecto, en mi opinión basado en un desplazamiento. Ya lo anuncié y anuncié que me referiría a ello más adelante. Trataré de hacerlo.

Sin embargo -y porque no se puede quitar de la escena un tema como el de la argumentación, así sea porque se trata de un texto de un hombre que pasó su vida argumentando-, se podría decir que tal vez otro tipo de argumentación rige este conjunto, o al menos, que puede haber cierta voluntad de lógica expositiva que no se recueste en un modelo discursivo más preciso, como era el caso de Mi defensa; un elemento para pensar de este modo es puesto de manifiesto en esa declaración sarmientina que tanta suerte ha tenido: «Aquí termina la historia colonial, llamaré así, de mi familia. Lo que sigue es la transición lenta y penosa de un modo de ser a otro; la vida de la República naciente, la lucha de los partidos, la guerra civil, la proscripción y el destierro». Presentado como bisagra histórica, diría que sólo indica una voluntad, en este caso de contenido historicista, de dar racionalidad a un discurso, ya que la división de aguas entre lo colonial y lo republicano realmente nunca existió: los cuadros que integran lo que llama la «historia colonial» no sólo están vistos desde y con una mirada republicana sino también los trazos que podían serles inherentes e intrínsecos están atravesados de manera constante por otros vinculados al presente histórico o a los modos de ver el presente. Véase sino esta interferencia historicista en la descripción de los huarpes: «¡Ay de los pueblos que no marchan! ¡Si sólo se quedaran atrás!». Por añadidura, lo que presenta como «colonial» no tiene, visto que después de todo se trata de una autobiografía, un, carácter personal, de historia intrauterina; y sin embargo, lo colonial podría ser lo preparatorio, los antecedentes previos de alguien que, nacido en 1811, siempre se definió como gestado y engendrado por la Revolución.

Habrá, pues, que buscar lo que puede ser la cifra argumentativa propia, su peculiar lógica expositiva.




III

Se ha querido ver en Recuerdos de provincia un momento de remanso en la por lo general vigorosa y emprendedora escritura de Sarmiento, compleja inclusive. Quienes así lo han hecho han sido inducidos por dos motivos centrales pero superficiales; el primero es que, en relación con Mi defensa se habría producido en Recuerdos una expansión caracterizada no por la potenciación de la energía polémica -el hombre que se defiende con uñas y dientes recordando sus acciones- sino por un reconcentramiento introspectivo que, por fuerza, da lugar a una tranquilizadora calma: Sarmiento también como tierno hijo y cariñoso hermano, como poeta del quieto devenir pueblerino, como hombre apegado a las pequeñas cosas que dan sentido a la vida y en las que se fundan valores trascendentes, amor, religiosidad, respeto, el lento resonar de las esquilas leopardianas. El segundo es que, en perspectiva y en retrospectiva, Recuerdos de provincia parece acallar un tanto las estridencias de Facundo, hacia atrás por el tono con el que evoca, hacia adelante por las perplejidades que suscita ese monstruo interdiscursivo, ese fenómeno instalado en el puro centro del atraso político y literario.

Creo, haciendo un excursus, que la tradición de las letras argentinas ha necesitado de esa distribución según la cual Facundo es la cuota pagada a la inquietud y Recuerdos el contrapeso de la poesía, la responsabilidad y el compromiso social del Facundo equilibrados por la evocación. Sea como fuere, antes de revisar la posición de Recuerdos en ese esquema, hay que reconocer que esos dos textos constituyen dos tentaciones permanentes para los escritores argentinos porque aparecen en la historia de la literatura nacional como opciones casi éticas, olvidándose que se trata en realidad de la doble satisfacción de una necesidad de la dialéctica romántica y su búsqueda constante de respuestas a un único enigma. Diría, en cambio, que en verdad ambos libros son nada más que dos capítulos de un sólo texto, vinculados a un único gesto explicativo pero también en otra instancia que me parece fundamental: lo que en Facundo se quería insinuar y aun proponer como salida inevitable para una literatura, en Recuerdos funciona como si esa literatura estuviera ya constituida y produjera, con toda naturalidad, sus textos. En Recuerdos de provincia, revisando el uso de la ficción -en el paso de la anécdota al cuento insertado-, actualizando y concentrando los mecanismos de la enunciación, reformulando el papel del narrador -en el adelante y el atrás-, resolviendo por medio de una «actancialidad» que deviene «cuento» lo que la explicación, en fin, no puede alcanzar. Se va precisando, creo, lo que quiero decir con la palabra «desplazamiento»: es hacia la narración.




IV

Ahora bien y, para regresar al texto, se diría que la expresión del título cubre, por la palabra «recuerdos», un gesto genérico importante, la autobiografía; eso parece evidente y obvio. La expresión tiene, sin embargo, otro arrastre, alude quizá a determinado contenido por la palabra «provincia», arraigada como sema de una cultura cuyos valores son distribuidos y ubicados -el propio Sarmiento es uno de los más claros sacerdotes de esa distribución- en lugares precisos y que entiende adecuados, capital y provincia. La capital es tumultuosa, como proclamaba Baudelaire, la provincia es honda y dolorosa, como vino a enunciar en este siglo López Velarde, «suave patria» metaforizó. Pero provincia es además «aldea», lo que permitió que se imprimiera otra marca más en la conciencia cultural: «describe tu aldea y describirás el mundo» advirtió Tolstoi. Quizá tolstoiano avant la lettre, Sarmiento se anticipó también en esto descubriendo para la pobre realidad argentina una dimensión que sólo parecía posible en otras zonas de escritura, no en ésta tan rudimentaria e inicial.

Pero, además, hay que considerar otro factor; se podría pensar que para forjar ese feliz título hubo en él cierta comprensible especulación política: en la mención de la palabra «provincia» restituye, en los antagonismos argentinos, contemporáneos y posteriores a él, un equilibrio, al postular no sólo que el universo provinciano -cuya cercanía con una naturaleza irredenta había dicho en Facundo que era el origen de la barbarie- no es coto exclusivo de los federales sino que también los unitarios y, especialmente ellos, grupo al que, como es notorio, pertenece pero también algunos federales cultos, pocos, como su pariente Oro-, son quienes de veras han comprendido la esencia de esa entidad, su sentido y, de la que, sin embargo, están desposeídos pues están exiliados, han perdido el gobierno y el uso de la palabra en el lugar en el que debían poder hablar. Lucha por lo simbólico, pues, que como se sabe, constituye un lugar de «reparación» de una verdad. En esa dirección reivindicativa va, me parece, la mención que al pasar hace al unitario Valentín Alsina -su atento lector del Facundo, quien reivindicó, frente al silencio de Rosas sobre tan delicado asunto, las Islas Malvinas, tema que por otra parte parece ligado sin discusión a la tradición federal: ¿quiénes son los verdaderos depositarios de la nacionalidad? parece decir.

Además, hay que recordar que la palabra «provincia», más «borbónica» que la palabra «región», logró históricamente ser aceptada o que hubiera un acuerdo en relación con su campo semántico, razón por la cual fue término de disputa -porteños y provincianos- y quizá, más tenue, lo sigue siendo, como enfrentamiento de intereses por cierto, pero también como choque de valores, tumulto y siesta, manipulación y reflexión, medios de comunicación y poesía, violencia y convivencia, engaño y simplicidad.




V

Pues bien, y considerando todas estas interpretaciones como lo que sostiene este texto, diría que lo que Sarmiento evoca es sólo en una pequeña parte lo que podríamos pensar que es, aun para él, el «ser» de la provincia; en realidad no considera esta posibilidad y dibuja una sinécdoque: al hablar de ciertas personas, incluidas en su árbol genealógico, está diciendo cuáles son las virtudes de la provincia por haber engendrado gente así, en un gesto que supone cierto predominio empirista en el trasfondo filosófico que ordena su visión de las cosas; dicho de otro modo, la majestad del hombre esclarece el enigma de la naturaleza. Esta sinécdoque, aunque se siga viendo lo evocativo como condición para la autobiografía y ambas dimensiones radicadas en la producción de una imagen, es de las más fructuosas porque lo lleva a trazar biografías parciales y le permite, atenuando el movimiento de la explicación, aumentar la narración. Recuerdos de provincia es en realidad, y por consecuencia, un conjunto de numerosos cuentos que, como lo señalé, tratan de reducir lo ficcional -en una dirección contraria a lo que más o menos en ese momento está intentando Mitre con Soledad o como lo hizo Mármol con Amalia-, apuestan a una enunciación privilegiada, como sistema, en virtud del juego de las marcas pronominales.

Pero hay algo más que se puede destacar. En verdad, si el escenario de las acciones narradas es la provincia, el espíritu con que se narra dista de ser provinciano: es enfáticamente nacional pero no en virtud de interpretaciones según las cuales lo que se evoca como vivido en la provincia «representa» a la nación sino por el énfasis que pone en los sucesos relatados, batallas, personajes, incidencias, masa de líneas múltiples que se cruzan en el espacio del narrador, «primer ciudadano de su escuela», orgullosa designación cuyo origen y cuyo alcance ideológico es sin duda nacional.




VI

Los elementos que me han servido de apoyo para elaborar las notas precedentes ponen en evidencia -porque son de los más socorridos de la crítica sarmientina- que sería imprescindible acudir a una técnica de olvido para poder leer de manera nueva un texto que no hay inconveniente en admitir como vivo y vibrante. Olvido de lecturas acumuladas, olvido de la en apariencia ineludible obligación de colocar las conclusiones a que se llegue en alguno de los casilleros preexistentes. Simplificando, se diría que aún hoy, ya sea a través del mero comentario ya a través de «metodologías» muy sofisticadas, se debe llegar a decir que o bien Sarmiento fue un buen hombre -con todo lo que eso implica- o bien que hizo más mal que bien al país (como lo probaría el sentido de fin de época que tuvo para algunos la gran huelga docente de 1988) o bien que ni genio ni víctima, sólo representante de una clase social en ascenso. Caer fatalmente en alguna de esas tres casillas es, creo, todo lo contrario de lo que debería ser una nueva lectura aunque acaso no haya medios para librarse de ese fatalismo ni sea viable en lo filosófico. Supongo que la posibilidad de otra cosa depende de una teleología de salto al vacío, fuera de la compulsión ética o política o estética, que ha guiado la tradición de las lecturas.

En mi caso particular, no creo que las lecturas que se han hecho desde esas formas de la libido sean vanas ni absurdas ni inválidas, por más contradicciones que existan en ellas; mi posible diferencia al respecto consiste en que intento colocarme en una teleología diferente según la cual lo literario en Sarmiento no es sólo una cualidad general sino una dimensión. Es esa dimensión la que trato de capturar y en la que me quiero situar.




VII

Facundo, como se dijo -yo mismo lo dije (lo que muestra una vez más que el recuerdo de las lecturas es persistente y hasta insidioso y maligno cuando es de los propios textos)-, es un mosaico de géneros. Quizá, aparte de cualquier otra consideración más refinada, ello se deba a las características contradictorias de la materia a mostrar, rasgos fugitivos, imágenes transferidas, explosiones de cólera, exigencias del día, etcétera. Con Viajes, lo exterior reclama más bien una mirada inmediata y atenta que permite concentrar, y si hay derivas son a modo de ilustración, de comentario, la divergencia respecto de lo observable tiene el alcance del chisporroteo; todo ello le confiere al texto Viajes una evidente unidad enunciativa. Creo que en Recuerdos de provincia hay algo de esas dos experiencias de escritura, pero no como una «media» o una síntesis sino como una tercera posibilidad en el arduo terreno «fundador» de una literatura en el que Sarmiento se situó, diría que con deliberación. Dicho de otro modo, si lo autobiográfico actúa como un concepto en armonía discursiva con Facundo pues, siendo un modo de la biografía, contrapone, como lo señalé, dos ideas, el genio del mal y el genio del bien, integración que explicaría el devenir de la historia, la digresión itinerante, el recorrido visual sobre las placas de la experiencia hecha memoria se recortan, como gesto, en Viajes. Sin embargo, ni el tributo a ambos previos está directamente pagado, ni deja de haber un nuevo planteo organizativo, el del árbol genealógico establecido y del cual se seleccionan sólo algunos frutos, los que se considera que contribuyen al objetivo central como, por ejemplo, la figura de Juan Eugenio de Mallea, los hijos de Jofré o los Albarracines.

Dejemos ahora las relaciones con aquellos textos y quedémonos en Recuerdos. ¿Es ese planteo organizativo el sistema de argumentación que, opuesto o diferente al de Mi defensa, decía que había que hallar como el propio e insoslayable de Recuerdos? Entiendo que se trata, nada más, de un punto de partida organizativo pero no de un sistema que determine la escritura. Es esto lo que hay que tratar de asir y, para ello, como mostrando que esa dimensión existe, las palabras de Borges en su «Prólogo» a Recuerdos acerca del valor de conjunto que tiene el texto son -otra vez más funciona la memoria de lectura- una sugerente corroboración.

Ahora bien y, para referirnos ya y por fin a la escritura, creo que está dominada o dirigida por dos impulsos fundamentales -impulsos en el sentido en que un hecho natural, el pulso, puede, después de pasar por una noción de inconsciente, adquirir allí cierta direccionalidad que lo transforma en cultural. Uno que podríamos situar en el orden del enunciado y otro, como corresponde, en el de la enunciación; debo aclarar, no obstante, que no me entrego a la magia del dualismo al apelar a estas dos categorías; supongo que su mérito reside en que, como categorías, son abarcaduras y van más allá de los dualismos recurrentes y seductores del tipo «contenido» y «forma».

En lo que se refiere al orden del enunciado se trata, creo, como impulso, de una obsesión que podríamos designar como «concentradora» y que me gustaría definir como un recaer constante de una periférica referencial -hacer historia colonial, por ejemplo, o describir las costumbres de los huarpes, o las prácticas domésticas bajo la sombra de la parra un centro único, imán poderoso que, por fuerza, no se sabe si está antes, instalado en la mente y que no se puede desprender de ella, o si está después, como efecto de escritura. Me refiero a la política que le es contemporánea. Valga un ejemplo de este modo de concentrar y que, a fuerza de ser abundante, no puede pasar inadvertido; es en «El historiador Funes»: «¡No ha sido tan penitente la ciudad sapiente en los últimos tiempos, cuando a sus antiguos doctores se sucedieron en el mando los hijos venidos de las campañas pastoras!».

Esté antes o después, la escritura no puede no tener relación con ello, se doblega incluso a ello en el sentido de que su trazado se hace helicoidal, lo que permite evadirse de las divisiones referenciales, propias del enunciado, tales como «período colonial» y «período republicano». A partir de la helicoide, se trata exclusivamente de la actualidad; es por ello que me adelanté a considerar que existe una unidad de objetivos entre Recuerdos y Facundo. Pero, a la vez, como esta escritura resulta de un cruce, diría que el trazo helicoidal, motivado por lo político como impulso a volver con obsesividad a un campo, emana de una mirada situada en un punto alto de observación, figura que puede explicar la relación intertextual con Viajes, como una textualidad constituida en su totalidad sobre la mirada desde lo alto, la mirada del cronista o del viajero.

El impulso que domina la enunciación, por su lado, se configura como excentricidad respecto de un núcleo central, de orden temático; es como si se pasara, sin poderlo reprimir, de un orden de exposición -o de un campo- a otro orden -otro campo. Así, por ejemplo, cuando inicia una descripción ambiental, tanto de un ambiente que conoce por experiencia propia como de uno que reconstruye por lecturas o referencias, recae en una anécdota o una situación que la ilustraría, incluso en lo que concierne a lo económico-productivo o cultural o antropológico. Véase este párrafo, lleno de gracia: «Larga procesión de vecinos condolidos acompañaba al panteón el fúnebre carro, cuando cruje el rodado, rómpese y es fuerza descender el féretro en la puerta misma del infortunado Mallea, que estaba a la sazón sacando afanado aquella fatal cuenta que lo traía confundido». Pero esa ilustración se desarrolla y adquiere -el ejemplo da una idea de las posibilidades- un carácter de relato independiente que cambia la atmósfera descriptiva. Ese paso no se produce nunca de manera inerte; justamente, el brío característico de su prosa tiene en ese punto de articulación su lugar de aplicación y hasta, pero ésta es otra reflexión, su nacimiento.

Es en virtud de ese mecanismo mismo -ese descarrilamiento- que su prosa evade los riesgos de la convencionalidad y lo que explica, tal vez, su vigencia en el sentido no sólo de la fortuna que han tenido muchos de sus «cuentos», si así podemos calificar tales expansiones, y las «figuras» que metonímicamente los encarnan, sino también de las múltiples lecturas que soporta el conjunto así concentrado y descentrado, fuera de una tipología discursiva o de un acuerdo entre tipos de discurso pero dentro de una lógica «latinoamericana» que requiere del narrarse para explicarse y entenderse, así ese narrarse sea resultado de un desplazamiento.

En otra parte llamé a la relación que Sarmiento establece entre el referente que lo lleva a referir -magro y pobre sin duda- y el referido que resulta, «la gran riqueza de la pobreza». Creo que el desplazamiento observado en Recuerdos de provincia abunda en esta cualidad y muestra, otra vez más, el modelo que puede constituirse en una perspectiva de «riqueza de la pobreza».





Indice