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Bioy Casares y la percepción privilegiada del amor: la invención de Morel y la arcadia pastoril

Margo Glantz





Este ensayo fue pensado como una reflexión a las palabras de Octavio Paz en La máscara y la transparencia:

El tema de Bioy Casares no es cósmico sino metafísico: el cuerpo es imaginario y obedecemos a la tiranía de un fantasma. El amor es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra: corremos tras de sombras pero también somos sombras.



¿Si yo nací de amor y de amor muero
si estoy con él contento,
que cuenta o que descuento
podría dar al mundo en apartarme?


Jorge de Montemayor1                


La invención de Morel, «objeto artificial», es una ficción científica, policíaca, fantástica, pero sobre todo amorosa. Usando de una geometría implacable que pone en juego hipótesis que se van descartando por la razón, la isla desierta, poblada de imágenes, en la que el narrador de la ficción se confina, se convierte en la prisión amorosa, en el paisaje filosófico ideal donde se asienta el amor, libre del mundo, entregado a sí mismo: isla de libertad pero también isla interior donde la pasión se va anudando a la mirada.


ArribaAbajo1. La isla y la construcción de la utopía

El que narra, huye y narra su huida. Su narración precisa con sistema implacable un ejercicio minucioso de náufrago que, a diferencia de Robinson que naufraga al azar, busca y encuentra su isla perfecta. Perfecta porque parece asilarlo de una persecución en la que todas las fuerzas de represión lo acorralan. Es acorralado por las aduanas, por los documentos tenaces, por las redes de verdugos que entretejen las policías del mundo, por las leyes de una libertad condicionada a los retratos sellados que cubren los pasaportes bajo firmas filisteas de repúblicas tiranas. Acorralado va también por una búsqueda infinita de paraísos en una isla utópica de eterna primavera y soledad pausada, soledad de la que el amor pareciera estar ausente, como ausente también está el hombre.

Robinson se encuentra de repente sobre la arena a la que lo han precipitado el desorden de los mares y su desobediencia indigna de puritano, pero Robinson repara con precisión pragmática los daños del naufragio y reconstruye una dimensión espacial que niega la isla, y nos devuelve a un puritanismo esencial que diviniza el trabajo ordenando el espacio y el tiempo para volverlos ingleses. La isla de Robinson es una antiutopía, porque niega la antítesis pastoril que opone el campo a la ciudad y comete la herejía de ordenar el paraíso siguiendo las reglas que la revolución industrial le impone. Robinson instala sus industrias, cerca sus latifundios, cuida sus propiedades, contabiliza sus ganancias y se mantiene estrictamente vestido cubriéndose pulcramente con parasoles surgidos por el afán de mantener una claridad de piel que defina la superioridad europea. En todo caso, Robinson crea la utopía puritana, la utopía del individualismo y la isla deshabitada se construye palmo a palmo sin que su autor dude de su excelencia. La isla robinsoniana estaba desierta y era un paraíso de la inocencia natural; la industria de su náufrago la convierte en una bien organizada factoría que devuelve con creces la inversión.

El narrador del manuscrito desembarca en una isla hacia la que lo ha conducido su destino de perseguido. Encuentra un paraíso cuyo espacio ha sido violado por construcciones. Las factorías de Robinson vulneran el espacio paradisíaco, los edificios de Morel ostentan el orgullo de su gratuidad. Unas son obras del hombre que naufraga, las otras hacen naufragar al narrador. Ambas son invenciones, pero una ilustra la laboriosidad pedestre y mecánica del hombre, las otras exaltan su imaginación y pretenden su inmortalidad. Robinson persigue también la inmortalidad, pero la del trabajo mecánico, la mezquina y cotidiana inmarcesibilidad de un quehacer perpetuado. Morel pretende perpetuar una semana de felicidad ociosa. El narrador-perseguido de la Invención se ha confinado dentro de la isla construida; su persecución lo aleja de esas ciudades que hombres como Robinson han ideado, esas ciudades que se perfeccionan con sistemas carcelarios, con métodos de tortura, con fotografías y huellas que desidentifican y en la isla convergen los dos destinos, el que ha hecho regresar a Robinson a la civilización dejando atrás un simulacro y el de perseguido que vuelve a la isla para salvarse de la civilización.

La isla apresa al narrador y su paraíso parece semejante al de Adán arrojado por Dios a la tierra y condenado a ganar su pan con el sudor de la frente. Es paraíso porque lo aleja de sus perseguidores y de esa justicia ambigua, abstracta, personalizada en aparatos persecutorios; es infierno porque la isla lo enfrenta a una naturaleza alterada por duplicaciones, a una naturaleza que desdobla los soles y refleja dos lunas, que yuxtapone extrañamente veranos y primaveras y reúne peces corrompidos y peces adorno del acuario, que calcina los árboles o les da un verdor eterno. Las mareas adelantan el verano e inundan las playas que lo albergan y producen figuras en un espacio antes alterado sólo por los edificios. A la persecución de la naturaleza se añade la persecución de los «intrusos» que asedian al autor del manuscrito.

El asedio lo mantiene vivo, aunque siempre se aproxime a su muerte. Todo ese laborioso aparato refleja una construcción que se habrá de llamar Defensa ante sobrevivientes o Elogio a Malthus, para demostrar que «el mundo [...] es un infierno unánime para los perseguidos». Ese manuscrito que ha llegado a ser una necesidad fundamental para el narrador se postula como espejo de una vida que por la palabra habrá de sacar a su creador del caos al que lo precipita la persecución, pero, que en realidad es el reflejo escrito del universo construido por Morel. Así a la duplicación de fenómenos naturales, a la coincidencia de vida y muerte que se alían imperturbables, se responde con la duplicación del paraíso desdoblado en laberinto y abismo de la escritura.

Descifrar el enigma es destruir el laberinto, penetrar, siguiendo paso a paso ciertas claves en su secreto y descubrirlo, es advertir que la civilización tecnológica le ha prestado a Morel, el constructor de los edificios, un recurso de eternidad. Inventando la inmortalidad de las imágenes mediante la cinematografía perfeccionada, Morel le devuelve al cuerpo una realidad que se reiterará indefinidamente en un reflejo polivalente de espejos. Morel ha fotografiado la vida y la ha conservado en una isla desierta y el flujo y reflujo de las mareas asegura su perfecta conservación. El genio de Morel erige un monumento, un museo en el que vivirán eternamente algunos hombres y mujeres repitiendo eternamente sus mismas voces, sus mismos gestos, sus mismos olores, sus mismas miradas, logrando así la inmortalidad del cuerpo. Morel ha retenido, como los constructores egipcios de pirámides, todos los implementos de humanidad y los ha encerrado en un inmenso sarcófago, reproductor incansable de la misma gesticulación, mero simulacro que recrea la precaria realidad del mundo. Es también, gracias al manuscrito del perseguido que contempla las imágenes y las recrea en su escritura, «el esfuerzo mnemotécnico de los muertos». La invención de Morel ha exaltado la imaginación del perseguido que espía a las imágenes y esta imaginación, que se redime en esquemas policíacos, acaba trascendiéndolos para descubrir -repitiéndolos en la escritura- que el mundo imaginado es «un proceso esencialmente fútil [...] un reflejo lateral y perdido», una junta de sombras como la de Ulises en el infierno.




ArribaAbajo2. Lo policíaco, la ciencia ficción y lo metafísico


El crudo amor tomó posesión de su
libertad, que él suele tomar de los que
más libres se imaginan.



Como Borges, Bioy Casares organiza laberintos escritos, enigmas policíacos que a medida que se descifran van complicando su contenido. El narrador de La invención de Morel va perseguido y como Bioy intenta explicarse el sentido de la persecución, pero cuando el sentido de lo que la isla esconde se descifra, el sentido fundamental queda oculto. Así el esquema policíaco tradicional, manejado escrupulosamente a base de raciocinios encadenados por las hipótesis que se van descartando sucesivamente, se destruye para construir otro enigma que reviste momentáneamente el esquema de la narrativa de ciencia ficción. Esa ficción científica se va aclarando ante nuestros ojos que siguen las peripecias del manuscrito. El manuscrito resuelve el enigma policíaco al darnos la identidad del asesino que ha ideado el crimen perfecto con el pretexto de la inmortalidad; el manuscrito resuelve teóricamente el invento de ese Morel que ha asesinado a sus amigos para inmortalizarlos; pero el manuscrito al resolver los esquemas que ese tipo de novelística nos plantea, abre la interrogante esencial y parece desembocar en otro género de literatura popular: el melodrama. Es melodrama porque dentro de esos esquemas matemáticos donde se resuelven ecuaciones de inmortalidad se introduce el amor.

El narrador intenta salvarse, espía a los intrusos que de repente se han apoderado del paraíso que lo asila y en el campo de su mirada encuentra una mujer. La vigilancia del perseguido que se oculta de la policía y que vincula a los intrusos de la isla con ella, empieza a decrecer a medida que se acrecienta su interés por la mujer sentada que contempla los crepúsculos. El enemigo será desplazado inevitablemente. Detendrá la labor cotidiana de náufrago perseguido que en el trabajo incansable lo identifica con Robinson perfeccionando su individualismo; olvidará al investigador policíaco dedicando con miopía elaborada su vida a la resolución de un enigma, o cancelará al inventor cerebral que diseña artefactos ingeniosos y temibles: Será el enamorado de Faustine y el rival de Morel. Al desplazar el ojo de la cámara que cambia de objetivo, el concepto de libertad también se desplaza y entramos de lleno a un nuevo tipo de utopía, la de la Arcadia pastoril.




ArribaAbajo3. El esquema amoroso y la novela pastoril


Jamás le dio esperanza de alegría
ni aún el leal amante le pedía
sino que su dolor tenga por bueno.



«No espero nada, esto no es horrible. Después de resolverlo he ganado tranquilidad», afirma el narrador después de constatar que su soledad en la isla es total; total, porque aunque ignore todavía la naturaleza de los «intrusos» intuye que no puede contar con ellos. Pero a esa certeza, a esa aseveración de la que se destierra la esperanza, se responde de inmediato, recobrándola: «Pero esa mujer me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas». La desesperanza de la soledad que la persecución impone se trueca en esperanza que la mirada rescata. El narrador ha vigilado para escapar, ha mirado por su libertad, ahora mira a la mujer que mira los crepúsculos y, escondido, la observa. «Ayer, hoy de nuevo descubrí que mis noches y mis días esperan esa hora» (p. 23). La implacable vigilancia se rompe y el hombre que espía para recobrar la libertad, espía a la desconocida. La diaria tarea que se consigna en el manuscrito: la lucha por la supervivencia, el trazado impecable de una mirada que deslinda las actividades de una supuesta policía que amenaza su libertad, y el esfuerzo por descubrir el enigma de la existencia fortuita y repentina de los «intrusos» se cancelan. La mirada se vuelve contemplación amorosa y el espionaje, indagación de sentimientos, introspección.

La unánime ocupación que lo hace sufrir para no morirse de hambre, la escondida vigilancia que acomete para preservar su libertad, la persistente necesidad de consignar hasta el más mínimo de sus actos en el manuscrito, empiezan a transferirse a Faustine, la mujer que contempla los atardeceres. La libertad sigue perdida pero se ha caído en una nueva esclavitud, la más total, la más destructiva para el narrador, la del amor.


Un nuevo amor, un nuevo movimiento
una esperanza nueva, un nuevo celo
la libertad me han puesto por el suelo.


Este descenso al interior de sí mismo es el principio de la constatación de un asedio también interior. El narrador no está perseguido por la policía, la isla no es una cárcel privada, su cuerpo no será entregado a la justicia, ahora es su voluntad la que ha quedado aprisionada en la mirada.

La ficción concebida por Bioy estaba disfrazada. La acción violenta que lo policíaco desata y los esquemas geométricos que la invención diseña se diluyen y la isla de aventuras es una Arcadia que en su aislamiento permite el ocio interior que el hombre necesita para vivir su aventura amorosa sin la contaminación del mundo. La Arcadia que escinde el universo pastoril del mundo cortesano, que separa aldea de ciudad, plantea el deslinde para permitirse un artificio de expresión que como en los diálogos platónicos o en los de León Hebreo desnude la pasión amorosa de su contexto habitual. Al encarnar en forma de novela 1o filosófico se disfraza con la anécdota pero permanece en la figura de las imágenes con las que los arquetipos platónicos se revisten. En la novela pastoril el cuerpo es vencido por el alma: El amor resuelve la servidumbre corporal «y se afina en las fuerzas espirituales del amor para expresar (por medio de la comparación) la íntima experiencia religiosa del mundo».2

La novela de aventuras, la novela policial, la novela de ciencia ficción se han esfumado, entramos en la metáfora de la utopía y en la novela metafísica.

La existencia de Faustine como mujer de carne y hueso no es puesta en duda por el héroe de la narración y la pasión que la contemplación desata es violenta sólo en la medida en que su amor lo obliga a atentar contra sí mismo, o a lo que el narrador cree atentatorio contra sí: a descuidar su vigilancia para no ser atrapado por la policía, que a influjo de su paranoia parece recorrer el mundo persiguiéndolo. La imagen de Faustine afloja la tensión de la huida pero anuda la sujeción amorosa y el narrador inicia tímidamente el cortejo y como los pastores, los caballeros o los poetas provenzales la sirve como si fuera su dama. «¿Qué hace un hombre en estas ocasiones? Envía flores, exclama el narrador» y agrega, consciente del ridículo «[...] pero las cursilerías, cuando son humildes, tiene todo el gobierno del corazón [...] Tal vez sirva la naturaleza para lograr la intimidad de una mujer» (pp. 46-47). Esta conciencia del ridículo no le impide caer en él, ridículo doble pues el narrador ofrece flores y versos a una mujer que es sólo imagen. Este ridículo aparente le otorga su verdadero sentido al acto: cortejará a la desconocida como Petrarca o como Dante utilizando el lenguaje de las flores y como ellos también lo vuelve poema. Envuelta en su falso contexto de novela de aventuras, Faustine parece tener cuerpo y el narrador la desea «con una compostura que sugería obscenidades» (p. 44), para terminar ofreciéndole pinturas florales, campiranas, pastoriles y cantarle versos como trovador redivivo:


Sublime, no lejana y misteriosa,
con el silencio vivo de la rosa


(p. 49)                


haciéndose eco de la descripción que el «desamado» pastor de la Diana de Montemayor hace de su dama:«Aquella en quien naturaleza sumó todas las perficiones que por muchas partes había repartido» (p. 10) . El misterio y la lejanía de Faustine se acentúan por la falta de diálogo. El narrador le habla: «No lo puedo recordar, con exactitud, lo que dije [...] Insistí, imploré, de un modo repulsivo. Al final estuve excepcionalmente ridículo, trémulo, casi a gritos, le pedí que me insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio» (p. 44) . La dama no rechaza ni otorga, contempla el atardecer ante quien la contempla «esperando que la compartida visión de esa calma nos acercara» (p. 44) .




ArribaAbajo 4. La mirada y el reflejo

él jamás alcanzará otro galardón de sus servicios sino mirar y ser mirado, y algunas veces hablar a la dama a quien sirviera delante de cien mil ojos que no dan lugar a más que esto.



Verdes prados deleitosos, hermosas riberas donde pace el ganado, fuentes claras, doradas flores, alegre primavera, alisos, mirtos, hayas, forman el paisaje idílico y convencional que enmarca, tranquilo, los amores lacrimosos de los pastores. Rabeles, zampoñas, vihuelas, flautas resuenan en los valles y las ninfas, a quienes no ataca el mal de amor, escuchan y contemplan. El amor está hecho de quejas y las quejas se cantan en Montemayor:


Soy del amor desdeñado
de fortuna perseguido
ni temo verme perdido
ni aún espero ser ganado;
un cuidado a otro cuidado
me añade siempre el amor;
guárdeos Dios de tal dolor.


(p. 127)                


Oír es esencial para los pastores. Su amor se dice, se canta y los pastores se oyen unos a otros mientras se cuentan historias de amor ante oídos que saben de ellas y se exhalan quejas. Pero el amor entra por los ojos y la vista precede al oído.

La mirada ofrece una de las máximas paradojas en el repetitivo juego de antítesis que la poesía provenzal puso a circular siglo tras siglo. Cupido es ciego y el amor enceguece; no mirar es guardarse del amor, mirar es dejar de ver, pues al amar se pierde por igual vista y razón


Pasaba amor su arco desarmado
los ojos bajos, blando y muy modesto,
déjame ya atrás, muy descuidado.
¡Cuán poco espacio pude gozar esto!
fortuna, de envidiosa, dijo luego:
¡teneos amor!, ¿por qué pasáis tan presto?
Volvió de presto a mí el niño ciego
muy enojado en verse reprehendido
que no hay reprehensión do está su fuego.
Estaba ciego amor, más bien me vido
tan ciego le vea yo, que a nadie vea,
que así cegó mi alma y mi sentido.


(p. 151)                


Y esta imagen ciega que ciega de amor es la de Faustine contemplando el atardecer. Faustine mira sin ver, está ciega para mirar a quien la mira, es imagen contemplada por quien a su vez tiene el sentido cegado por la contemplación que se cancela en el silencio:

No fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto fue como si los oídos que tenía no sirvieran para oír, como si los ojos no sirvieran para ver.


(p. 4)                


Lo que le sirve a él para ver no le sirve a ella para verlo y la mirada se cancela en el oído, en la voz que llama, sin mirar al Argos que persigue desde fuera para internarse en la persecución que ciega por dentro. El narrador se ha perdido buscando la libertad, perseguido por una justicia anónima y la fortuna se venga de él precipitándolo a la mirada de un espejo ciego.

Cuando la mujer llegó a las rocas, yo miraba el poniente. Estuvo inmóvil, buscando un sitio para extender la manta. Después caminó hacia mí. Con estirar el brazo la hubiese tocado. Esta posibilidad me horrorizó (como si hubiera estado en peligro de tocar un fantasma) En su prescindencia de mí había algo espantoso.


(p. 45)                


Los ojos se abren a la mirada y en ellos la imagen se concentra. Amor ha visto y ha cegado pero ha entregado el espejo donde se halla el reflejo que se contempla con los ojos del alma. Alma y cuerpo se niegan. En el mundo de los arquetipos platónicos no hay cabida para los ojos del cuerpo; la mirada encarnada se ciega y priva de razón a quien ha visto. Los ojos no sirven para ver, los ojos miran y mirar en demasía es mirar por espejo (de nuevo Montemayor):


Solía tener ojos y estoy ciego
hombre de carne fui, ya soy de fuego.


(p. 66)                


El eco multiplica los sonidos -Argos- y los espejos multiplican las imágenes. Y eco y reflejo son sombras en las que los sentidos se niegan. La percepción se pierde y los cinco sentidos se anulan ante las imágenes y el cuerpo desaparece. Los ojos son el espejo donde se mira el amado, pero el espejo del alma. Montemayor reitera: «Do quiera que volvía la cabeza, hallaba su imagen y su trasunto, y la más verdadera, trasladada a mis entrañas» (p. 210) . Los pastores se miran a los ojos y ellos devuelven el reflejo de la imagen del amado; o se inclinan como Narciso ante los ríos para contemplar la imagen que el río devuelve a los ojos; el bizantinismo mayor es contemplar a la amada en el río y ver su imagen repetida en el espejo que se le tiende para que ella peine sus cabellos que, al ordenarse, ordenan también la imagen. Este reflejo multiplicado se reordena en La invención de Morel dentro de la invención misma. Morel ha construido un museo con un biombo de espejo «que tiene veinte hojas o más». También un acuario que es el piso de un salón redondo, con cajas invisibles de vidrio y lámparas eléctricas. «Con el piso iluminado -añade- y las columnas de laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando mágicamente sobre un estanque en medio de un bosque» (p. 27) . Este museo con reflejos cambia, las percepciones y se tiene la impresión de vivir en una atmósfera mágica. Esta magia se construye dentro del invento mismo, pero en la novela pastoril se inserta tranquila dentro de la verosimilitud de la Arcadia. El palacio de Diana ha sido construido como templo del amor y en él se miran las cosas bellas que aunque hechas por el «humano artificio» parecen naturales porque son el reflejo de Dios. Felicia, la sacerdotisa de Diana cuida del «buen amor» o del «amor fino» y las habitaciones de su templo están mágicamente situadas dentro de un bosque. Las habitaciones de Morel reproducen esa atmósfera mágica: sirven para conservar la memoria. Memoria e imagen son inseparables; la memoria recoge la imagen del amado, es una pintura vista con los ojos del alma. En La Diana los


Ojos que ya no veis quien os miraba
cuando érades espejo en que se vía [...]
Aquí tengo un retrato que mengaña
pues veo a mi pastor cuando lo veo
aunque en mi alma está mejor sacado.


(p. 25)                





ArribaAbajo5. La memoria y sus recuerdos concretos


¡qué engaño tan notable
pedir a una pintura lengua o seso!



El olvido se borra con el recuerdo. La memoria guarda en el alma la imagen de lo vivido y los objetos concretos hacen regresar lo que se ha ido. Las cartas y los versos recuerdan las palabras «para pasallas por la memoria a tiempo de quien las dijo, no la tiene de mí» (Montemayor, p. 15). Las palabras escritas pasan ante los ojos y devuelven el pasado, son los ojos de la memoria y las pinturas son el reflejo de la imagen del amado. Las palabras se encomiendan a la memoria que es a la vez los ojos y los oídos del alma y ella el espacio donde el eco se convierte en espejo del sonido.

Diana recuerda a su amado y refleja su retrato en el río colocando un espejo para contemplarse junto a la efigie del amado, cantando unos versos de ausencia y repitiendo una escena amorosa tiernamente rememorada. La rememoranza es un múltiple juego de espejos y de sonidos y la construcción de Morel se erige en el edificio propio para lograrla y al explicar su invento lo hace con estas palabras:

Desde hace mucho tiempo era posible afirmar que ya no temíamos la muerte, en cuanto a la voz. Las imágenes habían sido archivadas muy deficientemente por la fotografía y por el cinematógrafo. Dirigí esta parte de mi labor hacia la retención de las imágenes que se conservan en los espejos.


(p. 105)                


Antes, el narrador se ha encontrado perplejo al «oírse interminablemente escoltado por la bandada solícita de los ecos, multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en un sótano más bajo[...]» (pp. 30-31). «La multiplicación de cámaras simétricas reproduce multiplicado el sonido en un edificio destinado a almacenar la vida en el recuerdo fotografiado. Y el manuscrito del narrador asegura que las líneas que en él escribe "permanecerán invariables"» (p. 33) .

El recuerdo se guardará en la fotografía y en el libro. La fotografía recogerá los instantes y los repetirá también «invariablemente» en la imagen reiterativa que durante ocho días captó la vida y le devolvió su cuerpo a la memoria. El manuscrito recoge la memoria del náufrago y repite de nuevo los mismos días transcritos por la palabra. Sonido e imagen se sintetizan en la palabra escrita formando el tercer cuerpo de la memoria. Esta superposición de memorias recogidas por los diversos métodos señalados asegura la inmortalidad aparente de un eterno retorno de las imágenes a las que Morel pretendió conservar la vida sin advertir, como el narrador, «que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo» (p. 25) .

Morel ha logrado mediante su invento una imagen tan perfecta que engaña los sentidos; los sentidos son conservados en la imagen, pero los cuerpos de quienes ofrecieron sin saberlo su figura al objetivo de las cámaras son calcinados por ellas. El cuerpo se ha quedado en los ojos de la memoria y gracias a este malabarismo la imagen también se ha calcinado para integrarse con la palabra escrita del libro que el narrador nos ha legado: la imagen se ha convertido en idea y el texto es el recuerdo concreto de la memoria.




ArribaAbajo6. Memoria y entendimiento


[...]decía Eurípides que el amante vivía
en el cuerpo del amado



(p. 196)                


El concepto del amor pastoril tal y como se advierte en la Diana de Montemayor, está fincado en el platonismo y específicamente en la versión que de él divulgan los Diálogos de Amor de León Hebreo durante el Renacimiento. El amor nace de la razón pero no se gobierna por ella y el enamorado es un desenfrenado «porque quien bien ama se desama a sí mismo, que es contra toda razón y equidad, porque el amor es caridad y debe principiar de sí mismo, lo cual no guardamos, pues amamos más a otros que a nosotros mismos». El amor niega el entendimiento, penetra la mente y perturba «donde está el juicio y hace perder la memoria de toda otra cosa, y de sí sólo la llena, y en todo hace al hombre ajeno de sí mismo y propio de la persona amada» se inscribe en la Diana (p. 198).

La memoria es una de «las potencias del alma», las otras son la voluntad y el entendimiento. Ante el amor dejan de ser potencias que protegen al ser humano para volverse sus enemigas. El amor se vuelve «el señor de los pensamientos». Al enamorarse, o mejor dicho, enajenarse, el enamorado conserva una memoria que entra por los ojos y se desvincula del cuerpo para asentarse en las entrañas del enamorado y utilizando una imagen del tiempo, para vivir en el cuerpo del amado. Montemayor asegura:

Esta memoria tiene cargo de representar al entendimiento lo que contiene en sí y del entenderse la persona que ama viene la voluntad [...] a engendrar el deseo, mediante el que tiene el ausente pena por ver aquel que quiere bien. De manera que todos estos efectos se derivan de la memoria, como de una fuente de donde nace el principio del deseo [...] como la memoria sea una cosa que cuanto más va, más pierde su fuerza y su vigor, olvidándose de lo que le entregaron los ojos, así también la pierden las otras potencias, cuyas obras en ella tienen su principio.


(p. 202)                


El amor entra por los ojos, pero se asienta en la memoria, que se vuelve ajena al enamorado. Y al serle la memoria ajena, le fallan el entendimiento y la voluntad; es la memoria la que ciega al enamorado, de ella depende su razón. El hombre libre de amor puede ser esclavo de su cuerpo pero mantiene libres el entendimiento y la voluntad; el amor principia por encadenar la voluntad que enajena a la lengua que no podrá manifestar libremente su pasión; aún el esclavo a quien se le encadenan los miembros es dueño de su albedrío. El narrador llega a la isla desierta para recobrar la libertad y una fuente mecánica de memoria lo encadena a la mirada, el amor que le llega por los ojos de una memoria ajena en el doble sentido de la palabra; es ajena porque lo aliena, pero es ajena también porque la mujer que mira al atardecer es sólo una figura que corporifica la memoria del alma fascinando los ojos, pero fascinándolos porque es fantasma, es sueño, es alucinación. Es fantasma en el sentido renacentista que expresa perfectamente este verso de Bartolomé Torres Naharro:


Soy como una fantasma
que pasa con el nublado
como sombra de tejado,
como una estatua de sal,
como un salvaje animal
en una pared pintado.


Los intrusos aparecen de repente en la órbita visual del narrador y son, como «héroes del snobismo» o «pensionistas de un manicomio»; sus apariciones inesperadas ponen en peligro su vida. «Sin espectadores -o soy el público previsto desde el comienzo- para ser originales cruzan el límite de incomodidad insoportable, desafían la muerte. Esto es verídico, no una invención de mi rencor [...]» (p. 39). En los ojos del narrador se ha proyectado la memoria de Morel y su propia memoria de perseguido refleja sus movimientos interiores proyectándolos a su vez sobre los seres extraordinarios que parecen desafiar a la muerte y que en realidad viven en un verano ajeno al de la isla, es el verano de la fotografía del recuerdo, el verano de la memoria mecánica y enajenada. La memoria del narrador empieza a transformarse y yuxtapone el recuerdo del perseguido a la imagen del fantasma: «No sé, todavía, si contaban, efectivamente cuentos de fantasmas, o si los fantasmas aparecieron en la frase para anunciar que había ocurrido algo extraño (mi aparición)» (pp. 59-60) . Al jugar con el doble sentido de aparición que es apariencia pero también fantasma, el narrador se desdobla en el que mira a los fantasmas o apariciones (las imágenes de Morel) que lo persiguen y en el perseguidor del fantasma de Faustine. La mirada del narrador abarca a Faustine, pero la de ella prescinde de él «como si yo fuera invisible» (p. 43) . El cuerpo invisible de la joven proyectada como fantasma por la máquina de Morel vuelve invisible al narrador en el espejo de la memoria enajenada3. La memoria que entra por los ojos, esa memoria que ha visto una mirada «aumentando el mundo» convertirá en imagen al narrador y al convertirlo en imagen desaparecerá su cuerpo quedando sólo su «aparición», su «fantasma» será invisible. Bioy Casares ha logrado encontrar una simbología nueva para cristalizar el viejo mito amoroso; el arquetipo platónico se inserta en una nueva forma de enunciar la metáfora «fabricada a imagen de las criaturas del tiempo» que el cinematógrafo ha preservado en su eternidad precaria.




ArribaAbajo7. Los arquetipos revelados


Parnaso monte, sacro y deleitoso
museo de Poëtas delicioso [...]



La isla de Morel es un espacio sagrado donde se ha construido la utopía de la eternidad. La eternidad que Morel sugiere ha encontrado su espacio y su proyección pero le faltaba la mirada. La mirada recrea la utopía y confirma su existencia en las palabras del manuscrito que la revela. Sin la narración, la isla sería una utopía sin memoria, un espacio mutilado, un espacio sin ritual, un espacio invisible. El narrador es el testigo de la creación, es el espectador ante quien se proyectan las sombras: a él se le confiere la investidura del sacerdote que al oficiar el ritual nos lo trasmitirá. El narrador anónimo de la Invención juega en el manuscrito el mismo papel que el narrador de La isla de Moreau de H. G. Welles citado en el prólogo de Borges que antecede a la novela de Bioy «cuyo título, subraya Borges, alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau» (p. 15) . Charles Edward Prendick naufraga específicamente para revelar en su manuscrito la existencia hipotética de una isla, sitio sagrado de la invención. Moreau inventa nuevos hombres y en medio del dolor injerta monos a pumas, cerdos a gatos, perros a lobos y monos a hienas. Sus hombres-bestias tienen la inteligencia del dolor y la conciencia sagrada del templo que lo deifica. Moreau se erige en Creador y transforma a la naturaleza creando nuevas formas animadas. «A esto precisamente, al estudio de la plasticidad de las formas vivientes, es a lo que he consagrado mi vida»4. Estos homúnculos, arquetipos realizados -como el Golem, figura tan cercana a Borges- aumentan y pervierten el universo de las formas y Moreau se postula como su creador, pero creador de simulacros, como Morel creador de un simulacro de eternidad. El narrador de la Invención y Prendick el narrador de Moreau revelan el simulacro transfiriéndolo a lo escrito, nombrándolo para que sea. El espacio sagrado del libro condensa la mirada y la voz que nombra, repitiendo el arquetipo, imitando esos objetos eternos que constituyen «el reino de las posibilidades e ingresan en el tiempo». Esta investidura que sacraliza al narrador revelándolo como intermediario entre la creación y la mirada se advierte en la Invención por una ausencia. Morel edifica su isla y determina el sentido de sus construcciones «en la parte alta de la isla están el museo, la capilla, la pileta de natación» (p. 24) . El museo es el hotel -o el «sanatorio» donde se alojan los intrusos- es a la vez su mausoleo, porque en él se asienta su epitafio eternamente; la pileta de natación es el sitio reservado al ocio, a esa felicidad de ocho días de vacaciones y la capilla existe per se, por su sentido de capilla, pero en ella nadie oficia. El narrador confiesa: «Se me ocurrió esconderme en la capilla (el sitio más solitario de la isla). Estaba en los cuartos reservados para que los sacerdotes tomen los desayunos y se cambien de ropa (no he visto ningún cura ni pastor entre los ocupantes del museo)» (p. 38) . El narrador ocupa sin saberlo su sitio definido. Oficia en la ignorancia de su oficio y lo transfiere a la escritura, espacio sagrado de la utopía.

El arquetipo platónico de la utopía está en La república y en Las leyes. La construcción de Morel puede proceder de la de Moro (obsérvese de nuevo la cercanía entre Moreau, Morel y Moro); hasta la precisión cuidadosa de las minucias parece indicarlo así5. Aunque verosímil este acercamiento a la utopía es superficial. En la Utopía de Moro no tiene cabida el amor y la mujer no se representa como arquetipo. La relación sexual se descarta como un acto natural,

una simple expulsión de materias que ocupan el cuerpo con exceso. Así ocurre cuando se limpia el intestino o se practica el acto de la generación o se calma alguna picazón friccionándola o rascándola.6



Es simplemente uno de los mecanismos vegetativos del cuerpo humano y el deseo nunca impera sobre la voluntad, esclavizando al hombre. El matrimonio es tratado como asunto de estado y sus leyes se determinan con rigor y austeridad, pero sin puritanismos.

La invención de Morel se realiza en el amor y el sacerdote del manuscrito oficia ante la imagen de su Dama. Es la utopía de la Arcadia griega y el propio Bioy Casares afirma su procedencia cuando en su novela Plan de evasión, también situada en una isla, también historia de amor y libertad, el protagonista define un gusto literario como exquisito si se asocia a las lecturas de Teócrito, Mosco y Bión, los creadores helenísticos del género pastoril.7

El templo de Diana en el que oficia Felicia (en Montemayor) está consagrado al «amor fino» -el amor casto- y allí se adoran todas las cosas bellas. Las obras de la industria humana -las joyas, los materiales preciosos que construyen el templo, las artísticas telas- son maravillosas porque imitan la obra del Creador, la Naturaleza, y se ven enmarcadas por ella. Son admirables como reflejo de la creación. En las Eneadas de Plotino se lee:

Que los hombres a quienes maravilla este mundo, su capacidad, su hermosura, el orden de su movimiento continuo, los dioses manifiestos e invisibles que lo recorren [...] eleven el pensamiento a esa realidad, de la que todo esto es la copia. Verán ahí las formas inteligibles, no con prestada eternidad, sino eternas [...]



Y a este texto citado por Borges en su Historia de la eternidad; se agrega otro comentario borgiano:

El universo ideal a que nos convida Plotino [...] es el inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos. No sé si lo miraron ojos mortales (fuera de la intuición visionaria o la pesadilla) o si el griego remoto que lo ideó, se lo representó alguna vez, pero algo del museo presiento en él: quieto, monstruoso y clasificado.8



La apariencia de movimiento proyectada por las cámaras de Morel es el incesante movimiento de las mareas que siempre giran eternamente arrastrando en su reflejo a las imágenes que se repiten en un lapso detenido en una semana, el tiempo de la creación divina, recogido en un edificio denominado museo, pero su «plenitud es precisamente la de un espejo, que simula estar lleno y está vacío, es un fantasma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la capacidad de cesar».9

He citado largamente a Borges. El libro de Bioy le está dedicado y el prólogo fue escrito por él. Las preocupaciones de ambos escritores son semejantes y en los escritos teóricos del autor de El aleph puede adivinarse la exégesis del universo de La invención de Morel. Modifico la aseveración: el universo teórico de los dos autores es muy parecido; no es idéntico. El de Bioy de Casares introduce el amor. Y en el museo de las formas inteligibles que simbolizan la eternidad destaca la imagen del amor, imagen que Borges ha preferido soslayar.




ArribaAbajo8. La imagen de la mujer


Tengo amor; no espero en él
porque aquel
que es conforme a su dolor,
casi tiene por favor
perder la esperanza dél;
que si alcanza
el amador confianza,
no quede el amor tan fino
como yendo su camino
sin estorbo de esperanza.



La Diana de Jorge de Montemayor es una épica del amor cortés, del «buen» amor, del amor «fino», del amor «casto».


Yo desta manera os quiero
y aquel que de otra os amare
Señora si os deseare
no muera del mal que muero;
mandádle que se declare.
Y no presuma
ninguno, aunque se consuma,
hacerse a sí tal afrenta,
que estando en tan dulce cuenta,
quiera llegar a la suma.


El amor a la pastora es última instancia contemplativo o platónico para utilizar ese estereotipo tan manido. No importa que Felicia, la sacerdotisa de Diana, componga los humanos amores y que los «confederados amadores» consumen en el matrimonio su pasión; sucede, como en los cuentos de hadas, a manera de final feliz, separado del contexto de la queja y del dolor y como recurso de verosimilitud. El deseo parece aniquilarse en el desenfreno de la voluntad y se localiza en la mente.

Bien parece que hablas el mal que no tienes experimentado -responde Sireno, el olvidado pastor, a los argumentos de la ninfa Polidora-, porque el amor de aquellos amantes cuyas penas cesan después de haber alcanzado lo que desean, no procede su amor de la Razón, sino de un apetito bajo y deshonesto


(p. 201),                


repitiendo casi textualmente uno de los argumentos con que Filosofía responde a la Razón en los Diálogos de amor de León Hebreo.

El amor así definido se depura para convertirse en amor espiritual y en amor divino. El amado es «perfección sobre natura», es «luz que ciega», es «alma gentil»; el enamorado pasa «el tiempo» en la contemplación del rostro de su señora y concluye diciéndole como los poetas místicos a su Dios:


Extraño caso, efecto no pensado
que vea el mayor bien cuanto te veo
y tema el mayor mal si vo a mirarte.


(p. 148)                


Las mismas palabras pueden leerse a dos niveles y el homenaje del enamorado a su dama puede traducirse como el diálogo entre el Alma y el Creador:


No miren mi perdimiento
sino por quién me perdí
y habrán envidia de mí.10


Amor profano y amor divino se combinan en el mismo verso y tienen ese doble valor. La «diversión» amorosa es tan grande que la pasión por la dama se trueca en altísima y sagrada pasión; el amor fino se transforma en amor divino.

El narrador enamorado, «divertido» de su pasión primera, la huida, se precipita hacia Faustine persiguiendo un deseo. Se le acerca «con una compostura que sugería obscenidades», baja la voz y «aumenta la obscenidad del tono». Verla «como posando para un fotógrafo invisible» le provoca sueños también obscenos. Sus versos y el jardincito de flores que le prepara para declararle su amor tienen el objeto de lograr «su intimidad» visualizada en sus alucinaciones como algo contaminado: Su amor es una mezcla de opuestos a la manera petrarquiana no tanto por sus imágenes sino por la dicotomía que revela:

A pesar de los nervios, hoy he sentido inspiración, cuando la tarde se deshacía participando de la incontaminada serenidad, de la magnificencia de la mujer. Este bienestar volvió a tomarme de noche; tuve un sueño con el lupanar de mujer es ciegas que visité con Ombrellieri, en Calcuta. Apareció la mujer y el lupanar fue convirtiéndose en un palacio florentino, rico, estucado. Yo confusamente, prorrumpí: ¡Qué romántico!, lloroso de felicidad y de vanagloria.


(pp. 54-55)                


Ese romanticismo se alía a un bienestar y a una felicidad «incontaminadas», a un palacio refinado, precioso, el refinamiento va asociada a la palabra «lupanar» que es violenta en sí misma y connota obscenidad. Pero el elemento más inquietante para el narrador y aún para el lector es aquí la imagen de las prostitutas ciegas; pareciera que la sensualidad se perfeccionara por la falta de uno de los sentidos y se intensificara. en el tacto, más propicio a ella. El deseo así representado se trasmuta sin embargo; surge a influjo de la mirada y se manifiesta en un tono susurrado, mientras se dibuja con flores un diminuto paraíso, edén amoroso que diluye el deseo contaminándolo de romanticismo y de amor cortesano.

El retrato florido de Faustine, jardín-homenaje a su belleza, la presenta

de frente, con los pies y la cara de perfil, mirando una puesta de sol. La cara y un pañuelo de flores violetas forman la cabeza. La piel no está bien. No pude lograr, ese color adusto, que me repugna y me atrae. El vestido es de flores azules; tiene guardas blancas. El sol está hecho de unos extraños girasoles que hay aquí. El mar con las mismas flores del vestido. Yo estoy de perfil, arrodillado. Soy diminuto (un tercio del tamaño de la mujer) y verde, hecho de hojas.


(p. 51)                


La atracción que siente por Faustine está hecha de deseo y repugnancia; más bien la atracción es la repugnancia misma, la que se siente por una mujer-objeto y carente de visión que se revela en un sueño. Esa misma mujer prostituida, repugnante, ciega, es una madona contemplando el crepúsculo vestida con los colores de la inmaculada concepción, azul y blanco, símbolos del cielo, y el enamorado la contempla empequeñecido como en esos retablos en que el donador se arrodilla ante la virgen, vestido de verde esperanza para ofrecerle su homenaje. Es su caballero y como en la Diana reviste sus colores: «Sabed que él sirve aquí una dama que se llama Celia y por eso trae librea de azul, que es color de cielo, y lo blanco y lo amarillo, que son colores de la misma dama» (p. 112) . El lenguaje pastoril se lee a dos niveles y la dama de la corte puede convertirse en Nuestra Señora mediante la alegoría. Faustine es la mujer polarizada en doble objeto, la inalcanzable por divina y la soez cortesana ciega que dicotomiza la poesía amatoria de un Quevedo en imágenes absolutamente disociadas. En Bioy aparecen unidas en el mismo retrato y en el mismo sueño. Lo pastoril -el homenaje florido- se vuelve iconografía, y su sentido se revela en un verso, también florido -es decir literalmente hecho de flores- que se recompone varias veces relacionando siempre amor con muerte:

«Mi muerte en esta isla has desvelado» o, «Un muerto en esta isla has desvelado» o, «Ya no estoy muerto, estoy enamorado», para terminar dejando «el tímido homenaje de un amor».

La ceguera de las mujeres del lupanar recoge las metáforas tradicionales de un cupido ciego que dispara flechas que enceguecen. Es la luz que ciega, el rostro contemplado que deslumbra, mirada que inmoviliza como la de Gorgona o mirada pulverizada por una contemplación multiplicada. Es más, su mirada es la de una sombra, que mira volviendo invisible al narrador.

Y como sombra Faustine se identifica a la imagen perpetua de la belleza, a Elena, «hija dolorosa de Dios», protagonista de una historia gnóstica y «condenada por los ángeles a transmigraciones dolorosas de un lupanar de marineros en Tiro»11. Elena, tiene en la leyenda un «cuerpo insubstancial» y sólo su simulacro o eidolon fue llevado a Troya, donde se instala como hermoso «espectro». Sombra, espectro, simulacro, fantasma, eso es Faustine.




Arriba 9. Amor y muerte

Por esto verás que el amor pasionable que punge al amante, es siempre de cosa hermosa, del que solamente habla Platón y define que es deseo de hermosura; esto es deseo de unirse con una persona hermosa o con una cosa hermosa para poseerla.

León Hebreo



El entusiasmo amoroso es en realidad el endiosamiento, un delirio que procede de la divinidad y lleva su impulso hacia Dios. Este endiosamiento descrito en los diálogos de Platón se define como un delirio divino y permite al amante estar cerca del amado «como en el cielo» y alcanzar a Eros, el deseo total, la inspiración luminosa, en suma, la negación de todo deseo, la aniquilación del ser, fuera de la sexualidad y de toda relación con el cuerpo. Eros suele representarse con atributos y apariencia femenina, como un símbolo del más allá y «de esa nostalgia que hace despreciar las alegrías terrestres. Símbolo equivoco, sin embargo, ya que tiende a confundir la atracción sexual y el deseo sin fin».12

Denis de Rougemont ha aclarado la indudable relación que existe entre la poesía cortesana de los trovadores provenzales y la herejía catara. Herejía que a su vez procede de la compleja red de sectas esotéricas que han amenazado la unidad de la iglesia cristiana desde su mismo nacimiento. Y este catarismo, proveniente de la herejía maniquea, una de las innumerables pero importantes manifestaciones del gnosticismo, postula como doctrina esencial la naturaleza divina o angélica del alma, prisionera de las formas creadas y de la noche de la materia. La ética del gnosticismo se define en la actitud que éste tiene frente a la sexualidad. La relación carnal es nefasta porque contamina, pero sobre todo porque permite la procreación determinando con ella la no cesación de la vida, el tiempo de la muerte. La muerte cesará, según los gnósticos, cuando las mujeres dejen de tener hijos degradando en la materia lo luminoso. La abstinencia y la castidad perfeccionan a los fieles en ciertas sectas, en otras son la licencia, la depravación las que purifican. El cuerpo desaparece por igual en la degradación o en la castidad y ese es el objetivo esencial de los rituales. La Elena profanada en un lupanar oriental es una sombra degradada de la belleza divina, pero la evoca en tanto guarda su luminosidad y exalta su valor simbólico. Este valor simbólico de la imagen femenina la conecta con los arquetipos platónicos que provienen también de un esoterismo. «Platón relacionaba el amor con la belleza, prosigue Rougemont. Pero lo que pretendía por belleza era, ante todo, la esencia intelectual de la perfección increada, la idea misma de toda excelencia». Esta idea de la perfección increada se ha vulgarizado y

nos ha conducido a una terrible confusión, la idea de que el amor depende ante todo de la belleza física, cuando en realidad esta belleza misma no es sino el atributo conferido por el amante al objeto de su elección amorosa. La experiencia cotidiana muestra bien a las claras que el amor embellece su objeto y que la belleza oficial no es una consecuencia del ser amado. Pero el platonismo degenerado que nos obceca, nos vuelve ciegos a la realidad del objeto tal como es en verdad.13



Confundido por su deseo, el narrador ama el cuerpo de Faustine, ese cuerpo materializado, en el que «se han congregado los sentidos» y creado de la propia vida de Faustine. Ese aparato «reproductor de vida» quizá mecánica y artificial, ha de ofrecer «simulacros de personas reconstituidas» a la manera de los objetos que la fotografía reconstruye y completar el cuerpo otorgándole un alma; el alma sería «la conciencia de sí» que la suma de los sentidos congregados entregaría al cuerpo ya reproducido. El alma de las imágenes se crea en un acto de magia efectuado por un prestidigitador, es la «aparición» visible de la apariencia, la materialización del fantasma, la mirada de la ceguera, es en fin la sombra de una sombra. La realidad concreta de la imagen le ha sido revelada cuando Morel explica su invento y el narrador abre los ojos a la realidad pero su fantasía se prosigue en los sueños. Y en el sueño, sombra de la vida, posee a Faustine y constata su partida, para empezar también a morir. Su amor por Faustine es la muerte de su cuerpo, su necesidad de volverse imagen y la constatación de que Morel es su proyección. Morel y el narrador son espejos donde se refleja la misma apariencia y ambos persiguen el mismo fantasma, la misma sombra, un bello espectro, la eternidad del amor: «tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma» (p. 113) .

La isla es el museo de ese «paraíso privado»,14 de esa eternidad que repite la misma conciencia «porque el futuro, muchas veces dejado atrás, mantendrá siempre, sus atributos» (p. 115) . La eternidad se logra aboliendo el tiempo, con un simulacro de futuro y deteniéndolo en la imagen eterna por excelencia, la del amor. Faustine es la posible imagen eterna de Morel, y su invento se ha convertido en «un justo ditirambo» a su hermosura. Morel ama a una mujer que puede ser Faustine o posiblemente Madeleine, Faustine es ambigua y nunca sabemos si ama. La ambigüedad que hace de esta mujer «un ser de fuga» como las que pueblan el universo de Proust, le confiere ese extraño halo indiferenciado y la convierte en estatua mirando hacia el poniente, lista para ser contemplada y adorada por el narrador. La ambigüedad se subraya con la imagen de la ceguera que hace del enamorado un ser invisible y de la dama un fantasma. Faustine no puede amar al narrador porque no se encuentra en el área de su conciencia, su alma no pasó a su imagen al mismo tiempo, pero al penetrar éste en el ámbito de la fotografía su cuerpo se disuelve y aparece en imagen, eternamente, junto a la de Faustine. El narrador finaliza su libra con estas palabras que simbolizan la total ambigüedad amorosa: «Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso». El autor del informe solicita la presencia de una figura ajena a la narración que, como en la pastoril, proporcione el filtro mágico, capaz de desenredar las tramas complicadas y fijar su imagen en la pareja.

El deseo carnal, la atracción sexual que el narrador siente por la imagen se transforma en el deseo sin fin, en el entusiasmo -endiosamiento- que lleva a la muerte, a la trasmutación del ser: «la verdadera ventaja de mi solución es que hace de la muerte un requisito y la garantía de la eterna contemplación de Faustine» (p. 150). Y al morir el narrador, Faustine es asimilada a la imagen de Elisa, otra mujer que el narrador amó al comenzar su fuga, fusionándola así a la imagen esencial, a la de la dama, la de Elena, «cuerpo insubstancial», que define la belleza como perfección increada.

Y al anular la materia y con ella todo deseo carnal, el narrador creado por Bioy se vuelve para siempre el trovador, el pastor, «eterno amante de eterna amada» como diría Quevedo y revelador de un conocimiento -gnosis- que al destruir la materia reinstaura lo luminoso. La invención de Morel es otra de las formas posibles para designar un alfabeto -en el sentido cabalístico- que con la combinación de sus letras resueltas por el enigma, acuñará una nueva forma de la desgastada metáfora que los trovadores provenzales y los bucólicos enamorados intentaron para nombrar al amor.







 
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