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ArribaAbajoLa realidad de la ficción: la Epifanía americana

Darío Villanueva Prieto


Señor Presidente
Señores Académicos
Señor Embajador del Reino de España
Señoras y Señores:

El 8 de abril de 1892, en plena conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de América, desembarca en el puerto mejicano de Veracruz un mozo gallego llamado Ramón José Simón Valle y Peña, que ya de regreso a España, y con el nombre por el que le conocemos -Ramón del Valle-Inclán-, habría de publicar once años más tarde la Sonata de estío. En ella, como es bien sabido, su alter ego, el Marqués de Bradomín, llega de joven a ese mismo escenario americano, y nunca mejor utilizada la palabra escenario, pues si algo caracteriza a este personaje, a lo largo de las cuatro partes que componen sus Memorias, es su constante esfuerzo por acomodar su conducta a modelos dotados de especial atracción para él. Y así, al comienzo de la Sonata de estío, escribe el Bradomín narrador provecto:

al desembarcar en Veracruz, mi alma se llenó de sentimientos heroicos. Yo crucé ante la Niña Chole orgulloso y soberbio como un conquistador antiguo. Allá en sus tiempos mi antepasado Gonzalo de Sandoval, que fundó en México el reino de la Nueva Galicia, no habrá mostrado mayor desvío ante las princesas aztecas sus prisioneras, y sin duda la Niña Chole era como aquellas princesas que sentían el amor al ser ultrajadas y vencidas, porque me miraron largamente sus ojos y la sonrisa más bella de su boca fue para mí. La deshojaron los labios como las esclavas deshojaban las rosas al paso triunfal de los vencedores. Yo, sin embargo, supe permanecer desdeñoso.


Y subrayo esta última frase por lo que tiene de impostación de toda una identidad, como un signo o un complejo de signos construidos   —62→   por el personaje, tanto en el momento vivido como en el relato que le corresponde.

Bradomín, cuando realiza su descubrimiento particular de América, cuatro siglos después del colombino, acomoda su figura a lo que supone fue el proceder de los descubridores, sus antepasados. Bradomín se construye a sí mismo, como el dramaturgo erige con signos los personajes de su drama. Mas ¿sería inaceptable postular que los modelos en cuyo espejo Xavier se mira -los conquistadores- se transfiguraron también semióticamente al pisar el Nuevo Mundo?

Así fue, realmente. Bradomín no solo remeda la actitud orgullosa de Cortés y lo suyos, sino que imita su propia impostura e impostación: su talante fingido y su voz mendaz. Bien lo muestra reiteradamente, Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, redactada en 1551, cuando estaba a punto de salir de las prensas de Juan de Junta, en Burgos, la verdadera editio princeps de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Sirva como prueba de convicción tan solo una cita tomada del cronista. Cuando Moctezuma abre la ciudad de México a Hernán Cortés, lo cita en la plaza de Tatelulco, donde se levantaba el «gran cu», la pirámide escalonada con ciento catorce gradas de arduo ascenso, en cuya cima se encontraba el santuario de Tezcatepuca y Huichilobos.

E así como llegamos, salió el gran Montezuma de un adoratorio donde estaban sus malditos ídolos, que era en lo alto del gran cu, y vinieron con él dos papas, y con mucho acato que hicieron a Cortés e a todos nosotros le dijo: «Cansado estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo». Y Cortés le dijo con nuestras lenguas [intérpretes], que iban con nosotros, que él ni nosotros no nos cansábamos en cosa ninguna.


Semejantes signos de fortaleza menudean en la estrategia de Cortés, así como sus impresionantes paradas militares perpetradas como instrumento para evitar la batalla, o el ardid de construir una catapulta que no funcionaba, pero era generosamente ponderada y exhibida. López de Gómara recoge una arenga suya a los escasos soldados que le seguían, en donde viene a decirles que el resultado de la conquista depende, sobre todo, de «nuestra reputación». Reputación fiera, bien entendido. Por todo ello, es fácil responder a la pregunta que Tzvetan Todorov formula al final de uno de los capítulos de su libro sobre la   —63→   conquista de América, cuya traducción acaba de aparecer aquí mismo, en Buenos Aires: «¿Será que los españoles vencieron a los indios con ayuda de los signos?».

Mas no solo intervinieron en aquel excepcional evento semiótico los signos que los protagonistas creaban ad hoc, con su actio retórica. No menor importancia tuvieron otros signos heredados de las culturas de ambas riberas de la mar oceánica, que actuaron a modo de presuposiciones, en el sentido en que el propio Umberto Eco desarrolla este concepto en su libro sobre los límites de la interpretación. Así, por ejemplo, el mito de Quetzalcóatl, el gobernante cuasidivino que hubo de abandonar el reino de los Cholultecas en dirección al Este, pero cuyo regreso desde el mar para recuperarlo estaba anunciado. Esta presuposición explica la actitud de Moctezuma hacia Cortés, que se le muestra como imagen rediviva del ausente. Y son numerosas las profecías de alcance similar, como la formulada por el maya Ah Xupan Nauat, quien, en el siglo XI de nuestra era, había previsto la invasión del Yucatán para comienzos del mil quinientos.

Lógicamente, es más conocida la otra vertiente -la europea- de este planteamiento semiótico, porque puede ser documentada con profusión dado el carácter literario de la cultura europea de aquel entonces, que acababa de entrar, además, en la llamada, por Marshall McLuhan, «Galaxia Gutenberg». En 1949 apareció en inglés Books of the Brave, de Irving A. Leonard, que fue traducido diez años más tarde en México con el título de Los libros del Conquistador. Según demuestra esta obra imprescindible, la literatura caballeresca formaba parte del bagaje cosmovisionario de los primeros españoles que llegaron a América, y la percepción que tuvieron de tan insólito mundo, como fue aquél para todos ellos, estuvo, desde un principio, condicionada por el horizonte imaginativo de los Amadises, Floriseles y Belianises. No faltan testimonios de ello en Bernal Díaz del Castillo cuando, al referir la primera impresión que la capital azteca produjo en Cortés y los suyos, escribe lo siguiente: «nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís». Pero la palma en este maridaje entre la fábula europea y la realidad americana se produce en el topónimo California, que hacia 1510 aparece en Las Sergas de Esplandián. En efecto, esta continuación del Amadís de Gaula, donde se narran las aventuras de   —64→   su vástago, incluye un largo episodio sobre las aguerridas amazonas que, al mando de la reina Calafia, llegan desde las islas de California para combatir al lado de los turcos. Y en el séptimo libro de dicha serie caballeresca, el Lisuarte de Grecia, reaparecerá esta cohorte californiana, ahora del brazo de los cristianos.

Amén de las referencias de primera mano que el libro de Leonard proporciona, es sorprendente la modernidad teórica y semiológica de sus planteamientos, pues lo que a él realmente le interesa es la sutil incursión de la literatura en los hechos humanos. Así, explora «la posible influencia de una forma popular de literatura sobre la mente, la conducta y los actos de sus contemporáneos españoles en el siglo XVI», convencido de que «los sedentarios novelistas de España, Portugal y Francia no calcularon hasta qué extremo serían responsables de la conquista del Nuevo Mundo». Esta obra impagable planteaba, ya a la altura de 1949, cuando su publicación original en inglés, un tema de tanta actualidad como es el de la interacción entre lo ficticio y lo real.

Precisamente en ese mismo año de 1949, Alejo Carpentier publicaba El reino de este mundo, cuyo prólogo, llamado a adquirir el valor de auténtico manifiesto de la nueva novela hispanoamericana, plantea su teoría de «lo real maravilloso». Entramos, así, en el ámbito estético del «realismo mágico» que tiene su origen en el libro de Franz Roh Nach, Expressionismus (Magischer Realismus) aparecido en 1925, y enseguida puesto en castellano. Se caracteriza allí el arte postexpresionista como partícipe de un nuevo objetivismo, revelador, desde lo concreto, de los misterios que la realidad atesora.

Cierto que tanto en el «realismo mágico» como en la literatura fantástica, el discurso presenta en su contenido diegético dos planos perfectamente diferenciables, el de lo natural y el de lo sobrenatural. Cambia, sin embargo, la manera en que ambos planos se relacionan entre ellos. La antinomia irreductible de lo fantástico se resuelve en armonía gracias al tratamiento formal propio del «realismo mágico». Lo irreal no es, así, presentado como problemático, de modo que no desconcierte al lector, en virtud de aquel principio de oro promulgado en uno de los capítulos metanarrativos de El Quijote (I, 47):

Hánse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles,   —65→   allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas.


Carpentier recuerda en su prólogo que lo que llamamos «realidad» es una construcción mental y culturalmente socializada, que varía de una época a otra. Así, en pleno siglo XVII, mientras la vanguardia intelectual luchaba por difundir las luces de la razón, «unos cuerdos españoles, salidos de Angostura» -escribe el novelista cubano- se lanzaron todavía en pos de El Dorado, y el compostelano Francisco Menéndez buscaba, por tierras de Patagonia, la Ciudad Encantada de los Césares. Pero lo más significativo a nuestros efectos es la mención que Carpentier hace de una narrativa concreta en la que una concepción similar -aunque anterior- del mundo configura, a la vez, la forma del texto y la respuesta del lector: la tradición que desde el Amadís de Gaula y el Tirant lo Blanc, nos lleva hasta el propio Quijote, pasando por otro texto de Cervantes que recupera la estela de los primitivos romances bizantinos: Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

De hecho, este fascinante fenómeno literario depende, sobre todo de un conjunto coherente de recursos compositivos, estilísticos y formales, tal y como apuntaba ya Cervantes en el famoso párrafo del capítulo 47, de la primera parte del Quijote, de manera que la lógica del sistema escritural se mantiene estricta, incluso -y sobre todo- cuando la lógica del mundo referencial es subvertida. Y así, el rotundo tono asertivo de la narración es una de las marcas más ostensibles de esa intencionalidad, consistente en hacer legibles las mirabilia como naturalia. Es fundamental, asimismo, la estrategia de desnaturalizar lo real y naturalizar lo insólito.

Pero no todo es fruto de la forma. También importa el propio estímulo de una realidad tan característica como la americana. Cuando se dice, con Carpentier, que América es el mundo de lo real maravilloso, para cuya descripción los primeros europeos llegados al nuevo mundo reconocieron no disponer de palabras suficientes y precisas, se apunta, más que a un referente empírico, a una elaboración, imaginística e intelectual a la vez, sobre él (lo que en la teoría del signo de Peirce, ratificada por el propio Umberto Eco, es el interpretante, o instancia de intermediación entre signo y referente).

Los primeros españoles llegaron a América imbuidos de fantasías caballerescas; muy pronto, en fin, la creación literaria europea acusa   —66→   la influencia de la maravilla descubierta al otro lado del Atlántico, con lo que el feed-back entre realidad y ficción, o entre ficción y realidad, se completa. Probablemente, el mejor testimonio de lo que digo sea la comedia escrita entre 1596 y 1603 por Lope de Vega Carpio, y titulada El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón.

Se trata, por supuesto, de una pieza propagandística y apologética, en la que, no obstante, se plantea, como ya había ocurrido en nuestra poesía moral, el tema de la codicia como móvil de los conquistadores. Mas nos interesa ahora otro aspecto verdaderamente singular en esta comedia lopesca, que le confiere un cierto aire alegórico, como de auto sacramental. Me refiero a que en su dramatis personae figuran la Providencia, la Religión cristiana y la Idolatría, junto con un Demonio y con los personajes históricos de los Reyes Católicos, Cristóbal y Bartolomé Colón, los Reyes de Portugal y de Granada, El Gran Capitán, los Duques de Medinaceli y Medinasidonia, además de los indios Dulcanquellín, Tapirazú, Tacuana y Auté, entre otros. Pero, junto con ellos, desempeña un papel fundamental, ni más ni menos que la Imaginación, representada como «una figura vestida de muchos colores». Ella es la que, cuando Colón duda a causa del rechazo inicial que sus proyectos merecen por parte de todos, lo lleva por el aire ante el trono de la Providencia, sentada entre la Religión cristiana y la Idolatría. Y la Providencia resuelve con estos versos: «Ve. Imaginación, con él/ donde el rey Fernando está» (vs. 814-815). Entonces Colón, tras aducir en su apoyo los versos de la Eneida que hablan de «una tierra fuera del camino/ del sol y las estrellas, donde Atlante/ arrimaba sus hombros a su fuego», apostrofa, con redoblada energía a escépticos, como el Contador de los Reyes Católicos, esgrimiendo estos argumentos:


Creed que son las Indias que yo busco;
creed que hay gentes, plata, perlas y oro,
animales diversos, varias aves,
árboles nunca vistos y otras cosas;
yo sé que el cielo anima mi propósito,
y mi imaginación levanta al cielo, [...].


(vs. 918-923)                


Se plantea, pues, el origen del descubrimiento como un pulso entre la imaginación fecunda, que no admite fronteras, y los filtros de la credibilidad racionalista, tensión que es característica, como es notorio,   —67→   de ese tránsito entre lo medieval y lo moderno, entre la era teológica y la era positiva que se está cumpliendo por los años de 1492. El Rey de Portugal había despedido al Almirante de malos modos diciéndole: «Vete, Colón, y en Castilla, / que se creen fácilmente/ les cuenta esa maravilla, / que en Portugal no has de hallar/ más crédito ni lugar» (vs. 195-198). Pero incluso al comienzo del segundo acto, ya en las carabelas, Arana, uno de los marinos rebeldes, le increpará de este modo: «¿Adonde está el Nuevo Mundo, / fabricador de embelecos/ y Prometeo segundo?/ [...]. ¿Qué es de la tierra no vista/ de tu engañosa conquista?» (vs. 997-1000 y 1003-1004). El final feliz, con el regreso de Colón acompañado de signos fehacientes de la insólita tierra descubierta, es sellado con este parlamento del rey Fernando, que tan bien se compadece con la argumentación general que estamos desarrollando:


Quien supo, quien hizo tanto,
merece aplauso decente.
Por monstruo y por maravilla
sin primero ni segundo,
le vea el mundo, pues dio un mundo
a los Reyes de Castilla.


(vs. 2826-2831)                


Distinguidos filólogos e historiadores, desde Juan Gil a Fernando Aínsa, entre otros muchos, han estudiado en detalle la proyección sobre el nuevo mundo de viejos mitos bíblicos, de la Antigüedad clásica o de la Edad Media, como, por ejemplo, el legendario reino del Preste Juan, enclave cristiano en África, más allá de los dominios del Islam, o las tierras de Tarsis y Ofir, fastuosas de tesoros como poseedoras de las Minas del Rey Salomón. Imbuido de semejantes ensueños, en 1526, Sebastián Caboto parte de España con el propósito de alcanzar aquellos emporios, y ya en América, envía a catorce de sus hombres comandados por Francisco César hacia el Noroeste con el mismo objetivo.

La expedición resulta un éxito, porque los comisionados regresan afirmando la existencia de tierras con «tanta riqueza que era maravilla, de oro e plata e piedras preciosas e otras cosas». Se basan para ello [...] en el testimonio de unos indios amables encontrados en las pampas de San Luis y Mendoza. Continúa así el sorprendente proceso de   —68→   credibilidad -pragmáticamente diríamos, de eficacia perlocutiva- por el que personas cuerdas y serias se lanzan con riesgo de sus vidas en pos de quimeras fundadas en puros testimonios orales. Rabelais, en Gargantua et Pantagruel. Cinquième Livre. (Chap. XXX), lo satirizará con saña mediante la figura de Oírdecir (Ouy-dire), aquella especie de monstruo lenguaraz, que no puede ver ni moverse, pero que convence con su labia a los sabios que en el mundo han sido, desde Herodoto, Plinio y Estrabón hasta Marco Polo y Pierre Testemoing, trasunto de Pedro Mártir de Anglería.

El apellido de tan crédulo capitán, como fue el Francisco César del que hablábamos hace un momento, da nombre desde entonces a la «Ciudad de los Césares», que se consolida en el mapa de la ambición y del referente imaginario de los españoles por otros conductos (especialmente, el naufragio en el estrecho de Magallanes de la armada del obispo de Plasencia, en 1540, y la tradición chileno-peruana de los llamados «Césares indios»). Pero llega a adquirir, incluso, carta de naturaleza política cuando, en 1589, el cabildo de Córdoba de Tucumán nombra a don Gonzalo de Ábrego gobernador de la Ciudad de los Césares [...] que aún no había aparecido, y en 1642 la Corte de Madrid ordena a sus autoridades del Río de la Plata que exijan «el pago de un tributo a los moradores de esa rica ciudad austral» [...]. Nunca se cejó en el empeño de encontrarla, y solo en fecha tan tardía como 1783, gracias con toda certeza al influjo de las luces de la Razón, el cabildo de Santiago de Chile se niega a dar dinero al aventurero Manuel José de Orejuela, porque ya se ha generalizado el convencimiento de que «no hay, como se vocea por la tradición, en la parte austral de Chile tales Césares».

Cerrado este ciclo explorador, surge la mitificación. La Ciudad de los Césares pasa a convertirse en un topos del imaginario, muy fácil de combinar con otras ideaciones fabulosas como la Edad de Oro, Jauja, las Siete Ciudades o el Paraíso Perdido. Ya no se envían expediciones para conquistarla, como la patética del jesuita italiano Nicolás Mascardi, que durante varios años vaga por la Patagonia hasta encontrar la muerte en 1671, a manos de indios hostiles. Simplemente, se escriben crónicas imaginativas que se vuelven sospechosas, paradójicamente, por la precisión y el detallismo de sus descripciones; por el uso y abuso de la figura que la vieja retórica denomina «evidentia». La Relación del Capitán Don Ignacio Pinuer representa,   —69→   en 1774, el ejemplo más granado de este segundo paso, al que no tardará en sumarse el de la transformación de la ya mítica Ciudad de los Césares, también conocida como Trapalanda, en un modelo utópico, mediante el cual la descripción de las felices condiciones de vida de que disfrutaban sus naturales se proyecta como un modelo digno de ser imitado por los conciudadanos de, por ejemplo, un James Burgh, quien publica en inglés, hacia 1764, Un relato de la Colonización, de las Leyes, Formas de Gobierno y Costumbres de los Césares, un pueblo de Sudamérica [...].

El puerto de llegada de todo este periplo que, desde la historia, visita los reinos de la leyenda, el mito y la utopía, es la novela propiamente dicha. Una vez más se cierra el círculo que de la ficción va a la realidad y de ella regresa. Fernando Aínsa, por caso, nos ilustra con la pervivencia de esta creación imaginaria en la obra narrativa del argentino Roberto J. Payró; en La Ciudad de los Césares (1936), del chileno Manuel Rojas; en Pacha Pulai (1938), de Hugo Silva; y en la soberbia crónica titulada «La ciudad encantada», que el académico Manuel Mujica Lainez incluyó en Misteriosa Buenos Aires.

Porque al fin y al cabo, señor Presidente, señores académicos, señoras y señores, este recorrido apresurado a través de los signos que desde 1492 llegan hasta hoy, nos ofrece una prueba incontrovertible de cómo la realidad también se construye, y de cómo la imaginación y la escritura en general -creadora y soporte, respectivamente, de los signos más poderosos- poseen desde antiguo esa prodigiosa facultad.