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ArribaAbajo Imágenes del noroeste argentino: estrategias de construcción del espacio en la narrativa de Fausto Burgos y Héctor Tizón

Marta Elena Castellino



1. Introducción

En el presente trabajo, me propongo reflexionar acerca del modo de construcción del espacio literario, espacio narrativo o espacio del texto producido/creado por el narrador en una operación definitoria tanto de una cosmovisión como de una estética93.

Así, examinaré comparativamente, los mundos narrativos construidos por Fausto Burgos y Héctor Tizón, ya que, a partir de la selección de un espacio geográfico común -la provincia de Jujuy, la Puna jujeña- ambos autores ejemplifican, sin embargo, algo así como los extremos de una polaridad, ya puntualizada por Claudio Guillén en relación con la pintura del paisaje, tanto en la literatura como en las artes plásticas; polaridad que oscila «entre la inclinación hacia la representación verdadera y la preferencia por la construcción significativa, formulables como la prioridad de lo visible, de un lado, y por otro, la del arte como sistema de signos»94. Trataré, en consecuencia, de   —184→   determinar y analizar las estrategias por medio de las cuales cada uno de los autores mencionados logra los efectos -ya de realidad, ya de desrealización- que caracterizan sus respectivos universos narrativos. Esta tipología ya ha sido planteada por Antonio Garrido Domínguez95, quien hace referencia a la posible existencia ficcional de espacios construidos de acuerdo con el modelo del espacio referencial. Se trata de crear la «ilusión d e realidad», presentándose con los atributos y la minuciosidad del mundo real. Por otra parte -y siempre según Garrido Domínguez-, hay otros espacios en los que la fantasía tiene un lugar preeminente, en tanto se alejan de las leyes del mundo objetivo para acogerse a las establecidas por el narrador, según la lógica de los mundos posibles.

A la vez, las diferencias entre los dos autores argentinos mencionados ilustran sobre el camino recorrido por el regionalismo argentino en su proceso de incorporación de una geografía y de un «paisaje humano», y su transformación en un «país verbal», en un objeto semiótico, una entidad construida que expresa relaciones de índole ideológica o psicológica96.

Todo lo dicho valida la posibilidad de intentar el contraste entre textos literarios pertenecientes a autores y épocas diferentes, pero que tienen en común la representación literaria del territorio puneño. En efecto, tanto en un sector de la narrativa de Fausto Burgos: las novelas Kanchis Soruco (1928) y El salar (1935), y la colección de cuentos El surumpio (1943), como en la de Héctor Tizón, de la que hemos seleccionado dos textos: Fuego en Casabindo (1969) y El hombre que llegó a un pueblo (1988), se perfila con caracteres nítidos un espacio común: la provincia de Jujuy. A partir de ese centro compartido de interés, cada uno de los autores configura ese paisaje norteño a su modo, con estrategias que resultan sintomáticas, tanto de un contexto histórico y estético dispar, como de una forma particular de entender la vida y la literatura. Sin embargo, a pesar de las diferencias, es   —185→   posible establecer ciertas constantes que subyacen en la representación literaria de esta porción del territorio argentino -«sola, callada y pobre»-, que no sólo sirve de marco a las ficciones urdidas por los narradores, sino que opera con un peso determinante sobre los personajes.




2. El paisaje real y los países verbales

En cuanto realidad textual, el espacio narrativo es una entidad construida que alberga en su interior un objeto ilimitado: el mundo externo y ajeno a la literatura. De allí que los mundos ficcionales sean, en sí, incompletos, y que un mismo espacio pueda dar lugar a textualizaciones muy diferentes entre sí. Se ha sugerido el término versiones para designar las diversas «apariencias descriptivas» de un mismo individuo en mundos posibles distintos. El hilo que mantiene unidas esas versiones es el nombre propio como designación rígida (tal la que en cualquier mundo posible designa al mismo objeto). Así, en los textos considerados veremos reaparecer una serie de nombres geográficos, claramente ubicables como pertenecientes a un territorio97, la provincia de Jujuy y en particular la Puna, pero concebido como lugar de experiencias vitales.

El espacio textualizado -tanto en la novelas de Tizón como en las narraciones de Burgos- puede ser analizado, siguiendo la terminología de Philippe Hamon98, como una denominación («pantónimo»), en este caso la Puna, y una expansión, vale decir, un listado de términos coordinados o subordinados: una lista de elementos y un conjunto de predicados. Entonces, encontramos una serie de lugares geográficos que conforman algo así como un relevamiento topográfico de la región, un altiplano rodeado de cerros coloridos y con un cielo tremendamente azul99: los pueblos de San Antonio de los Cobres, Susques,   —186→   Abra Pampa, Casabindo, Granzuli, Rinconada, Cochinoca, Yala, Yavi...; accidentes geográficos: Acay, Cordillera Real, Cerro Huánkar y una suerte de centro significativo, constituido por el salar, recurrentemente asociado con el mar:

Con los ojos de la imaginación vi todo el lejano salar reverberante. Un mar, un mar, pero no de levantadas y bullentes olas; no un mar azul: un mar quieto, monótono, un mar blanco, como dormido entre cerros cárdenos, amarillos, gríseos, azules; un mar cuya luz hace sangrar los ojos100.


Y un texto, en cierto modo paralelo, de Tizón:

El salar, como la luna de un espejo, reflejaba la luna y reflejaba, como una mancha informe, la panza, el cuerpo del caballo [...]. El caballo volaba por encima del salar que la luz de la luna devolvía a su vieja naturaleza de mar (OE. I, 375).


A ellos se asocia una serie de semas constitutivos de ese concepto de la Puna desolada, marginada, que contribuye a crear una atmósfera particular, en ocasiones altamente simbólica, en tanto se construye una relación metonímica o de contigüidad entre el espacio y el hombre que en él habita, el drama humano que es -en última instancia- el tema común de las obras que nos ocupan, el de una «raza vencida»101. Las acciones de los personajes son impensables sin el marco geográfico   —187→   en el que se desarrollan; pero más que de un determinismo geográfico, se puede hablar de una nueva categoría: la naturaleza ominosa (en el sentido de «hostil, amenazadora»), que se aparta del pintoresquismo regionalista. Una constante de estos textos es, pues, la insistencia en esa naturaleza enemiga y en los males que causa a los hombres (el «surumpio», el «mal de la tierra»), algunos envueltos en un halo de superstición, como así también, los remedios para curarlos102.

Esos rasgos determinantes del mundo ficcional son, en primer lugar, el frío, la soledad y desolación, la aridez de una tierra que parece objeto de alguna maldición bíblica. En tal sentido, es altamente sugerente el comienzo de Fuego en Casabindo:

Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge, su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses. Ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro como dos hojas de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre. Todo se confunde y va muriendo.


(OE. I, 335)                


Los pueblos son pobres y aislados103, y el viento es una presencia constante104. El tren aparece como símbolo de la intrusión, de la irrupción de extraños en ese espacio acotado, clauso. Es un mundo lleno de   —188→   creencias, sujeto a la reiteración de gestos ancestrales. El paisaje humano de la región se completa con la referencia a la vestimenta y a otros detalles de la vida cotidiana105, imagen arcádica por momentos (en su referencia, por ejemplo, a una economía primitiva, de tipo pastoril), pero que esconde terribles peligros latentes.

La localización, premisa liminar de toda manifestación geográfica, es a la vez una posición particular dentro del espacio, normalmente una posición sobre la superficie, que puede determinarse en forma absoluta o relativa, y que permite el surgimiento del paisaje, como espacio material recortado por la visión. En efecto, el espacio -captado en su totalidad: colores, formas, olores y movimientos, por un observador atento y sensible- se convierte en paisaje, precisamente, por obra de esa mirada.

Así, la idea de paisaje denota siempre un escenario y un espectador que proyecta sobre él una serie de valores, a la vez que desarrolla una serie de técnicas para representarlo o construirlo según su propia mirada, ya que la mirada es el nexo que conecta el mundo interior del observador con el mundo descripto106.

Espacio geográfico transformado en paisaje literario por obra de un descriptor que recurre a una serie de técnicas o estrategias constructivas, ya que «los mundos posibles de la ficción son artefactos producidos por actividades estéticas»107: tal el esquema de análisis que desarrollaremos a continuación.



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3. Fausto Burgos y «lo regional doloroso»

Este escritor tucumano afincado en Mendoza, a través de toda su obra, pero fundamentalmente, en su narrativa breve, emprende el redescubrimiento literario del país, hace «literatura regional» en un momento en que todo el país despertaba a es a conciencia de integración territorial y cultural. Y lo hace a través de un instrumento expresivo propio, moviéndose con entera soltura dentro de las reglas de juego impuestas por esa especie literaria tan antigua y tan moderna como es el cuento, con una aptitud muy especial para totalizar en pocas líneas una situación, para retratar un carácter con unos pocos gestos y palabras, para pintar un ambiente con unas pocas y ocasionales pinceladas.

Es necesario, asimismo, reconocer en Burgos su calidad de iniciador: sus relatos mendocinos, iniciados en 1918 con Cuesta arriba, constituyen una temprana expresión literaria de estas tierras. Igualmente, pocos antes que él se habían ocupado de los indígenas del noroeste argentino o del desolado ambiente puneño. En cada caso, hay una adecuación del tono a la materia narrada; esto nos permite ensayar una clasificación de la narrativa de Burgos con un criterio que, sin excluir lo geográfico, lo complemente108. Así distinguimos: lo regional entrañable, para referirnos a la pintura que nuestro autor realiza de la apacible y monótona existencia de las ciudades del interior, particularmente las andinas, que guardan para él vivencias inolvidables; lo regional pintoresco, en relación con los relatos tobas concebidos como un intento de aproximación a un mundo enteramente «otro», pero que no logran trascender del todo la búsqueda del color local; lo regional doloroso, matiz que asume la narración, cuando la pintura costumbrista se vuelve aguda crítica de intención social, a partir de la contemplación de una realidad que hiere, con su injusticia y brutalidad, la sensibilidad del narrador, tal como ocurre en relación con las narraciones de ambiente puneño: hay una suerte de sino fatídico que pesa sobre la raza, un terrible destino del hombre puneño (el colla), atado a una naturaleza implacable y víctima de la opresión despiadada del hombre blanco.

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En las obras analizadas de Fausto Burgos, se observa que, en general, la percepción del paisaje corresponde a un narrador omnisciente, por más que en ocasiones adopte la perspectiva de alguno de los personajes en su desplazamiento por el espacio. Y -como un recurso usual en otras especies literarias, como las crónicas de viaje, por ejemplo- ese personaje puede caracterizarse como un extranjero; mirada ajena que resulta imprescindible en la configuración del espacio textual. Este recurso es habitual, por otra parte, en toda literatura que intenta una reconstrucción costumbrista en vistas a la crítica social y, en definitiva, no es otra cosa que el distanciamiento, una figurada extrañeza. El descriptor aparece así como separado -aunque sólo en apariencia- de la realidad que presenta y, en cierto modo, ese foco enunciativo-descriptivo se asocia con la mirada «objetiva y unívoca» del hombre blanco, del patrón.

Bajo la textura narrativa de Burgos, subyacen varios de los presupuestos realistas enunciados por Darío Villanueva109: el mundo es rico en objetos; el lenguaje humano puede copiar la realidad; la lengua es posterior a la realidad, ésta configura el lenguaje, es decir, hay una prioridad ontológica de lo real; el lector debe creer en la veracidad del «informe» que el narrador-descriptor da sobre el mundo110.

El realismo reside en el valor que se concede a la experiencia perceptiva: el paisaje no sólo se ve, sino que se oye, se palpa, se huele: «Vegetación escasa. Tolas, tolas de ramajes tupidos, verdinegros, fragantes. Cortaba un gajito y restregaba sus hojas. Su delicado aroma me hacía pensar en los muelles vellones de los llamas» (SAL. 160). De allí que la pintura del marco natural contemple todos los aspectos susceptibles de ser percibidos. Además, el descriptor debe autentificar su discurso a través de la exhibición de un conocimiento profundo sobre la realidad evocada, conocimiento que incluye tanto los aspectos tangibles como los intangibles, el sustrato mítico-legendario de la zona: vivienda, vestimenta, costumbres, prácticas de adivinación, de hechicería y curanderismo, como así también de prevención contra las amenazas del medio (por ejemplo, el atarse cintas rojas). Se trata de   —191→   un mundo muy particular, evadido del tiempo, cristalizado en una serie de creencias ancestrales, prácticas primitivas o casi salvajes, como la costumbre de ahorcar a los muertos «pa' que el mal no se salga de su cuerpo». A la vez, las precisiones espacio-temporales ofician a modo de contraposición de ese paisaje inmovilizado, en una suerte de tiempo mítico.

La segmentación del espacio en categorías permite establecer oposiciones axiológicas (protección/indefensión, etc.). En los textos de Burgos, parece establecerse, a través de la persistente oposición cerca/lejos, un horizonte que limita por completo la imaginación y las posibilidades humanas, a través de esa muralla de cerros que circundan el vacío, el mundo despojado del puneño:

¿Qué vería él, a lo lejos con su pobre imaginación, imaginación que tenía por delante la eterna valla de unos cerros azules y remotos? [...]. Pequeño era su mundo: un altiplano frígido, vestido de tolas y añaguas; montes y montes; el Salar blanco y relumbrante a la hora en que el sol aprieta; cielos, cielos, ovejas, burros, llamas, salineros; la voz distinta y antojadiza del viento, el reventón de los truenos ¿y qué más? La noche, el silencio, la muerte.


(SAL. 113-114)                


En el plano de los procedimientos retóricos, advertimos que el papel protagónico que asume la naturaleza se traduce en frecuentes personificaciones de los elementos, para simbolizar acabadamente esa categoría geográfica, que hemos calificado como ominosa. Predomina una técnica descriptiva sobre la base de construcciones nominales y un despojamiento de recursos expresivos, que trata de transmitir la pura inmediatez de la experiencia sensorial junto con la versación del descriptor en los elementos de la materia que describe:

En Susques. Madrugada [...]. Cielos limpios. Afilados aires. El paisaje montuno se renueva con un baño de luz [...]. Desde un alcor vestido de checales y pingo-pingo viene el silbido de un guaicho arriero, pájaro que silba no bien siente los pasos del alba.


(SUR. 25)                


Así, el espacio geográfico ficcionalizado, con su sistema topográfico, está postulado -en el pacto de lectura que intentan establecer estos textos- como el paisaje real, en coincidencia con el referente espacial de la región.



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4. Héctor Tizón y el «regionalismo mágico»

El proyecto escriturario de Héctor Tizón constituye uno de los más sólidos y valiosos en la literatura argentina, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Como sus rasgos salientes se pueden mencionar, con David Lagmanovich, los siguientes:

[...] una atmósfera frecuentemente alucinante, en la que no obstante se reconocen con frecuencia elementos de la vida en los parajes fronterizos de las comarcas argentinas más alejadas de los grandes centros urbanos; unos personajes marginales y marginados, excluidos de la comunicación normal con sus semejantes, afectados por el alcohol, la locura y el peso irremediable de los recuerdos; y una problemática [...] donde la soledad individual [...] entabla un agudo contrapunto con una presentación agudamente pesimista de las condiciones sociales en su zona del país111.


A ello podríamos agregar la recurrencia a la oralidad en la construcción textual y al folclore y la historia como depositarios de la memoria colectiva; el fragmentarismo y la proliferación de voces y versiones en una buscada ambigüedad y la «instauración de un tipo de verosímil no realista, verosimilitud mágica o mítica»112.

En relación con el tema que nos ocupa, vale decir, la descripción del paisaje puneño, podemos decir que su utilización particular en la narrativa de Tizón se inscribe, perfectamente, dentro de las tendencias desrealizadoras de las vanguardias, que originan nuevas modalidades: distribución de los elementos descriptivos -temas, subtemas o predicados- de acuerdo con el eje metonímico o de contigüidad, el auge de la metáfora y la aposición y una notable potenciación de la amplificatio.

En realidad, en las obras de Tizón no son abundantes los enunciados puramente descriptivos, pues las notas del paisaje suelen darse entramadas en la narración113. De allí también que el punto de observación   —193→   corresponde con frecuencia a una figura en movimiento, responsable de una serie de enunciados descriptivos que se construyen como una función en el eje de la cercanía/lejanía114: un forastero o por lo menos alguien que regresa a la tierra después de una larga ausencia. Trataremos de espigar en ellos, a partir de las coincidencias de base con el mundo ficcional creado por Burgos, las estrategias por medio de las cuales el narrador logra sugerir el extrañamiento de lo cotidiano, esa suerte de «regionalismo mágico»115, que habla de la coexistencia, en un espacio textual unificado, de entidades ficcionales (personas, sucesos) físicamente posibles y de otros físicamente imposibles, y que aparece así como una variante del mito moderno, réplica secularizada del mito clásico, y nos ilustra sobre una clave de la narrativa tizoniana: una especie de religiosidad desacralizada116.

Elida Tendler insiste en el papel que los presupuestos -análogos a los del relato folclórico, por ejemplo- juegan en el mundo ficcional de Tizón117. Sin embargo, es necesario destacar que no faltan los datos referenciales a través de los nombres propios y otros predicados del paisaje sobre los que se insiste (el frío, la aridez, el efecto del viento...).

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Asimismo, se advierte una inversión de los presupuestos del realismo: no hay un mundo ontológicamente anterior al lenguaje, sino que es creado por un acto análogo al fiat divino, por medio de la palabra. Así, sin perder su anclaje referencial, el espacio se vuelve altamente simbólico. Ya vimos que una novela emblemática dentro del universo narrativo tizoniano, en relación con el tema que nos ocupa -Fuego en Casabindo- se abre con una descripción terminante y esclarecedora, que nos habla de la esterilidad, la aridez, la soledad y el vacío. Allí se plantea abiertamente una relación de contigüidad, una equivalencia entre el paisaje humano y el espacio físico. Y dentro de ese ámbito, el personaje se siente dominado, poseído por los poderes que rigen ese universo poblado de presencias terroríficas118. Una serie de deícticos va reforzando la idea de inmanencia, de clausura. Pero esa tierra tuvo un ayer semejante a una prístina Edad de Oro119. Así, lo histórico se confunde con lo mítico, y ello nos trae inmediatamente a la consideración del tiempo, axial en la novelística de Tizón. En primer lugar, el desorden cronológico con que se presenta el relato parece conspirar contra la idea de progreso. Se trata de una atmósfera circular, agobiante, que se condice con la idea de encierro espacial y con la concepción fatalista del destino. Lo opresivo de la atmósfera se declara en el discurso, revelador de una situación borrosa, en la frontera de un cansancio que piensa la muerte como una salida natural. Se da la paradoja de una narrativa en la que la historia cumple un importante papel, pero que -a través de múltiples versiones- crea la ilusión de un tiempo clausurado: un tiempo que no progresa, sino que ciega constantemente sus posibilidades de apertura, en la reiteración de   —195→   sintagmas que niegan cualquier esbozo de futuro. Este trastrueque de la temporalidad condiciona el paso de un espacio real a uno simbólico, en el que lo oculto se hace tangible120, en una atmósfera que puede llegar a una singular vaguedad. Sin embargo, en la narrativa de Tizón esta ambigüedad envuelve a los personajes, mas no a los elementos naturales, que se recortan con perfiles nítidos:

El paisaje era monótono y terroso con aisladas manchas verdes de pastos duros, desolado y alto, barrido por el viento frío y pertinaz. En las últimas tres jornadas no habían avistado pueblo alguno, ni siquiera una vivienda aislada. Sólo el viento, los pastos duros y las montañas. Y en lo alto del cielo un gran pájaro que desde el día anterior sobrevolaba indiferente y seguro.


(OE. II, 456)                


El paso a lo simbólico se establece a partir de detalles significantes (en este caso, el pájaro), que parecen resumir, a escala cósmica, la problemática del personaje, el mensaje que quiere transmitir a los prisioneros de la tierra:

A cada momento quiero gritarles que nadie los salvará sino ellos mismos, que los hombres no deben aceptar el destino de las plantas ya que tienen pies y pueden irse [...]. Que los hombres tienen libertad y que la libertad no es abandonarse de ante mano a la tierra, sino que es como una estela ensangrentada.


(OE. II, 489)                


Finalmente, las estrategias de desrealización se traducen, a nivel retórico, por la selección de adjetivos, que insisten en los aspectos contradictorios de la realidad contemplada -ese «altiplano frío de noche y ardiente al mediodía»- llegando incluso, al oxímoron, revelador empero de una profunda verdad, como en el caso de «esta luz enceguecedora y tan parecida a las tinieblas».



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5. Conclusiones

A través de la consideración de las obras de estos autores, hemos advertido la construcción de dos mundos ficcionales que coinciden en algunos rasgos, en algunas propiedades extensionales (lugares, personajes) en tanto versiones ligadas a un mismo espacio geográfico.

Sin embargo, y en función de la semántica de los mundos posibles que hemos seguido parcialmente en el análisis, se advierte que ambos varían en su significación intensional121, en tanto Burgos privilegia más bien la función autentificadora: trata de mostrarse «competente» para presentar esa realidad, despliega su enciclopedia en la construcción de un mundo ficcional con pretensiones de totalidad. En cambio, Héctor Tizón juega con la densidad de la textura narrativa (explícita e implícita) para lograr un particular efecto, una zona de ambigüedad que se identifica con el territorio en tanto tierra «historizada», en íntima relación con el hombre.

Al respecto debemos acotar que, como ha manifestado reiteradamente en distintas entrevistas, Tizón descree del regionalismo si se entiende por tal la búsqueda del pintoresquismo y del color local, de lo impostadamente folclórico; pero es innegable, asimismo, que el entorno jujeño aflora de modo inequívoco en la descripción del escenario, en los tipos humanos, en la atmósfera misma que satura sus narraciones.

Tampoco el interés de Burgos es puramente paisajístico, menos aún en este sector de su producción ambientada en la zona del noroeste argentino, que responde a esa modalidad que he denominado lo regional doloroso.

David Lagmanovich hace, en relación con el fenómeno regionalista, interesantes apreciaciones; distingue así un «primer regionalismo» en la obra de Horacio Quiroga que, a través de «la explotación sistemática de los motivos de una región americana, con especial atención a la interacción de hombre y ambiente natural», emprende «tácitamente una reformulación de los principios del "nativismo" o "criollismo" [...]»; reformulación que consiste fundamentalmente «en   —197→   quitar de la construcción cuentística los velos de la idealización; prestar atención específica a las características del drama humano; y desenganchar definitivamente el género de sus connotaciones tradicionalistas». Pero señala también Lagmanovich la existencia de un «neorregionalismo» que despunta en la obra de Juan Carlos Dávalos; y agrega:

con mayor claridad aún se advierte la nueva concepción de una literatura regional en la obra de Fausto Burgos [...]. Cuentos que no están centrados únicamente en el interés de lo contado, sino también en la estructura del Contar; cuentos que integran al hombre con su paisaje y con su historia122.



De todos modos, si aceptamos esta afirmación, deberíamos entonces proponer una nueva categoría para referirnos a textos que, como las novelas de Tizón, recrean una región del país a través de su trasposición a un plano mítico, en una suerte de «regionalismo mágico» que demuestra la pervivencia y la pertinencia de la mirada sobre lo propio como cabal expresión estética. Regionalismo mágico en que se avienen perfectamente, la realidad representada y el modo de la representación, porque parece tratarse de una zona que -a través de todos sus semas constitutivos- vive en una suerte de suprarrealidad en que lo fantástico, sugerido por la escritura, se entreteje admirablemente con las creencias y supersticiones milenarias. Mundo primitivo y mágico que ya en la narrativa de Burgos asoma, pero que aquí alcanza una intensidad alucinante.