Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[198]→     —[199]→  

ArribaAbajoEstanislao S. Zeballos, novelista

Pedro Luis Barcia


Frente a la falsa imagen, reiterada todavía, que muestra a los hombres de la llamada Generación del 80 encandilados por lo europeo y desdeñosos de lo nacional, por atención desmedida a lo foráneo, pueden alzarse, sin esfuerzo de acopio, abundantes ejemplos de desmentido. Aquí sólo atenderemos a uno por demás convincente, la obra de Estanislao Severo Zeballos (1854-1923), o, por mayor restricción, a un solo aspecto de su copiosa obra: el testimonio de la lucha contra el indio por la frontera interior y las hondas repercusiones de dicha cuestión en casi todos los planos de la realidad argentina. Tema indiscutiblemente nacional, que fue preocupación sostenida de un hombre coetáneo de Cané, Cambaceres, Goyena, L. V. López y Eduardo Wilde. La muy vasta bibliografía del autor registra cinco libros y varios artículos destinados específicamente a esa materia123.

En 1879, Zeballos publicó La conquista de quince mil leguas124, intento de suma de antecedentes y conocimientos relativos al desierto y a las exploraciones de su ámbito. El esfuerzo del autor integró   —200→   lógica y nítidamente en la exposición, todo lo que podía saberse en sus días sobre la cuestión, con información abreviada en las más diversas fuentes y disciplinas. La intención fue dar una especie de manual que, en su síntesis, pusiera claramente los diversos aspectos atendibles en una empresa de conquista que se mostraba urgente. Este vademécum -distribuido entre los oficiales que tendrían la responsabilidad de las acciones inmediatas- fue dedicado al ministro de Guerra, Julio Roca, y valió como instrumento útil para convencer a las autoridades acerca de la conquista definitiva del territorio nacional. Zeballos le dirigió a Roca la consigna que empujó a los norteamericanos hacia las comarcas salvajes del oeste: Go ahead. En la obra señala que, hacia 1878, había en la Pampasia -como decía Martín de Moussy- dos «califatos»: el de Salinas Grandes, de los indios chadiches, bajo el gobierno de «la dinastía de los Piedra», y el de Leuvucó, de los indios del cañaveral, los ranqueles, bajo la hegemonía de «la dinastía de los Rosas», que habrá de denominar más tarde la «de los Zorros». A ambas dinastías destinará libros de animado contenido.

Con ser obra de intención expositiva y de información científica, es curioso observar cómo, hacia el final del capítulo «Los indios», el desplazamiento a la actitud narrativa produce un haz de páginas de efectivo valor literario; los episodios de la Balsa y el prendimiento de Pincén están preludiando las posibilidades del autor para vivificar el relato histórico y alcanzar, en lo narrativo, eficacia estética.

Concluida la campaña de Roca, en ese mismo año (1879), Zeballos emprendió un viaje de reconocimiento -todavía lleno de riesgos- por la amplia zona batida por el ejército revolucionario. Producto de esta aventura será su segunda obra dedicada al tema dominante: Viaje al país de los araucanos (1881), primero de los tomos que integrarán una trilogía125. Esta nueva obra vuelve a ser un libro integral en su especie; en él se asocian todos los campos útiles del saber para una prolija y vivaz presentación de la realidad por la que transitó. Alterna la descripción científica con la paisajística, la anécdota con el documento,   —201→   la clasificación erudita con la presentación colorida de la fauna y la flora. Zeballos cabalgó por todos los lugares en que asentará después sus relatos. Lo que antes alcanzó por la lectura y por la versión oral, ahora lo contempla; y se place en contrastar lo leído con lo real, y el ayer con el hoy, en contracanto al que recurre con frecuencia. Muchos de los casos y episodios que después aparecerán en sus libros, ya están aquí; algunos, abocetados; y otros, mejor narrados, incluso, en esta primera versión. Las páginas rescatables con interés dominantemente literario son considerables, y las hemos desgajado en una selección de sentido antológico, que publicaremos. Porque el Viaje requiere mayor atención, desde el ángulo de la literatura, que la que ha merecido hasta la fecha.

Roberto Giusti -uno de los escasísimos críticos que se han ocupado de la obra de Zeballos con estimación literaria126- atribuye esa preocupación del autor por el tema de la lucha contra el indio, a gustosas lecturas infantiles de riesgos y aventuras: Mayne Read, Fenimoore Cooper y el insoslayable Julio Verne; en ellos cebaría «esa curiosidad de lo desconocido en que se juntaban el afán de saber y la sed de aventuras»127. Sin descartar este agente como un animador remoto de   —202→   tareas vitales y escritas, creemos más acertada la postulación de Samuel Tarnopolsky128, quien señala otro definitivo factor de motivación: la infancia de Zeballos transcurrió en el límite conflictivo con el indio, en el sur de su Santa Fe natal, de la cual su padre era gobernador. Sin meternos en psicologías, es evidente que aquellas experiencias de la tierna edad, sacudida de terrores y miedos por los ramalazos de las invasiones y la cercanía del ululante malón, dejaron en el muchacho su impronta, perdurable en el hombre, que dedicará parte considerable de sus esfuerzos de estudioso y creador al tema de la frontera. Un recuerdo de 1883, en el que Zeballos tenía nueve años:

Muchos días consecutivos seguí en las calles del Rosario a los embajadores (la delegación indígena que iba a entrevistar a Urquiza) que aguardaban la llegada del vapor para continuar su viaje a Entre Ríos, y no me olvidaré jamás de los escándalos que daba el indio Potrillo durante sus espantosas borracheras.


(Callvucurá. 98)                


Y, respecto del famoso Camino del Sur, dice:

¡Lo he recorrido, muy niño, después de 1880!

¡He vivido en una de sus postas, he dormido las siestas muchas veces bajo el ombú de la famosa posta de Arequito!

¡He sido despertado en la estancia fortificada de los Desmochados por la alarida de los Indios, y al abrir los ojos espantados veía a las mujeres trémulas, con el rosario en la mano, preparando las joyas, la ropa y los víveres, que con los niños eran depositados en el Mirador, en la ciudadela, en el último baluarte, a la expectativa del combate empeñado sobre los fosos!

¡Camino del Sur [...] me estremezco al nombrarte!


(Callvucurá. 123)                


Y reitera, acerca de la célebre posta:

su recuerdo me acompañará toda la vida, porque fue el teatro de mis primeras impresiones, sonrientes cuando perseguía la gama o el avestruz en mis petizos parejeros, extraños cuando contemplaba los huesos de gigantes exhumados por las aguas de los hondos zanjones del río,   —203→   pavorosos cuando el alarido del indio vibraba en los aires y se clavaba en mi corazón como un venablo envenenado.


No cabe duda de que las hondas experiencias imborrables de la infancia tuvieron que ver con los desvelos conscientes del adulto: historiar, interpretar, extirpar, narrar y novelar la presencia del indio a las puertas de la civilización, y los conflictos afines. Su pluma volverá recurrente al asunto. Proseguirá, ahora, con lo que algunos estudiosos han llamado la «trilogía pampeana»: Callvucurá y la dinastía de los Piedra, Painé y la dinastía de los Zorros y Relmu, reina de los Pinares.

El término trilogía, desplazado del ámbito dramático al terreno de la narrativa, mantuvo sus alcances originales y ensayó otros. Las formas compositivas del siglo XIX -Balzac, Zolá, Galdós- adelantaron casi todas las posibilidades: tríadas, narrativas eslabonadas argumentalmente entre sí, donde cada pieza resguarda unidad interna, pero, en conjunto, responden a una concepción de estructura más amplia; novelas interrelacionadas en un mismo marco histórico epocal, con personajes trasmigrantes; concatenación de las obras por momentos cronológicos sucesivos; sagas constituidas en torno a las aventuras de un personaje, y demás formas cicladas. Nuestra novela se inauguró con un proyecto trinitario incumplido: la Amalia, de Mármol, habría de continuarse en La Agustina y concluir en Noches de Palermo. En la narrativa del Ochenta, el autor más confusa y ambiciosamente dilatado fue Sicardi, con su Libro extraño, que excedió el campo trilógico. Eduardo Gutiérrez compuso una trilogía: El Chacho, Los montoneros y El rastreador, pero su producción tendió más a la bilogía129.

Respecto de Zeballos, se ha ido imponiendo la denominación de trilogía para las obras mencionadas, sin mucha preocupación de ajuste nominativo. El autor tituló La dinastía de los Piedra a la primera   —204→   edición de esta obra130. En 1886 da a conocer Painé y la dinastía de los Zorros131; y al año siguiente, Relmu, reina de los Pinares132. Cuando, en 1890, reedita el libro sobre los indios salineros, lo titulará Callvucurá y la dinastía de los Piedra, con lo que avecina, nominalmente, la primera y la segunda obra de asunto indígena.

Las tres piezas aludidas son de distinta naturaleza. Por cierto, no constituyen una obra literaria estructurada en tres partes o momentos argumentales, en la lucha por la frontera interior. Pero la actitud con que se encara esa materia, el peso que se le da a cada una de ellas, y la intención del autor en cada texto, son diferentes. En razón de esto, es que estimamos interesante una primera -hasta ahora no intentada- caracterización de cada una de las piezas que suelen relacionarse entre sí. Distinguirlas, para luego advertir las articulaciones. Y señalar los diferentes valores literarios de sus páginas.

Callvucurá es, básicamente, una crónica en la que se narra la historia del origen, encumbramiento y ocaso de la dinastía de los Curá. El relato parte de la traición que, tras el pretexto de trueque comercial, hace el indio chileno Calvucurá al cacique Rondeau y a sus vorogas, y la muerte del jefe y sus capitanejos. Logrado el cacicazgo del apetecido Carahué, este sedicente «enviado de Dios para unir la gran familia araucana en un vasto e invencible imperio» (33), comienza una obra de alevosía y diplomacia, que habrá de extenderse entre 1835 y 1875; casi medio siglo de devastadora acción de maloca y   —205→   destrucción, muertes y cautiverios. Como canevás para el trazado de esta historia, Zeballos utiliza un manuscrito, casualmente hallado, junto con otros documentos, en los médanos cercanos al actual General Acha, en su aventura de 1879. Lo hallado constituía el archivo del cacicazgo de Salinas Grandes. A él se había referido detalladamente en el Viaje. El texto es una historia casi completa de los orígenes de la nación Llalmache y su desarrollo.

Zeballos no mantiene un estilo cronístico lineal en el desarrollo de los acontecimientos. Su discurso avanza más por brochazos que por encadenamiento riguroso; suele remansarse en anécdotas, episodios y escenas evocadas, en cuyo sintético relato recreativo, se advierten las dotes narrativas del autor, que han de abrirse campo propio en las dos obras posteriores. Por veces, la narración se acompaña de documentación, o se mencionan fuentes, escritas y orales, que fundamentan su versión de los hechos. En el eslabonamiento de los desgraciados sucesos de la contienda fronteriza, hasta la presidencia de Sarmiento, el relato tiene una andadura más seccionada, pero más vital y de mayor tensión, que la correspondiente desde la década del sesenta hasta el final del libro.

De entre los episodios que empalma el relato en ese primer tramo, cabe rescatar, con evaluación literaria, los siguientes: combate y muerte del teniente coronel Otamendi, encerrado con sus hombres en un corral de palo a pique, lanceados y bárbaramente degollados, a excepción de un testigo que se salvó, cubierto por los cadáveres, para narrar el entrevero (XVII); el desastre del general Hornos, a orillas del Tapalquén, sumido con su tropa en un tembladeral adonde lo llevó a librar batalla la astucia táctica del gran cacique (XVIII); el peregrinaje desesperado, sin baqueanos duchos, del coronel Emilio Mitre, en busca de la célebre laguna del Recado, desfallecido y derrotado por el espacio y la sed, hasta la lagunita de la Providencia, tan exigua, que la secan sus hombres al beber y sólo brinda a los últimos barro chirle para humedecer los labios agrietados (XXXIV-XL); y, junto a esa misma laguna, que los indios llamaban de Chapadcó (agua de barro), la escena en que Calvaiú -heredero del Gran Painé- vuela por los aires con los suyos, al probar suerte al blanco con un tiro en medio de las municiones abandonadas por Mitre en la fallida expedición antes aludida (LXXXVI-LXXVIII).

  —206→  

Hay dos momentos en que la sucesión de relatos, no siempre imbricados, hace un meandro para dar lugar a una explayación más demorada. El primero va del capítulo LVIII al LXV, y en ellos hace el retrato vívido y un escorzo biográfico animadísimo del coronel unitario Manuel Baigorria: su refugio en los toldos ranqueles, su comandancia como jefe de fronteras, después, y su vuelco por la causa de Buenos Aires, en reacción contra la designación del odiado Juan Sáa, que en la acción de Laguna Amarilla le tajeó la cara de un sablazo, y le dejó un cárdeno costurón infamante desde la frente hasta el mentón133.

Un segundo momento de detención en la narración de los sucesos, lo hallamos entre los capítulos LXXXVI y XCIII, en que se interrumpe la ilación histórica para evocar el Camino del Sur y las mensajerías que lo transitaban. Subimos con el narrador a una galera y recorremos, angustiados y sobrecogidos, las míseras postas que puntúan la ruta hacia el Oeste; nos cuenta un par de anécdotas al caso de estos riesgosos viajes en galera, en los que la gente testaba antes de emprenderlos por previsión de muerte a manos de la indiada. Después del paréntesis de las mensajerías, retoma el desenvolvimiento histórico, hasta el final de la obra. En este trecho, no han de emerger los relatos animados del anterior, a excepción hecha de la vívida descripción de la definitiva batalla de San Carlos (XCVIII-XCIX).

La exposición de Zeballos a lo largo del libro no es de mero relator. De continuo juega opinión, califica, censura, pone el dedo en la llaga; difícilmente se abstiene. Su relato no es sistemático y orgánico siempre; pero siempre es animado; y cuando la materia le da ocasión, estriba el narrador que en él hay y cuenta con vigor y dramaticidad. Los capítulos mencionados hasta aquí son escindibles del seno de la obra y deberían perdurar en una selección testimonial de la azarosa vida de frontera durante el siglo XIX. Pero el libro vale su lectura completa.

  —207→  

No todo en la obra es fechación histórica, documento y testimonio. Suele injerir, aquí y allá, su algo de literatura. Una cita de Ercilla avecina situaciones épicas de ambos flancos de los Andes (41); hace sitio a versos de La Cautiva (142) y a un pasaje del Martín Fierro (132-3), porque, cuando se trata del «entrevero heroico entre el salvaje y el gaucho de la frontera, le corresponderá siempre en este punto el honor de la palabra». Y se la concede. Y, como de clásicos de la frontera se trata, no podía estar ausente «el libro notable» de Mansilla (97), a quien Zeballos llamó «historiógrafo de los ranqueles», en su obra de 1879.

Y una asociación bien traída. Aludiendo al mayor Baldebenites, primera lanza del ejército de Emilio Mitre, dice:

Su fama se esparció entre moros y cristianos con el ruido de sus triunfos tan raros por entonces, y ante su lanza formidable pudieron decir los araucanos, como de Martín Peláez otros infieles: «Tan valiente y esforzado / a todos nos hiere y mata; / del campo nos ha lanzado».


(67)                


Es significativa la reiterada alusión del modismo corriente «entre moros y cristianos» en páginas referidas a la lucha fronteriza argentina, que la vincula a la situación medieval en la Península, no idéntica, pero semejante, y que hemos considerado en otro sitio.

El estilo nervioso, lineal y ágil, enemigo del parágrafo extenso, muestra la preferencia de Zeballos y el origen de estas páginas, hechas en el ejercicio del periodismo activo de La Prensa, según él lo menciona (64, 140). Muchas de ellas se publicaron en forma periodística; algunas, como crónicas de los sucesos del día; así, los referidos a la represalia de Calfucurá, en 1872, por la acción contra los caciques Manuel Grande y Chiquitruz, o las que se ocupan de los proyectos de Alsina y de su crítica.

Zeballos no se propuso componer una historia sistemática de la evolución de las relaciones fronterizas en un período determinado de nuestra vida histórica134. De haberlo intentado, su enorme acopio de   —208→   material documental para escribir La conquista de quince mil leguas, su experiencia, recogida en el derrotero pampeano, su capacidad inusual de compulsa erudita y de disciplina para el trabajo intelectual, se lo hubieran facilitado cabalmente. Al parecer, otra cosa se propuso: ofrecer un conjunto de cuadros, animados por su potencia narrativa, dispuestos en una tentativa ordenación cronológica, expuestos en prosa vivaz, referentes al período en el que, de manera ponderable, pesó en los destinos del país la dinastía de los Piedra y, básicamente, la acción de su fundador, el Tayllerand de las Pampas, Calfucurá. Este libro, vivo, de lectura amena, por el aliento y brío de su estilo, era una vía para despertar en sus compatriotas la conciencia del problema fronterizo y del esfuerzo que nos había librado de él. En el mismo año de su publicación, 1884, se consumaba, en sus últimas estribaciones, el dominio del territorio y la eliminación del peligro indígena. Hubo también, quizá, la intención de probarse en la evocación de sucesos y momentos decisivos de esa lucha secular, que supo historiar de manera apretada en su «Reseña histórica», que constituyó el capítulo primero de su libro de los veinticuatro años. En Callvucurá se produce un apropiamiento personal, por parte del autor, de toda la base documental, que tranza la crónica de vibración. No novela los hechos, pero pregusta la posibilidad de hacerlo, al dar calidez a las evocaciones, al completar las circunstancias con detalles que los vivifican. Por momentos, se le filtra el sentimiento manifiesto en los exclamativos. El capítulo CXXIII es una suerte de canto celebratorio del territorio conquistado definitivamente; adviértase la anáfora con que inicia frases sucesivas: «Territorio fértil [...] territorio que tiene [...] territorio que encierra [...]». Zeballos estimó que el proyecto de Alsina era limitadamente provincial, y la concepción de Roca, vastamente nacional. Cumplida la campaña, hay un llamado al quehacer de todos en el nuevo tiempo histórico, que   —209→   quiere contagiarnos de entusiasmo para la labor que nos espera, superadas las limitaciones que se nos imponían.

Zeballos ha sopesado que la materia es novelable, pero no ha de lanzarse en su nuevo libro, Painé, a una ficción libre. Por el contrario, en todo momento, insiste en que su narración se apoya en hechos históricos que respeta. Ahora sí, hará novela de asunto histórico, y aun podríamos hablar de alguna forma de novela histórica, pues el tiempo le da alguna perspectiva de distanciamiento sobre el período en que sitúa la acción, y se apoya en documentos formales suficientes para la tarea. Protesta la historicidad de los hechos centrales: «Puede verse en las publicaciones oficiales de la época, pues el hecho es completamente histórico, como lo son todos los que contiene este libro» (227). Los episodios pueden fecharse sucesivamente; la acción comienza el 29 de octubre de 1839. El protagonista escribe su ajetreada vida cuarenta y tres años después de 1843, es decir, en el año de publicación de la novela: 1886. El marco de época siempre es histórico, y a él se remite, directa o alusivamente, para mantenerlo presente, como trasfondo, en el lector. Zeballos hace coincidir la estada del protagonista de ficción entre los ranqueles, con los de prisión entre ellos de Santiago Avendaño, 1840-1847135. Dice, a propósito del Tautum o Consejo que juzga a Yanguelén:

Este juicio ha sido copiado textualmente de manuscritos de la época, que forman parte de las colecciones del autor. Ellos fueron redactados por el teniente coronel don Santiago Avendaño cautivo entre los ranqueles, desde 1840 hasta 1847, y testigo ocular de los episodios que se narran en Callvucurá y la dinastía de los Piedra. A menudo se referirá el autor a estos apuntes.


(228)                


  —210→  

En gran medida, el personaje Liberato Pérez es la ficcionalización de Avendaño. Zeballos nos deja zambullirnos y olvidarnos en el plano de la ficción, y nos retrae, con abundantes notas a pie de página, al plano en que se exhibe como autor que presenta documentación de lo narrado. Las fuentes exhibidas son escritas y orales136.

La obra resulta, por esta razón, más híbrida que otras de su especie. Hay otra forma de intromisión: es la autocita y autorreferencia. En los tres libros que ahora consideramos, hay un sistema de interrelaciones, de remisiones a sus otras obras137. Por lo demás, si en lo histórico guarda celo sostenido, lo mismo ocurre en lo geográfico. El itinerario del protagonista puede seguirse, sin dificultad, en el mapa138.

En esta obra se mueve con intención novelesca. Se trata del relato autobiográfico del protagonista en forma de memorias: «Mi padre era un honrado arriero de Dolores (189) era yo un niño y me llevaba de Ceca en Meca, a través de campos y caminos para que me hiciera hombre» (189). Si a la forma de memorias, se le suma el amaestramiento del hombre en la resería y alguna alusión a las tías que lo cuidaban en su niñez, en ausencia de su padre (245), se impondría una asociación con Don Segundo Sombra; pero no hay más que lo dicho. El muchacho fue enviado a Buenos Aires, a los catorce años, para que se hiciera escribano (190). «A los veinte años yo me había formado [...]. Tenía pasión por la literatura y por la historia» (190). Esta instrucción   —211→   explica el nivel de lengua del narrador y cierta pericia en los resortes del relato. «Yo debía ingresar a estudios mayores», dice, pero su educación se interrumpe a causa del asesinato de su padre degollado a manos de una comisión de Rosas, «Este punto de partida de mis responsabilidades de hombre acaeció a fines de 1838» (190). Veinteañero, nacido en 1818, Liberato Pérez, al comenzar la acción, trabaja en la estancia de Miraflores, de Ezequiel Ramos Mejía. Al desatarse la insurrección del Sur, se pliega al movimiento. La novela tendrá dos momentos: el primero comprende los veinte capítulos iniciales: la revolución de 1839, fracaso y huida; el segundo, hasta el final del relato: cautiverio, vida entre los indios y fuga de los toldos. Después del desastre de Chascomús, «empezó para mí una penosa peregrinación» (212), de vivac en vivac, huyendo por montes y por médanos, acompañado de un peón de don Pedro Castelli y de Ño Tigre, veterano de la tropa de San Martín. Desgajado de su pago, Montes del Tordillo, de donde era oriundo Chano, el cantor, rumbea hacia la frontera de Santa Fe. Una noche, mientras duermen al raso, un tropel de indios los arrolla y da muerte a sus compañeros. Aquí comienza el cautiverio de Liberato. Alguien ha evitado que lo maten: la favorita de Painé, Francisca Aldao, Panchita, cuya historia cuenta en el capítulo XL, y de la que ha de enamorarse. Como se declara unitario, ha de pasar agregado a la gente de Baigorria.

Los capítulos, breves siempre, se sucederán alternando los antecedentes con los hechos actuales. De esta manera, intercalándolos, narra la cuestión que originó el malón en que lo atraparon (XXX al XXXV); la historia de los ranqueles (L al LXI), en que se resume la campaña al desierto de 1833, y el fracaso de Aldao y Huidobro en ella; la instauración de la dinastía de los Zorros por Painé Guer (Zorro Celeste); la sucesión de sus caciques, etc. Estos capítulos se combinan con otros en que se describen los territorios por donde avanzan, rumbo a Leuvucó. A partir del LXI, se vuelve a centrar en el relato autobiográfico: su vida como cuidador de caballos del cacique, su trato con la chinita Púlquinay, a la que no corresponde por su amor a Panchita. Descubierto por un indio celoso, que ama a Púlquinay, Curuagé, es denunciado como traidor que pasa mensajes escritos a los huincas enemigos. La acusación lo lleva a ser atado como un perro a una estaca, a la intemperie. Así permanece por semanas, con el solo alivio de los regalos de su abnegada china, que soborna a los guardianes. Con la llegada del lenguaraz, que   —212→   traduce lo escrito, se esclarece todo, pero permanece prisionero. Liberato ha propuesto que Painé envíe a Rosas cautivos como regalo, para trocarlos por Paquitruz, el hijo del cacique, en poder del Gobernador. Se acepta el riesgo. Pasan dos años; y un día regresa Mariano Rosas -así bautizado- junto a su padre; el padrino pide la cabeza de Baigorria. Liberato pasa a ser secretario de Painé. En el discurrir narrativo, vuelve a producirse una interrupción de lo meramente autobiográfico; los capítulos se centran en el cacique de la división cristiana de Trenel (LXXXII al XCIX). Las noticias que aporta complementan las de Callvucurá, pero con detalles de mayor intimidad: las mujeres de Baigorria, sus gestos de nobleza para con los cautivos, las diferencias con sus lugartenientes, el resquebrajamiento de su autoridad, el distanciamiento con los Sáa, el enfrentamiento con ellos, que le ocasiona el célebre tajo, su casamiento con la indiecita Loncomilla, para afirmar su situación entre los indios. En el capítulo CV retorna el eje a Liberato, quien participa en un malón a San José del Morro. La muerte inesperada de Painé (CXXII y CXXIII) produce un vuelco de la situación, al perder Liberato a su protector y, al tiempo, por la decisión del sucesor, Calvaiú, de sacrificar a las mujeres de su padre con un bolazo en el cráneo; el peligro de muerte es inminente para Panchita. Liberato roba unos caballos, concierta la fuga con su amada, y parten en la noche con rumbo incierto: «Y nos hundimos entre las sombrías guaridas del monte pavoroso de Los Cristianos Muertos», es la frase final. La novela queda abierta; se clausura, pero no se cierra, pues nada se dice al lector expectante del destino de la pareja que vaga en el desierto.

Pese a lo que podríamos esperar, habiendo vivido el narrador durante siete años entre indios, no nos brinda la galería de cuadros de sus costumbres, para lo que se le daba pie al testigo. Hay en el texto escasas páginas similares a las que destinaron Federico Barbará o Gustave Guinnard -cautivo francés- a los calfucuraches; o las detalladas precisiones que aportó Mansilla sobre los ranqueles. El autor nos aclara: «A designio suprimo toda descripción sobre costumbres indígenas, dejando estos materiales para la obra especial que ya he mencionado» (278), apunta y hace referencia a una declaración previa, pero en boca de Liberato:

Me detengo aquí. Referir las impresiones recibidas del conjunto como de los más insignificantes detalles de la civilización de la Pampa a cuya observación dediqué todas las facultades de mi alma, desde el día   —213→   portentoso e inolvidable de la entrada a Leuvucó; hasta el año 1847, que intenté la fuga en busca de mi hogar y de mi patria, sería materia de varios libros, que prometo escribir sucesivamente si estas narraciones históricas, de una verdad perfecta alcanzan el honor de interesar a mis amigos.


(247)                


Nos enteramos de algunos detalles de esas modalidades, pero siempre en forma abreviada. Por ejemplo, reduce a diez líneas una orgía indígena (XXV), que se completa con otro cahuiñ de picunches en Relmu, y que asociamos de inmediato con el canto «El festín», de Echeverría. Aporta algunos cuadros ocasionales sobre las cautivas, el del capítulo XXIX, o, el muy superior, sobre los padecimientos de éstas (LXXXVII), página de primera mano. Otra escena de gran dinamismo descriptivo es la del arreo de diez mil cabezas de ganado (XXVIII), en la que vemos y oímos el entrechocarse caótico de las bestias; asimismo, la entrada de Painé en Leuvucó (XLVII).

Más abundantes, en cambio, son los paisajes y cuadros de la naturaleza, de entre los que cabe rescatar la descripción de la Laguna de los Loros (XLIV); un día bochornoso de noviembre (LXVI) o, el más logrado de todos, una tormenta en el desierto (LXVI).

Mayor detención le merecen los episodios relacionados con Baigorria, así como algunos casos de la frontera: el de la primera mujer del coronel, «una artista dramática muy aplaudida en el Plata»; que fue cautivada en una posta de Rosario a Córdoba, y que en las rucas ranquelinas «murió en 1845, sin haber querido jamás revelar a nadie su nombre verdadero» (290); o la liberación de la segunda mujer, a quien una noche, el ex oficial de Paz dejó que regresara con sus familiares a Cruz Alta.

La comparación con las páginas ranquelinas de Mansilla se impone. El narrador las ha leído y las celebra; en Leuvucó, dice, el autor de la Excursión «pudo observar espectáculos maravillosos. El libro notable que el general Mansilla escribió con ese motivo dio una ruidosa espectabilidad a la Dinastía de los Zorros» (281). Y nos acordamos de la humorada de Eduardo Wilde: «ahora los ranqueles se han puesto de moda con el libro de Lucio [...]».

La acción de Una excursión [...] y de Painé se desarrollan en un mismo escenario. El primero es un relato de viaje de un testigo curioso y de firme cultura que va contrastando los usos y hábitos de los   —214→   bárbaros con los de los aparentemente civilizados, lo que lleva, como se sabe, a flexibilizar la dicotomía barbarie-civilización. El segundo texto es una novela de base histórica, en la que el narrador autobiográfico no dispone de esa capacidad de contraste. Mansilla cuenta lo que vio; Zeballos, lo que cuenta Avendaño -cuya prosa nada colorida es eficaz, por veces, por su misma ausencia de adornos, pero no tiene matices-, reelaborado en el relato. El arte del retrato es superior en Mansilla, como lo confirmará con su otro libro de 1894. Zeballos puede ostentar unos pocos logrados en su galería: el de Baigorria, en Callvucurá, y el muy estimable de Painé (LII y LIX), pero necesita mayor espacio para perfilarlos. Ambos coincidieron en algunas descripciones de la naturaleza; en este campo estaba más dotado Zeballos, pues percibe un paisaje con mayor diferenciación de elementos individualizadores. Mansilla tiende a cierta tipificación y énfasis en la presentación de este aspecto.

Relmu, reina de los Pinares continúa las memorias de Liberato, retomando el final de la novela anterior, en el que había abandonado a la pareja en medio de la selva ranquelina. Superada ésta, los espera la terrible travesía puntana, que en la primera parte de esta nueva obra, continúa siendo la fuente madre.

En el tentativo rumbo hacia el Chadí Leuvú, se van sumando las dificultades: la fatiga, la sed febril, el hambre, el miedo ante los menores vestigios del peligro: una rastrillada reciente, un ruido en la noche, las huellas del tigre, el Vutá Huenthrú... Esta última presencia va generando una tensión creciente en el relato, que va en aumento desde que se descubren los rastros del merodeador (X). A partir de entonces, todos los elementos confluyen para intensificar por grados la tensión: el cuento incorporado del indio Pichiló (XV), los resoplos y bufidos de las cabalgaduras que ventean el peligro, la niebla blanquecina que todo lo afantasma, y que contribuye a exacerbar la imaginación, espoleada por la fiebre y el agotamiento. El clímax de este momento lo marcan los capítulos XVIII-XX, en los que los posibles movimientos del tigre cercano son adivinados en la neblina que anula la vista y acentúa la audición: el chasquido de los lazos cortados por los caballos, el tropel de intento de escapada del picazo estrella blanca, el bramido del tigre en el salto decisivo, el desplome sordo del caballo, el cuero rasgado por la garra filosa, el cuerpo del animal   —215→   arrastrado. En fin, todo elaborado solamente con sensaciones auditivas. El pasaje es de lo más valioso de la obra.

Aunque el autor mantiene en esta segunda novela de la bilogía algunos hábitos anteriores, como el de explicitar el sentido de las voces onomásticas y toponímicas araucanas, o las etimologías en esa lengua, o allanar el alcance de algún argentinismo léxico o, lo que indica, más de una vez, como propio de una «lengua de frontera» -tema de interesante estudio-, ha ido renunciando a la insistente anotación documental de la novela anterior. Sólo en tres oportunidades echa pie al dato erudito (374, 394, 397). Esto evidencia que hay un proceso de liberación de la referencia histórica explícita, a la que tanto se apegó antes, temeroso de la censura por inverosimilitud. En esta segunda parte -para la que no dispone, en todos los casos, de certificación tan detallada como en la anterior-, hace jugar más la inventiva personal en los pasos y en las circunstancias del destino del protagonista. Si bien cabe aclarar que el marco de referencias histórico-político siempre es real, no ha de proclamar que todos los episodios son estrictamente históricos.

Por tres veces en estas memorias, el personaje, unitario, elige formas de servicio a la Patria. En Painé se ha adherido a la causa de los estancieros del sur; en Relmu, se encuentra con Gatica, capitán de la tropa de Baigorria, que anda por la zona puntana en contactos políticos, para producir un levantamiento antirrosista en Cuyo; se afilia a él, y deja a Panchita custodiada por gente amiga. Fracasada la patriada, y cautiva nuevamente la muchacha por los indios, el sargento Rufino Orosco lo invita a pasar a Chile para unirse al general Lamadrid y, desde allá, intentar nueva campaña. No puede regresar a los toldos, ni puede integrarse a la civilización por su posición política, y ha perdido a la mujer que rescató. Sólo queda el destierro. El sargento Orosco le cuenta su vida (LIV), y una vez más, la literatura en esta página cifra una vida repetida, que reafirma la verdad histórica sobre el destino común de tantos gauchos: al dejar el Ejército Libertador, en 1820, se ha casado y establecido en el campo; un día, el comandante lo detiene, lo apalea y le roba la mujer, que ha de morir a poco. Cuando se recupera, Rufino busca en Córdoba al comandante, y lo mata; se une a Lamadrid, y, después de la derrota de Rodeo del Medio, se va Tierra Adentro, a los toldos indios.

  —216→  

Este libro presenta un nuevo ámbito físico. Callvucurá movió su acción, en forma dominante, en las pampas bonaerenses y en la zona de los chadiches; Painé, en la de los carrizales y la selva ranquelina; éste, después de superada la travesía puntana, descenderá hacia las faldas de la cordillera, reino de los pehuenches, frío y nevado, que da ocasión al autor para buenas descripciones paisajísticas, apoyado en el asombro visual del paisano bonaerense, extrañado en ese ámbito.

El encuentro con el cacique Pagintú le da un nuevo refugio indio para la persecución política. Y, en el cierre de esta peregrinación, la asistencia a la proclamación del casamiento del cacique Huamanecul con la misteriosa Relmu (Arco Iris), mujer hallada por los de la tribu en circunstancias legendarias, le deparará una sorpresa desconcertante. En el parlamento, ve, de espaldas, a la ignota belleza de los Pinares y, al reconocerla, exclama el nombre de la mujer que ama; ella se da vuelta, lo reconoce y se desmaya; la turba avanza sobre Liberato y lo golpea hasta que pierde el conocimiento. Aquí se cierra el relato, con un final efectista. Como en Painé, la clausura abre campo a la posible continuación en una tercera parte, en la que, tal vez, Zeballos pensó cuando le hizo apuntar a su protagonista la prosecución de sus andanzas en otros libros.

Relmu no presenta personajes centrales de la historia de las fronteras. Lo mejor de ella, como escenas, son el comentado acecho del tigre, la caza del puma a lazo en el breve capítulo XXV, la posta saqueada por los indios, que matan fieramente al guardián (LV), y el cuadro de las fiestas pehuenches. El resto se lo llevan las descripciones de los ámbitos cordilleranos.

Es señalable un evidente desenvolvimiento en la producción de las cinco obras dedicadas por el autor al tema que centró esta parte considerable de su producción. Primero, lectura estudiosa, rebusca erudita, información científica, para el trazado de su síntesis La conquista de quince mil leguas, dedicada al momento con intención política y gesto de adhesión al proyecto roquista. Luego, la experiencia del Viaje, reconocimiento directo de esa realidad descripta, ahora domeñada, ámbito del cual arrancaban las algaradas del malón que tuvieron en jaque a los gobiernos y que él sintió, en carne propia, en terroríficas escenas de su infancia. Más tarde, una crónica viva de episodios capitales de la guerra fronteriza, centrada en la dinastía de los Curá, de particular manera, en su figura axial y fundadora; escrita con el propósito de que los compatriotas apreciaran, en su debida   —217→   dimensión, la labor concluida por el ejército expedicionario, y se dispusieran a una tarea constructiva y pobladora del espacio desierto. Al trazar los cuadros dinámicos y dramáticos de Callvucurá, advirtió la potencia novelesca de la materia, con el agregado de pocas circunstancias ficticias sobre el fuerte basamento documental. Así logró Painé, novela híbrida por su insistencia en el respaldo erudito explícito, en que se vale, para tejer situaciones -algunas evocadas en otros libros suyos- de un protagonista que cuenta sus trajines de unitario alzado y de cautivo de indios. El elemento sentimental que injiere en el texto anovelado no es logrado, resulta deshilvanado y sobrepuesto. Animándose a más, se lanza, en la última obra de este ciclo, a mayor juego de imaginación, y reduce la apoyatura de testimonios. Pero Zeballos no disponía de dotes para urdir una trama novelesca, ni manejaba con eficacia los recursos propios del género. A medida que se distancia de la realidad histórica evocada, sus escenas pierden fuerza y se distienden sin vigor; aunque mantienen, no cabe duda, su capacidad descriptiva de lo circundante, pero no la energía de los episodios. Parecería que para lograr vitalidad tuviera dos condicionamientos: que los hechos por narrar tengan base real y que se acoten a situaciones limitadas: un malón, una batalla, el asedio de un fortín. Dinamizar, vitalizar lo histórico resulta en él más feliz que inventar conflictos. El personaje peregrina solo o con su amada -nuevos Brián y María- pero no se nos imponen como destinos. Nos apuebla más en la historia del ayer reciente que en la esfera de la ficción.

Sólo puede considerarse, por cierto, trilogía al conjunto de estas últimas obras, con los recaudos que asentamos. Pero, si de valores literarios se trata, se debe comenzar la estimación con los muchos capítulos meritorios que se espigan en el Viaje, y sumarles a ellos, el caudal de Callvucurá y los episodios y las escenas que apuntamos en el tratamiento de las novelas. Este grueso haz de páginas nos certifica los alcances de la capacidad narrativa y descriptiva de Zeballos. Esas páginas, que hemos reunido en antología, dan su dimensión real de escritor. Decía Azorín que hay clásicos olvidados y clásicos clandestinos; en la abundante e inexplorada literatura argentina de frontera hay buen volumen de páginas y libros que son adjetivables de tales. Y, de entre ellos, aporte significativo corresponde a hombres de la Generación del 80, que atendieron con lucidez esta realidad conflictiva en la entraña de lo nacional.