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Cadalso y Larra: una inseguridad romántica en dos tiempos

Russell P. Sebold





Ya Azorín destaca el sugerente hecho de que Cadalso y Larra se sitúan de modo semejante ante esa preocupante realidad que se llama España. Es en su prólogo de 1917 a las Cartas marruecas donde José Martínez Ruiz afirma que «la trascendencia de Cadalso estriba, por lo que respecta a la revolución romántica, en que al hacer la crítica de los valores históricos y sociales, pone frente a ellos, instintiva y fatalmente, el propio yo. Y ésa es toda la vida moderna, que el romanticismo, en literatura y en política, ha preparado: la liberación del individuo. Después de Cadalso, Larra afirma su yo bravía y espléndidamente».1 Al reflexionar sobre el problema de España, el romántico del setecientos y el romántico del ochocientos -llamémoslos ya así- enfocan la relación entre la patria y las demás naciones europeas en forma dialéctica. «Trabajemos nosotros en las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros los extranjeros -exhorta Cadalso-; [...] nos hemos igualado con ustedes, aunque nos llevaban siglo y cerca de medio de delantera. [...] la península se hundió a mediados del siglo XVII y ha vuelto a salir de la mar a últimos del XVIII».2 «Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero -explicará Larra-, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos; sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro».3

Como consecuencia de tal postura se ocasiona en ambos escritores un angustioso conflicto entre su admiración intelectual por modelos universales y su estrecha identificación emocional con el espíritu español, entre el progreso teóricamente posible y la nobleza de esos reductos de la tradición nacional que pudieran verse amenazados por una sociedad cambiante. Es más: cuando las promesas de la Ilustración se defraudan por el fracaso del programa ilustrado, ese derrumbe se refleja tanto en Cadalso como en Larra por el paso de la ilusión a la desilusión; y tan característico es este desencanto ante la sociedad, que tiene expresión no solamente en las Cartas marruecas del primero y los artículos políticos del segundo, sino también en páginas de tonalidad tan subjetiva como las Noches lúgubres y La Nochebuena de 1836. ¿Cómo se explica el paralelo esbozado aquí? Evidentemente, habría que tomar en cuenta la cosmovisión que une las épocas románticas del XVIII y el XIX.

Mas cuando el paralelismo de dos existencias literarias parece ir más allá de lo que es previsible por el compartimiento de unas mismas influencias históricas, estéticas y filosóficas, conviene acogerse a la teoría orteguiana de la circunstancia («Yo soy yo y mi circunstancia»). Ello es que son tan similares las principales circunstancias vitales de Dalmiro y Fígaro, que una misma fortuna parece haber presidido sus días. Al inicio de mis clases sobre Larra acostumbro hacer un breve estudio comparativo de su vivir y el de Cadalso, con el fin de dar más relieve al examen de las deudas intelectuales del costumbrista decimonónico con el pensamiento de la Ilustración, cuestión a la que luego procedemos en esas sesiones. Mas creo que en este lugar la misma comparación podrá servir para destacar el perfil romántico de la azarosa e inquieta vida del ilustrado dieciochesco Cadalso; y después daremos una noticia más detallada de la vida del autor de las Noches lúgubres.

Cadalso nació mientras aún reinaba el primer rey borbónico de España, cuando sólo rayaba la época de la Ilustración; Larra nació a poco de caer el último rey del Antiguo Régimen, cuando se entraba en la última época de la influencia de la Ilustración. Cadalso por lo general apoyó las ideas ilustradas de los ministros de Carlos III; el padre de Larra fue partidario de José I, quien fue apoyado por muchos de los herederos ideológicos del gran déspota ilustrado borbónico. En la vida de ambos literatos hubo una influencia militar: Cadalso fue militar desde sus veintiún años; el padre de Larra fue a partir de 1811 médico de primera clase del ejército de José Bonaparte, y al volver el rey intruso a Francia le siguió el padre de Fígaro llevando consigo a su familia a diferentes destinos militares en el país vecino, pues ya se había incorporado como médico al ejército francés (en el destierro francés se le nombra asimismo médico personal del infante don Francisco de Paula, hermano de Fernando VII). En el hijo Mariano lo militar toma la forma de su ingreso en el cuerpo de Voluntarios Realistas de Infantería en 1827.

Ahora bien: la inestabilidad de la vida militar -los constantes traslados, la frecuente incomodidad del alojamiento, la falta de la tranquilidad casera, la ausencia de los seres queridos, la cambiante población de amigos del momento, etc.- lleva a cierta constante resignación o desesperación callada, y tradúcese ésta por un humorismo mordaz que busca su blanco en la sociedad humana. A esta causa de inseguridad social se une a la vez en ambos escritores otra destinada a producir efectos semejantes y complicar los de la primera: ninguno de los dos conoce en la niñez la ternura y el aliento de la madre. La madre de Cadalso muere en el segundo cumpleaños de su hijo; pero tan privado se sentía el ensayista dieciochesco de ese entrañable apoyo, que años después se había convencido de que su progenitora murió de sobreparto: «Nací a mi tiempo regular, muriendo mi madre del parto».4 La madre de Larra, doña María de los Dolores Sánchez de Castro, joven, recién casada, segunda esposa de su querido médico, exasperada por desavenencias familiares y mujer frívola, muy semejante a la madre del personaje Augusto en El casarse pronto y mal, no se ocupa en absoluto del niño Mariano y poco después desaparece entre las nieblas de la historia. Cadalso de pequeño es confiado a los cuidados de una tía de su madre en el hogar de su abuelo materno; el Larra niño vive en casa de sus abuelos paternos hasta su traslado con sus padres a Francia.

Añádase a estos factores el hecho de que el padre de uno y otro estaba habituado a moverse entre los poderosos: el padre de Cadalso trataba con los financieros de toda Europa; pues, rico propietario de una flota de barcos mercantes, disponía, por ejemplo, en cierto año de unos 600.000 pesos para invertir en nuevas empresas comerciales españolas en Europa; y el padre de Fígaro frecuentaba la corte del rey Bonaparte y luego la de Fernando VII. De las circunstancias reseñadas hasta aquí -mudable vida militar, conocimiento desde la infancia del gran mundo, ausencia de la madre- se desprende cuáles pueden ser los primeros orígenes de 1) la irresistible atracción de ambos escritores -dandis de sus respectivas épocas- hacia la sociedad elegante, 2) su concomitante ironía despreciativa hacia esa misma sociedad (ninguno de los dos podía vivir en ella, ni ausente de ella), y 3) la cantidad de emoción y emoción reprimida que hay en las páginas de Cadalso y Larra, sorprendiéndonos ésta sobre todo en esos momentos en que a la vuelta de un sarcasmo antisocial se cae en el sentimentalismo o aun en la sensiblería.

De niño Cadalso y luego Larra se educó en parte en el extranjero, sobre todo en Francia, aunque el primero estudió también en Inglaterra. Cada uno estuvo fuera de España aproximadamente cinco años, Cadalso a partir de los diez años, Larra hasta los diez años. Cadalso adquirió un dominio casi perfecto del francés y el inglés.5 Recuerda su vuelta a España después de su profunda inmersión en esas culturas: «entré en un país que era totalmente extraño para mí, aunque era mi patria. Lengua, costumbres, traje: todo era nuevo para un muchacho que había salido niño de España y volvía a ella con todo el desenfreno de un francés y toda la aspereza de un inglés».6 Larra, lo mismo que Cadalso, aprendió el francés tan bien, que casi se olvidó del español, y años más tarde, célebre ya, gustaba todavía de hablar con frecuencia el francés, el italiano y el inglés.7 De tales principios proviene el cosmopolitismo de un español y otro, expresado ya seria, ya irónicamente. Nuño Núñez, el alter ego de Cadalso en las Cartas marruecas, tiene en Madrid algunos amigos extranjeros, «los quiere como paisanos suyos» y él es «para con ellos un verdadero cosmopolita, o sea ciudadano universal» (ed. cit., página 178). Mas el español rancio que late en el alma del sofisticado ensayista ilustrado concibe al mismo tiempo que «la mezcla de las naciones en Europa» pueda conducir al desbarajuste interior de las sociedades europeas individuales. «De aquí nacerá -dice-, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nueva nación separada de las otras, y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles» (Carta IV pág. 17). De este trozo de las Cartas marruecas parece tomar pie Larra, pues para él no cabe ya duda que «hay más puntos de contacto entre una reunión de buen tono de Madrid y otra de Londres o París, que entre un habitante de un cuarto principal de la calle del Príncipe y otro de un cuarto bajo del Avapiés, sin embargo de ser estos dos españoles y madrileños».8 Poco a poco el espíritu internacional de la Ilustración va convirtiéndose en sello del esnobismo dandi del romántico.

Vueltos nuestros niños cosmopolitas a la patria, los dos prosiguieron sus estudios en Madrid con los jesuitas: Cadalso, en el Real Seminario de Nobles, que era una división del Colegio Imperial jesuítico reservada para los hijos de casas nobles; Larra, en el mismo Colegio Imperial (actual edificio del Instituto de San Isidro, calle de Toledo). Tanto Dalmiro como Fígaro estudiaron Derecho. Éste lo cursó en la Universidad de Valladolid; aquél parece haberlo estudiado por su cuenta, pero sus vastos conocimientos de esta disciplina y todos los autores legales entonces más consultados se hallan aludidos en el contexto satírico de la cuarta lección (jueves) de Los eruditos a la violeta, que versa sobre Derecho natural y de gentes, y también sirvió Cadalso como secretario de algún tribunal de guerra.

Ni Cadalso ni Larra lograron grandes éxitos en el teatro: lo mejor que escribieron para la escena, Solaya o los circasianos y Macías, respectivamente, no son exactamente obras maestras. El atormentado idealismo y la espontaneidad de los autores de las Cartas marruecas y El pobrecito hablador no se prestaban al rigor y artificiosidad de la estructura dramática. Ninguno de los dos fue un poeta lírico de primer orden, aunque el verso de Cadalso es muy superior al de Larra. Los dos lograron, empero, una auténtica poesía en prosa: el primero, señaladamente en la obra editada aquí; el segundo, en ciertas declaraciones emanadas del desgarrado corazón del protagonista de El doncel de don Enrique el Doliente, así como en los artículos de tono más personal. Tienen en común asimismo el hecho de que como críticos influyeron profundamente en los demás escritores de sus épocas, de palabra y también por escrito. En el caso de Cadalso, habría que mencionar su participación en la tertulia de poetas de la Fonda de San Sebastián en Madrid y en la que tuvo su origen en la celda de fray Diego Tadeo González en Salamanca, lo mismo que su correspondencia literaria con sus amigos; Larra acudía con Mesonero, Espronceda, Escosura, etc., a la famosa tertulia romántica del Parnasillo en el café del Príncipe, y no hace falta recordarle al lector sus numerosos artículos de crítica literaria.

Tanto el uno como el otro vieron frustrados sus amores con una encantadora andaluza, y en ambos casos el objeto de ese amor era tal que no podía gozar de la sanción de la buena sociedad; pues era actriz María Ignacia Ibáñez, cuya rápida enfermedad y muerte desesperó a su amantísimo Cadalso, y era una señora casada María de los Dolores Armijo de Cambronero, quien por fin rechazó al también casado Larra. Ambos galanes abandonados pensaron al punto en el suicidio como consuelo de esa inmensa pérdida afectiva: el amante de la actriz, representando esa atracción hacia la nada en forma imaginativa, en el poema en prosa que el lector encontrará a continuación; y todo el mundo sabe cómo acabó el amante de la Armijo. Es curioso notar a la par que Larra también vive el proceso del suicidio en forma ficticia en varios de sus cuadros costumbristas. Por ejemplo, en El casarse pronto y mal (1832), Augusto -uno de los sobrinos o sosias en que se desdobla y ficcionaliza la personalidad de Larra- se ve envuelto en una intriga amorosa no muy desemejante de la que esperaba a su creador, y en efecto acaba pegándose un tiro. Es -nótese bien- precisamente en este cuadro donde Fígaro alude a las Noches lúgubres, como verá el lector por nuestra nota 22 a la noche I.

Murieron prematuramente los dos literatos: Cadalso a los cuarenta y un años, Larra antes de haber cumplido veintiocho. Se da a la vez la coincidencia, realmente no demasiado significativa, de que ambos murieron de una herida en la cabeza: Cadalso, por un casco de metralla que le penetró la sien derecha al reventar una granada en el sitio de Gibraltar en 1782; Larra, por el pistoletazo que se administró. Sin embargo, intentando romantizar en forma impropia al por otra parte muy romántico Cadalso, algún estudioso ha querido persuadirnos de que fue también un suicidio la muerte del autor de las Noches lúgubres, suponiendo que el coronel vio venir la granada en su dirección pero que deseando dejar atrás este mundo de miserias no quiso arrojarse a la tierra para esquivarla.9 Otro juicio igualmente inexacto relativo a lo que debe considerarse como romántico, pero que esta vez se ha aplicado a las dos figuras que entran en nuestra comparación, es que fueron románticos en la vida y la acción más bien que en su obra literaria. Evidentemente, según seguiremos viendo, lo fueron en ambos terrenos.

Sobre Fígaro Azorín ha escrito unas palabras algo exageradas en lo que se refiere a la literatura propiamente dicha, pero encierran cierta verdad existencial; y en este último sentido pudieran aplicarse con igual licitud a Cadalso. «Este escritor, tenido por el más extranjerizado de su tiempo -observa Azorín-, es el único escritor que enlaza con nuestra tradición clásica, el único gran escritor castizo de su tiempo».10 Cadalso y Larra nacen, viven y escriben entre dos de las más alarmantes y dolorosas declaraciones de la secular inseguridad española ante la realidad histórica. En Honra y provecho de la agricultura (1739), Feijoo escribe angustiado: «El descuido de España lloro, porque el descuido de España me duele»;11 y se identifica con la inquieta y cuestionadora generación de 1898 ese dicho que quizá se inspirara en las palabras del noble ensayista benedictino: «Me duele España».

Consideremos unas reflexiones de Cadalso sobre aquel titubeante segundo Siglo de Oro que precede inmediatamente al suyo de la Ilustración. Parecen estas ideas tomar pie del citado discurso de Feijoo:

La agricultura, totalmente arruinada, el comercio meramente pasivo y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias aún estaban en pie, mas despreciables: tediosas y vanas disputas continuadas que se llamaban filosofía; en la poesía se fundaban equívocos ridículos y pueriles; el pronóstico, que se hacía junto con el Almanak, lleno de insulseces de astrología judiciaria, formaba casi toda la matemática que se conocía; voces hinchadas y campanudas, frases dislocadas, gestos teatrales, formaban la oratoria práctica y especulativa. Aun los hombres grandes que produjo aquella era tenían que sujetarse al mal gusto del siglo, como hermosos esclavos de tiranos feísimos. ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo? Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior [...]?12



Al juzgar el siglo XVII, Cadalso echa de menos en él un fenómeno científico y cultural para el cual existía ya en ese mismo siglo el término propio (lo usa el tercer conde de Fernán Núñez en El hombre práctico, escrito hacia 1680): me refiero al concepto y voz progreso. Pero esta palabra, que por otra parte casi parecía un sello indispensable del estilo filosófico y ensayístico dieciochesco de todas las naciones, la deja Cadalso para Larra, quien, salvada esa diferencia, viene a decir esencialmente lo mismo que su antecesor del Siglo de las Luces en las líneas que copié antes. Hasta comparte con éste su preferencia por la primera centuria áurea. Pienso en el siguiente pasaje del conocido artículo Literatura:

En España causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático, investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas; así que aun en nuestro Siglo de Oro es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar.13



Siendo sucesor de los escritores de ese siglo cuyas grandezas no eran muchas veces sino formas huecas -«en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante»-, Cadalso tenía la sensación de que le faltaba la tierra bajo los pies: ello se ve por sus ya citadas observaciones sobre la cultura del siglo XVII, así como por aquel otro pasaje de la misma carta XLIV donde se compara la España del seiscientos con «una casa grande que ha sido magnífica y sólida», pero que ya «se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes» (Cartas marruecas, ed. cit., págs. 15, 103). Pero, pese al progreso logrado durante el reinado ilustrado de Carlos III, Larra tampoco tiene la sensación de estar pisando tierra firme. Es también en el artículo Literatura donde explica que la juventud emprendedora de la Ilustración, desesperando «de continuar un movimiento paralizado dos siglos antes, creyó no poder hacer cosa mejor que saltar el vacío, en vez de llenarlo, y agregarse al movimiento del pueblo vecino, adoptando sus ideas tales cuales las encontraba. Viose entonces un fenómeno raro en la marcha de las naciones: entonces nos hallamos en el término de la jornada sin haberla andado» (ed. cit., páginas 747-748).

La inquietud existencial de críticos que aspiran a aplicar criterios universales a su problemática España, pero que no confían en el provecho que pueda provenir de tales pruebas de progreso, también se articula del mismo modo en los dos escritores objeto de nuestra comparación; y ahora entra lo clásico, lo tradicional, lo castizo que Azorín advierte en medio del cosmopolitismo de tales figuras. En los momentos de mayor desconfianza, Cadalso y Larra buscan cierta compensación emocional echándose en brazos de las manifestaciones más pintorescas de esas mismas corrientes de decadencia y reaccionarismo que parecía esencial extirpar. Y no es éste el motivo menos cordial del atrayente paralelo romántico entre estos literatos que colocan su yo desnudo frente a su mundo.

Cadalso se identifica con el tipo tradicional del leal vasallo, que será el modelo de tantos protagonistas de poemas, novelas y dramas románticos. El personaje español de las Cartas marruecas, alter ego cadalsiano y aspirante a ilustrado, Nuño Núñez, se desilusiona por fin; y olvidando ya toda pretensión de riguroso análisis histórico o social confiesa orgullosamente: «Yo nací para obedecer, y para esto basta amar a su rey y a su patria: dos cosas a que nadie me ha ganado hasta ahora» (ed. cit., pág. 33). En Vuelva usted mañana Fígaro se indigna de la inclinación española a aplazarlo todo y simpatiza con M. Sans-Délai, que venido a España a lanzar ciertos proyectos industriales o mercantiles se encuentra impedido por toda suerte de obstáculos derivados de la pereza y falta de puntualidad de los españoles. El artículo concluye, empero, con unas confesiones entre irónicas y angustiadas que contradicen rotundamente el aparente propósito reformador. Pues, desempeñando el papel de un consagrado tipo español que se acabó de definir en las páginas de los costumbristas románticos -quiero decir el tertuliano-, Larra confiesa: «Te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo quinto pie de la mesa de un café hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada» (Artículos completos, ed. cit., pág. 88).





 
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