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ArribaAbajo- XVI -

Donde el corresponsal, auxiliado por su criada, satisface la curiosidad de una curiosa cocinera granadina


Bien dice el refrán: unos crían la fama y otros cardan la lana. El cardador de lana soy yo, que sin darme aire de defensor del «feminismo», sin pedir instrucción para el sexo débil, he saltado por encima de las conveniencias sociales y he abierto cátedra en un periódico para tener discípulos de ambos sexos.

Yo pienso que si la montaña no viene hacia nosotros, debemos nosotros ir hacia la montaña; que en vez de ir buscando una a una para suministrarles el alimento espiritual en la misma forma que se les llena el buchecito a los pavipollos enfermos, lo que se debe hacer es arrojar la semilla para que quien quiera la recoja.

No estoy disgustado de mi método. Hasta ahora mi mejor discípulo es precisamente un discípulo con enaguas: son muchos los que le superan en capacidad, pero él los supera a todos por el interés con que sigue el curso de mis explicaciones. La alumna a que me refiero se me ha dado a conocer no ha mucho por medio de una carta original y graciosa, que bastaría y sobraría para indemnizarme del tiempo perdido en escribir mis lecciones, si yo no estuviera ya suficientemente indemnizado con el gusto que recibo al perder el tiempo sólo por perderlo.

Cuando recibí la carta y vi que no se había extraviado, a pesar de traer las señas muy mal puestas, me figuré que sería algún mensaje fastidioso: los mensajes de este género llegan a su destino, aunque se deje el sobre en blanco. Luego hice un ligero análisis grafológico, y saqué en limpio que la carta era de mujer: bastaba ver la D irregular, abultada, como si estuviera en estado interesante. Y no sólo de mujer, sino de una mujer excesivamente curiosa y hábil para los trabajos de cocina. Este último rasgo no era en realidad grafológico, pues lo induje de varias manchas del sobre, que daban a entender que los avíos de escribir habían estado cerca de la alcuza y del especiero.

Abierta la carta, vi que, efectivamente, estaba escrita por una cocinera, lectora asidua de El Defensor desde que empezó la guerra de Cuba.

Aunque el interés principal de mi comunicante se concentra en las noticias y en los telegramas, para ver si en ellos aparece el nombre de un sobrino que allá está peleando contra los rebeldes, no deja de dar un vistazo a todo el periódico, y ha llevado su buena voluntad hasta hincar el diente a mis Cartas. «A decir verdad -escribe la honrada cocinera-, yo no entiendo muchas de las cosas que usted escribe. Mi ama, que es una señora muy leída, es la que me las aclara; y ayer me explicó que lo que principalmente quiere usted dar a entender es que las mujeres deben de estarse en la cocina y no mezclarse en lo que no entienden». Y a continuación, encadenando las ideas con más lógica que un Aristóteles, quizá creyendo que yo soy una especie de Brillat-Savarin, ya que doy a la mujer como única misión la de guisar, me pide que la ponga al corriente del estado culinario de Finlandia y le envíe, si es posible, recetas de algunos guisos para contentar a su señora, de la que me dice en secreto que es una vieja tan empalagosa como sabia.

No creo necesario advertir que la susodicha vieja me ha levantado un falso testimonio. No sólo no pido yo que las mujeres se estén en la cocina, sino que, al contrario, pido que las cocineras se instruyan, y aplaudo el arranque de la que a mí me ha escrito, la cual es seguramente la primera que en España se ha gastado 15 céntimos por amor al arte culinario. La gracia hubiera sido completa si se hubiera gastado los 25 céntimos que exigía el franqueo de la carta; pero no es extraño que una pobre mujer se equivoque, cuando amigos míos abogados se equivocan también y me obligan a pagar 20 céntimos por cada carta que me escriben. Y cito el hecho, no por los 20 céntimos, sino porque pone de relieve lo incomunicados y arrinconados que vivimos en España, que la mayoría de los españoles no sabe siquiera franquear una carta para el extranjero.

Desgraciadamente no es Finlandia el país más a propósito para sacar de él elementos con que regenerar la cocina española. El admirable buen sentido de los finlandeses no ha podido contravenir el orden de la Naturaleza, según el cual aquí no se crían las cosas más indispensables para la vida, y particularmente para la vida de un español. No hay garbanzos; más aún: no se tiene idea de lo que es un garbanzo. El aceite es artículo de lujo: una botella cuesta seis marcos. El vinagre o aettika es un ácido, cuyo uso exige o poco menos el manejo del cuentagotas. El vino, como artículo extranjero, en gran parte español, cuesta carísimo. Las frutas vienen medio verdes y son como el chocolate del ventero: caras, pero malas. Una naranja, 25 o 30 céntimos. Tocante a legumbres, la mayor parte del año hay que vivir de conservas. En materia de condimentos se vive en anarquía. Es un problema, por ejemplo, hallar un ajo.

Cierto día, leyendo el Quijote, llegué al capítulo de los segundos consejos dados por el genial hidalgo al flamante gobernador de la ínsula Barataria; y lo mismo fue leer aquello de «no comas ajos ni cebollas para que no saquen por el olor tu villanería», que sentir grandes ganas de comer ajos, o por lo menos de olerlos. Sin duda, los españoles tenemos en el cuerpo el espíritu de rebeldía cuando tan espontáneamente nos insubordinamos contra las prohibiciones más sensatas. Varios meses transcurrieron, sin embargo, sin que mi rebelión pudiese tomar cuerpo; no veía ajos por ninguna parte, ni hallaba medio de hacerme comprender. Por fin tuve la fortuna de hablar con una señora alemana, partidaria del ajo, y supe que en Finlandia este picante producto se vende en las boticas, y que tiene el mismo nombre que las cebollas, reforzado con el calificativo «blanca». La cebolla es loek, y el ajo es hvitloek, cebolla blanca. Dije, pues, a mi criada: -Karolina, haga usted el favor de ir a la botica y comprar ett hvitloeksbufvud, (una cabeza de ajos). Mi criada volvió al cabo con una preciosa adquisición. -Quince céntimos me ha costado; pero los vale -me dijo-: mire usted qué gorda es, y que además tiene tres hijuelos. -Aunque costara 15 marcos, los daría por bien empleados -contesté yo. -Esto es muy bueno para el pecho -observó mi criada...-, pero no sabía que estuviera usted malo. -No es que esté malo, ni que tome eso por medicina. En España los ajos se emplean en muchos guisos excelentes, y hay también quien los come fritos y le saben a gloria. Mi criada se me quedó mirando, boquiabierta, como asustada. Ella no sabe historia; que a saberla, tengo la seguridad de que hubiera dicho como al final de los sainetes: -Ahora lo comprendo todo. Ahora me explico por qué los españoles se pasan la vida tirándose los trastos a la cabeza.

Algún hada benéfica me inspiro sin duda el pensamiento de nombrar auxiliar o pasante a mi criada, pues sin esta no sé cómo me las compondría para salir del atolladero en que mi paisana me ha metido. Soy extremadamente torpe en asuntos de cocina, porque no le doy importancia al acto, para otros tan importante, de comer; me conformo con cualquier cosa y detesto los platos complicados, encubridores de secretos peligrosos. Si yo fuera gastrónomo, sufriría viendo el desorden culinario en que aquí se vive: en cuanto salen de la cocina francesa o afrancesada o universal, puesto que en todas partes priva, caen en el salvajismo gastronómico.

Recordando el predicamento de que gozan ahí las ensaladas, he pedido una fórmula de ensalada finlandesa pura, y mi auxiliar ha hecho la siguiente combinación: ensalada de lechuga (que por cierto es más amarga que las tueras), picada muy gruesa; manteca derretida, vinagre, mostaza y azúcar en gran cantidad. Yo no me he atrevido a probar la horripilante amalgama: sería necesario forrarse antes con piel de oso el aparato digestivo. Esta cocina es demasiado fuerte para nuestros estómagos.

Lo que se adquiere a más bajo precio es la carne (koet). Hay carne de vaca desde 70 céntimos el kilo; a 90 la mejor. Una gallina, un marco o peseta. De diversos puntos de Rusia envían pollos, conservados en hielo, más duros que balas de cañón. La mantequilla del país es excelente, y la manteca de cerdo o flott se vende barata. La carne de cerdo tiene gran aceptación por lo mucho que llena y calienta. El pescado es endeble y soso: el que hace el gasto popular, al modo que en España la sardina, es el stroeming. La leche (mjolk) es quizá lo mejor del país, y cuesta a 15 o 20 céntimos litro; la crema o graedda la venden separadamente para el café. El pan es también muy barato, y en todas las mesas lo hay de tres clases: de trigo, a imitación del francés o del de Viena; de centeno, muy bien elaborado, y una especie de torta oscura, delgada y dura como una piedra. Lo más caro, y a veces imposible de encontrar, son los vegetales: sólo abundan las patatas, que son muy buenas, y que se venden por kilos, como las manzanas y otros artículos análogos.

Con todos estos materiales bien se podría, creo yo, hacer algo de provecho si hubiera finura en los paladares; pero las mejores intenciones quedan anuladas por el empleo exagerado de los condimentos fuertes y de las salsas inoportunas. Si Churriguera se hubiera dedicado a la cocina (con lo cual la Arquitectura no hubiera perdido gran cosa), hubiera sido un gran cocinero al uso finlandés.

La única creación original de estos guisanderos del Norte es el smoergasbord, literalmente «mesa de cosas de manteca»; o más claro, colección de entremeses útiles para abrir el apetito y a veces también para cerrarlo. En el smoergasbord figuran diversos embutidos y carnes saladas, pescados en conserva, ensaladas, legumbres con varios aliños, amén de la manteca dominadora y triunfante, cuyo papel es el auxiliar de la deglución. Una comida comienza siempre por el smoergas: señoras y caballeros van a la mesa consabida, y de pie picotean en todos aquellos platos, hasta que se sienten ya bien templados, acordes, para dar principio al concierto gastronómico; entonces se sientan a sus mesas respectivas, donde se les sirve la sopa y demás platos del menú (o minuta, para no disgustar a los buenos patriotas).

Pero no paran aquí los servicios del smoergas: fuera de las horas de la comida, sirve como «tente en pie». En muchos lugares de reunión nocturna funciona continuamente la mesa de las chucherías, y todo el que quiere reparar sus fuerzas puede acercarse y comer lo que se le antoje, mediante un tanto fijo: tres o cuatro reales. En las casas particulares es muy útil, porque existe la costumbre de dar de comer a los que van de visita: de vez en cuando circula la bandeja con el té hirviente y los bizcochos, y cuando la hora avanza y el té no produce ya efecto, se pasa al comedor y cada cual se atraca de lo que más le gusta. En las estaciones de ferrocarril también nos encontramos la mesa mágica: llega uno, coge un plato y lo llena a su satisfacción. Hay quien mezcla una tajada de carne, un alón de pollo, compota, un pastel y pepinillos en vinagre. Todo por un marco, y sin perjuicio de reventar si vienen mal dadas; pero no haya cuidado, no revienta nadie. Cada país es heroico a su manera, y Finlandia tiene acaparado el heroísmo más provechoso: el heroísmo estomacal.

La cocina finlandesa es un teatro por horas; no hay en ella ninguna obra enérgica y contundente como nuestro cocido: todo se vuelve piezas en un acto, tontas o insustanciales, que comienzan por distraer, y concluyen por estragar el gusto y estropear el estómago de quien no está hecho a estos belenes.




ArribaAbajo- XVII -

Cómo se divierten los finlandeses: diversiones populares


Todos los pueblos tienen necesidad de divertirse, y todos se divierten; pero el modo de realizar esta importante función es muy diverso. La vida material nos obliga a asimilarnos elementos materiales; y la vida espiritual nos fuerza a recoger impresiones que son buenas o malas, agradables o desagradables, según nos coge el cuerpo. Una planicie inmensa, nevada, dicen los estéticos que es un ejemplo de lo sublime estático; una tempestad de nieve será ejemplo de lo sublime dinámico. Pues bien: yo vivo en medio de lo sublime estático; y han descargado sobre mí varias sublimidades dinámicas, que me han puesto hecho una sopa, y pienso que los estéticos llevan razón donde no nieva o nieva poco; aquí se equivocan, porque el empacho de nieve quita las ganas de emocionarse, y engendra un cansancio, un aburrimiento, que no tienen nada que ver con la sublimidad. Lo mismo ocurre con lo bello, con lo gracioso, con lo ridículo, con lo cómico, con lo jocoso, con lo burlesco y con lo humorístico. Nada de eso existe en la realidad; todo está en nosotros. En Madrid cerraba yo mi balcón para no oír los organillos, y la criada, la «chica», los oía con delectación; aquí mi criada no les hace caso; soy yo quien paga y escucha. Mis ideas sobre los organillos no han cambiado; pero han cambiado mis impresiones, y yo doy más importancia a mis impresiones que a mis ideas.

Cuando algún observador superficial, pues, venga a Finlandia y note que el pueblo no se divierte, no se lleve de ligero, pues más tarde tendría que rectificar. Este pueblo se divierte, sin duda alguna, porque tiene necesidad absoluta de hacerlo: si el observador no se entera de cómo y de cuándo esto ocurre, es porque no observa con la profundidad correspondiente. Yo fui una vez a un baile popular, «un baile de criadas y horteras», y, contra mi costumbre, fui con un acompañante. El baile estaba amenizado con intermedios cómicos, mimos y payasadas, los cuales me hicieron recordar las estupideces de nuestros «jugueteros» clásicos. No he olvidado aún cierto juego granadino, al que sus autores llamaban «construcción de la Giralda»: salían dos maestros de obras, embozados en sendas capas, a reconocer el terreno que dejaban libre los circunstantes sentados a la redonda en la sala (que era de las de candil en viga). Uno de los maestros, despojándose de su capa, procedía acto continuo a la medición y remedición del solar; y el quid del juego estaba (muchos lectores deben saberlo) en que el medidor llevaba colgado por detrás uno de esos malaventurados recipientes, que las personas cultas han convenido en llamar vasos de noche, y esgrimiéndolo hábilmente ponía la concurrencia en el trance más apurado del mundo, y la obligaba, por último, a despejar la habitación y a ceder gratuitamente el terreno para que los constructores pudieran extenderse a sus anchas. Algo semejante a esto en fuerza y finura espiritual fue lo que yo vi en el baile finlandés: un barbero que enjabonaba a sus clientes con un escobón en rama; un caballero que hace beber agua a su señora en una pileta, y mil payasadas por el estilo, sin olvidar a un orador político y satírico perteneciente a la edad de piedra del arte oratorio. Cuando este tribuno de la plebe estaba más engolfado en su peroración, mi acompañante me dijo que por él no había inconveniente para marcharnos. -Deje usted todavía un momento: esto me gusta -le contesté yo. -Yo he hecho la indicación -me replicó-, porque viendo que tenía usted las espaldas vueltas al escenario, me figuré que estaría usted aburrido. -Es porque para mí el espectáculo está en la cara de los espectadores -agregué yo-. El orador ese, ya he visto desde el comienzo que es uno de los hombres más desgraciados o sin gracia que hay en nuestro continente; pero lo que me entusiasma es la risa inmotivada e injustificada de los concurrentes; esa facultad preciosa de reír porque les da la gana, quizá porque al comprar el billete se propusieron reír y están decididos a reír aunque no salga nadie a la escena.

Lo que se dice de este baile entiéndase de todos los demás. En un baile de máscaras no se va a dar broma: se va a comer y a beber... con disfraz.

En Carnaval la gente se divierte mucho. ¿Cómo? A mí me lo dijo una señora: -No deje usted de ir hoy a la Explanada (la Esplanadgatan es como si dijéramos la Carrera, el paseo natural de la ciudad): verá usted qué bonito está aquello-. Di una vuelta por allí y estuve atascado un buen rato mientras pasaban unas carretas a modo de cantareros, dentro de las que iban metidos muchos hombres a modo de cántaros. Pasé adelante, y no vi más; como lo que había de ver era lo que yo había visto. Aquí no se permiten máscaras por la calle, y la juventud, que es fácil de contentar, se contenta con vestirse como los demás días, a condición de que les dejen desfilar dentro de unas cuantas carretas ante los ojos atónitos de la muchedumbre, la cual es más fácil de contentar aún, pues se contenta con el tacto de codos. Debe notarse que aquí cierran los establecimientos los días festivos, y que en particular las tabernas se cierran a diario a las seis de la tarde y no se abren los días festivos o en que hay aglomeración de gente; todo esto por mandato expreso de la ley, para evitar que la gente se ponga alegre, y, sin embargo, la gente, aunque no beba, ni fume, ni coma, se alegra sólo de mirarse y de ver ondear en calles y tejados vistosas y juguetonas banderas.

Si el gobierno finlandés quisiera hacer felices por completo a sus gobernados, no tendría que calentarse mucho los cascos: no tendría más que dejar libre la venta de bebidas alcohólicas. Con sus restricciones tiene cortados los vuelos a estas gentes pacíficas, que no piden otra cosa que trabajar durante el día y olvidar sus penalidades durante la noche con auxilio de alguna bebida fuerte que se suba pronto a la cabeza. Con el sistema actual no hay diversión completa más que los sábados. El obrero suspende sus faenas el sábado por la tarde, y apenas cobra su jornal se dirige con la rapidez del rayo a la taberna más próxima, y antes de que la cierren ha bebido lo bastante para estar sin sentido hasta el lunes por la mañana, en que ha de reanudar sus faenas. El deseo de embriagarse es tan concentrado, que si fuera posible reprimir la importación y la fabricación nacional de bebidas alcohólicas, cada ciudadano tendría en su casa un pequeño alambique para fabricar alcohol por su cuenta y riesgo. El finlandés es muy ingenioso, muy pacienzudo, y, sobre todo, muy hábil para las manipulaciones que tienen una aplicación práctica: el campesino más ignorante sabe componer un aparato para destilar alcohol, y a pesar de su respeto a la ley, sabe burlar la ley si la ley no le deja el camino expedito para satisfacer su pasión predominante.

Comparados con el deporte alcohólico, todos los demás deportes o sports finlandeses pierden su importancia: sus juegos musculares, desprovistos de gracia, son ejercicios tan seriamente practicados que pierden sus atractivos si por acaso los tienen.

Natación, regatas, ciclismo, patinación y equitación, todo esto es cultivado a modo de ampliación de la gimnasia. Mucho más poético es el baño, seguido de una sesión de masaje o sobeo científico, porque por este sistema se consigue fortalecer la musculatura sin necesidad de incomodarse: suda uno la gota gorda es verdad; pero la suda sin moverse y con tanto gusto que a veces ocurre quedarse dormido en la operación, soñando como deben de soñar los niños de teta.

Y ya que he hablado de patinación, voy a dar a conocer en España un género de patinación nuevo y curioso, que podrá ser practicado en Granada si llega a cuajar mi proyecto de Finlandia andaluza. La nueva patinación es muy popular en el norte de Finlandia, y en Ulcabog, ciudad importante en lo alto del golfo de Botnia, hay todos los años carreras de velocidad que despiertan gran interés. Aquí ha llegado también la moda, y los patinadores se aprestan a cambiar los antiguos patines de hierro por los modernos de madera. Estos tienen dos, tres y hasta cuatro metros de largo, y quedan sujetos a los pies por una abrazadera colocada hacia el centro. Figurémonos un hombre de pie, con sus dos extremidades inferiores apoyadas sobre dos largos rails móviles, como un tren humano que va a ponerse en marcha: ya no hay más que empujar para que los rails corran sobre la nieve. Para dar impulso, lleva el hombre locomóvil dos largos bastoncillos, cuya contera está provista de una rodaja con objeto de que no se claven demasiado en el suelo; inclínase hacia adelante, y como si fuera a remar, empuja con ambos bastoncillos a la vez o alternativamente, y corre con tan extraordinaria velocidad que se queda el espectador pensando que a la humanidad le han salido corrientes eléctricas en las patas.




ArribaAbajo- XVIII -

Los borrachos


En el profundo drama de Björnstjerne Björnson, Por encima de nuestras fuerzas, figura un tipo extraordinario, una especie de héroe de la fe, el místico y sentimental Sang, cuya mujer, por el contrario, está poseída por el descreimiento de nuestra época; y entre las muchas ideas que surgen naturalmente de este contraste, hay una, acaso la más bella del drama, que refleja un sentimiento de generosidad y de tolerancia muy digno de imitación. «Ahora que no participas de mi fe -dice Sang a su mujer-, ahora te amo todavía más».

Antes de leer este noble pensamiento de Björnson, tenía yo adquirida la buena costumbre, sin ser ningún Sang, de practicar constantemente la tolerancia con todo el mundo, y en particular con los que hacen lo contrario que yo. De aquí arranca mi simpatía por los borrachos: de que yo no bebo nunca, y si por raro azar bebo, bebo lo que los borrachos detestan más: agua. Los borrachos tienen muchas cosas malas, pero yo los veo por el único lado bueno que tienen: los cojo por el asa favorable, como recomendaba Epicteto, y los considero como organismos humanos elementales, gobernados por el instinto.

En Un enemigo del pueblo hay una escena tumultuosa, una reunión popular, en la que el doctor Stockmann intenta exponer las razones que aconsejan prohibir el uso de las aguas corrompidas, que, en vez de curar, matan a los que las beben. Llegado el momento de votar, todo el mundo vota en contra, excepto un borracho, que vota en pro del doctor. El borracho está puesto allí para afrentar a la democracia, que Ibsen desprecia, pero es también el instinto de la sociedad. Las personas cuerdas reflexionan así: el manantial estará infectado; pero la infección no será cosa grave cuando nos encontramos aquí reunidos, en perfecta salud; si se lo inutiliza, el pueblo va a perder una «fuente de riqueza»: Stockmann, pues, es «un enemigo del pueblo». Sustituyamos manantial por sociedad, y veremos que el razonamiento es vulgarísimo, puesto que lo empleamos a diario para justificar todos los abusos por aquello de que, al corregirlos, el remedio sería peor que la enfermedad. Los únicos que no transigen son el borracho y el hombre justo. El borracho piensa al modo que piensan los borrachos: -Si el manantial es un peligro para la salud, suprimamos el peligro aunque nos equivoquemos; no se pierde gran cosa por suprimir un manantial de agua en el mundo-. ¿Y el hombre justo, el idealista, el Quijote? Este coincide siempre con el borracho, porque no es más que un borracho que no bebe, un hombre que se embriaga con ideas.

El hombre ebrio es la expresión más clara que existe en la tierra del ser humano instintivo, y en éste hay que buscar la clave para descifrar al ser de razón. Existe una filosofía de la embriaguez, no estudiada aún por meticulosidades ridículas. Puesto que hay microbiólogos que se inmortalizan a fuerza de manipular en excrementos humanos, séame a mí permitido hacer algunas reflexiones sobre la embriaguez, ahora que vivo en un medio favorable. El borracho finlandés es uno de los más perfectos de Europa; es el borracho a priori, es decir, que sería capaz de destilarse a sí mismo para embriagarse con su propia sustancia: de tal suerte juzga y considera compenetrados el hecho de existir y el de mitigar esta desventura con algún consuelo espirituoso.

Mis investigaciones sobre este tema datan de largo. El mismo día que llegué a Amberes, ya hace algunos años, salí por la noche a dar un vistazo a la ciudad, y lo primero que me llamó la atención fue ver pandillas de hombres borrachos, cogidos del brazo, cantando el himno nacional belga La Brabançonne, o la canción de moda en aquel entonces, que creo que era el tan celebrado, repetido y tonto ¡Tararabum de ay! importado de Inglaterra, la nación que tiene peor oído entre todas las de la «vieja» Europa. Y todo lo que fui viendo después venía a confirmar la idea que me sugirieron los borrachos: que las cualidades del pueblo flamenco eran el espíritu de asociación y la manía musical.

Muchos domingos hacía largas excursiones por el campo. A veces oía a lo lejos, por entre la espesa y menuda llovizna que suele caer de continuo, un zumbido intenso y prolongado como el de una legión de abejorros puesta en marcha y luego veía aparecer un grupo de peregrinos, viejos y viejas casi todos, que iban de unos a otros pueblos, en la mano el rosario y en los labios la oración. Y poco después oía un trompeteo infernal, y luego veía aparecer la banda musical de este o aquel lugarejo, formada por la gente moza, amiga de divertirse, aunque sea a costa de los sudores que da el ir cargado con un formidable trombón. Si yo fuera amante de las antítesis, hubiera pensado, como Echegaray al comparar en su drama Dos fanatismos la candileja de aceite y el arco voltaico, que los devotos romeros eran la vieja fe, el pasado, y los músicos de blusa el progreso moderno, el presente y el anuncio del porvenir; pero yo soy amante de las síntesis, y se me ocurrió pensar que los unos y los otros, y los que vengan después, eran y serán siempre en diversas formas creaciones del espíritu invariable de aquel territorio.

Los países cuyo suelo es muy quebrado parece como que ellos mismos lanzan a unos hombres contra otros. Hasta en los libros de texto se enseña a los niños que los habitantes de la montaña son más guerreros que los de la llanura. En los países llanos, como Flandes, los hombres están como las espigas en una haza de trigo: puestos pacíficamente y predispuestos para vivir en pacífica asociación. Además, el suelo está al nivel del mar, o más bajo aún, y la presión atmosférica es enorme: hay necesidad de poner los pulmones en ejercicio. ¿Cómo? Esto es lo único que depende de la evolución: aquel rezaba mirando al cielo, este sopla en la embocadura de un cornetín, el que venga después quizá prefiera dar rebuznidos. Pero lo esencial será siempre desahogarse. Y si se cree que mi teoría es caprichosa, que se me explique por qué en un pueblo tan amante de la música todo el mundo da la preferencia a los instrumentos de viento.

En Finlandia hay también pasión por la música, y mayor aún por el canto. El orfeón o sangfoerening se multiplica como la langosta: las fiestas públicas más celebradas en el país son los certámenes corales; la figura más grande que ha concebido el numen popular finlandés, Waeinaemoeinen, es un viejo célibe, cuya ocupación predilecta consiste en cantar acompañándose con el kantele. Y, sin embargo, lo que hay más profundo en el espíritu finlandés no es el amor al canto ni a ninguna de las bellas artes; lo que hay nos lo va a decir el borracho. Para esto, naturalmente, hay que elegir el tipo más general, el que se ofrece a los ojos del público como resumen de las aspiraciones instintivas de la colectividad; y ese tipo es el del obrero borracho, que compra una tagarnina, monta en un cochecillo descubierto y va por los lugares más visibles luciendo su importante personalidad. No va a ver, pues cuando toma el coche carece ya hasta de fuerza para abrir los ojos, ni tampoco a que lo vean, pues esto supondría un descaro que no se compagina bien con el respeto que aquí se tiene a las buenas costumbres. La idea del borracho es llegar pronto a su casa y llegar como llegan las «personas decentes», o sea las que usan carruaje a diario.

Debe notarse que aquí el cochero o iswochyic (una de las contadas palabras rusas usadas en sueco) suele dispararse a correr sin preguntar adónde debe ir: yo he hecho dos veces la prueba, y he estado horas y horas paseando por donde al iswochyic le daba la gana, hasta que me he cansado y le he dicho que pare. Ocurre, pues, que, con el traqueteo, el borracho se duerme a los pocos pasos, y que a veces se cae del trineo o se queda atasajado en él con la cabeza arrastrando por la nieve, mientras el conductor sigue impávido su carrera sin mirar atrás, hasta que le saca de su «apoteosis» algún alma caritativa, si por casualidad se encuentra alguna de estas almas al paso. Pero aun con la cabeza rota, el borracho llegaría a su casa muy contento, porque había satisfecho una exigencia de su instinto: la de aparecer exteriormente, aunque sea por breves instantes, como un hombre que goza de las comodidades de la vida. El finlandés piensa antes que nada en vivir bien, en comer, beber y arder, y en molestarse lo menos posible; ama todas las manifestaciones del arte; pero la manifestación del arte está siempre pared por medio con un restaurante; y al ver la frecuencia con que se va de uno a otro departamento, dan ganas de pensar que aquellos fieles han ido a adorar el santo por la peana.

Será curioso trazar un mapamundi de la embriaguez, uniendo con líneas ondulantes los puntos del globo iguales en intensidad alcohólica; tendríamos acaso líneas muy semejantes a las isotérmicas, porque a primera vista se nota que el alcoholismo va aumentando conforme va descendiendo la temperatura; y sería más curioso aún estudiar las formas exteriores con que se muestra la borrachera humana para conocer el carácter de los diversos territorios. El Norte nos daría el borracho constitucional (y no se crea que me refiero a ninguna constitución: hablo del temperamento), intensivo, metódico y práctico: Inglaterra, el borracho más resistente y el que da menos chispas; un borracho subjetivo, que bebe hasta caer desplomado, como un cuerpo sometido a las leyes del inglés Newton; Alemania, el borracho humorístico y pedagógico. Yo recuerdo haber estado cierta vez en una reunión de alemanes jóvenes, y uno de ellos que bebió más de la cuenta, se subió en un tonel y nos explicó una tesis doctoral sobre la Influencia de Agamenón en el desarrollo de la lingüística comparada.

El borracho de los Países Bajos (de todas las provincias antiguas, no sólo la de Holanda de hoy) ya se sabe que es corporativo y filarmónico; pero tiene además una cualidad curiosa: es el que aguanta menos la orina. Y en prueba de que la observación no es baladí, citaré en mi apoyo al prodigioso Teniers, en muchos de cuyos cuadros hay en segundo término un hombre inclinado contra una pared o vuelto de espaldas al espectador en actitud manifiesta de hacer aguas. Teniers era el más realista y el mejor observador entre los pintores flamencos; tan genial, desde cierto punto de vista, como el mismo Rubens, y ese rasgo personalísimo de sus cuadros no es caprichoso, pues por él nos ha legado una Fisiología del borracho flamenco, así como Velázquez nos dejó en su cuadro famoso una Psicología del borracho humano. El hecho es innegable, y nada perderían los médicos con meditar sobre él. Yo entiendo que esa incontinencia de orina no procede sólo del uso de la cerveza, sino que anda por medio la presión del aire y acaso también la afición a la música.

Continuando el viaje hacia el Sur, nos encontraríamos en Francia con el borracho patriótico, y en España e Italia con los peleístas, con los de la navaja; y en el continente negro no sé lo que ocurriría si el Corán no tuviera a sus devotos un tanto metidos en cintura. Bien dijo el que dijo que no hay libro que no tenga algo bueno. La parte negativa o prohibitiva del Corán, es, en general, excelente, como lo son casi todas las prohibiciones, por lo mismo que casi todo lo que los hombres hacemos son puros disparates. Aunque duela confesarlo, para registrar nuevos estragos del alcohol, hay que volver las espaldas al Islam y echar una ojeada sobre los centros de colonización establecidos en África por los civilizadores europeos.

Del estudio de la embriaguez se deducen muchas verdades útiles para todas las ciencias; pero yo sólo voy a sacar esta conclusión consoladora: todos los borrachos del mundo tienen un rasgo común: todos marchan haciendo eses; aun estos de Finlandia, que usan carruaje, van dentro de él dando unos vaivenes, que si no son eses perfectas, poco les falta; y en esa particularidad veo yo una expresión de la filosofía de la Historia, puesto que también la humanidad camina, ya torciéndose hacia un lado, ya hacia el otro, siempre en dirección de algo desconocido, que debe de ser su casa, a la que llegará, no hay que dudar, como llegan los borrachos, aunque sea tarde y con la cabeza vendada.




ArribaAbajo- XIX -

Cómo se divierten los finlandeses: espectáculos teatrales


Si se reúnen varios hombres de talento y de chispa, no tienen más que soltar la lengua para matar alegremente el tiempo; si se reúnen varias personas graves y sin gracia, necesitan para divertirse organizar algo. Hay precisión de divertirse, y cuando no surge espontáneamente la diversión, nuestra voluntad suple la falta con regocijos artificiales. Por esto, los pueblos que no tienen habilidad o humor para distraerse de un modo natural, son los que disfrutan de mejores y más variados espectáculos teatrales; y el de Finlandia, por un contraste muy marcado, merced a la organización, siendo uno de los pueblos más tristes, se convierte en uno de los más alegres o divertidos del mundo.

Una población como esta de Helsingfors, que en España tendría a lo sumo un par de teatros, mantiene en constante y próspero ejercicio diez o doce, que cultivan todos los géneros de distracción conocidos en Europa y América, y algunos de propia invención. Hay teatro sueco, donde se representan obras de autores suecos o sueco-finlandeses, y traducciones de las de todos los teatros europeos. Figura a la cabeza Ibsen; después Alemania con Hauptmann y Sudermann; luego Francia con Dumas, Inglaterra con Pinero, y España con Echegaray. Yo he asistido a una representación de Mariana, que me hizo pasar un mal rato. A excepción del actor sueco Svennberg, que interpretó bien el papel de Montoya, los demás eran tipos graciosos por lo discordantes: D. Pablo, un inglés; D. Cástulo, un alguacil del tiempo de Quevedo; las señoras no habían tenido fuerzas para llegar a España, y se habían quedado en el camino, en cualquier parte.

Hay teatro finlandés, frecuentado por una sociedad que parece imposible que viva mezclada con la que asiste al teatro sueco: tan diferentes son los tipos, los trajes y hasta el aire que se respira. El teatro finlandés tiene escaso repertorio de obras originales, porque es de creación reciente: da traducciones de Shakespeare en primer término, y traducciones de obras suecas o alemanas. El John Gabriel Borkman, de Ibsen, se estrenó la misma noche en ambos teatros. También rinde culto al teatro de moda, y no hace mucho dio Erotaan pois, o sea Divorçons, de Sardou y Najac.

Viene luego el teatro Alejandro, con obras rusas, suecas y espectáculos diversos. Este año ha actuado una compañía de ópera italiana con un extenso repertorio. La «Universitetets solemnitetssal» da con frecuencia grandes conciertos; la «Studenthus» fiestas variadas, y «Brandkorshuset» conciertos populares y bailes; hay circo ecuestre, donde acude el pueblo a ver luchar los atletas, y numerosos teatros de corporaciones; y por si no bastara, los principales hoteles de la ciudad disponen de grandes salas de espectáculos, donde se realiza simultáneamente la doble operación de divertirse y de comer a dos carrillos. La distracción nocturna es aceptada como un ejercicio higiénico, indispensable. De sobremesa, la familia acuerda el plan de campaña, arreglándose de modo que cada cual eche por su lado para disfrutar de mayor libertad de movimientos: el padre va al club, la madre al teatro sueco, la hija a la ópera y el hijo a un sitio donde haya varieté, es decir, canto y baile picantes al modo del café-concert francés. Así se distribuye equitativamente el dinero, y se satisfacen armónicamente todos los gustos.

Todos los espectáculos mencionados son poco más o menos como en todas partes, por lo mismo que son de puro artificio; la única forma un tanto original y que merece ser conocida es el Allegri-Lotteri, que se da casi siempre como «función de auxilio» por corporaciones que se hallan mal de fondos. Un Allegri-Lotteri es una rifa combinada con todas las artes y ciencias, y hasta con cosas que no son ciencia ni arte. Cuando el Allegri-Lotteri llega a su máximo desarrollo, se transforma en Fest, cuyo anuncio coge dos o tres columnas de periódico, puesto que es una serie de espectáculos combinados que duran dos o tres días. Lo más característico de estas fiestas son los cuadros vivos, utilizados aquí con excelente sentido práctico como medio de vulgarización artística. Las conferencias, intermedios musicales y dramáticos, bailes y rifas, no tienen tanta originalidad.

Los cuadros vivos son representados por las personas más distinguidas de la sociedad, sirviendo para cada paso las que por su tipo son más a propósito. Cuando una señorita figura en los cuadros con demasiada frecuencia, hay quien dice que es que desea casarse pronto; pero aparte algunas ligeras murmuraciones, en general se aplaude como acto meritorio el de prestarse a figurar desinteresadamente, por amor al arte, en los cuadros o tablaer.

Nosotros consideramos estos cuadros vivos como algo infantil, digno de hacer juego con los castillos de fuegos artificiales; sin embargo, todo depende de la manera de entender y hacer las cosas. Supongamos que se organiza una fiesta, en la que una persona inteligente da una conferencia acerca de Wagner y sus obras, y que después en diversos cuadros se representan escenas de Tannhauser, de Lohengrin o de Parsifal. Con esto, y con algunos números musicales, se habrá dado una anticipación de un arte nuevo y grandioso, del que se suele hablar mucho, y del que la generalidad no tiene la menor idea. Hay espectáculos caros, que no están al alcance de las poblaciones pequeñas, y de los que se puede tener a poco coste una idea plástica por medio de los cuadros vivos.

Además, no se trata sólo de obras representables; hay obras dramáticas irrepresentables, que podrían ser popularizadas por este procedimiento. Acaso la obra más real, más vigorosa del teatro español, sea una obra no representada nunca: La Celestina o Tragicomedia de Calixto y Melibea. ¿No es injusto que esta obra admirable, por no ser teatral, se haya convertido en «tragedia de gabinete», conocida sólo de las personas cultas, siendo, como son, sus tipos merecedores de vivir en la imaginación popular con mejor título que muchas de nuestro teatro clásico? Esta injusticia se podría reparar en parte reproduciendo en cuadros diversos las principales escenas del drama. Como los personajes no hablarían, no habría peligro de escuchar ninguna de las crudezas de la desenfadada creación del estudiante Fernando de Rojas. A este tenor, sería fácil ofrecer ejemplos en que los cuadros vivos tendrían aplicación eficaz, ya como obras artísticas en sí, ya como avanzada o vanguardia de notables representaciones artísticas.

Aunque hablo aquí de los teatros como centros de diversión, voy a terminar esta carta diciendo algo sobre la escasísima producción dramática de Finlandia. En medio de la desenfrenada vida teatral, de que he dado un apunte sumario, la dramática finlandesa se halla como anegada y sin lograr ponerse a flote. En todos los asuntos impera un cosmopolitismo desenfrenado, y en los teatrales más aún, porque se va sólo al affaer, al negocio. Aquí todo es negocio: negocio de teatro, negocio de vinos, negocio de hoteles, negocio de zapatos. Quien dispone de capital está al acecho, y lo mismo toma un negocio de teatros que un negocio de comestibles. No obstante, se protege mucho a los autores del país, y el que logra distinguirse mucho es objeto de veneración; el aniversario de su natalicio es día festivo, teatralmente hablando: hay iluminaciones y colgaduras y representación de gala; algo por el estilo de lo que en España ocurre con Don Juan Tenorio, o en Granada el día de la Toma; sólo que aquí el entusiasmo es todavía mayor. El Runebergsdag, o Día de Runeberg, es día tan festejado como el del Corpus en España.

Hay dos grupos de autores dramáticos, como hay dos teatros, dos lenguas de uso general y dos formas de vida diferentes. Los que escriben en sueco podrían figurar sin gran dificultad en el teatro sueco, aunque los asuntos de sus obras sean tomados generalmente de la vida o de la historia finlandesa: no ofrecen ningún rasgo original que los haga dignos de ser conocidos o imitados fuera de su país. Los más notables han escrito para el teatro de una manera secundaria. Runeberg, autor de Kan ej (No puedo) , y Kungarne pa Salamis (Los reyes en Salamis), es el primer poeta de Finlandia. Zacarías Topelius, fecundo novelista, ha compuesto, entre otras obras dramáticas, Regina von Emmeritz y Effer femtio ar (Cincuenta años después). Wecksell, notable poeta lírico, ha dejado en su drama Daniel Hjort la obra más saliente del teatro sueco-finlandés.

El teatro finlandés no ha tenido aún tiempo para adquirir desarrollo. Aparte pequeños ensayos, como la Ruunulinna, de Logervall (arreglo de Macbeth), o la comedia de Hannikainen, Silmaenkaeaetaejae (puesta aquí sólo como trabalenguas), el primer autor dramático en lengua finlandesa es Alexis Kivi, que murió loco en 1872 y que entre varias producciones, alguna tan notable como Nummissuntarit, dejó una tragedia un tanto melodramática, pero de grandiosa concepción, Kullervo, con la cual el teatro finlandés buscó su natural asunto, el de la poesía épica popular, de la que está sacado el asunto de Kullervo, protagonista de un trágico episodio del Kalevala. Los que sucedieron a Kivi, entre los que figuran Erkko, Minna Canth, Numers, se inspiraron, ya en la tradición épica, ya en la vida popular, sin haber dado aún obras magistrales que coloquen el teatro finlandés a la altura de un teatro nuevo, original, en Europa.

El teatro finlandés tiene mala estrella: sus dos autores más grandes, Kivi entre los finlandeses y Wecksell entre los suecos, han concluido por volverse locos; así es que los que han venido detrás han entrado en tierra de miedo y no quieren pasar de medianos.




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La poesía épica popular finlandesa: el «Kalevala»


Lo más bello y característico de la literatura finlandesa aparece en los tiempos heroicos anteriores a la Era cristiana. El pueblo finlandés muestra su genio poético en creaciones admirables; luego, como quien ha dicho de una vez cuanto tenía que decir, enmudece y se esfuerza sólo para conservar por tradición estas creaciones primitivas. Un espíritu escéptico creería acaso que la poesía popular finlandesa no ha sido una creación original, sino una adaptación; que un pueblo capaz de vivir siglos y siglos en silencio, no ha podido tener un arranque de locuacidad tan fecunda como la revelada en el comienzo de su historia. Esta historia, sin embargo, explica en parte la anomalía. Un pueblo sometido a dominaciones extrañas no puede desenvolverse con libertad. La cultura sueca trasplantada a Finlandia ahogó en flor la cultura indígena, y el partido más prudente que pudo tomarse fue quizá el que los finlandeses tomaron: el de conservar intacta y escondida su tradición poética para que no se mezclara y se corrompiera. Un hecho significativo es que la reaparición de la literatura finlandesa tradicional, y como consecuencia el renacimiento literario de Finlandia, sigan de cerca el término de la dominación material o política de Suecia.

La literatura primitiva de Finlandia comprende géneros muy diversos; las composiciones de carácter lírico forman una gran colección titulada Kanteletar: son canciones cortas sobre toda clase de asuntos, propias para ser cantadas con acompañamiento del kantele, instrumento de cuerda, de forma original, inventado por el sabio héroe Waeinaemoeinen; los Loitsurunot son canciones relativas a la magia, que para los finlandeses primitivos era un saber muy elevado, una especie de filosofía natural, cuyo objeto era el conocimiento de las «palabras de origen» o términos mágicos, con los que se creía poder dominar las fuerzas naturales. Pero en ninguna de estas creaciones poéticas, ni en las leyendas o cuentos fantásticos que asimismo abundan, pudo tomar gran vuelo el espíritu finlandés, rudo y enérgico, obligado a vivir en lucha constante contra un clima inhumano; su obra capital, por no decir única, fue el relato poético de estos combates: el Kalevala.

El asunto principal de estos primitivos cantos épicos era la lucha entre dos regiones del país; una, al sur, Kalevala, era como la representación de Suomi o Finlandia; otra, al norte, en Laponia, era el reino de las tinieblas, el territorio de Pohja o Pohjola; y todos los combates tenían un motivo céntrico, giraban alrededor del molino de Sampo, que era un símbolo de la dicha humana, y que, aun después de desvanecerse en el mar, continúa dando días de felicidad a Finlandia. Ligados a este argumento había numerosos cantos episódicos, como el de la creación del mundo, el de Joukahainen, el de Aino, el de Kullervo, etc.

Tan interesante epopeya quedó en su forma fragmentaria primitiva hasta hace cosa de medio siglo; y la gloria de haberla resucitado y dado a luz corresponde a un modestísimo mancebo de botica, después médico de pueblo, Elías Loennrot, quien después de varios ensayos parciales publicó en 1835 su primera edición del Kalevala, y en 1849 una segunda más completa, que fue traducida al sueco por Castren y después por Collan. Aunque es probable que este último texto sufra aún modificaciones y sea completado en unos puntos y purgado en otros de ciertas interpolaciones que no tienen carácter épico, tal como hoy existe da perfecta idea del mérito de una epopeya que, sin esfuerzo, puede ser colocada entre las mejores. Ya que mi falta de paciencia para los trabajos de traducción no me permite dar a conocer íntegra esta obra admirable (cuya versión exigiría un año o dos de trabajo asiduo), daré al menos un breve extracto de ella para contribuir por mi parte a que España sea de las primeras naciones que tengan idea de tan notable monumento literario.

Comienza el Kalevala nada menos que por la creación del mundo, la cual es explicada mediante un esbozo o embrión de teogonía, que participa a la vez de la mitología aria y del panteísmo brahmánico. En un principio el universo estaba poblado de divinidades: el más grande entre los dioses era Ukko, especie de Júpiter, y la primera de las diosas Akka, muy semejante a Ceres. No existía la tierra; pero sí el agua, el mar. Una de las diosas, llamada Ilmatar, hija del Aire azul, símbolo de la pureza y de la luz, desciende del cielo y se hunde en el mar, donde vive largo tiempo sola, hasta que, ansiosa de volver a su antigua morada, pide auxilio a Ukko, el cual le envía un pájaro, que, no hallando dónde posarse, hubiera volado eternamente sobre la superficie de las aguas si la piadosa doncella Ilmatar no hubiera tenido la idea de sacar las rodillas y ofrecer en ellas un descansadero al celestial peregrino. El pájaro no fue desagradecido, pues puso en el acto siete huevos: seis de oro y uno de hierro. A los tres días sintió Ilmatar en la rodilla un calor como si se la quemaran: hizo un movimiento y dejó caer en el mar los huevos, de los que salió toda la creación.

Apenas creado el mundo, aparece en él un hijo de la misma doncella Ilmatar, llamado Waeinaemoeinen, quien notando que la creación está aún incompleta, se consagra a perfeccionarla con ayuda de Pellervoinen, que viene a ser como un símbolo del Trabajo, y bajo la protección de su madre y de los dioses Ukko y Akka: de esta suerte llega a tener la tierra cuanto hace falta para la vida de la especie humana, y Waeinaemoeinen puede dedicarse al canto, su afición favorita, con la que entretiene sus ocios y mata sus tristezas de viejo solterón.

Cuando comienza la acción, el héroe principal de ella, Waeinaemoeinen, es un anciano venerable, de abundosa barba blanca, respetado de todo el mundo por su sabiduría y por sus talentos de cantor. Otro cantor joven, llamado Joukahainen, acude a Kalevala y pretende ponerle a prueba. Waeinaemoeinen le invita a que dé muestras del saber de que tanto se envanece, y Joukahainen, lleno de petulancia, no se hace rogar; sus conocimientos son variadísimos: sabe que el respiradero de las casas está en el tejado, y la lumbre en el hogar; que los lapones tienen renos; que Imatra es la catarata más grande del país; que la serpiente no tiene patas, y otras mil cosas tan interesantes como estas; sin embargo, entre sus infantiles alardes de sabiduría hay algún concepto profundo: Joukahainen sabe que el mejor remedio contra las enfermedades es el agua, y que el primero y el más grande entre todos los médicos es el Creador. El viejo y sabio Waeinaemoeinen se burla del joven cantor, y este, encendiéndosele la sangre, le desafía con palabras llenas de bravura; el viejo le contesta que no quiere combatir con un locate como él; pero obligado por los insultos del mancebo, se decide a castigarle: pronuncia la palabra mágica, y el triste Joukahainen, desarmado como un muñeco, se ve bien pronto por tierra y con la vida pendiente de los labios de Waeinaemoeinen. Para aplacar al irritado viejo, le ofrece cuanto posee: primero un arco famoso; luego un bote como no existe otro en el mundo; después un corcel de guerra, y, por último, plata y oro, y todos sus bienes; el viejo, inflexible, contesta a cada ofrecimiento: «Nada de eso me hace falta; yo lo tengo ya mucho mejor», y cada vez oprime más contra el suelo al pobre mozo, que, próximo a la agonía, exclama: «Te daré a mi hermana Aino para que sea tu mujer; ella será tu compañera; te amasará rico pan de miel, te limpiará la casa todas las mañanas y te hará la cama todas las noches». El viejo cantor se enternece ante tan bella perspectiva, acepta el ofrecimiento y perdona la ligereza de lengua del imprudente Joukahainen.

Sigue a la escena de los cantores el patético episodio de Aino. Joukahainen vuelve a su casa en la mayor aflicción, y a las preguntas inquietas de su madre, contesta llorando que ha vendido a su hermana Aino. La madre se muestra satisfecha, pues deseaba emparentar con el famoso cantor; pero la joven Aino rompe a llorar con amargo desconsuelo. ¿Cómo va ella a resignarse a dejar su casa y a perder de vista para siempre el sol que la alumbra y el cielo azul que la cubre? Aunque la madre le dice que el sol luce en todas partes, la candorosa muchacha continúa llorando sin explicar la verdadera causa de su duelo. Después de una declaración de amor del viejo Waeinaemoeinen, a la que contesta Aino con desvío, viene una tiernísima escena. Aino llora junto a la ventana; su padre, su hermano, su hermana, van pasando, y uno a uno preguntándole por qué llora; Aino contesta que ha perdido en el bosque sus joyas y que no las puede encontrar; pasa, por último, la madre, y a esta le refiere la joven su encuentro con el cantor; la madre intenta convencer a la hija; pero ésta, después de nuevos lloros, declara que prefiere ir a habitar en lo más profundo de los mares a pasar su juventud al lado de un viejo, a quien no puede amar. Dominada por esta idea, se dirige a una playa cercana: allí llora toda la noche, y al amanecer, después de quitarse sus vestidos, se arroja al mar, entre cuyas ondas desaparece para siempre. Siguen largas reflexiones sobre la desgraciada estrella de Aino, y termina el episodio con una leyenda. En el sitio donde Aino desapareció nacieron tres islitas; en cada islita, tres árboles, y en cada árbol cantan tres cucos. Durante los tres meses de verano un cuco canta: ¡amor, amor! en recuerdo de la joven que duerme sola en el mar; otro cuco canta durante seis meses: ¡dicha, dicha! para el viejo pretendiente, sumido en el más profundo dolor; el tercer cuco canta: ¡alegría, alegría! para el pobre corazón de la madre de Aino. Y este tercer cuco canta siempre.

El viejo y sabio Waeinaemoeinen, encariñado con la idea de tener una esposa joven que le haga más llevaderos los días de la vejez, emprende el viaje a Pohjola, con el que se inicia la acción principal del Kalevala. Joukahainen intenta dar muerte al viejo; pero este se libra milagrosamente y logra llegar a Pohjola y presentarse a Louhi, dueña y señora del país, a la que le pide la mano de su hija, mediante generosos ofrecimientos; Louhi los rechaza, y exige sólo como condición para entregar a su hija la construcción del molino de Sampo. Waeinaemoeinen declara que él es inhábil para esta empresa; pero que tiene un hermano llamado Ilmarinen, herrero de oficio, que se encargará de llevarla a cabo. Vuelve a Kalevala, y venciendo la resistencia de su hermano, hombre corto de palabras y más corto aún de ideas, le decide a marchar a Pohjola. Ilmarinen se presenta a Louhi; conoce a la doncella de Pohjola (cuyo nombre no es pronunciado ni una vez en el curso de la obra), y mediante promesa de casamiento, construye el molino misterioso; la doncella se niega después a casarse, e Ilmarinen regresa solo a su país.

La acción se interrumpe con el episodio de Lemminkaeinen, el tercero y último héroe Kaleva. El primero es el sabio; el segundo, el herrero, el trabajador; el último, el guerrero. Refiérese cómo Lemminkaeinen se casa con Kyllikki, la hermosa doncella de Saari; ambos viven felices en Kaukoudden, cumpliendo la promesa hecha al casarse; él no sale a buscar aventuras, y ella no va a las reuniones a bailar. Un día Annikki, hermana del héroe, dice a este: «Anoche fue Kyllikki al pueblo a bailar, a jugar y a cantar con los jóvenes», y en el acto Lemminkaeinen pide a su madre que le lave una camisa para marcharse a la guerra, a Pohjola. Después va pidiendo todos sus arreos y su corcel; no va sólo a la guerra: va a buscar otra mujer que no sea tan ligera como Kyllikki. Y sin atender a las súplicas de esta ni a los consejos maternales, marcha a la guerra, encomendándose al omnipotente dios Ukko. Preséntase a Louhi, pidiéndole que le entregue la más bella de sus hijas; Louhi se niega, porque Lemminkaeinen tiene ya otra esposa legítima; pero cuando este asegura que es libre, pues Kyllikki faltó a su promesa, le ofrece la mano de su hija, a condición de que coja el ciervo salvaje de Hüsi. El héroe se encamina al bosque; invoca a Ukko y a los genios Tapio, Nyyrikki y Mielikki, y con su auxilio da cima a la difícil empresa. Louhi le exige después que coja el corcel de Hüsi, y, por último, no satisfecha aún, le pide el cisne de Tuoni. En esta empresa es herido Lemminkaeinen por una serpiente; siéntese morir y llama a su madre, la cual, después de una peregrinación dolorosa, llega a tiempo de salvar a su hijo. Ambos regresan a Kaukoudden.

Waeinaemoeinen e Ilmarinen se dirigen por segunda vez al país tenebroso de Pohjola y se presentan a Louhi, para que esta decida a quién pertenece la disputada doncella; la cual, en presencia de los dos pretendientes, declara que no quiere riquezas, sino amor, y rechaza a Waeinaemoeinen, que huye lamentándose de no haber buscado mujer en los bellos días de la juventud. Sigue una descripción suntuosa de las bodas de Ilmarinen, en las que son dignos de mención los discursos de Louhi, de la novia y de varios concurrentes. Ilmarinen regresa con su mujer a Kalevala. Celébrase una fiesta, en la que Waeinaemoeinen canta un admirable epitalamio.

Lemminkaeinen no ha sido invitado a las bodas y desea tomar venganza: preséntase en Pohjola, pide hospedaje, y con pretexto de que la cerveza que le ofrecen no es buena, mueve querella al mayordomo de Pohja y le mata en desafío. Louhi llama a su gente para castigar al insensato que ha venido a turbar la alegría de las bodas, y el vengativo héroe huye a Kaukoudden a pedir amparo a su madre, la cual le aconseja que se esconda en cierta isla donde existe una ciudad libre, contra quien nada pueden los hombres de Pohja. Así lo hace Lemminkaeinen: llega a una isla, habitada por hermosas doncellas cantoras; pero el amor filial puede más en él que todos los encantos, y abandona la isla para buscar a su madre; al fin la encuentra sola, huyendo de los hombres de Pohja, que le han incendiado la casa y el jardín, y madre e hijo se reúnen con transportes de júbilo.

Sigue el gran episodio del desgraciado Kullervo. Este ha sido vencido por su hermano Untamoinen, y trabaja al servicio del buen herrero Ilmarinen, en Karelia. La mujer de Ilmarinen, la maligna doncella de Pohja, mira con malos ojos a Kullervo. Un día, al amasar el pan, esconde una piedra dentro de una hogaza, con la que obsequia al pobre mozo cuando este se va a apacentar el ganado. Mientras el ama invoca a los buenos genios para que protejan su rebaño y saluda con palabras de amistad al oso, «patas de miel, bello rey de las selvas», Kullervo llega al bosque y dispónese a merendar: parte la hogaza, y al descubrir la piedra prorrumpe en tristes lamentaciones. Aconsejado por un cuervo, que le escuchaba desde un árbol, junta una manada de lobos y de osos y la conduce a casa de su ama; ésta es destrozada por las feroces bestias, y Kullervo huye sin saber adónde irá. Logra hallar a su madre; sabe que durante su ausencia ha desaparecido una de sus hermanas, y abandona de nuevo la casa paterna. En su triste peregrinación va encontrando muchachas por el camino: a todas las invita a montar en su trineo, y todas le contestan con las mismas palabras: «Antes querría morir que montar en tu trineo». Halla, por último, a una joven muy bella; invítala, y aunque recibe igual respuesta, la coge y la sienta en el trineo; saca oro y telas con los que trastorna los sentidos de la muchacha, y logra seducirla. Al alborear del nuevo día, la joven pregunta a su amante cómo se llama. «Soy -dice este- Kullervo, hijo de Kalervo. Y tú, ¿quién eres?». La joven, aterrada, le dice que es también hija de Kalervo, y en frases vehementes cuenta la historia de su desaparición y describe su tormento. Después salta del trineo, corre hacia una catarata y se arroja en medio del torbellino. Vuelve Kullervo a su casa, refiere a su madre la horrible desventura y pregunta qué ha de hacer para expiar su crimen; la madre le aconseja que se retire a un bosque y se esconda allí hasta que el tiempo le haga olvidar; pero Kullervo quiere ir a la guerra y vengarse de su hermano Untamoinen. Después de esta escena trágica y de la despedida de Kullervo de todos los suyos, viene el lúgubre relato de un viaje. Kullervo camina, de cuando en cuando se le presenta un mensajero, diciéndole: «Ha muerto tu padre, tu hermano, tu hermana»; a todos les contesta Kullervo: «Que lleven el muerto a la sepultura», y sigue caminando. Por último, un mensajero le dice: «Tu madre acaba de morir». Kullervo se echa a llorar, y clama: «¡Ay de mí, que ha muerto mi madre, lo que yo más amaba sobre la tierra! ¡Y yo no estaba allí, yo no estaba a su lado! ¡Quizá ha muerto de hambre, quizá ha enfermado de frío! Que laven a la pobre muerta; que la hagan una costosa mortaja; que dolientes plañideras canten al llevarla a enterrar. Yo no puedo ir allá; Untamoinen está aún con vida y no ha recibido el castigo que le espera. -Y tú, Ukko, el más grande entre todos los dioses, tú que eres señor de cuanto existe, haz que el ciclo arroje de sí una espada para Kullervo que te implora, y que la gente de Untamoinen perezca al filo de esta espada divina». Ukko escucha esta súplica: una magnífica espada cae del cielo; Kullervo cumple su venganza con implacable furor; después, presa de mortal abatimiento, dirige esta última tierna invocación a su madre, y echándose de bruces sobre la punta de su espada, se desploma en tierra atravesado de parte a parte, y expira.

Se reanuda la acción. Ilmarinen llora amargamente la muerte de su mujer, y deseoso de consolarse, se encamina de nuevo a Pohjola, con idea de casarse allí por segunda vez. Louhi le despide con cajas destempladas; mas el buen herrero, por no volver solo, roba a una muchacha de Pohjola, la cual le engaña en el camino. Ilmarinen llega a Kalevala solo y despechado, y declara a Waeinaemoeinen que, según noticias recogidas en el país de Pohja, el molino de Sampo tiene la virtud de hacer feliz a quien lo posee. Convienen los dos hermanos en marchar al país de las tinieblas a robarle la felicidad de que disfruta, y para mayor seguridad, el viejo y sabio cantor lleva una espada que Ilmarinen forja con extraordinario esmero. En el camino encuentran al valiente Lemminkaeinen, que al saber que se trata de combatir a los de Pohjola, se une a los hermanos; y así, los tres héroes Kalevas emprenden la conquista de Sampo. Llegados a la presencia de Louhi, solicitan de esta, con palabras de paz, que les entregue la mitad del molino. Louhi se niega y llama a sus gentes a las armas. Los tres héroes se dirigen a la montaña donde está escondido Sampo, y con gran esfuerzo, y gracias al poder hercúleo de Lemminkaeinen, logran arrancarlo de su sitio y ponerlo en el barco en que vinieran a Pohjola. Todo marcharía felizmente si una espesa niebla no les impidiese hacerse a la mar. Waeinaemoeinen consigue romper la niebla con su espada; pero la alegría se le enturbia muy pronto, pues se le cae en el hondo del mar el kantele, su compañero inseparable, sin el cual no puede ni cantar ni regocijarse el venerable viejo. Entretanto acude con sus guerreros la enfurecida Louhi, que para combatir mejor se transforma en águila. La lucha es formidable, y para terminarla, el prudente Waeinaemoeinen insiste en partir el molino por la mitad; pero Louhi quiere o todo o nada; y al proseguir el combate, el águila cae herida, arrastrando consigo el disputado Sampo, que se hunde en el mar. Desde entonces, Pohjola o Laponia es un país inhabitable y casi desierto, y Suomi o Finlandia es próspero y feliz.

De regreso a Kalevala, Waeinaemoeinen dedica sus ocios a construir un nuevo kantele, y una vez terminado, a alegrar con sus canciones al pueblo de Kaleva. Todo parece sonreír a esta venturosa región; pero la envidiosa Louhi, por arte mágica, logra afligirla con enfermedades nuevas, desconocidas: el sabio cantor libra a su pueblo de ellas. Louhi entonces envía un oso para que les destruya los rebaños; el inagotable cantor le da la muerte con una flecha, forjada a este efecto por Ilmarinen. Con la carne del oso celebra el pueblo un gran banquete, en el que Waeinaemoeinen entona un bello cántico en honor de Suomi.

No se da por vencida Louhi, y como supremo recurso acude al de esconder el sol y la luna en el monte de Pohjola. ¿Qué hará ahora Suomi, condenada a vivir en las tinieblas? El buen herrero Ilmarinen se ofrece con buena voluntad a construir un sol de oro y una luna de plata; pero llegado el día de la prueba, se nota, según había predicho el sabio Waeinaemoeinen, que el sol de oro no da luz y que la luna de plata queda completamente oscura. El sabio cantor coge su espada y se encamina a Pohjola: intenta abrir las puertas de la montaña, donde Louhi ha escondido los astros; pero la espada no es bastante, y vuelve a Kalevala para que Ilmarinen le forje unos hierros con los que sea posible romper aquellas cárceles tan sólidamente construidas. Preséntase Louhi disfrazada en la herrería de Ilmarinen, y le pregunta qué está forjando. «Voy a forjar -dice el buen herrero- una argolla para aprisionar a Louhi en el monte de Pohjola». Louhi, atemorizada, pone en libertad el sol y la luna, que son saludados al reaparecer con un bello himno del viejo Waeinaemoeinen.

Aquí termina en rigor la epopeya; pero en los cantos populares aparece adicionada con un epílogo, extraño por completo al argumento principal y a los episodios. Al convertirse al cristianismo, el pueblo finlandés quiso enlazar la nueva doctrina con la tradición poética popular, y creó una delicada leyenda en que hizo intervenir a su héroe más querido: al cantor Waeinaemoeinen, nacido también de una virgen, según la teogonía del Kalevala. En la leyenda figura una doncella llamada Mariatta, que concibe, siendo virgen, en forma análoga a la que Ilmatar contribuyó a la creación del mundo. Los padres de Mariatta, creyéndola culpable, la envían a un lugar oculto, donde nace el niño misterioso, destinado a dominar en el mundo por su grandeza y poder. Waeinaemoeinen desaparece entre nubes cantando al son de su kantele una canción, en que anuncia que algún día será deseada su vuelta para que construya un nuevo Sampo, haga un nuevo kantele y dé libertad al sol y la luna; y el cantor del poema termina declarando su torpeza y falta de estudios y pidiendo a sus oyentes un juicio benévolo.

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Creo que el extracto precedente, aunque compuesto a la ligera, al correr de la pluma, dará una idea aproximada de la importancia y mérito de esta gran epopeya del Norte. Un estudio crítico no me parece propio de este lugar, y me limitaré a completar la explicación del argumento con un brevísimo comentario. Las conexiones entre los personajes del Kalevala y los mitológicos y bíblicos saltan a la vista: lo difícil no es hallar analogías, sino descubrir las varias que contienen en sí los personajes del Kalevala, los cuales, por ser muy pocos, tienen fases múltiples y se prestan a numerosas interpretaciones. Pero aun teniendo en cuenta estos rasgos de semejanza, y suponiendo que proceden, no de una comunidad de origen, sino de la imitación de otras epopeyas o de la mitología de los pueblos indoeuropeos, hay que reconocer que el pueblo finlandés o el autor desconocido del Kalevala no son simples rapsodas, y que la epopeya finlandesa es una verdadera creación; sus personajes son eflorescencias de este territorio: tal es la naturalidad con que en él viven y se mueven; y la acción está ajustada tan admirablemente a este suelo y a este cielo, a la vida, a las costumbres, a la historia de este país, que no hay modo de imaginarla en otros climas. Así, pues, el Kalevala, aparte sus bellezas y sus lunares, tiene un mérito fundamental: el de ser una creación étnica y territorial, esto es, una legítima epopeya.

Supongamos por un momento, sólo por vía de comparación, que un poeta finlandés hubiera pretendido adaptar a su país una epopeya como la Ilíada. Tropezaría con una primera dificultad: este territorio no permite que se muevan ejércitos formidables como los descritos por Homero. Antes de salvar la distancia que hay entre las dos regiones antagónicas del país, morirían de hambre y de frío; y en vez de epopeya, tendríamos el relato de una retirada desastrosa. Hay, pues, que simplificar y quedarse sólo con los héroes, y hay que dotar a estos de un poder sobrenatural para que acorten las distancias volando en algún esquife maravilloso. Y esta primera modificación lleva consigo otra más grave: el héroe principal no será ahora el más valiente, sino el más sabio. Aquiles queda en segundo término, y pasa a ocupar el primero Calcas, el adivino, o el prudente Ulises. He aquí por qué en el Kalevala la primera figura es la de Waeinaemoeinen, un viejo cargado de años y de prudencia; mientras Lemminkaeinen, el guerrero, viene después, detrás, no solamente de Waeinaemoeinen, sino de Ilmarinen, que, a falta de saber, posee energía y tenacidad para el trabajo.

El asunto de la Ilíada es la lucha contra Troya, el castigo de una afrenta recibida por los griegos en la persona de Menelao. Si se tratara de trasplantar aquí la acción, se notaría que estaba en pugna con la naturaleza del país. En el Mediodía, donde la sangre es más ardiente y la vida más fácil, son posibles ciertos refinamientos pasionales: el hombre no busca sólo una mujer, busca el amor, y el amor trae consigo los celos, las traiciones, los odios, las luchas del honor exaltado; aquí se contentan con la mujer a secas. En todo el Kalevala no existe una escena de amor al modo que nosotros lo concebimos: la declaración del viejo Waeinaemoeinen se reduce a cuatro palabras; Ilmarinen es más duro que un guijarro; Lemminkaeinen se separa de Kyllikki porque esta fue a bailar, pero no porque sienta celos, sino porque su mujer ha faltado a lo convenido; Kullervo seduce a su hermana sin decirle una palabra amorosa, sólo con mostrarle oro y telas. El único amor a que estos héroes rinden culto es el amor maternal, que pone en labios de Lemminkaeinen y de Kullervo las frases más apasionadas de la epopeya. Cuando los héroes Kalevas se dirigen a Pohjola, no van movidos por el amor, van a buscar una mujer, como quien va a comprar un barco o un trineo; después van a buscar el bienestar robando el molino de Sampo; por último, a libertar el sol y la luna. Los móviles de la acción épica son materiales; pero si la epopeya carece de elevación ideal, tiene en cambio la grandeza de lo que es verdadera y sinceramente humano. Los héroes están pintados como son, como esta tierra los cría y los nutre: son grandes como los bosques del país, y como ellos, tristes, sin luz. Más bellos que estos bosques son nuestros vergeles, cargados de flores y de aromas; pero todo no puede ser igual sobre la tierra.

Además de la interpretación natural del argumento del Kalevala, hay otra interpretación simbólica, que no destruye, sino que refuerza la primera: Pohjola es el mal, y la lucha de los Kalevas es el esfuerzo titánico de esta raza para vencerlo; y el mal no es un concepto abstracto, metafísico, ni una violación de las leyes morales: es algo tan materializado como el amor, según se ha visto ya; no tienen que inventarlo los hombres, porque existe aquí de asiento: es el frío, la nieve, la miseria, la falta de sol, la fiera que devora al ganado, todo cuanto en el clima este existe, contrario a la vida del hombre. Y como estos males se agravan conforme se va ascendiendo hacia el Norte, en el Norte imaginaron los de Kaleva un pueblo al que atribuir las causas de sus penalidades, y contra ese pueblo dirigieron todas sus fuerzas. Parece un contrasentido que Suomi o Finlandia busque la felicidad en una región de donde vienen todos los males; pero la idea profunda del poema está ahí: en suponer que en Pohjola estuvo antes la felicidad simbolizada en Sampo, y que en la lucha, Pohjola fue vencida, y Kalevala, no obstante la pérdida de Sampo, ganó una parte de esa felicidad sólo por haber combatido. Lo cual en términos claros quiere decir que la prosperidad en Finlandia está fundada en la energía con que sus habitantes han sabido y saben luchar contra una naturaleza hostil, inhospitalaria. Este simbolismo les permitía también explicar muchos fenómenos que en su ignorancia primitiva no podrían explicar lógicamente: por ejemplo, las diferencias climatológicas entre el sur y el norte del país o la desaparición temporal de los astros.

La acción principal del Kalevala se desarrolla trabajosamente a causa de los diversos episodios que a ella están unidos, y que si bien tienen con ella escasa relación, sirven para agrandar el escenario épico, si es permitido emplear juntas estas dos palabras. El episodio de la creación es como el pedestal sobre que se asienta la venerable figura del inventor del kantele, personalidad cíclica que desempeña por sí sola todos los papeles de una mitología, sin necesidad de casarse ni de tener descendencia. El episodio de Joukahainen pone en movimiento al héroe; y el mito de la bella Aino, la extraña Venus finlandesa, es como un preludio del tardío arranque amoroso, o mejor dicho, casamentero, que lleva al viejo cantor a Pohjola y da origen a la epopeya. Los demás episodios son más breves y menos importantes, hasta llegar al último, al de Kullervo, digno de formar un poema aparte. Aunque ese episodio parece completamente desligado de la acción épica, debe notarse, sin embargo, que el cordón umbilical que a ella le enlaza es tan delicado, que si se lo cortase violentamente quizá el episodio no podría vivir: Kullervo es una víctima del sino, del ananké griego; mas su primer crimen, el que le lanza a cometer los demás, es la muerte de la doncella de Pohjola; y la piedra que esta pone en el pan de su pobre criado es la fatalidad, es el mal, que viene del Norte, de la región tenebrosa, de donde vienen todos los males.




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Algunas noticias sobre el movimiento literario y artístico de Finlandia


Los habitantes de la montaña conocen por sus nombres los picos más altos y los más bajos, las lomas y los valles; los del llano o la ciudad, que ven la montaña desde lejos, se contentan con saber el nombre del pico más alto y a lo sumo su altura sobre el nivel del mar. Esta misma diferencia se nota cuando se estudia el movimiento intelectual de un país: los naturales lo conocen en toda su integridad, y el extranjero ha de concretarse a señalar los puntos más altos que descubre. Por esto he escrito con alguna extensión sobre el Kalevala, señalándolo, si no como un Chimborazo de las letras, como una epopeya de mucho aliento y de originalidad y belleza innegables.

Pero sería casi ofensivo para Finlandia pasar por alto la literatura de varios siglos y hablar sólo del Kalevala, que, por su antigüedad, es un monumento aislado, sin gran conexión con la cultura moderna; con mayor razón si se tiene en cuenta que el Kalevala es una creación finlandesa, y que la cultura general, hasta hace poco, ha sido exclusivamente sueca, importada por la civilización del país. Hay, pues, que tratar aparte de lo sueco-finlandés; y aunque esta materia sólo pueda ser explicada con acierto enlazándola con el movimiento literario y artístico de la Escandinavia entera, no estará de más dar aquí un breve bosquejo. En cuanto a la literatura propiamente finlandesa, también hay que anotar el comienzo de un renacimiento literario, que ya ha producido algunas obras dignas de mención.

El movimiento nacionalista finlandés cuenta poco más de medio siglo, y su primera manifestación importante fue la publicación del Kalevala, por Loennrot. Esta fue como la exhumación de la partida de bautismo de la raza finlandesa y el punto de arranque del «fenomanismo», cuyo principal sostenedor fue Snellman. Yo no he de hablar de política menuda, y me reservo mi parecer sobre el litigio entre «suecomanos» y «fenomanos», partidos que luchan como de costumbre por el bien público y son a ratos una calamidad. Sólo diré que para este clima me parece excesivo el encono con que se combate, y que los «fenomanos» (viejos y nuevos, pues hay dos banderías), aunque defienden la causa finlandesa, que es la más justa desde el punto de vista territorial, suelen caer en ridículas exageraciones. Nosotros no comprenderíamos, por ejemplo, la necesidad de que un sueco de origen, al declararse «fenomano», se rebautice o se confirme con un nombre finlandés. Aquí esto es frecuente, y en los últimos tiempos ha habido un trasiego considerable de apellidos. Entre los literatos, el dramaturgo Kivi, el autor de Kullervo, se llamaba Stenvall; el senador Yrjoe-Koskinen, autor de una notable Historia de Finlandia, antes de ser noble era un Forsman; el novelista Juhani Aho era un Brofeldt, y así por el estilo.

Son muchos los escritores finlandeses que se han dado a conocer desde que comenzó el movimiento nacional; pero los más de ellos, aunque escriben en finlandés, continúan sometidos a la influencia sueca, y algunos se inclinan del lado de Rusia e imitan a sus escritores, a Tolstoi en particular. Sin duda el escritor más independiente hasta el día es Pietari Paeivaerinta, campesino y humilde cantor de iglesia, que se ha creado una gran celebridad con sus cuadros de costumbres, en los que, con espontaneidad y sin aliño, retrata la vida del interior del país, al modo que lo hizo Trueba en España. Juhani Aho es también escritor muy reputado, principalmente por sus narraciones cortas, de las que ha publicado varias series con el título de Lastuja (Virutas).

Paralelo al movimiento literario finlandés se desarrolla el sueco.

Durante la dominación sueca, la literatura sueco-finlandesa sólo registra personalidades mediocres, salvo alguna figura aislada, como la de Porthan, el historiador, o el poeta Franzen; mas al desaparecer la dominación política, sea para suplirla, sea como respuesta anticipada al inevitable despertar del espíritu finlandés, surge un período de florecimiento, que será en el porvenir el siglo de oro de esta literatura, y cuyo principal representante es Johan Ludvig Runeberg. Al lado de este figura su mujer Frederika Runeberg, escritora de novelas históricas; Zacarías Topelius, autor dramático y novelista, y en particular maestro consumado en el género de cuentos para los niños; el polígrafo Cygnaeus; el exegeta bíblico Stenback; el poeta Nervander, y muchos más.

Runeberg ha escrito cuentos y ha dado algo al teatro; pero es ante todo poeta, y como poeta, aunque ha cultivado diversos géneros, en el que descuella más es en el legendario, en el que es comparable a nuestro Zorrilla. Su obra más perfecta es Faenrik Stals Saegner, el cancionero de la edad heroica de Finlandia, algunas de cuyas poesías, como el Vart Land y la marcha de los bjorneborgueses, han alcanzado la máxima popularidad a que puede aspirar un buen poeta: Elgskyttarne, Julquaellen, Kung Fjalar, y en general todas sus obras, son el catecismo poético de este país. No es Runeberg un genio innovador ni que asombre por su profundidad, pero es un artista equilibrado y armónico. Y tiene además, en un país como este, dividido en dos nacionalidades de raza, el mérito de haberse aproximado más que ningún otro poeta sueco al espíritu finlandés.

El antagonismo irreducible entre lo finlandés y lo sueco, y la exageración del espíritu cosmopolita, son las dos causas que impiden que la intensa cultura de este país dé los frutos que debía de dar. Agréguese a esto la falta de una crítica severa que espolee a los que trabajan. Son muchos los periódicos, algunos de enorme tamaño, y para un país tan pequeño como éste, los medios de publicidad son excesivos. En un dos por tres nace y crece y se consolida una reputación; y como el artista va, como todo el mundo, a sacar el mayor partido con el menor esfuerzo, suele quedarse en los primeros escalones, una vez que se ve aplaudido y se cree haber dado con una forma perfecta de expresión.

Hay pasión por la música: por aquí desfilan todas las notabilidades europeas; hay facilidades para aprender, y se protege mucho al que vale; y sin embargo, fuera de Pacius, que es una figura de segundo orden, no hay compositores de nota. Quizá influya en esto también el carácter demasiado práctico de la enseñanza, que tiende más a asegurar al alumno los medios de subsistencia que a dar vuelo a sus facultades creadoras.

El Museo de pinturas o colección de cuadros del Ateneum es un totum revolutum, en el que lo único sensato que yo he encontrado es la abundancia de cuadros flamencos y holandeses, en los que debían estos artistas estudiar con preferencia, por ser los que más se aproximan a lo que deberá ser el arte en Finlandia, cuando exista y no esté como hoy ahogado en germen por la importación extranjera. Si un día aparece en Finlandia un genio pictórico, se asemejará más que a ningún otro a Rembrandt. Cierto que hoy se piensa y se dice que el artista debe ser sólo una personalidad; pero yo dudo que un finlandés pueda adquirir esa personalidad imitando a los franceses o a los italianos, que es lo que ahora se hace. Lo que es natural en el Sur, es absurdo en el ambiente del Norte, y así se nota aun en los buenos pintores de Finlandia, que ven los tipos de su tierra como los vería un extranjero, y los pintan a lo impresionista o a lo decadente, cuando lo lógico sería pintarlos a lo espeso y a lo macizo, en el aire denso que aquí se respira.

Si se visita una Exposición (hay dos anuales, una en primavera y otra en otoño), la impresión que se recibe es semejante a la que produce un niño cacoquimio y arrugado como un viejo. Hay cuadros que se quieren salir de la sala para irse a los países de donde proceden, y no hay extravagancia de la moda que no tenga su representación. Aunque son muchos los pintores y escultores (sólo las señoritas pintoras pasan de la docena), son contados los artistas que merezcan este nombre. Vallgren es un escultor elegante y delicado, francés como artista y finlandés sólo de nombre; de los pintores, los que representan las dos tendencias más marcadas en este arte son Edelfelt y Gallen: el primero la tendencia sueca, y el segundo la finlandesa, aunque esto sólo en la intención, pues en los procedimientos están ambos formados por influencias exóticas.

Edelfelt se inspira indudablemente en la tradición de Runeberg, y sus obras mejor concebidas son las ilustraciones de los poemas de este, en primer término las del Kung Fjabar. Como retratista, es un pintor concienzudo, y sus retratos del doctor Pasteur y del doctor Roux son verdaderas obras de arte. En sus cuadros históricos o de género aparece al principio como un buen discípulo de la escuela flamenca (por ejemplo, en su reina Blanca), para caer después en un realismo seco y prosaico, como el de las Viejas de Roukalak. La Finlandia que él ve es la de los héroes suecos, no la de otros héroes oscuros, los finlandeses, que fueron subyugados en su propia casa solariega.

Axel Gallen es un pintor de imaginación y de talento un tanto desordenado, pero inquieto y trabajador. Cada cuadro suyo es superior a los precedentes. Si fuera poeta, sería un poeta decadente, y la concepción de sus cuadros creo yo que peca de exceso de intelectualismo. En su conceptio artis representa a un hombre desnudo, de espaldas, abalanzándose, con las manos contraídas como garras, sobre una embozada Quimera, en medio de un campo verde, monótono, donde crecen unas cuantas flores rojas: esta debe ser la propia concepción de Gallen. Pero sus cuadros verdaderamente importantes son los que forman el ciclo del Kalevala: el primero, un tríptico, cuyo asunto es el Mito de Aino, es obra de un aprendiz; la Construcción de Sampo, por Ilmarinen, tiene más consistencia; la Defensa de Sampo, por Waeinaemoeinen (el momento en que Louhi, transformada en águila, acomete a los Kalevas, y el viejo cantor se defiende con su espada), es una pintura llena de brío y carácter; y el último, Lemminkaeinen Tuonelasa (el encuentro de la madre del héroe con su pobre hijo junto al lago Tuoni), es quizá lo más elevado que hasta ahora haya sido concebido por un artista finlandés. El cuadro es una adaptación hábil del goticismo a la tradición poética de Finlandia, y aunque no anuncie un arte nuevo, es un paso dado en firme para la creación de un arte nacional.



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